Hacia las tres de la madrugada aumentó la intensidad del aire. Carson y De Vaca llegaron a un altozano y descendieron hacia lo que parecía una cuenca ancha, con hierba. Habían transcurrido dos horas desde que dejaran atrás el resplandor de Monte Dragón en el horizonte, dirigiéndose al norte. No habían visto señales de luces tras ellos. Afortunadamente, los Hummers habían desaparecido.
Carson se detuvo. Desmontó y se inclinó para palpar las hojas de hierba. Grama de avena silvestre, con alto contenido proteínico; excelente para los caballos.
—Nos detendremos aquí durante un par de horas —dijo—. En cualquier caso, no llegaremos muy lejos a la luz del día sin encontrar un lugar donde ocultarnos. Pero tenemos que aprovechar este rocío. Le sorprendería saber la cantidad de agua que pueden ingerir los caballos al pastar la hierba húmeda por el rocío. No podemos dejar pasar esta oportunidad. Una hora pasada aquí nos permitirá recorrer unos quince kilómetros, o quizá más.
—Ah —exclamó Susana—. Un truco de ute, sin duda.
Carson se volvió hacia ella, en la oscuridad.
—No fue nada divertido la primera vez. Haber tenido una bisabuela ute no me convierte en un indio.
—En un nativo americano, querrá decir —fue la burlona respuesta.
—Por el amor de Dios, Susana, hasta los indios llegaron de Asia. Nadie es un «nativo americano».
—¿Detecto un tono defensivo en sus palabras, cabrón?
Carson la ignoró y quitó la rienda de mano del cabestro de Roscoe. Rodeó la pata delantera del caballo con la cuerda de algodón, hizo un nudo, dio dos fuertes tirones y la pasó alrededor de la otra pata, donde hizo un segundo nudo. Luego hizo lo mismo con el otro caballo. Después desató las cinchas del flanco y las hizo pasar por las anillas de los cabestros, de modo que los extremos quedaran juntos y sueltos.
—Es una forma muy inteligente de evitar que se escapen —comentó ella.
—La mejor forma.
—¿Para qué es la cincha?
—Escuche.
Guardaron silencio un momento. Cuando el caballo empezó a pastar, se oyó el débil sonido producido por las dos anillas de cada cincha, al chocar entre sí.
—Habitualmente llevo un cencerro —dijo Carson—. Pero esto funciona igual de bien. En el silencio de la noche se puede oír ese tintineo a trescientos metros de distancia. De otro modo, los caballos se desvanecerían en la oscuridad y no volveríamos a verlos.
Se sentó en la arena y esperó a que ella dijera algo más sobre los indios ute.
—¿Sabe una cosa, cabrón? —dijo ella—. Me sorprende usted un poco.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, para empezar es la mejor persona con la que se podría cruzar Jornada del Muerto.
Carson parpadeó, sorprendido ante el cumplido, y por un momento se preguntó si lo habría dicho con tono sarcástico.
—Aún nos queda mucho camino que recorrer. Apenas hemos dejado atrás una quinta parte.
—Sí, pero es suficiente para que me haya dado cuenta. Sin usted a mi lado, yo no habría tenido ninguna posibilidad.
Carson no dijo nada. Seguía pensando que había menos de un 50 por ciento de posibilidades de que encontraran agua, lo que significaba una probabilidad de supervivencia equivalente.
—¿De modo que trabajó en un rancho de por aquí? —preguntó ella al cabo de un rato.
—En el Diamond Bar. Eso fue después de que embargaran el rancho de mi padre.
—¿Era grande?
—Vaya si lo era. Mi padre se creía un verdadero potentado, y se dedicó a comprar y vender ranchos, para luego volver a comprarlos, habitualmente con pérdidas. El banco embargó treinta y cinco kilómetros cuadrados de buena tierra que había pertenecido a mi familia desde hacía más de cien años. Además, obtuvo alquiler de pastos sobre seiscientos kilómetros cuadrados de malas tierras. Era una extensión desorbitada, pero la mayor parte de los terrenos estaban resecos. El imaginario ganado y caballos de mi padre no habrían podido sobrevivir en él.
Se tumbó de espaldas sobre la arena.
—Recuerdo que recorría las vallas a caballo cuando era un muchacho. Sólo la valla exterior tenía más de noventa kilómetros de longitud, y había otros trescientos kilómetros de valla interior. Mi hermano y yo tardábamos todo el verano en recorrer la valla a caballo, deteniéndonos para arreglarla allí donde estuviera estropeada. Maldita sea, aquello sí fue divertido. Cada uno tenía un caballo, más una mula de tiro para llevar el rollo de alambre, las estacas y los tensores, además de nuestros petates y algo de comida. Aquella condenada mula era una mezquina hija de su madre. Se llamaba Bobb, con dos bes.
De Vaca se echó a reír.
—Acampábamos a medida que avanzábamos. Por la noche, atábamos los caballos como acabo de hacer ahora y encontrábamos un lugar bajo donde extender los petates y encender una hoguera. El primer día siempre contábamos con un buen filete, que llevábamos congelado en las alforjas. Si no era demasiado grande, se había descongelado para la cena. A partir de ahí, dependíamos de las judías y el arroz. Después de la cena nos tumbábamos, cara a las estrellas y tomábamos café mientras la hoguera se iba apagando poco a poco.
Aquellos recuerdos parecían como un vago sueño de algo ocurrido hacía siglos. Sin embargo, las mismas estrellas que había contemplado cuando era un muchacho seguían estando allí, sobre su cabeza.
—Tuvo que haber sido realmente duro el hecho de perder el rancho —observó Susana.
—Creo que fue lo más duro que me ha ocurrido en mi vida. Todo mi cuerpo y mi alma formaban parte de esa tierra.
Carson sintió una punzada de sed. Tanteó con las manos sobre la arena y encontró un pequeño guijarro. Lo frotó contra los pantalones vaqueros y se lo metió en la boca.
—Me ha gustado la forma en que se ha librado de Nye y de esos pendejos de los Hummers —dijo Susana.
—Son idiotas —replicó Carson—. Nuestro verdadero enemigo es el desierto.
Aquel comentario le hizo pensar. Había sido fácil despistar a los Hummers, demasiado fácil. Ni siquiera habían apagado las luces mientras los perseguían. Tampoco se habían dividido para buscar las huellas cuando llegaron al borde del río de lava. En lugar de eso se habían dirigido en manada hacia el sur. Le sorprendía que Nye pudiera ser tan estúpido.
No. Nye no era tan estúpido.
Por primera vez Carson se preguntó si Nye iba con los Hummers. Cuanto más lo pensaba, menos probable le parecía. Pero si no se había puesto al frente de los Hummers, ¿dónde diablos estaba? ¿En Monte Dragón, tratando de controlar la crisis?
Se dio cuenta entonces, con un apagado y frío temor, de que Nye estaría en el desierto, tratando de darles caza. Y no sobre un ruidoso y desgarbado Hummer, sino sobre su gran caballo pinto.
Mierda. Debería haberse llevado aquel caballo, o haberle introducido al menos un clavo en la pezuña.
Maldijo su propia falta de previsión y miró de nuevo su reloj. Las tres y cuarenta y cinco.
Nye se detuvo y desmontó para examinar de cerca las huellas que se dirigían hacia el norte. Bajo el fuerte brillo amarillento de la linterna, observó los granos individuales de arena, de tamaño casi microscópico, apilados en los bordes de las huellas. Eran frescos y precarios, y aún no se habían visto perturbados por ninguna ráfaga de viento. Aquellas huellas no podían tener más de una hora. Carson avanzaba a trote lento, sin hacer nada por ocultarse o confundir el rastro. Nye calculó que los dos deberían estar a unos ocho kilómetros de distancia. Se detendrían y ocultarían en algún lugar a la salida del sol, donde pudieran dejar descansar a los caballos durante el calor del día.
Sería entonces cuando los atraparía.
Volvió a montar sobre Muerto y lo puso a trote rápido. El mejor momento para alcanzarlos sería justo al amanecer, antes de que tuvieran tiempo de darse cuenta de que los seguían. Se detendría y esperaría a que hubiera luz suficiente para efectuar un disparo. Su montura se estaba portando muy bien, un poco sudorosa por el ejercicio, pero nada más. Podía mantener este ritmo durante ochenta kilómetros más. Y aún le quedaban cincuenta litros de agua.
De repente oyó algo. Apagó rápidamente la linterna y se detuvo. Una suave brisa soplaba desde el sur, alejando el sonido de él. Tranquilizó al caballo y esperó. Transcurrieron cinco minutos, luego diez. La brisa cambió un poco y oyó voces que mantenían una discusión, y luego el débil tintineo de algo que sonaba como las anillas de una silla de montar.
Ya se habían detenido. Los muy idiotas se imaginaban que habían logrado despistar a sus perseguidores y que podían relajarse. Esperó en silencio. La voz, la otra voz, no dijo nada.
Nye desmontó y condujo el caballo de regreso por detrás de un suave altozano, donde se ocultaría y podría dejar pastar al caballo sin ser molestado. Luego se arrastró hacia el borde de la cuenca. Escuchó las voces que murmuraban, desde el fondo de la oscuridad, allá abajo.
Se tumbó sobre el estómago y calculó que debían de estar a unos trescientos metros. Ahora, las voces sonaban más claras. Si se acercaba unos metros incluso podría distinguir lo que decían. Quizá planeaban la forma de disponer del oro. De su oro. Pero no estaba dispuesto a permitir que su curiosidad lo estropeara todo.
Sin embargo, aunque lo vieran, ¿adónde iban a ir? En otro momento, incluso habría disfrutado alertándolos de su presencia. Naturalmente, habrían echado a correr enseguida, sin la menor posibilidad de retirar sus caballos. La caza habría resultado un buen deporte, aunque breve. No había mejor sitio para disparar que en un desierto abierto como aquél. Se diferenciaba muy poco de cazar íbex en el Hejaz. Sólo que un íbex se movía a una velocidad de setenta kilómetros por hora, y un ser humano sólo podía recorrer veinte como máximo.
Darle caza a aquel bastardo de Teece había demostrado ser un excelente deporte, mucho mejor de lo que hubiera imaginado. La tormenta de polvo había añadido un elemento de complicación muy interesante, y cuando dejó a Muerto sin jinete, en el camino que seguía el Hummer que se acercaba, le resultó más fácil ocultarse y engañar al inspector para que abandonara su vehículo por un momento. Y el propio Teece fue una sorpresa inesperada para él. Aquel tipo de aspecto escuálido demostró ser más resistente de lo que Nye preveía; se protegió en la tormenta, corrió y resistió hasta el final. Quizá había esperado una emboscada. En cualquier caso, no pudo saborear el temor a la muerte en sus ojos, y al final tampoco hubo súplicas de piedad. Ahora, aquel petimetre debilucho se encontraba a buen seguro, bajo varios pies de arena, a mayor profundidad de la que podía llegar el pico de un buitre o las garras de un coyote. Y los secretos tan suciamente robados habían quedado enterrados con él, y nunca llegarían a su destino.
Pero todo eso parecía haber sucedido hacía mucho tiempo, antes de que Carson escapara con sus conocimientos prohibidos. Con la explosión había quedado incinerado el último rastro de lealtad de Nye hacia GeneDyne, su ciega entrega a Scopes. Ahora, ya nada le distraía de sus propósitos.
Comprobó el reloj. Eran las tres cuarenta y cinco. Faltaba una hora para que aparecieran las primeras luces.
La GeneDyne de Boston, sede central de GeneDyne International, era un leviatán posmoderno que se elevaba sobre el paseo marítimo. Aunque el acuario de Boston se quejó amargamente por hallarse bajo su sombra durante la mayor parte del día, la torre de sesenta pisos de altura, hecha de granito negro y mármol italiano, fue considerada como uno de los diseños más elegantes de la ciudad. En los meses de verano su atrio se llenaba de turistas que se tomaban fotografías bajo el Mezzoforte de Calder, el móvil colgante más grande del mundo. Durante todo el año, excepto en los días más fríos, la gente formaba una fila delante de la fachada del edificio, con cámaras en la mano, para observar los chorros de las cinco fuentes que formaban un ballet complejo y computarizado.
Pero el mayor atractivo eran las pantallas de realidad virtual dispuestas a lo largo de los muros del vestíbulo público. Con cuatro metros de altura y mediante la utilización de un sistema exclusivo de imágenes de alta definición, los paneles mostraban las imágenes de diferentes sedes de la GeneDyne repartidas por todo el mundo: Londres, Bruselas, Nairobi, Budapest. Al combinarse, las imágenes formaban un paisaje enorme, sorprendente por su realismo. Puesto que todas las imágenes se controlaban por computadora, ninguna de ellas permanecía quieta: las ramas de los árboles se mecían en la brisa, delante de las instalaciones de investigación de Bruselas, y los autobuses de plataforma doble pasaban retumbando por delante de la oficina de Londres. Las nubes se desplazaban por los cielos que se iluminaban y oscurecían con el transcurso del día. Aquellas imágenes constituían la mejor publicidad de la defensa que hacía Scopes del uso de las nuevas tecnologías. Cuando se cambiaban los paisajes, el día 15 de cada mes, las emisoras locales nunca dejaban de informar sobre las novedades.
Desde su aparcamiento, en la carretera de acceso que se extendía a lo largo de la parte posterior de la torre, Levine asomó el cuello y levantó la cabeza hacia donde la fachada, que se elevaba recta, retrocedía de pronto en un laberinto de cubos, hacia la cumbre del edificio. Sabía que aquellos pisos superiores formaban el dominio personal de Scopes. Ninguna cámara había penetrado en ellos desde que Vanity Fair publicara una foto, cinco años atrás. En alguna parte del piso 60, más allá de las estaciones de seguridad y las cerraduras controladas por ordenador, estaría la famosa sala octogonal de Scopes.
Mantuvo la mirada hacia lo alto, especulativamente. Luego volvió a meter la cabeza en el interior de la camioneta y reanudó la lectura de un grueso manual encuadernado titulado Telefonía digital.
Fiel a su palabra, Mimo había pasado las dos últimas horas preparando a Levine, para lo que tuvo que echar mano de sus conexiones con la bizantina comunidad de intrusos, llegar hasta remotos bancos de información, conectar con misteriosas corrientes de datos. Uno tras otro, como un grupo de jugadores irregulares de la liga moderna, personas extrañas se habían presentado ante la puerta de la habitación ocupada por Levine. La mayoría de ellos eran muchachos; pilluelos y huérfanos del mundo clandestino de los ladrones. Uno de ellos le había proporcionado una tarjeta de identidad, que le identificaba como Joseph O’Roarke, de la New England Telephone Company. Levine reconoció la foto de la tarjeta como una de sí mismo que se había publicado en el Business Week dos años antes. La tarjeta se halla sujeta a un clip del bolsillo delantero del uniforme de la compañía telefónica que el botones le había entregado antes.
Otro muchacho, con una mueca insolente, le había entregado una pequeña pieza de equipo electrónico que parecía un mando a distancia para abrir la puerta de un garaje. Otro le había traído varios manuales técnicos, biblias prohibidas dentro de la comunidad obsesionada por los teléfonos. Finalmente, un joven de edad algo más avanzada le trajo las llaves de una camioneta de una compañía telefónica, que esperaba abajo, en el aparcamiento del Holiday Inn. Levine debía dejar las llaves bajo el tablero. El joven le había dicho que necesitaría la camioneta hacia las tres de la madrugada, aunque no dijo para qué.
Mimo había permanecido en frecuente contacto con él vía módem, para verter en sus archivos los planos del edificio, y para dirigirle a través de los dispositivos de seguridad que había podido detectar y valorar, además de ofrecerle apoyo para la estratagema que utilizaría Levine para penetrar en el edificio. Finalmente, transmitió al ordenador de Levine un largo programa con instrucciones de uso.
Ahora, sin embargo, el ordenador personal de Levine estaba en el asiento de al lado, apagado, y Mimo se encontraba en algún lugar remoto y desconocido. Ahora no quedaba nadie más que el propio Levine.
Dejó el manual y cerró los ojos un momento, antes de susurrar una breve oración en la silenciosa oscuridad. Luego tomó el ordenador, bajó de la camioneta y cerró la portezuela ruidosamente, para alejarse sin mirar atrás. El aire del puerto venía cargado con un leve olor a gasolina. Trató de avanzar con el paso tranquilo y sin prisas de cualquier técnico que se precie. El teléfono de comprobación de líneas rebotaba extrañamente contra su cadera. Repasó una vez más las diversas vías que podía seguir la conversación inicial que se avecinaba. Luego tragó saliva. Había tantas posibilidades y estaba preparado para afrontar tan pocas…
Subió los escalones que conducían a la puerta sin marcar situada en la parte trasera del edificio y pulsó un timbre. Se produjo un prolongado silencio y Levine se esforzó por no largarse de allí. Entonces se oyó un crujido y una voz preguntó:
—¿Quién es?
—Compañía telefónica —contestó Levine, con lo que esperó que sonara como un tono indiferente.
—¿De qué se trata? —preguntó la voz, que no pareció impresionada.
—Nuestras terminales indican que las líneas T-1 fallan en este lugar —dijo Levine—. He venido para comprobarlo.
—Se han desconectado todas las líneas externas —dijo la voz—. Es una situación temporal.
Levine vaciló un momento.
—No pueden desconectar líneas contratadas. Va en contra de las normas.
—Eso ya se ha hecho.
Mierda.
—¿Cómo se llama usted, hijo?
Hubo un largo silencio.
—Weiskamp.
—Muy bien, Weiskamp. Las normas exigen que las líneas contratadas se mantengan abiertas permanentemente. Le diré una cosa: no deseo tener que regresar y rellenar un montón de papeleo sobre ustedes. Sé que ni usted ni su supervisor querrán tener que dar una engorrosa explicación a la compañía. Así que me limitaré a colocar un terminador temporal en las líneas. Una vez ustedes vuelvan a conectar el sistema, las líneas se reabrirán automáticamente.
Levine esperó haber sido más convincente para su interlocutor de lo que había sido para sí mismo.
No hubo respuesta.
—De otro modo tendremos que arrancar esas líneas manualmente, desde el empalme externo. Y no volverán a tenerlas cuando quieran conectarlas de nuevo.
Un suspiro le llegó a través de los altavoces del interfono.
—Déjeme ver su identificación.
Levine miró alrededor, distinguió una cámara por encima del marco de la puerta y ladeó en su dirección la tarjeta que colgaba del bolsillo del pecho. Mientras esperaba, se preguntó ociosamente por qué habrían elegido el nombre de O’Roarke. Confiaba en que un profesor judío de Brooklyn pudiera imitar el acento irlandés de Boston.
Se oyó un clic, seguido por el sonido de algo pesado que rodaba hacia atrás. La puerta se abrió y un hombre alto se asomó, con largos rizos rubios que le caían sobre el cuello del uniforme gris y azul de GeneDyne.
—Por aquí —dijo, indicando a Levine que entrara.
Con el ordenador cuidadosamente sostenido bajo el brazo, Levine siguió al guardia por un largo tramo de escalera de hierro corrugado. Por debajo de sus pies llegaba hasta él el zumbido de un enorme generador. Las paredes de cemento sudaban en el aire húmedo.
El guardia abrió una puerta señalada con un letrero de SÓLO PERSONAL AUTORIZADO, se apartó y dejó que Levine entrara primero. Entró en una estancia atestada desde el suelo hasta el techo con lo que imaginó serían conmutadores digitales y relés de la red. Sobre unas estanterías metálicas había baterías de MAU, dispuestas en hileras. Aunque sabía que el verdadero cerebro de GeneDyne se encontraba en otra parte, formado por superordenadores conectados en paralelo que alimentaban la monstruosa red global de la empresa, en esa habitación se encontraban las entrañas de los sistemas, los cables ethernet que permitían a los ocupantes del edificio conectar con un vasto sistema nervioso electrónico.
Vio ante sí los perfiles de la consola central de relés. Otro guardia estaba sentado en un extremo de la consola, con la mirada fija en un monitor. Se volvió en cuanto entró Levine.
—¿Quién es? —preguntó con ceño, desviando la mirada de Levine a Weiskamp.
—¿Quién crees que puede ser, el hojalatero? —replicó Weiskamp—. Ha venido por lo de las líneas contratadas.
—Tengo que colocarles un terminador temporal —dijo Levine, y dejó el ordenador personal sobre la terminal. Observó los complejos controles del enchufe múltiple que Mimo le había asegurado que encontraría allí.
—Nunca he oído nada de eso —dijo el guardia.
—Porque nunca han cortado las líneas antes —replicó Levine.
El guardia masculló algo, pero no hizo el menor movimiento para detenerlo. Levine siguió observando los controles, con una pequeña señal de advertencia sonando en su cabeza. Este segundo guardia le planteaba problemas.
Allí estaba: la portilla de la red de acceso. Mimo le había dicho que la sede central de GeneDyne tenía una red tan densa que hasta en los cuartos de baño había conexiones para los ejecutivos. Rápidamente, abrió su ordenador personal y lo conectó con la portilla de acceso.
—¿Qué está haciendo? —preguntó el guardia con una mirada recelosa.
Se levantó y empezó a dirigirse hacia el ordenador personal.
—Llamar a la pantalla el programa de terminación —contestó Levine.
—Nunca había visto a ninguno de ustedes utilizar un ordenador —comentó el guardia.
Levine se encogió de hombros.
—Los tiempos cambian. Ahora, puede usted enviar una señal de terminación por la línea a la unidad de control. Es completamente automático.
Un logotipo de la compañía telefónica apareció en la pantalla del ordenador, seguido por unas líneas de información que se desplazaron sobre ella. A pesar de su nerviosismo, Levine tuvo que contener una sonrisa. Mimo había pensado en todo. Mientras la pantalla estaba ocupada en mostrar complicadas tonterías para entretener a los guardias, un programa diseñado por Mimo estaba siendo insertado en la red de GeneDyne.
—Creo que será mejor que informe a Endicott de esto —dijo el receloso guardia.
Una alarma se disparó en la cabeza de Levine.
—Deja ya de dar la tabarra, ¿quieres? —dijo Weiskamp—. Ya te he oído hablar bastante.
—Ya conoces el reglamento. Se supone que Endicott debe dar el visto bueno a cualquier trabajo de mantenimiento que se haga en el sistema desde el exterior.
El ordenador de Levine emitió un chirrido y reapareció el logotipo de la compañía telefónica. Levine se apresuró a extraer el cable de la conexión con la red.
—¿Lo ves? —dijo Weiskamp—. Ya ha terminado.
—Yo mismo encontraré la salida —dijo Levine cuando el otro guardia se inclinaba ya hacia un teléfono interno—. Contabilidad les enviará un albarán detallado en cuanto vuelvan a conectar la línea.
Levine regresó al pasillo. Weiskamp no le había seguido. Eso estaba bien; un papel menos que tendría que representar más tarde.
Pero aquel otro guardia, el receloso, estaría probablemente llamando a Endicott. Y eso era malo. Si Endicott, fuera quien fuese, decidía llamar a la compañía telefónica y comprobar si un empleado llamado O’Roarke…
En lo alto de la escalera, Levine giró a la derecha y descendió por un corto pasillo. La batería de ascensores de servicio se hallaba situada directamente delante, tal como le había asegurado Mimo. Entró en el ascensor de servicio más cercano y subió al segundo piso. La puerta se abrió a un mundo completamente diferente. Desaparecieron los monótonos espacios de cemento, los tubos fluorescentes de metro veinte suspendidos del techo. En lugar de eso, una lujosa alfombra de color índigo se extendía desde las puertas del ascensor a lo largo de un elegante pasillo. Desde el techo, pequeñas luces violeta arrojaban círculos de color sobre la mullida alfombra. Levine observó grandes paneles visuales planos, ahora a oscuras. Durante el día, los paneles mostrarían sin duda obras de arte digitalizadas, directorios de pisos, valores de las acciones de bolsa, o cualquier otra cosa imaginable.
Salió del ascensor y avanzó por un pasillo desierto hasta doblar una esquina, en dirección a los ascensores públicos. Al apretar el botón de llamada sonó una campanilla y se abrieron con un susurro las puertas de uno de los ascensores negros. Miró alrededor por última vez y entró. El ascensor estaba alfombrado con el mismo y elegante color índigo que el pasillo. Las paredes laterales aparecían recubiertas por una madera ligera y densa que Levine supuso que debía de ser de teca. La pared posterior era de cristal, y permitía contemplar una espectacular vista nocturna del puerto de Boston. Innumerables luces se movían a sus pies.
«Piso, por favor», dijo el ascensor.
Ahora, tenía que actuar con rapidez. Localizó la caja de la red, por debajo del teléfono de emergencia y enchufó el ordenador personal en el receptáculo metálico. Rápidamente, encendió la computadora y tecleó una breve orden: «cortina».
Esperó, mientras el programa de Mimo desconectaba la alimentación de vídeo para la cámara de seguridad del ascensor, registraba diez segundos del vídeo del ascensor de al lado y los establecía como un puente. A partir de ahora la cámara de seguridad sólo mostraría un ascensor vacío.
«Piso, por favor», repitió el ascensor.
Levine tecleó otra orden: «estropeado».
Las luces del ascensor parpadearon perezosamente y las puertas se cerraron con un siseo. Levine observó los números de los pisos, por encima de la puerta. Al pasar ante el séptimo, el ascensor se detuvo.
«Atención, por favor —anunció una voz suave—. Este ascensor ha quedado fuera de servicio».
Levine se desprendió del teléfono portátil que colgaba de su cinturón y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra la puerta del ascensor y el ordenador personal sobre sus rodillas. Metió la mano en un bolsillo y extrajo el instrumento de aspecto extraño que el ladronzuelo le había entregado antes en la habitación del hotel; lo conectó con una portilla de serie del ordenador. Desde un extremo del instrumento, sacó una antena corta. Luego tecleó otra orden: «rastrea».
La pantalla se aclaró y la respuesta le llegó casi inmediatamente.
«¡Vaya, hombre! Imagino que todo ha salido bien y que ahora se encuentra usted a salvo, dentro del ascensor, entre los pisos siete y ocho».
«Estoy entre los pisos siete y ocho —tecleó Levine—, pero no estoy seguro de que todo haya salido bien. Alguien llamado Endicott puede haber sido alertado de mi presencia».
«He visto antes ese nombre. Creo que es el jefe de seguridad. Espere un momento».
Una vez más, la pantalla quedó en blanco.
«He efectuado una breve inspección de la actividad de la red dentro del edificio de la GeneDyne —informó Mimo minutos más tarde—. Todo parece tranquilo en el campo enemigo. ¿Está preparado para continuar?».
«Sí», contestó Levine en contra de lo que le dictaba su sano juicio.
«Muy bien. Recuerde lo que le he dicho, profesor. Scopes y sólo Scopes controla la seguridad computarizada de los pisos superiores del edificio. Eso significa que tiene que introducirse en su ciberespacio personal. Ya le he dicho todo lo que sé al respecto. No se parecerá a nada de lo que posiblemente imagina. Nadie sabe gran cosa sobre el ciberespacio de Scopes, aparte de las pocas imágenes de funcionamiento que mostró hace años en el Centro para Neurocibernética Avanzada. En aquel entonces habló de una nueva tecnología que estaba desarrollando y a la que llamó “cifraespacio”. Se trata de alguna clase de ambiente tridimensional, que es su hogar privado base, desde donde puede manejar su red a voluntad. Desde entonces, nada. Supongo que el sistema fue tan audaz que deseó reservárselo para sí mismo. A partir de los registros de compilación, he calculado que el programa contiene hasta tres millones de líneas de código. Eso es el Gran Kakhuna de la codificación, profesor. Sé dónde se halla situado el servidor del ciberespacio, y puedo proporcionarle una herramienta de navegación que le permita acceder a él. Pero nada más. Necesita estar físicamente dentro del edificio para conectarse».
«Pero ¿no puedo llevarle conmigo utilizando su enlace remoto?».
«No. La unidad infrarroja sin hilos conectada a su ordenador personal nos permite comunicarnos sólo a través de la red estándar, y sólo desde la situación actual que ocupa usted ahora. El transceptor interno de GeneDyne se halla situado en el séptimo piso, a muy corta distancia del ascensor. Por eso le he hecho quedarse ahí aparcado».
«¿Puede decirme alguna otra cosa?».
«Puedo decirle que los recursos de computación que absorbe esa cosa hace que, comparativamente, las rutinas de las trayectorias de los misiles del Mando Aéreo Estratégico parezcan contadores automáticos de monedas. Y se necesitan varios terabites de almacenamiento de datos. Sólo los archivos masivos de vídeo exigirían eso. Todo puede ser más real de lo que pueda imaginar».
«No es probable, con una pantalla de nueve pulgadas como la que tengo», replicó Levine.
«¿Es que estaba usted dormido mientras le daba mis charlas, profesor? Scopes trabaja con pantallas mucho más grandes en su sede central. ¿O no se ha dado cuenta?».
Levine se quedó mirando las palabras sin comprender. Finalmente se dio cuenta de lo que quería decir Mimo.
Levantó la mirada de la pantalla. La vista desde el ascensor era impresionante. Pero había algo extraño en ella que no había observado al entrar apresuradamente. En el cielo oriental, las estrellas colgaban sobre el sereno paisaje. Podía ver el puerto extenderse bajo él, con un millón de diminutos puntos de luz en la cálida oscuridad de Massachusetts.
Y, sin embargo, sólo se encontraba en el séptimo piso. La vista que se le ofrecía había sido tomada desde un punto mucho más elevado.
Lo que miraba no era una mampara de cristal, sino un panel plano que ocupaba toda la pared, y en el que se mostraba una imagen virtual de una vista imaginaria fuera del edificio de GeneDyne.
«Comprendo», tecleó.
«Bien. He marcado su ascensor como fuera de servicio y en reparación. Eso evitará miradas curiosas. Pero procure no permanecer ahí más tiempo del necesario. Yo permaneceré aquí, conectado a la red mientras pueda, para actualizar de vez en cuando su estatus de reparación y evitar así cualquier sospecha. Me temo que eso es todo lo que puedo hacer para protegerlo».
«Gracias, Mimo».
«Una cosa más. Dijo usted algo acerca de que esto no era un juego. Le pediría que recordara su propio consejo. GeneDyne mira con muy malos ojos a los intrusos, tanto dentro del ciberespacio como fuera. Se ha embarcado usted en un viaje extremadamente peligroso. Si lo encuentran, me veré obligado a huir. No podré hacer nada por usted, y no tengo la intención de ser un mártir por segunda vez. Si me descubren, me quitarán todos mis ordenadores. Y si sucediera eso, lo mismo me daría estar muerto».
«Comprendo», tecleó Levine.
Se produjo una pausa.
«Es posible que no volvamos a hablarnos nunca más, profesor. Quisiera decirle que he valorado mucho el haberle conocido».
«Yo también».
«MTRRUTMY; MTWABAYB; AMYBIHHAHBTDKYAD»
«¿Mimo?».
«Sólo ha sido un viejo y sentimental dicho irlandés, profesor Levine. Adiós».
La pantalla parpadeó y quedó en blanco. Ahora no disponía de tiempo para tratar de descifrar el largo acrónimo de Mimo. Levine respiró profundamente y tecleó otra orden breve: «lancet».
—¿Qué ocurre? —preguntó Susana cuando Carson se sentó abruptamente en la arena.
—Acabo de oler algo —susurró—. Creo que un caballo.
Se humedeció un dedo y lo levantó en la brisa.
—¿Uno de los nuestros?
—No. El viento no viene de esa dirección, pero juro que acabo de oler a caballo sudoroso. Detrás de nosotros.
Se produjo un silencio. Carson experimentó una repentina y fría sensación en el estómago. Era Nye. No había otra explicación. Y estaba muy cerca.
—¿Está seguro…?
Carson le cubrió la boca con una mano y con la otra le acercó la oreja a sus labios.
—Escúcheme. Nye está al acecho ahí fuera, en alguna parte. No se marchó con los Hummers. Una vez que se haga de día, estaremos muertos. Tenemos que salir de aquí en el mayor silencio, ¿comprende?
—Sí —fue la casi inaudible respuesta.
—Nos moveremos hacia nuestros caballos. Pero tendremos que caminar a tientas. No se limite a poner un pie delante de otro; déjelo a un par de centímetros por encima del suelo hasta que esté segura de que puede dar el paso. Si tropezamos con una hierba seca o un trozo de matojo, él nos oirá. Tendremos que desatar los caballos sin hacer el menor ruido. No monte enseguida, primero aleje el caballo. Será mejor que vayamos al este, de regreso a los campos de lava. Es nuestra única esperanza de perderlo. Efectúe un giro de noventa grados a la derecha con respecto a la estrella del norte.
Sintió más que vio la cabeza de ella que hacía un vigoroso gesto de asentimiento.
—Yo continuaré por el mismo camino, pero no trate de seguirme. Está demasiado oscuro. Procure coger un curso lo más recto posible, pero agáchese, porque podría verla moverse contra el brillo de las estrellas. Podremos vernos el uno al otro en cuanto empiece a amanecer.
—Pero ¿y si él oye…?
—Si nos persigue, monte y cabalgue como alma que lleva el diablo hacia la lava. Cuando llegue allí, desmonte, dele una palmada al caballo y ocúltese lo mejor que pueda. Lo más probable es que siga a su caballo. —Hizo una pausa antes de añadir—: Es lo mejor que se me ocurre ahora. Lo siento.
Hubo un breve silencio. Carson advirtió que la mujer temblaba ligeramente. La soltó. Su mano buscó a tientas la de ella y se la apretó.
Se movieron lentamente hacia el sonido tintineante de los caballos. Carson sabía que sus posibilidades de supervivencia, que nunca habían sido buenas, eran ahora mínimas. Las cosas ya habían estado bastante mal sin Nye. Pero el jefe de seguridad les había encontrado. Y lo había hecho con bastante rapidez. No se había dejado engañar por la desviación sobre el campo de lava. Contaba con el mejor caballo, y además tenía aquel condenado rifle.
Carson se dio cuenta de que había subestimado a Nye.
Mientras avanzaba por la arena acudió a su memoria una repentina imagen de Charley, su tío abuelo medio ute. Se preguntó qué truco sináptico le había hecho pensar en Charley precisamente ahora.
La mayoría de las historias que le había contado el anciano versaban sobre un antepasado ute llamado Gato, que había emprendido numerosas incursiones contra los navajos y la caballería. A Charley le había encantado hablarle de aquellas incursiones. También le contó otras historias sobre las hazañas de rastreo de Gato y sobre sus habilidades con un caballo. Y también sobre los diversos trucos empleados para eludir a sus perseguidores, habitualmente soldados. Charley le había contado todas aquellas historias con serena satisfacción, sentado en la mecedora, delante de la chimenea encendida.
Carson encontró a Roscoe en la oscuridad y empezó a desatarle las cuerdas, susurrándole palabras muy bajas para evitar cualquier relincho delator. El caballo dejó de pacer y levantó las orejas. Carson le acarició con suavidad el cuello, le pasó la cuerda por la cabeza y quitó cuidadosamente la cincha del ronzal. Luego, con cuidado, ató el ronzal e hizo un lazo con la cuerda alrededor del pomo de la silla. Se detuvo a escuchar: el silencio de la noche era absoluto.
Tomó al caballo por las riendas y lo condujo hacia el oeste.