Charles Levine se había propuesto llegar muy pronto a Greenough Hall, cerrar con llave la puerta de su despacho y dejar instrucciones a Ray de que no le pasara ninguna llamada ni admitiera a ninguna visita. Había traspasado temporalmente las clases a dos profesores adjuntos, y cancelado su apretado programa de conferencias para los próximos meses. Ésos habían sido los últimos consejos de Toni Wheeler antes de dimitir de su puesto como asesora de relaciones públicas de la fundación. Por una vez, Levine decidió hacer caso de sus consejos. Aumentaba la presión interna de los benefactores de la universidad, y los mensajes telefónicos que le dejaba el decano de la facultad eran cada vez más alarmantes. Levine percibió el peligro y, en contra de lo que le dictaba su naturaleza, decidió no llamar la atención durante algún tiempo.
Al llegar, le sorprendió encontrar a un hombre esperándole delante de la puerta de su despacho, a pesar de que aún eran las siete de la mañana. Instintivamente, Levine le tendió la mano, pero el hombre se limitó a mirarlo.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Levine al tiempo que abría la puerta del despacho y le hacía entrar.
El hombre tomó asiento y colocó su maletín sobre el regazo. Tenía un alborotado cabello gris, pómulos altos y aparentaba unos setenta años de edad.
—Me llamo Jacob Perlstein —dijo—. Soy investigador en la Fundación de Investigación del Holocausto, en Washington.
—Ah, sí. Conozco su trabajo. Tiene usted una sólida reputación.
Perlstein era conocido en todo el mundo por el inquebrantable celo con que había tratado de arrojar luz sobre los campos nazis de la muerte y los guetos judíos de Europa oriental. Levine se acomodó en su silla, extrañado ante la actitud hostil de aquel hombre.
—Iré directamente al asunto que me ha traído aquí —dijo el hombre, con sus ojos negros fijos en Levine, por debajo de unas cejas arrugadas. Levine asintió con un gesto—. Ha afirmado usted que su padre judío salvó muchas vidas de judíos en Polonia, que fue descubierto por los nazis y asesinado por Mengele en Auschwitz. —A Levine no le gustó la forma en que lo dijo, pero guardó silencio—. Que murió a causa de infames experimentos médicos. ¿Es eso correcto?
—Sí —contestó Levine.
—¿Y cómo lo sabe usted?
—Discúlpeme, señor Perlstein, pero no me agrada el tono con que plantea sus preguntas.
Perlstein continuó mirándolo fijamente.
—La pregunta que le he hecho es muy sencilla. Quisiera que me dijera cómo sabe usted todo eso.
Levine hizo un esfuerzo por ocultar su irritación. Había contado aquella historia en numerosas entrevistas y reuniones destinadas a recaudar fondos. Seguramente Perlstein ya la había oído antes.
—Porque yo mismo hice algunas investigaciones. Sabía que mi padre había muerto en Auschwitz, pero eso era todo. Mi madre murió cuando yo aún era muy pequeño. Tenía que averiguar lo que había sido de él. Así pues, me pasé casi cuatro meses en Alemania y Polonia, revisando los ficheros nazis. Fue una época peligrosa, y yo realicé un trabajo peligroso. Cuando lo descubrí, bueno… ya puede imaginarse cómo me sentí. Cambié mi punto de vista sobre la ciencia, sobre la medicina. Abandoné mis sentimientos ambivalentes sobre la ingeniería genética, lo que me llevó a su vez…
—Los ficheros de su padre —le interrumpió el hombre con brusquedad—. ¿Dónde los encontró?
—En Leipzig, donde se guardan esos ficheros. Seguramente usted ya lo sabe.
—Y su madre, embarazada, escapó y le trajo a Estados Unidos. Adoptó usted el apellido de Levine, en lugar del de su padre, que se apellidaba Berg.
—Así es.
—Una historia muy conmovedora —dijo Perlstein—. Resulta extraño que Berg no sea un apellido judío muy común.
Levine se irguió en su asiento.
—No me gusta su tono, señor Perlstein. Diga lo que ha venido a decir y márchese.
El hombre abrió el maletín y sacó una carpeta que dejó con una expresión de repulsión sobre el borde de la mesa de Levine.
—Examine estos documentos, por favor.
Con la punta de los dedos empujó la carpeta hacia Levine.
Contenía un delgado fajo de documentos fotocopiados. Los reconoció inmediatamente; el desvaído tipo de letra gótica y las esvásticas impresas hicieron que acudieran a su mente los recuerdos de aquellas horribles semanas pasadas tras el Telón de Acero, revisando cajas de documentos en archivos húmedos, cuando se sentía impulsado por el abrumador deseo de conocer la verdad.
El primer documento era una reproducción en color de una tarjeta de identidad nazi, en la que se identificaba a un tal Heinrich Berg como un Oberstürmfuhrer de las SS destinado en el campo de concentración de Ravensbrueck. La fotografía parecía mantenerse en excelente estado.
Revisó con rapidez el resto de la documentación, con creciente incredulidad. Había documentos del campo de concentración, listas de detenidos, un informe de la compañía norteamericana que liberó Ravensbrueck, una carta de un superviviente con un sello israelí y una declaración jurada. Los documentos demostraban que una mujer joven de origen polaco, llamada Miyrna Levine, había sido enviada a Ravensbrueck para su «procesamiento». Mientras estuvo allí entró en contacto con Berg, se convirtió en su amante y más tarde fue transferida a Auschwitz. Allí había sobrevivido dedicándose a informar a los nazis sobre los movimientos de resistencia organizados dentro del campo.
Levine levantó la mirada hacia Perlstein, que le miró fijamente, con ojos acusadores.
—¿Cómo se atreve a difundir estas mentiras? —siseó Levine cuando recuperó por fin la voz.
Perlstein inspiró con un sonido rasposo.
—De modo que continúa negándolo. Me lo esperaba. ¿Cómo se atreve a difundir usted sus propias mentiras? Su padre fue un oficial de las SS y su madre una traidora que envió a cientos de personas a la muerte. No es usted personalmente culpable por los pecados de sus padres, pero la mentira con la que vive no hace sino aumentar el mal que ellos causaron, y convierte todo su trabajo en una parodia. Ante los demás, afirma buscar la verdad, y sin embargo no se aplica esa verdad a sí mismo. Usted, que ha permitido que el nombre de su padre haya sido grabado entre los justos en Yad Vashem: Heinrich Berg, ¡un oficial de las SS! Eso es un insulto para los verdaderos mártires. Y ese insulto se dará a conocer.
Las manos del hombre temblaron, aferradas al maletín. Levine se esforzó por mantener la serenidad.
—Estos documentos son falsificados y usted un estúpido por creer en ellos. Los comunistas de Alemania Oriental se hicieron famosos por falsificar…
—Desde que me entregaron esta documentación, hace varios días, tres expertos independientes en documentos nazis han examinado los originales. Son genuinos. No hay ningún error.
Levine se levantó del sillón.
—¡Salga de aquí! —ordenó—. Salga de aquí y llévese esa basura consigo.
Avanzó un paso y levantó un brazo con gesto amenazador.
El anciano trató de coger torpemente la carpeta y el contenido se desparramó por el suelo. Retrocedió hacia el despacho exterior, para luego salir al pasillo situado más allá. Levine cerró la puerta con violencia y se apoyó contra ella; el pulso le latía en la cabeza. Aquello era una mentira monstruosa, y aquel hombre no tardaría en darla a conocer… Pero, gracias a Dios, él disponía de copias certificadas de los documentos reales. Sólo tendría que contratar a un experto para desmontar aquellas toscas falsificaciones. La calumnia vertida contra su padre asesinado era como un puñal en el corazón, pero no era la primera vez que se había visto burdamente atacado, y tampoco sería la última.
Su mirada se posó sobre la carpeta, sus documentos y sus sucias mentiras desparramadas en el suelo, y en ese momento se vio asaltado por un pensamiento terrible.
Se precipitó hacia un archivador cerrado con llave, lo abrió y buscó una carpeta marcada con un apellido: «Berg».
La carpeta estaba vacía.
—Scopes —susurró, atónito.
Al día siguiente, con tono acongojado, el Boston Globe publicaba la historia en la primera página de su segunda sección.
Muriel Page, voluntaria del tenderete del Ejército de Salvación situado en Pearl Street, observó al hombre joven de cabello enmarañado que revisaba el perchero de las chaquetas. Era la segunda vez en la semana que acudía, y Muriel no pudo evitar compadecerse de él. No parecía un drogadicto, ya que iba limpio y parecía despierto; sin duda se trataba de un hombre con poca suerte. Tenía un rostro juvenil, ligeramente desgarbado, que a ella le recordó a su propio hijo, ahora casado, que vivía en California. Sólo que este hombre estaba demasiado delgado. Seguramente no se alimentaba bien.
El hombre revisó el perchero con rapidez, dirigiendo un fugaz vistazo a las chaquetas a medida que las pasaba de un lado a otro.
Se detuvo de repente y sacó una, que se probó sobre la camiseta negra que llevaba; luego se acercó a un espejo cercano. Muriel, que le observaba por el rabillo del ojo, no pudo dejar de admirar el buen gusto del hombre. Era una chaqueta muy bonita, con solapas estrechas y pequeños triángulos y cuadrados sobrepuestos, en rojo y amarillo, sobre un fondo negro. Probablemente era de principios de los años cincuenta. Muy elegante, aunque no se trataba de algo que se pusieran los jóvenes de hoy en día, pensó ella con un poco de pena. La ropa era más elegante en sus buenos tiempos, cuando ella era joven.
El hombre se dio la vuelta, se examinó desde varios ángulos y esbozó una mueca. Se acercó después al mostrador, y Muriel se dio cuenta de que acababa de hacer una venta. Ella le quitó la etiqueta.
—Cinco dólares —le dijo con una sonrisa.
El rostro del joven se puso repentinamente serio tras las gafas oscuras.
—Oh —exclamó—, yo creía…
Muriel vaciló un instante. Probablemente aquellos cinco dólares representaban mucho para él. Se inclinó y le habló con tono de connivencia.
—Se la dejaré por tres si no se lo dice a nadie. —Repasó la tela de la manga entre los dedos—. Es lana genuina.
La expresión del hombre se iluminó; se alisó el cabello enmarañado lentamente.
—Es muy amable por su parte —dijo.
Luego sacó del bolsillo tres arrugados billetes de dólar.
—Es una buena chaqueta —dijo Muriel—. Cuando yo era joven, un hombre que llevara una chaqueta como ésta… ya me entiende. —Le guiñó un ojo. El hombre la miró fijamente y ella se sintió estúpida. Con movimientos bruscos, preparó un recibo y se lo tendió—. Espero que la disfrute.
—Así lo haré.
Muriel se inclinó de nuevo hacia él.
—Aquí mismo, enfrente, tenemos un lugar muy agradable donde puede tomar algo de comida caliente. Es gratuito y no comporta ninguna obligación.
El hombre la miró, receloso.
—¿Nada de arengas religiosas?
—Nada de eso. No obligamos a la gente a escuchar sermones. Allí sólo encontrará comida caliente y nutritiva. Lo único que se necesita es que esté sobrio y no tome drogas.
—¿De veras? —preguntó—. Creí que el Ejército de Salvación era una especie de grupo religioso.
—Lo somos. Pero pensamos que una persona hambrienta no pensará demasiado en su salvación espiritual, sino en su siguiente comida. Alimente el cuerpo y verá libre el alma.
El hombre le dio las gracias y salió. Ella se dirigió a la ventana para mirar y sonrió al ver que se dirigía directamente al local donde ofrecían la comida, tomaba una bandeja ante la puerta, se ponía en la cola y entablaba una conversación con el hombre situado delante de él.
Las lágrimas afloraron a los ojos de Muriel. Aquella expresión, tan ausente como ligeramente perdida, se parecía mucho a la de su propio hijo. Confiaba en que todo lo malo que hubiera sucedido en la vida de aquel hombre pudiera enderezarse.
A la mañana siguiente, la tienda del Ejército de Salvación en Pearl Street y el local de comidas recibieron una donación anónima de un cuarto de millón de dólares, y nadie quedó más sorprendida que la propia Muriel Page cuando se le dijo que aquella donación era en honor del trabajo que ella realizaba.
Carson y Susana descendieron en silencio por el camino de regreso al complejo de Monte Dragón. Fuera de la pasarela cubierta que conducía al complejo residencial, se detuvieron.
—¿Y bien? —preguntó ella, rompiendo el silencio.
—Y bien qué.
—Todavía no me ha dicho si me ayudará a encontrar el diario —repuso con un susurro feroz.
—Susana, ahora tengo trabajó. Y usted también. Ese diario, si es que existe, no se irá a ninguna parte. Déjeme pensar en todo esto durante un tiempo, ¿de acuerdo?
Ella lo miró fijamente. Luego se dio media vuelta sin decir palabra y se dirigió hacia el complejo.
Carson la vio alejarse. Luego, con un suspiro, subió por la escalera que conducía al segundo piso y cruzó la puerta que daba al pasillo frío y oscuro que había más allá. Quizá Teece había tenido razón con respecto al diario secreto de Burt. Y quizá Susana también la tuviera sobre Nye, en cuyo caso lo que Teece pudiera creer ya no importaba. Pero lo que más preocupaba a Carson era aquel horrible momento que había experimentado en lo alto de Monte Dragón, al sentir repentinamente que la fortaleza de sus convicciones se resquebrajaba. Desde la muerte de su padre y la pérdida del rancho, el amor de Carson por la ciencia, su fe en el bien que podía lograr, lo habían sido todo para él. Sin embargo, ahora…
Pero no deseaba pensar más en ello por hoy. Quizá mañana reuniría fuerzas para afrontarlo.
Ya de regreso en su habitación, Carson se quedó contemplando las paredes blancas durante un rato, reuniendo energía para encender el ordenador y empezar a clasificar los datos de las pruebas de la gripe X II. Su mirada se posó sobre el maltrecho estuche del banjo.
Al diablo con todo esto, pensó. Tocaría un rato. Sólo cinco minutos, quizá diez. Necesitaba alejar sus pensamientos de todo aquello.
Al levantar el estuche, su mirada se posó sobre un trozo de papel doblado que había sobre el amarillento fieltro que cubría el banjo. Con ceño, lo cogió y lo desplegó sobre sus rodillas.
Querido Guy:
Siempre he detestado este instrumento infernal. Por una vez, sin embargo, espero que practique usted con regularidad. Por lo visto, ya se había marchado al llegar yo, y no puedo retrasar más mi partida. Ésta me ha parecido la mejor forma, y de hecho la única, de ponerme en contacto con usted.
Como sabe, estaré fuera un par de días. Desde que hablamos, he intentado infructuosamente enterarme de dónde guardó Burt su diario secreto. Usted conoce el complejo de Monte Dragón y los alrededores y, aún más importante, conoce el trabajo de Burt. Es muy posible que, quizá inadvertidamente, Burt dejara alguna clave acerca del paradero del diario. ¿Quiere usted revisar los archivos del ordenador de Burt y ver si puede encontrar esa pista?
Sin embargo, no trate de encontrar el diario usted solo. Deje que eso lo haga yo cuando regrese de mi viaje. Mientras tanto, le ruego que no mencione nada de esto a nadie.
Si hubiera dispuesto de más tiempo, no le habría agobiado con esta tarea. Tengo la sensación de que puedo confiar en usted. Espero no haberme equivocado.
Un cordial saludo.
GIL TEECE.
Carson leyó por segunda vez la nota escrita apresuradamente. Por lo visto, Teece acudió a verle la mañana de la tormenta, y, al no encontrarlo, le dejó el mensaje en el único lugar donde más probablemente sólo lo encontraría Carson. Al abrir el estuche en la terraza de la cantina, la noche estaba oscura y no había visto la nota. Experimentó una punzada de ansiedad al pensar en lo fácilmente que podría haberse caído al suelo de la terraza, sin que él se diera cuenta, para ser descubierto después por Singer. O quizá por Nye.
Desechó ese pensamiento. «Un par de días más y me sentiré tan paranoide como Susana, o incluso como Burt». Se metió la nota en el bolsillo y marcó la extensión de Susana en el circuito cerrado de la residencia.
—¿De modo que es aquí donde vive, Carson? Imaginaba que le habrían dado una de las mejores vistas. Desde mi habitación sólo veo la parte posterior del incinerador. —Susana se apartó de la ventana—. Dicen que la forma que tiene una persona de decorar su propio espacio constituye un buen barómetro de su personalidad —añadió, al tiempo que recorría las paredes desnudas con la mirada—. Tonterías.
Se inclinó sobre el hombro de Carson mientras éste encendía el ordenador.
—Aproximadamente un mes antes de marcharse de Monte Dragón, las anotaciones de Burt empezaron a hacerse más cortas —dijo Carson mientras se registraba—. Si Teece tiene razón, fue entonces cuando empezó a llevar su diario secreto. Si en las notas de Burt incluidas en el ordenador existe alguna clave en cuanto a su paradero, creo que deberíamos empezar por ahí.
Inició el recorrido del texto por la pantalla. Mientras las fórmulas, listas y datos pasaban con rapidez, recordó la primera vez que había leído el diario durante su primer día de trabajo en el Tanque de la Fiebre, algo que le parecía había ocurrido hacía mucho tiempo. Se sintió incómodo al pasar de nuevo por la pantalla los experimentos fracasados, el registro de unas esperanzas que se veían alternativamente animadas y destruidas. Todo ello le recordaba lo que él mismo experimentaba.
A medida que pasaba el texto, las notas del científico aparecían cada vez más salpicadas por las conversaciones mantenidas con Scopes, por anotaciones personales e incluso por sueños.
«20 de mayo.
»Anoche soñé que deambulaba perdido por el desierto. Me dirigí hacia las montañas y todo se hizo más y más oscuro. Luego apareció una gran luz, como un segundo amanecer, y una vasta nube en forma de hongo se elevó por detrás de la cadena montañosa. Sabía que estaba asistiendo a la explosión de Trinity. Vi la oleada de la onda expansiva que se abalanzaba sobre mí, y desperté».
—Maldita sea —exclamó Carson—, si confiaba anotaciones como éstas a su diario conectado a la red, ¿por qué se molestó en llevar un diario secreto?
—Continúe —le animó Susana.
Él lo hizo.
«2 de junio.
»Esta mañana, al sacudirme los zapatos, cayó un pequeño escorpión al suelo, medio aturdido.
Sentí pena por él y lo saqué fuera…».
—Continúe, continúe —insistió ella.
Carson obedeció. Empezaron a aparecer versos entre los cuadros de datos y las notas técnicas. Finalmente, cuando ya surgían los primeros vestigios de la locura de Burt, las notas degeneraban en una confusa mezcolanza de imágenes, pesadillas y frases sin significado. Luego estaba la última y horrorosa conversación con Scopes, un verdadero estallido de manía apocalíptica, y llegó así al final del archivo.
Se quedaron sentados, mirándose el uno al otro.
—Aquí no hay nada —dijo Carson.
—No pensamos como Burt. Si usted fuera Burt y deseara incluir una clave en el registro, ¿cómo lo haría?
—Probablemente no lo haría —contestó él con un encogimiento de hombros.
—Sí, lo haría de alguna forma. Teece tenía razón; de una forma consciente o inconsciente, eso es propio de la naturaleza humana. Primero tendría que asumir que Scopes lo iba a leer todo, ¿no es así?
—En efecto.
—Entonces, ¿qué es lo que Scopes leería con menos probabilidad aquí?
Se produjo un breve silencio.
—La poesía —dijeron los dos al unísono.
Retrocedieron en el texto hasta el punto en que aparecían los primeros poemas en el diario, y a partir de ahí avanzaron lentamente. La mayoría de las poesías, aunque no todas, versaban sobre temas científicos: la estructura del ADN, quarks y gluones, el Big Bang y la teoría del encadenamiento.
—¿Se ha dado cuenta de que estos poemas empiezan a aparecer aproximadamente cuando las entradas se hacen más cortas? —señaló Carson.
—Nadie había escrito nunca poesía como ésta —dijo ella—. A su modo, es hermosa.
Leyó en voz alta:
Hay una sombra en esta placa de cristal.
Una prolongada exposición al alcance de la emisión
de hidrógeno alfa
produce resultados satisfactorios.
M82 fue en una vez diez mil millones de estrellas,
ahora ha regresado al lento y perezoso polvo de la creación.
¿Es éste el poderoso trabajo
del mismo Dios que encendió el Sol?
—No acabo de comprenderlo.
—Se refiere a Messier 82, una galaxia muy extraña situada en Virgo. Toda la galaxia explotó y aniquiló a diez mil millones de estrellas.
—Interesante. Pero no creo que sea eso lo que estamos buscando.
Continuaron la revisión del texto.
Una casa negra bajo la lámina del sol.
Los cuervos se elevan al acercarse uno.
Trazan círculos y flotan, graznando al sobrevolar,
a la espera de que regrese el vacío.
La Gran Kiva
está medio llena de arena,
pero el sipapu
aparece abierto.
Vacía su grito silencioso en el cuarto mundo.
Al marcharse uno
los cuervos descienden de nuevo,
y lanzan graznidos de satisfacción.
—Hermoso —comentó Susana—. Y me suena familiar. Me pregunto qué será esa casa negra.
Carson se irguió de repente en la silla.
—Kin Klizhini —dijo—. Es el nombre apache de «casa negra». Se refiere a las ruinas situadas al sur de aquí.
—¿Sabe usted apache? —preguntó Susana y le miró con curiosidad.
—La mayoría de los que trabajaban en nuestro rancho eran apaches —contestó él—. Algo aprendí cuando era muchacho.
Se produjo un silencio mientras ambos volvían a leer el poema.
—Demonios —exclamó finalmente Carson—. No veo nada de interés.
—Espere. La Gran Kiva era la cámara religiosa subterránea de los indios anasazi. El centro de la kiva contenía un agujero, el sipapu, que según los indios conectaba este mundo con el de los espíritus, situado por debajo. A eso lo llamaban el cuarto mundo. Nosotros vivimos en el quinto mundo.
—Eso lo sé —dijo él—. Pero sigo sin ver ninguna pista aquí.
—Vuelva a leer el poema. Si la kiva estaba llena de arena, ¿cómo podía estar abierto el sipapu?
Carson se volvió a mirarla.
—Tiene razón.
Ella lo miró y sonrió burlona.
—Por fin, cabrón, por fin ha aprendido a decir la verdad.