Una de sus piernas se le había dormido, y Nye cambió de posición, sosteniendo el rifle al hacerlo. Un tenue resplandor empezaba a aparecer por el este, sobre las montañas Fray Cristóbal. Debían de faltar otros diez minutos, quizá menos. Se volvió a mirar la oscuridad, satisfecho de nuevo al comprobar que estaba bien oculto. Miró por detrás de la elevación y distinguió el difuso perfil de su caballo, que seguía allí. Sonrió. Realmente, sólo los ingleses sabían entrenar bien a sus caballos. Aquella mística del vaquero estadounidense no era más que una tontería. Ellos no sabían prácticamente nada sobre caballos.

Volvió la atención hacia la amplia hondonada. Dentro de pocos minutos, la luz del alba le mostraría lo que necesitaba ver.

Con cuidado, quitó el seguro del Holland & Holland. Apuntaría contra un objetivo inmóvil, quizá dormido, situado a trescientos metros. Sonrió sólo de pensarlo.

La luz fue aumentando lentamente por detrás de las montañas Fray Cristóbal, y Nye escudriñó la hondonada en busca de formas oscuras que indicaran la presencia de caballos o personas. Había una serie de yucas condenadamente parecidas a personas a la débil luz del amanecer. Pero no pudo ver nada lo bastante grande para que fuera un caballo.

Esperó, y pudo oír el lento y regular latido de su corazón. Le complacía observar la firmeza de su respiración, y la sequedad de la palma de su mano contra la culata del rifle.

Lentamente, empezó a crecer en su mente la idea de que la hondonada estaba vacía.

Y entonces volvió a sonar la voz, con una risa baja y cínica. Se volvió y allí encontró una sombra, en la semipenumbra.

—¿Quién demonios es? —murmuró Nye.

La risita aumentó de intensidad, hasta que las risotadas arrancaron ecos en el desierto. Y Nye se dio cuenta de que aquella risa se parecía notablemente a la suya.

En un instante, Boston se desvaneció y quedó a oscuras.

La impresionante vista del tabique del ascensor había desaparecido. El paisaje había parecido tan real que, por un horrible instante, Levine se preguntó si se habría quedado repentinamente ciego. Entonces se dio cuenta de que las suaves luces del ascensor seguían encendidas, y que era simplemente la pantalla que ocupaba todo un tabique la que había quedado a oscuras. Extendió la mano para tocar la superficie. Era dura y opaca, similar a los paneles que había visto en el pasillo de GeneDyne, pero mucho más grande.

Entonces, de improviso, el ascensor pareció dos veces más grande. Varios hombres de negocios, vestidos con trajes y llevando maletines, le miraron desde arriba. A Levine estuvo a punto de caérsele el ordenador del regazo y se puso en pie con presteza antes de darse cuenta, una vez más, de que aquello era, simplemente, una imagen proyectada que hacía que el ascensor pareciera más profundo y repleto de personal de GeneDyne. Se maravilló ante la resolución de vídeo necesaria para crear una imagen tan realista.

Luego, la imagen volvió a cambiar y la negrura del espacio se abrió ante él. Por debajo, la superficie gris de la luna giraba perezosamente en el éter claro, revelando sin pudor su cutis surcado de viruela. Por detrás de ella, Levine pudo observar la débil curva de la Tierra, como una bola azulada que colgaba en la distante negrura. La sensación de profundidad fue enorme, y el profesor tuvo que cerrar los ojos un momento para superar la sensación de vértigo.

Comprendió lo que estaba sucediendo. Cuando el programa «lancet» de Mimo conectó con el servidor privado de Scopes, tuvo que haber interrumpido la rutina normal del dispositivo de software que controlaba las imágenes del ascensor. Temporalmente descontroladas, las diversas imágenes disponibles aparecían una tras otra, como una proyección estrafalaria de diapositivas. Levine se preguntó qué otras vistas habría programado Scopes para diversión y consternación de los pasajeros del ascensor.

La imagen volvió a cambiar, y Levine contempló un extraño paisaje: una construcción tridimensional de pasarelas y edificios que se elevaban desde un vasto espacio, aparentemente sin fondo. Parecía ver este paisaje desde una plataforma de terrazo, cubierta con baldosas de un apagado color marrón, rojo y amarillo. Desde el extremo de la plataforma, una serie de puentes y pasarelas conducían en muchas direcciones, algunas hacia arriba, otras hacia abajo, mientras que otras continuaban horizontalmente para perderse en espacios inconcebiblemente vastos. Elevándose por encima de las pasarelas había docenas de enormes estructuras, oscuras y con incontables y diminutas ventanas iluminadas. Entre los edificios se extendían grandes rayos de luz coloreada, que se bifurcaba y parpadeaba en la distancia, como rayos.

El paisaje era hermoso, e incluso despertaba admiración por su complejidad, pero al cabo de pocos minutos Levine empezó a sentirse impaciente y a preguntarse por qué el programa de Mimo tardaba tanto tiempo en acceder al ciberespacio de GeneDyne. Cambió de posición sobre el suelo del ascensor.

El paisaje se movió con él.

Levine bajó la mirada. Comprobó entonces que había movido inadvertidamente el botón giratorio del tablero de su ordenador. Lo giró hacia adelante.

Inmediatamente, la superficie de terrazo situada delante de él retrocedió, y se encontró equilibrado en el mismo borde del espacio, con una delgada pasarela delante de él, flotando fantasmagóricamente en el negro vacío. La suavidad de la respuesta del vídeo sobre la enorme pantalla le produjo una sensación de movimiento hacia adelante casi insoportablemente real.

Levine aspiró profundamente. Esta vez ya no se encontraba mirando una imagen de vídeo, sino dentro mismo del ciberespacio de Scopes.

El profesor apartó un momento las manos del ordenador para calmarse. Luego, cuidadosamente, colocó un dedo sobre el botón y los de la otra mano sobre las teclas del cursor de su ordenador. Trabajosamente, inició la tarea de aprender a controlar su propio movimiento dentro de aquel paisaje extraño. La inmensidad de la pantalla del ascensor, y la notable resolución de la imagen, le dificultaron la comprensión. Siempre se veía agobiado por el vértigo. A pesar de saber que estaba en el ciberespacio, el temor a caer de la plataforma de terrazo hacia las profundidades hacía que sus movimientos fueran lentos y meticulosos.

Finalmente, dejó el ordenador a un lado y se frotó la espalda. Miró el reloj y se asombró al ver que habían transcurrido tres horas. ¡Tres horas! Y ni siquiera se había movido de la plataforma sobre la que había empezado. La fascinación que le producía ese ambiente computarizado era divertida e inquietante a un tiempo. Pero ya iba siendo hora de encontrar a Scopes.

Cuando volvió a colocar las manos sobre el teclado, fue consciente de un leve sonido grave, una especie de cántico susurrado. Procedía de los mismos altavoces usados por el ascensor para anunciar los pisos. No se había dado cuenta del momento en que empezó a oírlo; quizá había estado allí desde el principio. Se sintió incapaz de imaginar qué significaba.

Empezó a sentirse preocupado. Tenía que encontrar a Scopes en esa representación tridimensional del ciberespacio de GeneDyne, razonar con él, explicarle la delicada situación. Pero ¿cómo? Estaba claro que ese ciberespacio era demasiado vasto para deambular por él sin directrices. Y aunque encontrara a Scopes, ¿cómo lo reconocería?

Tenía que reflexionar sobre el problema. Por vasto y complejo que fuera ese paisaje, tenía que servir para un propósito, poseer algún designio. Durante los últimos años, Scopes se había mostrado en extremo reservado sobre su proyecto de ciberespacio. Se sabía muy poco al respecto, aparte del hecho de que Scopes lo creaba para facilitar sus propios y amplios desplazamientos a través de la red informática interconectada de GeneDyne.

Sin embargo, parecía evidente que todo aquello, las superficies, las formas y hasta quizá los sonidos, tenían que representar el hardware, el software y los datos de la red de GeneDyne.

Levine tomó por una pasarela al azar y avanzó tratando de acostumbrarse a la extraña sensación de movimiento que provocaba la enorme pantalla situada ante él. Se encontraba en un puente sin barandillas, embaldosado con un complicado dibujo. El dibujo tenía que significar algo, pero ¿qué? ¿Diferentes configuraciones de bites, o secuencias de números binarios?

La pasarela serpenteaba entre varios edificios de diferentes formas y tamaños, y terminaba finalmente ante una maciza puerta plateada. Se acercó a la puerta y trató de cruzarla. La extraña música que se oía pareció aumentar de intensidad, pero no ocurrió nada. Regresó a una intersección y tomó por otra pasarela que cruzaba uno de los ríos de luz coloreada que corrían entre los edificios. Se metió en el río, que se convirtió en un torrente de códigos hexadecimales a una velocidad de vértigo. Salió rápidamente de la corriente.

Había descubierto al menos una cosa: las corrientes de luz eran operaciones de transferencia de datos.

Hasta el momento sólo había utilizado el botón giratorio y las teclas del cursor de su ordenador. Estaba seguro de que el programa del ciberespacio reconocería la pulsación de teclas de una forma u otra: órdenes mnemónicas, órdenes simples o atajos. Tecleó la frase usada universalmente por los codificadores que probaban nuevos lenguajes informáticos: «Hola, mundo».

Al pulsar la tecla de entrada, las palabras surgieron de los altavoces cantadas en un susurro musical. Reverberaron a través de los vastos espacios, hasta que se apagaron al alejarse, por debajo del extraño cántico musical, que continuaba.

No hubo respuesta.

«¡Scopes!», tecleó. La palabra sonó y se fue apagando como un grito. Tampoco obtuvo respuesta.

Levine deseó que Mimo estuviera allí para ayudarle. Miró de nuevo su reloj; había transcurrido otra hora y se encontraba tan perdido como al principio. Apartó los ojos de la pantalla y miró alrededor, en el interior del ascensor. No disponía de tiempo ilimitado para explorar. Ya había deambulado suficiente sin rumbo fijo. Ahora tenía que pensar con rapidez.

¿Qué se podía hacer cuando uno se encontraba atrapado en una aplicación o en un juego de ordenador?

Una de las cosas que podía hacerse era pedir ayuda.

«Ayuda», tecleó.

Por delante de él, el paisaje cambió sutilmente. Algo se formó a partir de la nada y apareció en el extremo más alejado de la pasarela. Trazó un círculo y se detuvo, como si hubiera percibido la presencia de Levine. Luego empezó a moverse hacia él a gran velocidad.

Cuando tuvo la sensación de que ya había puesto suficiente distancia entre el lugar donde se encontraba y la hondonada, Carson soltó las riendas de Roscoe y montó en la silla. Repasó mentalmente, una y otra vez, la primera confrontación que se había producido entre él y Nye en el desierto. Recordó la risa cruel que había flotado sobre las arenas, en su dirección. Y, a su pesar, esperó volver a escucharla, ahora más cerca, y el seco sonido de una bala de rifle al ser introducida en la recámara. Para distraerse volvió sus pensamientos hacia su tío abuelo y las historias que le había contado acerca de Gato. Recordó una historia sobre su antepasado y el telégrafo. Cuando finalmente descubrió cómo funcionaba, Gato cortó los hilos, que luego volvió a atar con diminutas tiras de cuero para ocultar el corte. Según le dijo su tío abuelo, eso había vuelto loca a la caballería que le buscaba.

Gato utilizaba numerosos trucos para librarse de sus perseguidores. Cabalgaba corriente abajo y luego retrocedía; dejaba engañosas huellas de herraduras sobre rocas resbaladizas que conducían a peligrosos cañones donde podía tender emboscadas, o por encima de los riscos, utilizando para ello una herradura y una piedra.

Carson se estrujó el cerebro. ¿Qué más?

Empezaba a clarear por el este. Nye descubriría en cualquier momento que se habían marchado. Eso les daría como máximo media hora de ventaja. A menos que Nye ya hubiera descubierto el engaño. Estaba condenadamente cerca y ellos no disponían de tiempo.

Cuando hubo un poco más de luz, oteó el horizonte. Vio con alivio la pequeña figura de Susana, gris contra negro, que trotaba a unos cuatrocientos metros por delante de él. Se dirigió hacia ella, espoleando a Roscoe para emprender un galope lento.

El verdadero problema era que, incluso en la lava, las herraduras dejaban claras impresiones sobre las piedras. Un caballo pesaba casi quinientos kilos, y mantenía el equilibrio sobre cuatro brillantes herraduras de hierro que dejaban agudas marcas blanquecinas sobre la roca. Una vez se sabía lo que había que buscar, no se necesitaba ningún talento especial para seguir las huellas de un caballo por las rocas; resultaba más fácil, por ejemplo, que seguir el rastro de un caballo por una pradera verde. Nye ya había demostrado poseer talento más que suficiente para eso. Pero la lava haría que el avance de Nye fuera algo más lento.

Carson redujo la marcha y se adaptó al paso del caballo de Susana. La imagen de su tío abuelo regresó a su mente: el rostro del viejo Charley reía ante el resplandor del fuego, mientras se mecía adelante y atrás. Se reía de Gato, el tramposo, el endiablado hombre.

—Dios, cómo me alegro de verle —dijo Susana.

Ella le tomó brevemente de la mano, mientras cabalgaban.

El calor de su mano, el contacto con otra persona después de un viaje tan prolongado en la oscuridad, hizo surgir en su alma una oleada de renovada esperanza. Escudriñó el río de lava que se extendía ante ellos, como una línea negra y recortada contra el horizonte.

—Metámonos bien dentro de la lava —dijo—. Tengo una idea.

El objeto se detuvo directamente delante de él. Levine observó con incredulidad que parecía un pequeño perro, aparentemente un collie. Levine lo miró fijamente, maravillado ante la forma tan realista con la que el animal generado por ordenador movía la cola y se mantenía en actitud de atención. Hasta la nariz negra relucía bajo la luz del otro mundo que lo rodeaba.

«¿Quién eres?», tecleó Levine.

«Phido», contestó.

El animal levantó la cabeza y mostró un collar del que colgaba una pequeña placa con su nombre. Al mirar más de cerca, Levine vio las palabras grabadas: PHIDO, PROPIEDAD DE BRENTWOOD SCOPES. A pesar de sí mismo, Levine sonrió. Después de todo, los intereses de Scopes tenían muchas cosas en común con los ladrones y los supuestos empleados de la compañía telefónica.

«Estoy buscando a Brent Scopes», tecleó Levine.

«Ya veo».

«¿Puedes ayudarme a encontrarlo?».

«No».

«¿Por qué no?».

«No sé dónde está».

«¿Quién eres?».

«Soy un perro».

Levine apretó los dientes.

«¿Qué clase de programa eres?», tecleó.

«Soy el extremo avanzado de un sistema de ayuda generalizado. No obstante, el sistema de ayuda nunca se llegó a poner en práctica, así que temo no poder ofrecer ninguna ayuda».

«Entonces, ¿cuál es tu propósito?».

«¿Le interesa conocer mi funcionalidad? Soy un programa, creado por Brent Scopes en su propia versión de C++ que él llama C3. Es un lenguaje orientado hacia los objetos, con extensiones visuales. Se usa fundamentalmente para la modelación tridimensional, con ensombrecimiento Gouraud incluido, fuente lumínica y diversas herramientas de representación. También apoya directamente comunicaciones de red de ámbito amplio, mediante el uso de una variante de protocolo TCP/IP».

Aquello no conducía a Levine a ninguna parte.

«¿Por qué no puedes ayudarme?», tecleó.

«Como ya le he dicho, el subsistema de ayuda nunca se puso en práctica. Como programa orientado hacia los objetos, me adhiero a los principios de la encapsulación, ocultamiento y herencia. Puedo acceder a ciertas clases básicas de objetos, como las subrutinas A 1 y los logaritmos de almacenamiento de datos. Pero no puedo acceder al funcionamiento interno de otros objetos, del mismo modo que ellos no pueden acceder a los míos sin el necesario código».

Levine asintió con un gesto. No le sorprendía que el sistema de ayuda nunca hubiese sido implantado; al fin y al cabo, Brent no necesitaría buscar ayuda para manejar algo que él mismo había creado, y se suponía que nadie debía deambular por su programa del ciberespacio. Probablemente Phido era uno de los primeros elementos creados por Brent en los primeros tiempos, antes de que decidiera sellar el secreto de su creación, antes de que decidiera conservar para sí solo ese mundo tan increíble.

«Entonces, ¿de qué sirves?», tecleó Levine.

«De vez en cuando le hago compañía al señor Scopes. Sin embargo, veo que usted no es el señor Scopes».

«¿Cómo lo sabes?».

«Porque está perdido. Si fuera el señor Scopes…».

«Entiendo».

A Levine le pareció mejor no moverse en aquella dirección. No sabía aún qué clase de mecanismos de seguridad se habían construido en el ciberespacio, si es que existía alguno.

Reflexionó un momento. Tenía a un compañero orientado hacia los objetos, con enlaces de inteligencia artificial. Era como el antiguo programa pseudoterapéutico Eliza, pero llevado a sus últimos límites. Phido. Aquélla era la idea que tenía Scopes de un perro del ciberespacio.

«¿No puedes hacer nada?», tecleó.

«Puedo ofrecerle citas deliciosamente cínicas para su disfrute».

Eso tenía sentido. Scopes jamás perdería su gusto obsesivo por los aforismos.

«Por ejemplo: “Si se toma a un perro muerto de hambre y se le hace próspero, no te morderá. Esa es la principal diferencia entre un perro y un hombre”. Mark Twain. O bien: “No es suficiente con alcanzar el éxito; para eso, otros tienen que fracasar”. Gore…».

«Cállate, por favor».

La impaciencia de Levine aumentaba. Estaba allí para encontrar a Scopes, no para charlar con un programa en el interminable laberinto del ciberespacio. Consultó su reloj: otra media hora desperdiciada. Siguió el camino hasta otro cruce y tomó uno de los que se bifurcaban a partir de allí, deambulando entre inmensas estructuras. El pequeño perro lo siguió en silencio, pegado a sus talones.

Entonces vio algo insólito: un edificio enorme un tanto apartado de los otros. A pesar de sus dimensiones y de su situación central, desde su tejado no brotaban bandas coloreadas de luz hacia las otras estructuras.

«¿Qué es ese edificio?», preguntó.

«No lo sé», contestó Phido.

Observó el edificio más atentamente. Aunque sus líneas eran demasiado perfectas, obra de un ordenador dentro de un mundo cibernético, reconoció la famosa silueta sin dificultad.

Era el edificio de la GeneDyne de Boston.

Una imagen informática del edificio. ¿Qué representaba? La respuesta se le ocurrió rápidamente: era la recreación ciberespacial del sistema informático existente en la sede central de GeneDyne. La red, las terminales de las oficinas centrales e incluso el sistema de seguridad de la misma sede central estarían dentro de aquella representación. Los edificios que lo rodeaban representaban las diversas sedes de GeneDyne en todo el mundo. Desde el techo de la sede central no surgían rayos de luz coloreada porque se habían cortado todas las comunicaciones con las demás instalaciones de la empresa. Si Mimo hubiera aprendido algo más sobre el funcionamiento del programa de Scopes, quizá habría podido situar a Levine dentro, y ahorrarle así un tiempo muy valioso.

Levine se acercó al edificio con curiosidad y tomó un camino descendente hacia la base de la estructura, para acercarse a la puerta principal. Al situarse contra ella, la extraña música se transformó en un molesto zumbido. La puerta estaba cerrada con llave. Levine miró a través del cristal hacia el vestíbulo. Allí, todo ello representado con asombroso detalle, estaba el móvil de Calder y el mostrador de seguridad. No había personas dentro, pero observó con extrañeza que las baterías de pantallas de terminales situadas detrás del mostrador de seguridad mostraban imágenes de lejanas videocámaras. Y la información que estaba viendo era indudablemente real, en directo.

«¿Cómo puedo entrar?», le preguntó a Phido.

«No tengo ni idea».

Levine reflexionó un momento y repasó sus escasos conocimientos de las técnicas modernas de computación.

«Phido. Eres un objeto de ayuda».

«Correcto».

«Y afirmaste ser un frente avanzado de otros objetos y subrutinas».

«Correcto».

«¿Qué significa eso exactamente?».

«Soy el intermediario entre el usuario y el programa».

«Así pues, recibes órdenes y las transmites a otros programas para la acción».

«Sí».

«¿En forma de pulsaciones de teclas?».

«Correcto».

«Y la única persona que te ha utilizado es Brent Scopes».

«Sí».

«¿Guardas o tienes acceso a esas pulsaciones de teclas?».

«Sí».

«¿Has estado antes en este lugar?».

«Sí».

«Duplica todas las pulsaciones de teclas que tuvieron lugar aquí».

«“Locura: una adaptación perfectamente racional al mundo loco”. Laing».

Los altavoces chirriaron. Luego la puerta se abrió.

Levine sonrió al darse cuenta de que los propios aforismos tenían que ser contraseñas de seguridad. No era más que otro uso de un juego que en otro tiempo habían hecho suyo. Además, aquellas citas constituían excelentes contraseñas: eran largas y complicadas, y nunca se las podría encontrar uno por casualidad o mediante el uso del diccionario. Scopes se las sabía de memoria y, por tanto, nunca tuvo necesidad de escribirlas. Era perfecto.

Phido le iba a ser de más ayuda de la que el propio perro creía.

Rápidamente, Levine se introdujo en el vestíbulo, maniobrando el botón giratorio de su computadora y avanzó más allá del puesto de guardia. Se detuvo un momento y trató de recordar la disposición de los planes de la sede central que Mimo le había vertido antes en su ordenador, a primeras horas de la noche. Luego dejó atrás la batería de ascensores principales para dirigirse hacia la estación secundaria de seguridad. Sabía que, en el interior del edificio real, esta estación contaría con un personal abundante. Más allá había otra batería más pequeña de ascensores. Se aproximó al más cercano y pulsó el botón de llamada. Al abrirse las puertas, Levine se introdujo mediante el botón giratorio de su ordenador. Marcó el número 60 en el teclado numérico de su ordenador: el piso superior de la sede central de GeneDyne, donde se hallaba situada la sala octogonal de Scopes.

«Gracias —dijo la misma voz neutral que había controlado el ascensor real en que se encontraba—. Por favor, indique la contraseña de seguridad».

«Phido, indica las pulsaciones para este lugar», tecleó Levine.

«“Uno debe perdonar a sus enemigos, pero no antes de verlos ahorcados”. Heine».

Mientras el ascensor del ciberespacio se elevaba hacia el sexagésimo piso, Levine intentó no pensar en la paradójica situación en que se hallaba: sentado, con las piernas cruzadas, en un ascensor detenido entre dos pisos, conectado a una red informática dentro de la cual se movía ascendiendo en otro ascensor, en un espacio tridimensional simulado.

El ascensor virtual aminoró la marcha y luego se detuvo. Con el botón giratorio, Levine avanzó por el pasillo que había más allá. Al final de un largo pasillo, vio otra estación de guardia bajo el brillo de numerosos monitores de circuito cerrado. Evidentemente, cada lugar del sexagésimo piso y de todos los pisos inferiores se hallaba sometido a un control permanente por vídeo. Se acercó a los monitores y los escudriñó uno a uno. Mostraban salas, pasillos, paneles de ordenadores, e incluso la misma estación de guardia en la que estaba, pero no encontró a nadie que pudiera ser Scopes.

A partir de los planos de seguridad de Mimo, Levine sabía que la sala octogonal se hallaba en el centro del edificio. No había vistas desde las ventanas para Scopes; la única vista que le interesaba era la de una pantalla de ordenador.

Levine avanzó más allá del puesto de guardia y dobló a la izquierda, por un pasillo levemente iluminado. En el extremo más alejado vio otro puesto de guardia. Lo dejó atrás y se encontró en un pequeño vestíbulo, con puertas a ambos lados. Al fondo se veía una gran puerta cerrada. Él sabía que daba acceso a la sala octogonal. Avanzó por el pasillo con el botón giratorio de su ordenador y se apoyó contra la puerta. Estaba cerrada con llave.

«Phido —escribió— índica las pulsaciones para este lugar».

«¿Me va a dejar ahora?», preguntó el perro cibernético.

Levine creyó percibir un tono de queja en la pregunta.

«¿Por qué lo preguntas?».

«No puedo seguirle más allá de esa puerta».

Levine vaciló.

«Lo siento, Phido, pero tengo que continuar. Te ruego que indiques las pulsaciones para este lugar».

«Muy bien. “No me sorprendería nada que se hubieran follado a todas las chicas que asistieron al partido entre Harvard y Yale”. Dorothy Parker».

A continuación la enorme puerta se entreabrió. Levine hizo una pausa, respiró profundamente y preparó la mano sobre el botón giratorio de su ordenador. Entonces, lentamente, maniobró para entrar en lo que tenía que ser el misterioso cifraespacio de Scopes.

Nye estaba de pie en el centro de la hondonada, sujetando las riendas de Muerto. La historia de su humillación aparecía claramente escrita en la arena y la hierba. De algún modo, Carson y aquella india habían advertido su presencia, habían tomado sigilosamente los caballos y se habían largado. Era increíble que hubieran podido alejarse, pero las huellas no mentían.

Se volvió. La sombra estaba todavía a su lado, pero cuando la miró directamente tuvo la impresión de que desaparecía.

Se dirigió hacia el extremo de la hondonada. Los dos habían ido hacia el este, en dirección a los campos de lava donde, sin duda, esperaban ocultarse. Aunque cabalgar sobre los lechos de lava era una tarea lenta, Nye tendría pocos problemas para seguir sus huellas. Con sólo nueve litros de agua, sólo era cuestión de tiempo que sus caballos empezaran a desfallecer. No había prisa. El final del desierto seguía estando a 160 kilómetros de distancia.

Nye montó y empezó a seguirlos. Habían caminado durante un rato, llevando los caballos de las riendas, y luego habían montado. Las huellas se separaban gradualmente. ¿Sería un truco? Nye siguió el conjunto de huellas más pesadas, convencido de que pertenecían a Carson.

El sol asomó por las montañas y arrojó sombras hacia el horizonte. A medida que se elevó en el horizonte, las sombras empezaron a encogerse, y en el aire ascendió el olor de la arena caliente y los matojos de creosote. Iba a ser un día muy caluroso. Y en ningún otro lugar sería más caluroso que entre los lechos de lava negra del Malpaís.

Disponía de mucha agua y munición. La hora aproximada que le llevaban de ventaja no podía significar más de siete u ocho kilómetros. Esa distancia se reduciría considerablemente en cuanto la lava enlenteciera su avance. Aunque ya no contaba con la ventaja de la sorpresa, el hecho de que ellos conocieran su presencia les obligaría a viajar a pleno calor del día.

Los dos rastros volvían a juntarse a unos ochocientos metros antes de llegar a la lava. Nye los siguió hasta allí. Sin necesidad de desmontar, vio las marcas blanquecinas sobre el basalto, allí donde las herraduras habían arañado la roca. Seguir aquellas huellas resultaría fácil, ahora que el sol estaba alto.

Todavía eran las primeras horas de la mañana y la temperatura debía de ser de unos agradables veintisiete grados. Pero dentro de una hora habría aumentado en diez grados, y al cabo de otra hora superaría los cuarenta. A 1.300 metros de altura y con un cielo claro, el calor del sol alcanzaría una intensidad abrumadora. La única sombra que podía encontrarse sería bajo el vientre de un caballo. Así pues, si no lograba alcanzarlos antes del anochecer, el desierto se encargaría de ellos.

El lecho de lava se extendía por delante en grandes formaciones desiguales, y se perdía en la distancia ilimitada. En algunos lugares había trozos de lava rota, bloques hexagonales fracturados allí donde se había derrumbado la parte superior de conductos subterráneos. En otros lugares había bordes de presión, donde el antiguo lecho había elevado detritus y bloques de lava en enormes amontonamientos. El terreno ya empezaba a moverse a medida que el basalto negro absorbía la luz del sol y la despedía en forma de calor.

Muerto avanzó con cuidado sobre el lecho de lava. Los cascos de los caballos arrancaban sonidos y tintineos entre las rocas. Un lagarto se escabulló en una grieta. Nye sintió sed y bebió un largo trago de agua de una cantimplora. El agua todavía estaba fresca y tenía un suave y agradable sabor a lino.

La sombra seguía allí, y caminaba incansable al lado del caballo, sólo visible indirectamente. No había vuelto a hablar, y a Nye empezó a resultarle agradable su presencia.

Al cabo de unos kilómetros, desmontó para seguir las huellas con mayor facilidad.

Carson y De Vaca habían continuado hacia el este, en dirección a un bajo cono de cenizas. El cono se abría por el extremo oeste y casi se fundía con el río de lava, con sus lados elevados como dos puntos hacia el feroz cielo azul. Las huellas se dirigían directamente hacia la baja abertura.

Nye experimentó una oleada de triunfo. Carson y la furcia india sólo podían dirigirse hacia el cono de ceniza con un único propósito: encontrar refugio. Creían haberle despistado al introducirse entre la lava. Al darse cuenta de que cruzar el desierto durante el día era una decisión suicida, se disponían a esperar en el cono de ceniza hasta que llegara la noche, para continuar su viaje amparados por la oscuridad.

Entonces observó un hilillo de humo surgir de la parte interior del cono de ceniza. Nye se detuvo y lo miró con incredulidad. Carson tenía que haber cazado algo, probablemente un conejo, y estaba atareado con su festín. Examinó el rastro cuidadosamente y luego examinó el terreno hacia los lados, en busca de otras huellas. Carson había demostrado ser un hombre de recursos. Quizá había un rastro de salida por el extremo más alejado del cono.

Dejó a Muerto a una distancia segura y se movió con precaución, con infinita paciencia, permaneciendo oculto a medida que trazaba un círculo alrededor del cono de ceniza. El humo y las huellas podían ser alguna clase de trampa.

Pero no había la menor señal de una trampa. Y tampoco vio huellas que se alejaran del cono. Los dos habían entrado en el cono de ceniza y no habían salido.

Inmediatamente, Nye supo lo que tenía que hacer: subir por la parte posterior del cono, allí donde las paredes de lava se elevaban irregularmente. Desde aquella altura podría disparar contra el interior del cono, donde no había ningún lugar para protegerse.

Regresó en busca de Muerto y se movió trazando un arco amplio, para dirigir el caballo alrededor del extremo sureste del cono. Allí, en las sombras cercanas y silenciosas, le ordenó a Muerto que se quedara quieto. Luego, con cuidado, inició la ascensión de la ladera del cono, con el rifle colgado a la espalda y una caja de munición en el bolsillo. Las cenizas eran menudas y de tacto caliente, y resbalaban y hacían ruido al subir por la ladera, pero sabía que el ruido no llegaría hasta el interior del cono.

Al cabo de pocos minutos consiguió llegar al borde del cono. Retiró el seguro del Holland & Holland y se arrastró hasta el borde.

A unos treinta metros por debajo distinguió un fuego que se apagaba. Extendida sobre un matojo de chamizo vio una prenda de tela que parecía haber sido lavada y puesta a secar. Cerca colgaba una camiseta. Aquello era su campamento. Pero ¿dónde demonios estaban?

Miró alrededor. Había un agujero en un lado del cono de ceniza, sumido en profundas sombras.

Tenían que estar descansando a la sombra. ¿Y los caballos? Seguramente Carson los había dejado atados por las patas para que rumiaran lo que encontrasen.

Nye se sentó a esperar y se acarició la mejilla con la culata del rifle. Cuando salieran de la sombra, los cazaría como a conejos.

Transcurrieron cuarenta minutos. Entonces Nye vio que la sombra que le seguía siempre a su lado empezaba a agitarse con gestos de impaciencia.

—¿Qué ocurre? —susurró.

—Eres un estúpido —repuso la sombra—. Un maldito estúpido, un…

—¿Qué? —susurró Nye.

—Un hombre y una mujer, muertos de sed, que utilizan su última agua para lavar una pieza de ropa —dijo la voz con tono burlón—. A cuarenta grados de temperatura encienden un fuego. Estúpido, estúpido, estúpido…

Nye sintió una sensación de hormigueo en la nuca. La voz tenía razón. Aquel canalla se las había arreglado para escapársele por segunda vez. Nye se incorporó soltando una maldición y se deslizó al interior del cono, sin hacer el menor intento por ocultar su presencia. El hueco en sombras en el lado del cono estaba vacío. Nye recorrió el campamento, para comprobar el nuevo engaño en que había caído. La pieza de tela y la camiseta eran dos prendas de las que evidentemente podían desprenderse, y que sólo tenían la intención de hacerle creer que el campamento estaba ocupado. No observó el menor indicio de que Carson y De Vaca se hubieran detenido para nada, aunque observó huellas que indicaban que los caballos habían estado allí por un breve período. El fuego se había preparado apresuradamente con trozos de madera que inevitablemente harían humo.

Ahora le llevaban una hora y cuarenta minutos de ventaja. O quizá un poco menos si tenía en cuenta el tiempo que debían de haber empleado para disponer aquel irritante escenario.

Se dirigió hacia la apertura del cono de cenizas y trató de descubrir hacia dónde habían ido, haciendo esfuerzos para que la cólera no le hiciera caer. ¿Cómo no había detectado sus huellas de salida?

Recorrió la periferia del cono hasta que se encontró de nuevo con las huellas de entrada. Examinó cuidadosamente las cercanías de la entrada. Siguió las huellas de entrada y luego volvió a seguir las que se alejaban del fondo del cono. Repitió la operación una y otra vez. A continuación, se alejó unos cien metros y rodeó lentamente todo el cono, con la esperanza de encontrar el rastro.

Pero no encontró nada. Habían entrado a caballo en el cono de ceniza y luego se habían desvanecido. Carson le había engañado. Pero ¿cómo?

—Dime cómo —preguntó en voz alta, volviéndose hacia la sombra.

La sombra se alejó de él, como una presencia oscura, siempre en la periferia de su visión, y se mantuvo burlonamente silenciosa.

Regresó al fingido campamento y comprobó de nuevo el cercano agujero, esta vez con mayor cuidado. Nada. Se alejó y examinó el terreno. Había manchas de arena arrastrada por el viento y de campos de ceniza en el suelo del cono. A un lado encontró una zona ligeramente perturbada que no había examinado antes. Se arrodilló y se inclinó, con la vista a pocos centímetros de la arena. Algunas marcas mostraban deslizamiento y retorcimiento. En ese lugar, Carson había hecho algo con los caballos. Y allí terminaban las huellas.

No del todo. Encontró una huella débil y parcial de un casco sobre una extensión de arena, a pocos metros de distancia. Una huella que indicaba claramente por qué no encontraba más huellas en las rocas.

El muy hijo de puta les había sacado las herraduras a los caballos.