Decidieron tomar los caballos, para estar de regreso a tiempo del ensayo de emergencia de últimas horas de la tarde. El sol ya había pasado el meridiano y era la hora en que hacía más calor.
Carson observó a Susana colocar una silla sobre el appaloosa de cola recortada.
—Imagino que ha montado antes —dijo.
—Maldita sea —replicó ella al tiempo que pasaba la cincha del flanco y colgaba una cantimplora del pomo—. ¿Acaso cree que los anglos tienen el monopolio? Cuando era adolescente tuve un caballo llamado Barbarian. Era un berberisco español, el caballo de los conquistadores.
—Nunca he visto ninguno.
—Son los mejores caballos para recorrer el desierto. Pequeños, robustos y duros. Mi padre consiguió algunos de una vieja manada española del rancho Romero. Esos caballos no se cruzaron nunca con los anglos. El viejo Romero decía que él y sus antepasados disparaban contra cualquier semental gringo que rondara sus yeguas. —Rio y montó en la silla.
A Carson le gustó su forma de montar, equilibrada y fácil.
Montó en Roscoe y ambos se dirigieron hacia la verja del perímetro, marcaron el código de salida y cabalgaron hacia Kin Klizhini. Las antiguas ruinas asomaban en el horizonte, a unos tres kilómetros de distancia.
—A pesar de todo lo ocurrido, nunca me canso de admirar la belleza de este lugar —comentó Susana mientras cabalgaban.
—Cuando yo tenía dieciséis años —dijo Carson—, pasé un verano en el extremo norte de Jornada, en un rancho llamado Diamond Bar.
—¿De veras? ¿El desierto de allá arriba es como el de aquí?
—Similar. A medida que se avanza hacia el norte aparecen las montañas Fray Cristóbal, que forman un arco. Las nubes de lluvia que se forman en las montañas cruzan por allí, y aquello está un poco más verde.
—¿Qué hizo usted, trabajar en el rancho?
—Sí, después de que mi padre perdiera el rancho trabajé de vaquero durante el verano antes de acudir a la universidad. El Diamond Bar era un gran rancho, de unos mil kilómetros cuadrados entre las montañas San Pascual y la Sierra Oscura. El verdadero desierto empezaba en el límite sur del rancho, en un lugar llamado Lava Gates. Hay un enorme río de lava calcificada que llega casi hasta el pie de las montañas Fray Cristóbal. Entre el río de lava y las montañas queda un estrecho paso, de unos cien metros de anchura. El antiguo Camino Español pasaba por allí. —Rio—. Lava Gates era como las puertas del infierno. Desde allí, nadie quería dirigirse hacia el sur por temor a no poder volver. Y ahora aquí estoy, precisamente en medio.
—En 1598 mis antepasados llegaron por ese camino, con Oñate —dijo ella.
—¿Por el Camino Español? ¿Llegaron a cruzar el Jornada? —Ella asintió con un gesto, entrecerrando los ojos para protegerse del sol—. ¿Cómo encontraron agua?
—Ya vuelve a mostrar recelo en su cara, cabrón. Mi abuelo me dijo que esperaron hasta el anochecer en el último punto donde encontraron agua y que luego arrearon su ganado durante toda la noche; se detuvieron hacia las cuatro de la madrugada para dejar que pastara. Más adelante, su guía apache les llevó hasta una fuente llamada Ojo de Águila, cuya localización se ha perdido. Eso al menos me dijo mi abuelo.
Había una cuestión por la que Carson sentía curiosidad desde hacía tiempo, pero que había tenido miedo de plantear.
—¿De dónde le viene exactamente el apellido Cabeza de Vaca?
Ella le miró con ceño.
— ¿De dónde le viene a usted el apellido Carson?
—Tendrá que admitir que Cabeza de Vaca es un apellido un tanto extraño.
—También lo es ¡Hijo de Car!
—Discúlpeme por haberlo preguntado —dijo Carson, recriminándose por no haber contenido la lengua.
—Si conociera usted su historia española sabría algo sobre la procedencia del apellido. En 1212, un soldado del ejército español marcó un paso con el cráneo de una vaca, y condujo al ejército español a una importante victoria sobre los moros. A aquel soldado se le concedió un título y el derecho a usar el apellido «Cabeza de Vaca».
—Fascinante —dijo Carson con un bostezo. Y probablemente apócrifo, pensó.
—Álvaro Núñez Cabeza de Vaca fue uno de los primeros adelantados españoles en el río de la Plata, en 1540. Procedemos de una de las familias europeas más antiguas e importantes de América, aunque a mí, desde luego, no me interesa esa clase de cosas.
Pero, a juzgar por su expresión de orgullo, Carson se dio cuenta de que sí le interesaba aquella clase de cosas.
Cabalgaron en silencio durante un rato, disfrutando del paseo. Susana iba ligeramente adelantada, con la parte inferior de su cuerpo moviéndose al unísono con el caballo, el torso relajado y sereno, la mano izquierda cogiendo las riendas y la derecha metida en el cinturón. Al aproximarse a las ruinas, se detuvo y esperó a que él la alcanzara.
Ella se volvió y le miró, con un brillo divertido en sus ojos.
—El último en llegar allí es un pendejo —le dijo, y se inclinó sobre su caballo y lo espoleó.
Cuando Carson se recuperó de la sorpresa y lanzó a Roscoe al galope, ella ya le llevaba tres largos de ventaja, con su caballo lanzado a galope tendido, con la cabeza gacha, las orejas planas y los cascos levantando tierra.
Carson le dio alcance y los dos caballos cabalgaron juntos, saltando sobre los bajos matojos de mesquite, con el viento alborotando sus crines. Las ruinas estaban cada vez más cerca, con los muros de piedra recortados contra el cielo azul. Carson sabía que ella tenía la mejor montura, a pesar de lo cual vio con incredulidad cómo Susana se inclinaba sobre la oreja de su caballo y lo animaba con palabras perentorias. Carson azuzó en vano a su montura. Se precipitaron entre los dos muros en ruinas, Susana por delante, con el cabello ondeante al viento como una llamarada negra. Carson vio un muro bajo que surgió repentinamente de entre las arenas pardas. Una bandada de cuervos remontó el vuelo con estridentes graznidos cuando ambos saltaron el muro al unísono y se encontraron al otro lado de las ruinas. Redujeron la marcha a un paso largo y luego al trote, y finalmente volvieron los caballos y los calmaron.
Carson miró a Susana. Tenía el rostro encendido y el cabello hecho un matojo. Ella le miró sonriente.
—Felicidades —dijo—. Ha estado a punto de alcanzarme.
Carson hizo chasquear las riendas.
—Ha hecho trampa. Se me adelantó.
—Usted tiene mejor caballo —dijo ella.
—No. Además, usted es más ligera.
Ella le sonrió.
—Admítalo, cabrón, ha perdido.
Carson le sonrió con expresión inexorable.
—La próxima vez le daré alcance.
—Nadie me da alcance.
Desmontaron y ataron los caballos a una roca.
—La Gran Kiva suele estar situada en el mismo centro del pueblo, o bien lejos de sus bordes —dijo ella—. Confiemos en que no se haya derrumbado por completo.
Los cuervos trazaban círculos en el cielo, y sus distantes graznidos parecían suspendidos en el aire seco.
Carson miró alrededor con curiosidad. Los muros estaban formados por piedras de lava labrada, cimentados con adobe. Los muros y los bloques de las estancias se elevaban por tres lados de las ruinas en forma de U, y el cuarto lado se abría a una plaza central. Había restos de tiestos y trozos de pedernal diseminados por el suelo, bajo sus pies. Buena parte de todo estaba recubierto de arena.
Entraron en la plaza, cubierta desde hacía tiempo por yucas y mesquites. Susana se arrodilló junto al montículo formado por un hormiguero. Las hormigas estaban en el interior para escapar del calor del día. Ella apartó cuidadosamente la tierra con los dedos y examinó el lugar.
—¿Qué hace? —preguntó Carson.
Susana extrajo algo del montículo y lo sostuvo entre los dedos índice y pulgar.
—Eche un vistazo a esto —dijo.
Colocó algo en la palma de la mano de Carson y él lo miró atentamente; era un perfecto y pequeño abalorio de turquesa, con un diminuto orificio practicado en su centro.
—Pulían sus turquesas con hojas de hierba —dijo ella—. Nadie sabe cómo lograban hacer orificios tan pequeños y perfectos sin el uso de metal. Quizá haciendo girar rápidamente y durante horas una diminuta astilla de hueso contra la turquesa. —Se levantó—. Vamos, encontremos esa kiva.
Se dirigieron al centro de la plaza.
—Aquí no parece haber nada —dijo él.
—Nos separaremos y buscaremos más allá del perímetro —dijo Susana—. Yo me encargo del semicírculo norte, y usted del sur.
Carson se dirigió más allá del borde de las ruinas y trazó un amplio arco, recorriendo el desierto con la mirada. La tormenta y los vientos secos habían borrado todo rastro de huellas; era imposible saber si Burt había estado allí. Varios siglos antes, la kiva subterránea habría tenido un techo fundido con el suelo del desierto, con sólo un agujero para dejar escapar el humo a la superficie, único detalle capaz de revelar su presencia. Aunque probablemente el techo se había derrumbado mucho tiempo atrás, existía la posibilidad de que se hubiera mantenido intacto y estuviera completamente oculto por las arenas desplazadas por el viento.
Carson encontró la kiva a unos cien metros hacia el sudoeste. El techo, en efecto, se había derrumbado, y la kiva no era más que una depresión circular en medio del desierto, de unos quince metros de diámetro y quizá dos metros y medio de profundidad. Sus muros estaban formados por roca labrada, de la cual sobresalían unos tocones de las antiguas vigas de madera del techo. Susana acudió corriendo a su llamada, y ambos permanecieron juntos ante el borde. Cerca del fondo, Carson distinguió lugares donde las paredes todavía estaban embadurnadas de adobe y pintura roja. En la base, el viento había acumulado una media luna de arena, ocultando por completo el suelo.
—¿Dónde está el sipapu? —preguntó él.
—Está siempre en el centro exacto de la kiva. Aquí. Ayúdeme a bajar.
Descendió a gatas por el lado, dio unos pasos hacia el centro, se arrodilló y excavó la arena con los dedos. Carson también descendió y se dispuso a ayudarla. A unos quince centímetros debajo de la roca sus manos toparon con una roca plana. Apartó la arena con las manos, excitada, y movió la piedra hacia un lado.
Allí, en el agujero del sipapu, había un gran tarro de plástico para especímenes, todavía con la etiqueta de GeneDyne intacta. En el interior del tarro se veía un pequeño libro de bordes dentados, envuelto en una lona manchada, de color oliva.
—Madre de Dios —exclamó Susana Cabeza de Vaca.
Extrajo el tarro del sipapu, abrió la tapa y cogió el diario, que abrió mientras Carson observaba.
La primera página correspondía al 18 de mayo. Por debajo de la fecha, había caligrafía densa y precisa, tan apretada que en cada espacio del papel rayado había escritas dos líneas.
Carson observó cómo Susana pasaba las hojas con incredulidad.
—No podemos llevar esto a Monte Dragón —dijo Carson.
—Lo sé. Será mejor que empecemos a leer.
Ella volvió a la página inicial.
18 de mayo
Mi querida Amiko:
Te escribo desde las ruinas de una sagrada kiva anasazi, no lejos de mi laboratorio.
La última mañana antes de volar hacia Albuquerque, cuando estábamos preparando mis cosas, me metí este viejo diario en el bolsillo de la chaqueta, dejándome llevar por un impulso. Siempre había tenido la intención de usarlo para anotar mis observaciones de los pájaros. Pero creo que ahora le he encontrado mejor uso.
Te echo terriblemente de menos. La mayoría de personas de aquí son agradables. Creo que a algunos de ellos, como al director, John Singer, puedo considerarlos amigos. Pero aquí somos asociados, antes que amigos, y todos procuramos alcanzar un objetivo común. Se ejerce presión sobre nosotros; una tremenda presión para que avancemos y tengamos éxito. Yo mismo me siento cada vez más introvertido ante tanta presión. La infinita extensión de este terrible desierto no hace sino aumentar mi soledad. Es como si estuviese más allá del fin del mundo.
El papel y los útiles de escribir están prohibidos. Brent quiere saber todo lo que hacemos. A veces, creo que incluso lo que pensamos. Utilizaré este pequeño diario como mi línea vital de comunicación contigo. Hay cosas que quiero contarte, a su debido tiempo. Cosas que nunca aparecerán en los registros centrales de la GeneDyne. En muchos sentidos, Brent sigue siendo un muchacho, con ideas juveniles, y una de esas ideas es que puede controlar todo lo que hagan y piensen los demás.
Espero que no te preocupes si te cuento estas cosas. Pero se me olvidaba que cuando leas esto yo estaré contigo, a tu lado. Y esto no serán más que recuerdos. Quizá el paso del tiempo me permita reírme de mí mismo y de mis mezquinas quejas. O quizá sienta orgullo por lo que haya conseguido aquí.
Hay un largo camino que recorrer para llegar hasta esta kiva, y ya sabes qué mal jinete soy. Pero creo que me sienta bien pasar este tiempo contigo. El diario estará a salvo aquí, bajo la arena. Nadie sale de las instalaciones, excepto el jefe de seguridad, y él tiene sus propios asuntos que atender en el desierto.
Volveré pronto.
25 de mayo
Querida esposa:
Hace un día terriblemente caluroso. Se me olvida una y otra vez la mucha agua que uno necesita en este desolado desierto. La próxima vez traeré dos cantimploras.
No es ninguna maravilla que, en medio de este paisaje yermo y sin agua, toda la religión de los anasazi se dirigiera hacia el control de la naturaleza. Aquí, en la kiva, los sacerdotes de la lluvia llamaban al Pájaro del Trueno para que trajera la lluvia.
¡Oh, divinidad masculina!
Con tus mocasines de nube oscura, ven a nosotros,
con el rayo zigzagueante volando en lo alto, sobre
tu cabeza, ven a nosotros, encumbrándote.
Deseo que con ellos llegue la espuma flotante sobre
el agua que inunde las raíces del grano verde,
deseo nubes oscuras felizmente abundantes,
deseo nieblas oscuras felizmente abundantes,
que vengan contigo, y que felizmente madure mi
grano azulado, hasta los confines de la tierra.
Así rezaban ellos. Es un deseo muy antiguo lo que impulsa esta sed de conocimiento y poder, esta avidez por controlar los secretos de la naturaleza, por traer la lluvia.
Pero la lluvia no llegó. Del mismo modo que tampoco llega hoy.
¿Qué pensarían si pudieran vernos ahora, trabajando en nuestras madrigueras bajo tierra, dedicados no sólo a controlar la naturaleza sino a configurarla según nuestra voluntad?
Hoy no puedo seguir escribiendo. El problema que se me ha planteado exige todo mi tiempo y energía. Resulta difícil escapar de él, incluso aquí. Pero volveré pronto, mi amor.
4 de junio
Querida Amiko:
Te ruego disculpes mi prolongada interrupción. Nuestro programa de trabajo en el laboratorio ha sido diabólico. Si no fuera por los obligados procedimientos de descontaminación, creo que Brent nos haría trabajar sin descanso.
Brent. ¿Cuánto te he hablado de él?
Resulta extraño. Nunca supe que pudiera sentir un respeto tan profundo por un hombre y, sin embargo, detestarlo tanto al mismo tiempo. Supongo que incluso podría odiarlo. A pesar de que, en realidad, no me presiona para que trabaje más rápido, todavía puedo ver su rostro ceñudo, sólo porque los resultados no son los que querría que fuesen. Le oigo susurrar en mi oído: «Sólo cinco minutos más. Sólo una serie de pruebas más».
Brent es probablemente la persona más compleja que he conocido. Brillante, estúpido, inmaduro, frío, despiadado. Dispone de una enorme reserva de ingeniosos aforismos que suelta en cualquier ocasión que se le presenta, y que cita con gran satisfacción. Es capaz de desprenderse de millones al mismo tiempo que discute amargamente por unos cientos. Puede ser sofocantemente amable con una persona, e insoportablemente cruel con otra. Posee unos extraordinarios conocimientos musicales. Es el propietario del último y más exquisito piano de Beethoven, el que supuestamente le impulsó a componer sus tres últimas sonatas. Ni siquiera soy capaz de imaginar el precio que debió de costarle.
Nunca olvidaré la primera vez que hablé con él, cuando todavía trabajaba en la GeneDyne de Manchester, poco después de que consiguiera crear el sistema de filtración GEF. Nuestros resultados preliminares fueron excelentes, y todo el mundo estaba entusiasmado. El sistema prometía la posibilidad de reducir el tiempo de producción a la mitad. El equipo del laboratorio de transfección estaba fuera de sí. Me dijeron que iban a nominarme para el cargo de rector.
Fue entonces cuando recibí la llamada de Brent Scopes. Supuse que era para felicitarme, quizá para ofrecerme otra bonificación. Pero en cambio me pidió que acudiera a Boston en el siguiente avión. Tenía que dejarlo todo, me dijo, para asumir el liderazgo de un proyecto crítico para la GeneDyne. Ni siquiera me permitió acabar con las pruebas finales del GEF, que tuve que dejar en manos de mi equipo en Manchester.
Recordarás mi viaje a Boston. Estoy seguro de que a mi regreso tuve que haberte parecido evasivo, y lo lamento. Brent tiene una forma muy peculiar de hacerle seguir a uno su estandarte, de contagiarte su propio entusiasmo. Pero ahora no hay razón alguna para no hablarte de ello. De todos modos, dentro de pocos meses aparecerá en todos los periódicos.
Mi tarea, por decirlo con sencillez, consiste en sintetizar sangre artificial. En utilizar los vastos recursos de GeneDyne para producir sangre humana mediante ingeniería genética. Según Brent, el trabajo preparatorio ya se ha hecho. Pero deseaba que alguien con mi historial y experiencia se ocupara de dirigir el proyecto. Según él, mi trabajo con el proceso de filtración GEF ha hecho que yo sea la elección perfecta.
Admito que fue una idea noble y que Brent la expresó de un modo extraordinario. Ningún hospital volvería a sufrir escasez de sangre en casos de emergencia, me dijo. La gente ya no tendría que temer posibles transfusiones contaminadas. Quienes tuvieran tipos de sangre raros ya no morirían por falta de sangre adecuada. La sangre artificial de GeneDyne estaría libre de toda contaminación, sería apta para todos los tipos y estaría disponible en cantidades ilimitadas.
Así pues, abandoné Manchester, te dejé a ti y nuestro hogar, todo lo que me era tan querido, y vine a este lugar tan desolado. Para perseguir un sueño de Brent Scopes y, con un poco de suerte, conseguir que el mundo fuera un lugar algo mejor. El sueño se ha hecho realidad. Pero su coste es muy alto.
12 de junio
Querida Amiko:
He decidido utilizar este diario para continuar la historia que inicié en mi última anotación. Quizá ha sido ése mi propósito durante todo este tiempo. Todo lo que puedo decirte es que, después de abandonar esta kiva, en mi última visita, experimenté una profunda sensación de alivio. Así pues, continuaré por mi propio bien, si no para la posteridad.
Recuerdo una mañana, hace unos cuatro meses. Sostenía en la mano un frasco de sangre, la sangre de un ser humano y, sin embargo, había sido producida por una forma de vida tan alejada de un ser humano como quepa imaginar: por un Streptococcus, la bacteria que vive en los excrementos, entre otros lugares. Había empalmado el gen de la hemoglobina humana en el Streptococcus, obligándolo así a producir hemoglobina humana. Grandes cantidades de hemoglobina humana.
¿Por qué usar el Streptococcus? Porque sabemos más del strep que casi de cualquier otra forma de vida. Resulta más fácil trabajar con él en el laboratorio que con el E. coli. Hemos tipificado todo su genoma. Ahora sabemos cómo descomponer su ADN, tomar un gen, y volver a empalmarlo todo de nuevo.
Me disculparás si simplifico el proceso. Mediante el uso de células tomadas del epitelio de una mejilla humana (la mía), extraje un gen situado en el cuarto cromosoma, el 16s rADN, locus D3401. Lo multipliqué un millón de veces e inserté las copias en la bacteria strep, que luego cultivé en grandes tinajas llenas con una solución proteínica. A pesar de lo que pueda parecer, querida, esa parte del trabajo no fue difícil. Eso se ha hecho muchas veces con otros genes, incluido el de la insulina humana.
Fabricamos esta bacteria, esta forma de vida extremadamente primitiva, tan sólo ligeramente humana. Cada bacteria llevaba en su interior un fragmento diminuto e invisible de un ser humano. Ese fragmento humano se hizo cargo, en esencia, de las funciones de la bacteria y la obligó a hacer una cosa: producir hemoglobina humana.
Y eso, para mí, constituye la magia, la verdad irreductible de la genética, la promesa de que nunca se quedará anticuada. Pero también fue entonces cuando empezó el trabajo realmente difícil.
Quizá deba explicarme. La molécula de la hemoglobina está compuesta por un grupo proteínico, llamado globina, que contiene cuatro grupos casados a la fuerza. Lleva el oxígeno a los pulmones, intercambia allí el oxígeno por el anhídrido carbónico de los tejidos, y se deshace de él para que sea exhalado. Es una molécula muy inteligente y muy complicada. Desgraciadamente, la hemoglobina, en sí misma, es mortalmente tóxica. Si inyectaras hemoglobina pura en un ser humano, probablemente sería fatal. La hemoglobina necesita estar encerrada en algo. Normalmente es una célula roja de la sangre o hematíe.
En consecuencia, tuvimos que diseñar algo que encerrara a la hemoglobina y la hiciera segura. Una especie de saco microscópico, por así decirlo. Pero tenía que tratarse de algo que «respirara», que permitiera el paso de oxígeno y el anhídrido carbónico.
Nuestra solución consistió en crear esos pequeños «sacos» a partir de fragmentos de membrana extraídos de células rotas. Utilicé para ello una enzima especial llamada liasa.
Entonces se nos planteó el problema final: purificar la hemoglobina. Eso puede parecer el problema más sencillo. Pero no fue así. Cultivamos las bacterias en grandes tinajas. A medida que aumentó la cantidad de hemoglobina producida por las bacterias, envenenó las tinajas. Todo murió. Nos encontramos con una especie de sopa de desperdicios, compuesta por moléculas de hemoglobina mezcladas con bacterias muertas y moribundas, fragmentos de ADN y ARN, fragmentos cromosómicos y bacterias enfurecidas.
El truco consistía en purificar esa sopa, en separar la hemoglobina sana de toda aquella porquería, de modo que termináramos teniendo hemoglobina humana pura y nada más. Y tenía que ser extremadamente pura. Recibir una transfusión de sangre no es como tomar una pequeña pastilla. En el cuerpo humano hay varios litros de esta sustancia. Hasta la más ligera impureza, multiplicada por esas cantidades, podría causar efectos secundarios impredecibles.
Fue aproximadamente por esta época cuando nos enteramos de lo que estaba sucediendo en Boston. El personal de marketing ya se dedicaba a estudiar, con gran secreto, la mejor forma de comercializar nuestra sangre obtenida por ingeniería genética. Centraron su atención en grupos de ciudadanos normales y corrientes. Descubrieron así que a la mayoría de la gente le aterroriza recibir una transfusión de sangre porque temen la contaminación, desde la hepatitis al sida. La gente deseaba tener la seguridad de que la sangre que recibía era pura y segura.
Así que nuestro producto, todavía no terminado, pasó a llamarse PurBlood, sangre pura. Y desde la central de la empresa llegó la orden de que, a partir de ese momento, el producto pasara a llamarse PurBlood en todos los periódicos, revistas, notas y conversaciones. Cualquiera que lo llamara por su nombre de marca, Hemocil, recibiría una severa amonestación. La orden del departamento de marketing afirmaba, en particular, que la expresión «ingeniería genética» o la palabra «artificial» estaban estrictamente verboten. Al público no le gustaba la idea de que algo se creara mediante ingeniería genética. No le gustaban los tomates obtenidos por ingeniería genética, ni la leche producida por ingeniería genética, y detestaban realmente la expresión «sangre humana artificial por ingeniería genética». No se lo reprocho. La idea de que a uno le bombeen esa sustancia en las propias venas tiene que inquietar al lego en estas cuestiones.
Mi amor, el sol ya desciende sobre el horizonte y tengo que marcharme. Pero volveré mañana. Le diré a Brent que necesito un día libre. Y no es mentira. Si supieras el gran peso que me he quitado de encima por el simple hecho de verter mi alma en estas páginas dedicadas a ti.
13 de junio
Mi querida Amiko:
Llego ahora a la parte más difícil de mi historia. Se trata de una parte de la que dudaba encontrar el valor para contarte. Es posible incluso que decida quemar estas páginas si mi resolución se debilitara. Pero es un secreto que ya no puedo guardar sólo para mí.
Así pues, empecé el proceso de purificación. Fermentamos la solución para liberar la hemoglobina de su prisión bacteriana. La centrifugamos para desprendernos de los desechos. La obligamos a pasar por filtros de cerámica de micrones de espesor. La fraccionamos. Todo ello sin resultado alguno.
Como ves, la hemoglobina es extremadamente delicada. No se la puede calentar; no pueden usarse con ella productos químicos fuertes, no se la puede esterilizar ni destilar. Cada vez que intentaba purificar la hemoglobina, terminaba por destruirla. La molécula perdía entonces su delicada estructura, se «desnaturalizaba» y acababa por ser inútil.
Se necesitaba un proceso de purificación mucho más delicado. Así que Brent me sugirió que utilizara mi propio proceso de filtración GEF.
Comprendí que tenía razón. No había motivo alguno para no hacerlo así. Debió de haber sido un falso sentido de la modestia el que impidió que se me ocurriera antes.
El proceso en el que había estado trabajando en Manchester era un tipo de electroforesis modificada de gel, un potencial eléctrico que atraía exactamente a las moléculas con el peso molecular correcto y las hacía pasar por un conjunto de filtros de gel.
Poner en marcha el proceso, sin embargo, llevó su tiempo, un tiempo en el que Brent se mostró cada vez más impaciente. Finalmente pude purificar tres litros de PurBlood mediante el uso del proceso de gel.
El proceso GEF alcanzó un éxito que ni siquiera yo me esperaba. Utilizando dos de los tres litros como muestras, pude demostrar que la mezcla era pura hasta un margen de error de 16 por millón, de modo que en un millón de moléculas no hubiera más de dieciséis partículas extrañas, y probablemente menos.
Eso puede parecer puro, y es lo suficiente para la mayoría de los medicamentos. Pero en este caso no lo era. La FDA había decidido, con su típica actitud caprichosa, que lo seguro serían cien partes por mil millones. Dieciséis partes por millón no lo era. El número 16 me perseguirá mientras viva. En términos científicos eso significa un grado de pureza de 1,6 x 10-7.
No me interpretes mal, por favor. Estaba convencido, y aún lo estoy, de que la PurBlood es más pura que eso. Lo que sucedía es que no podía demostrarlo. La diferencia es crucial. Pero, para mí, la distinción fue injusta y artificial.
Quedaba por hacer una prueba de pureza, una última prueba que no llevé a cabo porque me sentí descorazonado por las regulaciones de la FDA. Decidí llevar a cabo esa prueba en secreto. Te ruego me perdones, mi amor, pero el caso es que, una noche, en el laboratorio de baja seguridad, me extraje medio litro de sangre, que luego sustituí con una transfusión de PurBlood.
Quizá fue algo imprudente por mi parte, pero no me ocurrió nada y todas las pruebas médicas que me hice demostraron que era segura. Naturalmente, no podía informar de los resultados de esa prueba, pero eso me dejó satisfecho en el sentido de que PurBlood era un producto seguro.
Así pues, hice algo más. Diluí mi último medio litro de PurBlood en agua destilada, en una proporción de quinientos a uno, y llevé a cabo las pruebas que calculan y registran automáticamente la pureza. El resultado fue, naturalmente, una pureza con un margen de error de 32 por mil millones, lo que entraba perfectamente dentro del límite de seguridad impuesto por la FDA.
Eso fue todo lo que tuve que hacer. Ni siquiera necesité redactar un informe, cambiar las cifras o falsificar los datos. Aquella noche, cuando Scopes revisó los resultados de la prueba, supo enseguida lo que significaban. Al día siguiente me felicitó. Estaba exultante.
La pregunta que ahora me hago, la que tú podrías hacerme, es por qué lo hice.
No fue por dinero. Realmente el dinero nunca me ha preocupado mucho, lo sabes muy bien, querida Amiko. El dinero plantea más problemas de los que vale. Tampoco fue por la fama, que supone una terrorífica molestia. Tampoco por salvar vidas, aunque he racionalizado la situación diciéndome que ésa fue la razón.
Creo que fue quizá por deseo puro y duro. Un ardiente deseo de solucionar este último problema, de dar el paso final hacia la realización definitiva. Es el mismo deseo que condujo a Einstein a sugerir el terrible poder que podría tener el átomo en una carta que dirigió a Roosevelt; el mismo deseo que condujo a Oppenheimer a construir la bomba y a probarla a poco más de cuarenta y cinco kilómetros de aquí; el mismo deseo que indujo a los sacerdotes anasazi a reunirse en esta cámara de piedra y rogar al Pájaro del Trueno que enviara la lluvia. Fue el deseo de conquistar la naturaleza.
Pero, y esto es lo que me obsesiona, lo que me ha impulsado a confiarle esto al papel, el éxito de PurBlood no altera el hecho de que hice trampa. Soy muy consciente de ello. Especialmente ahora… ahora que PurBlood ha entrado en la fase de producción masiva, y que me enfrento con otro problema todavía más insoluble que el anterior.
En cualquier caso, querida mía, confío en que puedas comprenderme en el fondo de tu corazón. Una vez me vea libre de este lugar, me haré el firme propósito de no apartarme nunca más de tu lado. Y quizá eso ocurra antes de lo que piensas. Empiezo a sospechar de ciertas personas que hay aquí… Pero sobre eso te escribiré en otra ocasión. Será mejor que termine por hoy.
Nunca sabrás lo bien que me ha sentado el poder contarte este secreto.
30 de junio
Hoy he tardado en llegar hasta aquí. Tuve que seguir un camino secreto. La mujer que limpia mi habitación me ha estado mirando últimamente de forma extraña, y no deseo que me siga. Hablará de ello con Brent, tal como han hecho mi ayudante de laboratorio y el administrador de la red.
Todo ello se debe a que he descubierto la clave. Y ahora debo mantenerme continuamente en alerta.
Uno se da cuenta de quiénes son por la forma en que dejan las cosas sobre sus mesas de despacho. Su propio desorden les delata. Y están contaminados con gérmenes. Hay miles de millones de bacterias y virus ocultos en cada una de las grietas de sus cuerpos. Desearía poder hablar de ello con Brent, pero tengo que continuar como si no sucediera nada, como si todo fuera normal.
Creo que será mejor que no vuelva otra vez aquí.
Carson guardó silencio. El sol descendía sobre el horizonte y su forma se hinchaba en las capas de aire. Los viejos muros de piedra de las ruinas olían a polvo y calor, mezclados con el débil aroma de la corrupción. Uno de los caballos relinchó con impaciencia, y el otro contestó.
Al oír el relincho, Susana se sobresaltó. Rápidamente, introdujo el diario en el recipiente, lo tapó, lo dejó en el interior del sipapu, cubrió el agujero con la roca plana y extendió sobre ella arena.
Se enderezó y se limpió los pantalones.
—Será mejor que regresemos —dijo—. Si no llegamos a tiempo para el ensayo de emergencia, nos harán preguntas.
Salieron de la kiva en ruinas, montaron en sus caballos y se dirigieron lentamente hacia Monte Dragón.
—Precisamente Burt —murmuró Susana mientras cabalgaban—. Precisamente él falsificó sus datos.
Carson guardó silencio, sumido en sus propios pensamientos.
—Y luego se utilizó a sí mismo como cobaya —prosiguió ella.
Él se agitó ante la repentina toma de conciencia.
—Supongo que eso quería decir con «pobre alfa» —dijo.
—¿Qué?
—Teece me dijo que Burt repetía «pobre alfa, pobre alfa». Imagino que se refería a sí mismo, como el sujeto alfa de la prueba. —Se encogió de hombros—. Convertirse en alfa es algo que se corresponde con su carácter. Un hombre como Burt no arriesgaría deliberadamente miles de vidas con una sangre insuficientemente probada. Se hallaba sometido a una terrible presión de tiempo para demostrar su segundad. Así que la probó consigo mismo. Eso no es nada insólito. Tampoco es ilegal hacerlo así. —Se volvió hacia Susana—. Debería admirar usted a ese hombre por haber arriesgado su propia vida. Además, fue el último en reír, ya que demostró que la sangre era segura.
Carson guardó silencio. Algo le importunaba en el fondo de su mente; algo que había aflorado mientras leían el diario. Ahora se mantenía en algún lugar, fuera del alcance de su conciencia, como un sueño olvidado.
—Sí, parece que sigue siendo el último en reír, pero encerrado en un manicomio.
—Ése es un comentario muy cruel, incluso para usted —replicó Carson con ceño.
—Quizá —asintió ella. Tras una pausa, añadió—: Es posible que sea porque todo el mundo habla de Burt como si fuera un gran personaje. Es el hombre que inventó el proceso de filtración de GeneDyne, el que sintetizó la PurBlood. Ahora, en cambio, descubrimos que falsificó los datos.
De repente, Carson fue consciente de que el diario encontrado agitaba una bandera de advertencia en su subconsciente.
—Susana, ¿qué sabe del GEF? —Ella le miró—. Del proceso de filtración que inventó Burt cuando trabajaba en Manchester —aclaró—. Acaba usted de mencionarlo. Siempre nos hemos limitado a suponer que el proceso de filtración funciona con la gripe X. Pero ¿y si no funciona?
La mirada de extrañeza de Susana se transformó en burla.
—Hemos comprobado la gripe X una y otra vez, para asegurarnos de que la cepa que surge del filtro es absolutamente pura.
—Pura sí, pero ¿es la misma cepa que introdujimos al principio del proceso?
—¿Cómo podría el proceso de filtración cambiar la cepa? Eso es imposible.
—Piense en cómo funciona el GEF —dijo Carson—. Se establece un campo eléctrico que atrae a las moléculas proteínicas pesadas a través de un filtro de gel. ¿Correcto? El campo se corresponde exactamente con el peso de la molécula que se desea obtener. Las otras moléculas quedan atrapadas en el gel, mientras que la que se desea conseguir atraviesa el filtro.
—¿Y qué?
—¿Y si el campo eléctrico debilitado, o el propio gel, causara cambios sutiles en la estructura proteínica? ¿Y si lo que surge al otro lado resulta diferente de lo que ha entrado? El peso molecular sería el mismo, pero la estructura se habría visto sutilmente alterada. Una prueba química directa no podría detectarlo. Lo único que se necesita para crear una nueva cepa es el mínimo cambio en la superficie proteínica de una partícula viral.
—No es posible —dijo ella—. El GEF es un proceso patentado y debidamente comprobado. Ya lo han utilizado para sintetizar otros productos. Si hubiera algo erróneo, se habría sabido hace tiempo.
Carson tiró de las riendas de Roscoe y se detuvo.
—¿Alguna de las pruebas de pureza realizadas ha tenido en cuenta esa posibilidad? ¿Esa posibilidad específica? —Ella guardó silencio—. Susana, es lo único que no hemos probado todavía.
Ella le miró durante un largo rato.
—Está bien —dijo finalmente—. Comprobémoslo.
El Instituto Dark Harbor era una casona victoriana, grande y laberíntica, encaramada sobre un remoto promontorio por encima del Atlántico. El instituto contaba con ciento veinte miembros honorarios en su plantilla, aunque apenas residían allí más de una docena de ellos. La responsabilidad de los que acudían al instituto consistía únicamente en pensar. Las aptitudes para pertenecer a él eran igualmente sencillas: ser un genio.
Los miembros estaban encantados con la laberíntica mansión victoriana, que ciento veinte años de tormentas sobre Maine habían dejado sin un solo ángulo recto. Les gustaba especialmente el anonimato, pues ni siquiera los vecinos más cercanos del instituto, la mayoría de ellos visitantes de verano, tenían la más vaga idea de quiénes eran los hombres y las mujeres de gafas que iban y venían de modo tan impredecible.
Edwin Bannister, director gerente asociado del Boston Globe salió de la posada donde había pasado la noche y dirigió la colocación de sus maletas en la parte trasera de su Range Rover, con la cabeza todavía palpitante a causa de los efectos del horrible burdeos que le habían servido durante la cena. Dio una propina al mozo, rodeó el Rover y al hacerlo observó el pequeño pueblo de Dark Harbor, con sus barcas de pesca, el campanario y el aire salado. Muy pintoresco. Demasiado pintoresco. Prefería Boston y el ambiente lleno de humo de la taberna Black Key.
Se sentó al volante y consultó el mapa trazado a mano que le habían transmitido por fax desde el periódico. Había ocho kilómetros hasta el instituto. A pesar de todas las seguridades que se le habían dado, aún dudaba de que su anfitrión estuviera realmente allí.
Bannister aceleró para cruzar un semáforo en ámbar y tomó por la carretera comarcal 24. El vehículo brincó sobre un bache, luego sobre otro, y finalmente dejó atrás el pequeño pueblo. La estrecha carretera avanzaba hacia el este, en dirección al mar, y pasaba después a lo largo de una serie de altos riscos sobre el Atlántico. Bajó la ventanilla. Desde allá abajo llegaba el tronar de la marejada, los graznidos de las gaviotas, el quejumbroso sonido metálico de la boya de señalización.
La carretera atravesó un bosquecillo de píceas y salió a un alto prado cubierto de arbustos de arándanos. Una valla alargada cruzaba el prado, con su rústica extensión interrumpida por una puerta de madera y una caseta rodeada de guijarros. Bannister se detuvo ante la entrada y bajó la ventanilla.
—Bannister, del Globe —dijo sin molestarse en mirar al guarda.
—Sí, señor.
La puerta se abrió con un zumbido y Bannister observó con regocijo que los rústicos troncos de la puerta estaban sostenidos sobre barras de acero negro. Ningún coche bomba sobresaltará a los aquí reunidos, pensó.
El vestíbulo de la mansión, revestido de paneles de roble, parecía vacío, y Bannister se dirigió hacia el salón. Había un fuego encendido en la enorme chimenea, y una serie de ventanales daban al mar, y centelleaban bajo la luz de la mañana. Desde el fondo llegaba una apagada música.
En un extremo alejado distinguió a un hombre sentado en un sillón de cuero, que tomaba café y leía un periódico. El hombre llevaba guantes blancos. El periódico crujía entre los guantes al pasar las páginas. Levantó la mirada.
—¡Edwin! —exclamó sonriente—. Gracias por haber venido.
Bannister reconoció enseguida el cabello sin peinar, las pecas, el aspecto juvenil y la vieja chaqueta sobre la camiseta negra. De modo que, después de todo, sí ha venido.
—Me alegra verle, Brent —dijo Bannister, y tomó asiento en un sillón. Miró alrededor, en busca de un camarero.
—¿Café? —preguntó Scopes, que no le había ofrecido la mano.
—Sí, por favor.
—Aquí nos servimos nosotros mismos —dijo Scopes—. Está sobre la estantería.
Bannister volvió a ponerse en pie, y regresó con una taza de café.
Permanecieron sentados por un momento, en silencio, y a Bannister se le ocurrió que Scopes debía de estar escuchando música. Tomó un sorbo de café y le pareció sorprendentemente bueno.
La música terminó. Scopes lanzó un suspiro de satisfacción, dobló cuidadosamente el periódico y lo dejó junto a un maletín abierto que tenía al lado de su sillón. Se quitó los guantes de lectura, levemente manchados por la tinta de la impresión, y los dejó sobre el papel.
—La Ofrenda musical de Bach —dijo—. ¿La conoce?
—Algo —contestó Bannister.
Confiaba en que Scopes no hiciera otra pregunta al respecto, ya que no sabía prácticamente nada de música.
—Uno de los cánones de la Ofrenda se titula «Quaerendo Invenietis» (Si buscas, descubrirás). Fue el guiño de Bach al oyente para que tratara de averiguar el intrincado código canónico que había utilizado para escribir la música.
Bannister se limitó a asentir con un gesto.
—A menudo pienso en eso como una metáfora para la genética. Se ve el organismo ya terminado, como el ser humano, y se pregunta uno qué intrincado código genético se utilizó para crear algo tan maravilloso. Y luego uno se pregunta, naturalmente, si se tuviera que cambiar un diminuto fragmento de ese intrincado código, ¿cómo se traduciría en forma de carne y huesos? Del mismo modo que cambiar una sola nota de un canon puede terminar a veces por transformar toda la melodía.
Bannister sacó una grabadora del bolsillo de la chaqueta y se la mostró a Scopes, que hizo un gesto de asentimiento. Bannister puso en marcha el aparato y se arrellanó en el sillón, con las manos entrelazadas.
—Edwin, mi empresa se encuentra en una situación complicada.
—¿Cómo es eso?
Bannister ya sabía que la entrevista iba a ser enjundiosa. Cualquier cosa que arrancara a Scopes de su guarida tenía que serlo.
—Ya está enterado de los ataques que Charles Levine ha dirigido contra la GeneDyne. Confiaba en que la gente lo reconociera por lo que es, pero cuesta conseguirlo. Al escudarse bajo las faldas protectoras de la Universidad de Harvard, consigue una credibilidad que no me habría parecido posible. —Scopes meneó la cabeza con pesar—. Conozco al doctor Levine desde hace más de veinte años. De hecho, en otros tiempos fuimos buenos amigos. Me duele ver lo que le ha sucedido. Me refiero a todas esas afirmaciones sobre su padre, que luego ha resultado ser oficial de las SS. No juzgo a un hombre por tratar de proteger la memoria de su padre, pero ¿por qué ha tenido que aprovecharse de una historia tan ofensiva? Eso sólo demuestra que considera la verdad como algo secundario con respecto a sus propios fines. Demuestra que hay que analizar cada una de las palabras que pronuncia. De eso ya se ha encargado la prensa. Todos, excepto el Globe, y sólo gracias a usted.
—Nunca publicamos nada sin verificar previamente los hechos.
—Lo sé, y es algo que aprecio. Y estoy convencido de que la gente de Boston también lo aprecia, sobre todo si tenemos en cuenta que GeneDyne es una de las empresas que más empleo crea en todo el estado.
Bannister inclinó la cabeza.
—En cualquier caso, Edwin, no puedo permanecer sentado y permitir que sigan produciéndose esos ataques tan difamatorios. Pero para eso necesito su ayuda.
—Brent, sabe que no puedo ayudarle —dijo Bannister.
—Desde luego, desde luego. —Brent hizo un movimiento con la mano descartando esa posibilidad—. Mire, ésta es la situación. Es evidente que trabajamos en un proyecto secreto en Monte Dragón. Es secreto porque nos enfrentamos con una competencia despiadada. Estamos en un negocio en el que el ganador se lo lleva todo, ya sabe. La primera empresa que patenta un medicamento gana miles de millones, mientras que el resto tiene que tragarse sus inversiones en investigación y desarrollo.
Bannister volvió a asentir con la cabeza.
—Edwin, quiero asegurarle, como alguien cuyo buen juicio respeto, que en Monte Dragón no se está llevando a cabo nada insólitamente peligroso. Tiene usted mi palabra. Disponemos de las únicas instalaciones de Nivel 5 que existen en el mundo, y nuestra seguridad es la mejor de cualquier empresa farmacéutica del mundo. Eso son hechos comprobados. Pero ni siquiera le pido que se fíe de mi palabra.
Se volvió, sacó del maletín una carpeta y la dejó delante de Bannister.
—En esta carpeta encontrará todo el registro de seguridad de GeneDyne. Se trata de una información que no suele darse a conocer, pero quiero que disponga de esa información para su artículo, y sólo le pido que recuerde una cosa: que no ha procedido de mí.
Bannister miró la carpeta sin tocarla.
—Gracias, Brent. Sin embargo, sabe que no puedo aceptar su palabra de que no esté trabajando con virus peligrosos. El doctor Levine le acusa…
Scopes emitió una risita.
—Lo sé. El virus del juicio final. —Se inclinó hacia adelante—. Y ésa es precisamente la razón por la que le he pedido que viniera. ¿Desea saber cuál es ese virus tan terrible, tan inconcebiblemente mortal? ¿El que, según el doctor Levine, puede acabar con el mundo?
Bannister asintió; sus muchos años de profesión le permitieron ocultar su avidez. Scopes le miraba y sonreía maliciosamente.
—Esto, desde luego, se lo digo extraoficialmente, Edwin.
—Yo preferiría… —repuso Bannister.
Scopes se inclinó y apagó la grabadora.
—Hay una empresa japonesa que trabaja en estos momentos en una investigación muy similar. En este tipo de investigación sobre la línea germinal se encuentran en realidad más avanzados que nosotros. El ganador se lo lleva todo, Edwin, y estamos hablando de unos ingresos anuales de quince mil millones de dólares. Detestaría ver que los japoneses aumentan nuestro déficit comercial con nosotros, así como tener que cerrar la GeneDyne de Boston, sólo porque Edwin Bannister, del Globe, reveló con qué virus estamos trabajando.
—Comprendo —dijo Bannister, y tragó saliva. En ocasiones, era necesario trabajar extraoficialmente.
—Pues bien, el virus en cuestión es el de la gripe.
—¿Pero qué…?
La sonrisa de Scopes se hizo más amplia.
—Trabajamos con el virus de la gripe, el único virus que hay en Monte Dragón. Eso es lo que Levine llama el virus del juicio final.
Scopes se reclinó sobre el sillón, con una amplia sonrisa. Bannister sintió el repentino y desesperado vacío de un artículo de portada que desaparecía entre sus manos.
—¿Sólo el virus de la gripe?
—En efecto. Tiene mi más solemne palabra. Sólo quiero que escriba con la clara conciencia de que GeneDyne no trabaja con virus peligrosos.
—Pero ¿por qué la gripe?
Scopes le miró, sorprendido.
—¿No le parece evidente? Cada año se pierden miles de millones de dólares de absentismo laboral debido a la gripe. Trabajamos para encontrar una cura definitiva para la gripe. No como esas vacunas que se tienen que poner cada año, y que no funcionan en la mitad de las ocasiones. Aquí hablamos de una vacuna permanente, que sólo será necesario tomar una vez.
—Dios mío —musitó Bannister.
—Sólo piense en lo que supondría para el precio de nuestras acciones si tuviéramos éxito. Quienes posean acciones de GeneDyne se enriquecerán. Sobre todo si tenemos en cuenta lo baratas que están últimamente, gracias a nuestro amigo Levine. No se hará rico mañana, pero sí en unos meses, cuando anunciemos el descubrimiento y lo sometamos a las pruebas de la FDA. —Scopes sonrió y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Y vamos a tener éxito.
Luego, se inclinó y volvió a poner en marcha la grabadora.
Bannister no dijo nada. Trataba de imaginar una cifra como quince mil millones.
—Hemos emprendido acciones legales contra el doctor Levine y sus afirmaciones difamatorias —prosiguió diciendo—. De momento ha hecho usted un trabajo excelente al informar de nuestras demandas contra el doctor Levine y Harvard. Pero tengo noticias en ese sentido. Puedo decirle, por ejemplo, que Harvard ha retirado el fuero universitario a la fundación de Levine. Hasta el momento no lo han dado a conocer, pero no tardará en hacerse público. Pensé que esa noticia podría interesarle. Naturalmente, retiraremos la demanda contra Harvard.
—Comprendo —dijo Bannister, y pensó rápidamente: Tiene que haber una forma de salvar esto, después de todo.
—El Comité sobre Cátedras Titulares está revisando el contrato de Levine. En todo contrato universitario existe una cláusula que permite revocar la concesión de una cátedra titular en casos de «inmoralidad manifiesta». —Scopes emitió una leve risita—. Parece algo de la era victoriana, pero arruinará a Levine, se lo aseguro.
—Comprendo.
—Todavía no sabemos cómo lo hizo, pero lo cierto es que algunos matices en sus alegaciones, por lo demás falsas, demostraron que ha utilizado métodos ilegales, por no decir poco éticos, para conseguir información confidencial de GeneDyne. —Scopes deslizó otra carpeta hacia Bannister—. Aquí encontrará los detalles. Estoy seguro de que usted mismo encontrará otros a su manera. Evidentemente, mi nombre no debe aparecer relacionado con nada de esto. Sólo se lo comunico porque es usted el periodista cuya ética más respeto, y porque deseo contribuir a que se escriba un artículo equilibrado y justo. Deje que sean los demás periódicos los que publiquen las diatribas de Levine sin ocuparse de comprobarlas. Sé que el Globe será más cuidadoso.
—Siempre comprobamos los hechos —dijo Bannister.
Scopes asintió.
—Cuento con usted para enderezar las cosas.
Bannister se envaró ligeramente.
—Brent, sólo puede contar con que publicaremos un artículo que presente una exposición objetiva y exacta de los hechos.
—Precisamente —asintió Scopes—. Por eso seré honesto con usted: existe una acusación de Levine que, debo admitirlo, es parcialmente cierta.
—¿De qué se trata?
—Recientemente se produjo una muerte en Monte Dragón. Procuramos no airear el hecho hasta que pueda ser notificado a la familia, pero Levine lo ha descubierto de algún modo. —Scopes se detuvo y su expresión se hizo seria ante el recuerdo—. Una de nuestras mejores científicas resultó muerta en un accidente. Como verá en la primera carpeta que le he entregado, no se observaron ciertos procedimientos de seguridad. Lo notificamos inmediatamente a las autoridades competentes, que enviaron inspectores a Monte Dragón. Se trata de una simple formalidad, claro está, y el laboratorio permanece abierto.
Scopes hizo una breve pausa.
—Conocía bien a esa mujer. Era…, ¿cómo decirlo?, una mujer peculiar. Totalmente entregada a su trabajo. Quizá fuera de trato difícil, pero como científica era brillante, y resulta difícil ser una mujer brillante en el mundo de la ciencia, incluso hoy día. Pasó por momentos muy duros hasta que entró en GeneDyne. Con su muerte he perdido a una buena amiga, además de una gran científica. —Miró fugazmente a Bannister y bajó el tono antes de añadir—: El presidente ejecutivo es el último responsable, y esto es algo con lo que tendré que aprender a vivir el resto de mi vida.
Bannister lo miró, conmovido.
—¿Cómo ocurrió…?
—Murió a causa de una herida en la cabeza —dijo Scopes, y consultó su reloj—. Se me hace tarde. ¿Desea hacer alguna otra pregunta, Edwin?
Bannister recogió la grabadora.
—Por el momento, no.
—Bien. En ese caso espero que sepa disculparme. De todos modos, llámeme si tiene otras preguntas que hacer.
Bannister observó a la delgada y ligera figura de Scopes abandonar el salón, caminando con los pies abiertos, como un pato, sosteniendo un maletín demasiado grande para él. Un tipo extraño. Que también valía una extraña cantidad de dinero.
Mientras Bannister desandaba el camino, a lo largo de los promontorios que daban al Atlántico, volvió a pensar en los quince mil millones de dólares, y en lo que ese anuncio podría hacer para que el valor de las acciones de GeneDyne subiera como la espuma. Se preguntó cuáles serían las operaciones de compraventa que se estaban realizando en ese momento. Decidió comprobarlo. No haría ningún daño llamar por teléfono a su hermano e invertir su dinero en algo un poco más excitante que los bonos libres de impuestos.