El chef de Monte Dragón, un italiano llamado Ricciolini, siempre servía personalmente el plato principal, con objeto de regodearse con los halagos esperados, por lo que el servicio era insoportablemente lento. Carson estaba sentado en una mesa del centro, en compañía de Harper y Vanderwagon, luchando sin éxito contra un tenaz dolor de cabeza. A pesar de la presión de Scopes, no había podido hacer prácticamente nada durante el día, absorto con el mensaje de Levine. Se preguntaba cómo demonios habría podido introducirse Levine en la red de GeneDyne, y por qué le había elegido precisamente a él para ponerse en contacto. Al menos, nadie se ha dado cuenta, pensó. Al menos por lo que él sabía.

El pequeño chef colocó los platos en la mesa de Carson, con un movimiento floreado, y retrocedió un paso, expectante. Carson miró con recelo el plato. Lo llamaban «lechecillas de pan», pero lo que tenía delante no parecía pan, sino la misteriosa parte interna de algún animal.

—¡Maravilloso! —exclamó Harper, al comprender la actitud del cocinero—. ¡Una obra maestra!

El italiano efectuó una rápida inclinación, con su rostro convertido en una máscara de satisfacción. Vanderwagon permaneció sentado en silencio, limpiando el cubierto con una servilleta.

—¿Qué es exactamente? —preguntó Carson.

Animella con marasala e funghi —contestó el chef, pagado de sí mismo—. Lechecillas de pan con vino y setas.

—¿Lechecillas de pan? —preguntó Carson.

Una expresión de extrañeza apareció en el rostro del hombre.

—¿No es eso inglés? ¿Lechecillas de pan?

—Lo que quiero decir es qué parte exactamente de la vaca…

Harper le dio una palmada en la espalda.

—Es mejor no investigar demasiado ciertas cosas, amigo.

El italiano les dirigió una sonrisa de extrañeza y regresó a la cocina.

—Deberían limpiar mejor la vajilla —murmuró Vanderwagon, que repasaba la copa de vino, mirándola al trasluz.

Harper desvió la mirada hacia donde estaba sentado Teece, que comía solo. Su actitud meticulosa era casi una caricatura de la perfección.

—¿Ha hablado ya con usted? —le preguntó Harper a Carson con un susurro.

—No. ¿Y con usted?

—Esta mañana me ha abordado.

—¿Qué preguntó? —quiso saber Vanderwagon.

—Hizo muchas preguntas astutas sobre el accidente. No se dejen engañar por su aspecto. Ese tipo no es ningún tonto.

—Preguntas astutas —repitió Vanderwagon, y tomó el cuchillo por segunda vez y lo limpió cuidadosamente, para luego dejarlo sobre la mesa y hacer lo mismo con el tenedor.

—¿Por qué coño no pueden servirnos un buen filete de vez en cuando? —se quejó Carson—. Nunca sé qué demonios como.

—Piense en ello como si experimentara con la cocina internacional —dijo Harper, que troceó las lechecillas de pan y se llevó una a la boca—. Excelente —dijo con la boca, llena.

Carson probó con recelo un bocado.

—No están mal —dijo—. Aunque no tan dulces como cabría esperar.

—Son del páncreas —dijo Harper.

Carson dejó caer el tenedor sobre el plato.

—Muy oportuno.

—¿Qué clase de preguntas astutas? —preguntó Vanderwagon de nuevo.

—Se supone que no debo hablar de eso —contestó Harper dirigiéndole un guiño a Carson.

Vanderwagon le dirigió una mirada penetrante a Harper.

—Sobre mí.

—No, no sobre usted, Andrew. Bueno, quizá unas pocas, ya sabe. Estuvo usted, por así decirlo, en el meollo del asunto.

Vanderwagon apartó el plato sin haberlo probado. Carson se inclinó hacia adelante.

—¿Procede esto del páncreas de una vaca?

Harper se llevó otro trozo a la boca.

—¿Y a quién le importa eso? Ricciolini es capaz de cocinar cualquier cosa. De todos modos, Guy, usted se crio comiendo ostras de las montañas Rocosas, ¿no es así?

—Jamás las he probado —dijo Carson—. Eso era algo que servíamos a los turistas, una broma privada.

—Si el ojo derecho te ofende… —dijo Vanderwagon.

Los otros dos se volvieron a mirarle.

—¿Se está poniendo religioso? —preguntó Harper.

—Sí. Arráncatelo con los dedos —añadió Vanderwagon.

Hubo un incómodo silencio.

—¿Se encuentra bien, Andrew? —preguntó Carson.

—Oh, sí.

—¿Recuerda la clase de biología 101? —preguntó Harper—. ¿Los islotes de Langerhans?

—Cierre el pico —advirtió Carson.

—Los islotes de Langerhans —continuó Harper—. Esos racimos de células que hay en el páncreas y que segregan hormonas. Me pregunto si se pueden ver a simple vista…

Vanderwagon miró fijamente su plato. Luego levantó el cuchillo y partió las lechecillas de pan. Tomó el trozo de órgano con los dedos, miró atentamente la incisión que había hecho y dejó caer el trozo, salpicando la salsa y trozos de setas sobre el mantel blanco. Vertió agua en la servilleta, la dobló y se limpió cuidadosamente las manos.

—No —dijo.

—¿No qué?

—No son visibles.

—Si Ricciolini nos viera jugar con su comida de este modo, sería capaz de envenenarnos —dijo Harper con una sonrisa.

—¿Qué? —preguntó Vanderwagon.

—Sólo estaba bromeando. Tranquilícese.

—No con usted —dijo Vanderwagon—. Estaba hablando con él.

Se produjo otro silencio.

—¡Sí, señor, así lo haré, señor! —exclamó Vanderwagon.

Se puso firmes y derribó la silla al levantarse bruscamente. Mantuvo las manos pegadas a los costados, empuñando el tenedor en una y el cuchillo en otra. Lentamente, levantó el tenedor y lo hizo oscilar hacia su propio rostro. Cada movimiento fue calculado, casi reverencial. Parecía como si se dispusiera a darle un mordisco al tenedor.

—Andrew, ¿qué demonios está haciendo? —preguntó Harper, y rio nerviosamente—. Mire hacia aquí, ¿quiere? —Vanderwagon levantó el tenedor unos centímetros más—. Por el amor de Dios, siéntese —dijo Harper.

El tenedor se acercó más a su cara.

Carson se dio cuenta de lo que pretendía hacer el científico apenas un instante antes de que ocurriera. Vanderwagon ni siquiera parpadeó cuando apoyó los dientes del tenedor contra la córnea de un ojo. Entonces presionó lenta y deliberadamente. Por un segundo, Carson pudo ver, con horrorosa claridad, cómo la membrana ocular cedía, y a continuación un líquido claro y viscoso se derramó sobre la mesa. Impulsivamente, Carson le apartó el brazo de un tirón. El tenedor salió del ojo aplastado y cayó al suelo, al tiempo que Vanderwagon empezaba a emitir una especie de aullido.

Harper intentó sujetarlo, pero Vanderwagon le lanzó una cuchillada y el científico cayó hacia atrás, sobre su silla. Harper bajó la mirada, con incredulidad, hacia el rojo desgarrón que se extendía sobre su pecho. Vanderwagon le lanzó otra cuchillada en el momento en que Carson le soltaba un puñetazo a la boca del estómago. Sin embargo, Vanderwagon se anticipó al golpe y saltó hacia un lado, y el puño de Carson le dio en la cadera. Un momento después, Carson recibió un golpe en la cabeza que lo aturdió. Se tambaleó hacia atrás, sacudiendo la cabeza, y cayó al suelo. Vanderwagon se abalanzó sobre él. Carson logró sujetarle la muñeca de la mano con que esgrimía el cuchillo y se la golpeó contra el suelo, hasta que soltó el cuchillo. Vanderwagon se encorvó emitiendo gritos incoherentes, mientras el fluido seguía brotando de su ojo destrozado. Carson le dio un puñetazo en la barbilla y el hombre se derrumbó, quedando tendido en el suelo y sacudido por convulsos temblores.

Carson se incorporó resollando y oyó los murmullos de sorpresa y espanto que se habían levantado alrededor. La mano empezó a latirle casi al mismo ritmo del corazón. El resto de los comensales formaban un círculo en torno de la mesa.

—Ya viene el médico —dijo alguien.

Carson se volvió hacia Harper, que le dirigió un leve gesto de asentimiento.

—Estoy bien —jadeó Harper, mientras se apretaba una servilleta ensangrentada contra el pecho.

Una mano se posó sobre el hombro de Carson. Era Teece, que se arrodilló junto a Vanderwagon.

—¿Andrew?

El ojo sano de Vanderwagon se movió y localizó a Teece.

—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó Teece.

—¿Hecho… qué?

Teece apretó los labios.

—No importa —dijo con serenidad.

—Siempre está hablando…

—Comprendo —asintió Teece.

—Tenía que arrancarlo…

—¿Quién le dijo que se lo arrancara?

—¡Sáquenme de aquí! —exclamó Vanderwagon de repente.

—Eso es lo que vamos a hacer —dijo Mike Marr, que se abrió paso entre el círculo de comensales y apartó a Teece a un lado.

Dos enfermeros colocaron a Vanderwagon sobre una camilla y se lo llevaron. El investigador siguió al grupo hacia la puerta, inclinado sobre la camilla, sin dejar de preguntar:

—¿Quién? Dígame quién.

Pero el médico ya le había inyectado un potente sedante, y el único ojo de Vanderwagon se quedó en blanco en cuanto el narcótico se incorporó a su torrente sanguíneo.

La sala de espera del estudio de televisión era amarillo pálido. Un sofá y varios cómodos sillones se alineaban contra las paredes, y una rayada mesita de café estilo Bauhaus aparecía atestada de ejemplares de People, Newsweek y The Economist. Encima de una mesa situada en el extremo más alejado había una jarra de café, vasos de plástico, y un revuelto montón de paquetes de dulces.

Levine decidió no probar el café. Se removió inquieto en el sofá y volvió a mirar alrededor. Además de él mismo y de Toni Wheeler, la asesora de medios de comunicación de la fundación, sólo había otra persona en la estancia, un hombre de rostro cetrino con un traje a cuadros. Al notar la mirada de Levine sobre él, el hombre levantó la suya y luego la apartó, para pasarse un pañuelo de seda por la sudorosa frente. En una mano sostenía un ejemplar de El valor de ser diferente, de Barrold Leighton.

Toni Wheeler le susurró algo al oído y Levine hizo un esfuerzo por escucharla.

—… un error —decía—. No deberíamos estar aquí, y usted lo sabe. No es en esta clase de fórum donde deberían verlo.

Levine suspiró.

—Ya hemos pasado antes por esto —replicó en susurros—. El señor Sánchez sólo está interesado en nuestra causa.

—A Sánchez sólo le interesa una cosa: la polémica. Mire, ¿de qué le sirve pagarme mi sueldo si no acepta mis consejos? Deberíamos reforzar su imagen, hacerlo aparecer digno y patricio, como un estadista entregado a una cruzada contra los peligros de la ciencia. Este programa es exactamente lo que usted no necesita.

—Lo que necesito es mayor publicidad —replicó Levine—. La gente sabe que digo la verdad. Y en las últimas semanas he conseguido grandes progresos. Cuando se enteren de esto —añadió tocándose el bolsillo de la pechera—, sabrán realmente cuáles son los peligros de la ciencia mal utilizada.

La señorita Wheeler sacudió la cabeza.

—Nuestras encuestas indican que empiezan a considerarle un excéntrico. Las demandas recientes, y especialmente el asunto con la GeneDyne, amenazan su credibilidad.

—¿Mi credibilidad? Imposible. —El hombre sudoroso volvió a llamarle la atención—. Apuesto a que ése es Barrold Leighton en persona —susurró Levine—. Sin duda ha venido para promocionar su libro. Debe de ser la primera vez que viene a la televisión. El valor de ser diferente, en efecto; parece demasiado nervioso para tener el valor de desafiar al mundo.

—No cambie de tema. Está en juego su credibilidad. Su cátedra de Harvard y su trabajo para el Fondo del Holocausto ya no son suficientes. Necesitamos revisar nuestra estrategia y modificar la forma en que lo percibe el público. Charles, se lo ruego: no lo haga.

Una mujer asomó la cabeza por la puerta.

—Levine, por favor —dijo con voz monótona.

Levine se levantó, sonrió y se despidió de su asesora en medios de comunicación. Siguió a la mujer y entró en la sección de maquillaje. «Revisar nuestra estrategia», pensó Levine, mientras una maquilladora lo hacía sentarse en un sillón de barbería y empezaba a retocarle la línea de la mandíbula con un lápiz de tono pastel. Toni Wheeler hablaba más como un capitán de submarino que como asesora en medios de comunicación. Era una mujer inteligente y decidida, pero él la sentía como una barrera en su corazón. Ella seguía sin comprender que no era propio de su naturaleza amilanarse ante un reto. Además, ya había decidido que necesitaba un vehículo de comunicación como ese programa. La prensa apenas había hecho caso de su exposición del accidente de Novo-Druzhina; se trataba de algo ocurrido hacía demasiado tiempo y en un lugar demasiado lejano. El programa Sammy Sánchez a las siete se emitía desde Boston y era retransmitido a todo el país por una serie de cadenas independientes. Quizá no era como Geraldo, pero le serviría. Se palpó el bolsillo interior de la chaqueta, donde llevaba los dos sobres. Se sentía muy seguro de sí mismo, incluso eufórico. Todo iba a salir muy bien.

El estudio C tenía un decorado tópico: un falso salón Victoriano de cartón piedra, una mesa y sillas de caoba, rodeado de focos colgantes, cámaras y multitud de cables por el suelo. Levine conocía bien a las otras dos personas que intervendrían: Finley Squires, el toro de lidia de la industria farmacéutica, y Theresa Court, la activista de la asociación de consumidores. Ya habían intervenido en la primera parte del programa, pero Levine disfrutaba con esa desventaja. Avanzó por el suelo de cemento, sorteando con cuidado los cables. Sammy Sánchez se hallaba sentado en una silla giratoria situada en el centro de la mesa redonda, y su delgado rostro de depredador miró fijamente a Levine. Le indicó con un gesto que tomara asiento y se inició la cuenta atrás para la reanudación del programa.

En cuanto comenzó la emisión en directo, Sánchez presentó brevemente a Levine a los otros dos contertulios, calculó que contaban en esos momentos con dos millones de telespectadores y centró el tema dirigiéndose a Squires. En el monitor de la sala de maquillaje Levine lo había visto defender los beneficios de la ingeniería genética. Levine apenas si podía esperar; se sentía como un boxeador en plena forma.

—¿Tienen ustedes un hijo que padece la enfermedad de Tay-Sachs? —preguntó Squires—. ¿O anemia drepanocítica, o leucemia?

Miró hacia la cámara con ceño. Luego hizo un gesto hacia Levine.

—El doctor Levine, aquí presente, está dispuesto a negar el derecho legal a curar a su hijo. Si se sale con la suya, millones de personas enfermas se verán obligadas a sufrir enfermedades genéticas a pesar de que podrían curarse.

Hizo una pausa y bajó el tono de voz.

—El doctor Levine llama a su organización Fundación para la Política Genética. Pero no se dejen engañar. No es una fundación, sino una organización destinada a ejercer presión, con la que se trata de impedir que las curas milagrosas que ofrece la ingeniería genética lleguen hasta ustedes, que trata de negar el derecho de ustedes a elegir, y que sólo contribuye a hacer sufrir a sus hijos.

Shammy Sánchez osciló en su silla giratoria y levantó una ceja mirando a Levine.

—¿Doctor Levine? ¿Es cierto eso? ¿Le negaría usted a mi hijo el derecho a disponer de esa cura?

—Desde luego que no —contestó Levine, y sonrió con serenidad—. Soy investigador genético por formación. Al fin y al cabo, como hice público recientemente, colaboré en el desarrollo de la variedad X de maíz resistente a los hongos, aunque no he querido aprovecharme económicamente de ello. El doctor Squires distorsiona burdamente mi postura.

—Quizá sea ingeniero genético por formación, pero no por práctica —intervino Squires—. La ingeniería genética ofrece esperanza. El doctor Levine ofrece desesperación. Lo que él denomina «enfoque prudente y conservador» no significa en realidad más que recelo ante la ciencia moderna, tan profundo que parece medieval.

Theresa Court se dispuso a decir algo, pero se detuvo. Levine la miró; sabía que ella se situaría del lado del ganador, al margen del fondo del asunto.

—Creo que el doctor Levine defiende una mayor responsabilidad por parte de las empresas que intervienen en la investigación genética —dijo Sánchez—. ¿Estoy en lo cierto, doctor?

—Eso es parte de la solución —contestó Levine, satisfecho por el momento con repetir su mensaje habitual—. Pero también necesitamos un mayor control gubernamental. Actualmente, las empresas disponen de mucha libertad para experimentar con genes humanos, animales y vegetales, con genes virales, casi sin ningún control. Hoy en día, en los laboratorios se están creando agentes patógenos de una virulencia inimaginable. Un accidente produciría una catástrofe de dimensiones mundiales.

Squires volvió su mirada burlona hacia Levine.

—Mayor control gubernamental. Más regulaciones. Más burocracia. Más trabas a la libre empresa. Eso es precisamente lo que este país no necesita. El doctor Levine es un científico. Sin embargo, insiste en fomentar afirmaciones falsas, en asustar a la gente con mentiras acerca de la ingeniería genética.

Había llegado el momento.

—El doctor Squires intenta presentarme como un alarmista —dijo Levine. Se introdujo una mano en la chaqueta—. Bien, permítanme mostrarles algo.

Extrajo un sobre rojo y lo sostuvo ante las cámaras.

—Como profesor de microbiología, el doctor Squires no tiene contraída ninguna obligación con nadie. Sólo está interesado por la verdad.

Levine sacudió ligeramente el sobre y confió en que Toni Wheeler le estuviera viendo desde la sala de espera. El color rojo había sido una idea genial. Sabía que las cámaras estaban enfocadas hacia el sobre, y que millones de espectadores aguardaban ahora a que lo abriera.

—Sin embargo, ¿qué sucedería si dijera que este sobre contiene la prueba de que el doctor Squires ha recibido un cuarto de millón de dólares de la GeneDyne Corporation, una de las principales empresas de investigación genética del mundo? ¿Y si les dijera que ha mantenido en secreto ese empleo, incluso ante la propia universidad a la que pertenece? ¿No sería suficiente, quizá, para poner en entredicho sus motivaciones?

Dejó el sobre delante de Squires.

—Ábralo, por favor —le dijo—, y enseñe su contenido a las cámaras.

Squires miró el sobre, sin comprender la trampa que se le tendía.

—Esto es ridículo —dijo al fin apartando el sobre de un manotazo, haciéndolo caer al suelo.

Levine apenas si pudo creer en su buena suerte. Se volvió hacia la cámara con una ancha sonrisa.

—¿Lo ven? Sabe perfectamente lo que contiene ese sobre.

—Esto no es nada serio, y muy poco profesional —espetó Squires.

—Adelante —se relamió Levine—. Ábralo.

El sobre estaba ahora en el suelo y Squires tendría que agacharse para recogerlo. En cualquier caso, pensó Levine, todo estaba perdido para Finley Squires. Si lo hubiera abierto inmediatamente, quizá habría conseguido mantener su credibilidad.

Sánchez miraba de un científico a otro. Squires empezó a comprender lo que estaba sucediendo.

—Es la forma de ataque más artera que he visto en mi vida —dijo—. Doctor Levine, debería sentirse avergonzado de sí mismo.

Squires se encontraba contra las cuerdas, pero no tiraba la toalla. Entonces, Levine extrajo el segundo sobre.

—Y este sobre, doctor Squires, contiene información sobre los recientes acontecimientos ocurridos en Monte Dragón, el laboratorio secreto de ingeniería genética de la GeneDyne. Lo que ocurre allí es muy preocupante, y de mucho interés para cualquier científico que piense en el futuro de la humanidad.

Dejó el segundo sobre delante de Squires.

—Si no ha querido abrir el otro, abra al menos éste. Sea usted el que exponga a la luz pública las peligrosas actividades de la GeneDyne. Demuestre que no tiene ningún interés creado en esa empresa.

Squires estaba sentado muy rígido.

—No me dejaré intimidar por el terrorismo científico.

Levine sintió cómo se aceleraban los latidos de su corazón. Era demasiado bueno para ser cierto: aquel hombre seguía introduciendo el pie en cada una de las trampas que le tendía.

—Yo tampoco puedo abrirlo —dijo Levine—. La GeneDyne ha demandado a mi fundación por doscientos millones de dólares, en un esfuerzo por silenciarme. Pero alguien tiene que abrirlo.

El sobre estaba sobre la mesa, enfocado por las cámaras. Sánchez giró en su silla y miró a los contertulios. Court se adelantó y cogió el sobre.

—Si nadie más tiene el valor de abrirlo, yo lo haré.

Bien por la vieja Theresa, pensó Levine; sabía que ella no podría resistirse a la oportunidad de interpretar un papel relevante.

En el sobre había una hoja que contenía un mensaje escrito con una tipografía de trazo sobrio.

NOMBRE DEL VIRUS: Desconocido.

PERÍODO DE INCUBACIÓN: Una semana.

TIEMPO ENTRE LOS PRIMEROS SÍNTOMAS Y LA MUERTE:De cinco minutos a dos horas.

MODO DE LA MUERTE: Edema cerebral irreversible.

INFECCIÓN: Se difunde más fácilmente que el resfriado común.

TASA DE MORTALIDAD: 100%

FACTOR DE PELIGRO: Es un VMM, o «virus final»: si se suelta, accidental o intencionadamente, puede destruir a la raza humana.

CREADOR: GeneDyne, Inc.

PROPÓSITO: Desconocido. Es un secreto empresarial, protegido por las leyes de la propiedad privada de este país. Se trabaja continuamente en el desarrollo de este virus, con mínimo control gubernamental.

HISTORIA: En las dos últimas semanas, este virus ha infectado a un científico o técnico no identificado en una remota instalación experimental de la GeneDyne, Al parecer, el afectado fue aislado antes de que pudiera dar origen a un contagio masivo. El afectado murió al cabo de tres días. La cuarentena no fue efectiva y el virus podría haber escapado.

Court leyó el documento en voz alta, y se detuvo en varias ocasiones para mirar a Levine con incredulidad. Al terminar, Sánchez giró en su silla y se volvió hacia Finley Squires.

—¿Algún comentario? —preguntó.

—¿Por qué? —replicó Squires con irritación—. Yo no tengo ninguna relación con la GeneDyne.

—¿Le parece bien que abramos el primer sobre? —preguntó Sánchez, con una leve pero maliciosa sonrisa.

—Como quiera —contestó Squires—. Lo que contenga será, indudablemente, una falsificación.

Sánchez se agachó y recogió el sobre.

—Theresa, usted parece la única que tiene aquí el valor de hablar —dijo al tiempo que le tendía el sobre.

Ella lo rasgó y sacó un impreso de computadora que indicaba que se habían transferido 265.000 dólares desde la oficina de la GeneDyne en Hong Kong a una cuenta numerada del Rigel Bancorp, en las Antillas Holandesas.

—Es una cuenta sin nombre —dijo Sánchez.

—Sostenga la segunda página delante de las cámaras —pidió Levine.

La segunda página era un tanto borrosa, pero legible. Era una impresión de pantalla, sin duda extraída de una imagen directa de una terminal informática mediante un instrumento muy caro y de uso restringido, la unidad Van Eyck. Contenía instrucciones enviadas por cable por Finley Squires para que se abriera una cuenta en el Rigel Bancorp de Antillas Holandesas. La cuenta tenía el mismo número.

Se produjo un incómodo silencio, y Sánchez dio por terminada esa parte del programa, dio las gracias a los participantes y pidió al público que mantuviera la sintonía, a la espera de la entrevista a Barrold Leighton.

En cuanto se dio paso a la publicidad, Squires se levantó.

—Esta charada tendrá una contundente respuesta de mis abogados —dijo escuetamente, antes de abandonar el plato.

Sánchez giró en su silla para mirar a Levine, con los labios apretados en una sonrisa de reconocimiento.

—Una actuación muy astuta —dijo—. Espero por su bien que pueda demostrar todo lo que ha dicho.

Levine se limitó a sonreír.