La biblioteca de Monte Dragón era una rareza en aquella catedral de la tecnología: sus cortinas amarillas de carraclán a cuadros, las rústicas vigas del techo y las bastas tablas del suelo habían sido diseñadas para que el conjunto se pareciera a una cabaña típica del Oeste. La intención de los diseñadores había sido ofrecer alivio con respecto a los asépticos pasillos blancos del resto de las instalaciones. No obstante, y dada la prohibición de que hubiera nada con que escribir en Monte Dragón, la biblioteca contenía sobre todo bibliografía en soporte informático, así como videoteca. Pero, en cualquier caso, eran pocos los miembros del agobiado personal de Monte Dragón que disponían de tiempo para acudir allí. El propio Carson sólo había estado en dos ocasiones: la primera cuando recorrió las instalaciones durante sus exploraciones iniciales, y la segunda apenas unas horas atrás, inmediatamente después de haber dejado a solas a Singer y Nye.

Tras cerrar la pesada puerta detrás de él, le alegró comprobar que el único otro ocupante de la biblioteca era Susana. Estaba sentada en una silla Adirondack blanca, medio adormilada, con mechones de largo cabello negro caído sobre la cara. Levantó la mirada cuando él se aproximó.

—Es un día muy largo —dijo ella—. Y una noche también muy larga. —Lo miró—. Se preguntarán por qué hemos salido tan temprano del Tanque de la Fiebre —añadió.

—Se habrían preguntado muchas más cosas si yo le hubiera permitido seguir moviendo la boca —murmuró Carson.

—Demonios, y yo que creía ser paranoica. ¿Cree realmente que alguien se molesta en escuchar todas esas cintas de control, cabrón?

Carson asintió con la cabeza.

—No podemos correr ese riesgo.

Susana se puso ligeramente tensa.

—No me eche encima a otro Vanderwagon, Carson. Y ahora, ¿qué es eso de los probadores beta para la PurBlood?

—Se lo mostraré.

Le indicó con un gesto que se acercara a una terminal de datos situada en un rincón de la biblioteca. Acercó dos sillas, se colocó el teclado de la terminal sobre el regazo e introdujo su tarjeta de identificación.

—¿Qué investigación ha llevado a cabo sobre PurBlood desde que llegó aquí? —le preguntó, volviéndose hacia ella.

—No mucha —contestó con un encogimiento de hombros—. Revisé los últimos informes de laboratorio de Burt. ¿Por qué?

Carson asintió.

—Exactamente. Ésa fue la misma clase de material que yo examiné: series de pruebas y notas de laboratorio que efectuó Burt cuando dirigía toda su atención hacia la gripe X. La única razón por la que nos interesamos por la PurBlood fue porque Burt había trabajado en ello antes de participar en nuestro propio proyecto, el de la gripe X.

Pulsó unas teclas.

—He ido a ver a Singer esta mañana, aunque no he podido hablar con él. Luego vine aquí. Recordé lo que dijo usted sobre la PurBlood y deseaba saber un poco más sobre su desarrollo. Mire lo que he descubierto.

Indicó la pantalla con un gesto:

mol_desc_uno

fcv

10.240.342

01/11/95

mol_desc_dos

fcv

12.320.302

01/11/95

bipol_simetr

fcv

41.234.913

14/12/96

hemocil_grp_r

fcv

7.713.653

03/01/96

difrac_series_a

fcv

21.442.521

05/02/96

difrac_senes_b

fcv

6.100.824

06/02/96

pr

vid

940.213.727

27/02/96

transfec_locus_h

fcv

18.921.663

10/03/96

—Éstos son todos los archivos de vídeo que existen en la investigación de la PurBlood —explicó—. La mayoría de ellos son habituales, animaciones de moléculas y todo eso. Pero fíjese en el penúltimo de la lista, el pr. Observe su extensión; se trata de un vertido procedente de una videocámara, no del formato de compresión de vídeo usado en las animaciones por computadora. Y fíjese en su enorme extensión. Contiene casi un gigabyte.

—¿Qué es?

—Es un vídeo casero, no editado, creado probablemente por motivos de relaciones públicas.

Pulsó unas teclas y llamó un programa de software de comunicación para acceder al vídeo. En la pantalla apareció la imagen de una ventana, granulosa, pero perfectamente visible.

—Tendrá que observar cuidadosamente —dijo Carson—, porque no hay audio.

Una caravana de Hummers se acerca por el desierto. La cámara enfoca brevemente para mostrar el complejo de Monte Dragón, los edificios blancos y el cielo azul de Nuevo México.

La cámara regresa a la caravana, ahora en el aparcamiento de Monte Dragón. Se abre la portezuela de pasajero del primer vehículo y baja un hombre. Se queda de pie sobre la zona asfaltada; saluda, sonríe y estrecha manos.

—Scopes —murmuró Carson.

Acude todo el personal de Monte Dragón para saludarlo. Muchas sonrisas y palmaditas en la espalda.

—Parece una reunión de campamento —comentó Susana—. ¿Quién es el tipo de la nariz grande, el que está junto a Singer?

—Burt. Ése es Franklin Burt.

Burt está de pie junto a Scopes, sobre la zona asfaltada; dirige unas palabras a los allí reunidos. Scopes lo rodea con el brazo y ambos levantan las manos con el signo de la victoria. La cámara enfoca a la multitud.

La escena cambia al gimnasio de Monte Dragón. Se han quitado todos los aparatos de ejercicios y en el centro se han instalado dos hileras de sillas cuidadosamente dispuestas. Están ocupadas por lo que parece todo el personal de Monte Dragón. La cámara, situada en el pasillo central, enfoca un estrado provisional montado delante de las sillas. Scopes dirige unas palabras a los allí reunidos, que se muestran entusiasmados.

Mientras Scopes continúa hablando, la cámara vuelve a recorrer el grupo. Algunos rostros parecen haberse puesto sombríos, incluso con expresiones inciertas.

Una enfermera se acerca al estrado empujando una camilla con un soporte de frasco de goteo. El soporte contiene una bolsa de sangre.

Scopes se sienta en el borde de la camilla y la enfermera le arremanga el brazo izquierdo. Franklin Burt sube al estrado y empieza a hablar apasionadamente, moviéndose de un lado a otro.

La cámara toma un primer plano de la enfermera, y ésta frota el brazo de Scopes y le introduce la jeringuilla. Luego la conecta con la bolsa de sangre y gira una ruedecilla de plástico para regular el goteo. Mientras Scopes recibe la sangre, Burt habla con él y controla sus signos vitales.

—Dios mío —exclamó Susana—. Está recibiendo PurBlood, ¿verdad?

La cámara efectúa unos cortes y al cabo de pocos minutos la bolsa de sangre está vacía. La enfermera le retira el goteo, le coloca una gasa en el brazo y se lo hace doblar para cerrar la vena.

Scopes se pone en pie con una sonrisa y levanta su otro brazo haciendo el signo de la victoria.

La cámara se vuelve hacia los presentes. Todos aplauden; algunos con entusiasmo, otros con reserva. Un científico se levanta. Luego otro. Pronto, todo el grupo le dedica a Scopes una prolongada ovación. Aparece otra enfermera en escena, haciendo rodar dos grandes soportes de goteo, cada uno de los cuales contiene unas dos docenas de bolsas de sangre.

Nye se adelanta hacia el estrado. Estrecha la mano de Scopes y se arremanga el brazo izquierdo. La enfermera le inserta la jeringuilla y la conecta a una bolsa de sangre.

Otro científico se adelanta, y luego un obrero de mantenimiento. A continuación, Singer empieza a acercarse al estrado, y el público prorrumpe en aplausos. La cámara se centra en el rostro rollizo de Singer. Aparece pálido y unas gotitas de sudor perlan su frente. Sin embargo, él también se sienta sobre una camilla, se arremanga y pronto recibe la sangre en las venas.

A continuación, todos los presentes se levantan al unísono. Al cabo de unos momentos se forma una fila ante el estrado que se extiende hasta las sillas.

—Mire —susurró Susana—. Ahí está Brandon-Smith. Y Vanderwagon, y Pavel comosellame. Y también… Oh, Dios mío.

Carson apagó el vídeo y también la terminal.

—Salgamos a dar un paseo —dijo.

—Ellos fueron las cobayas beta —dijo Susana, mientras daban un lento paseo por el interior del perímetro vallado—. Todos la recibieron, ¿verdad?

—Todos y cada uno de ellos —asintió Carson—. Desde los vigilantes hasta el propio Singer. Todos, excepto nosotros dos. Somos los únicos que llegamos aquí después del 27 de febrero, la fecha de ese archivo.

—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Susana, que se abrazaba los costados mientras caminaban, como si tuviera frío a pesar del calor de la tarde.

—Esta mañana, cuando fui a hablar con Singer, lo vi ordenar meticulosamente los objetos que había en la mesita de café. Sus movimientos obsesivos me llamaron la atención, como si no correspondieran a su carácter habitual. Recordé cómo había actuado Vanderwagon antes de que se sacara un ojo, y las manías de Brandon-Smith en sus últimos días. Luego vi los ojos inyectados en sangre de Singer, y cierto tono amarillento en la pupila. Era el mismo aspecto que tenía Vanderwagon. Y también Nye. Piense en ello. ¿No le parece que en estos últimos días hay por aquí mucha gente que tiene los ojos inyectados en sangre? Yo suponía que se debía a la tensión. —Se encogió de hombros—. Así pues, me pasé el día en la biblioteca, revisando los archivos de investigación.

—Y descubrió esa cinta.

—Sí. Tuvo que haber sido idea de Scopes el inducir al resto del equipo de Monte Dragón a que se convirtiera en sujeto beta de la prueba de la PurBlood. Como ya sabe, es algo bastante habitual en las empresas farmacéuticas, donde suele obtenerse el grupo de voluntarios entre los mismos empleados de la empresa. Seguramente lo filmaron creyendo que más tarde sería un buen reportaje para la prensa.

—Aunque algunos de los voluntarios no parecieron sentirse muy complacidos —comentó ella con sequedad.

Carson asintió con un gesto.

—Scopes es un orador brillante. Entre él, Burt y la presión de los demás, no resulta difícil comprender por qué todos se pusieron en la fila.

—Pero ¿qué demonios les está sucediendo ahora? —preguntó ella, y tuvo que hacer un esfuerzo para que en su voz no asomara el pánico.

—La PurBlood se está descomponiendo en sus cuerpos, y eso tiene efectos tóxicos. Quizá se hayan introducido impurezas en la cápsula fosfolípida, o hayan ocurrido mutaciones del ADN. No hay tiempo para descubrirlo con exactitud, pero a medida que se descompone la cápsula, todo se libera.

—¿Cómo puede estar seguro de que es PurBlood? —preguntó ella con ceño.

—¿Qué otra cosa podría ser? Todos recibieron transfusiones. Y todos empiezan a mostrar los mismos síntomas.

—Dopamina —murmuró Susana como para sí misma—. ¿Qué dijo Teece acerca de la dopamina?

—Dijo que Burt y Vanderwagon sufrían de elevados niveles de dopamina y serotonina. Brandon-Smith también, aunque en menor grado. —Carson se volvió a mirarla—. Me dijo que una presencia excesiva de esos neurotransmisores en el cerebro puede causar paranoia, ilusiones y comportamiento psicótico. Usted asistió dos años a la facultad de medicina; así pues, debe saber si tiene razón en lo que me dijo. —Ella se detuvo—. Continúe andando. ¿Tiene razón?

—Sí —contestó ella tras un momento—. El equilibrio de la producción de sustancias químicas en el cuerpo es muy delicado. Si el ADN mutado en la PurBlood envía instrucciones al cuerpo para que bombee grandes cantidades de… —Se interrumpió, pensando, y luego continuó—: Se desarrollarían inquietud mental y desorientación, quizá combinados con comportamiento obsesivocompulsivo. Si los niveles fueran suficientemente elevados, el resultado sería una paranoia aguda y una psicosis fulminante.

—Y las hemorragias capilares que Teece describió tienen que ser otro síntoma —añadió Carson.

—La hemoglobina pura que se filtrara a través de las paredes capilares no haría sino empeorar una situación ya de por sí grave. Envenenaría todo el cuerpo. Los ojos inyectados en sangre serían el menor de los problemas.

Caminaron durante varios minutos en silencio.

—Burt fue el sujeto alfa de la prueba —dijo finalmente Carson—. Tiene sentido que él fuera el primero en verse afectado. Luego, la semana pasada, le siguió Vanderwagon. ¿Ha observado comportamientos extraños en algún otro?

Susana pensó y luego asintió con un gesto.

—Ayer, durante el desayuno, una técnica del laboratorio de secuenciado me recriminó a gritos el haberme sentado en su silla. Me levanté y me marché a otro sitio, pero ella siguió despotricando contra mí. Normalmente es una persona muy tímida. Pensé que la tensión estaba haciéndole mella.

—Evidentemente, la gente se ve afectada de formas diferentes. Pero sólo es cuestión de tiempo hasta que…

Se detuvo. No era necesario terminar la frase: «Hasta que todo el personal de este laboratorio se vuelva loco, en un lugar remoto, en medio del desierto, precisamente donde son los guardianes de un virus capaz de destruir la raza humana».

De repente, otro pensamiento le asaltó.

—Susana, ¿sabe cuándo está previsto que se inicie la comercialización de PurBlood?

Ella negó con la cabeza.

—Esta mañana he leído varios memorándums al respecto en la biblioteca. El departamento de marketing de GeneDyne ha organizado un lanzamiento por todo lo alto con los medios de comunicación. Quieren todo un acontecimiento, a bombo y platillo y con toda clase de fanfarrias. Han elegido cuatro hospitales en todo el país. Cien hemofílicos y niños que esperan ser sometidos a operaciones serán los primeros en recibir la PurBlood.

—¿Para cuándo está previsto eso? —preguntó ella.

—Para el 3 de agosto.

Susana se llevó las manos a la boca.

—¡El próximo viernes!

Carson asintió.

—Tenemos que advertir a las autoridades. Obligarles a que detengan la venta y uso de PurBlood, y conseguir ayuda para la gente de aquí.

—¿Y cómo demonios se supone que vamos a conseguirlo? Las únicas comunicaciones telefónicas a larga distancia que hay aquí son las de la línea directa con Boston. Y aunque lo consiguiéramos, ¿quién nos creería?

—Quizá Scopes ya esté sufriendo los efectos —dijo él tras reflexionar un momento.

—Aun así —replicó Susana—, nadie lo relacionaría con lo que está sucediendo aquí.

Se volvió hacia ella.

—Quizá nos preocupamos innecesariamente. Si todos los residentes de Monte Dragón desarrollaran paranoias, ¿no les volvería eso los unos contra los otros, eliminando así la amenaza?

—¿En este ambiente? —repuso ella negando con la cabeza—. No es probable, sobre todo con alguien tan carismático como Scopes al frente de todo. Es una situación de libro: folie à deux.

—¿Qué?

—Locura compartida. Todo el mundo actúa según la misma fantasía retorcida, o, como decíamos en la facultad, se encuentra una con un pastel doble-loco.

Carson sonrió con una mueca.

—Estupendo. Eso quiere decir que sólo disponemos de una opción. Largarnos de aquí cuanto antes.

—¿Cómo?

—No lo sé.

Susana sonrió y se dispuso a decir algo, pero se detuvo y le dio un leve codazo.

—Mire allí.

Delante de ellos estaba el aparcamiento de vehículos. Allí había media docena de Hummers relucientes, aparcados en hilera y arrojando largas sombras sobre el asfaltado.

Se acercaron a los vehículos con fingida naturalidad.

—Primero hay que encontrar las llaves —dijo Carson—. Luego, tendremos que salir del recinto sin que nadie lo advierta.

De repente, ella se arrodilló a su lado.

—¿Qué hace?

—Me ato el zapato.

—Pero si lleva mocasines…

De Vaca se levantó.

—Ya lo sé, idiota. —Se limpió el polvo de la rodilla, se sacudió el cabello hacia atrás y le miró—. No existe ningún vehículo de motor al que no pueda hacerle un puente y ponerlo en marcha. —Carson la miró—. Solía robarlos.

—Me lo creo —asintió Carson.

—Sólo por diversión —añadió ella.

—Ya. Pero éstos eran vehículos militares, y estas instalaciones también. No será lo mismo que robar un Honda Civic.

Susana frunció el entrecejo y pateó el polvo.

—El día que llegué —siguió Carson—, Singer me dio a entender que las medidas de seguridad son mejores de lo que parecen. Aunque nos lanzáramos contra la valla del perímetro y la cruzáramos, la persecución se iniciaría al instante.

Se produjo un prolongado silencio.

—Hay otras dos posibilidades —dijo ella—: cabalgar o caminar.

Carson miró hacia el vasto e interminable desierto.

—Sólo un estúpido lo intentaría —dijo.

Ambos se quedaron nuevamente en silencio, contemplando el desierto. Él se dio cuenta de que no experimentaba ningún temor, sólo un peso opresivo sobre sus hombros, como si soportara una carga terrible. No sabía si eso significaba que era valiente o, simplemente, que se sentía exhausto.

—A Teece no le gustaba mucho ese producto —observó finalmente—. Me lo dijo en la sauna. Apuesto a que su precipitada salida tuvo que ver con la PurBlood. Probablemente, tuvo dudas suficientes sobre la gripe X como para detener la comercialización de los otros productos, al menos hasta comprobar que no había ningún defecto en nuestros procedimientos, o hasta que supiera más sobre Burt.

Mientras hablaba, Susana se puso alerta.

—Alguien se acerca —susurró ella.

La figura de Harper descendió por la pasarela cubierta que salía de la residencia. Carson observó un bulto bajo la camisa del científico, allí donde llevaba un grueso vendaje. Harper se acercó a ellos.

—¿Van a cenar? —preguntó.

—Desde luego —contestó Carson.

—Vamos, pues.

El comedor estaba atestado y sólo quedaban un par de mesas vacías. Mientras se sentaban, Carson miró alrededor. Desde el episodio de Vanderwagon, se había acostumbrado a comer a solas, bastante después de la hora habitual. Ahora se sintió incómodo al verse rodeado de tantos residentes en Monte Dragón. ¿Es posible que toda esta gente…? Apartó bruscamente aquel pensamiento de su mente.

Un camarero se aproximó a su mesa. Mientras pedían las bebidas, Carson observó que el camarero se atusaba continua y meticulosamente un bigote imaginario. La piel del labio superior estaba enrojecida a causa del continuo tironeo.

—¡Bien! —exclamó Harper cuando se alejó el camarero—. ¿En qué han estado metidos ustedes dos?

Carson apenas oyó la pregunta, pues había otra cosa que contribuía a inquietarlo.

El ambiente reinante en el comedor parecía muy callado, casi furtivo. Las mesas estaban llenas, la gente comía y, sin embargo, se oían muy pocas conversaciones. Los comensales parecían efectuar mecánicamente los movimientos necesarios para comer, al parecer más por hábito que por hambre. Los ecos de la pregunta de Harper parecieron resonar en tres docenas de vasos de agua. ¡Cristo! ¿Me he quedado dormido?, se preguntó Carson. ¿Cómo he podido perderme esto?

Harper recibió su cerveza, mientras que Carson y Susana tomaron un refresco.

—¿No toman nada de alcohol? —preguntó Harper y bebió un largo sorbo.

Carson sacudió la cabeza.

—Todavía no he recibido respuesta a mi pregunta —dijo Harper, y se alisó el cabello castaño con una mano de movimientos inquietos—. He preguntado en qué han estado metidos.

Los miró alternativamente, e hizo parpadear sus ojos enrojecidos.

—Oh, en lo de siempre, ya sabe —contestó Susana, que estaba sentada muy rígida, sin dejar de mirar su plato vacío.

—¿Lo de siempre? —repitió Harper, como si aquellas palabras fueran nuevas para él—. Vaya. Trabajamos en el proyecto más grande en la historia de GeneDyne y resulta que ustedes parecen aburrirse.

Carson asintió con un gesto y deseó que Harper no hablara con un tono tan fuerte. Aunque pudieran robar un Hummer, ¿qué dirían cuando llegaran a la civilización? ¿Quién creería en dos personas de ojos desorbitados recién salidas del desierto? Necesitaban encontrar alguna prueba para entregar a los medios de comunicación. Pero ¿debían dejar la gripe X en manos de unas personas que se estaban volviendo locas por momentos? No obstante, si se quedaban allí no avanzarían mucho, a menos que consiguieran hacer llegar alguna prueba a manos de Levine. Naturalmente, sería imposible transmitir gigabytes de información a través de la red. Eso sería detectado enseguida, pero…

De pronto, Harper lo cogió de la pechera de la camisa.

—Estoy hablando con usted, gilipollas —dijo Harper, y tiró de Carson hacia sí.

—Lo siento —murmuró Carson, conteniéndose.

—¿Por qué me ignoran? —exclamó Harper—. ¿Qué es lo que no quieren decirme?

—Lo siento, George. Estaba pensando en otra cosa.

—Hemos estado muy ocupados, ¿sabes? —intervino Susana con tono afable—. Tenemos mucho en que pensar.

Harper soltó a Carson.

—Acaba de decir que estaban haciendo lo de siempre. Lo dijo, sé que lo dijo. Así pues, ¿de qué se trata?

Carson miró alrededor. La gente de las mesas cercanas se volvía a mirarles y aunque sus miradas eran apagadas y como vacías, traducían la clase de vaga expectación que no había visto desde que fuera testigo, hacía mucho tiempo, de una reyerta en un bar.

—George —dijo Susana—, he oído decir que el otro día consiguió usted un avance muy importante.

—¿Qué? —preguntó Harper.

—Me lo dijo el doctor Singer. Me dijo que hacía usted progresos extraordinarios.

Harper se olvidó de Carson.

—¿John dijo eso? Bueno, no me sorprende.

Ella sonrió y apoyó una mano en el brazo de Harper.

—¿Y sabe otra cosa? El otro día quedé muy impresionada por su forma de manejar a Vanderwagon.

Harper se irguió en su silla y la miró.

—Gracias —dijo.

—Debí comentárselo antes. Fue un descuido por mi parte el no haberlo hecho así. Lo siento.

Susana miraba a Harper con una expresión de simpatía y comprensión en su rostro. Luego, significativamente, la mirada descendió hacia las manos de Harper. Sin darse cuenta de la sugerencia que ella transmitía a Carson con sus ojos, Harper bajó la mirada y empezó a examinarse las uñas.

—Fíjese en esto —dijo—. Aquí hay suciedad. Hay que tomar muchas precauciones con los gérmenes que hay en este lugar.

Luego, sin decir una palabra más, se levantó y se dirigió al lavabo.

Carson emitió un suspiro de alivio.

—¡Santo Dios! —susurró.

Los científicos de las mesas contiguas habían vuelto a su comida, pero una extraña sensación quedó suspendida en el aire; un silencio inquietante, como si todos estuvieran a la escucha.

—Creo que venir aquí ha sido una mala idea —murmuró Susana—. De todos modos, no tengo hambre.

Carson intentó normalizar su respiración entrecortada y cerró los ojos por un momento. En cuanto lo hizo, el mundo pareció hundirse bajo sus pies. Se sentía exhausto.

—Ya no puedo pensar más —dijo—. Reunámonos en el laboratorio de radiología a medianoche. Mientras tanto, intente dormir algo.

—¿Está loco? —le espetó ella—. ¿Cómo podría dormir?

Carson la miró fijamente.

—No va a tener otra oportunidad —le dijo.