Carson levantó la mirada y la dirigió a través del visor hacia el reloj de la pared del laboratorio. El indicador electrónico ámbar señalaba las 22.45.

Apenas una hora antes, el Tanque de la Fiebre había estado lleno de sonidos frenéticos cuando la sirena de alerta dejó oír sus chillidos, anunciando el ejercicio, y los cuerpos enfundados en sus trajes descendieron por las trampillas a los pasillos inferiores. Ahora, el laboratorio volvía a estar desierto y casi prematuramente tranquilo. El único sonido audible era el susurro del oxígeno en el traje de Carson y el débil zumbido del sistema de flujo negativo del aire. Los chimpancés, agotados por el ejercicio, habían cesado finalmente de aullar y gritar y habían caído en un sueño inquieto. Fuera de su propio laboratorio, brillantemente iluminado, el pasillo mostraba un rojo apagado, y los estrechos espacios del Tanque de la Fiebre estaban llenos de sombras.

Como el Tanque de la Fiebre era descontaminado cada noche laboral y también el fin de semana, Carson raras veces se quedaba a trabajar hasta tan tarde. Aunque la iluminación nocturna de tonalidad rojiza era horripilante y un tanto desorientadora, la prefería a lo sucedido poco antes. Las alertas a plena potencia de la fase uno, que habían empezado a suplantar las menos graves de las fases dos y tres desde la muerte de Brandon-Smith, daban verdadero dolor de cabeza. Ahora, Nye supervisaba personalmente los simulacros de emergencia, y lo dirigía todo desde la subestación de seguridad, situada en el nivel más bajo del Tanque de la Fiebre. Su voz brusca no había dejado de sonar, irritante, en el casco de Carson durante todo el ejercicio.

La única ventaja de aquellos frecuentes simulacros era que Carson se había acostumbrado a moverse por el Tanque de la Fiebre con su traje azul. Ya podía desplazarse con rapidez por los pasillos y alrededor de los laboratorios, así como evitar con habilidad las protuberancias, y conectar y desconectar las mangueras de aire a su traje con movimientos casi instintivos, como si respirara.

Apartó la mirada del reloj para dirigirla hacia Susana, que le miraba con expresión escéptica.

—¿Cómo piensa comprobar esa teoría suya? —preguntó por el canal privado.

En lugar de contestar, Carson se volvió hacia el pequeño congelador del laboratorio, marcó su combinación y extrajo dos pequeños tubos de ensayo que contenían muestras de gripe X. La parte superior de los tubos de ensayo estaba cubierta con gruesos sellos de goma. El virus formaba una pequeña película cristalina de color blanco en el fondo de cada tubo de ensayo. Aunque maneje este material un millón de veces, pensó, nunca me acostumbraré a que es potencialmente más letal para la raza humana que la última bomba de hidrógeno. Colocó ambos tubos dentro de la mesa de bioprofilaxis y la cerró hermética y cuidadosamente, a la espera de que las muestras alcanzaran la temperatura ambiente.

—Primero dividiremos el virus y extraeremos el material genético —dijo.

Se dirigió a un armario plateado situado en la pared más alejada del laboratorio, y tomó algunos reactivos químicos, y dos botellas selladas etiquetadas como DEOXIRRIBASA.

—Déme una Soloway número cuatro, por favor —pidió a Susana.

Puesto que las agujas hipodérmicas se consideraban demasiado peligrosas para otra cosa que no fuera la inoculación de los animales en el Tanque de la Fiebre, tenían que utilizar otros instrumentos para transferir materiales. El desplazador Soloway, llamado así por su inventor, usaba agujas de plástico al vacío, de punta roma, para extraer líquido de un contenedor e introducirlo en otro.

Carson esperó a que ella colocara el instrumento en el interior de la mesa de bioprofilaxis. Luego introdujo las manos enguantadas a través de las aberturas de caucho situadas en el extremo delantero de la mesa, e insertó una de las boquillas de la Soloway en el reactivo, y la otra a través del sello de caucho de uno de los tubos de ensayo. Un líquido turbio se vertió en el interior del tubo. Carson lo agitó con una mano enguantada. El líquido se hizo claro.

—Acabamos de matar un billón de virus —dijo Carson—. Ahora vamos a desnudarlos, es decir, a quitarles las vainas proteínicas.

Mediante el uso del instrumento, Carson añadió unas gotas de líquido azul a través del sello de caucho, para luego extraer cinco centímetros cúbicos de la solución resultante e inyectarla en el recipiente de deoxirribasa. Esperó a que la enzima rompiera el ARN viral, primero en sus pares básicos y luego en ácidos nucleicos.

—Ahora vamos a librarnos de los ácidos nucleicos.

Comprobó la acidez exacta de la solución y luego efectuó una valoración química a distancia, con un agente químico de pH elevado. A continuación retiró la solución, centrifugó el precipitado y transfirió las moléculas puras de gripe X sin filtrar a un pequeño frasco.

—Veamos qué aspecto tiene esta pequeña y vieja molécula —dijo.

—¿Por difracción de rayos X?

—Exacto.

Carson situó cuidadosamente el frasco de gripe X en una biocaja amarilla y la selló. Después, sosteniendo la caja delante de él, siguió a Susana por el pasillo, hacia el espacio central del Tanque de la Fiebre, y finalmente se agachó para pasar por una escotilla que daba a un laboratorio desierto. En el techo había una luz roja. Ya pequeño, el compartimiento aún lo parecía más debido a la columna de acero inoxidable de dos metros y medio de altura situada en el centro de la estancia. Junto a la columna había una carcasa de instrumental que contenía una base de trabajo computarizada. No había botones, ni conmutadores ni diales sobre la columna; la máquina de difracción estaba controlada por ordenador.

—Caliéntela —dijo Carson—. Yo prepararé el espécimen.

Susana se sentó ante el ordenador y empezó a teclear. Se produjo un clic y un zumbido suave que aumentó gradualmente de intensidad hasta que se desvaneció, seguido por el siseo del aire evacuado del interior de la columna. Susana tecleó algunas órdenes adicionales y sintonizó el rayo de difracción con la longitud de onda correcta. Al cabo de unos momentos, la terminal indicó con un pitido que estaba todo preparado.

—Abra la montura —pidió Carson.

Susana tecleó una orden y una montura de aleación de titanio se deslizó hacia arriba desde la base de la columna. Contenía una pequeña cavidad removible.

Carson utilizó una micropipeta para extraer una gota de la solución proteínica y la colocó en el hueco.

—Enfríelo.

Se produjo un fuerte sonido causado por la vibración mientras la máquina congelaba la gota de la solución, y bajaba su temperatura hasta casi el cero absoluto.

—Vacío.

Carson esperó con impaciencia a que el aire de la cámara que contenía el espécimen fuera extraído. El vacío resultante obligaría a todas las moléculas de agua a salir de la solución. Al hacerlo, un débil campo electromagnético permitiría que las moléculas de proteína se asentaran en una configuración de mínima energía. Luego quedaría una película microscópica de moléculas de proteína pura, espaciadas con regularidad matemática sobre la placa de titanio, mantenidas establemente a dos grados por encima del cero absoluto.

—Tenemos luz verde —dijo Susana.

—Adelante.

Lo que ocurrió a continuación siempre le parecía a Carson un truco de magia. La enorme máquina empezó a generar rayos X, que disparó a la velocidad de la luz haciéndolos descender por la parte interior, en vacío, de la columna. Cuando los rayos X de alta energía chocaran con las moléculas de proteína, éstas serían difractadas por las estructuras de rejilla de cristal. Los rayos diseminados serían registrados digitalmente por una serie de chips CCD y enviados, en forma de imagen, hacia la pantalla del ordenador.

Carson observó cómo se formaba una imagen difusa sobre la pantalla, con bandas de oscuridad y de luz.

—Enfoque, por favor —dijo.

Ella manipuló a distancia una serie de rejillas o cratículas de difracción dentro de la columna, que sintonizaron y enfocaron los rayos X sobre el espécimen situado en el fondo. Lentamente, la imagen difusa se hizo más nítida: era una complicada serie de círculos de oscuridad y luz, que a Carson le recordaron la superficie de un estanque punteado por gotas de lluvia.

—Estupendo —musitó—. Procure enfocar todo lo posible.

Carson sabía que la máquina de difracción de rayos X sólo necesitaba del tacto adecuado, y Susana poseía ese tacto.

—Esta es toda la nitidez que se puede conseguir —dijo ella—. Preparada para tomar película y alimentar datos.

—Quiero dieciséis ángulos —dijo Carson.

Susana tecleó las órdenes y los chips CCD captaron la pauta de difracción desde dieciséis ángulos diferentes.

—Serie completa —informó.

—Pasemos la información al ordenador central.

La máquina empezó a cargar los datos de difracción en la red de GeneDyne, desde donde se envió, a través de una línea terrestre exclusiva, a una velocidad de 110.000 bits por segundo, hasta el superordenador de la GeneDyne en Boston. Todos los trabajos procedentes de Monte Dragón tenían prioridad absoluta, y el superordenador empezó a traducir inmediatamente la pauta de difracción de rayos X, para formar un modelo tridimensional de la molécula de la gripe X. Durante más de un minuto quienes se habían quedado a trabajar hasta tarde en la sede central de GeneDyne notaron una ralentización en el funcionamiento de sus ordenadores, mientras se realizaban varios billones de operaciones que se transmitían de regreso a Monte Dragón, donde la imagen apareció recompuesta en el monitor: un racimo asombrosamente complejo de esferas coloreadas, que relucían en un arco iris de vivos púrpuras, rojos, naranjas y amarillos; aquello era la molécula proteínica que constituía la vaina viral de la gripe X.

—Aquí lo tenemos —dijo Carson, observando la imagen por encima del hombro de Susana.

—La causa de tantos terribles sufrimientos y muertes —se oyó la voz de ella en su casco—. Y fíjese qué hermosa es.

Carson siguió mirando fijamente la imagen por un momento. Luego se enderezó.

—Ahora, purifiquemos el segundo tubo de ensayo con el proceso de filtración GEF. Ya ha llegado casi el momento de la descontaminación, así que, de todos modos, tendremos que evacuar el Tanque durante una hora o dos. Luego regresaremos, echaremos otro vistazo y veremos si la molécula ha cambiado.

—Con mucha suerte —gruñó ella—. Pero me siento demasiado cansada para objetar nada. Vamos.

Para cuando la segunda molécula filtrada de gripe X hubo cristalizado sobre la pantalla del ordenador, el amanecer ya empezaba a insinuarse sobre el desierto, a quince metros por encima de sus cabezas. Carson se maravilló una vez más ante la molécula: qué bella era, y qué mortal.

—Ahora, comparemos las moléculas poniéndolas juntas —dijo Carson.

Susana dividió la pantalla en dos ventanas, llamó la imagen de la molécula no filtrada de gripe X, archivada en la memoria del ordenador y la colocó al lado de la molécula filtrada.

—A mí me parecen igual —dijo.

—Hágalas girar a las dos, noventa grados a lo largo del eje X.

—No hay diferencia.

—Noventa grados a lo largo del eje Y.

Observaron mientras las imágenes giraban en la pantalla. De repente se produjo un silencio de asombro.

—Madre de Dios —exclamó Susana, atónita.

—¡Observe cómo se ha desenrollado uno de los pliegues terciarios de la molécula filtrada! —dijo Carson con voz excitada—. Se han despegado los débiles enlaces de sulfuro a lo largo de todo el lado.

—La misma molécula, la misma composición química y, sin embargo, formas diferentes. Tenía usted razón.

—¿De verdad? —preguntó él, y la miró con una sonrisa burlona.

—Muy bien, cabrón, esta vez ha ganado usted.

—Y eso quiere decir que es la forma de una molécula proteínica la que constituye toda la diferencia. —Carson se apartó de la máquina de difracción—. Ahora sabemos por qué el virus de la gripe X continúa mutándose hasta adquirir su forma mortal. Lo último que hacemos siempre, antes de efectuar la prueba in vivo, es purificar la solución mediante el proceso GEF. Y es precisamente este proceso el causante de la mutación.

—El responsable de todo es la técnica de filtración original de Burt —asintió ella—. Estuvo condenado desde el principio.

—Sin embargo, nadie, y menos el propio Burt, pensó que el proceso pudiera tener algún defecto. Se ha utilizado antes sin ningún problema. Y aquí hemos llamado a la puerta equivocada en todas las ocasiones. El empalme del gen y todo lo demás estaban bien desde el principio. Es como revisar meticulosamente los restos de un avión para determinar la causa de un accidente, cuando el problema se originó en instrucciones erróneas de la torre de control.

Se apoyó contra un armario. Empezó a comprender todo el significado del descubrimiento, que sentía como una llamarada ardiente en sus entrañas.

—Maldita sea, Susana. Después de tanto tiempo, hemos conseguido solucionarlo. Lo único que necesitamos ahora es cambiar el proceso de filtración. Es posible que corregirlo requiera cierto tiempo, pero ahora conocemos al verdadero culpable. Podemos considerar que el virus de la gripe X está prácticamente fabricado.

Casi podía imaginarse la expresión de Scopes. Susana guardó silencio.

—Está usted de acuerdo, ¿verdad? —preguntó él.

—Sí.

—Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Por qué esa cara?

Ella le miró antes de contestar.

—Sabemos que el defecto en el proceso de filtración causa mutaciones en la vaina proteínica del virus de la gripe X. Lo que desearía saber es en qué medida puede afectar eso a la PurBlood.

Carson la miró fijamente, sin comprender.

—Susana, ¿a quién le importa eso ahora?

—¿Cómo que a quién le importa? —replicó ella—. ¡PurBlood podría ser un producto mortalmente peligroso!

—No es lo mismo —replicó Carson—. No sabemos si el defecto de filtración afectará a otra cosa aparte de la molécula de gripe X. Además, la clase de pureza necesaria para la gripe X no se aplica necesariamente a la hemoglobina.

—Eso es fácil de decir, cabrón, porque no tiene que inyectarse ese producto en sus venas.

Carson hizo un esfuerzo por contenerse. Aquella mujer intentaba estropearle el mayor triunfo de su vida.

—Susana, piense un momento. Burt la probó consigo mismo, y sobrevivió. El producto lleva varios meses sometido a las pruebas de la FDA. Si alguien se hubiera puesto enfermo, nos habríamos enterado. Teece lo habría sabido. Y, créame, la FDA habría tirado de la cuerda.

—¿Que nadie se ha puesto enfermo? Dígame una cosa, ¿dónde está Burt ahora? ¡En un jodido hospital! ¡Ahí es donde está!

—Su colapso nervioso se produjo meses después de que probara la PurBlood.

—A pesar de todo, es posible que exista una conexión. Quizá se descomponga en el cuerpo, o algo así. —Le miró con expresión desafiante—. Quiero saber qué le hace el proceso GEF a la PurBlood.

Carson suspiró profundamente.

—Son las siete y media de la mañana. Acabamos de lograr uno de los mayores avances en toda la historia de GeneDyne. Y estoy tan cansado que ni siquiera noto las piernas. Voy a informar de esto a Singer. Luego tomaré una ducha y un merecido descanso.

—Adelante, consiga su estrella de oro —le espetó ella—. Yo me quedaré a terminar lo que hemos empezado.

Apagó la máquina, desconectó bruscamente la manguera de aire de su traje, se volvió y salió del compartimiento. Mientras la veía marcharse, Carson oyó otras voces por el intercomunicador, personas que anunciaban su llegada al laboratorio. Empezaba la jornada de trabajo. Se apartó del armario con un gesto de fatiga. Dios santo, qué cansado estaba. Que Susana especulara con PurBlood todo lo que quisiera. Él se disponía a difundir la buena noticia.

Carson salió al exterior y aspiró el aire fresco de la mañana. Se sentía cansado, pero entusiasmado. Aunque probablemente le esperaban otros obstáculos, ahora se encontraba por fin en el buen camino.

Se dirigió hacia el edificio de administración, subió la escalera con pasos lentos y se encaminó hacia el despacho de Singer, situado en una esquina. En el extremo más alejado del vestíbulo principal vio la puerta del despacho del director, abierta, con la luz reflejándose sobre las superficies blancas. En alguna parte, en la distancia, chirrió una impresora.

Al entrar en el despacho, Carson vio a Singer sentado cerca de la chimenea de kiva. Había otro hombre de pie junto a Singer, de espaldas a Carson, un hombre con coleta y sombrero de safari. Singer levantó la mirada.

—Hola, Guy. El señor Nye y yo estábamos a punto de celebrar una reunión privada.

Carson se adelantó.

—John, hay algo que debería usted…

Nye se giró hacia él, movió una mano con impaciencia y le interrumpió. Singer se inclinó sobre la mesita de café y arregló la posición de una revista.

—Guy, en otro momento, por favor.

—Doctor Singer, se trata de algo muy importante.

Singer volvió a mirarlo fijamente, con expresión inescrutable. Carson vio que tenía los ojos inyectados en sangre y cierto tono amarillento alrededor de la pupila. Singer no parecía haberle escuchado; tomó un huevo de malaquita de la mesita de café y empezó a darle vueltas entre las manos.

Nye miró con ceño a Carson, los brazos cruzados sobre el pecho y expresión de enfado.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué es eso tan condenadamente importante?

Carson vio que Singer volvía a dejar el huevo de malaquita sobre la mesa, y que ajustaba su posición meticulosamente. Luego hizo otro tanto con cada uno de los objetos que había sobre la mesa, ajustándolos y cuadrándolos.

—¿Carson? —dijo Nye con tono áspero.

El director levantó la mirada hacia Carson, como si hubiera olvidado que estaba allí. Tenía los ojos acuosos.

En un instante, otras imágenes acudieron a la conciencia de Carson: Brandon-Smith al frotarse las manos en los muslos, un gesto que repetía una y otra vez; Vanderwagon, limpiando y alineando cuidadosamente los cubiertos aquella noche en la cantina, justo antes de arrancarse un ojo.

Los ojos, pensó. Eso era otro elemento en común: todos presentaban los ojos inyectados en sangre.

—Puede esperar —dijo Carson, y retrocedió hacia la puerta.

Nye le observó retirarse. Luego, sin decir palabra, se adelantó y cerró la puerta de golpe.

En la oscuridad de su suite, en el instituto, Scopes se lavó las manos meticulosamente. Luego deambuló de un lado a otro, a la espera del helicóptero que le llevaría a Boston. Desde la habitación delantera se dominaba una vista espectacular del tormentoso Atlántico, pero las pesadas cortinas estaban echadas.

Scopes se detuvo en su deambular y, tras una breve vacilación, se dirigió hacia su ordenador personal. Sabía que el instituto disponía de una línea exclusiva con Flashnet y desde allí, gracias a su código de acceso clave, podía entrar en la red de GeneDyne.

Desde hacía varios días sentía una vaga inquietud, pero la discusión con el periodista del Globe permitió que surgiera con claridad. Había estado claro desde el principio, dada la calidad de la información de Levine sobre la muerte de Brandon-Smith y la investigación sobre la gripe X, que esa información había procedido de alguna parte de la propia GeneDyne, no de fuentes de la FDA o la OSHA. Pero lo que había escapado a la atención de Scopes fue el momento en que Levine dio a conocer esa información.

Levine había conocido detalles sobre la gripe X que ni siquiera aquel bastardo de Teece, el inspector, habría podido conocer hasta su llegada a Monte Dragón. Levine había aireado su información en el programa de Sammy Sánchez cuando Teece todavía estaba husmeando por Nuevo México. Y desde Monte Dragón no había comunicación telefónica normal con el resto del país. Las únicas comunicaciones que salían de Monte Dragón tenían que hacerse a través de la red informática de GeneDyne. El propio Scopes se había ocupado de que fuera así.

Eso significaba que Levine había obtenido su información de una filtración dentro de GeneDyne y, de hecho, de una filtración dentro de Monte Dragón. Y eso significaba a su vez que Levine había logrado un acceso sin precedentes al ciberespacio de la GeneDyne.

Una vez conectado con la red interna de la empresa, Scopes trabajó silenciosa y concentradamente. Al cabo de pocos minutos se encontró en una región del ciberespacio a la que sólo él tenía acceso. Allí, sus dedos le tomaban el pulso a toda la organización: terabytes de datos que abarcaban cada una de las palabras y cifras escritas sobre cada proyecto, correspondencia electrónica, archivo de programa y charlas en directo de los empleados de GeneDyne durante las últimas veinticuatro horas. Después de pulsar unas teclas más, Scopes se movió a través de su región personal de la red, para dirigirse hacia un servidor exclusivo que contenía una sola aplicación masiva, a la que él mismo había llamado, caprichosamente, cifraespacio.

Lentamente, un extraño paisaje se materializó en su pequeña pantalla. No se parecía a ningún otro paisaje de la tierra, y era demasiado complejo y simétrico como para haber sido concebido exclusivamente por una mente humana. Eso representaba el paisaje virtual del ciberespacio de GeneDyne. La aplicación del cifraespacio utilizaba el sistema operativo de GeneDyne para transformar corrientes de datos, contenidos de memoria y todos los procesos activos en formas, superficies, sombras y sonidos. Un extraño sonido, como de suspiro, parecido a notas musicales sostenidas, vibró en los altavoces del ordenador. Para cualquier lego en la materia aquel paisaje resultaría algo surrealista y extraño, pero para Scopes, a quien le encantaba recorrer esta extraña jungla informática a últimas horas de la noche, era algo tan familiar como el patio trasero de su casa.

Scopes recorrió el paisaje y se dedicó a mirar, escuchar y observar con atención. Por un momento, sintió la tentación de acudir a un lugar especial del paisaje, a un secreto entre muchos secretos, pero no disponía de tiempo.

De repente, Scopes se irguió y respiró entrecortadamente. En el paisaje había algo anormal. Se trataba de un hilo invisible que sólo se manifestaba por aquello que oscurecía. Cuando Scopes cruzó el hilo invisible, la extraña música quedó silenciada por un instante. Aquello era un túnel de nada, una ausencia de datos, un agujero negro en el ciberespacio. Scopes sabía lo que era: un canal de información oculto, sólo visible por estar demasiado escondido. Quien hubiera programado ese canal trasero debía ser alguien muy inteligente. No podía haber sido Levine. Levine era brillante, pero Scopes sabía que sus habilidades informáticas eran su talón de Aquiles.

Así pues, Levine contaba con ayuda.

Después de acceder a su reserva de trucos digitales, Scopes seleccionó un relé transparente, listo para ser insertado en el canal. Luego, lentamente, con infinito cuidado, empezó a seguir el hilo por un camino laberíntico que trazaba vueltas y revueltas, y que a veces perdía, para volver a recuperarlo metódicamente, con el propósito de llegar a su objetivo oculto.

Carson encontró a Susana en el laboratorio C, sumida en el trabajo. Sostenía un pequeño frasco de PurBlood, todavía humeante debido a la congelación profunda, situado sobre la mesa de bioprofilaxis.

—Ha estado usted fuera desde hace ocho horas —le dijo ella a través del canal privado—. ¿Lo llevaron en avión a Boston para la ceremonia de entrega de premios?

Carson avanzó hacia su silla y se sentó, aturdido.

—Estuve en los archivos de la biblioteca —dijo.

Susana hizo girar la pantalla del ordenador hacia él.

—Eche un vistazo a esto.

Carson permaneció inmóvil un largo momento. Finalmente, se volvió hacia la pantalla. No deseaba saber lo que Susana hubiese descubierto.

Sobre la pantalla había dos imágenes de cápsulas fosfolípidas, una al lado de la otra. Una era suave y perfecta. La otra aparecía mellada, llena de agujeros y desgarrones allí donde las moléculas se habían visto desplazadas de su orden normal.

—La primera imagen muestra una célula PurBlood no filtrada. La segunda muestra lo que le ocurre a la PurBlood después de haber pasado por el GEF. —La excitación de la mujer se puso de manifiesto incluso a través de los altavoces del casco de Carson. Al confundir su silencio por incredulidad, ella continuó—: Escuche. Usted recuerda cómo se hizo la PurBlood. Una vez encapsulada la hemoglobina, tiene que ser purificada para eliminar todos los productos accesorios de la fabricación y cualquier toxina que hayan podido producir las bacterias. Así pues, utilizaron la filtración GEF de Burt con la hemoglobina para…

Se detuvo de pronto, frunció el ceño y miró a Carson, que se había situado entre ella y la videocámara del laboratorio, bloqueando el objetivo. Movía las manos enguantadas hacia abajo, con un gesto que indicaba que se detuviera. A través del visor ella le vio sacudir la cabeza, y pronunciar en silencio la palabra «alto». De Vaca frunció el ceño.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Ha estado masticando brotes de peyote, cabrón?

Bruscamente, Carson le indicó con gestos que esperara. Luego miró alrededor, por el laboratorio, como si buscara algo. Se dirigió a un armario, extrajo un gran vial de polvos desinfectantes y espolvoreó una ligera capa sobre la superficie acristalada de la mesa de bioprofilaxis. Dio la espalda a la videocámara y escribió sobre el polvo, con el dedo enguantado:

«No use intercom».

Susana miró fijamente las palabras. Extendió después un dedo enguantado y formó un gran signo de interrogación.

«Dígalo aquí», escribió Carson.

De Vaca hizo una pausa y miró a Carson. Luego, lentamente, escribió el mensaje: «PurBlood contaminada por filtración GEF. Burt la usó como probador alfa».

Rápidamente, Carson borró el mensaje y vertió un poco más de polvos desinfectantes sobre la superficie. Luego escribió: «Si Burt fue probador alfa, ¿quiénes fueron probadores beta?».

Observó una expresión de temor en Susana, que pronunciaba en silencio palabras con la boca, pero él no podía comprenderlas.

Entonces escribió: «Biblioteca. Media hora». Tras esperar a que ella asintiera, borró el mensaje con un movimiento del guante.