—¿Qué es eso?

Levine oyó la voz de Scopes, que surgía por los altavoces del ascensor. En la pantalla, los labios del mago no se movieron, y su expresión no cambió, a pesar de lo cual Levine percibió el leve tono de sorpresa en la voz de su antiguo amigo. No tecleó ninguna respuesta.

«De modo que, después de todo, no fue una falsa alarma. —La imagen del mago se apartó de la puerta—. Entre, por favor. Siento no poder ofrecerle asiento. Quizá en la próxima emisión. —Se echó a reír—. ¿Es usted un empleado desleal? ¿O trabaja quizá para un competidor exterior? Sea como fuere, quizá sea tan amable de explicar su presencia en mi edificio y en mi programa».

Levine guardó silencio. Luego apoyó las manos en el teclado de su ordenador.

«Soy Charles Levine», tecleó.

El mago le miró fijamente.

«No le creo —llegó finalmente la voz de Scopes—. No puede haberse abierto camino hasta aquí».

«Pues lo he hecho. Y estoy aquí, dentro de tu propio programa, el cifraespacio».

«¿De modo que no te contentaste con jugar al espionaje industrial desde la distancia, Charles? —preguntó Scopes con una nota burlona—. Tuviste que añadir el allanamiento de morada a tu creciente lista de felonías».

Levine vaciló. No estaba seguro acerca del estado mental de Scopes, pero en cualquier caso tuvo la sensación de que no le quedaba más recurso que hablar abiertamente.

«Tengo que hablar contigo —tecleó—. Acerca de lo que tienes la intención de hacer».

«¿Y qué es eso?».

«Vender el virus del juicio final a los militares de Estados Unidos por cinco mil millones de dólares».

Se produjo una larga pausa.

«Charles, te he subestimado. Conque estás enterado de la existencia de la gripe X II. Muy bien».

De modo que se llama así, pensó Levine.

«¿Qué esperas conseguir al vender este virus?», tecleó.

«Pensaba que eso era obvio. Cinco mil millones de dólares».

«Esos millones no te van a hacer ningún bien si los estúpidos que manipulen tu creación destruyen el mundo».

«Charles, por favor. Ellos ya cuentan con la capacidad para acabar con el mundo. Y no lo han hecho. Comprendo bien a esos tipos. Son los mismos matones que solían zurrarnos en la escuela, hace treinta años. Básicamente, les ayudo en su deseo de tener el arma más grande y más nueva. Ese deseo de disponer de armas cada vez más grandes es una cuestión evolutiva. Nunca llegarán a utilizar el virus; lo mismo sucede con las armas nucleares. No tienen valor militar, sólo valor estratégico en el equilibrio del poder. Este virus se desarrolló como un producto adicional de un contrato legítimo del Pentágono con GeneDyne. No he hecho nada ilegal, y ni siquiera carente de ética al desarrollarlo y ofrecerlo a la venta».

«Me sorprende cómo puedes racionalizar tu avidez», escribió Levine.

«No he terminado. Hay buenas razones por las que los militares estadounidenses debieran tener este virus. No cabe duda de que la existencia de las armas nucleares evitó el estallido de la tercera guerra mundial entre la ex Unión Soviética y Estados Unidos. Finalmente hicimos lo que Nobel había esperado hacer con la dinamita: que la guerra total fuera inimaginable. Pero ahora hemos llegado a la siguiente generación de armas: los agentes biológicos. A pesar de todos los tratados en contra, muchos gobiernos trabajan en el desarrollo de agentes biológicos como éste. Para mantener el equilibrio de poder, no podemos permitirnos dejar de tener los propios. Si nos pillaran sin un virus como el de la gripe X II, cualquier grupo de países hostiles podría chantajearnos y amenazarnos, a nosotros y al resto del mundo. Desgraciadamente, tenemos un presidente liberal dispuesto a acatar la Convención de Armas Biológicas. Probablemente somos el único gran país del mundo que todavía la acata. Pero todo esto me parece una pérdida de tiempo. No pude convencerte de que te unieras a mí en la fundación de GeneDyne, y tampoco voy a convencerte ahora. Es una pena, de veras; habríamos podido hacer grandes cosas juntos. Pero preferiste, por resentimiento, dedicar tu vida a destruir la mía. Nunca podrás perdonarme por haber ganado el juego».

«¿Grandes cosas, dices? ¿Cómo inventar un virus del juicio final para exterminar a toda la humanidad?».

«Quizá sepas menos de lo que crees. Ese llamado virus del juicio final es un producto secundario de una terapia de la línea germinal que librará a la raza humana de la gripe. Para siempre. Una inmunización que conferirá una inmunidad duradera contra la gripe».

«¿Llamas inmunidad a estar muerto?».

«Debería ser evidente, incluso para ti, que la gripe X II no fue más que un paso intermedio. Tenía defectos, cierto. Pero he descubierto una forma de comercializar esos defectos».

La figura se dirigió hacia un armario y extrajo un pequeño objeto de un estante. Al regresar, Levine vio que era un arma de fuego, de diseño similar a las que portaban sus perseguidores en el bosque.

«¿Qué vas a hacer? —preguntó Levine—. No puedes dispararme. Estamos en el ciberespacio».

Scopes se echó a reír.

«Ya veremos. Pero no lo haré todavía. Primero quiero que me digas qué te ha traído realmente hasta mi mundo privado, con tantos inconvenientes personales. Si querías hablar conmigo sobre la gripe X II, podrías haber encontrado una forma más fácil de hacerlo».

«He venido para decirte que la PurBlood es tóxica».

El mago-Scopes bajó el arma de fuego.

«Eso es interesante. ¿Me lo puedes explicar?».

«Todavía no conozco todos los detalles. Sé que se descompone en el cuerpo y empieza a envenenar la mente. Eso fue lo que enloqueció a Franklin Burt, lo que ha enloquecido también a otro de tus científicos, Vanderwagon, y lo que enloquecerá a todos los sujetos beta que se sometieron a la prueba de la PurBlood en Monte Dragón, incluido tú mismo».

Resultaba inquietante comunicarse con la imagen computarizada de Scopes. No sonreía ni fruncía el entrecejo. Hasta que la voz de Scopes sonaba por los altavoces, Levine no tenía forma de saber lo que pensaba el presidente ejecutivo de GeneDyne, o qué efectos podrían estar causando sus palabras. Se preguntó si Scopes ya lo sabía, si había leído y creído la transmisión de datos abortada de Carson.

«Muy bien, Charles —llegó por fin la respuesta con un débil tono de ironía—. Sé que andabas metido en el asunto de denunciar supuestos escándalos de GeneDyne, pero debo reconocer que éste es tu principal logro».

«No es ninguna suposición. Es cierto».

«Sin embargo, no dispones de pruebas, de evidencias, de explicación científica. Sucede lo mismo que con todas tus acusaciones contra GeneDyne. PurBlood fue desarrollada por los genetistas más brillantes del mundo. Ha sido meticulosamente comprobada. Y cuando se empiece a comercializar, el viernes, salvará innumerables vidas».

«Es más probable que destruya innumerables vidas. ¿No te sientes preocupado después de que te inyectaran la PurBlood?».

«Pareces saber mucho sobre mis actividades. La verdad, sin embargo, es que a mí nunca me hicieron una transfusión de PurBlood, sino de plasma coloreado».

Levine no dijo nada durante un momento.

«Sin embargo, dejaste que al resto del personal de Monte Dragón se le pusiera el verdadero producto. Qué caballeroso por tu parte».

«Había tenido la intención de ponérmela, pero mi mayordomo incondicional, el señor Fairley, prevaleció por encima de mi decisión. Además, fue el mismo personal de Monte Dragón el que la desarrolló. ¿Quiénes mejor que ellos para probarla?».

Levine se sintió impotente. ¿Cómo podía haber olvidado, en su apresuramiento por enfrentarse directamente con Scopes, la personalidad de aquel hombre? Recordó las numerosas discusiones que habían mantenido en sus tiempos de universidad. En aquel entonces nunca había logrado hacerle cambiar de opinión sobre ningún tema. ¿Cómo podía tener éxito ahora, cuando había tantas cosas en juego?

Se produjo un prolongado silencio. Levine maniobró su vista alrededor del desván y observó que la niebla se había aclarado. Se dirigió hacia la ventana. Ahora había oscurecido, y una luna llena titilaba sobre la superficie del océano, como un manto de seda. Un barco de pesca, con las redes colgadas, se acercaba al puerto. Ahora que la conversación se había interrumpido, Levine creyó detectar el sonido del oleaje sobre las rocas de allá abajo. El faro de Pemaquid Point parpadeaba en la aterciopelada oscuridad.

«Impresionante, ¿verdad? —preguntó Scopes—. Lo abarca todo, excepto el olor del mar».

Levine sintió una profunda tristeza. Aquello era una perfecta ilustración de las contradicciones del carácter de Scopes. Sólo un genio habría podido desarrollar un programa tan hermoso y sugerente. Sin embargo, esa misma persona tenía la intención de vender el virus de la gripe X II. Levine observó el barco que entraba en el puerto, con sus luces de posición bailoteando sobre el agua. Una figura oscura descendió del barco y tomó los cables que le arrojaron desde cubierta, que después ató en las abrazaderas.

«Originalmente todo empezó como una serie de desafíos —dijo Scopes—. Mi red crecía día a día, y tenía la sensación de perder el control. Deseaba encontrar una forma de atravesarla, fácil y privadamente. Había dedicado mucho tiempo a jugar con los lenguajes de la inteligencia artificial, como el LISP, y con los orientados hacia los objetos, como el Smalltalk. Tuve la impresión de que se necesitaba una nueva clase de lenguaje informático que pudiera mezclar ambos, e incluso añadir algo más. Cuando se desarrollaron esos lenguajes, la capacidad de los ordenadores era minúscula en comparación con la que poseemos ahora. Me di cuenta de que disponía de la capacidad de procesado para jugar con las imágenes y las palabras. Construí entonces mi propio lenguaje alrededor de imágenes. El compilador del cifraespacio crea mundos, y no sólo programas. Empezó de una forma muy sencilla. Pero pronto me di cuenta de las enormes posibilidades de mi nuevo medio. Pensé que podía crear una forma de arte nueva, exclusivamente informática, destinada a ser experimentada en sus propios términos. He tardado años en crear este mundo, y sigo trabajando en ello. Nunca quedará terminado, claro está. Pero buena parte de ese tiempo lo empleé en desarrollar un lenguaje de programación y unas herramientas lo bastante sólidos. Ahora podría volver a hacerlo, aunque mucho más rápidamente.

»Charles, podrías permanecer junto a esa ventana durante una semana y no ver nunca la misma imagen. Si lo desearas, podrías bajar al muelle y hablar con esos hombres. Se produce la pleamar y la bajamar al compás de las fases de la luna. Hay estaciones. Hay gente que vive en las casas: pescadores, turistas, artistas. Personas reales; personas a las que recuerdo de mi niñez. Hay un tal Lorimer Brackett, que dirige el balneario de la isla y la tienda local. Murió hace unos años, pero sigue vivo en mi programa. Mañana podrías bajar ahí y escucharle contar historias. Podrías tomar una taza de té y jugar al backgammon con Hank Hitchins. Cada persona es un objeto autocontenido dentro del programa general. Existen independientemente e interactúan en formas que ni siquiera he tenido la necesidad de programar o prever. Aquí soy una especie de dios; he creado un mundo que ahora se desarrolla sin necesidad de mi intervención».

—Pero en todo caso eres un dios egoísta —dijo Levine—. Has mantenido este mundo para ti mismo.

—Eso es cierto. Simplemente, no he sentido ganas de compartirlo. Es demasiado personal.

Levine se volvió hacia la imagen del mago.

«Has reproducido la isla con todo detalle, excepto tu propia casa, que está medio derruida. ¿Por qué?».

La figura se quedó quieta por un momento, y ningún sonido le llegó a Levine por el altavoz. Se preguntó qué punto flaco habría tocado con sus palabras. Luego, la figura levantó de nuevo el arma.

«Creo que ya hemos hablado demasiado, Charles», dijo Scopes.

«No me impresionas».

«Pues debería impresionarte. No eres más que un proceso dentro de la matriz de mi programa. Si disparo, el hilo de tu proceso se detendrá. Quedarás atrapado, sin forma de comunicarte con nadie. Pero eso es puramente teórico. Mientras estábamos hablando sobre mi creación, he enviado un rastreador de rutina para que te siguiera a través de la red, hasta localizar tu terminal. No puedes sentirte muy cómodo ahí, atrapado en el ascensor cuarenta y nueve, entre los pisos séptimo y octavo. Ya acude un grupo para darte la bienvenida, así que puedes estar tranquilo».

«¿Qué vas a hacer?», preguntó Levine.

«¿Yo? Yo no voy a hacer nada. Tú, sin embargo, vas a morir. Tu arrogante intrusión en mis dominios, además de tus últimos fisgoneos en mis asuntos, no me dejan alternativa. Naturalmente, como intruso que eres, tu muerte será justificada. Lo siento, Charles. De veras que lo siento. No había necesidad de terminar de esta manera».

Levine levantó los dedos para teclear una respuesta, pero se detuvo. No había nada que añadir.

«Ahora voy a terminar el programa. Adiós, Charles».

La figura apuntó con cuidado.

Por primera vez desde que entró en el edificio de GeneDyne, Levine sintió verdadero miedo.

Carson se despertó con un sobresalto. Todavía estaba todo a oscuras, pero el amanecer ya se aproximaba; el cielo empezaba a distinguirse con una tenue claridad fuera de la cueva. A unos metros de distancia, Susana seguía dormida sobre la arena, y él percibió el sonido suave y regular de su respiración.

Se incorporó, apoyado sobre un codo, consciente de una apagada y molesta sed. Se arrastró a gatas hasta el borde de la fuente, tomó agua con las manos y bebió con avidez. A medida que se apagó la sed experimentó un apetito feroz.

Se levantó, se dirigió a la boca de la cueva y respiró el aire fresco del amanecer. Los caballos estaban más allá. Emitió un suave silbido y levantaron las cabezas, poniendo enhiestas las orejas. Se dirigió hacia ellos, pisando con cuidado en la oscuridad. Estaban un poco desmejorados pero por lo demás parecían haber soportado bastante bien el tormento por el que habían pasado. Acarició el cuello de Roscoe. El animal tenía los ojos brillantes, lo que era una buena señal. Se inclinó y le palpó la coronilla, en lo alto del casco. Estaba caliente, pero no demasiado.

Miró alrededor, bajo la débil luz del amanecer. Las montañas que lo rodeaban eran de piedra arenisca, y sus capas sedimentarias trazaban complicadas líneas diagonales a través de las colinas y cañones erosionados. Había en el aire una quietud casi religiosa, como el silencio de una catedral. Allí donde los flancos de la montaña se hundían en el desierto, las faldas del río de lava acumulaban su base en una masa negra y recortada. La cueva en la que se encontraban estaba por debajo del nivel del desierto. Aunque se hubiera encontrado a cien metros de distancia, Carson jamás habría imaginado que allí había una cueva.

Carson volvió a dar de beber a los caballos en la cueva, y luego los dejó atados de nuevo cerca de unos arbustos. Después cortó una rama larga y flexible de mesquite. Abandonó la lava y se adentró en la arena, examinándola mientras avanzaba. No tardó en encontrar lo que buscaba: las huellas de un conejo. Las siguió a lo largo de unos cien metros, hasta que desaparecieron en un agujero situado bajo un arbusto. Se acuclilló e introdujo el extremo coronado de espinos de la rama, la remetió hasta llegar a la madriguera, lo impulsó y lo retorció, con violencia contra una peluda resistencia. Luego sacó lentamente la vara del agujero; en el extremo se retorcía y chillaba un conejo joven, enredado y atrapado en los espinos. Carson lo sujetó con el pie y le cortó la cabeza, dejando que la sangre empapara la arena. Luego lo destripó, lo despellejó y lo ensartó en la vara; enterró las entrañas en la arena para no atraer a los depredadores y regresó a la cueva.

Susana seguía dormida. Encendió una pequeña hoguera en la boca de la cueva, frotó al conejo la sal alcalina que guardaba en el bolsillo y empezó a asarlo. La carne chisporroteó y crepitó, y el humo azulado se elevó en el aire claro.

Al cabo de un rato, el sol apareció sobre el horizonte y lanzó una brillante luz dorada sobre el desierto, hasta penetrar profundamente en la cueva, iluminando las superficies oscuras. Oyó un sonido y se volvió. Ella se había despertado y estaba sentada, frotándose los ojos con aspecto soñoliento.

—Oh —exclamó cuando la luz dorada le dio en la cara y transformó su cabello negro en bronceado.

Carson la observó con la sonrisa satisfecha y virtuosa del madrugador. Su mirada se desvió luego hacia el fondo de la cueva. Susana se volvió para seguir su mirada.

El sol naciente trazaba una línea de luz anaranjada sobre el suelo de la cueva, que subía hasta la mitad de la pared del fondo. Equilibrada en lo alto de la línea e iluminada contra la basta roca había una imagen irregular pero reconocible: un águila, con las alas extendidas y la cabeza levantada, como si estuviera a punto de emprender el vuelo.

Ambos observaron en silencio a medida que la imagen se iluminaba más. Y luego desapareció poco a poco, de la misma forma en que había aparecido; el sol se había elevado por encima de la cueva.

—El Ojo del Águila —dijo Susana—. Lo hemos encontrado. Es increíble pensar que esta misma fuente termal salvó las vidas de mis antepasados, hace cuatrocientos años.

—Y ahora ha salvado las nuestras —murmuró él.

Continuó con la mirada fija en el espacio oscuro donde poco antes había estado la imagen por unos momentos. Entonces, el delicioso aroma de la carne asada invadió su olfato y se volvió hacia el conejo.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

—Vaya si tengo. ¿Qué es?

—Conejo asado.

Lo apartó del fuego y sostuvo el espetón improvisado en alto, para que no tocara la arena. Tomó la punta de flecha, cortó un trozo y se lo tendió a su ayudante.

—Cuidado, está caliente.

Ella dio un bocado con avidez.

—Delicioso. Resulta que también sabe cocinar. Creía que los vaqueros sólo sabían preparar judías con tocino.

De Vaca hincó los dientes y arrancó otro trozo de carne.

—Y ni siquiera está duro, como los conejos que mi abuelo solía traer a casa.

Escupió un pequeño hueso, mientras Carson la observaba con el orgullo del cocinero.

Diez minutos más tarde, los huesos limpios se tostaban en el fuego. Susana estaba sentada, chupándose los dedos.

—¿Cómo logró cazar ese conejo? —preguntó.

—Fue algo que aprendí en el rancho, cuando era un muchacho —contestó él con un encogimiento de hombros.

Ella asintió con un gesto y luego sonrió maliciosamente.

—Es verdad, olvidaba que todos los indios saben cazar. Es como un instinto, ¿verdad?

Carson frunció el entrecejo.

—Deje eso ya de una vez, ¿quiere? —gruñó—. Ya no fue divertido la primera vez, y desde luego lo es menos ahora.

Pero ella siguió sonriendo.

—Debería verse en un espejo. El día pasado bajo el sol le ha sentado muy bien. Unos pocos más así y se sentirá como en casa.

A pesar de sí mismo, Carson sintió enfado. Aquella mujer poseía un certero instinto para detectar sus puntos más sensibles y disparar sin piedad. De algún modo, había esperado que la terrible experiencia por la que habían pasado cambiaría su actitud. Ahora no estaba seguro de saber si se sentía enojado con ella por sus sarcasmos, o consigo mismo por esperar que cambiase.

Es usted una desagradecida hija de puta —le dijo en español, y la cólera dio a sus palabras una asombrosa claridad.

Una expresión de perplejidad apareció en el rostro de ella, que abrió mucho los ojos.

—De modo que el cabrón conoce la lengua madre mucho más de lo que se suponía —musitó—. Soy una desagradecida, ¿verdad?

—Puede llamarme lo que quiera —replicó él—, pero ayer le salvé el culo, a pesar de lo cual vuelve a sus andadas y se dedica a remover la misma mierda.

—¿Que me salvó el culo? —espetó ella—. Es usted un estúpido, cabrón. Fue su antepasado ute el que nos salvó. Y su tío abuelo, que le contó todas esas historias. Fueron aquellas exquisitas personas a las que usted trata como manchas en su pedigrí. Cuenta usted con una gran herencia, algo de lo que debería sentirse orgulloso. ¿Y sin embargo qué hace? La oculta, la ignora, la barre debajo de la alfombra. Como si fuera una persona mejor sin eso. —Su tono se había elevado y reverberaba en el interior de la cueva—. ¿Sabe una cosa, Carson? Sin esa herencia usted no es nada. Ni siquiera es un vaquero, como tampoco es un blanco de Harvard. No es más que una cáscara vacía incapaz de reconciliarse con su pasado.

La furia de Carson se hizo fría.

—¿Sigue jugando a la analista sabelotodo? —dijo—. Cuando esté preparado para afrontar a mi propio niño interior, acudiré a alguien que tenga un diploma colgado en la pared, y no a una adivina que estaría más cómoda con una bola de cristal que con un tubo de ensayo. Todavía tiene la mierda del barrio en sus zapatos.

De Vaca siseó y las aletas de su nariz se ensancharon. A continuación le propinó un repentino bofetón. A Carson se le encendió la mejilla y le zumbó el oído. Sacudió la cabeza, sorprendido, y al ver que ella se disponía a abofetearlo por segunda vez, le sujetó la mano. De Vaca le lanzó un puñetazo con la otra mano, pero Carson se agachó, le retorció la mano y le dio un empujón, sin soltarla del todo. Impulsada hacia atrás, la mujer cayó sobre el estanque y Carson, arrastrado por la inercia, cayó sobre ella.

El bofetón y la caída apagaron la cólera de Carson. Ahora se encontraba sobre De Vaca, con su pequeño cuerpo debatiéndose bajo el suyo. Y entonces, una clase de apetito completamente diferente se apoderó de él. Impulsivamente, se inclinó y la besó en los labios.

—¡Pendejo! —exclamó ella con la respiración entrecortada—. Nadie me besa por la fuerza.

Dio un violento tirón, liberó los brazos y le amenazó con los puños. Carson la observó con recelo.

Se miraron fijamente durante un momento, inmóviles. El agua goteaba de los puños de ella, sobre la oscura y caliente superficie del estanque. Los ecos se apagaron, hasta que sólo quedaron los sonidos de las gotas y de sus fatigosas respiraciones. De repente, sujetó el cabello de Carson con ambas manos y aplastó su boca contra la de él.

Al cabo de un momento, las manos de ella parecieron estar por todas partes, se deslizaron por debajo de la camisa, le acariciaron el pecho, juguetearon con sus pezones, le tiraron del cinturón, le bajaron la cremallera del pantalón, le liberaron el miembro y lo acariciaron con apremio. Se sentó, se quitó la ropa que le cubría el torso, y luego tironeó sus empapados pantalones. Le rodeó la nuca con un brazo, le rozó la dañada oreja con los labios y le introdujo la lengua al tiempo que susurraba palabras lascivas. Carson le arrancó los panties y ella cayó dentro del agua, gimiendo, con sus pechos por encima de la superficie de la fuente. Él se encontró sobre ella, cuyas piernas le atenazaron la cintura. No tardaron en hacer el amor salvajemente, chapoteando con frenesí y avidez.

Más tarde, ella le miró, tumbado desnudo sobre la arena húmeda.

—No sé si matarte o follarte otra vez —dijo.

Carson levantó la mirada, se acercó a ella y le apartó suavemente un mechón de cabello negro que le caía sobre la cara.

—Será mejor que probemos más tarde con otra sesión de lo último —dijo.

El amanecer se convirtió en mediodía, y se quedaron dormidos, exhaustos.

Carson volaba y planeaba sobre el desierto, las retorcidas cintas de lava convertidas en simples manchas allá abajo. Se esforzó por ascender aún más, hacia el sol ardiente. Por delante, una enorme y estrecha roca surgía del desierto, para terminar en una forma puntiaguda que parecía elevarse varios kilómetros sobre la arena. Intentó dirigirse hacia la cumbre, pero ésta parecía crecer a medida que ascendía, hacerse cada vez más alta, elevándose hacia el sol…

Se despertó con un sobresalto y el corazón acelerado. Sentado en la fresca oscuridad, miró hacia la boca de la cueva, y luego hacia el interior en penumbras, y tomó conciencia de su situación.

Se levantó, se vistió y salió de la cueva. Eran casi las dos de la tarde, el momento más caluroso del día. Los caballos se habían recuperado, pero necesitarían beber una vez más. Tendrían que emprender la marcha en menos de una hora si querían llegar a Paso Lava a la puesta de sol. Eso les permitiría llegar a Campamento Lava a medianoche. Aún dispondrían de treinta y seis horas para poner su información en manos de la FDA, antes de que se iniciara la programada comercialización de PurBlood.

Pero no podían marcharse ahora. Todavía no.

Se volvió hacia los caballos y arrancó dos tiras de cuero del reborde de la silla. Luego, recogió un puñado de ramas secas de mesquite y arbustos de creosote, que dispuso en dos haces bien apretados. Después de atarlos con las tiras de cuero, regresó hacia la cueva.

Susana ya se había levantado y estaba vestida.

—Buenas tardes, vaquero —le dijo en cuanto entró en la cueva.

Carson le dirigió una sonrisa y se acercó a ella.

—Otra vez no —dijo ella al tiempo que le dio un puñetazo juguetón en el estómago.

Él le susurró al oído:

Al despertar la hora el águila del sol se levanta en una aguja de fuego.

Una expresión de extrañeza apareció en el rostro de Susana.

—Esa era la leyenda que aparecía en el mapa del tesoro de Nye. No la comprendí entonces, y tampoco ahora.

Le miró un momento con ceño. Entonces, sus ojos se abrieron desmesuradamente.

—Hemos visto un águila esta mañana —dijo—. Silueteada contra el fondo de la cueva por el sol del amanecer. —Carson asintió con un gesto—. Eso significa que hemos encontrado el lugar…

—… el lugar que Nye ha estado buscando todos estos años —concluyó él—. El lugar donde está escondido el oro de Mondragón.

—Sólo que lo buscaba a ciento sesenta kilómetros de aquí. —Se volvió a mirar hacia el fondo de la cueva y luego de nuevo a Carson—. ¿A qué esperamos?

Él encendió uno de los haces que había preparado y juntos se internaron en la cueva.

Del estanque, el agua de la fuente fluía hacia atrás, formando un estrecho riachuelo, y descendía formando un ligero ángulo. Ambos siguieron su curso, iluminados por el tosco resplandor de la antorcha. Al aproximarse a la pared del fondo de la cueva, Carson comprobó que no se trataba de una pared cerrada, sino de una repentina caída en el nivel del techo. El suelo de la cueva se abría, descendía y dejaba un estrecho túnel. Para avanzar por él tuvieron que agacharse. En la oscuridad que se extendía por delante, Carson percibió el sonido de una corriente de agua.

El túnel se abría a una caverna alta y estrecha, de unos tres metros de ancho por diez de alto. Sostuvo la antorcha en alto e iluminó la moteada superficie amarilla de la roca. Se adelantó y luego se detuvo de repente. A sus pies, la corriente saltaba sobre un precipicio y caía hacia un pozo de negrura. Con la antorcha por delante, Carson miró hacia abajo.

—¿Ves algo? —preguntó Susana.

—Apenas puedo distinguir el fondo —contestó—. Debe de tener unos quince metros de profundidad.

Se produjo un sonido de deslizamiento y Carson, instintivamente, retrocedió. Un puñado de pequeñas rocas se desprendieron del borde y cayeron en la oscuridad, arrancando ecos a medida que caían.

Carson tanteó el terreno con el pie.

—Toda esta roca está suelta y podrida —dijo, mientras se movía con precaución a lo largo del borde.

Encontró un lugar más estable, se arrodilló y se asomó de nuevo.

—Ahí abajo hay algo —dijo ella desde el otro lado del precipicio.

—Lo veo.

—Ilumíname mientras bajo —dijo ella—. Por aquí parece más fácil.

—Deja que lo haga yo —dijo él.

Ella le dirigió una mirada torva.

—Está bien, está bien —suspiró él.

Susana empezó a descender por la escabrosa pared. Carson apenas podía verla descender en la penumbra.

—¡Alcánzame la otra antorcha! —pidió ella al cabo de un momento.

Carson introdujo una caja de cerillas entre las ramas y le arrojó el segundo haz. Se oyó una cerilla al encenderse y, de repente, el abismo de abajo quedó iluminado por una parpadeante luz carmesí.

Carson pudo ver con toda claridad el perfil de una mula disecada. El fardo del animal se había roto, y había trozos de manta y cuero desparramados alrededor. Por entre el fardo destrozado se veían sobresalir grandes bloques blanquecinos. Cerca se hallaba el cuerpo momificado de un hombre.

De Vaca examinó primero al hombre, después la mula y finalmente el fardo destrozado. Recogió varios objetos desparramados y se los metió en los faldones de la camisa. Luego, trepó trabajosamente por la pared.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Carson cuando ya se acercaba.

—No lo sé muy bien. Salgamos a la luz.

Ya en la entrada de la cueva, Susana se desató los faldones de la camisa y sobre la arena cayeron una pequeña bolsa de cuero, una daga envainada y varios bloques blanquecinos.

Carson tomó la daga y la extrajo de la vaina. El metal estaba apagado y oxidado, pero el mango se mantenía intacto, conservado bajo una capa de polvo. Lo limpió y lo levantó al sol. Cinceladas en plata sobre la empuñadura de hierro había dos letras ornamentadas: M. D.

—Diego de Mondragón —susurró Carson.

Ella abrió la dura bolsa de cuero y sobre la arena cayeron una pequeña moneda de oro y tres más grandes de plata. Las recogió y las examinó, maravillada por el brillo que despedían a la luz.

—Fíjate en lo nuevas que parecen —dijo.

—¿Qué había en el fardo?

—Estaba medio lleno de piedras blancas como éstas —dijo De Vaca, e indicó los bloques blanquecinos—. Había docenas. Las alforjas estaban llenas.

Carson tomó una y la examinó. Era fría y de grano uniforme, color marfil.

—¿Qué demonios es esto? —murmuró.

Ella tomó otra piedra y la sopesó.

—Es pesado —dijo.

Carson extrajo la punta de flecha y rascó el bloque.

—Pero bastante blando. Sea lo que sea, no es roca.

Susana frotó la superficie con la palma de la mano.

—¿Por qué habría arriesgado Mondragón su vida para llevar este material, cuando podría haber transportado agua y… —Se detuvo—. Ya sé lo que es —anunció—. Es sepiolita.

—¿Sepiolita?

—Sí. Se utilizaba para tubos, tallas y obras de arte. Fue extremadamente valiosa en el siglo diecisiete. Desde Nuevo México se exportaban grandes cantidades a Nueva España. Supongo que la mina de Mondragón fue un depósito de sepiolita.

Se volvió hacia Carson y sonrió. Una expresión de extrañeza cruzó el rostro de él. Luego retrocedió y se echó a reír.

—Y pensar que durante todo este tiempo Nye no ha hecho sino buscar el oro perdido de Mondragón. Nunca se le ocurrió a nadie que Mondragón pudo haber llevado consigo otra clase de riqueza. Algo que hoy en día carece prácticamente de valor.

Ella asintió con un gesto.

—Pero en aquel entonces, el valor de la sepiolita que llevaba en ese fardo bien habría podido valer su peso en oro. Fíjate en lo fino que es el grano. Hoy podría valer cuatrocientos, o quizá quinientos dólares.

—¿Qué me dices de las monedas?

—Tal vez era el dinero para los gastos de Mondragón. Probablemente lo único que tiene valor sea la daga.

Carson sacudió la cabeza y miró el fondo de la cueva.

—Supongo que la mula se adentró en la cueva y él trató de alcanzarla. El peso de los dos tuvo que haber desmoronado el borde del precipicio.

—Allá abajo vi algo más: una flecha hundida en el esternón de Mondragón.

Carson la miró, sorprendido.

—Tuvo que haber sido el criado. De modo que la leyenda está equivocada. No andaban en busca de agua. El agua ya la habían encontrado. Pero el criado decidió apoderarse del tesoro.

Ella asintió con un gesto.

—Quizá Mondragón buscaba un lugar donde ocultar su tesoro y no vio el precipicio en la oscuridad. Había trozos de lava suelta sobre el cuerpo y alrededor. La mula murió en la caída, y el criado decidió no esperar más.

—¿Dijiste que las alforjas estaban medio llenas? Probablemente acabó con Mondragón, tomó lo que podía llevarse y se dirigió hacia el sur. Quizá se llevó el jubón, como protección contra el sol. Sólo que eso no fue suficiente, y únicamente pudo llegar hasta Monte Dragón.

Carson siguió con la vista fija en la entrada de la cueva, como si esperara que le contara la historia de lo ocurrido.

—Así que éste es el final de la leyenda de Monte Dragón —musitó al cabo de un rato.

—Quizá. Pero las leyendas no suelen desaparecer tan fácilmente.

Permanecieron en silencio bajo el brillante sol de la tarde, mirando las monedas. Finalmente, ella las guardó en el bolsillo de los pantalones.

—Es hora de que ensillemos los caballos —dijo Carson, y tomó la daga y se la remetió en el cinturón—. Tenemos que llegar a Paso Lava antes de la puesta del sol.