Los buitres estaban quizá a un kilómetro y medio de distancia. Todavía trazaban lentas espirales en la ondulación térmica que se elevaba. Carson y Susana caminaron en silencio, conduciendo los caballos a través de la lava. Eran las dos de la tarde. La lava parecía relucir con interminables lagos de agua azulada, cubiertos por capas de nieve. A él ya le resultaba imposible mantener los ojos abiertos sin ver agua.

La sed que sentía era atroz. Nunca había padecido una sensación tan desesperada. La lengua era como un estropajo reseco en la boca, y los labios se le habían agrietado. La sed también empezaba a causar estragos en su mente; mientras caminaba, le parecía que el desierto se había convertido en un vasto incendio, que lo levantaba como una tea encendida hacia el cegador e implacable cielo.

Los caballos empezaban a deshidratarse. La alteración que les había producido el sol era grave. Había deseado esperar hasta la puesta de sol para darles de beber, pero ahora estaba claro que entonces sería demasiado tarde.

Se detuvo. Susana aún avanzó unos pasos más, arrastrando los pies y luego se detuvo también.

—Demos de beber a los caballos —dijo Carson. El hecho de hablar con la garganta reseca fue muy doloroso.

Ella no dijo nada.

—¿Susana? ¿Está bien?

Ella no contestó. Se sentó a la sombra del caballo e inclinó la cabeza.

Carson se acercó al caballo de la mujer. Desató la alforja y apartó las herraduras. Sacó la cantimplora, se quitó el sombrero y lo llenó de agua hasta el borde. La visión del agua que caía de la cantimplora le produjo un espasmo en la garganta. Roscoe, de pie junto a él, irguió la cabeza y avanzó. Bebió toda el agua en un momento y luego agarró el sombrero con los dientes. Carson se lo arrancó del hocico y el caballo se encabritó y resopló.

Llenó el sombrero por segunda vez y lo llevó hasta el otro caballo, que se la bebió ávidamente.

Sustituyó la cantimplora vacía por la segunda, y ofreció a cada caballo otro medio sombrero de agua. Los animales se mostraron repentinamente agitados, como él sabía que se sentirían, y resoplaban y meneaban las cabezas con ojos muy abiertos.

Al devolver la cantimplora a la alforja, oyó el roce de algo. Metió la mano y encontró una costura suelta a lo largo del forro de la solapa exterior. Por ella sobresalía un trozo de viejo papel amarillento, el mismo que Nye había examinado en el cobertizo, la noche de la tormenta de arena. Carson lo extrajo y lo examinó. Estaba estropeado y no era papel, sino una especie de trozo de cuero viejo. Sobre él había esbozos detallados de una cadena montañosa, una masa negra extrañamente configurada, numerosas marcas y palabras en español. Y a través de la parte superior las desconcertantes palabras escritas con caligrafía antigua: «Al despertar la hora el águila del sol se levanta en una aguja de fuego». En la parte inferior, en medio de otra frase en español, había un nombre: Diego de Mondragón.

De pronto todo quedó repentinamente claro. De no haber sido por sus labios dolorosamente agrietados, Carson se habría echado a reír.

—¡Susana! —exclamó—. Nye ha estado buscando el tesoro de Monte Dragón. ¡El oro de Mondragón! He encontrado un mapa oculto en las alforjas. Ese loco bastardo sabía que el papel estaba prohibido en Monte Dragón, así que lo guardó donde nadie pudiera encontrarlo.

Ella miró sin interés el mapa. Carson sacudió la cabeza. Era algo ridículo. Nye no era ningún estúpido. Sin duda debía de haber comprado ese mapa en la trastienda de alguna tienducha de Santa Fe, y probablemente habría pagado por él una fortuna. Carson había visto muchos mapas similares; la venta a turistas de falsos mapas del tesoro era un gran negocio en Nuevo México. No era nada extraño que Nye se comportara de un modo tan receloso al verse seguido por Carson, al imaginar, probablemente, que le quería robar su imaginario tesoro.

Bruscamente, el regocijo de Carson desapareció. Al parecer, Nye iba en busca de ese tesoro desde hacía algún tiempo. Quizá todo había empezado como simple curiosidad, pero ahora, bajo la influencia de la PurBlood, lo que empezó como una suave obsesión se habría convertido en algo mucho más intenso. Y Nye, consciente de que Carson se había llevado sus alforjas, tendría aún más razones para perseguirlos sin piedad.

Observó más atentamente el mapa. Mostraba montañas y una zona ennegrecida que podría ser un río de lava. Podía encontrarse en cualquier parte del desierto. Pero Nye sabía que el jubón de Mondragón se había encontrado supuestamente al pie de la base de Monte Dragón, de modo que probablemente había iniciado su búsqueda a partir de ese punto.

Esta curiosa explicación de las extrañas desapariciones de Nye durante los fines de semana quedó oscurecida por la ardiente sed que sentía. Débilmente, Carson guardó el mapa en la alforja y miró las herraduras. Ahora no había tiempo para ponerlas. Tendrían que probar suerte en la arena. Ató las alforjas y se volvió.

—Susana, tenemos que continuar.

Sin decir palabra, ella se levantó y echó a caminar hacia el norte. Carson la siguió, con sus pensamientos disueltos en una oscura pesadilla de fuego.

Poco después se encontraron al borde del río de lava. Por delante de ellos, el desierto arenoso se extendía hasta el horizonte sin límites. Carson se inclinó sobre una pequeña salina que se había formado a lo largo del borde de lava y cogió unos trozos de sal alcalina. Nunca venía mal estar preparado.

—Ahora podemos montar —dijo, y se metió la sal en el bolsillo.

Observó cómo su ayudante apoyaba maquinalmente un pie sobre el estribo. Sólo pudo elevarse sobre la silla al segundo intento.

Al observar su silencioso esfuerzo, Carson se compadeció. Abrió la alforja y sacó la cantimplora.

—Susana, beba un trago.

Ella permaneció sentada sobre el caballo, silenciosa. Finalmente, sin levantar la mirada dijo:

—No sea estúpido. Aún tenemos noventa kilómetros por delante. Ahórrela para los caballos.

—Sólo un pequeño sorbo.

Un sollozo apagado escapó de la garganta de ella.

—No para mí. Pero si usted quiere, adelante.

Carson enroscó el tapón sin beber y volvió a guardar la cantimplora. Cuando se preparaba para montar, notó que algo le resbalaba por la barbilla. Al tocarse los labios, retiró los dedos manchados de sangre. Aquello no le había sucedido en el cañón del Carbón. Esto era mucho peor. Y aún faltaban noventa kilómetros. Se dio cuenta, con una especie de sordo fatalismo, que no había forma de que pudieran conseguirlo.

A menos que encontraran coyotes.

Colocó el pie en el estribo, experimentó un breve mareo y se izó sobre el caballo. El esfuerzo lo dejó exhausto.

Los buitres seguían describiendo círculos, unos cuatrocientos metros más allá. Se acercaron y Carson se irguió apoyado en el pomo de la silla. En la distancia vio algo tumbado sobre la arena, a merced de los coyotes. Roscoe, al ver algo en el monótono desierto, se dirigió automáticamente hacia allí. Carson parpadeó y trató de enfocar la vista. Sus ojos también se resecaban. Parpadeó de nuevo.

Los coyotes se alejaron. A unos cien metros se detuvieron y se volvieron a mirar. Nunca les han disparado, pensó Carson; no temen a la presencia humana.

Los caballos se acercaron. Carson bajó la vista e hizo esfuerzos por enfocarla sobre la criatura muerta. Tenía los ojos tan secos que los sentía envueltos de arena.

Era una cabra de largos cuernos. El cuerpo apenas sí era reconocible: un cráneo, con los característicos cuernos, sobresalía de una masa de carne reseca.

Carson miró a la mujer, que llegaba tras él.

—Coyotes —dijo sintiendo la garganta desollada.

—¿Qué?

—Coyotes. Eso significa agua. Nunca se alejan del agua.

—¿A qué distancia?

—No más de quince kilómetros.

Se inclinó sobre el pomo de la silla y trató de controlar un espasmo.

—¿Cómo sabremos dónde está? —preguntó De Vaca.

—Por el rastro —dijo Carson.

El calor era agobiante. Una nube se desplazó sobre el cielo, como un soplo de vapor acre. Las montañas Fray Cristóbal, a las que se habían aproximado durante todo el día, parecían blanqueadas por el sol. El horizonte había desaparecido por detrás de ellas, y el mismo paisaje parecía evaporarse, disolverse en las cortinas de luz, flotar hacia el cielo blanco y ardiente. Los coyotes se habían sentado sobre un altozano, a la espera de que los intrusos se alejaran.

—Se aproximaron en dirección contraria al viento —dijo Carson.

Desde la cabra muerta, cabalgó en espiral hasta localizar el lugar por donde habían llegado los coyotes. Se puso a seguir las huellas, y De Vaca le imitó. Cabalgaron varios kilómetros, con Carson delante, siguiendo la débil senda a través de la arena del desierto.

Más allá, las huellas giraban hacia la lava y desaparecían.

Carson detuvo a Roscoe y Susana llegó a su lado. Hubo un silencio. Nadie podía seguirle la pista a un coyote a través de la lava.

—Tendremos que compartir el agua que nos queda con los caballos —dijo al fin—. No podemos resistir mucho más.

Ella asintió con un gesto.

Se deslizaron de los caballos y se derrumbaron sobre la arena caliente. Carson, con mano débil, sacó la cantimplora.

—Beba lentamente —le dijo—. Y no se sienta desilusionada si eso le provoca más sed.

Ella bebió de la cantimplora con manos temblorosas. Carson no se molestó en sacar la sal de su bolsillo; no beberían agua suficiente para que eso importara. Tomó la cantimplora suavemente de manos de De Vaca y se la llevó a los labios. La sensación fue insoportablemente placentera, pero aún fue más insoportable cuando terminó.

Dio lo que quedaba a los caballos y luego ató las cantimploras vacías al pomo de la silla. Se tumbaron a la sombra de los animales, que permanecían cabizbajos bajo el sol de la tarde.

—¿A qué estamos esperando? —preguntó Susana.

—A la puesta del sol —contestó él. El trago de agua ya parecía como un sueño maravilloso e inalcanzable. Pero hablar ya no era la lacerante tortura que había sido—. Los coyotes abrevan a la puesta del sol y entonces suelen empezar a aullar. Confiemos en que la fuente se encuentre a menos de un par de kilómetros para que podamos oírlos. De otro modo…

—¿Que hay de Nye?

—Sigue buscándonos, de eso estoy seguro —contestó Carson—. Pero creo que lo hemos perdido.

Ella guardó silencio.

—Me pregunto si don Alonso y su esposa sufrieron todo esto —dijo al fin.

—Probablemente, pero encontraron una fuente.

Guardaron silencio. El desierto permanecía mortalmente inmóvil.

—¿Hay alguna otra cosa que recuerde sobre esa fuente? —preguntó Carson al cabo de un rato.

Ella frunció el entrecejo.

—No. Iniciaron el cruce del desierto al anochecer, y condujeron su ganado hasta que estuvieron a punto de desfallecer. Entonces los encontró el apache que les indicó la fuente.

—Eso quiere decir que debían de hallarse aproximadamente a medio camino.

—Cuando emprendieron el camino llevaban barriles de agua en las carretas, así que probablemente llegaron más lejos.

—Y se dirigieron al norte —dio Carson.

—Exacto. Al norte.

—¿Recuerda algo acerca de su situación?

—Ya se lo he dicho. Estaba en una cueva, al pie de las montañas Fray Cristóbal. Eso es todo lo que recuerdo.

Carson efectuó unos cálculos rápidos. Estaban a unos setenta kilómetros al norte de Monte Dragón. Las montañas se encontraban a unos quince kilómetros al oeste, justo la distancia que podrían recorrer los coyotes.

Carson se levantó con un esfuerzo.

—El viento sopla hacia las montañas Fray Cristóbal. Los coyotes vinieron desde el oeste, de modo que quizá, sólo quizá, el Ojo del Águila esté al pie de las montañas hacia el oeste.

—Eso ocurrió hace mucho tiempo —repuso ella—. ¿Cómo sabe que la fuente no está seca?

—No lo sé.

Ella se sentó sobre la arena.

—No estoy segura de poder recorrer esos quince kilómetros.

—Se trata de eso, o de morir.

—Tiene usted una forma muy directa de plantear las cosas, ¿sabe? —De Vaca se levantó con esfuerzo—. Vamos.

Nye trotó a lo largo del río de lava durante un trecho y luego torció hacia el este, para alejarse de las montañas y asegurarse de que ellos no se cruzaran con su rastro. Aunque Carson había demostrado ser un adversario digno, tendía a cometer errores cuando se sentía demasiado confiado. Nye quería que se sintiera lo más confiado posible. Tenía que hacerle creer que él les había perdido la pista.

Muerto seguía manteniéndose fuerte, y Nye se sentía bien. El dolor de cabeza había remitido.

Hacia las cuatro volvió a dirigirse al norte y regresó al borde del río de lava. Hacia el sur distinguió una bandada de buitres. Llevaban sobrevolando aquella zona desde hacía bastante rato. Probablemente habría algún animal muerto. Aún era demasiado pronto para que Carson y De Vaca atrajeran a tantos buitres.

Se detuvo de repente. El muchacho se había desvanecido. Sintió pánico.

—¡Eh, muchacho! —llamó—. ¡Muchacho!

Su voz se apagó, absorbida por la arena del desierto. Había poca cosa en el interminable paisaje árido que pudiera reflejar el sonido.

Se incorporó sobre los estribos y se hizo bocina con las manos.

—¡Muchacho! —gritó.

La desastrada figura surgió desde detrás de una roca baja, abrochándose la bragueta.

—Estoy aquí. No hace falta que grites tanto. Sólo había ido al lavabo.

Nye espoleó al caballo y lo puso rápidamente al trote. Aún faltaban más de cuarenta kilómetros hasta el lugar donde pensaba tender su emboscada. Estaría allí antes de la medianoche.

La imagen que mostraba la enorme pantalla era la de una destartalada mansión victoriana del más puro estilo neogótico, cubierta con un imponente tejado de doble vertiente con terraza para contemplar el paisaje. Un pórtico blanco se extendía frente a la casa y a ambos lados. Al mirar hacia arriba, Levine observó que toda la estructura estaba a oscuras, a excepción de un pequeño desván octogonal situado en lo alto de la torre central, cuyas ventanas circulares rasgaban la niebla con un resplandor amarillento.

Maniobró en el ámbito ciberespacial para subir por el camino hasta la puerta de hierro entreabierta, y se preguntó por qué no estaba protegida la casa, y por qué Scopes habría representado el patio descuidado, lleno de hierbas y matojos. Al acercarse observó varias ventanas rotas y la pintura desconchada en las tablas estropeadas por la intemperie. Recordaba que tanto la casa como el patio habían estado cariñosamente cuidados durante el verano que pasó allí en su infancia.

Volvió a levantar la mirada hacia el desván octogonal. Si Scopes estaba en la casona, se encontraría allí. Levine observó un haz de luz coloreada que surgía como una lengua de fuego del desván y desaparecía en la niebla que se cernía. Había visto similares transferencias de datos resplandecer entre los edificios que encontró al principio en el ciberespacio de GeneDyne. Debía de tratarse de la conexión cifrada con el satélite TELINT que había detectado Mimo. Se preguntó si los mensajes se cifrarían antes o después de que abandonaran ese santuario interno del cifraespacio de Scopes.

La puerta principal también estaba entreabierta. El interior de la casa se hallaba en penumbras, y Levine deseó poder iluminar el camino. El cielo se había oscurecido lentamente, la niebla se transformó en un cielo grisáceo y Levine se dio cuenta de que se acercaba la noche, al menos en aquel mundo artificial de Scopes. Consultó su reloj: eran las 5.22. Había perdido la noción del tiempo. Cambió de posición sobre el suelo del ascensor, flexionó una pierna que se le había quedado dormida y se dio un masaje en las cansadas muñecas, sin dejar de preguntarse si Mimo estaría en alguna parte de la red de GeneDyne, introduciendo una interferencia. Luego, tras aspirar profundamente, volvió a manipular su ordenador y avanzó hacia el interior de la casa.

Aquí estaba el gran vestíbulo que recordaba, con una raída alfombra persa en el suelo y una gran chimenea de piedra en la pared de la izquierda. Por encima de ella colgaba una cabeza disecada de alce americano, con gruesas telarañas entre su cornamenta. Las paredes estaban cubiertas de cuadros antiguos de barcas, escenas de pesca y de la caza de la ballena.

Justo delante se encontraba la curvada escalera que ascendía al segundo piso. Maniobró para subir por la escalera y avanzó a lo largo de la balaustrada del segundo piso. Las habitaciones que daban a la balaustrada estaban a oscuras y vacías. Eligió una al azar, maniobró a través de ella y se dirigió hacia una ventana destartalada. Miró hacia el exterior y le sorprendió ver, no el estrecho y tortuoso camino que debía descender entre la niebla, sino una extraña y confusa mezcolanza de estática gris y naranja. ¿Un parásito en el cifraespacio?, se preguntó Levine, que regresó a la balaustrada entre la penumbra. Giró por un segundo pasillo, con curiosidad por ver la habitación donde había dormido durante aquel verano tantos años atrás, pero un estallido de códigos informáticos llenó la pantalla y amenazó con disolver la vasta imagen de la casa. Retrocedió apresuradamente, perplejo. Cualquier otra zona de la isla parecía haber sido montada por Scopes con exquisito cuidado, a pesar de lo cual la recreación de su propio hogar de la niñez era desigual y vacía, con desgarrones en el mismo tejido de su recreación computarizada.

Al final de la balaustrada se hallaba la puerta que daba a la escalera que conducía al desván. Levine se disponía a subir cuando recordó una escalera trasera que daba a la terraza. Quizá fuera mejor echar un vistazo a las ventanas del desván, antes de abordarlas directamente.

La niebla le envolvió en cuanto salió a la terraza. Hizo girar el mando del ordenador y miró alrededor con precaución. Unos tres metros por encima de él, la forma angular del desván se elevaba desde la plataforma. Levine se adelantó y miró por la ventana.

En el interior del desván había sentada una figura de espaldas a Levine. Un largo cabello blanco le caía sobre el cuello de lo que parecía un batín. La figura se encontraba delante de un ordenador. De repente, una lengua de fuego descendió entre la niebla y penetró en el interior del desván. Sin vacilar, Levine se adelantó hacia la corriente de color y, en un instante, las palabras aparecieron relampagueantes sobre la pantalla:

«… he discutido su precio. Es escandaloso. Se mantiene nuestra oferta de tres mil millones. No habrá más negociación».

La corriente remitió. Levine esperó, inmóvil. Al cabo de pocos minutos, un haz de luz coloreada brotó hacia lo alto desde la torre:

«General Harrington, su impertinencia acaba de costarle otros mil millones de dólares. El precio será ahora de cinco mil millones. Esta clase de posturas me resultan muy embarazosas como hombre de negocios. Sería más agradable que pudiéramos solucionar este asunto como caballeros, ¿no le parece? Y ni siquiera se trata de su dinero. Se trata, sin embargo, de mi virus. Lo tengo y usted no lo tiene. Cinco mil millones es todo lo que se necesita para invertir esa situación».

El haz de luz se apagó.

Levine se quedó en la terraza, atónito. La situación era mucho peor de lo que imaginaba. Scopes no sólo estaba loco, sino que contaba con un virus. Un virus que se proponía vender a los militares, posiblemente a elementos malvados del estamento militar. A juzgar por los precios de que se hablaba, aquel virus sólo podía ser el del juicio final del que Carson le había hablado.

Levine se apoyó contra la puerta del ascensor, abrumado por la enormidad de aquello contra lo que se enfrentaba. Cinco mil millones de dólares. Era anonadante. Un virus no era un arma nuclear, difícil de transportar, ocultar y entregar. Un solo tubo de ensayo podía contener fácilmente billones de virus…

Se enderezó de nuevo y maniobró para abandonar la terraza, desde donde bajó el tramo de escalera y llegó al pasillo de la balaustrada a cuyo extremo se encontraba la escalera que conducía al desván. Como sucedía con todas las puertas no cerradas de la creación de Scopes, ésta se abrió en cuanto el profesor se apoyó contra ella. En lo alto de la oscura escalera había otra puerta. Mientras ascendía, Levine vio la luz que surgía de la jamba.

Esta puerta estaba cerrada con llave. Levine la golpeó una y otra vez, lleno de frustración y rabia.

Entonces se le ocurrió algo que había funcionado con Phido; y no tenía razones para pensar que no pudiera funcionar también aquí.

Tecleó en el ordenador: «¡SCOPES!».

Instantáneamente, el nombre salió por los altavoces del interior del ascensor. Transcurrieron dos minutos. Luego, la puerta de acceso al desván se abrió de golpe. Levine vio la figura marchita de un mago que le miraba. Lo que había tomado como un batín era en realidad una larga túnica, salpicada de dibujos astrológicos. El cabello le caía en mechones blancos y plateados sobre las orejas puntiagudas, y la piel de la frente y las mejillas hundidas aparecía surcada por infinidad de arrugas. Pero Levine conocía aquel rostro. Había encontrado a Brent Scopes.

El sol caía picante y vigoroso, como una lluvia de cristales. El agua había devuelto un poco de humedad a sus gargantas, pero sólo había servido para intensificar su sed, e hizo que los caballos se mostraran inquietos. Carson notaba que Roscoe empezaba a sentir pánico y que se preparaba para lanzarse al galope. Una vez sucediera eso, cabalgaría hasta que muriera.

—Sujete el caballo con la rienda corta —dijo.

Las montañas Fray Cristóbal aumentaban de tamaño al acercarse, y se transformaban de naranja a gris y a rojo bajo la cambiante luz. Mientras cabalgaban, Carson notó que la terrible sequedad volvía a su boca y garganta. A medida que aumentó la inflamación de los ojos, empezó a resultarle doloroso el mantenerlos abiertos más de unos momentos seguidos. Cabalgó con los ojos cerrados; percibía la vacilación del caballo, causada por la debilidad.

Una cueva al pie de las montañas. La existencia de una zona volcánica suponía aguas termales. De modo que la fuente estaría cerca de un río de lava y la propia cueva sería probablemente un tubo de lava. Abrió los ojos un momento. Sólo quedaban doce kilómetros hasta las silenciosas montañas sin vida, quizá menos.

El simple esfuerzo de pensar le dejó agotado. De repente, soltó las riendas y, desorientado, se sujetó firmemente del pomo de la silla. Sabía que, si se caía de la silla, nunca lograría volver a montar. Se sujetó al pomo con más fuerza y se inclinó hacia adelante, hasta que sintió el basto pelo de la crin del caballo en su mejilla. Si Roscoe decidía cabalgar, que lo hiciera. Descansó allí, entregándose a la luz rojiza que le ardía debajo de los párpados cerrados.

El sol ya se ponía cuando llegaron al pie de las montañas. La larga sombra de los toscos picos se arrastró hacia ellos, los envolvió al fin, en una dulce sombra. La temperatura empezó a descender paulatinamente.

Carson hizo un esfuerzo por abrir los ojos. Roscoe se tambaleaba. El caballo ya había perdido todo deseo de lanzarse al galope, y ahora ya casi perdía el mero deseo de vivir. Carson se volvió hacia su ayudante. Ella tenía la espalda inclinada, la cabeza gacha, y su cuerpo parecía exhausto.

Los caballos, que habían continuado el avance a su propio paso, llegaron a una línea de lava en la base de las montañas y se detuvieron.

—¿Susana? —musitó.

Ella levantó la cabeza ligeramente.

—Esperemos aquí a que los coyotes aúllen junto al agua.

Ella asintió y se dejó caer del caballo. Intentó mantenerse en pie, pero se derrumbó y cayó de rodillas.

—Mierda —masculló.

Se sujetó al estribo y logro izarse parcialmente, antes de caer de espaldas sobre la arena. Su caballo quedó allí, con las patas temblorosas y cabizbajo.

—Espere… La ayudaré —dijo Carson.

Al desmontar, también tuvo la sensación de perder el equilibrio. Con una especie de suave sorpresa se encontró mirando hacia arriba, a un mundo que giraba: montañas, caballos, el cielo de la puesta de sol. Cerró los ojos.

De repente sintió frío. Intentó abrir los ojos, pero se vio incapaz de despegar las pestañas. Levantó una mano y se separó el párpado de un ojo. Sólo había una estrella por encima, brillante en un cielo de un profundo ultravioleta. Luego oyó un débil sonido. Empezó como un aullido quejumbroso, que aumentó de intensidad y fue contestado en la distancia. Siguieron tres o cuatro aullidos que se convirtieron en un prolongado aullido arrastrado. Se produjo una llamada de respuesta, y luego otra. Las llamadas parecían converger.

Eran coyotes que acudían a beber. En el pie de las montañas.

Carson levantó la cabeza. La mujer estaba tendida sobre la arena, cerca de él. Aún quedaba luz suficiente para ver el perfil borroso de su cuerpo.

—¿Susana?

No hubo respuesta.

Se arrastró hasta ella y le tocó el hombro.

—¿Susana? —Contéstame, por favor. No te mueras, suplicó mentalmente.

La sacudió de nuevo, un poco más fuerte. Su cabeza se ladeó ligeramente.

—Ayuda… —gimió.

Su apagada voz despertó una débil corriente de energía en él. Tenía que encontrar agua. De algún modo tenía que salvarle la vida. Los caballos todavía estaban allí, quietos, con las riendas caídas sobre la arena, temblorosos, como si tuvieran fiebre. Se agarró de un estribo y se incorporó hasta quedar sentado. Bajó la mano y notó el flanco de Roscoe muy caliente.

Al levantarse, una oleada de mareo lo envolvió y le fallaron las piernas. Cayó de nuevo sobre la arena, de espaldas.

No podía caminar. Para llegar al agua tendría que montar. Se sujetó de nuevo al estribo y se izó con un supremo esfuerzo. Se aferró desesperadamente al pomo de la silla, pero se sentía demasiado débil. Miró alrededor. A pocos metros distinguió una gran roca. Pasó el brazo a través del estribo y condujo el caballo hacia la roca; luego se subió a ella y desde lo alto pudo montar a horcajadas sobre la silla.

Los coyotes seguían aullando. Se orientó hacia el sonido y espoleó a Roscoe con los talones.

El animal se adelantó con tembloroso paso y se detuvo, exhausto. Carson susurró en la oreja del caballo, le dio suaves palmadas en el cuello y lo animó de nuevo. «Vamos, maldita sea».

El caballo avanzó otro paso tembloroso. Se tambaleó, se recuperó con un bufido y dio un tercer paso.

—Date prisa —le apremió Carson.

Lo aullidos no durarían mucho tiempo.

El caballo avanzó tambaleante hacia el sonido. Al cabo de un minuto, otra pared de lava apareció a la izquierda. Azuzó a Roscoe cuando los aullidos cesaron de repente.

Los coyotes habían detectado su presencia.

Siguió haciendo avanzar al caballo hacia el lugar donde había oído el sonido por última vez. Más lava. La luz desaparecía poco a poco del cielo. En pocos minutos estaría todo demasiado oscuro para ver.

De repente olió una fragancia fresca y húmeda. El caballo irguió la cabeza bruscamente. Al cabo de un instante, la débil brisa se había llevado consigo el olor, y el hedor ardiente del desierto le llenó de nuevo los pulmones.

El río de lava parecía avanzar interminablemente a su izquierda, mientras que a su derecha se extendía el desierto. A medida que caía la noche aparecían más estrellas en el cielo. El silencio era absoluto. No había la menor indicación acerca de dónde podría estar el agua. Estaban cerca, pero no lo suficiente. Sintió que se deslizaba lentamente hacia la inconsciencia.

El caballo piafó y avanzó otro paso. Carson se cogió al pomo de la silla. Había vuelto a dejar caer las riendas, pero ya no le importaba. Que el caballo le condujera. Allí estaba de nuevo: una brisa hormigueante que traía olor de arena húmeda. El caballo se volvió hacia el lugar de donde procedía el olor, y se metió directamente entre la lava. Carson no veía nada, excepto el perfil negro de la roca retorcida, que se elevaba contra un cielo borroso. Allí no parecía haber nada. No había sido más que otro espejismo cruel. Cerró los ojos de nuevo. El caballo se tambaleó, avanzó unos pasos más y se detuvo.

Carson oyó entonces, como procedente de una gran distancia, el sonido de agua absorbida por un hocico con el bocado puesto. Soltó el pomo de la silla y se dejó caer al suelo, y, con la sensación de precipitarse a un abismo, cayó con un chapoteo en un estanque de agua no muy profunda.

Permaneció tumbado en el agua, de unos diez centímetros de profundidad. Se trataba, claro, de una alucinación; sabía que la gente que se muere de sed imagina hundirse en el agua. Al volverse, el agua le llenó la boca. Tosió y tragó. Estaba caliente, caliente y limpia. Tragó de nuevo. Sólo entonces se dio cuenta de que aquello era real.

Se volvió en el agua y bebió, rio y se volvió y bebió de nuevo. A medida que el líquido vital descendía por su garganta, sintió que las fuerzas empezaban a regresar a sus extremidades.

Hizo un esfuerzo por dejar de beber y se sentó, para parpadear y abrir los ojos. Desató la cantimplora y, con mano temblorosa, la llenó de agua. Volvió a colocarla en el pomo de la silla y trató de apartar a Roscoe.

El caballo se negó a recular. Carson sabía que si lo dejaba, bebería hasta morir. Le propinó un golpe en el hocico y tiró de las riendas. El caballo, asustado, se apartó.

—Es por tu propio bien —le dijo, y lo apartó de allí.

Encontró a Susana tumbada, tal como la había dejado. Se arrodilló junto a ella, abrió la cantimplora y vertió agua sobre su rostro y cabello. Ella se agitó y sacudió la cabeza de un lado a otro. La sostuvo entre sus brazos y vertió unas gotas en su boca.

—¡Susana! ¡He encontrado agua!

Ella tragó y tosió. Carson vertió otro poco en su boca, y le humedeció los ojos pegados y los labios hinchados.

—¿Es usted, Guy? —susurró ella.

—Tenemos agua.

Le colocó la cantimplora en los labios. Ella bebió unos tragos y tosió.

—Más —gruñó.

Durante los siguientes quince minutos ella se bebió todo el contenido de la cantimplora, a pequeños sorbos.

Carson sacó un trozo de sal alcalina y lo chupó un momento. Luego se lo dio a ella.

—Chupe un poco de esto —le dijo—. La ayudará a librarse de la sed.

—¿Estoy muerta? —susurró al fin.

—No. Encontré la fuente. En realidad fue Roscoe el que la encontró.

Ella chupó el trozo de sal y luego se sentó, jadeante.

—Uf, todavía me siento muerta de sed.

—Por el momento tiene agua suficiente en su estómago. Lo que necesita ahora son electrólitos.

Volvió a chupar la sal; entonces, un sollozo la sacudió repentinamente. Carson la rodeó con sus brazos.

—Eh, fíjese en esto… Mis ojos vuelven a funcionar.

La sostuvo entre sus brazos y notó que las lágrimas le resbalaban por la cara. Juntos, lloraron ante el milagro que les había mantenido con vida.

Al cabo de una hora, ella se sintió lo bastante fuerte para moverse. Condujeron a los caballos hacia la cueva y les dejaron beber, lentamente. Después Carson los llevó a pastar, y los ató para que no deambularan por la oscuridad.

Al regresar a la cueva, encontró a De Vaca tumbada sobre la arena, cerca de la fuente, ya dormida. Se sentó, y sintió que un inmenso cansancio se posaba sobre sus hombros. Estaba exhausto. El mundo se alejó de su conciencia en cuanto se tendió sobre la arena, y se durmió profundamente.

Paso Lava.

Nye dirigió la linterna halógena a lo largo del enorme muro negro que se levantaba junto a él. El paso tendría quizá unos cien metros de anchura. A un lado, las montañas Fray Cristóbal se levantaban desde el suelo del desierto, como un talud de cantos rodados que formaban una barrera natural por la que no podían adentrarse los caballos. Por el otro lado se levantaba un inmenso muro de lava que daba un abrupto final a los muchos kilómetros del solidificado río de lava surgido de un volcán apagado hacía mucho tiempo. Aquello era mejor de lo que había imaginado; constituía un lugar perfecto para tender una emboscada. Si se dirigía hacia Campamento Lava, a Carson no le quedaba más alternativa que pasar por aquí.

Nye ató a Muerto en un arroyo seco más allá del paso y escaló el muro de lava. Llevó consigo la linterna, el rifle, una cantimplora de agua y comida. Pronto encontró lo que en la oscuridad le pareció una buena atalaya: una pequeña depresión en la lava rodeada por una dentada escarpadura. La lava había formado almenas naturales, y su rugosa superficie porosa ofrecía un excelente apoyo para el cañón del rifle.

Se sentó, dispuesto a esperar. Tomó un sorbo de agua de la cantimplora y cortó un trozo de queso cheddar americano, un queso verdaderamente horrible. Y los 45°C de temperatura del desierto no lo habían mejorado. Pero al menos era algo de alimento. Nye estaba convencido de que Carson y la mujer no habían comido en por lo menos treinta horas. Pero, sin agua, la comida sería el menor de sus problemas.

Se sentó tranquilamente en la oscuridad y escuchó. Hacia el amanecer salió la luna llena, un brillante disco plateado que arrojó luz suficiente para que Nye relajara su vigilancia y escrutara los alrededores.

Había encontrado el puesto de observación ideal, una especie de nido de francotirador situado a unos treinta metros por encima del paso. Durante el día, Carson y la mujer serían visibles hacia el sur por lo menos a tres o cuatro kilómetros de distancia, y disponía de un inmejorable ángulo de tiro. Ni siquiera él mismo podría haber diseñado un puesto mejor para sus propósitos. Allí dispondría de todo el tiempo del mundo para hacer puntería. Cuando las balas del 357 de nitroexplosivo impactaran en sus cuerpos, causarían tanto destrozo que hasta las águilas ratoneras tendrían dificultades para encontrar suficiente carroña.

Lo más probable, claro, era que ambos ya estuvieran muertos. De ser así, a Nye le consolaría saber que había sido su persecución la que les había obligado a cambiar sus planes y viajar durante el implacable calor del día. Pero, en cualquier caso, aquél era un cómodo lugar para esperar. Podría permanecer oculto durante las horas del día, y el agua no sería problema. Aguardaría durante un día, quizá dos, sólo para estar seguro, antes de dirigirse hacia el sur en busca de sus cuerpos.

Y si Carson había encontrado agua, que era la única forma de que pudiera llegar tan lejos, se sentiría muy seguro de sí mismo, convencido de que había escapado de Nye para siempre. Nye extrajo la bala de la recámara, la comprobó y volvió a deslizarla en el interior.

—Bang, bang —exclamó una voz que surgió de la oscuridad, a su izquierda.

Un débil tono azulado empezó a avanzar por el cielo, hacia el este.