Carson salió del edificio de administración a las cinco y se detuvo, extrañado. Todas las instalaciones de Monte Dragón se hallaban envueltas en los restos de la tormenta de polvo, como figuras oscuras que emergieran de un sudario de tono anaranjado. El paisaje estaba mortalmente quieto. Carson olisqueó, como comprobando el aire. Era árido, como el polvo de los ladrillos, y extrañamente frío. Al avanzar, sus botas se hundieron un par de centímetros en una tierra polvorienta.
Esa mañana había acudido a trabajar muy temprano, antes de la salida del sol, ansioso por terminar con el análisis del virus de la gripe X II. Trabajó con diligencia, olvidando casi por completo la tormenta que rugía por encima de la insonorizada fortaleza subterránea del Tanque de la Fiebre. Susana llegó una hora más tarde. Ella también había logrado sobrevivir a la tormenta, pero por poco.
Éste debe de ser el aspecto que ofrece la superficie de la luna. O cuando se produzca el fin del mundo, pensó ahora, de pie fuera del edificio de administración. Había visto muchas tormentas en el rancho, pero ninguna como aquélla. El polvo había cubierto los edificios blancos y las ventanas. Montones de arena se habían acumulado en alargadas ondulaciones alrededor de cada poste y elevación vertical. Era un mundo extraño, crepuscular, monocromático.
Carson echó a andar hacia el complejo residencial, incapaz de ver más allá de quince metros en el espeso aire. Pero, tras un momento de vacilación, dio media vuelta y se dirigió hacia el corral de los caballos. Se preguntó cómo estaría Roscoe. Sabía que los caballos podían enloquecer en sus corrales durante una fuerte tormenta, y que a veces se rompían una pata.
Afortunadamente estaban ilesos, cubiertos de polvo y con aspecto nervioso, pero no habían sufrido daños. Roscoe dobló la cabeza a modo de saludo, y Carson le acarició el cuello. Deseó haber llevado una zanahoria o un terrón de azúcar. Acarició al animal rápidamente y luego oyó un sonido procedente de la explanada de ensillado, amortiguado por el polvo. Al levantar la mirada, vio una sombra que surgía de entre el manto de polvo. Vaya, hay algo vivo ahí fuera; algo muy grande, pensó. La sombra se desvaneció y luego reapareció. Carson oyó el ruido de la puerta del perímetro. Aquello se acercaba.
Miró la puerta abierta del cobertizo y la figura fantasmal de un hombre y un caballo surgieron del polvo. El hombre llevaba la cabeza gacha y el caballo daba temblorosos pasos, exhausto y a punto de derrumbarse.
Era Nye.
Carson retrocedió hacia los oscuros rincones del fondo del cobertizo y se ocultó en un establo vacío. Lo último que deseaba era tener otro encuentro desagradable con aquel hombre.
Oyó la puerta cerrarse y luego el sonido de unas botas sobre el suelo del cobertizo cubierto de aserrín. Nye debía de llevar su caballo hacia el establo. Carson se agachó y miró por un resquicio de la madera.
El jefe de seguridad estaba cubierto de un polvo pardusco, de la cabeza a los pies. La capa de polvo sólo se veía interrumpida por los ojos negros y la línea de la boca, cubierta por una costra.
Nye se detuvo en la parte donde se colgaban los arreos y desató con movimientos lentos la funda del rifle y las alforjas, que dejó en una percha. Quitó luego la silla del lomo del caballo y la dejó sobre un soporte, colocando después la manta sobre la silla. Cada uno de sus movimientos levantaba nubecillas de polvo gris.
Nye condujo al caballo hacia su establo, fuera de la vista de Carson, que lo oyó almohazarlo y murmurarle palabras tranquilizadoras. Oyó cómo cortaba la cuerda de una bala de heno, que luego desparramó sobre el suelo del establo, y el sonido de una manguera llenando un cubo de agua. Unos momentos más tarde, Nye reapareció. De espaldas a Carson, sacó una pesada caja de tachuelas de un rincón del cobertizo y abrió la cerradura. Regresó después a las alforjas, desató la correa de una y extrajo lo que a Carson le parecieron dos cajas envueltas en un trozo de papel arrugado. Las colocó sobre el suelo de la parte donde se guardaban los arreos, extrajo de la alforja lo que parecía un rotulador, se inclinó sobre el papel y empezó a escribir. Carson pegó el ojo al resquicio, esforzándose por ver mejor. El trozo de papel parecía viejo y gastado y sólo pudo ver una frase, escrita con letras grandes, sobre su borde superior: «Al despertar el alba el águila del sol se levanta en una aguja de fuego».
De repente, Nye se incorporó, alerta. Miró alrededor como si buscara la fuente de algún sonido. Carson se hundió entre las sombras, al fondo del cobertizo. Oyó algo que se arrastraba, el clic de una cerradura y unos pesados pasos. Volvió a mirar por el resquicio y vio al jefe de seguridad abandonar el cobertizo, como una aparición grisácea que se desvaneciera en la neblina del polvo.
Carson dejó transcurrir unos momentos antes de incorporarse y dirigirse al establo de Muerto, el caballo de Nye. Estaba con las patas separadas y un hilillo de saliva le colgaba de la boca. Se inclinó y le palpó los tendones. Estaban calientes, pero no demasiado inflamados. La corona también estaba caliente, pero los cascos se encontraban en buen estado, y la mirada del caballo era clara. Por lo visto, Nye había obligado al animal a cabalgar más de cien kilómetros en las últimas doce horas. Pero Muerto no había sufrido lesiones y se repondría al cabo de un día. Nye había sabido cuándo dejarlo. Y tenía un magnífico caballo. El cero marcado en la quijada derecha y una marca en la parte superior del cuello indicaban que el animal estaba registrado en la Asociación Americana de Caballos Pintos y en la Asociación Americana de Pedigrí Equino. Le dio unas palmadas en el flanco, admirado.
—Eres un caballo muy caro —murmuró.
Carson abandonó el establo y se dirigió hacia la entrada del cobertizo; miró a través del polvo suspendido en el aire. Nye ya había desaparecido hacía rato. Cerró la puerta del cobertizo y se dirigió rápidamente hacia su habitación, tratando de imaginar por qué Nye había arriesgado la vida en medio de una tormenta de polvo, o por qué arriesgaba su puesto de trabajo escribiendo una frase incomprensible, en español, en un sitio donde estaba prohibido tomar notas.
Carson cruzó la cantina y salió al balcón, con el estuche del banjo golpeándole en las rodillas. La noche era oscura, con la luna tapada por las nubes, pero sabía que el hombre sentado junto a la barandilla del balcón era Singer.
Desde su primera conversación en la terraza, Carson había observado a menudo a Singer sentado allí fuera, disfrutando de la noche, ensimismado en arrancar acordes y melodías a su maltrecha guitarra. Invariablemente, Singer le saludaba con un gesto de la mano y le sonreía. Pero Singer parecía haber cambiado después de la muerte de Brandon-Smith. Ahora se mostraba más reservado. La llegada de Teece, y el repentino ataque de Vanderwagon en el comedor, no hicieron más que intensificar el estado de ánimo melancólico de Singer. Aún se sentaba en la terraza de la cantina por las noches, pero ahora se quedaba con la cabeza gacha en medio del silencio del desierto, con la guitarra en el suelo, a su lado, silenciosa.
Durante las primeras semanas, Carson se había reunido con frecuencia con el director, en la terraza, para charlar un rato. Pero a medida que pasó el tiempo y aumentó la presión, siempre había más investigación urgente que hacer, más notas de laboratorio que registrar en el ordenador de su habitación, después de las horas de trabajo. Esa noche, sin embargo, estaba decidido a tomarse un respiro. Singer le caía bien, y no le gustaba verle tan ensimismado, sin duda mortificado por todos los problemas recientes. Quizá pudiera ayudarle a distenderse un poco. Además, la conversación con Teece había despertado en Carson dudas persistentes acerca de su propio trabajo. Sabía que Singer, con su fe inconmovible en las virtudes de la ciencia, sería el tónico perfecto.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Singer con aspereza. La luna salió en ese momento de entre las nubes e iluminó momentáneamente la terraza. Singer distinguió a Carson—. Ah… Es usted. Hola, Guy.
—Buenas noches. —Carson se sentó junto al director. Aunque habían limpiado la terraza del manto de polvo, al tomar asiento se levantaron nubecillas de polvo—. Hermosa noche —dijo tras un silencio.
—¿Ha visto la puesta de sol? —preguntó Singer.
—Ha sido increíble.
Como si hubiera querido compensar la furia de la tormenta de polvo, la puesta de sol de aquel día sobre el desierto había sido un despliegue espectacular de color contra el halo humeante del horizonte.
Carson se inclinó, abrió el estuche y extrajo su banjo Gibson. Singer le observó, con una chispa de interés en sus ojos.
—¿Es un RB-3?
Carson asintió con un gesto.
—Mástil de cuarenta trastes. Es más o menos de 1932.
—Es una verdadera belleza —dijo Singer, que forzó la vista a la luz de la luna, apreciando el instrumento.
—Dios santo, ¿ésa es la caja original recubierta de piel de becerro?
—En efecto. —Carson tamborileó suavemente con las yemas de los dedos sobre la sucia caja—. No les gustan las condiciones climáticas del desierto, y éste desafina con frecuencia. Algún día lo romperé y tendré que comprar uno de plástico. Mire, eche un vistazo.
Le tendió el bajo a Singer, que le dio la vuelta en las manos.
—Clavijero y puente de caoba. Y también mástil original de Presto. Supongo que el alma es de acero, ¿verdad?
—Sí, aunque ha cedido un poco.
Singer se lo devolvió.
—Es una pieza de museo. ¿Cómo lo consiguió?
—De un obrero del rancho que trabajó para mi abuelo. Un día tuvo que largarse con demasiada rapidez. Ésta es una de las cosas que dejó atrás. Permaneció durante décadas en lo alto de una estantería, acumulando polvo, hasta que yo fui a la universidad y me aficioné al bluegrass.
Mientras hablaban, Singer pareció perder algo de su melancolía.
—Escuchemos cómo suena.
Se inclinó, y tomó su vieja Martin. La acarició pensativamente, templó una o dos cuerdas y luego inició la inconfundible melodía de Salt Creek. Carson escuchó por un momento, y asintió con movimientos de cabeza mientras se unía a la música, produciendo los acordes de acompañamiento. Hacía muchos meses que no practicaba, y sus dedos ya no eran lo que habían sido en Harvard, pero se fueron animando gradualmente y trató de doblar algunos acordes. Entonces, de repente, Singer se hizo cargo del acompañamiento y Carson se encontró interpretando un solo, sonriente, casi aliviado al descubrir que sus arranques seguían siendo resueltos y que el trabajo con una sola cuerda era limpio.
Terminaron con una despedida mutua y completa, y Singer atacó inmediatamente Clinch Mountain Backstep. Carson se introdujo en el acompañamiento de la melodía, admirado por las dotes del director con la guitarra. Singer, mientras tanto, parecía totalmente enfrascado, y tocaba con el abandono propio de un hombre repentinamente liberado de una pesada carga.
Carson siguió a Singer a través de los fuertes y antiguos cambios de Rocky top, Mountain Dew y Little Magie, sintiéndose cada vez más cómodo, y permitiéndose finalmente una escala rápida que arrancó una sonrisa y un gesto de asentimiento del director. Singer inició una elaborada coda final, y ambos acabaron con un estrepitoso acorde en sol. Cuando se apagó el eco, Carson creyó escuchar el débil sonido de unos aplausos procedentes del complejo residencial.
—Gracias, Guy —dijo Singer; dejó la guitarra a un lado y se frotó las manos con satisfacción—. Hace tiempo que tendríamos que haberlo hecho. Es usted un músico excelente.
—No estoy a su altura —dijo Carson—. Pero gracias de todos modos.
Los dos hombres se quedaron contemplando la noche. Singer se levantó y entró en la cantina para pedir algo de beber. Un hombre de aspecto desmelenado pasó junto a la terraza, enumerando con los dedos y murmurando en algo que sonaba a ruso angustiado. Ése debe de ser Pavel, el tipo del que me habló Susana, pensó Carson. El hombre desapareció tras una esquina, perdiéndose en la noche. Un momento después, Singer regresó desde el interior. Sus movimientos eran más lentos, y Carson percibió que el peso de la responsabilidad que se había desvanecido temporalmente durante la interpretación musical, había vuelto a asentarse sobre sus hombros.
—¿Cómo le van las cosas, Guy? —preguntó Singer volviendo a sentarse en la silla—. Hace mucho tiempo que no hablamos.
—Supongo que la visita de Teece le ha mantenido muy ocupado —dijo Carson.
La luna se había ocultado tras unas espesas nubes, y percibió, más que vio, cómo el director se tensaba al escuchar el nombre del inspector.
—Menudo engorro resultó todo eso —dijo Singer. Bebió un sorbo del vaso—. No puedo decir que sienta mucha simpatía por el señor Teece. Es una de esas personas que actúan como si lo supieran todo, pero no revelan nada. Al parecer obtiene la información mediante el método de enfrentar a los demás entre sí. ¿Sabe lo que quiero decir?
—No hablé mucho con él. No parecía muy complacido con el trabajo que hacemos aquí —dijo Carson, que procuró elegir las palabras cuidadosamente.
—No se puede esperar que todo el mundo lo comprenda —dijo Singer con un suspiro—, y mucho menos que aprecie lo que tratamos de hacer. Eso es especialmente aplicable a burócratas y reguladores. Ya he conocido antes a personas como Teece; suelen ser científicos fracasados. Y en gente así pesan los celos. —Tomó otro sorbo—. Bueno, tarde o temprano tendrá que entregarnos su informe.
—Probablemente será más temprano que tarde —comentó Carson, que al punto lamentó su comentario.
Sintió los ojos de Singer fijos en él, en la oscuridad.
—Sí. Se marchó de aquí con bastante precipitación. Insistió en llevarse uno de los Hummers y conducir hasta Radium Springs. —Singer bebió otro sorbo—. Usted fue el último en hablar con él.
—Me dijo que quiso reservarse para el final a los más cercanos al proyecto de la gripe X.
—Hummm. —Singer se acabó su bebida y dejó el vaso en el suelo. Luego se volvió hacia Carson—. Bueno, a estas alturas ya habrá tenido noticias de Levine. Eso no nos facilitará las cosas. Seguramente regresará con nuevas preguntas.
Carson sintió un escalofrío.
—¿Levine? —preguntó con la mayor naturalidad posible.
Singer seguía mirándole.
—Me sorprende que no lo sepa. La radio no habla de otra cosa. Me refiero a Charles Levine, el de la Fundación para la Política Genética. Hace unos días dijo ciertas cosas muy desagradables sobre nosotros en un programa de televisión. El valor de las acciones de la GeneDyne ha bajado espectacularmente.
—¿De veras?
—Hoy mismo han bajado cinco puntos y medio. La empresa ha perdido casi quinientos millones de dólares en valor de sus acciones. No necesito decirle lo que eso significa para nuestras acciones, las suyas y las mías.
Carson no supo qué decir. No le preocupaba el valor de las pocas acciones que poseía de GeneDyne, sino algo muy diferente.
—¿Qué dijo Levine?
—Eso no importa mucho —contestó Singer con un encogimiento de hombros—. De todos modos, no es más que un maldito embustero. Andan en busca de algo que utilizar contra nosotros, de algo que nos obligue a detenernos.
Carson se humedeció los labios. Nunca había oído a Singer salirse de tono.
—¿Qué va a suceder, pues?
Una expresión de satisfacción cruzó brevemente los rasgos de Singer.
—Brent se ocupará de todo —le aseguró—. Ésa es precisamente la clase de juego que más le gusta.
El helicóptero se aproximó a Monte Dragón procedente del este, a través del espacio aéreo restringido de la White Sands Missile Range. Pasaba de la medianoche, la luna había desaparecido tras las nubes y el desierto se había convertido en una interminable alfombra negra. Las palas del helicóptero eran de un diseño militar que amortiguaba el ruido, y el motor estaba insonorizado para reducir al mínimo el ruido. Las luces de posición y las señalizaciones de cola estaban apagadas, y el piloto usaba el radar de descenso para buscar su objetivo.
El objetivo era un pequeño transmisor, situado en el centro de una lámina reflectora de mylar. Junto al transmisor había un Hummer, con el motor y las luces apagadas.
El helicóptero se posó cerca del mylar, destrozándolo, y al punto la oscura silueta de un hombre salió del Hummer y corrió hacia el helicóptero; llevaba en una mano un maletín metálico con el logotipo de la GeneDyne. La portezuela se abrió y un par de manos cogió el maletín. En cuanto se hubo cerrado de nuevo la portezuela, el helicóptero se elevó, se ladeó y desapareció de nuevo en la negrura de la noche. El Hummer se puso en marcha poco después y se alejó del lugar, siguiendo, con ayuda de los faros protegidos, las dos marcas de ruedas que había dejado al llegar hasta allí. Un jirón de mylar, elevado por una ráfaga de viento, se ensortijó y fue arrastrado. Pocos momentos después, un silencio sepulcral volvió a descender sobre el desierto.
Ese domingo, el sol se elevó sobre un cielo prístino. En Monte Dragón, el Tanque de la Fiebre estaba cerrado, como era habitual, para su descontaminación, y el personal científico disponía de tiempo libre hasta el ensayo obligatorio de emergencia que se realizaría a últimas horas de la tarde.
Mientras preparaba café, Carson miró por la ventana el cono negro de Monte Dragón, apenas visible a la débil luz del alba. Habitualmente, pasaba los domingos como el resto del personal: en su habitación, con el ordenador personal por toda compañía, tratando de poner al día el trabajo atrasado. Pero ese día decidió subir a la cumbre de Monte Dragón. Desde su llegada se había dicho muchas veces que lo haría algún día. Además, la sesión con Singer le había despertado las ganas de volver a tocar, y sabía que los agudos sonidos nasales del bajo arrancando ecos a través del complejo residencial incitarían por lo menos media docena de airados mensajes por correo electrónico a través del circuito cerrado del laboratorio.
Vertió el café en un termo, se colgó el banjo del hombro y se dirigió a la cafetería para recoger unos bocadillos. El personal de cocina, que habitualmente no hacía más que charlar, estaba hosco y silencioso. No podían sentirse alterados todavía por lo que le había ocurrido a Vanderwagon. Seguramente es por lo temprano de la hora, se dijo Carson. En los últimos días, todo el mundo parecía de mal humor.
Después de registrar su salida ante el guardia del perímetro, tomó por el camino de tierra que daba un rodeo hacia el nordeste, en dirección a Monte Dragón. Al llegar a la base, inició el ascenso hacia la cumbre. Abandonó el camino principal para seguir un sendero estrecho y escarpado. Notaba el peso del instrumento sobre su espalda, y las cenizas se deslizaban bajo sus pies mientras ascendía. Tras media hora de duro esfuerzo, consiguió llegar a la cumbre.
Se trataba de un clásico cono de ceniza, con el centro ahuecado por la antigua erupción. A lo largo del borde crecían unos matojos de mesquito. En el extremo opuesto, Carson vio una serie de torres de radio y de microondas, y un pequeño cobertizo blanco rodeado por una valla de cadena.
Se volvió y respiró profundamente, dispuesto a disfrutar de la vista. En el preciso momento del amanecer, el suelo del desierto era como un estanque de luz que se ondulaba como si no tuviera superficie alguna, aunque sólo se trataba de un juego de reflejos. A medida que el sol se fue elevando, una sábana de luz dorada se extendió sobre el suelo, arrancando sombras alargadas de los mesquitos y creosotes. Carson observó el borde de luz que avanzaba con rapidez sobre el desierto, de este a oeste, inundando las montañas de luz y barriendo las sombras a su paso, hasta que se alejó sobre la curva de la tierra y dejó un manto de luz a su paso.
A varios kilómetros de distancia distinguió las ruinas del pueblo anasazi, que ahora sabía que se llamaba Kin Klizhini, y que arrojaba sombras sobre la polvorienta llanura, como cuchilladas negras. Más lejos, el suelo del desierto se hacía negro y moteado; era el río de lava que formaba el Malpaís.
Eligió un lugar cómodo, por detrás de un gran bloque de toba. Dejó el banjo a su lado, se desperezó, cerró los ojos y disfrutó de aquella deliciosa soledad.
—¡Mierda! —oyó exclamar minutos más tarde.
Sorprendido, Carson abrió los ojos y vio a Susana Cabeza de Vaca ante él, con las manos en jarras.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella.
Carson tomó el estuche del banjo. Acababa de ver arruinado el día.
—¿A usted qué le parece? —replicó.
—Está en mi lugar preferido.
Sin decir nada más, Carson se levantó. Estaba decidido a evitar cualquier discusión con su ayudante de laboratorio. Montaría en Roscoe, se alejaría unos kilómetros y tocaría allí su banjo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó al observar la expresión de la mujer.
—¿Por qué no debería estarlo?
Carson la miró. Su instinto le aconsejaba no entablar una conversación, no preguntar nada y limitarse a salir de allí como alma que lleva el diablo.
—Parece un poco alterada —dijo, a pesar de todo.
—¿Por qué debo confiar en usted? —repuso ella con brusquedad.
—¿Confiar en mí? ¿Acerca de qué?
—Usted es uno de ellos —dijo ella—. Un hombre de la empresa.
Por debajo del tono acusador, Carson percibió miedo.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Susana permaneció en silencio durante largo rato.
—Teece ha desaparecido —dijo finalmente.
Carson se relajó.
—Claro. Hablé con él anteanoche. Ayer por la mañana iba a coger un Hummer para ir a Radium Springs. Regresará mañana.
Ella sacudió la cabeza.
—No lo comprende. Después de la tormenta se encontró su Hummer abandonado en el desierto.
¡Mierda! Teece no, pensó él.
—Seguramente se perdió en la tormenta de arena.
—Eso dicen.
—¿Qué significa eso? —preguntó con tono cortante.
Ella eludía su mirada.
—He oído a Nye hablar con Singer. Le dijo que aún no habían encontrado a Teece. Estaban discutiendo.
Carson guardó silencio. Nye… Una imagen acudió a su mente: un hombre que surgía entre la tormenta de arena, cubierto de polvo, con su caballo agotado.
—¿Acaso cree que lo han asesinado? —preguntó. Ella no contestó—. ¿A qué distancia estaba el Hummer de Monte Dragón?
—No lo sé. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque vi a Nye regresar de cabalgar después de la tormenta de polvo. Probablemente había salido en busca de Teece. —Le contó lo que había visto en los establos dos noches atrás.
Ella le escuchó con atención.
—¿Cree que salió a buscarlo en plena tormenta de polvo? Yo más bien creo que regresaba de enterrar el cadáver. El y ese bastardo de Mike Marr.
—Eso es ridículo —repuso Carson—. Es posible que Nye sea un bastardo, pero no un asesino.
—Marr es un asesino.
—¿Marr? Es tan estúpido como puede serlo cualquier cabrón. Ni siquiera tiene cerebro para cometer un asesinato.
—¿De veras? Mike Marr fue oficial de inteligencia en Vietnam. Una rata de túnel. Trabajó en el Triángulo de Hierro, investigando aquellos cientos de kilómetros de túneles, a la búsqueda de vietcongs, y friendo a todos los que encontraba. De ahí le viene la cojera. Se encontraba en uno de los túneles, siguiendo a un francotirador, pero pisó una trampa cazabobos y el túnel se derrumbó sobre su pierna.
—¿Cómo sabe eso?
—Él me lo dijo.
—De modo que son amigos, ¿verdad? —se burló Carson—. ¿Fue eso antes o después de que le golpeara el estómago con la culata de su arma?
Ella frunció el entrecejo.
—Ya le dije que esa escoria trató de seducirme desde que llegué aquí. Me contó la historia de su vida, tratando de impresionarme con sus hazañas de hombre duro. Al ver que eso no funcionaba, se dedicó a pellizcarme el trasero. Por lo visto me consideraba una especie de puta hispana.
—¿Y qué ocurrió?
—Le dije que estaba a punto de ganarse una buena patada en los huevos.
Carson se echó a reír.
—Imagino que aquel bofetón que le propinó en el picnic calmó un poco su ardor. De todos modos, ¿por qué querría él o cualquier otro asesinar al inspector de la OSHA? Eso sería una locura. Monte Dragón sería clausurado en un instante.
—No si pareciera un accidente —replicó Susana—. La tormenta ofrecía una oportunidad perfecta. ¿Por qué salió Nye a cabalgar en plena tormenta? ¿Y por qué no nos han dicho nada acerca de la desaparición de Teece? Quizá Teece descubrió algo inconveniente.
—¿Por ejemplo? Quizá usted ha malinterpretado lo que oyó. Al fin y al cabo…
—Lo he oído. ¿Es que ha nacido ayer, cabrón? Aquí hay en juego cientos de millones de dólares. Usted se imagina que todo esto se hace para salvar vidas, pero no es así. Aquí se juega dinero. Y si ese dinero corre peligro de perderse… —Lo miró, con ojos encendidos.
—Pero ¿por qué matar a Teece? Sufrimos un accidente terrible en el Nivel 5, pero el virus no escapó. Sólo murió una persona. No se ha encubierto nada; todo lo contrario.
—Sólo murió una persona —repitió ella—. Debería oírse a sí mismo. Mire, aquí está sucediendo algo más. No sé qué es, pero la gente se comporta de una manera extraña. ¿No se ha dado cuenta? La presión está haciendo perder la chaveta a muchos. Si Scopes está tan interesado por salvar vidas, ¿a qué viene tanta urgencia? Trabajamos con el virus más peligroso de la historia. Un paso en falso y adiós muchachos. Las vidas de algunas personas ya se han visto arruinadas por este proyecto: Burt, Vanderwagon, Fillson, el guardia Czerny, por no hablar de Brandon-Smith. ¿Cuántas más se verán afectadas?
—Susana, es evidente que no comprende usted esta industria —replicó Carson con gesto de cansancio—. Todos los grandes avances logrados en el progreso humano han ido acompañados de dolor y sufrimiento. Vamos a salvar millones de vidas, ¿recuerda? —Pero mientras pronunciaba esas palabras le sonaron huecas, como un cliché manido.
—Oh, todo eso suena muy noble, pero ¿se trata realmente de un avance? ¿Qué derecho tenemos de alterar el genoma humano? Cuanto más tiempo permanezco aquí, más me doy cuenta de lo que está pasando, y más me convenzo de que hacemos algo fundamentalmente erróneo. Nadie tiene derecho a meterse con la raza humana.
—No habla usted como científica. No nos metemos con la raza humana, sólo curamos a la gente de la gripe.
Susana removía las cenizas con cortantes movimientos de los talones.
—Alteramos las células germinales. Hemos cruzado la línea.
—Sólo intentamos librarnos de un pequeño defecto en nuestro código genético.
—¿Defecto? ¿Qué demonios es exactamente un defecto, Carson? ¿Acaso es un defecto ser de baja estatura? ¿Tener otro color de piel, o el pelo rizado? ¿Ser demasiado tímido también es un defecto? Una vez hayamos erradicado la gripe, ¿qué vendrá a continuación? ¿Cree usted realmente que la ciencia se va a contener ante la posibilidad de que la gente sea más inteligente, viva más tiempo, sea más alta, agraciada y afable, sobre todo cuando con eso se pueden ganar miles de millones de dólares?
—Evidentemente, será una situación muy regulada —dijo Carson.
—¡Regulación! ¿Y quién va a decidir qué es mejor? ¿Usted? ¿Yo? ¿El gobierno? ¿Brent Scopes? ¡Librémonos de los genes desagradables! Los genes de la gordura y la fealdad, los genes que hacen a una persona repugnante, aquellos que codifican los defectos de la personalidad. Quítese las anteojeras por un momento y dígame qué significa esto para la integridad de la raza humana.
—Estamos muy lejos de poder hacer todo eso —murmuró Carson.
—Tonterías. Lo estamos haciendo ahora mismo, con la gripe X. La tipificación del genoma humano ya está casi terminada. Los cambios pueden empezar por ser pequeños, pero aumentarán. La diferencia en el ADN entre seres humanos y chimpancés es menos del dos por ciento, y fíjese en la inconmensurable diferencia que existe entre ambos. Ni siquiera se necesitaría introducir grandes cambios en el genoma para reconfigurar a la raza humana y convertirla en algo irreconocible.
Carson guardó silencio. Era el mismo argumento que había oído en innumerables ocasiones. Sólo que ahora, y a pesar de todos sus esfuerzos por resistirse, empezaba a cobrar sentido para él. Quizá sólo se sentía cansado y no disponía de la energía para discutir con aquella mujer. O quizá fuera la expresión del rostro de Teece cuando le dijo: «Mi trabajo no puede esperar».
Permanecieron en silencio a la sombra de la roca volcánica, con la vista fija en el hermoso racimo de edificios blancos que formaban las instalaciones de Monte Dragón, temblorosos e insustanciales bajo el creciente calor. Mientras luchaba contra aquellas ideas, Carson sintió que algo se hacía añicos en su interior. Era la misma sensación experimentada cuando, siendo un adolescente, había observado desde la caja de un camión cómo subastaban el rancho de su familia. Siempre había creído, con mucha mayor firmeza que en cualquier otra cosa, que las mejores esperanzas para el futuro de la humanidad estaban en la ciencia. Y ahora, fuera por la razón que fuese, esa creencia amenazaba con disolverse en las oleadas de calor que se elevaban desde el suelo del desierto.
Se aclaró la garganta y meneó la cabeza, como si tratara de apartar aquellos pensamientos.
—Si ya lo tiene usted decidido, ¿qué piensa hacer al respecto?
—Salir de aquí como alma que lleva el diablo y sacar a la luz pública lo que está sucediendo aquí.
—Es algo completamente legal —repuso Carson, y sacudió la cabeza—. Es investigación genética controlada por la FDA. Nadie puede impedirlo.
—Puedo hacerlo si resulta que alguien ha sido asesinado. Aquí sucede algo que no está bien. Y Teece descubrió lo que era.
Carson la miró, sentada con la espalda apoyada contra la roca, con los brazos rodeándose las rodillas y el cabello apartado de la frente por la brisa.
—No estoy seguro de lo que sabía Teece —dijo él con parsimonia—, pero sí sé lo que buscaba.
—¿De qué me habla ahora? —preguntó ella entrecerrando los ojos.
—Teece cree que Franklin Burt llevaba un diario personal. Eso me dijo la noche antes de que se marchara. También dijo que Vanderwagon y Burt tenían niveles muy altos de dopamina y serotonina en su torrente sanguíneo. Lo mismo le sucedió a Brandon-Smith, aunque en menor medida.
Susana guardó silencio.
—Teece creía que ese diario de Burt podría arrojar luz sobre lo que estuviera causando esos síntomas —añadió Carson—. Se disponía a buscarlo en cuanto regresara.
Ella se levantó.
—Bien, ¿va a ayudarme?
—¿Ayudarla a qué?
—A encontrar el diario de Burt. A averiguar el secreto de Monte Dragón.