Al regresar a su laboratorio, después de retirar algunos resultados de las pruebas efectuadas en Patología, Carson se movió incómodamente por entre los estrechos espacios del Tanque de la Fiebre. Eran más de las seis, y las instalaciones estaban casi vacías. Susana se había marchado horas antes para realizar unas pruebas enzimáticas en la computadora del laboratorio. Había llegado el momento de dejar el trabajo e iniciar el largo y lento trayecto hacia la superficie. Por mucho que detestara los espacios reducidos del Tanque de la Fiebre, Carson no tenía ninguna prisa por marcharse. Había perdido a sus compañeros de cena: a Vanderwagon se lo habían llevado, y Harper estaría ingresado en la enfermería durante otro día más.
Cuando ya estaba ante la escotilla del laboratorio, se detuvo en seco. Alguien enfundado en un traje azul estaba husmeando en su mesa de trabajo. Carson apretó el botón de intercomunicación de la manga de su traje.
—¿Busca algo? —preguntó.
El traje se enderezó y se volvió hacia él. El rostro de Gilbert Teece, dolorosamente quemado por el sol, apareció ante su vista a través del visor del casco.
—¡Doctor Carson! Qué agradable conocerle en estas circunstancias. Quería hablar un momento con usted.
Teece le tendió la mano.
—¿Por qué no? —dijo Carson, sintiéndose como un estúpido al estrechar la mano del inspector a través de varias capas de goma—. Siéntese.
La figura miró alrededor.
—Todavía no sé cómo hacerlo con este condenado traje.
—En ese caso tendrá que quedarse de pie —dijo Carson, que se adelantó y se sentó ante su mesa de trabajo.
—No importa —dijo Teece—. Es un honor para mí hablar con un descendiente de Kit Carson.
—Nadie más parece pensar así.
—Eso debe agradecérselo a su propia modestia —dijo Teece—. No creo que haya por aquí mucha gente que lo sepa. Está en su ficha personal, claro. El señor Scopes pareció muy impresionado por la ironía histórica. —Teece hizo una pausa—. Es todo un personaje su señor Scopes.
—Es brillante. —Carson miró al inspector, como valorándolo—. ¿Por qué planteó aquella pregunta sobre la autopsia de Brandon-Smith en la sala de conferencias?
Hubo un breve silencio. Luego la risita de Teece crujió en el altavoz de su comunicador.
—Usted se crio prácticamente entre los indios apaches, ¿no es así? En tal caso, quizá conozca uno de sus viejos dichos: «Algunas preguntas son más largas que otras». La pregunta que planteé en la sala de conferencias era muy larga —sonrió—. Pero usted es relativamente recién llegado aquí, y no iba dirigida a usted en concreto. Por ahora preferiría hablar del señor Vanderwagon. —Captó el gesto de pesar de Carson—. Sí, lo sé. Han sido acontecimientos terribles. ¿Lo conocía bien?
—Después de mi llegada nos hicimos buenos amigos.
—¿Cómo era?
—Procedía de Connecticut. Era muy novato, pero me cayó bien. Por debajo de su solemne actitud externa tenía un agudo sentido del humor.
—¿Observó algo extraño antes del incidente del comedor? ¿Algún comportamiento extraño? ¿Algún cambio en la personalidad?
—Durante esta última semana me pareció preocupado, como ensimismado —contestó Carson con un encogimiento de hombros—. Hablabas con él y no contestaba. Pero no le di importancia, ya que todos nos sentíamos conmocionados después de lo ocurrido. Además, la gente actúa a veces de forma un tanto extraña en este lugar. El nivel de tensión es muy alto. Todo el mundo lo llama el síndrome de Monte Dragón. Es como el síndrome de claustrofobia, sólo que peor.
—Yo mismo ya me siento un poco así —comentó Teece.
—Después de lo ocurrido, Andrew fue públicamente amonestado por Brent. Creo que se lo tomó demasiado en serio.
Teece asintió con un gesto.
—«Si tu ojo derecho te ofende…» —murmuró—. Scopes pronunció esa cita dirigiéndola a Vanderwagon durante la reprimenda en la sala de conferencias. Sin embargo, arrancarse el propio ojo es una reacción bastante exagerada ante una situación de estrés.
Carson guardó silencio.
—¿Sabe usted algo del historial de Vanderwagon con la GeneDyne? —preguntó Teece.
—Sé que era un científico brillante, tenido en muy alta consideración. Ésta era su segunda estancia aquí. Se graduó por la Universidad de Chicago. Pero usted ya ha de saber todo esto.
—¿Le habló de algún problema que pudiera tener? ¿De alguna preocupación?
—No. A excepción de las quejas habituales sobre el aislamiento. Era un gran esquiador y es evidente que aquí no se puede esquiar, así que solía quejarse por eso. Era bastante liberal y solía discutir de política con Harper.
—¿Tenía alguna relación sentimental?
Carson pensó un momento.
—Mencionó a una tal Lucy. Ella vive en Vermont. —Se removió en la silla—. ¿Adónde lo han llevado? ¿Se ha enterado de algo?
—Está siendo sometido a pruebas. Por el momento sabemos muy poco. Resulta difícil enterarse de algo desde aquí, sin teléfonos que comuniquen directamente con el exterior. Pero se han comprobado algunos fenómenos asombrosos, que le ruego no comente con nadie por el momento. —Carson asintió con un gesto—. Las pruebas preliminares demuestran que Vanderwagon sufre de un problema insólito: capilares abiertamente permeables y elevados niveles de dopamina y serotonina en el cerebro.
—¿Capilares permeables?
—Vasos sanguíneos de los que se derrama sangre. De algún modo, un porcentaje de sus células sanguíneas se ha desintegrado, liberando hemoglobina. Esa hemoglobina se ha filtrado por sus capilares en diversas partes del cuerpo. Como usted sabe, la hemoglobina en estado puro puede ser tóxica para los tejidos humanos.
—¿Contribuyó eso a su colapso psicológico?
—Aún es demasiado pronto para saberlo —contestó Teece—. No obstante, los niveles elevados de dopamina son muy significativos. ¿Qué sabe usted sobre la dopamina? ¿Y sobre la serotonina?
—No mucho. Sé que son neurotransmisores.
—Correcto. A niveles normales no hay problema. Pero un exceso de cualquiera de los dos en el cerebro afectaría al comportamiento humano. Los esquizofrénicos paranoides tienen elevados niveles de dopamina. Los viajes producidos por el LSD son causados por un aumento temporal en el mismo neurotransmisor.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Carson—. ¿Que Andrew tiene esos elevados niveles porque está loco?
—Quizá —contestó Teece—. O a la inversa. Pero no sirve de nada especular mientras no sepamos más detalles. Pasemos al propósito que me trajo aquí y hablemos de esa cepa de gripe X en la que trabaja usted. Quizá pueda usted explicarme cómo se las arregló para que el virus fuera más mortal cuando creía estar neutralizándolo.
—Dios santo, si pudiera contestar a esa pregunta… Todavía no comprendemos del todo cómo hace el virus su trabajo sucio. Cuando se recombinan los genes, nunca se sabe qué sucederá. Series de genes trabajan juntos de formas complementarías, y quitar uno o poner uno nuevo en la mezcla causa a menudo efectos inesperados. De algún modo, es como un programa informático increíblemente complejo que nadie entiende del todo. Nunca se sabe qué puede suceder al incluir datos extraños o cambiar una línea del código. Es posible que no suceda nada, o que el programa funcione mejor, o que todo el programa se desmorone. —Tenía la impresión de que estaba siendo más franco con el inspector de la OSHA de lo que le hubiera gustado a Brent Scopes. Pero Teece era inteligente y no serviría de nada andarse con rodeos.
—¿Por qué no utilizar un virus menos peligroso como vehículo para el gen de la gripe X? —preguntó Teece.
—Eso resulta difícil de explicar. El cuerpo está compuesto por dos tipos de células: las somáticas y las germinales. Para que la gripe X sea una cura permanente, que pueda ser transmitida a los descendientes, tenemos que insertar el ADN en las germinales. Las somáticas no servirían. El huésped de la gripe X es singularmente virulento con respecto a las células germinales humanas.
—¿Qué me dice acerca de la ética de alterar las células germinales? ¿De introducir nuevos genes en la especie humana? ¿Se ha producido alguna discusión sobre este tema en Monte Dragón?
Carson se preguntó por qué ese mismo tema resurgía una y otra vez.
—Mire, estamos efectuando el cambio más diminuto que se pueda imaginar al insertar un gen compuesto sólo por unos pocos cientos de pares básicos. Eso permitirá que el ser humano sea inmune a la gripe. No hay nada de inmoral en eso.
—Pero ¿no acaba de decir que introducir un pequeño cambio en un gen puede tener efectos inesperados?
Carson se levantó, impaciente.
—Claro que sí. Pero precisamente por eso se realizan tantas pruebas y experimentos, para buscar efectos secundarios inesperados. Esta terapia genética tendrá que ser sometida a una gama de pruebas que costarán millones de dólares a la GeneDyne.
—¿Pruebas con seres humanos?
—Naturalmente. Se empieza por realizarlas in vitro y con animales. Una vez se llega a la fase alfa, se usa a un pequeño grupo de voluntarios humanos. La fase beta es más prolongada. Las pruebas se realizarán entonces en un grupo externo controlado por la GeneDyne. Todo se hace con el más meticuloso cuidado. Usted sabe todo esto tan bien como yo.
Teece asintió con un gesto.
—Discúlpeme por entretenerme con el tema, doctor Carson, pero si se producen «efectos secundarios inesperados», ¿no estaría perpetuando esos efectos secundarios en la raza humana si introdujera el gen de la gripe X en las células germinales, aunque sólo fuera en unas pocas personas? ¿No estaría creando, quizá, una nueva enfermedad genética? ¿O una raza de personas diferentes al resto de la humanidad? Recuerde que sólo se necesitó una única mutación en una persona para introducir el gen de la hemofilia en la raza humana. Ahora hay miles de hemofílicos en todo el mundo.
—La GeneDyne nunca habría invertido quinientos millones de dólares sin haberlo previsto todo antes —espetó Carson, sin saber por qué se sentía tan a la defensiva—. No somos una empresa novata en estos temas. —Rodeó la mesa de trabajo para situarse frente al inspector—. Mi trabajo consiste en neutralizar el virus. Y, créame, eso ya es más que suficiente. Lo que hagan con él una vez neutralizado, no es asunto mío. Existen agobiantes regulaciones gubernamentales que abarcan cada uno de los aspectos de este problema. Usted, precisamente, debería saberlo muy bien. Probablemente habrá redactado usted mismo la mitad de esas regulaciones.
En el interior de su casco sonaron tres tonos.
—Tenemos que marcharnos —dijo Carson—. Esta noche van a efectuar un proceso de descontaminación.
—De acuerdo —asintió Teece—. ¿Le importaría indicarme el camino? Temo perderme en este laberinto.
Ya en el exterior, Carson permaneció de pie en silencio, con los ojos cerrados, y dejó que el aire cálido de la noche le diera en la cara. Casi podía percibir la tensión y el temor disiparse, arrastrados por la brisa del desierto. Parpadeó y observó el insólito color de la puesta de sol. Luego se volvió hacia Teece.
—Siento mucho si he estado un poco brusco ahí dentro —se disculpó—. Ese lugar me desgasta, sobre todo al final del día.
—Lo entiendo perfectamente. —El inspector se desperezó, se rascó la pelada nariz y observó los edificios blancos, destacados con un relieve espectacular bajo la puesta del sol—. No se está tan mal aquí una vez se pone ese gran y sangriento sol. —Miró su reloj—. Será mejor que nos demos prisa si queremos cenar.
—Imagino que sí —dijo Carson sin poder evitar que su tono traicionara su desgana.
Teece se volvió a mirarlo.
—Parece usted tan ansioso por cenar como yo.
—Mañana se me habrá pasado —dijo Carson con un encogimiento de hombros—. Hoy no tengo tanto apetito.
—Yo tampoco. —El inspector se detuvo, y sugirió—: Tomemos una sauna.
—¿Una qué? —repuso Carson, y lo miró con incredulidad.
—Una sauna. Le veré allí dentro de quince minutos.
—¿Se ha vuelto loco? Lo último que… —Se interrumpió al observar la expresión de Teece. Aquello era una orden, no una invitación—. De acuerdo; dentro de quince minutos.
Se dio la vuelta y se dirigió a su habitación sin añadir una palabra más.
Cuando se trazaron los planos para la construcción de Monte Dragón, los arquitectos, al darse cuenta de que los ocupantes se encontrarían prácticamente encerrados en el vasto desierto que los rodeaba, hicieron todo lo posible por añadir diversas distracciones y comodidades. La instalación recreativa, un edificio bajo y alargado situado junto al complejo residencial, estaba mejor equipada que la mayoría de balnearios de salud. Disponía de una pista de cuatrocientos metros para correr, de pistas de squash y tenis, piscina y gimnasio. Pero los diseñadores no previeron que los científicos que trabajaban en Monte Dragón se sentían obsesionados por su tarea, y evitaban el ejercicio físico como al diablo. Los únicos residentes que utilizaban el centro recreativo eran Carson, al que le gustaba correr por las noches, y Mike Marr, que pasaba horas entrenándose en el gimnasio.
Quizá la instalación más paradójica del centro recreativo era la sauna: un modelo sueco totalmente equipado, con paredes de madera de cedro y bancos. La sauna era utilizada durante los fríos inviernos del desierto, pero todo el mundo la evitaba en el verano.
Al acercarse a la sauna procedente del vestidor de caballeros, Carson se dio cuenta de que Teece ya estaba dentro. Abrió la puerta y retrocedió involuntariamente ante la bocanada de aire caliente. Al entrar, distinguió con los ojos entrecerrados la pálida figura de Teece, sentado cerca del banco de carbones, en el extremo más alejado de la cámara, con una toalla blanca envuelta alrededor de la cintura. Su piel, pálida y lechosa, formaba un contraste casi ridículo con el rostro quemado por el sol. El sudor le brotaba de la frente y se acumulaba en el extremo de la nariz.
Carson tomó asiento a prudente distancia del inspector, y se reclinó con recelo contra la madera caliente. Aspiró el terrible aire caliente con boqueos superficiales.
—Está bien, señor Teece —dijo con brusquedad—. ¿A qué viene todo esto?
Teece le miró con una sonrisa.
—Debería verse a sí mismo, doctor Carson. Enfurecido con justa indignación masculina. Pero no se deje llevar por la cólera. Le he pedido que viniera aquí por una buena razón.
—Espero a escucharla.
Carson ya sentía que una capa de sudor le cubría la piel. El muy imbécil debe de haber puesto el termostato a sesenta grados, pensó.
—Hay algo más que deseo discutir con usted —dijo Teece—. ¿Le importa que añada más vapor?
En algún momento, a algún bromista de Monte Dragón se le había ocurrido la peregrina idea de sustituir el habitual depósito de madera para el agua por una retorta llena de agua destilada. Antes de que Carson pudiera protestar, el inspector había levantado la retorta y vertido medio litro de agua sobre los carbones ardientes. Inmediatamente se elevaron nubes de vapor abrasador.
—¿Por qué demonios hemos tenido que venir aquí? —preguntó Carson, que se sentía asfixiar.
—Señor Carson, no me importa compartir la mayoría de mis análisis —oyó a través del vapor, como procedente de la nada—. De hecho, la mayoría de las veces eso ha servido para mis propósitos, como ha sucedido esta tarde con la conversación que hemos mantenido en su laboratorio. Pero lo que deseo en este momento es intimidad.
Lentamente, la comprensión se abrió paso en la mente de Carson. En Monte Dragón, todo el mundo sabía que cualquier conversación mantenida con los trajes azules puestos era controlada y registrada. Así pues, Teece no deseaba que nadie oyera lo que se disponía a decirle. Pero ¿por qué no haberse reunido en la cafetería, o en el complejo residencial? Él mismo se contestó a su pregunta: según se rumoreaba en la cantina, Nye controlaba todas las instalaciones con micrófonos ocultos. Al parecer, Teece creía en esos rumores. Eso hacía que la sauna fuera el único lugar donde podían hablar con la seguridad de no ser escuchados. ¿O podían escucharlos aun allí?
—¿Por qué no haber salido a dar un paseo fuera del perímetro? —preguntó entrecortadamente.
De repente, Teece se materializó a través del vapor. Se sentó al lado de Carson y sacudió la cabeza.
—Me horrorizan los escorpiones —explicó—. Y ahora, escúcheme. Se pregunta por qué le he pedido que venga aquí. Pues bien, tengo dos razones. En primer lugar, he observado varias veces en el vídeo su respuesta ante la emergencia del caso Brandon-Smith. Fue usted el único científico que supo comportarse con sensatez y sangre fría. Es muy posible que necesite de esa clase de compostura en los próximos días. Por esa razón es usted el último con el que he hablado.
—¿Ha hablado ya con los demás? —preguntó extrañado, ya que Teece sólo llevaba unos días en el lugar.
—Éste es un sitio pequeño. Me he enterado de muchas cosas. Y sospecho muchas más, pero todavía no las he confirmado. —Se quitó el sudor de los ojos con el dorso de la mano—. La segunda y más importante razón tiene que ver con su predecesor.
—¿Se refiere a Franklin Burt? ¿Qué ocurre con él?
—En su laboratorio, le comenté que Vanderwagon sufría de filtraciones capilares y de elevados niveles de dopamina y serotonina. Lo que no le dije fue que Franklin Burt presenta esos mismos síntomas. Y, según el informe de la autopsia, también lo experimentó, aunque en menor grado, Rosalind Brandon-Smith. La pregunta es por qué sucede eso.
Carson reflexionó un momento. No tenía sentido. A menos que… A pesar del calor de la sauna, un pensamiento repentino le provocó un escalofrío en la espalda.
—¿Podrían estar infectados por algo? ¿Un virus?
Dios mío, ¿podía tratarse de una cepa de gestación prolongada de la gripe X? Por un momento se sintió aterrorizado.
Teece se restregó las manos en la toalla y sonrió con una mueca.
—¿Qué ha ocurrido con su fe en los procedimientos de seguridad? Vamos, relájese. No es usted el primero en llegar a esa conclusión. Pero ni Burt ni Vanderwagon han desarrollado anticuerpos de la gripe X. Están limpios. En cambio, Brandon-Smith estaba llena de anticuerpos. Así que no existe, ninguna relación.
—En ese caso no se me ocurre ninguna explicación —dijo Carson exhalando aliento caliente—. Es muy extraño.
—Desde luego que lo es —murmuró Teece.
Añadió más agua a los carbones. Carson esperó.
—Imagino que estudió usted detalladamente el trabajo del doctor Burt en cuanto llegó aquí —prosiguió Teece. Carson asintió con la cabeza—. Eso quiere decir que ha leído sus archivos, ¿verdad?
—Así lo he hecho —contestó Carson.
—Imagino que muchas veces.
—Casi los he memorizado.
—¿Dónde cree que puede estar el resto? —preguntó Teece.
Se produjo un breve silencio.
—¿Qué quiere decir?
—Mientras leía los archivos del ordenador, algo me llamó la atención, como si me encontrara ante una melodía en la que faltaban algunas notas. Así pues, efectué un análisis de las entradas y descubrí que, durante el transcurso del último mes, el texto diario medio había descendido de unas dos mil palabras a sólo unos cientos. Eso me llevó a la conclusión de que Burt, por razones personales o paranoides propias, había empezado a llevar un diario privado, algo que no pudieran ver ni Scopes ni los demás.
—En Monte Dragón está prohibido tomar notas sobre papel —dijo Carson.
—Dudo mucho que las reglas contaran para el doctor Burt, al menos en aquellos momentos. En cualquier caso y por lo que tengo entendido, al señor Scopes le gusta recorrer el ciberespacio de la GeneDyne por las noches, entremetiéndose y espiando los asuntos de todo el mundo. Llevar un diario oculto sería una respuesta lógica a ello. Estoy convencido de que Burt no fue el único en hacerlo. Probablemente hay aquí varias personas completamente sanas que llevan registros personales.
Carson asintió con un gesto. Su mente funcionaba ahora con rapidez.
—Eso significa…
—¿Sí? —le animó Teece, repentinamente ávido.
—Bueno, en las últimas entradas de su diario conectado a la red, Burt mencionó en varias ocasiones un «factor clave». Si existe ese diario secreto, podría contener esa clave, sea lo que fuere. Podría tratarse de la pieza que falta para resolver el rompecabezas de hacer inofensivo el virus de la gripe X.
—Quizá —asintió Teece. Y añadió—: Burt trabajó en otros proyectos antes de iniciar el de la gripe X, ¿verdad?
—Sí, inventó el proceso GEF, una técnica de filtración propiedad de la GeneDyne. Y perfeccionó la PurBlood.
—Sí, la PurBlood. —Teece apretó los labios con gesto de aversión—. Una idea repulsiva.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Carson, desconcertado—. El sustituto de la sangre puede salvar innumerables vidas. De ese modo se eliminan los períodos de escasez, la necesidad de prolongadas tipificaciones de la sangre, la protección contra transfusiones contaminadas…
—Quizá —le interrumpió Teece—. Pero da igual; la simple idea de inyectarme ese producto en mis venas no me resulta nada agradable. Tengo entendido que es producida a partir de bacterias obtenidas por ingeniería genética, en las que se ha insertado el gen de la hemoglobina humana. Es la misma bacteria que existe por billones en los… excrementos.
—El Streptococcus. Sí, es la bacteria que se encuentra en los excrementos. Lo cierto es que en GeneDyne sabemos más sobre el Streptococcus que sobre cualquier otra forma de vida. Aparte de los E. coli es el único organismo cuyo gen ha sido completamente tipificado, desde el principio al fin. Así que es un organismo huésped perfecto. El hecho de que viva en los excrementos no lo hace ni nauseabundo ni peligroso.
—Considéreme chapado a la antigua —dijo Teece—, pero me estoy desviando del tema. El médico que trata a Burt me dice que repite una frase sin sentido aparente: «Pobre alfa». ¿Tiene idea de qué significa eso? ¿Podría ser una frase inconclusa? ¿O quizá el apodo de alguien?
Carson pensó por un momento y luego negó con la cabeza.
—Dudo que se trate de alguien que se encuentre aquí.
Teece frunció el entrecejo.
—Otro misterio. Quizá el diario privado arroje también luz sobre esto. En cualquier caso, tengo algunas ideas acerca de cómo buscarlo cuando regrese.
—¿Cuando regrese? —repitió Carson.
—Pienso ir mañana a Radium Springs y dedicarme allí a redactar mi informe preliminar —asintió Teece—. Aquí no existe prácticamente ningún vínculo de comunicación con el mundo exterior. Además, necesito consultar con mis colegas. Por esa razón he hablado con usted, ya que es la persona más familiarizada con el trabajo que realizaba Burt. Necesitaré de su plena colaboración en los próximos días. De algún modo, estoy convencido de que Burt es la clave de todo esto. Tendremos que tomar pronto una decisión.
—¿Qué decisión?
—Si permitimos o no la continuación de este proyecto.
Carson guardó silencio. De algún modo, no concebía que Scopes permitiera la interrupción del proyecto. Teece se incorporó y se ciñó la toalla.
—Yo no se lo aconsejaría —dijo Carson.
—¿Aconsejarme qué?
—Marcharse mañana. Se acerca una gran tormenta de polvo.
—No he oído decir nada en la radio —dijo Teece con ceño.
—En la radio no informan sobre el tiempo que hará en el desierto de Jornada del Muerto. ¿Ha observado ese peculiar tono naranja pálido del cielo, hacia el sur, al salir esta tarde del Tanque de la Fiebre? Lo he visto en otras ocasiones, y siempre trae problemas.
—El doctor Singer me presta un Hummer. Esos trastos parecen carros blindados.
Carson creyó percibir una expresión de incertidumbre en el rostro de Teece. Se encogió de hombros.
—No voy a detenerle. Pero yo de usted esperaría.
—Mi trabajo no puede esperar —dijo Teece negando con la cabeza.
La borrasca había acumulado su energía en el golfo de México, para avanzar después hacia el noroeste, rozando la línea costera del estado mexicano de Tamaulipas. Una vez en tierra, se vio obligada a elevarse sobre la Sierra Madre Oriental, donde el aire húmedo de las alturas superiores se condensó en grandes cabezas tormentosas sobre las montañas. Cayeron lluvias torrenciales mientras la borrasca seguía avanzando hacia el oeste. Para cuando descendió sobre el desierto de Chihuahua, se había desprendido ya de toda la humedad que contenía. Luego viró hacia el norte y avanzó a través de las cuencas y sierras de las provincias del norte de México. A las seis de la mañana llegó al desierto de Jornada del Muerto.
El frente borrascoso estaba ahora tan seco como los huesos calcinados por el sol. Su llegada no vino marcada por las nubes o la lluvia. Lo único que quedaba de la tormenta originada en el Golfo era un enorme diferencial de energía entre la masa de aire a treinta y ocho grados de temperatura, y la masa de aire de quince grados del propio frente.
Y toda esa energía se canalizó en forma de viento.
Al adentrarse en el desierto, el frente se hizo visible en forma de un muro de polvo de kilómetro y medio de altura. Descendió sobre la tierra con la velocidad de un tren expreso, llevando consigo toda clase de matojos, arcilla, sedimentos resecos, y salitre. A una altura de metro y medio del suelo, el viento también arrastraba pequeñas ramas, arena, trozos de cactus y cortezas arrancadas de los árboles. A una altura de quince centímetros, el viento arrastraba gravilla, pequeñas piedras y trozos de madera.
Esta clase de tormentas del desierto, aunque raras, tienen potencia para esmerilar el parabrisas de un coche hasta dejarlo opaco, recubrir superficies pintadas, arrancar techos de caravanas y enloquecer a los caballos.
La tormenta alcanzó el centro del desierto y Monte Dragón a las siete de la mañana, una hora después de que Gilbert Teece se marchara de las instalaciones conduciendo un Hummer, con su grueso maletín, para dirigirse hacia Radium Springs.
Scopes estaba sentado ante el pianoforte, con los dedos inmóviles sobre las teclas negras de palo de rosa. Parecía sumido en sus pensamientos. Junto al descansillo había un periódico, desgarrado y arrugado, como si unas manos lo hubieran estrujado para luego alisarlo de nuevo. El periódico estaba abierto por la página que contenía un artículo titulado: «Médico de Harvard acusa a empresa genética de horroroso accidente».
De repente, Scopes se levantó, caminó hacia el círculo de luz y se dejó caer sobre el sofá. Cogió el teclado del ordenador y tecleó una serie de instrucciones, iniciando así una videoconferencia. Ante él, las enormes pantallas se encendieron con un parpadeo. Un torbellino de códigos pasó rápidamente y dio paso a la imagen granulada del rostro de un hombre. Llevaba una camisa que le apretaba demasiado. Miraba fijamente hacia la cámara, enseñando los dientes con una mueca propia de un hombre no acostumbrado a sonreír.
—Guten tag —dijo Scopes.
—Quizá se sentiría más cómodo si habláramos en inglés, señor Scopes —dijo el hombre de la pantalla, y ladeó la cabeza con un gesto que quiso ser afable.
—Nein —repuso Scopes—. Quiero practicar el alemán. Hable con lentitud y claridad, y repita las cosas dos veces.
—Muy bien —asintió el hombre.
—He dicho dos veces.
—Sehr gut, sehr gut —repitió el hombre.
—Y ahora, herr Saltzmann, nuestro amigo me dice que tiene usted acceso a los antiguos archivos nazis que se guardan en Leipzig.
—Das ist richtig. Das ist richtig.
—Es allí donde se conservan actualmente los antiguos archivos del gueto de Lodz, ¿verdad?
—Ja. Ja.
—Excelente. Tengo un pequeño problema de… ¿cómo decirlo?, sí, de archivo. La clase de problema en el que está usted especializado. Pago muy bien, herr Saltzmann. Cien mil marcos alemanes.
La sonrisa se hizo más amplia. Scopes continuó hablando en un trabajoso alemán, tratando de explicar su problema. El hombre de la pantalla le escuchó con atención, y su sonrisa fue desvaneciéndose lentamente.
Más tarde, cuando la pantalla volvió a quedar en blanco, un suave carillón, casi inaudible, sonó procedente de uno de los instrumentos situado sobre la mesita del extremo.
Scopes, que todavía estaba sentado en el decrépito sofá, con el teclado sobre el regazo, se inclinó hacia la mesita y apretó un botón.
—¿Sí?
—Su almuerzo está preparado.
—Muy bien.
Spencer Fairley entró, con las zapatillas de espuma de sus pies ofreciendo un ridículo contraste con el sombrío traje gris. No hizo ruido alguno al cruzar la alfombra y dejar una pizza y una lata de coca-cola sobre la mesita del extremo.
—¿Querrá algo más, señor? —preguntó Fairley.
—¿Ha leído el Herald de esta mañana?
—Suelo leer el Globe —contestó Fairley.
—Lo suponía —dijo Scopes—. Pues debería leer el Herald de vez en cuando. Es más animado que el Globe.
—No, gracias —dijo Fairley.
—Está ahí —dijo Scopes, indicando el pianoforte.
Fairley se acercó al piano y cogió el arrugado periódico.
—Es un desagradable ejemplo de mal periodismo —dijo tras echarle un vistazo a la página.
—No —dijo Scopes con una mueca—. Es perfecto. Ese loco hijo de puta se ha puesto la soga al cuello. Lo único que tengo que hacer es darle un leve empujón. —Sacó un arrugado impreso de computadora del bolsillo de la camisa—. Aquí está mi lista de obras de caridad para la semana. Sólo contiene una transferencia: un millón de dólares para el Fondo del Holocausto.
Fairley levantó la mirada, sorprendido.
—¿La organización de Levine?
—Naturalmente. Y quiero que se haga públicamente, aunque con calma y dignidad.
—¿Me permite preguntarle…? —repuso Fairley con una ceja enarcada.
—¿El motivo? —dijo Scopes, terminando la frase por él—. Ah, Spencer, viejo brahmán, porque es una causa que vale la pena. Y, entre usted y yo, porque dentro de poco perderán a su recaudador de fondos más efectivo. —Fairley asintió con un gesto—. Además, si reflexiona un poco se dará cuenta de que también hay razones estratégicas para liberar a la organización más querida de Levine de una dependencia excesiva de él.
—Sí, señor.
—Ah, Fairley, mire, mi chaqueta tiene un agujero en el codo. ¿Le importaría salir de nuevo de compras conmigo?
Una expresión de disgusto cruzó fugazmente el rostro de Fairley.
—No, gracias, señor —dijo con firmeza.
Scopes esperó a que se hubiera cerrado la puerta. Luego, dejó el teclado a un lado y levantó un trozo de pizza de la caja. Estaba casi fría, exactamente como le gustaba. Cerró los ojos, saboreando el primer bocado.
—Auf wiedersehen, Charles —murmuró.