Carson calculó que llegarían al borde de la lava al cabo de unos kilómetros. Sabía que era crucial conseguir que los caballos llegaran de nuevo a la arena lo más pronto posible. Aunque los tiraban de las riendas, sin montarlos, los cascos no tardarían en inflamarse. Si avanzaban durante algún tiempo sobre la lava, sin herraduras, no tardarían en cojear. Y entonces existiría una posibilidad muy real de que se produjera una catástrofe, que un caballo se hiciera daño en un casco, o que se le inflamara el blando centro del mismo.

Sabía que las pezuñas sin herraduras también dejaban marcas sobre la roca: diminutos desprendimientos de queratina de los cascos, alguna que otra piedra derribada, un matorral aplastado, la huella sobre un cúmulo de arena formado por el viento. Pero todas esas huellas eran extremadamente sutiles. Eso enlentecería el avance de Nye. A pesar de todo, Carson sólo se atrevió a permanecer sobre la lava durante unos kilómetros más. Luego, tendrían que volver a poner las herraduras o cabalgar sobre la arena.

Había decidido dirigirse de nuevo hacia el norte. Si querían salir con vida de aquel desierto, no les quedaba otra alternativa. Sin embargo, en lugar de dirigirse directamente hacia el norte, habían tomado hacia el noroeste para efectuar frecuentes giros y zigzags, y en una ocasión hasta llegaron a retroceder, buscando confundir e irritar a Nye. También avanzaron con los caballos separados a cierta distancia; era preferible dejar dos rastros débiles que uno inconfundible.

Carson pellizcó el cuello del caballo.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó ella.

—Para comprobar si se está deshidratando.

—¿Cómo lo sabe?

—Se pellizca la piel del cuello y se observa la rapidez con que se recupera la arruga producida. La piel del caballo pierde elasticidad a medida que tiene sed.

—¿Otro de los trucos aprendidos de su antepasado ute del que me habló?

—Sí —contestó Carson—. Resulta que así es.

—Por lo visto, aprendió de él mucho más de lo que le gustaría admitir.

Él sintió que aumentaba su irritación ante este tema.

—Mire —dijo—, si tiene tantas ganas de convertirme en un indio, adelante. Sé que lo soy.

—Empiezo a creer que eso es exactamente lo que no sabe.

—¿Vamos a tener una sesión sobre mis problemas de identidad?

—Podría ser una buena idea. Quiero decir, usted tiene el aspecto de un nativo americano, con el cabello negro, los ojos marrones, la piel oscura. ¿O sólo se trata del bronceado? —preguntó con una risita.

—Si ésa es su idea acerca de la psicoterapia, comprendo por qué ha fracasado como psiquiatra.

La expresión de Susana se endureció.

—No fracasé, cabrón. Me quedé sin dinero, ¿recuerda?

Avanzaron en silencio.

—Debería sentirse orgulloso de su sangre nativa americana —dijo ella al fin—. Como yo me siento de la mía.

—Usted no es una india.

—¿Por qué cree que soy tan morena? Los conquistadores se casaron con las conquistadas. Todos somos hermanos y hermanas, cabrón. La mayoría de las antiguas familias hispanas de Nuevo México tienen algo de sangre azteca, náhuatl, navajo o pueblo.

—Pues a mí ya me puede tachar de su utopía multicultural —dijo Carson—. Y deje ya de llamarme cabrón.

Ella se echó a reír.

—Sólo tiene que considerar la forma en que su embarazoso tío abuelo repleto de whisky nos está salvando la vida ahora mismo. Y luego piense en aquello de lo que pueda sentirse orgulloso.

Eran las diez de la mañana, y el sol empezaba a estar alto en el cielo. Aquella conversación era un derroche de valiosa energía. Carson valoró su propia sed. Era un constante dolor apagado. Por el momento sólo era irritante, pero empeoraría a medida que transcurrieran las horas. Tenían que salir de la lava y buscar agua.

Notaba cómo aumentaba el calor entre las rocas, que les llegaba en oleadas intermitentes, y traspasaba las suelas de su calzado. La llanura de lava negra y agrietada se extendía por doquier, se hundía y elevaba, y terminaba por fin en un horizonte recortado y nítido. De vez cuando, Carson distinguía espejismos sobre la superficie de la lava. Algunos parecían estanques azulados de agua, que vibraban como si se vieran suavemente agitados por un viento juguetón; otros eran bandas de líneas verticales paralelas, como distantes montañas de lava imaginaria, y otros parecían suspendidos sobre el horizonte, como si la roca situada abajo se reflejara desde una lente. Era un paisaje surrealista.

A medida que se acercó el mediodía, todo se volvió blanco en el calor. La única excepción era la extensión de lava que les rodeaba, que parecía hacerse más negra, como si se tragara la luz. Allá donde mirase, Carson sentía el sol como una presión casi insoportable. El calor había espesado el aire, haciéndolo denso y claustrofóbico.

Levantó la mirada. Varias aves sobrevolaban una ondulación termal en el aire, hacia el noroeste, y trazaban perezosos círculos a gran altura. Serían buitres, probablemente sobrevolando alguna presa. En ese desierto no había casi nada de comer, ni siquiera para los buitres.

Observó con mayor atención los buitres. Debía de haber una razón por la que volaban en círculos, sin descender. Tal vez había otros depredadores sobre la presa. Coyotes, quizá.

Eso era muy importante.

—Vayamos hacia el noroeste —dijo.

Efectuaron un marcado giro, se mantuvieron apartados el uno del otro para confundir a Nye, y se dirigieron hacia las distantes aves.

Recordaba haber padecido una sed terrible en otra ocasión. Había ido a una parte lejana del rancho, conocido como cañón del Carbón, tras el rastro de un toro perdido, uno de los preciados brahmanes de su padre, con la esperanza de acampar y encontrar agua en el pozo de Ojo del Perillo. Pero lo encontró inesperadamente seco y pasó una noche sin agua. Por la mañana, el caballo se enredó con la cuerda que lo sujetaba a una estaca y se torció una pata. Carson se vio obligado a caminar cuarenta kilómetros sin agua, bajo un calor brutal. Recordaba que llegó al pozo de la Bruja y bebió hasta vomitar, para beber de nuevo y volver a vomitar, a pesar de lo cual no logró saciar del todo aquella terrible sed. Cuando finalmente logró llegar a casa, el viejo Charley preparó una nauseabunda poción hecha a base de agua, sal y soda, todo ello mezclado con ceniza de pelo de caballo y varias hierbas quemadas. Sólo después de haberla bebido desapareció la insoportable sensación de sed.

Carson sabía ahora que había sufrido un grave desequilibrio electrolítico causado por la deshidratación. La nauseabunda poción de Charley lo había corregido.

Había muchas salinas en el desierto de Jornada. Tendría que recordar cómo procurarse sales amargas para cuando encontraran agua.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un zumbido repentino en la lava, delante de donde se encontraba. Por un momento se preguntó si alucinaba a causa de la sed. Pero Roscoe levantó la cabeza con un movimiento brusco, despertando de su letargo, y empezó a encabritarse con nerviosismo.

—Tranquilo —le dijo Carson—. Tranquilo, muchacho. Hay una serpiente de cascabel por ahí delante —advirtió en voz más alta.

Susana se detuvo. El sonido se hizo más insistente.

—¡Jesús! —exclamó ella, y retrocedió.

Carson escudriñó el terreno, con mirada atenta. La serpiente estaría a la sombra; hacía demasiado calor bajo el sol, incluso para una serpiente de cascabel.

Entonces la vio; un grueso lomo diamantino, enroscada en forma de S, bajo la base de una yuca, a unos siete metros de distancia, con la cabeza elevada unos veinticinco centímetros sobre el suelo. Era de tamaño medio, de un metro de longitud. Los anillos de la cola se deslizaban lentamente, mientras se mantenía en posición de ataque. El sonido del cascabel se había detenido temporalmente.

—Tengo una idea —dijo Carson—. Esta vez propia.

Entrego a Susana las riendas de su caballo y se apartó cuidadosamente de la serpiente, hasta que encontró un matojo adecuado de mesquite. Arrancó dos ramas en forma de horquilla, eliminó las espinas y ramas más pequeñas y regresó adonde estaba la mujer.

—Oh, Dios mío, no me diga que va a cazar a esa hija de perra.

—Voy a necesitar su ayuda.

—Sólo espero que sepa lo que hace.

—En el rancho cazábamos serpientes como ésta. Se les corta la cabeza, se las destripa y se asan al fuego. Saben a carne de pollo.

—Sí, y acompañadas por un plato de ostras de las montañas Rocosas. Ya he oído contar esa clase de historias.

Carson soltó una carcajada.

—La verdad es que lo intentamos una vez, pero la maldita serpiente estaba muy escuálida, y terminó por quemarse en el fuego, lo que no ayudó nada.

Luego se acercó a la serpiente, que empezó a cascabelear de nuevo y se enroscó tensamente al tiempo que hacía oscilar levemente la cabeza. Vio la lengua bífida aletear en mortal advertencia. Sabía que la longitud del ataque equivalía a la de la serpiente, un metro. Se mantuvo bastante por detrás de esa distancia y adelantó la horquilla de una de las ramas hacia ella. No era probable que la serpiente atacara la rama. Atacaban sólo cuando notaban el calor de un cuerpo.

Con un movimiento rápido sujetó el cuerpo del reptil con la horquilla. La serpiente se desenroscó y empezó a lanzarse a uno y otro lado. Con la segunda rama, Carson sujetó a la serpiente por un punto más cercano a la cabeza. Luego cambió la primera horquilla a un punto aún más cercano a la cabeza. Avanzó así, hasta que la tuvo bien sujeta justo por detrás de la cabeza. La serpiente, furiosa, abrió aún más la boca, una caverna rosada, con una brillante gota de veneno en cada colmillo. La cola se agitaba locamente.

Carson se agachó con precaución y le cogió la cabeza por detrás, poniendo el dedo pulgar encima, y el índice y el dedo medio rodeando firmemente la nuca. Después la levantó ante De Vaca.

Ella le miró desde una distancia segura, con los brazos cruzados.

—Vaya —exclamó sin entusiasmo.

—Adelántese con los caballos —dijo él.

De Vaca lo hizo, y los caballos miraron hacia Carson, nerviosos ante la serpiente. Una vez los dos animales estuvieron más allá, Carson tomó la cola de la serpiente con la otra mano.

—Encontrará una punta de flecha de pedernal en el bolsillo de mis pantalones —dijo—. Sáquela y córtele el cascabel. Asegúrese de cortar todos los anillos.

—Creo que ésta es la única forma que se le ha ocurrido de conseguir que meta la mano en sus pantalones —dijo ella con una mueca burlona—. Pero empiezo a comprender la idea.

Extrajo la punta de flecha y, mientras Carson sostenía la cola de la serpiente sobre una superficie plana de lava, pasó la afilada punta por la cola de la serpiente y le cortó los cascabeles. El reptil se agitó, furioso.

—Ahora retroceda —dijo Carson—. Voy a soltarla.

Se inclinó y, con una mano, colocó la serpiente en el suelo. Le soltó la cola, tomó uno de los palos ahorquillados y la sujetó por detrás de la cabeza. Luego se preparó, la soltó por completo y saltó hacia atrás, todo ello en un solo movimiento.

La serpiente se enroscó y embistió en su dirección. Luego reptó entre las rocas y se retiró como un muelle, para después enroscarse y levantar la cabeza. Su cola vibraba furiosamente, pero de ella ya no surgía ningún sonido.

De Vaca se guardó los cascabeles.

—Está bien, cabrón. Lo admito, estoy impresionada. Nye también lo estará. Pero ¿de qué servirá dejar aquí a ese animal? Nye tardará horas en llegar.

—Las serpientes de cascabel son esotérmicas, y no pueden desplazarse muy lejos con este calor —dijo Carson—. No se marchará a ninguna parte hasta después de la puesta de sol.

—Espero que muerda a Nye en los cojones —dijo ella.

—Aunque no llegue a morderle, apuesto a que le dará un buen susto.

De Vaca rio y le entregó la flecha.

—Bonita punta de pedernal —dijo—. Resulta muy interesante que un anglo lleve una cosa así en el bolsillo. Dígame, ¿la afiló usted mismo?

Carson la ignoró.

El sol se hallaba ahora directamente sobre sus cabezas. Continuaron la marcha, despacio; los caballos llevaban la cabeza gacha y los ojos entrecerrados. Olas de calor les envolvían. Pasaron junto a un grupo de cactus en flor, y observaron que el brillo del sol parecía transformar las flores de color púrpura en cristal petrificado.

Carson se volvió a mirar a Susana. Igual que él, conducía el caballo por la brida, con la cabeza gacha y el rostro bajo la sombra del sombrero. Pensó en lo afortunada que había sido la idea de regresar para coger los sombreros, antes de salir del cobertizo. Si al menos se le hubiera ocurrido tomar más cantimploras para llevar agua, o si hubiera estropeado uno de los cascos de Muerto. Dos años antes no habría cometido aquella clase de errores, ni siquiera en una situación de pánico y agitación como la que se desató en Monte Dragón.

Agua. Los pensamientos de Carson volvieron a las cantimploras, guardadas en las alforjas. Cada pocos minutos miraba subrepticiamente en esa dirección. De Vaca también se volvió a mirar. No era una buena señal.

—¿Qué daño haría tomar un trago? —preguntó ella finalmente.

—Sería como darle whisky a un alcohólico —contestó Carson—. Un trago conduce a otro, y pronto la habríamos acabado. Necesitamos el agua para los caballos.

—¿A quién demonios le importa que sobrevivan los caballos si al final morimos nosotros?

—¿Ha probado a chupar un pequeño guijarro? —preguntó Carson.

De Vaca lo fulminó con la mirada y escupió algo pequeño y brillante.

—Lo he chupado durante toda la mañana. Lo que quiero es beber. De todos modos, ¿para qué sirven estos condenados caballos? Hace horas que no montamos en ellos.

El calor y la sed la volvían irascible.

—Se quedarían cojos si los montáramos aquí —dijo él con el tono más sereno que pudo—. En cuanto salgamos de la lava…

—¡Al diablo con todo! —exclamó ella—. Voy a tomar un trago.

Extendió la mano hacia la alforja.

—Espere —dijo Carson—. Espere un momento. Cuando sus antepasados cruzaron este desierto, ¿se derrumbaron de ese modo? —Se produjo un silencio—. Don Alonso y su esposa cruzaron juntos este desierto. Y estuvieron a punto de morir de sed. Eso fue lo que usted misma me dijo. —Ella apartó la vista y se negó a contestar—. Si hubieran perdido los nervios, usted no estaría hoy aquí.

—No trate de hacerme un lavado de cerebro, cabrón.

—Esto es muy real, Susana. Nuestras vidas dependen de estos caballos. Aunque estemos demasiado débiles para caminar, podremos continuar si mantenemos a los caballos en buen estado.

—Está bien, está bien, me ha convencido —espetó ella—. De todos modos, preferiría morir de sed antes que escuchar sus sermones. —Tiró con fuerza de las bridas de su caballo—. Vamos, mueva el culo —murmuró.

Carson se detuvo un momento para examinar los cascos de Roscoe. Tenían algunas desbastaduras en los bordes pero, por lo demás, se mantenían bien. No había señales de heridas o grietas que penetraran en la corona. Podrían avanzar otro par de kilómetros por la lava.

De Vaca esperó a que la alcanzara y miró hacia los buitres, en lo alto.

—Zopilotes. Acuden ya a nuestro funeral.

—No —dijo él—, andan tras otra cosa. Todavía no hemos llegado a ese punto.

Ella guardó un momento de silencio.

—Siento habérselo hecho pasar mal —dijo finalmente—. Soy una persona un tanto quisquillosa, por si no se había dado cuenta.

—Me di cuenta desde que nos conocimos.

—Allá, en Monte Dragón, pensaba que había muchas cosas que estaban saliendo mal en mi vida y mi trabajo. Ahora, si conseguimos salir de este horno, juro que apreciaré un poco más lo que tengo.

—No olvide que tenemos razones para vivir, además de por nosotros mismos.

—¿Cree que puedo olvidar eso? —replicó ella—. No hago más que pensar en los miles de personas inocentes que esperan recibir la PurBlood el viernes. Creo que prefiero estar aquí, con este calor, antes que en una cama de hospital, a la espera de que me introduzcan ese líquido en las venas. —Hizo una pausa—. En Truchas —continuó—, nunca tuvimos un calor como éste. Y había agua por todas partes. Las corrientes descendían desde los picos. Podía ponerse una a gatas y beber todo lo que quisiera. Y el agua siempre estaba fresca, incluso en verano. Y tan deliciosa. Solíamos ir a las cascadas para tirarnos por los toboganes de piedra. Dios, sólo de pensar en eso… —Su voz se apagó.

—Ya le dije que no pensara en esas cosas.

Hubo otro silencio.

—Quizá nuestra amiga ya haya hundido los colmillos en ese canalla, mientras nosotros hablamos —añadió Susana esperanzadamente.

Al otro lado de la puerta, Levine se detuvo, como petrificado.

Se encontraba sobre un precipicio rocoso. Allá abajo, el océano azotaba un promontorio de granito. Las olas rompían contra la roca y estallaban en un rocío de espuma blanca, antes de retirarse sobre la cremosa marea. Se volvió. El peñasco situado tras él aparecía desnudo y azotado por el viento. Un pequeño sendero serpenteaba por un prado cubierto de hierba y desaparecía en un denso bosque de píceas.

No se veía la menor señal del perro que le había conducido hasta el pasillo. Había entrado en un mundo completamente nuevo.

Por un momento, Levine apartó la mano del ordenador, y cerró los ojos para no contemplar la vista. No era sólo la extrañeza del paisaje lo que le inquietaba, la enorme recreación, increíblemente real, de una costa allí donde debía haber encontrado una sala octogonal. Había algo más.

Reconoció el lugar. No era un paisaje imaginario. Ya había estado allí con anterioridad, hacía muchos años, con el propio Scopes. En la universidad, donde habían sido amigos inseparables. Ésa era la isla donde la familia de Scopes había tenido una casa de verano.

La isla Monhegan, en Maine.

Se encontraba sobre un peñasco, en un extremo de la isla. Si lo recordaba correctamente, aquel punto se llamaba Burnt Head.

Volvió a apoyar la mano en el ordenador, y se giró, trazando un lento círculo, sin dejar de observar el paisaje. Cada nueva característica, cada nueva vista, despertaba en su mente una fresca sensación de déjà vu. Era un logro increíble, casi inconcebible. Aquéllos eran los dominios personales de Scopes, el corazón de su programa del cifraespacio, su mundo secreto, en la isla de su juventud.

Levine recordó el verano que había pasado en aquella isla. Para un muchacho bostoniano de orígenes humildes, el lugar había sido toda una revelación. Fueron largos y calurosos días dedicados a explorar los estanques formados por la marea entre las rocas, y los campos iluminados por el sol. La familia de Brent tenía una destartalada casona victoriana, que también se levantaba sobre un risco, al borde del Village, hacia el lado de sotavento de la isla.

Entonces, Levine comprendió repentinamente dónde podría encontrar a Scopes.

Empezó a descender por el sendero, hacia el oscuro bosque de píceas. Observó que había desaparecido el extraño cántico del mundo del ciberespacio, sustituido por los ruidos de la isla que él recordaba: el graznido ocasional de una gaviota, el rumor distante del océano. Al introducirse más profundamente en el bosque, el sonido del océano desapareció y sólo quedó el viento que silbaba y gemía entre las tortuosas ramas de las píceas. Levine continuó su marcha hacia una ligera neblina, extrañado al comprobar lo fácilmente que se adaptaba a moverse por ese mundo virtual. La enorme imagen situada ante él, sobre la pared del ascensor, los sonidos y las vistas, la facilidad con que el programa respondía a su ordenador; todo coadyuvaba a un increíble efecto de verosimilitud.

El sendero se bifurcaba. Levine se concentró y trató de recordar el camino que conducía al Village. Al final, eligió al azar uno de los dos senderos.

Descendió hacia una hondonada y cruzó un estrecho arroyo, un hilo azulado bordeado de plantas. El sendero ascendía ahora por una estrecha garganta y se perdía en el bosque. Levine empezó a volver sobre sus pasos, pero la niebla se había hecho más espesa y lo único que podía ver eran troncos negros, cubiertos de líquenes, que lo rodeaban por todas partes mientras avanzaba en medio de la niebla. Se había perdido.

Levine pensó un momento. Sabía que el Village se encontraba en la parte occidental de la isla. Pero ¿dónde estaba el oeste?

De pronto una sombra se movió entre la niebla, a su izquierda, y al cabo de un momento se materializó en forma de un hombre que sostenía una linterna. Al caminar el hombre, la linterna despedía un haz amarillo de luz que se movía en la niebla. El hombre se detuvo. Se volvió lentamente y miró a Levine entre los troncos de los árboles. El profesor también le miró y hasta llegó a preguntarse si debía saludarlo. Se produjo un fogonazo y escuchó un sonido seco.

Levine se dio cuenta de que le estaban disparando. Por lo visto, aquel hombre era una especie de guardia de seguridad situado dentro del programa del ciberespacio. Pero ¿hasta dónde podía ver, y por qué le disparaba?

De repente, oyó una voz perentoria por encima del suave suspiro del viento. Levine se volvió con rapidez y miró los altavoces del ascensor. La voz pertenecía a Brent Scopes.

«Atención a todo el personal de seguridad. Un intruso ha sido descubierto en la red informática de GeneDyne. Bajo las condiciones actuales, eso significa que el intruso está dentro del edificio. Localícenlo y deténganlo inmediatamente».

Al penetrar en el mundo de la isla, había alertado al programa de seguridad del ordenador de GeneDyne. Pero ¿qué ocurriría si era alcanzado por el disparo de un arma de fuego? Quizá eso terminaría con el programa del cifraespacio, y le dejaría tan lejos de Scopes como había estado cuando entró en el edificio.

La figura volvió a disparar.

Levine huyó hacia el interior del bosque. Mientras avanzaba entre los ondulantes jirones de niebla, empezó a ver más siluetas humanas que se movían entre los árboles, y más fogonazos de luz. El bosque fue haciéndose menos espeso y finalmente llegó a un camino de tierra.

Se detuvo un momento y miró alrededor. Las figuras parecían haberse desvanecido. Avanzó por el camino con toda la velocidad que le permitieron los controles de su ordenador, alerta a cualquier señal de alguien que se aproximara.

Un ruido repentino lo alertó y volvió a esconderse en el bosque. Un momento después, un grupo de oscuras siluetas pasó cerca, como fantasmas; sostenían linternas y llevaban armas. Esperó a que pasaran y luego regresó al camino.

El camino de tierra pronto se convirtió en piedra y descendió hacia el mar. En la distancia, Levine distinguió los tejados diseminados del Village, aglutinados alrededor del campanario blanco de la iglesia. Por detrás de ellos se levantaba el gran techo de la mansarda de la Posada de la Isla.

Con precaución, descendió de la colina y entró en el pueblo. El lugar parecía desierto. La niebla era más espesa entre las casas, y pasó rápidamente ante ventanas oscuras de viejo cristal ondulado. Aquí y allá, una luz en alguna casa arrojaba un resplandor a través de la niebla. En una ocasión oyó voces y se ocultó en un callejón hasta que un grupo de siluetas pasó delante de él y se perdió en la niebla.

Más allá de la iglesia, el camino se bifurcaba de nuevo. Ahora sabía dónde se encontraba. Eligió el sendero de la izquierda, y ascendió por la carretera que subía por el lado del risco. Luego se detuvo y manipuló el ordenador para contemplar una vista desde la colina.

Allí, en lo alto del risco, rodeada por una verja de hierro forjado, se elevaban los perfiles sombríos de la mansión de Scopes.

Las largas horas de avanzar inclinado y de revisar la lava en busca de huellas pasaban factura a la espalda de Nye. Los caballos apenas si habían dejado huellas que pudiera seguir y le resultaba una tarea tediosa y lenta. En tres horas apenas había podido seguir las huellas de Carson y la furcia india a lo largo de tres kilómetros.

Se enderezó y se frotó la espalda. Bebió otro pequeño sorbo de la cantimplora. Vertió un poco en el sombrero y dejó que Muerto lo bebiera. Terminaría por alcanzarlos, aunque sólo fuera para encontrar sus cadáveres destrozados por los coyotes. Les sobreviviría.

Cerró los ojos un momento contra la cegadora luz del sol. Luego, con un profundo suspiro, reanudó la marcha. Dos metros delante de él, observó unas hierbas aplastadas. Avanzó un paso y miró más allá. A unos cuatro metros encontró una piedra caída. Recorrió la zona con la mirada, en semicírculo. Y encontró la huella de un casco, sobre una pequeña extensión de arena.

En honor a la verdad, la tarea resultaba condenadamente tediosa. Se entretuvo en pensar que a esas alturas Carson y De Vaca ya se habrían bebido toda el agua que llevaban. Probablemente sus caballos estarían medio enloquecidos por la sed.

De repente distinguió un claro surco de huellas, a lo largo de siete metros. Nye se enderezó y las siguió, agradecido. Quizá se habían cansado de dificultar tanto su rastreo. El mismo sabía lo mucho que aquello le cansaba.

Entonces percibió un movimiento repentino con el rabillo del ojo, y Muerto retrocedió con una sacudida que arrojó a Nye al suelo, entre los cascos del caballo. Se dio un golpe en la cabeza que lo dejó aturdido, seguido por un extraño sonido que pronto se extinguió, después de lo cual pareció transcurrir un tiempo infinito. Entonces se encontró contemplando una extensión interminable de azul. Se incorporó y sintió náuseas. Muerto estaba a unos siete metros de distancia, y al parecer tranquilo. Se llevó la mano a la cabeza. Sangre. Miró su reloj, y comprobó que sólo había perdido el sentido durante dos minutos.

Se volvió lentamente. Un muchacho sentado sobre una pequeña roca le sonreía, con las rodillas levantadas hasta la barbilla. Con pantalones cortos, calcetines hasta las rodillas y una vieja chaqueta deportiva, con el emblema del instituto St. Pancras en el bolsillo del pecho. Su largo cabello moteado le colgaba a los lados de la cabeza.

—Tú —exclamó Nye jadeante.

—Serpiente de cascabel —dijo el muchacho, y señaló con un gesto hacia un grupo de yucas.

Aquélla era la voz, con marcado acento londinense. Nye lo sabía muy bien. Los años de escuela pública en Surrey o Kent nunca habían borrado del todo aquel acento. Al oírla surgir de la boca de aquel chico, Nye se sintió instantáneamente transportado desde el feroz vacío del desierto del sudoeste hasta las estrechas calles de ladrillos grises de Beckenham, de pavimento resbaladizo por la lluvia, y con el pesado olor del carbón llenando el aire.

Hizo un esfuerzo y medio consiguió regresar al presente. Miró hacia donde el muchacho le había indicado. Allí estaba la serpiente, todavía enroscada y en posición de ataque, a unos tres metros de distancia.

—¿Por qué no me lo advertiste? —preguntó Nye.

El muchacho se echó a reír.

—Porque no la vi. Y tampoco la oí.

La serpiente, en efecto, estaba silenciosa. La cola se levantaba, en el extremo de su cuerpo enroscado, y producía vibraciones, pero no emitía ningún sonido. A veces las serpientes se rompían los cascabeles, pero era muy raro. Nye experimentó un escalofrío de temor.

Se levantó, e hizo esfuerzos por controlar las náuseas que sintió al incorporarse. Se dirigió hacia su caballo y extrajo el rifle de la funda.

—Espera un momento —le dijo el muchacho, sin dejar de sonreír burlonamente—. Yo en tu lugar no haría eso.

Nye volvió a meter el rifle en la funda. Tenía razón. Carson podría oír el disparo. Y eso le proporcionaría una información que no necesitaba saber.

Se dejó llevar por un presentimiento y caminó alrededor de la serpiente, trazando un amplio arco. Allí estaba: un palo verde de mesquite, recientemente cortado, con una horquilla en un extremo. Y cerca había otro igual.

El muchacho se levantó, se desperezó y se pasó una mano por el alborotado cabello.

—Parece que has sido sorprendido de nuevo. Un trabajo muy sucio. Ese ha estado a punto de derrotarte.

Nye masculló un juramento. Había subestimado a Carson. La serpiente se había asustado y lanzado su ataque demasiado pronto. Si no lo hubiera hecho así… Experimentó un mareo momentáneo.

Miró de nuevo al muchacho. La última vez que lo había visto, Nye había sido más joven, no más viejo que el despeinado jovenzuelo que estaba ahora ante él.

—¿Qué ocurrió realmente aquel día en Littlehampton? —preguntó—. Mamá no quiso contármelo.

El labio inferior del muchacho esbozó un mohín.

—Aquella ola tan grande me arrastró hacia abajo.

—¿Cómo conseguiste salir a nado?

El mohín se hizo más intenso.

—No lo hice.

—Así pues, ¿cómo estás aquí? —preguntó Nye.

El muchacho tomó un guijarro y lo arrojó a lo lejos.

—Lo mismo podría preguntarte a ti.

Nye asintió con un gesto. Era muy cierto. Supuso que todo eso resultaba extraño. Pero cada vez que lo pensaba le parecía más normal. Sabía que pronto dejaría de pensar en ello.

Tomó las riendas del caballo y dio un rodeo para evitar a la serpiente, y luego volvió al rastro de las huellas, unos diez metros más adelante, hacia el norte.

—Hace más calor que en una condenada sartén —comentó el muchacho.

Nye lo ignoró. Había descubierto una rozadura en una piedra. Carson tenía que haber realizado un pronunciado rodeo después de encontrarse con la serpiente. Dios, cómo le palpitaba la cabeza.

—Tengo una idea —dijo el muchacho—. Adelantémoslo hasta el paso.

A través de una neblina de dolor, Nye recordó sus mapas. No estaba tan familiarizado con la zona norte del desierto de Jornada como con la del sur. No parecía probable, pero supuso que sería posible encontrar una forma de adelantar a Carson en alguna parte.

Claro que él todavía contaba con ventaja. Le quedaban unos cuarenta litros de agua, y su caballo se mantenía fuerte. Ya era hora de que dejara de reaccionar ante las estratagemas de Carson y empezara a controlar la situación.

Localizó una zona plana en la lava, desplegó sus mapas y sujetó los bordes con piedras. Quizá Carson se había dirigido al norte sólo para despistarlo. El expediente de Carson ponía que había trabajado en ranchos en Nuevo México. Quizá se dirigía hacia un terreno que conocía bien.

Los mapas mostraban grandes y complicados ríos de lava en el norte del Jornada. Puesto que los topógrafos no se habían molestado en investigarlos, había grandes secciones de los mapas cubiertas indiscriminadamente con puntos que indicaban presencia de lava. No se indicaban datos sobre las distancias. Sin duda los mapas eran bastante inexactos, y la información habría sido obtenida por fotografía aérea, no por medición directa de campo.

Nye descubrió una serie de conos de ceniza señalizados como «Cadena de cráteres», que se extendían en una línea irregular a través del desierto. Una meseta de lava, la Mesa del Contadero, se apoyaba contra uno de los lados del río de lava, y el extremo de las montañas Fray Cristóbal bloqueaban las extensiones de lava por el otro lado. No se trataba exactamente de un paso, pero estaba claro que existía un estrecho hueco en el Malpaís, cerca del extremo norte de las Fray Cristóbal. A juzgar por lo que indicaba el mapa, aquel hueco en el flujo de lava parecía el único camino posible para salir del Jornada sin tener que cruzar la interminable extensión del Malpaís.

El muchacho se inclinó sobre el hombro de Nye.

—¡Vamos! ¿Qué te acabo de decir? Adelántalo en el paso.

Unos treinta kilómetros más allá se veía en el mapa el símbolo de un molino de viento, un triangulo rematado por una X, y un punto negro indicaba la existencia de un tanque de agua para el ganado. Junto a ambos había un diminuto cuadrado negro señalizado como «CAMPAMENTO LAVA». Nye supuso que era un campamento de un rancho situado a treinta kilómetros más al norte, marcado en el mapa como «DIAMOND BAR».

Carson se dirigía hacia allí. Probablemente aquel hijo de puta habría trabajado en ese rancho cuando era un muchacho. Sin embargo, había más de ciento sesenta kilómetros desde Monte Dragón a Campamento Lava, y unos ciento veinte kilómetros hasta el estrecho paso. Eso significaba que a Carson todavía le faltaban más de noventa kilómetros para llegar al molino de viento y al agua. Ningún caballo podría recorrer esa distancia sin beber al menos una vez. Seguían estando condenados.

A pesar de todo, cuanto más tiempo observaba el mapa, más se convencía de que Carson se dirigiría hacia aquel paso. Sólo se quedaría en la lava el tiempo suficiente para tratar de despistar a Nye, y luego se dirigiría en línea recta hacia el paso y el Campamento Lava situado más allá, donde encontraría agua, comida y probablemente gente, e incluso era posible que alguien tuviera un teléfono móvil.

Nye guardó los mapas en los tubos y miró alrededor. La lava parecía extenderse interminablemente de un horizonte a otro, pero ahora sabía que el linde occidental sólo estaba a un par de kilómetros.

El plan que fue adquiriendo forma en su mente era muy simple. Saldría de la lava y cabalgaría en dirección a aquel paso en el Malpaís. Una vez allí, esperaría. Carson no podía saber que disponía de estos mapas. Por astuto que fuera, probablemente sabía que Nye no estaba familiarizado con la parte norte del Jornada. No esperaría verle salir al paso. Y, en cualquier caso, estaría demasiado sediento para preocuparse por nada que no fuera encontrar agua. Nye tendría que describir un prolongado arco para asegurarse de que Carson no le viese, pero al disponer de mucha agua y de un caballo fuerte, sabía que podía llegar al paso mucho antes que Carson.

Y en aquel paso sería donde Carson y la zorra india encontrarían su fin, abatidos por su Holland & Holland.