Carson y De Vaca cabalgaron a través de la aterciopelada negrura del desierto Jornada del Muerto, con un vasto río de estrellas parpadeante sobre sus cabezas. El terreno descendía ligeramente desde el complejo y pronto se encontraron en un seco terreno de aluvión donde los caballos se hundieron hasta los espolones en la arena blanda. La luz de las estrellas era apenas suficiente para iluminar el terreno bajo sus patas. Carson sabía que si salía la luna estarían prácticamente muertos.

Cabalgaron por el terreno de aluvión mientras él reflexionaba.

—Esperarán que nos dirijamos hacia el sur, en dirección a Radium Springs y Las Cruces —dijo al cabo de un rato—. Son los pueblos más cercanos, aparte de Engle, que de todos modos pertenece a GeneDyne. Unos ciento veinte kilómetros de distancia, más o menos. Se necesita tiempo para seguir el rastro de alguien, sobre todo a través de la lava. De modo que, yo de Nye, seguiría el rastro hasta estar seguro de que se dirigía hacia el sur. A continuación abriría los Hummers en abanico, hasta que quedaran interceptadas las posibles salidas.

—Eso tiene sentido —dijo Susana.

—Así que lo complaceremos. Nos dirigiremos hacia el sur, como si fuésemos a Radium Springs. Cuando lleguemos al Malpaís, nos meteremos entre la lava, donde resulta más difícil seguir las huellas. Efectuaremos entonces un giro de noventa grados hacia el este, cabalgaremos unos kilómetros e invertiremos la dirección y nos dirigiremos hacia el norte.

—Pero al norte no hay ninguna ciudad en por lo menos doscientos kilómetros de distancia.

—Precisamente por eso es el único camino que podemos seguir. No se les ocurrirá buscarnos en esa dirección. Pero no tendremos que cabalgar hasta ningún pueblo. ¿Recuerda el Diamond Bar, el rancho del que le hablé? Conozco al nuevo capataz. Tiene montado un campamento en el linde sur del rancho y podemos dirigirnos hacia allí. Lo llaman campamento Lava. Yo diría que está a ciento setenta kilómetros de aquí, a treinta o cuarenta de Lava Gate.

—¿No pueden seguirnos los Hummers sobre la lava?

—La lava tiene muchas aristas que desgarrarían los neumáticos normales —contestó Carson—. Pero los Hummers disponen de un sistema automático de inflado, que puede aumentar o disminuir la presión de los neumáticos. Las cámaras están diseñadas especialmente para que el vehículo continúe su marcha durante muchos kilómetros después de haber sufrido un pinchazo. Aun así, dudo que puedan seguirnos durante mucho tiempo sobre la lava. Una vez estén seguros de la dirección que seguimos, saldrán de la lava, avanzarán hacia el extremo opuesto y tratarán de cortarnos el paso.

Se produjo un largo silencio.

—Creo que vale la pena intentarlo —dijo finalmente Susana.

Carson se dirigió hacia el sur y ella le siguió. Al llegar a la elevación, sobre el terreno de aluvión, todavía pudieron ver en la distancia, hacia el norte, el resplandor amarillento del complejo en llamas. A medio camino, sobre las arenas oscuras, los círculos de luz se habían acercado a ellos de forma perceptible.

—Creo que será mejor dejar huellas —dijo Carson—. Una vez nos hayamos librado de ellos podemos dejar descansar los caballos.

Espolearon sus monturas y emprendieron un suave galope. Cinco minutos más tarde apareció ante ellos el perfil aserrado del río de lava. Desmontaron y se introdujeron en él, llevando a los caballos por las riendas.

—Si recuerdo correctamente, la lava se desvía hacia el este —dijo Carson—. Será mejor seguirla durante unos tres kilómetros antes de girar hacia el norte.

Caminaron a través de la lava, aunque se movieron con lentitud para que los caballos encontraran pasos entre los agudos cascajos. Es una suerte que los caballos tengan mejor visión que los humanos, pensó Carson. Ni siquiera podía distinguir la forma de la lava, por debajo de los cascos de Roscoe. Estaba todo tan negro como la noche misma. Sólo podía tenerse una vaga idea de la superficie por las pocas yucas diseminadas, las manchas de líquenes y arena soplada por el viento, y las briznas de hierba que crecían en las grietas. Por difícil que fuera, el movimiento resultaba más fácil allí, cerca del borde del río de lava. Más al interior, Carson podía ver grandes bloques de lava que se elevaban en el cielo nocturno como centinelas de basalto.

Miró de nuevo hacia atrás y vio que las luces de los Hummers se aproximaban con rapidez. Las luces se detenían periódicamente, quizá para permitir que Nye descendiera y comprobara las huellas. La lava haría más lento su avance, pero no los detendría.

—¿Qué ocurre con el agua? —preguntó Susana de pronto, en medio de la oscuridad—. ¿Tendremos suficiente?

—No —contestó Carson—. Habrá que encontrarla.

—Pero ¿dónde?

Él guardó silencio.

Nye estaba de pie en el aparcamiento vacío, sin dejar de mirar la oscuridad, mientras su sombra jugueteaba sobre las arenas del desierto. El montón de ruinas en que se había convertido Monte Dragón ardía a su espalda, fuera de control, pero él lo ignoró.

Un oficial de seguridad se acercó corriendo, con la respiración entrecortada y el rostro cubierto de hollín.

—Señor, la presión del agua en las mangueras se agotará en cinco minutos. ¿Conectamos con las reservas de emergencia?

—¿Por qué no? —contestó Nye con aire ausente, sin molestarse en mirar al hombre.

Había fracasado masivamente; eso lo sabía. Carson se le había escurrido entre los dedos, pero no antes de haber destruido por completo las mismas instalaciones que Nye estaba encargado de proteger. Pensó por un momento en qué le diría a Brent Scopes. Luego apartó aquel pensamiento. Ése era el peor fracaso de su carrera, incluso peor que aquel en el que ya ni siquiera se permitía pensar. No había posibilidad de redención.

Pero sí existía la posibilidad de la venganza. Carson era el responsable de todo, y lo pagaría caro, y aquella zorra hispana también. No les permitiría escapar.

Observó las luces de los Hummers, que se alejaban sobre el desierto, y su labio se curvó con una mueca de desprecio. Singer era un estúpido. Era imposible seguir la pista de nada desde el interior de un Hummer. Había que detenerse continuamente, bajar y encontrar el rastro; sería incluso más lento que ir a pie. Además, Carson conocía el desierto, y los caballos. Probablemente hasta conocía algunos trucos para borrar las huellas. En el Jornada había flujos de lava tan laberínticos que se necesitarían años para explorarlos. Habría llanuras de arena donde las huellas de un caballo serían borradas por el viento en apenas unas horas.

Nye sabía todas estas cosas. Pero también sabía que era virtualmente imposible borrar por completo un rastro en ese desierto. Siempre se dejaba un rastro, incluso sobre la roca o la arena. Los diez años que había trabajado en una instalación árabe de seguridad le habían enseñado todo lo que un hombre podía aprender sobre el desierto.

Nye arrojó hacia la arena el ahora inservible comunicador de radio y se volvió hacia los establos. Mientras caminaba, no prestó la menor atención a los gritos desesperados, el rugir de las llamaradas, los crujidos del metal que se derrumbaba. Algo nuevo le había ocurrido. Si Carson había logrado escapar quería decir que aquel hombre quizá era más inteligente de lo que había creído. Quizá había sido lo bastante astuto para llevarse o incluso herir a su caballo, Muerto, antes de huir. El jefe de seguridad aceleró el paso.

Al pasar ante la destrozada puerta del cobertizo miró hacia donde se guardaban los arreos, que era donde dejaba el rifle. El arma estaba todavía allí.

Nye se detuvo en seco. Los clavos en los que normalmente colgaba sus viejas alforjas McClellan estaban vacíos. Y, sin embargo, ayer mismo las había colgado allí. Una neblina rojiza pareció extenderse delante de sus ojos. Carson se había llevado las alforjas y sus dos cantimploras de cinco litros; una cantidad irrisoria de agua para cruzar el Jornada del Muerto. Carson estaba condenado.

Pero no era la pérdida de las cantimploras lo que le preocupaba. Le faltaba algo más; algo mucho más importante. Siempre había creído que las alforjas constituían un escondite que no llamaba la atención, donde podía guardar su secreto. Pero Carson se las había robado. Carson había destruido su carrera y ahora se disponía a arrebatarle lo único que le quedaba. Por un momento la cólera le mantuvo como si hubiera echado raíces, totalmente inmóvil.

Y entonces oyó el relincho que tan bien conocía. A pesar de su rabia, el labio de Nye se curvó en una media sonrisa. Porque ahora estaba seguro de que su venganza no era una posibilidad sino una certidumbre.

Mientras se movían hacia el este, Carson observó que las luces de los Hummers se alejaban de ellos, hacia su izquierda. Los vehículos se aproximaban al Malpaís. En aquel punto, y con un poco de suerte, perderían el rastro. Se necesitaría de un rastreador experto, que se moviera a pie, para seguirlos a través de la lava. Nye era bueno, pero no lo sería tanto como para seguir el rastro de un caballo a través de la lava. Una vez perdiera el rastro, imaginaría que habían tomado por un atajo a través de la lava y que seguían dirigiéndose hacia el sur. Además, con la PurBlood contaminada en sus venas, era muy improbable que fuese una amenaza para alguien, excepto para sí mismo. En cualquier caso, pensó Carson, él y Susana estarían libres. Libres para regresar a la civilización y advertir al mundo sobre la planificada comercialización de PurBlood.

O libres para morir de sed.

Notó la pesada y fría cantimplora que colgaba del pomo de la silla. Contenía cinco litros de agua, muy poco para una persona que pretendiera cruzar Jornada del Muerto. Pero se dio cuenta de que eso, por el momento, no era más que un problema secundario.

Carson se detuvo. Los Hummers se habían detenido al borde del río de lava, quizá a un kilómetro y medio de distancia.

—Encontremos un lugar bajo donde ocultar los caballos —dijo Carson—. Quiero asegurarme de que esos Hummers se dirigen hacia el sur.

Dejaron los caballos en una grieta cubierta de cascajos, entre la lava. Susana sostuvo las riendas, mientras él subía a un punto elevado y observaba.

Se preguntó por qué sus perseguidores no habían apagado las luces. Con ellas encendidas destacaban como un crucero en un océano inundado por la luz de la luna, visibles desde quince kilómetros o más. Resultaba extraño que Nye no hubiera pensado en eso.

Las luces se mantuvieron estacionarias durante uno o dos minutos. Luego empezaron a moverse sobre el río de lava, y allí se detuvieron de nuevo. Por un momento, a Carson le preocupó que alguien pudiera encontrar su rastro y dirigirse hacia él, pero en lugar de eso continuaron hacia el sur, ahora con mayor rapidez, con las luces elevándose y descendiendo sobre la lava.

Descendió de la altura a la que se había encaramado.

—Se dirigen al sur —dijo.

—Gracias a Dios.

Carson vaciló un momento.

—He estado pensando… —dijo al fin—. Me temo que vamos a tener que reservar esta agua para los caballos.

—¿Y nosotros?

—En el desierto, los caballos necesitan hasta cincuenta litros de agua al día, y treinta si cabalgan sólo por la noche. Si se derrumban, estamos acabados. Entonces no importará el agua que nosotros hayamos bebido. A pie no conseguiríamos avanzar más de ocho kilómetros sobre la lava o la arena profunda. Pero si reservamos el agua que tenemos para los caballos, incluso un poco les sentará bien. Así podrán recorrer veinte o treinta kilómetros más. Eso nos dará una oportunidad para encontrar agua.

En la oscuridad, Susana guardó silencio.

—Será extremadamente duro evitar beber cuando tengamos sed —añadió él—. Pero tenemos que reservarla para los caballos. Si lo desea, yo me haré cargo de su cantimplora cuando llegue el momento.

—¿Para podérsela beber? —fue la sarcástica respuesta.

—Necesitaremos de una gran disciplina cuando las cosas empiecen a ponerse duras. Y, créame, se pondrán muy duras. Así que, antes de continuar, hay otra regla sobre la sed que debe usted conocer: nunca la mencione. Por muy mal que se sienta, no hable jamás de agua. No piense en el agua.

—¿Quiere eso decir que tendremos que bebemos nuestro orín? —preguntó ella.

En la oscuridad, Carson no supo si hablaba en serio o no hacía más que incordiarle de nuevo.

—Eso sólo sucede en los libros. Lo que debe hacer es lo siguiente: cuando tenga ganas de orinar, conténgase. En cuanto el cuerpo se dé cuenta de que tiene mucha sed, reabsorberá el agua, y su deseo de orinar se desvanecerá. Finalmente tendrá que hacerlo, claro, pero para entonces la orina tendrá tanto contenido en sales que de todos modos sería inútil beberla.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Porque crecí en esta clase de desierto.

—Ya —dijo ella—. Y supongo que también ayuda un poco el tener sangre de ute.

Carson abrió la boca para replicar, pero decidió no hacerlo. Se reservaría la discusión para más tarde.

Continuaron hacia el este a través de la lava durante otro kilómetro y medio. Se movían con lentitud, conducían los caballos de las riendas y dejaban que ellos mismos eligieran el camino a seguir. Ocasionalmente, los animales tropezaban en la lava y los cascos despedían chispas. De vez en cuando, Carson se detenía para subir a una formación de lava y mirar hacia el sur. Cada vez que lo hacía observaba que los Hummers se habían alejado un poco más en la distancia. Finalmente, las luces desaparecieron por completo.

Al descender por última vez, se preguntó si debía haberle comunicado a la mujer la peor noticia. Incluso con los diez litros de agua de que disponían, los caballos apenas podrían recorrer la mitad de la distancia que tenían que salvar. Iban a tener que encontrar agua al menos una vez a lo largo del camino.

Nye apretó la cincha de Muerto y comprobó las correas de la silla. Todo estaba en orden. El rifle estaba en su funda, colgado bajo la pierna derecha, de donde podría sacarlo con un movimiento suave. También estaba seguro el tubo de metal que contenía el mapa de la zona.

Ató las alforjas extra por detrás del borrén posterior de la silla y empezó a guardar munición en ellas. Luego llenó dos bidones de veinticinco litros, los ató juntos y los colgó sobre el borrén, uno a cada lado. Eso suponía un peso extra, pero era esencial. Lo más probable era que ni siquiera tuviera necesidad de seguir las huellas de Carson. Sabía que él sólo disponía de diez litros de agua, y eso sería suficiente para acabar con ellos. Pero Nye quería asegurarse. Deseaba ver sus cuerpos muertos y disecados para asegurarse de que el secreto volvía a ser suyo y sólo suyo.

En el pomo de la silla ató un pequeño saco que contenía una hogaza de pan y una bola de queso cheddar de dos kilos, cubierto de cera. Probó la linterna halógena, la guardó después en las alforjas y puso también un puñado de pilas extra.

Nye lo hizo todo metódicamente. No tenía ninguna prisa. Muerto era un caballo resistente y bien entrenado, y estaba en mejor forma que los dos ejemplares que Carson se había llevado. Probablemente Carson los forzaría al principio para escapar de los Hummers. Eso haría que empezaran mal. Sólo los estúpidos y los actores de Hollywood galopaban sobre sus caballos. Si Carson y la mujer esperaban poder cruzar el desierto, tendrían que tomárselo con calma y avanzar lentamente. Aun así, a medida que sus caballos empezaran a sufrir la escasez de agua, empezarían a flaquear. Nye calculó que, sin agua, y viajando sólo por la noche, podrían avanzar quizá unos setenta kilómetros antes de derrumbarse. Si trataban de viajar durante el día, quizá sólo avanzaran la mitad. Cualquier animal que permaneciera inmóvil sobre las arenas del desierto, o que incluso se moviera con lentitud o erráticamente, atraería una bandada de buitres que lo sobrevolarían en espiral. Aunque sólo fuera por eso no le costaría encontrarlos.

Pero no necesitaría de los buitres para saber dónde estaban. Seguir un rastro era un arte y una ciencia, como la música o la física nuclear. Exigía gran cantidad de conocimientos técnicos y una inteligencia intuitiva. Había aprendido mucho sobre eso durante el tiempo pasado en Oriente Próximo. Y los años de búsqueda en Jornada del Muerto no habían hecho sino acrecentar ese conocimiento.

Echó un vistazo final a sus preparativos. Perfecto. Montó sobre la silla y salió del cobertizo, para seguir las huellas de los cascos de los caballos de Carson y De Vaca, iluminado por el resplandor del incendio. El resplandor se amortiguó en cuanto se adentró en el desierto y se alejó del complejo en llamas. De vez en cuando encendía la linterna a medida que seguía el rastro hacia el sur. Tal como lo imaginaba: habían hecho correr a sus caballos. Excelente. Cada minuto de galope allí sería un kilómetro perdido al final. Habían dejado un rastro que podría seguir cualquier novato. Y un novato lo sigue, pensó Nye regocijado al observar la gran cantidad de huellas de ruedas que se entrecruzaban en una confusión, mientras perseguían el rastro de los cascos hacia el sur.

Se detuvo un momento en la oscuridad. Una voz había murmurado su nombre. Se giró en la silla y escudriñó el infinito desierto que lo rodeaba, en busca de la fuente de donde vino el sonido. Luego, puso nuevamente el caballo a trote lento.

El tiempo, el agua y el desierto estaban de su parte.

Carson se detuvo en el extremo más alejado del río de lava y miró hacia el norte. El gran brazo de la Vía Láctea se extendía a través del cielo, para hundirse finalmente más allá del horizonte. Se encontraban en medio de un mar de negrura. El más débil resplandor rojizo que se observaba hacia el norte señalaba la posición de Monte Dragón. Las luces parpadeantes de lo alto de la torre de microondas, situada en la cumbre, habían desaparecido hacía rato, con un último parpadeo antes de que fallaran los generadores.

Inhaló la fragancia que los rodeaba: hierbas secas y chamizos, mezclados con la frialdad de la noche del desierto.

—Necesitaremos borrar nuestras huellas al salir de la lava —dijo.

Susana tomó las riendas de ambos caballos y se adelantó, haciéndolos bajar de la lava hasta perderse en la oscuridad. Carson la siguió hasta el borde de la lava, se volvió, se quitó la camisa, se puso a gatas y empezó a retroceder sobre la arena. A medida que retrocedía pasaba la camisa sobre las huellas, delante de él y borraba así las huellas de los cascos y sus propias marcas. Trabajó lenta y cuidadosamente. Nada podía borrar por completo las huellas dejadas en la arena, pero el método que empleaba era bastante bueno. Un Hummer pasaría por allí sin ver nada.

Continuó así durante más de cien metros, para asegurarse. Luego se incorporó, sacudió la camisa y volvió a ponérsela. La tarea le había llevado diez minutos.

—Por el momento está bien —dijo al alcanzar a Susana y montar en su silla—. Desde aquí nos dirigiremos al norte. Eso nos permitirá pasar a cinco kilómetros de Monte Dragón.

Miró el cielo para localizar la estrella del norte. Luego espoleó al caballo, que emprendió un trote lento y cómodo, el más eficiente de los pasos. Junto a él, Susana hizo lo mismo. Avanzaron en silencio a través de la noche aterciopelada. Carson miró su reloj. Era la una de la madrugada. Disponían de cuatro horas hasta el amanecer; eso significaba recorrer treinta y ocho kilómetros si lograban mantener el paso, lo que los situaría a sólo treinta y dos kilómetros al norte de Monte Dragón, con cerca de otros cientos sesenta kilómetros por delante. Olisqueó de nuevo el aire, esta vez con mayor cuidado. Percibió una intensidad que auguraba la posibilidad de que hubiera rocío antes del amanecer.

Viajar durante el calor del día quedaba descartado, y eso suponía tener que encontrar un lugar bajo para ocultar los caballos; un lugar donde los caballos pudieran moverse y mordisquear lo poco que encontraran.

—Mencionó usted que sus antepasados pasaron por aquí en 1598 —dijo Carson en la oscuridad.

—En efecto. Exactamente veintidós años antes de que los Padres Peregrinos desembarcaran en Plymouth Rock.

Carson ignoró el comentario.

—¿No mencionó algo sobre la existencia de una fuente? —preguntó.

—El Ojo del Águila. Empezaron a cruzar el desierto de Jornada y se quedaron sin agua. Un apache les mostró dónde estaba la fuente.

—¿Dónde estaba?

—No lo sé. Las señas de esa fuente se perdieron más tarde. Creo que estaba en una cueva, en la base de las montañas Fray Cristóbal.

—Maldita sea, esas montañas se extienden a lo largo de más de noventa kilómetros.

—Cuando oí contar esa historia no tenía la intención de efectuar un reconocimiento, ¿de acuerdo? Recuerdo que mi abuelito comentó que estaba en una cueva, y que el agua fluía hacia atrás en el interior de la cueva y desaparecía.

Carson sacudió la cabeza. Tanto la lava como las montañas estaban horadadas por cuevas. Jamás encontrarían una fuente que no salía a la superficie durante el día, donde pudiera generar alguna forma de vida vegetal verde.

Continuaron el trote, y los únicos sonidos que se oyeron fueron el tintineo de los correajes de la silla y los bajos crujidos del cuero. Carson volvió a levantar la mirada hacia las estrellas. Era una noche hermosa, sin luna. En cualquier otra circunstancia, podría haber disfrutado de esa cabalgada. Inhaló aire de nuevo. Sí, definitivamente habría rocío. Eso suponía un golpe de suerte. Mentalmente, añadió quince kilómetros a la distancia que podrían recorrer sin agua.

Levine revisó la última página incompleta de la transmisión de Carson, luego grabó rápidamente toda la información.

«Mimo, ¿está seguro de esto?», tecleó.

«Claro. Scopes ha sido muy listo. Ha hecho todo lo que podía. Descubrió mi acceso y situó sobre él un relé transparente de software. El relé puso en marcha una alarma cuando Carson intentó ponerse en contacto con nosotros».

«Mimo, hable con claridad».

«Ese condenado bastardo colocó una especie de obstáculo en mi camino secreto y Carson tropezó con él y cayó de bruces sobre su rostro virtual. No obstante, el vertido abortado de los datos permaneció en la red, y yo pude retirarlo».

«¿Alguna posibilidad de que pueda ser usted descubierto?», tecleó Levine.

«¿Descubierto? ¿Yo? MDDR».

«¿MDDR? No entiendo».

«Me Desternillo De Risa. Estoy demasiado bien escondido. Cualquier intento por llegar hasta mí se hundiría en un laberinto de interconexiones. Pero no parece que Scopes trate de encontrarme. Antes al contrario. Ha colocado un foso alrededor de GeneDyne».

«¿Qué quiere decir?», preguntó Levine.

«Ha interrumpido físicamente todo el tráfico de la red desde la sede central de GeneDyne. No hay forma de contactar con el edificio por teléfono, fax o computadora. Todos los lugares remotos han sido desconectados».

«Si lo que dice esta transmisión es cierto, la PurBlood está contaminada de alguna forma terrible, y el propio Scopes es una víctima. ¿Cree usted que lo sabe? ¿Es ésa la razón por la que ha cortado todos los accesos?».

«No es probable —contestó Mimo—. Mire, cuando me di cuenta de que Carson intentaba ponerse en contacto con nosotros, yo mismo entré en el ciberespacio de GeneDyne. Unos momentos más tarde comprendí qué había salido mal. Nuestro acceso había sido descubierto. No podía desconectarme sin dar a conocer mi presencia. Así que apliqué la oreja al vano de la puerta, por así decirlo, y escuché toda la cháchara no protegida de la red. Me enteré así de algunas cosas muy interesantes, antes de que Scopes interrumpiera todas las conexiones exteriores».

«¿Como cuáles?».

«Como que Carson parece haber sido el último en reírse de Scopes. Al menos eso creo. Quince minutos después de que Scopes interrumpiera la transmisión de datos, se produjo un gran desmoronamiento de todas las comunicaciones desde Monte Dragón, que cesaron por completo. Una verdadera fusión a gran escala».

«¿Scopes interrumpió todas las comunicaciones con Monte Dragón?».

«Au contraire, profesor. Desde la sede central se hicieron esfuerzos frenéticos para restablecer las comunicaciones. Una instalación como Monte Dragón dispondría sin duda de soportes de emergencia para no perder la conexión. Lo que ocurrió fue tan devastador que lo derribó todo al mismo tiempo y lo convirtió en un montón de mala medicina. Una vez que Scopes se dio cuenta de que no podía ponerse en contacto con Monte Dragón, interrumpió la red de salida de GeneDyne».

«Pero yo tengo que comunicarme con Scopes —tecleó Levine—. Es vital que interrumpa la comercialización de PurBlood. En el exterior nadie me cree. Es crucial que pueda convencerlo».

«Parece no haberme escuchado, profesor. Scopes ha cortado físicamente todas las líneas de conexión. Mientras no considere que la emergencia ha pasado, no hay forma de establecer contacto con el edificio. No se puede cruzar a través del aire, profesor. Excepto…».

«¿Qué?».

«Excepto que hay un canal abierto que sale de la GeneDyne Boston. Descubrí la firma de sus datos cuando andaba husmeando por los alrededores del foso. Es un enlace de disco desde el servidor personal de Scopes hasta el satélite de comunicaciones militares TELINT-2.»

«¿Alguna posibilidad de que pueda usted utilizar ese satélite para ponerme en contacto con Scopes?».

«Ninguna. Es un enlace exclusivo de dos vías. Además, quien se comunica con Scopes utiliza un plan de cifrado insólito. Una especie de cifrado de bloque de extremo a extremo que a mí me huele a militar. Sea lo que fuere, ni siquiera podría acercarme con nada que no fuera por lo menos un Cray-2. Y ése es un código factorial fundamental, de modo que ni con todo el tiempo de CPU del mundo podría introducirme en la madre».

«¿Hay tráfico en ese enlace?».

«Unos pocos bits aquí y allá. Unos miles de bites a intervalos irregulares».

Levine contempló con curiosidad las palabras en la pantalla. A pesar de que la arrogancia aún seguía presente, el Mimo afectado y fanfarrón con el que solía dialogar aparecía ahora anormalmente apagado.

Se reclinó un momento en la silla, pensando. ¿Podía haberse desconectado Scopes de todo debido a la PurBlood? No, eso no tenía sentido. ¿Qué estaba sucediendo en Monte Dragón? ¿En qué otro virus peligroso había estado trabajando Carson?

No había forma de saberlo. Tenía que hablar con Scopes, advertirle de lo que sucedía con la PurBlood. Al margen de todo lo que fuera capaz de hacer, Scopes nunca permitiría la comercialización intencional de un producto médico peligroso. Eso destruiría a su empresa. Además, si el propio Scopes había sido un sujeto beta de la prueba, él mismo podría necesitar tratamiento médico inmediato.

«Es necesario que me comunique con Scopes —escribió Levine—. ¿Cómo puedo hacerlo?».

«Sólo hay una posibilidad. Tendrá usted que entrar físicamente en el edificio».

«Pero eso es imposible. La seguridad de ese edificio tiene que ser infranqueable».

«Sin duda. Pero el elemento más débil de cualquier sistema de seguridad es la gente. Imaginé que me plantearía esta petición y ya he empezado a hacer preparativos. Hace meses, cuando inicié para usted las conexiones mercenarias con la red de la GeneDyne, copié sus planos de red y de seguridad. Si logra entrar en el edificio, es posible que pueda llegar hasta Scopes. Pero antes tendré que ocuparme de un pequeño asunto».

«Yo no soy un mercenario, Mimo. Tendrá usted que venir conmigo».

«No puedo».

«Tiene usted que estar en Estados Unidos. Puede tomar un avión y encontrarse en Boston en cinco horas. Le pagaré el pasaje».

«No».

«¿Por qué demonios?».

«No puedo».

«Mimo, esto ha dejado de ser un juego. Miles de vidas dependen de ello».

«Escúcheme, profesor. Le ayudaré a entrar en el edificio. Le indicaré cómo contactar conmigo una vez esté dentro. Hay numerosos sistemas de seguridad que tendrá que sortear si quiere acercarse a Scopes. Olvídese de hacerlo en el espacio real. Tendrá que efectuar ese viaje por el ciberespacio, profesor. Le enviaré una serie de programas de ataque que he preparado explícitamente para GeneDyne. Ellos le permitirán introducirse en la red».

«Le necesito a usted conmigo, no como un servicio de apoyo a larga distancia. Mimo, nunca me pareció usted una persona cobarde. Tiene que…».

La pantalla quedó en blanco. Levine esperó con impaciencia, preguntándose a qué estaría jugando ahora Mimo.

De repente, en la pantalla se materializó una imagen.

Levine la observó sin comprender. La imagen fue tan inesperada que tardó varios segundos en darse cuenta de que estaba mirando la fórmula estructural de un producto químico. Tardó menos tiempo en darse cuenta de qué se trataba.

—Dios mío —susurró—. Talidomida. Fue uno de los bebés de la talidomida.

Entonces, repentinamente, comprendió por qué Mimo no podía acudir a Boston. Y también quedó claro, por primera vez, por qué Mimo perseguía a las grandes compañías farmacéuticas con tanta sed de venganza, y por qué razón le ayudaba a él.

En ese momento alguien llamó a la puerta de la habitación de hotel.

Levine abrió y vio a un botones de aspecto desaliñado, con un traje rojo que le venía estrecho. El botones le tendió una percha, que contenía dos piezas de un traje marrón oscuro, envueltas en un plástico protector.

—Su uniforme —dijo el botones.

—Yo no… —repuso Levine, pero se detuvo.

Dio las gracias al botones y cerró la puerta. No había ordenado nada de la lavandería.

Pero Mimo lo había hecho.

A juzgar por la confusión de las huellas al borde del río de lava, Nye se dio cuenta de que Singer y sus Hummers se habían detenido y deambulado por allí, aparentemente durante bastante tiempo; en su ineptitud, se las habían arreglado para borrar las huellas de Carson y la zorra india. Luego, los vehículos habían penetrado en la lava y avanzado de un lado para otro, revolviéndolo todo. Aquel condenado inútil no sabía que la primera regla del rastreador era no perturbar el rastro que seguía.

Nye se detuvo y esperó. Entonces volvió a oír la voz, ahora más clara, que murmuraba desde la deliciosa oscuridad. Carson no había continuado recto hacia el sur. Una vez en la lava, se había dirigido hacia el este o el oeste, con la esperanza de sacudirse a sus perseguidores. Luego, sin duda, se habría dirigido hacia el norte, o habría girado de nuevo hacia el sur.

Nye le ordenó a Muerto que se quedara donde estaba. Desmontó y subió a la lava, linterna en mano. Avanzó cien metros hacia el oeste del laberinto de huellas dejado por los Hummers; luego se volvió y dirigió el haz de luz por entre las rocas de lava, en busca de las huellas reveladoras que habrían dejado las herraduras de los caballos sobre la roca.

Ninguna señal. Probaría por el otro lado.

Y allí las vio: el borde blanquecino aplastado de una roca de lava, la marca reciente de una herradura. Para asegurarse, continuó la búsqueda hasta encontrar otra raya blanquecina sobre la lava negra y luego otra, a lo largo de una piedra caída. Los caballos habían tropezado aquí y allá, dejando un rastro inconfundible de fragmentos de roca. Carson y la mujer habían efectuado un giro de noventa grados y se dirigían hacia el este.

Pero ¿qué distancia habían recorrido? ¿Habrían girado de nuevo hacia el sur o retrocedido hacia el norte? En ninguna de ambas direcciones había agua. La única vez que Nye había visto agua en el desierto de Jornada era en los estanques que se formaban después de fuertes chaparrones tormentosos. A excepción del chaparrón caído el día en que sospechó por primera vez que Carson andaba detrás de su secreto, no había llovido desde hacía varios meses. Probablemente no volvería a hacerlo hasta la estación de las lluvias, a finales de agosto.

El sur parecía la ruta más evidente, puesto que el trayecto hacia el norte sería más largo y tendría que cruzar por más campos de lava.

Sin duda, eso era lo que Carson creía que supondrían sus perseguidores.

«Al norte», le dijo la voz.

Nye se detuvo y escuchó. Era una voz familiar, cínica y alta, con sabrosos tonos del habla londinense que no podían extirpar los años de escuela pública. De algún modo, le pareció perfectamente natural que le hablara. Se preguntó de quién sería aquella voz.

Regresó hasta donde había dejado a Muerto y montó. Era mejor estar absolutamente seguro de las intenciones de Carson. Los dos tendrían que haber bajado del campo de lava en algún punto. Y Nye sabía que allí podría encontrar el rastro de nuevo.

Decidió cabalgar primero a lo largo del borde norte del río de lava. Si no encontraba el rastro, cruzaría el campo de lava y cabalgaría a lo largo del borde sur.

Al cabo de media hora ya había encontrado las lastimosas marcas dejadas en la arena, allí donde Carson había intentado borrar sus huellas. Así pues, la voz tenía razón: habían girado hacia el norte. Había una regularidad en las barreduras de Carson que las destacaban de las pautas irregulares formadas por la arena soplada por el viento. Meticulosamente, Nye siguió las huellas borradas hasta donde se reiniciaba el rastro, tan claro en la arena como los mojones de una carretera. Tomaban directamente la dirección de la estrella del norte.

Todo sería más fácil de lo que había imaginado. Alcanzaría a Carson hacia la salida del sol. Con el rifle Holland & Holland podría abatirlo desde cuatrocientos metros. El hombre estaría muerto incluso antes de oír el disparo. No habría ninguna confrontación final, ningún ruego desesperado. Sólo un tiro limpio desde casi medio kilómetro de distancia, y luego otro, destinado a aquella zorra. Luego se vería libre para encontrar lo único que tenía algún significado para él: el oro de Monte Dragón.

Efectuó una vez más los cálculos. Los había hecho innumerables veces y le resultaban cómodos y familiares. La cantidad de oro que podía transportarse en una mula de tiro oscilaba entre los 80 y los 110 kilos, según la mula. En cualquier caso, aquello representaba más de un millón de pavos. Pero, probablemente, el oro en barras estaría grabado con la acuñación de la Nueva España anterior a la rebelión. Eso haría que su valor fuera diez veces superior, o más.

Ahora se veía libre de Monte Dragón, libre de Scopes. En su camino sólo se interponía Carson, aquel traidor en la oscuridad, aquel ladrón furtivo. Y una bala se encargaría de solucionar eso.