Carson miró a Susana a los ojos.

—Vámonos de aquí —dijo en voz baja, al tiempo que apagaba la terminal con un movimiento brusco del dedo.

Salieron del laboratorio de radiología y cerraron la puerta tras ellos. Rápidamente, Carson escrutó la zona circundante. A lo largo de toda la verja del perímetro se habían encendido luces de emergencia. Mientras miraba, otras luces intensas se encendieron con brillo marfileño, primero en la torre delantera de guardia, luego en la trasera. Los focos gemelos empezaron a barrer lentamente la zona. No había luna, y las instalaciones se hallaban sumidas en una oscuridad impenetrable. Indicó a Susana que se dirigieran hacia las sombras de los talleres. Avanzaron agachados a lo largo de la fachada del edificio, doblaron una esquina y se escabulleron por una pasarela hacia una zona oscura situada detrás del edificio del incinerador.

Oyeron un grito y el sonido de pasos presurosos en la distancia.

—Tardarán unos minutos en organizarse —dijo Carson—. Es nuestra única oportunidad de escapar de aquí. —Se tocó el bolsillo, para asegurarse de que llevaba los discos ópticos que contenían las pruebas—. Creo que va a tener oportunidad de poner a prueba sus habilidades para hacer un puente. Larguémonos en un Hummer. —Ella vaciló—. ¡Vamos! ¿A qué espera?

—No podemos —susurró ella con fiereza—. No sin haber destruido antes las existencias de gripe X.

—¿Está loca?

—Si nos marchamos, el virus de la gripe X quedará en manos de estos locos, y no sobreviviremos aunque escapemos de aquí. Ya vio lo que le ocurrió a Vanderwagon, y lo que le está ocurriendo a Harper. Sólo se necesita que una persona salga del Tanque de la Fiebre con un frasco de gripe X para provocar una catástrofe.

—Pues no podemos llevarnos…

—Escuche. Sé cómo podemos destruir la gripe X y escapar al mismo tiempo.

Carson vio las oscuras siluetas de los guardias correr entre las instalaciones; empuñaban armas de asalto. Atrajo a Susana para que se ocultara más entre las sombras.

—Tenemos que entrar en el Tanque de la Fiebre —explicó ella.

—Olvídelo. Nos atraparían como ratas.

—Escuche, ése es precisamente el último lugar donde nos buscarán.

Carson lo pensó un momento.

—Probablemente tiene razón —admitió—. Ni siquiera un loco entraría allí en este momento.

—Confíe en mí.

Ella le cogió de la mano y tiró de él alrededor del lado oculto del incinerador.

—Espere, Susana…

—Mueva el culo, cabrón.

Carson la siguió a través del oscuro patio, en dirección al perímetro central. Se fundieron entre las sombras del edificio de operaciones, jadeando.

De repente sonó un disparo que reverberó en la noche. Siguieron otros disparos, en rápida sucesión.

—Disparan contra las sombras —dijo Carson.

—O quizá se disparan entre ellos —replicó ella—. ¿Quién sabe hasta dónde puede haber llegado la locura de algunos?

El haz de un foco trazaba un arco lento que se dirigía hacia ellos, que se agacharon tras el edificio de operaciones. Tras un apresurado reconocimiento, corrieron por el pasillo desierto y se metieron en el ascensor que conducía a la entrada del Nivel 5.

—Será mejor que me explique su plan —dijo Carson mientras descendían.

Ella le miró con ojos encendidos.

—Escuche con atención. ¿Recuerda al viejo Pavel, el que me arregló el reproductor de CD? Me he encontrado con él algunas veces en la cantina para jugar al backgammon. Le gusta hablar, probablemente más de lo que debiera. Me dijo que cuando los militares crearon este lugar hicieron instalar un dispositivo de destrucción infalible, algo que protegiera contra una posible liberación catastrófica de algún agente nocivo. El sistema se desconectó cuando Monte Dragón pasó a ser una instalación privada, pero los mecanismos no fueron desmantelados. Pavel me explicó incluso con qué facilidad se podían reactivar.

—Pero ¿cómo podríamos…?

—No me interrumpa. Vamos a volar esta jodida chingadera. El dispositivo de destrucción infalible se llamaba alerta de fase cero, y consiste en invertir el flujo de aire laminar del incinerador de aire, para inundar el actual Tanque de la Fiebre con aire a mil grados de temperatura, esterilizándolo todo. De eso sólo están enterados los más antiguos, como Singer y Nye. —Sonrió a la débil luz del ascensor—. Cuando ese aire recalentado alcance los combustibles que se almacenan ahí, se producirá una bonita explosión.

—Sí, claro. Y también nos freirá a nosotros.

—No. El flujo de aire tardará varios minutos en invertirse. Sólo tenemos que ponerlo en marcha, disparar la alerta, salir y esperar a que se produzca la explosión. Luego, en la confusión, huiremos en un Hummer.

La puerta del ascensor susurró al abrirse a un pasillo en sombras. Avanzaron con rapidez hacia la puerta metálica gris que conducía al Tanque de la Fiebre. Carson pronunció su nombre ante el detector de voz y la puerta se abrió.

—Como usted sabe, podrían estar observándonos ahora mismo —dijo mientras se ponía el traje.

—En efecto —asintió ella—. Pero si tenemos en cuenta todo el infierno que se ha desatado aquí, creo que estarán controlando otras cámaras más importantes.

Se comprobaron mutuamente los trajes, siguiendo las normas de seguridad, y entraron en descontaminación. Mientras Carson se encontraba bajo la lluvia de desinfectante y miraba la figura extrañamente vestida de Susana, una sensación de absurdo empezó a apoderarse de él. Hay gente que nos busca, que nos dispara. Y encima nos metemos en el Tanque de la Fiebre. Notó que el creciente temor claustrofóbico se instalaba una vez más en su pecho. Nos encontrarán. Quedaremos atrapados como ratas, y… Conectó la manguera de aire y se llenó los pulmones con bocanadas entrecortadas por el pánico.

—¿Se encuentra bien, Carson?

La voz serena de Susana por el canal privado le permitió recuperarse. Asintió con un gesto y entró en la antecámara de secado.

Dos minutos más tarde entraron en el Tanque de la Fiebre. La alarma global reverberaba en los pasillos vacíos, y el distante desquicio de los chimpancés resonaba sordamente. Carson levantó la mirada hacia las paredes blancas, en busca de un reloj: eran casi las doce y media. Las luces del pasillo eran de baja intensidad, y se mantendrían así hasta que llegara el equipo de descontaminación, a las dos de la madrugada. Sólo que esta vez, con un poco de suerte, no habría nada para descontaminar.

—Tenemos que acceder a la subestación de seguridad —dijo ella—. Sabe dónde está, ¿verdad?

—Sí.

Carson la conocía muy bien. La subestación de segundad del Nivel 5 se hallaba situada en el nivel más bajo, directamente debajo de la zona de cuarentena.

Se movieron con rapidez a lo largo de los pasillos, hacia el vestíbulo central. Carson dejó que Susana bajara primero, luego se agarró a los pasamanos y descendió por el tubo. Por encima de su cabeza observó el enorme dispositivo de absorción de aire que, dentro de pocos minutos, introduciría aire supercaliente en toda la instalación.

La subestación era una estancia circular y atestada, con sillas giratorias y un techo bajo. Los monitores se alineaban en hileras que reseguían la curva de la pared, mostrando centenares de imágenes del Tanque de la Fiebre. Desde el suelo ascendió una consola de mando.

Susana se sentó ante ella y empezó a teclear.

—¿Qué demonios hacemos ahora? —preguntó Carson al tiempo que conectó una manguera de aire fresco en la válvula de su traje.

—Sea lógico, cabrón —dijo ella—. Todo es como Pavel dijo que sería. Todos los dispositivos de seguridad están para impedir que se produzca un escape. Nunca pensaron en instalar medidas de seguridad contra alguien que pusiera en marcha deliberadamente una falsa alarma. ¿Por qué iban a hacerlo? Voy a introducir los parámetros de crisis fase cero y a disparar la alerta.

—¿De cuánto tiempo dispondremos para salir de aquí?

—Del suficiente, créame.

—¿Cuánto es eso exactamente?

—Deje de incordiarme, Carson. ¿No ve que estoy ocupada? Unas pocas órdenes más y todo se pondrá en marcha.

Carson la vio teclear.

—Susana —dijo—, pensemos por un momento en lo que vamos a hacer. ¿Es esto realmente lo que queremos? ¿Destruir toda la instalación del Nivel 5? ¿Todo aquello por lo que hemos trabajado?

Ella dejó de teclear y se volvió a mirarle.

—¿Qué alternativa tenemos? Si le preocupan los chimpancés, están perdidos de todos modos. Han estado expuestos a la gripe X. En realidad les haremos un favor.

—Lo sé. Pero de estas instalaciones han surgido muchas cosas buenas. Se necesitarán años para reproducir el trabajo que se ha llevado a cabo aquí. Ahora sabemos por qué falla la gripe X, y podemos corregirla.

—Si nos queman el culo, ¿quién va a neutralizar la gripe X? —fue la colérica respuesta que resonó en el casco de Carson—. Y si alguno de esos locos le pone la mano encima al material, ¿a quién le importará el daño que causemos a la línea básica de GeneDyne? Voy a…

—Carson —sonó la voz severa de Nye—. De Vaca. Escúchenme con atención. Su empleo en GeneDyne ha concluido, con efectos inmediatos. Están ustedes violando la propiedad de GeneDyne, y su presencia en las instalaciones del Nivel 5 constituye un acto hostil. Si deciden rendirse, puedo garantizarles su seguridad. Si no, aténganse a las consecuencias. No tienen ninguna posibilidad de escapar.

—Eso se lo debemos a las videocámaras —murmuró Susana.

—Es posible que esté controlando el canal privado —replicó Carson—. Hable lo menos posible.

—No importa. Ya casi he acabado.

Tecleó más lentamente. Luego se inclinó hacia un lado, levantó una tapa de seguridad con bisagra que protegía una caja de conmutadores negros y apretó el de más arriba.

Inmediatamente, un tono alto sonó por encima del gemido intermitente de la sirena de emergencia, y una serie de luces de advertencia empezaron a parpadear en el techo.

«Atención —dijo una serena e impersonal voz femenina en el casco de Carson—. Una alerta de fase cero se iniciará dentro de sesenta segundos».

Susana apretó un segundo conmutador y luego propinó una patada a la consola, como medida adicional. Una lluvia de chispas cayó sobre su traje.

«Activado el dispositivo de destrucción infalible —dijo la voz femenina—. Eludida la secuencia del proceso de alerta».

—Ahora sí la ha hecho buena —musitó Carson.

De Vaca apretó el botón de emergencia global del panel de comunicación de su traje y habló a través de todo el sistema de Monte Dragón.

—¿Nye? Quiero que me escuche atentamente.

—No tiene nada que decir, excepto sí o no —fue la fría respuesta de Nye.

—¡Escuche, canalla! Estamos en la subestación de seguridad. Hemos iniciado una alerta de fase cero. Esterilización total, sin paliativos.

—De Vaca, si usted…

—No puede detenerlo. Ya he iniciado el proceso. ¿Lo entiende? Dentro de cinco minutos, el Nivel 5 se verá inundado de aire a mil grados de temperatura. Todo este maldito lugar volará por los aires como un funeral vikingo. Cualquiera que se encuentre en un radio de trescientos metros resultará carbonizado.

Como para subrayar sus palabras, la voz femenina volvió a sonar por el canal global: «Iniciada la alerta de fase cero. Disponen de diez minutos para evacuar la zona».

—¿Diez minutos? —repitió Carson—. Dios mío.

—De Vaca, está más loca de lo que creía —dijo la voz de Nye—. No se saldrá con la suya. ¿Me oye?

Susana emitió una risa que sonó como un ladrido.

—¿Y usted dice que estoy loca? —replicó—. No soy yo la que sale todos los días al desierto, con sombrero de safari y coleta cabalgando como un condenado bastardo.

—¡Susana, cállese! —gritó Carson.

Se produjo un mortal silencio.

Ella se volvió hacia él, con ceño, pero su expresión cambió rápidamente.

—Guy, mire eso —dijo por el canal privado, señalando por encima de su hombro.

Carson se volvió y vio la pared de los monitores de vídeo. Recorrió con la mirada las innumerables imágenes en blanco y negro, sin saber qué había llamado la atención de ella. Los laboratorios, los pasillos y las zonas de almacenamiento seguían desiertos y en silencio.

Excepto uno. En el pasillo principal, justo más allá de la portilla de entrada, se movía una figura. Había una firmeza y deliberación en sus movimientos que a Carson le heló la sangre. Se acercó al monitor y lo contempló detenidamente. La figura llevaba el abultado biotraje que aumentaba la reserva interna de oxígeno y que sólo era utilizado por el personal de seguridad. Sostenía en una mano un objeto negro y largo que parecía una porra de policía. A medida que el abultado biotraje se acercó más, pasando por debajo de la cámara, Carson comprobó que el objeto era una escopeta, con mango de pistola y doble cañón recortado.

Entonces reparó en la forma de caminar de la figura. De vez en cuando se escoraba, como si una pierna le flaquease momentáneamente.

—Mike Marr —murmuró Susana.

Carson se dispuso a responder, pero se detuvo. Su instinto le indicó que algo más andaba mal, terriblemente mal. Se quedó inmóvil, tratando de averiguar qué había disparado su alarma subconsciente.

Darse cuenta de ello fue como un mazazo.

A lo largo de las innumerables horas que había pasado en el Tanque de la Fiebre, a través de los muchos pitidos de comunicación, tonos y voces que habían sonado en su casco, siempre había existido un sonido firme, permanente y continuo: el tranquilizador siseo de la manguera de aire conectada a su traje.

Ahora, ese siseo había desaparecido.

Bajó la mano rápidamente, desconectó la manguera de aire de la válvula del traje y tomó otra línea que conectó a la válvula.

Nada.

Se volvió hacia Susana, que había observado sus movimientos. Una expresión de comprensión apareció en sus ojos.

—El muy bastardo ha cerrado el suministro de aire —dijo ella.

«Disponen de nueve minutos para evacuar la zona».

Carson levantó un dedo enguantado delante de su visor para indicar silencio. «¿Cuánto tiempo?», preguntó con movimientos de la boca.

Ella levantó la mano con los dedos extendidos. Había cinco minutos de reserva de aire en sus biotrajes.

Cinco minutos. Dios santo, se necesita por lo menos de ese tiempo para la descontaminación, pensó Carson, y tuvo que esforzarse para contener el pánico. Miró de nuevo los monitores en busca de Marr: ahora avanzaba por la zona de producción.

Sólo les quedaba una alternativa.

Desconectó la inútil manguera de aire e indicó a Susana que le siguiera fuera de la subestación de seguridad, de regreso al vestíbulo central. Carson se agarró a los peldaños metálicos de la escalera y miró hacia arriba. Distinguió el enorme dispositivo de absorción de aire, cinco niveles por encima de donde se encontraban, suspendido como una cruel promesa, en el pináculo mismo del Tanque de la Fiebre. Aún no se veían señales de Marr. Sujetándose a los peldaños de la escalera, Carson subió con toda la rapidez que pudo, pasó por la zona de generadores y por los laboratorios de apoyo y llegó a las instalaciones de almacenamiento del segundo nivel. Seguido de cerca por su ayudante, se agachó rápidamente tras la gran estructura del congelador.

Se volvió hacia ella y le indicó calma con las manos, para después concentrarse en tranquilizar su propia respiración y tratar de administrar su menguada reserva de oxígeno. Miró hacia la escalera del vestíbulo central.

Carson sabía que no había forma de salir del Tanque de la Fiebre sin pasar por descontaminación. Marr también debía de saberlo. Los buscaría primero en la escotilla de salida. Al ver que no estaban allí, imaginaría que seguían en la subestación de seguridad. Al fin y al cabo, Marr sabía que nadie sería lo bastante estúpido para desperdiciar su tiempo en ninguna otra sección del Tanque de la Fiebre, con tan escasa reserva de aire y con una explosión masiva programada para dentro de pocos minutos.

Al menos, eso era lo que Carson confiaba que supiera Marr.

«Disponen de ocho minutos para evacuar la zona».

Esperaron en la oscuridad, con las miradas fijas en la escalera del vestíbulo central. Carson notó que Susana le tironeaba desde atrás, pero le hizo señas de que se quedara quieta. Se preguntó qué terribles agentes patógenos habría almacenados en el congelador que estaba a pocos centímetros de él. Transcurrieron los segundos. Empezó a respirar superficialmente, preguntándose si su plan los habría condenado a la muerte.

De repente, la pierna de un traje rojo apareció en la escalera. Carson hizo que De Vaca retrocediera entre las sombras. La figura apareció por completo ante la vista. Se detuvo en el segundo nivel y echó un vistazo alrededor. Luego continuó hacia abajo, en dirección a la subestación de seguridad.

Carson esperó un momento y luego avanzó hacia la débil luz rojiza, seguido por Susana. Miró con recelo sobre el borde del vestíbulo central: estaba vacío. Ahora, Marr estaría en el nivel inferior, acercándose a la subestación de seguridad. Se movería con lentitud, en previsión de que Carson estuviera armado. Eso les daría unos segundos más.

Carson indicó a Susana que subiera por la escalera hacia el nivel principal del Tanque de la Fiebre, y le indicó que le esperara en la esclusa de salida. Luego descendió con rapidez por el pasillo que conducía al zoo.

Los chimpancés estaban frenéticos, enloquecidos por el retumbar de las alarmas. Lo miraron con enrojecidos ojos coléricos, y golpearon las jaulas con terrorífica ferocidad. Había algunas jaulas vacías, mudos testimonios de las recientes víctimas del virus.

Carson se acercó a la hilera de jaulas. Luego, con cuidado de evitar las manos que surgían entre los barrotes, tiró de los pasadores uno tras otro, liberando las puertas. Encolerizadas aún más por su proximidad, las criaturas redoblaron sus golpes y chillidos. El traje de Carson pareció vibrar con sus aullidos desesperados.

«Disponen de siete minutos para evacuar la zona».

Carson se marchó del zoo, cruzó el vestíbulo y descendió hacia la esclusa de aire de salida. Al ver que se acercaba, Susana abrió la puerta sellada con caucho, y los dos pasaron rápidamente a la cámara de descontaminación. Cuando el líquido desinfectante empezó a bañarles, Carson se situó cerca de la puerta escotilla, y miró a través del panel de cristal hacia el interior del Tanque de la Fiebre. A esas alturas, los chimpancés habrían escapado de las jaulas. Se imaginó a las criaturas, enfermas y furiosas, recorriendo toda la instalación en penumbras, por las mesas de laboratorio, a lo largo de los pasillos… bajando por las escaleras…

«Disponen de cinco minutos para evacuar la zona».

De repente, Carson se dio cuenta de que sus pulmones ya no recibían aire. Se volvió hacia Susana e hizo un gesto de sofoco. Si seguían respirando, no harían sino absorber anhídrido carbónico.

El baño amarillento se detuvo y la escotilla se abrió. Carson pasó a la siguiente esclusa, luchando por contener la abrumadora necesidad de respirar. Cuando se encendieron los secadores, la terrible falta de oxígeno pareció incendiar sus pulmones. Miró a Susana, débilmente apoyada contra la pared. Ella sacudió la cabeza.

«¿Ha sido eso el disparo de una escopeta?». Carson no pudo estar seguro, por encima del zumbido del mecanismo de secado.

De repente se abrió la última compuerta de aire y ambos salieron a la sala de preparación. Carson la ayudó a quitarse el casco y luego tiró desesperadamente del suyo, lo arrojó al suelo y respiró bocanadas de aire fresco.

«Disponen de tres minutos para evacuar la zona».

Se quitaron rápidamente los biotrajes y abandonaron la sala de preparación. Corrieron por el pasillo hacia el ascensor que conducía al edificio de operaciones.

—Es probable que estén esperándonos fuera —dijo Carson.

—De ningún modo —jadeó ella, mientras aspiraba bocanadas de aire—. Van a correr como diablos hacia el otro lado del recinto.

Los pasillos del edificio de operaciones permanecían a oscuras y vacíos. Corrieron por el pasillo, cruzaron el atrio y se detuvieron un instante ante la entrada principal. En cuanto Carson abrió la puerta oyó el frenético clamor de las sirenas de emergencia. Miró alrededor y se dirigió rápidamente hacia las sombras del exterior, haciéndole señas a Susana de que le siguiera.

Monte Dragón se hallaba sumido en el caos. Carson vio pequeños grupos de personas, que hablaban y gritaban. En una mancha de luz, fuera del complejo residencial, había varios científicos de pie, algunos aún con pijama, que hablaban excitadamente. Carson vio a Harper entre ellos, que blandía un puño en alto. Los guardias corrían entre los haces de los focos que lo barrían todo.

Se movieron con rapidez y se dirigieron hacia las sombras del incinerador. Carson dirigió la mirada hacia el otro extremo del recinto y distinguió el aparcamiento. Media docena de guardias armados rodeaban los Hummers, brillantemente iluminados por potentes focos. En el centro del grupo estaba Nye. Carson vio al jefe de seguridad, que gesticulaba y señalaba hacia el Tanque de la Fiebre.

—¡A los establos! —ordenó Carson al oído de Susana.

Los caballos estaban inquietos y excitados. Susana condujo a dos hacia la zona de ensillado, mientras Carson cogía los arreos y las sillas.

Al volverse hacia Roscoe para ponerle la silla, la tierra se estremeció bajo sus pies. Luego, un intenso fogonazo iluminó el interior de los establos con una insoportable claridad. La explosión se inició como un retumbar apagado, seguida por un creciente rugido. La onda expansiva sacudió los establos y las ventanas estallaron hacia adentro, diseminando astillas de madera y cristal sobre el suelo del cobertizo. El appaloosa de Susana retrocedió, aterrorizado.

—Tranquilo, muchacho —dijo ella, y sujetándolo por las riendas le acarició el cuello.

Carson miró rápidamente por los establos, vio las alforjas de Nye, las tomó y se las lanzó a Susana.

—Ocúpese de llenar las cantimploras con la manguera —le gritó mientras él ensillaba los caballos.

Cuando ella regresó, ya había terminado con Roscoe. Colocó las alforjas y las ató con las correas de la silla, al tiempo que Susana montaba.

—Un momento —dijo él.

Retrocedió corriendo y tomó dos sombreros de las perchas de la estancia donde se guardaban los arreos. Regresó, montó en Roscoe y ambos salieron al exterior.

El calor del fuego les abofeteó, y por un momento contemplaron la devastación que se había producido en el exterior. La baja caseta de filtración que coronaba el tejado del Tanque de la Fiebre se había convertido en un cráter de ruinas, del que brotaron llamaradas hacia el cielo. El tejado de hormigón del edificio de operaciones se había combado hacia abajo, y un resplandor rojizo se elevaba desde su interior. En el complejo residencial, las cortinas azotaban alocadamente a través de las ventanas destrozadas. Un intenso incendio rugía desde el incinerador, y coloreaba la arena de los alrededores con un brillo anaranjado.

El camino seguido por la explosión había abierto una zanja de destrucción a través del recinto, arrancado el techo de la cantina y aplastado una gran sección de la verja del perímetro.

—¡Sígame! —gritó Carson, y espoleó su caballo.

Se abalanzaron a través del humo y del fuego hacia los restos retorcidos de la verja del perímetro y galoparon hacia la oscuridad del desierto.

Cuando se encontraban a casi un kilómetro del recinto y más allá del resplandor del incendio, Carson aminoró la marcha y puso su caballo al trote.

—Tenemos por delante un largo camino —dijo cuando Susana se situó a su lado—. Será mejor no forzar los caballos.

Mientras hablaba, otra explosión sacudió el edificio de operaciones y una enorme bola de fuego se elevó del agujero abierto en la tierra que hasta hacía poco era el Tanque de la Fiebre. La bola ascendió hacia el cielo. Varias explosiones secundarias sacudieron la oscuridad: el laboratorio de transfección se derrumbó y las paredes del complejo residencial se estremecieron y luego se colapsaron.

Las luces de Monte Dragón parpadearon y se apagaron, y sólo quedó el resplandor de los edificios en llamas.

—Allá mi banjo Gibson de antes de la guerra —murmuró Carson.

Al dirigir a Roscoe hacia la negrura que se abría por delante, distinguió delgados rayos de luz que empezaban a iluminar el desierto. Los rayos parecían moverse hacia ellos, y aparecían y desaparecían de la vista a medida que seguían las ondulaciones del terreno. De repente, se encendieron unos poderosos focos que iluminaron el desierto con largos haces amarillentos.

—¡Mierda! —exclamó Susana—. Los Hummers han sobrevivido a la explosión. No podremos escapar de esos bastardos en este desierto.

Carson no dijo nada. Con un poco de suerte podrían despistar a los Hummers. Pero le preocupaba seriamente su escasa reserva de agua.

Scopes se hallaba sentado, a solas, en la sala octogonal. Examinaba su estado mental.

De Carson y de De Vaca se ocuparían debidamente. No tenían escapatoria. Habían interceptado e interrumpido la transmisión de datos de Carson casi inmediatamente. Claro que el relé transparente que utilizaba como alarma no habría impedido la parte inicial de la transmisión de datos. Cabía suponer que Levine había recibido esa parte de la transmisión. Pero Scopes ya había dado los pasos necesarios para asegurarse de que esa entrada no autorizada no volviera a producirse. Quizá fueran unos pasos drásticos pero, en cualquier caso, necesarios. Sobre todo en un momento tan delicado.

De todos modos, sólo había pasado una parte muy pequeña de lo que se pretendía comunicar. Y lo que Carson había enviado parecía tener poco sentido. Todo se refería a la PurBlood. Aunque Levine recibiera esa información, no se habría enterado de nada valioso con respecto a la gripe X. Además, ahora estaba totalmente desacreditado y nadie prestaría atención a sus historias.

Así pues, todas las bases habían quedado bien cubiertas y podía continuar con su plan. No había de qué preocuparse.

Entonces, ¿por qué experimentaba aquella extraña sensación de ansiedad?

Sentado en su cómodo y destartalado sofá, Scopes tanteó su propio y suave estado de ansiedad. Era una sensación extraña para él, y su estudio le resultaba muy interesante. Quizá fuera por el hecho de que hubiera juzgado tan mal a Carson. La traición de De Vaca era algo que podía comprender, sobre todo después de aquel incidente en las instalaciones del Nivel 5. Pero Carson habría sido la última persona de la que sospechara de espionaje industrial. Cualquier otro se habría sentido terriblemente mal, e incluso una cólera abrumadora ante aquella traición. Pero Scopes sólo sentía pena. Aquel muchacho había sido brillante. Ahora, sería Nye quien tuviera que ocuparse de él.

Nye. Al pensar en él recordó algo. Un tal señor Bragg, de la OSHA, le había dejado dos mensajes a primeras horas del día; en ellos preguntaba por el paradero del inspector Teece. Tendría que pedirle a Nye que se ocupara de buscarlo.

Pensó de nuevo en la información que Carson había intentado transmitir. No era gran cosa, y no la había revisado con demasiada atención. Sólo se trataba de unos pocos documentos relacionados con la PurBlood. Scopes recordó que Carson y De Vaca habían estado revolviendo los archivos de PurBlood unos días antes. ¿Por qué aquel interés tan repentino? ¿Tenían la intención de sabotear PurBlood, además de la gripe X? ¿Y qué era eso que había dicho Carson acerca de que todos necesitaban atención médica inmediata?

Merecía examinar eso más atentamente. De hecho, probablemente sería prudente por su parte revisar con mayor atención el contenido de la transmisión abortada, además de las actividades de Carson conectadas con la red durante los últimos días. Quizá encontrara tiempo para ello después de los asuntos que tenía que resolver esa noche.

Ante este nuevo pensamiento, la mirada de Scopes se dirigió hacia la superficie suave y negra de una caja de seguridad empotrada en el borde inferior de una de las paredes. Se había construido, según sus propias y exigentes especificaciones, dentro del acero estructural del edificio, cuando se construyó la torre de GeneDyne. La única persona que podía abrirla era él mismo, y si su corazón dejaba de latir, nadie encontraría la forma de abrirla, como no utilizara suficiente dinamita para vaporizar su contenido. Al pensar en lo que había dentro, se disipó con rapidez la extraña sensación de ansiedad que le había embargado. Contenía una sola caja de biopeligrosidad, recientemente llegada desde Monte Dragón en un helicóptero militar. Dentro de la caja había una sola ampolla de cristal, llena con un gas neutral de nitrógeno y un medio especial de transporte viral. Si Scopes decidiera mirar atentamente la ampolla, sabía que distinguiría una suspensión turbia en el fluido. Resultaba extraño pensar que una cosa de aspecto tan insignificante pudiera ser tan valiosa.

Miró su reloj: las 22.30 hora del Este.

Un diminuto chirrido surgió del monitor situado junto al sofá, y una enorme pantalla se encendió con un parpadeo. Se produjo una ráfaga de información cuando se descifró la conexión por satélite; luego apareció un breve mensaje en grandes letras:

«TELINT-A conexión de datos establecida. Permitido el cifrado. Proceda con la transmisión».

El mensaje fue sustituido por nuevas palabras en la pantalla:

«Señor Scopes: Estamos dispuestos a hacerle una oferta de tres mil millones de dólares. La oferta no es negociable».

Scopes tomó el teclado y empezó a escribir. En comparación con las empresas hostiles, los militares eran debiluchos.

«Mi querido general Harrington: Todas las ofertas son negociables. Estoy dispuesto a aceptar cuatro mil millones por el producto del que hemos hablado. Le daré doce horas para que obtenga las necesarias autorizaciones».

Scopes sonrió. Llevaría a cabo el resto de las negociaciones desde un lugar diferente. Un lugar secreto en el que ahora se sentía más cómodo que en el mundo cotidiano.

Volvió a teclear y, al emitir una serie de órdenes, las palabras de la pantalla empezaron a disolverse en un paisaje extraño y maravilloso. Mientras tecleaba, Scopes recitó, casi inaudiblemente, sus versos favoritos de La tempestad:

Nada de él se desvaneció,

pero sufrió un cambio crucial,

convertido en algo rico y extraño.

Charles Levine estaba sentado sobre el borde de la desvaída colcha de la cama y miraba el teléfono, que había dejado sobre la almohada, delante de él. El teléfono era color borgoña y tenía grabadas las palabras PROPIEDAD DE HOLIDAY INN, BOSTON, MA, en letras blancas sobre la parte posterior del receptor. Había hablado durante horas por ese teléfono, sin dejar de gritar, maldecir y suplicar. Ahora ya no tenía nada más que decir.

Se levantó lentamente, estiró las piernas y se dirigió hacia las puertas deslizantes de cristal. Una suave brisa agitó las cortinas. Se acercó a la barandilla del balcón y aspiró profundamente el aire de la noche. Las luces de Jamaica Plain brillaban en la cálida oscuridad, como un manto de diamantes arrojados casualmente a través del paisaje. Un coche pasó por la calle y la luz de sus faros iluminó las destartaladas casas de clase obrera y la gasolinera desierta.

Sonó el teléfono. Asombrado al recibir una llamada después de tantas excusas y rechazos, Levine permaneció por un momento inmóvil. Luego entró en la habitación y cogió el auricular.

—¿Diga? —preguntó con una voz ronca de tanto rogar.

El rumor inconfundible de un módem arrancó ecos del diminuto altavoz.

Levine colgó rápidamente y transfirió la conexión del teléfono a su ordenador. El teléfono sonó de nuevo y se produjo un rumor suave mientras las máquinas se conectaban.

«¿Cómo le va, profesor? —Las palabras surgieron inmediatamente en la pantalla, sin el logotipo habitual que las precedía—. Imagino que sigue siendo apropiado llamarle profesor, ¿no?».

«¿Cómo me ha encontrado?», tecleó Levine.

«Sin grandes problemas».

«Llevo pegado al teléfono desde hace horas, hablando con todos aquellos en los que se me ha ocurrido pensar —tecleó Levine—. Colegas, amigos de las agencias reguladoras, periodistas e incluso antiguos estudiantes. Nadie me cree».

«Ya».

«El trabajo que se ha hecho conmigo ha sido demasiado meticuloso. He perdido toda mi credibilidad, a menos que pueda demostrar mi inocencia».

«No se impaciente, profesor. Mientras me conozca a mí, al menos puede contar con un buen crédito».

«Sólo hay una persona con la que no he hablado: Brent Scopes. Él debe ser mi siguiente paso».

«¡Espere un momento! —fue la respuesta de Mimo—. Aunque pudiera hablar con él, dudo mucho que le interese hablar con usted precisamente ahora».

«No necesariamente. Tengo que marcharme, Mimo».

«Un momento, profesor. No me he puesto en contacto con usted sólo para expresarle mis condolencias. Hace unas pocas horas, su vaquero del Oeste, Carson, intentó enviarle una transmisión de emergencia. Se vio interrumpida casi inmediatamente, y sólo pude retirar y grabar la sección inicial. Creo que necesita usted leer esto. ¿Está preparado para recibirla?».

Levine contestó que lo estaba.

«Está bien. Ahí va».

Levine comprobó la hora en su reloj. Eran las doce menos diez.