A la mañana siguiente, aunque Carson se tomó su tiempo antes de llegar a la sala de preparación, no le sorprendió encontrar la mayoría de los trajes azules todavía colgados en sus armarios. Nadie parecía ansioso por reanudar el trabajo en el Tanque de la Fiebre.

Mientras se vestía, sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Había transcurrido casi una semana desde que se produjera el accidente. Por mucho que se hubiera sentido obsesionado por lo ocurrido, por aquellos desgarrones en el traje de Brandon-Smith, por la sangre roja que brotó de los arañazos, había logrado apartar de su mente el Tanque de la Fiebre. Ahora, ese pensamiento regresó a su mente agolpadamente: los espacios reducidos, el aire viciado del traje, la constante sensación de peligro. Cerró un momento los ojos e intentó apartar de su mente el temor y el pánico.

Cuando estaba a punto de ponerse el casco, la puerta exterior siseó al abrirse y Susana entró por la esclusa de aire. Miró a Carson.

—No parece demasiado entusiasmado —dijo ella. Carson se encogió de hombros—. Supongo que yo tampoco.

Un silencio incómodo se hizo entre ellos. No habían hablado mucho desde la muerte de Brandon-Smith. Carson sospechaba que ella había preferido evitar el encuentro con él, al percibir la culpabilidad y la frustración que sentía.

—Al menos, el guardia ha sobrevivido —dijo ella.

Carson asintió con un gesto. Lo último que deseaba hacer en estos momentos era hablar del accidente. La puerta de acero inoxidable, con su cartel que advertía sobre la biopeligrosidad que aguardaba al otro lado, ofrecía un aspecto amenazador, al otro extremo de la sala. Le recordó a Carson una cámara de gas.

Susana empezó a vestirse. Carson se entretuvo, esperándola, ansioso por pasar por el tormento inicial pero, de algún modo, incapaz de cruzar aquella puerta.

—Salí a cabalgar el otro día —dijo—. Una vez se pierde de vista Monte Dragón, el desierto es muy agradable.

—A mí siempre me ha gustado el desierto —asintió ella—. La gente dice que es horrible, pero a mí me parece el lugar más hermoso del mundo. ¿Qué caballo se llevó?

—Un caballo bastante bueno. Tenía rota una de mis espuelas, pero ni siquiera tuve necesidad de utilizarlas. Será difícil encontrar aquí a alguien que la arregle.

Ella se echó a reír y se mesó el cabello.

—¿Conoce a ese viejo ruso, Pavel Vladimiro…? Es el ingeniero mecánico y dirige el horno esterilizador del sistema de flujo laminar del aire. Es capaz de arreglar cualquier cosa. Mi disco compacto se había estropeado y él lo desmontó y lo arregló, así de simple. Y afirmó que jamás había visto uno antes.

—Pues si ha sido capaz de arreglar un disco compacto, seguro que podrá arreglar una espuela. Quizá debería verle.

—¿Tiene idea acerca de cuándo empezará la investigación con nosotros? —preguntó ella.

—Ninguna. Probablemente no le llevará mucho tiempo, considerando…

Se detuvo de pronto. Considerando que yo fui un instrumento en la causa de la muerte, pensó.

—Yamashito, el técnico de vídeo, dijo que el investigador pensaba dedicar el día a revisar las cintas de seguridad —dijo ella, al tiempo que se ponía el traje.

Se pusieron los cascos, comprobaron el hermetismo del traje del otro y cruzaron la esclusa de aire. Ya en el interior de la sección de descontaminación, Carson aspiró aire y trató de soportar las náuseas que sentía cada vez que el tóxico líquido amarillo caía en cascada sobre el visor del casco.

Carson había esperado que los complicados procedimientos de descontaminación aplicados después del accidente hubieran reacondicionado los espacios interiores del Tanque de la Fiebre, permitiendo que éste tuviera un aspecto algo diferente. Pero el laboratorio parecía hallarse tal como estaba cuando Carson lo abandonó después de que Brandon-Smith entrara para anunciarle la muerte del chimpancé. Su silla estaba apartada de la mesa, y formaba el mismo ángulo en que la había dejado, y su ordenador todavía estaba abierto, enchufado a la red central y preparado para su uso. Avanzó hacia él y conectó con la red de la GeneDyne. Los mensajes grabados pasaron por la pantalla; luego mostró el texto sobre el procedimiento en que había estado trabajando. El cursor se detuvo al final de una línea inacabada, parpadeante, esperando con una cruel imparcialidad a que él continuara. Carson se arrellanó en la silla.

De repente, la pantalla quedó en blanco. Carson esperó un momento y luego pulsó varias teclas. Al no recibir respuesta, masculló un juramento. Quizá se había agotado la batería. Miró el enchufe de la pared: el ordenador estaba correctamente enchufado. Qué extraño, pensó.

Algo empezó a materializarse en la pantalla. Tiene que ser Scopes, pensó Carson. Se sabía que al presidente ejecutivo de la GeneDyne le gustaba jugar con los ordenadores de los demás. Probablemente querría charlar para aliviarle el período de transición después de regresar al trabajo en el Tanque de la Fiebre.

Una pequeña imagen apareció en la pantalla: era un mimo, que balanceaba el globo terráqueo sobre un dedo. La Tierra giraba lentamente. Extrañado, Carson apretó la tecla de salida sin conseguir nada.

De pronto, la pequeña figura se disolvió en palabras tecleadas.

«¿Guy Carson?».

«Sí», tecleó Carson.

«¿Estoy en contacto personal con Guy Carson?».

«Soy Guy Carson. ¿Quién más podría ser?».

«Bueno, por fin, Guy. Ya era hora de que se conectara. Le he estado esperando desde hace tiempo, socio. Pero antes de continuar, necesito que se identifique. Le ruego que me indique el día de nacimiento de su madre».

«2 de junio de 1936. ¿Quién es usted?»

«Gracias. Soy Mimo. Tengo un mensaje importante que transmitirle, de un viejo conocido suyo».

«¿Mimo? ¿Es usted, Harper?».

«No, no soy Harper. Sugeriría que despejara la zona inmediata donde se encuentre, de modo que nadie pueda ver el mensaje que me dispongo a transmitirle. Indíqueme cuándo está preparado».

Carson se volvió hacia Susana, que estaba ocupada en el otro lado del laboratorio.

«¿Quién demonios es usted?», tecleó.

«¡Vaya, vaya! Será mejor que no rechace a Mimo, ya que entonces podría rechazarlo yo a usted. Y eso no le gustaría. No, no le gustaría nada».

«Escuche, no me gusta…».

«¿Desea recibir el mensaje o no?».

«No».

«No lo creo. Pero antes de enviárselo, quiero que sepa que éste es un canal absolutamente seguro y que yo, Mimo, y nadie más que yo, ha penetrado en la red de la GeneDyne. Nadie en GeneDyne está enterado de esto, y posiblemente nadie puede interceptar nuestra conversación. Lo he hecho así para protegerlo a usted, vaquero. Si alguien pasara a su lado mientras lee el siguiente mensaje, apriete la tecla de mando y aparecerá en la pantalla un contenido ficticio de un código genético que ocultará el mensaje. En realidad no será un código genético, sino los versos de “Golpea la pared”, del profesor Longhair, pero el dibujo será correcto. Luego, pulse de nuevo la tecla de mando para regresar al mensaje. Y ahora, prepárese».

Carson volvió a mirar hacia Susana. Quizá era una de las bromas de Scopes. Aquel hombre tenía un extraño sentido del humor. Por otra parte, Scopes no le había enviado ningún mensaje a su ordenador personal desde que se produjera el accidente. Quizá Scopes deseaba tomarle el pelo y poner a prueba su lealtad con alguna clase de juego extraño. Carson volvió a mirar la pantalla del ordenador, sintiéndose incómodo.

La pantalla quedó en blanco por un momento y luego apareció un mensaje:

«Querido Guy: Soy Charles Levine, su viejo profesor del curso de bioquímica 162, ¿recuerda? Iré directamente al grano porque sé que debe de sentirse comprometido en estos precisos momentos».

Vaya, pensó Carson. La declaración más modesta del año. ¿El doctor Levine había logrado penetrar en la red de GeneDyne? No le parecía posible. Pero si se trataba realmente de Levine y Scopes llegaba a descubrirlo… El dedo de Carson se movió rápidamente hacia la tecla de salida, que apretó varias veces sin resultado alguno.

«Guy, he oído rumores procedentes de una fuente de la agencia reguladora. Rumores sobre un accidente ocurrido en Monte Dragón. La tapa, sin embargo, ha sido cerrada herméticamente, y lo único que he podido saber es que alguien quedó accidentalmente infectado con un virus. Al parecer, se trata de un virus bastante mortal, uno ante el que la gente experimenta mucho miedo.

»Guy, escúcheme. Necesito su ayuda. Necesito saber qué está sucediendo ahí, en Monte Dragón. ¿Qué es ese virus? ¿Qué trata usted de hacer con él? ¿Es realmente tan peligroso como dan a entender los rumores? El pueblo de este país tiene derecho a saberlo. Si es cierto, si se encuentra usted realmente en medio de ninguna parte, manejando algo mucho más peligroso que una bomba atómica… entonces ninguno de nosotros está a salvo.

»Le recuerdo bien de los tiempos que pasó aquí, Guy. Era usted un pensador verdaderamente independiente. Un escéptico. Nunca dio por sentado nada de lo que yo decía: tenía que comprobarlo todo por sí mismo. Esa es una cualidad bastante rara, y rezo para que no la haya perdido. Ahora le rogaría que dirigiera ese escepticismo natural hacia su propio trabajo en Monte Dragón. No acepte todo lo que le digan. En lo más profundo de sí mismo, sabe muy bien que nada es infalible, que ningún procedimiento de seguridad puede asegurar una protección total. Si los rumores son ciertos, habrá aprendido esto de primera mano. Le ruego que se plantee si vale la pena.

«Volveré a ponerme en contacto con usted a través de Mimo, un experto en cuestiones de seguridad informática. La próxima vez quizá podamos conversar en línea directa. Mimo no ha estado dispuesto a arriesgarse inicialmente a una conversación directa.

»Piense en lo que le he dicho, Guy. Se lo ruego. Saludos, Charles Levine».

La pantalla quedó en blanco. Carson sintió que se le aceleraban los latidos del corazón mientras manipulaba el conmutador de energía. Debería haber apagado el ordenador inmediatamente. ¿Podía ser realmente Levine? Su instinto le indicaba que sí. Aquel hombre debía de haberse vuelto loco para ponerse en contacto con él de este modo, poniendo en peligro su carrera. Al pensar en ello, la cólera empezó a sustituir a la conmoción. ¿Cómo podía estar Levine tan convencido de que el canal era seguro?

Carson recordaba bien a Levine: golpeaba el atril, hablaba apasionadamente, con las solapas del traje arrugadas, haciendo chirriar la tiza sobre el encerado. En cierta ocasión estaba tan absorbido escribiendo una larga fórmula química, que tropezó con el borde del atril y cayó al suelo. Había sido, en muchos sentidos, un profesor extraordinario, iconoclasta, visionario; pero, por lo que Carson recordaba, también excitable, colérico y lleno de hipérboles. Y esta vez había llegado demasiado lejos. Evidentemente, aquel hombre se había convertido en un fanático.

Volvió a encender el ordenador. Si volvía a tener noticias de Levine, le diría lo que pensaba sobre sus métodos. Luego, apagaría el ordenador, antes de que Levine tuviera la oportunidad de replicar.

Volvió a fijarse en la pantalla y el corazón casi se le paró en seco.

«Brent Scopes en línea. Pulse la tecla de mando para charlar».

Con un esfuerzo para contener su temor, Carson empezó a teclear. ¿Habría captado Scopes el mensaje que acababa de recibir?

«Hola, Guy».

«Hola, Brent».

«Sólo quería saludarlo en su regreso al trabajo. ¿Sabe lo que dijo T. H. Huxley? “La gran tragedia de la ciencia es que una hermosa hipótesis se vea destrozada por un hecho desagradable”. Eso es lo que ha ocurrido aquí. Fue una idea muy hermosa, Guy. Es una pena que no funcionara. Ahora tiene usted que continuar. Cada día que transcurre sin obtener resultados le cuesta a la GeneDyne un millón de dólares. Todo el mundo está a la espera de la neutralización del virus. No podemos continuar hasta que no se haya logrado dar ese paso. Todo el mundo depende de usted».

«Lo sé —escribió Carson—. Le prometo que haré todo lo que pueda».

«Eso ya es un comienzo, Guy. Hacer todo lo que pueda es un buen comienzo. Pero necesitamos resultados. Hemos tenido un fracaso, pero el fracaso es parte del silencio, y sé que podrá usted salir adelante. Cuento con usted para salir adelante. Ha tenido a su disposición casi una semana entera para pensar. Espero que se le hayan ocurrido algunas ideas nuevas».

«Vamos a repetir la prueba y ver si, por casualidad, hemos pasado algo por alto. También vamos a representar gráficamente el gen, por si acaso».

«Muy bien, pero hágalo rápidamente. También deseo que intente algo más. Mire, hemos aprendido algo crucial a raíz de este fracaso. Tengo delante de mí los resultados de la autopsia de Brandon-Smith. El doctor Grady hizo un trabajo excelente. Por alguna razón, la cepa que usted diseñó fue incluso más virulenta que la habitual de la gripe X. Y también más contagiosa, si son correctas nuestras pruebas de patología. Mató a Brandon-Smith con tanta rapidez que los anticuerpos del virus sólo le aparecieron en la sangre pocas horas antes de que muriera. Deseo saber por qué. Efectuamos un cultivo de la cepa de la materia gris de Brandon-Smith antes de la incineración, y me ocuparé de que se le envíe a usted. A esta nueva cepa la llamaremos gripe X II. Deseo que diseccione ese virus. Quiero saber cómo funciona. Al tratar de neutralizar el virus se ha tropezado usted fortuitamente con una forma de aumentar su mortalidad».

«¿Fortuitamente? No estoy seguro de comprender…».

«Por Dios, Guy, si logra averiguar qué lo hizo más mortal, quizá logre averiguar también cómo hacerlo menos mortal. Me sorprende que no haya pensado en esto. Y ahora póngase a trabajar».

La ventana de comunicación en la pantalla se apagó. Carson se reclinó en el asiento y suspiró. Clínicamente, aquello tenía sentido, pero la idea de trabajar con un virus obtenido por cultivo del cerebro de Brandon-Smith le produjo escalofríos.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, un ayudante de laboratorio entró por la escotilla; llevaba una bandeja de acero inoxidable, con claras biocajas de plástico. Cada una de ellas estaba marcada con un símbolo de biopeligrosidad y una etiqueta que rezaba: «Gripe X II».

—Un regalo para Guy Carson —dijo el ayudante con una risita macabra.

El sol de últimas horas de la tarde, que penetraba por las ventanas que daban hacia el oeste, cubría el despacho de Singer con un manto de luz dorada. Nye estaba sentado en el sofá y miraba fijamente la chimenea, mientras el director se encontraba de pie por detrás de su estación de trabajo, medio vuelto y mirando hacia el vasto desierto.

Una figura delgada y de hombros cargados, que llevaba un gran maletín, apareció ante la puerta y carraspeó.

—Entre —dijo Singer.

Gilbert Teece avanzó unos pasos y saludó a ambos con un gesto de la cabeza. El tenue cabello color trigo cubría disparejamente un cráneo que brillaba con un tono casi dolorosamente rojo, y la piel de la nariz quemada ya se le había empezado a pelar. Sonrió tímidamente, como si fuera consciente de encontrarse en un ambiente hostil.

—Siéntese en cualquier parte —le dijo Singer, y señaló vagamente con la mano los muebles del despacho.

A pesar de los sillones vacíos, Teece se dirigió hacia el sofá donde estaba Nye y se sentó junto a él con un suspiro de satisfacción. El jefe de seguridad se puso rígido y se enderezó antes de apartarse un poco.

—¿Quiere que empecemos? —preguntó Singer, todavía de pie—. Detesto llegar tarde a tomar mi cóctel de la noche.

Teece, ocupado con el cierre del maletín, levantó la mirada y le dirigió una sonrisa fugaz. Introdujo la mano en el interior del maletín y extrajo una grabadora que colocó sobre la mesa, delante de él.

—Procuraré que sea lo más breve posible —dijo.

Al mismo tiempo, Nye sacó su propia grabadora, que colocó junto a la de Teece.

—Muy bien —asintió Teece con un gesto—. Siempre es buena idea grabar las cosas, ¿no es así, señor Nye?

—Sí —fue la seca respuesta.

—¡Ah! —exclamó Teece, como si no hubiera oído hablar antes a Nye—. ¿Inglés?

Nye se volvió lentamente a mirarlo.

—Originariamente.

—Yo también —dijo Teece—. Mi padre fue sir Wilberforce Teece, baronet, de Teecewood Hall, en los Peninos. Mi hermano mayor recibió el título y el dinero, y yo el billete para Estados Unidos. ¿Lo conoce? Me refiero a Teecewood Hall.

—No —contestó Nye.

—¿De veras? —Teece arqueó las cejas—. Es una parte muy hermosa del país. La mansión está en Hamsterley Forest, aunque Cumbria está muy cerca, ya sabe. Es encantador, sobre todo en esta época del año. Grasmere, Troutbeck… el lago de Windermere.

De repente, el ambiente del despacho pareció ponerse muy tenso, casi eléctrico. Nye se volvió hacia Teece y enfocó la mirada en el rostro sonriente del hombre.

—Señor Teece, le sugiero acabar con las cortesías y proceder a la entrevista.

—La entrevista ya ha empezado. Según tengo entendido, fue usted jefe de seguridad del complejo nuclear de Windermere. Creo que a finales de los años setenta. Fue entonces cuando se produjo aquel terrible accidente. —Sacudió la cabeza con pesar—. No recuerdo si hubo cincuenta o sesenta bajas. En cualquier caso, y antes de empezar a trabajar para la GeneDyne del Reino Unido, no pudo encontrar trabajo en su ámbito durante por lo menos diez años. ¿Correcto? En lugar de eso, fue empleado por una compañía petrolífera en un lugar muy apartado de Oriente Medio. Los detalles de la descripción de su trabajo, sin embargo, son bastante vagos.

Se rascó la punta pelada de la nariz.

—Eso no tiene nada que ver con su misión aquí —dijo Nye.

—Pero sí mucho que ver con su grado de lealtad hacia Brent Scopes —dijo Teece—. Y esa lealtad puede afectar a esta investigación.

—Eso es absurdo —espetó Nye—. Tengo la intención de informar a sus superiores acerca de su conducta.

—¿Qué conducta? —preguntó Teece con una débil sonrisa. Y al punto añadió—: ¿Y a qué superiores?

Nye se inclinó hacia él y le habló con voz muy suave.

—Deje de hacerse el ignorante. Sabe perfectamente lo que ocurrió en Windermere. No necesita hacer esas preguntas y no sabrá por mí cosas diferentes a las que ya sabe.

—Oiga, espere un momento —intervino Singer con afectada cordialidad—. Señor Nye, no debiéramos…

Teece levantó una mano.

—Lo siento. El señor Nye tiene razón. Lo sé todo sobre Windermere. Simplemente me gusta verificar los datos de que dispongo. Estos informes —dijo dando una palmadita al abultado maletín— son a menudo inexactos. Fueron redactados por funcionarios gubernamentales, y nunca se sabe lo que un estúpido burócrata es capaz de escribir sobre uno, ¿no le parece, señor Nye? Pensé que apreciaría la posibilidad de enderezar las cosas, de eliminar cualquier probable calumnia, esa clase de cosas.

Nye guardó silencio. Teece se encogió de hombros y extrajo un sobre manila del maletín.

—Muy bien, señor Nye. Procedamos. ¿Puede decirme, con sus propias palabras, qué ocurrió la mañana del accidente?

Nye carraspeó para aclararse la garganta.

—A las nueve cincuenta recibí la noticia de que se había producido una alerta de fase dos en las instalaciones del Nivel 5.

—Demasiados números. ¿Qué significan?

—Una ruptura de integridad. Es decir que el biotraje de alguien había sido dañado.

—¿Quién dio la noticia?

—Carson. El doctor Guy Carson. Informó por el canal global de emergencia.

—Entiendo —asintió Teece—. Continúe.

—Me dirigí a la estación de seguridad, evalué la situación y luego asumí el mando sobre las instalaciones mientras durara la alerta de fase dos.

—¿Lo hizo así? ¿Antes de informar al doctor Singer? —preguntó Teece, y se volvió hacia el director.

—Eso prescribe el reglamento.

—Doctor Singer, cuando usted se enteró de que el señor Nye se había hecho cargo del mando, lo asumió con alegría, ¿verdad?

—Naturalmente.

—Doctor Singer —dijo Teece con un tono más incisivo—. He dedicado la tarde a visionar las cintas del accidente. He escuchado la mayor parte de las comunicaciones que se intercambiaron. ¿Le importaría volver a contestar a mi pregunta?

Hubo un silencio.

—Bueno —dijo Singer al fin—, la verdad es que no me sentí muy feliz por ello. Pero lo asumí.

—Y usted, señor Nye —continuó Teece—, dice que el reglamento prescribe asumir el mando temporalmente. No obstante, y según mi información, se supone que usted sólo debe hacerlo en el caso de que, según su propio juicio, el director sea incapaz de cumplir con su deber.

—Correcto —dijo Nye.

—En consecuencia, he de llegar a la conclusión de que tuvo usted una razón anterior para pensar que el director no estaba cumpliendo con su deber.

Otra prolongada pausa.

—Correcto —repitió finalmente Nye.

—¡Eso es absurdo! —exclamó Singer—. No hubo ninguna necesidad de que se hiciera así. Yo tenía la situación bajo control.

Nye estaba sentado rígidamente, con su rostro convertido en una máscara pétrea.

—En tal caso, ¿qué le hizo pensar que Singer no sería capaz de manejar una emergencia?

Nye no vaciló en su respuesta.

—Tenía la sensación de que el doctor Singer se había permitido establecer relaciones demasiado estrechas con las personas a las que debía supervisar. Él es un científico, pero actúa demasiado emocionalmente cuando se trata de manejar la tensión. Si se hubiera dejado la emergencia en sus manos, el resultado habría sido muy diferente.

—¿Qué hay de malo en ser un poco afable con los demás? —espetó Singer—. Señor Teece, debería saber con qué clase de hombre está usted hablando, a pesar de que lo conoce desde hace poco tiempo. Es un megalómano. Todo el mundo lo detesta. Desaparece en el desierto todos los fines de semana. La razón por la que Scopes lo mantiene en su puesto es un misterio para todos.

—Comprendo. —Teece consultó alegremente su carpeta, y dejó que el incómodo silencio se prolongara. Singer regresó a su posición original, junto la ventana, de espaldas a Nye. Teece extrajo un bolígrafo del bolsillo y tomó unas notas. Luego agitó el papel delante de Nye—. Tengo entendido que estas cosas están streng verboten por aquí. Es una suerte que yo esté excluido de esa norma, porque detesto los ordenadores.

Volvió a guardarse el bolígrafo.

—Bien, doctor Singer —continuó—. Pasemos a hablar de ese virus en el que están trabajando, el de la gripe X. Los documentos que se me han facilitado no son muy informativos. ¿Qué es exactamente lo que lo hace tan mortífero?

—Cuando lo sepamos podremos hacer algo al respecto —contestó Singer.

—¿Hacer algo al respecto?

—Quiero decir hacerlo seguro, claro.

—Para empezar, ¿cómo es que están ustedes trabajando con un patógeno tan terrible?

Singer se volvió a mirarlo.

—No era nuestra intención, créame. La virulencia de la gripe X es un inesperado efecto secundario de nuestra técnica de terapia genética. El virus está en transición. Una vez se haya estabilizado ya no será ninguna preocupación. —Hizo una breve pausa, antes de añadir—: La tragedia es que Rosalind se vio expuesta al virus en esta fase inicial.

—Rosalind Brandon-Smith —repitió Teece pronunciando el nombre lentamente—. No nos sentimos satisfechos con la forma en que se llevó a cabo la autopsia, como bien sabe usted.

—Seguimos todos los procedimientos habituales —intervino Nye—. La autopsia se llevó a cabo dentro de las instalaciones del Nivel 5, con los trajes de seguridad puestos, y a ello siguió la incineración del cadáver y la descontaminación de todos los laboratorios situados dentro del perímetro de segundad.

—Es la brevedad del informe del patólogo lo que me preocupa, señor Nye —dijo Teece—. Y, a pesar de ser tan breve, hay varias cosas que me extrañan. Por ejemplo, a juzgar por lo que puedo deducir, el cerebro de Brandon-Smith literalmente estalló. Sin embargo, en el momento de su muerte se hallaba encerrada en la unidad de cuarentena, lejos de cualquier ayuda médica.

—No sabíamos que había contraído la enfermedad —dijo Singer.

—¿Cómo es posible? Fue herida por un chimpancé infectado. Sin duda debieron surgir anticuerpos en su sangre.

—No. Desde el momento en que surgieron los anticuerpos hasta su muerte… bueno, fue un período muy corto.

—Al parecer, perturbadoramente corto —dijo Teece con ceño.

—Debe recordar que ésta es la primera vez que un ser humano se ha visto expuesto al virus de la gripe X. Y confío en que sea la última. No sabíamos qué esperar. Y la cepa de la gripe X fue particularmente virulenta. Cuando descubrimos que los análisis de sangre habían dado resultado positivo, ella ya había muerto.

—La sangre. Eso es otra cosa extraña en este informe. Al parecer, se produjo una importante hemorragia interna antes de la muerte. —Teece consultó su carpeta y señaló el párrafo con el dedo—. Mire aquí. Sus órganos estaban prácticamente bañados en sangre, según se dice, por ruptura de los vasos sanguíneos.

—Eso es un síntoma de la infección por gripe X —dijo Singer—. No resulta nada extraño. El virus ébola causa lo mismo.

—Pero el informe de patología que tengo sobre los chimpancés infectados de gripe X no muestra ninguno de esos síntomas.

—Evidentemente porque la enfermedad afecta a los seres humanos de un modo distinto. No hay nada extraño en eso.

—Quizá no. —Teece pasó algunas páginas—. Pero en este informe también hay otras cosas curiosas. Por ejemplo, el cerebro muestra elevados niveles de ciertos neurotransmisores. Dopamina y serotonina, para ser exactos.

—Espero que eso no sea más que otro síntoma de la gripe X —dijo Singer abriendo las manos.

—Insisto en que los chimpancés infectados no mostraron niveles tan elevados —dijo Teece cerrando la carpeta.

—Señor Teece —dijo Singer con un suspiro—, ¿adónde quiere llegar? Todos somos conscientes de la peligrosidad de ese virus. Hemos dedicado nuestros mejores esfuerzos a neutralizarlo. Guy Carson, uno de nuestros científicos, se dedica a ello exclusivamente.

—Carson. Sí. El sustituto de Franklin Burt. Pobre doctor Burt, actualmente ingresado en el sanatorio de Featherwood Park. —Teece se inclinó y bajó el tono de voz—. Hay otra cosa realmente extraña, doctor. Hablé con David Fossey, el médico encargado de atender a Franklin Burt. Burt también sufre hemorragias de los vasos sanguíneos, y sus niveles de dopamina y serotonina son muy elevados.

Un conmocionado silencio se extendió por el despacho.

—¡Mierda! —exclamó Singer. En sus ojos había aparecido una mirada ausente, como si calculara algo mentalmente. Teece levantó un dedo.

—Pero Burt no presenta anticuerpos de la gripe X, y han transcurrido semanas desde que saliera de Monte Dragón. Así pues, no puede haber contraído la enfermedad.

Se produjo un notable descenso de la tensión.

—Seguramente es una coincidencia —dijo Nye, y se reclinó en el sofá.

—No lo creo. ¿Están trabajando con algún otro patógeno mortífero?

Singer meneó la cabeza.

—Disponemos del habitual material congelado: Marburg, ébola, Zaire, Lasa… pero ninguno de esos virus produciría locura.

—Tiene razón —asintió Teece—. ¿Nada más?

—Nada más.

Teece se volvió hacia el jefe de seguridad.

—¿Qué le sucedió exactamente al doctor Burt?

—El doctor Singer recomendó su relevo —contestó Nye.

—¿Doctor? —preguntó Teece.

—Había empezado a mostrarse confuso y agitado —contestó Singer con vacilación—. Éramos amigos. Era una persona insólitamente sensible, muy afable y preocupada. Aunque no hablaba mucho al respecto, creo que echaba de menos a su esposa. La tensión que soportamos aquí es considerable… Se necesita tener una clase especial de dureza, y él no la tenía. Cuando empecé a observar señales de una paranoia incipiente, recomendé que se le trasladara en observación al Hospital General de Albuquerque.

—La tensión le destrozó —murmuró Teece—. Discúlpeme, doctor, pero lo que me describe no parece un colapso nervioso habitual. —Bajó la mirada hacia el maletín abierto—. Creo que el doctor Burt obtuvo su licenciatura y doctorado en la Johns Hopkins en apenas cinco años, la mitad del tiempo que se necesita habitualmente.

—Sí —asintió Singer—. Era un hombre… brillante.

—A continuación, y según el curriculum que se me ha facilitado, Burt efectuó uno de sus períodos de rotación médica en el servicio de urgencias del hospital Harlem Meer, en el 944 de la calle 155 Este. ¿Ha visitado usted alguna vez esa zona?

—No —contestó Singer.

—La gente llama a la policía de allí «polis Dixie», una macabra referencia a lo poco que vale la vida en esa barriada. El internado del doctor Burt fue lo que los internos suelen llamar un treinta y seis especial. Es decir, estaba de servicio en la unidad de urgencias durante treinta y seis horas seguidas, seguidas por otras treinta y seis horas libres y un nuevo período de servicio durante el mismo tiempo. Y eso día tras día, durante tres meses.

—No lo sabía —dijo Singer—. Nunca me hablaba de su pasado.

—Luego, durante sus dos primeros años de médico residente, el doctor Burt se las arregló para escribir una monografía de cuatrocientas páginas titulada Metastatización. Un trabajo extraordinario. Mientras sucedía eso, también se vio envuelto en una dolorosa batalla legal por cuestiones de custodia con su primera esposa. —Teece volvió a hacer una pausa, y luego elevó la voz—. ¿Y quiere usted decirme que ese hombre no fue capaz de soportar la tensión? —Emitió una risa que más pareció un ladrido, pero su rostro ya había perdido su expresión de regocijo.

Nadie dijo nada. Al cabo de un rato, el inspector se levantó.

—Bien, caballeros. Creo que de momento ya les he robado bastante tiempo. —Guardó la grabadora y la carpeta en el maletín—. Sin duda tendremos más de que hablar una vez me haya entrevistado con su personal. —Se volvió a rascar la pelada nariz y sonrió afablemente—. Algunas personas se broncean mientras otras se pelan —dijo—. Supongo que yo soy de estos últimos.

La noche había caído sobre la casa de tablas pintadas de blanco que se elevaba en la esquina de Church Street y Sycamore Terrace, en el suburbio Cleveland de River Pointe. Una suave brisa de mayo agitaba las hojas. El ladrido distante de un perro y el pitido solitario de un tren aumentaron la sensación de misterio que rodeaba la barriada.

La luz que emanaba de la ventana del segundo piso, bajo el tejado inclinado, no era la cálida luz amarilla que se podía observar en las ventanas de otras casas situadas a lo largo de la calle. Era de un apagado tono azulado, similar al brillo de un televisor, pero sin oscilaciones de color ni intensidad. Un viandante, que se hubiera detenido bajo la ventana abierta, podría haber escuchado el suave pitido, junto con el débil y lento teclear de las teclas de un ordenador. Pero no había ningún viandante en la desierta calle.

En el interior de la habitación había una pequeña figura sentada. Por detrás de ella había una pared desnuda en la que aparecía una sencilla puerta de madera; las otras paredes estaban cubiertas por estanterías metálicas, sobre las que hileras de tableros de circuitos electrónicos se elevaban hacia el techo. Entre los tableros de circuitos se veían monitores, sistemas RAID de disco fijo, y equipo que a muchos gobiernos de países pequeños les habría gustado poseer: rastreadores de red, instrumentos de intercepción de fax, unidades Van Eyck para la captación remota de imágenes de ordenador, sofisticados dispositivos para descifrar claves, interceptores de teléfonos celulares. La habitación olía débilmente a metal caliente. Gruesos haces de cables colgaban entre las hileras, como serpientes en una jungla.

La figura se removió e hizo crujir la silla de ruedas que ocupaba. Una extremidad marchita se extendió hacia el teclado especial, situado a la distancia de un brazo de la silla de ruedas. Un dedo engarfiado se flexionó en la luz azulada y empezó a pulsar los blandos almohadillados del teclado. Se oyó el débil tono rápido del mareaje de un número de teléfono. En una estantería metálica se encendió una terminal de ordenador. Una secuencia de códigos computarizados pasó rápidamente por la pantalla, seguida por un pequeño logotipo.

El dedo se movió hacia arriba, en dirección a unas teclas más grandes, con códigos de colores, y seleccionó una de ellas.

Los segundos de silencio se extendieron hasta convertirse en minutos. La figura de la silla de ruedas no creía en la penetración en sistemas informáticos mediante el uso de métodos tan burdos como los ataques por la fuerza bruta o las inversiones de logaritmos. En lugar de eso, su programa se insertaba en el punto donde el tráfico externo de la red internet penetraba en la red privada de la empresa, hasta entrar en la máquina-puerta y circunnavegar las palabras clave. De repente, la pantalla se iluminó y un torrente de códigos empezó a pasar por ella rápidamente. El brazo marchito se elevó de nuevo y empezó a teclear, primero con lentitud y luego con mayor rapidez, extrayendo fragmentos de código hexadecimal, para detenerse de vez en cuando en espera de una respuesta. La pantalla se volvió roja, y en ella aparecieron las palabras «Sistemas en línea de GeneDyne. Subsección de mantenimiento», seguidas por una corta lista de opciones.

Una vez más, había conseguido penetrar el muro computarizado de la GeneDyne.

El brazo subdesarrollado se elevó por tercera vez, e inició dos programas que trabajarían simbióticamente. El primero efectuaría una conexión provisional con uno de los archivos del sistema operativo, enmascarando así los movimientos del segundo al hacer que pareciera un inofensivo agente de la red de mantenimiento. El segundo programa crearía un canal seguro a través de la médula espinal de la red, hasta las instalaciones de Monte Dragón.

La figura de la silla de ruedas esperó pacientemente mientras los programas soslayaban los puentes de la red. Finalmente se oyó un pitido bajo y luego una serie de mensajes rutinarios cruzaron rápidamente la pantalla.

El brazo se extendió de nuevo hacia el teclado y el crujido siseante de un módem llenó la habitación. Se encendió una segunda pantalla y en ella apareció una frase, rápidamente tecleada por una mano invisible.

«¡Hace una hora que dijo usted que llamaría! No resulta fácil mantener mi programa de actividades mientras espero noticias suyas».

El dedo marchito tecleó una respuesta en el teclado acolchado:

«Me encanta cuando es usted justo conmigo, profesor. ¡Informe! Páseme esa maldita fórmula de una vez».

«Es demasiado tarde. Él debe de haber abandonado ya el laboratorio».

El dedo tecleó otro mensaje:

«¡Ah, qué poca fe posee! Sin duda el doctor Carson tiene otra computadora en su habitación. Deberíamos lograr que su atención se concentrara allí. Y ahora, recuerde las reglas básicas».

«De acuerdo. Adelante».

El dedo apretó un botón, y empezó a ejecutarse una rutina que estaba a la espera, enviando una página anónima a través de la red de Monte Dragón, dirigida a Guy Carson. Basándose en su encuentro anterior, Mimo decidió prescindir de la presentación estándar; Carson podía apagar su ordenador si volvía a ver el logotipo inicial de Mimo. Transcurrió un momento y luego apareció una respuesta, procedente del desierto de Nuevo México:

«Aquí Guy. ¿Quién es?».

El dedo apretó una tecla del código de colores y envió a través de la red un mensaje previamente memorizado.

«¡Qué es! Permítame presentarme de nuevo. Soy Mimo, portador de noticias. Le puse en contacto con el profesor Levine».

Luego apretó otra tecla que permitió que Levine se introdujera en el canal seguro.

«Olvídelo —llegó la respuesta de Carson—. Salga ahora mismo del sistema».

«Guy, por favor, soy Charles Levine. Espere un momento. Déjeme hablar».

«De ningún modo. Voy a desconectar».

Mimo apretó otro botón y otro mensaje apareció en la pantalla.

«¡Sólo un condenado minuto, socio! Ahora trata usted con Mimo. Controlamos lo vertical y lo horizontal. He instalado una pequeña trampa en su nódulo de red, de modo que si corta la conexión disparará las alarmas internas. Y en tal caso tendrá que hablar con su querido señor Scopes. Me temo que la única forma de librarse de Mimo es escuchar al bueno del profesor. Y ahora escuche, vaquero. A petición del profesor he creado un medio para que usted pueda llamarlo. Si alguna vez quiere ponerse en contacto con él, no tiene más que enviar una petición de charla consigo mismo. ¿Lo ha entendido bien?: consigo mismo. Eso iniciará un proceso de comunicación por parte de un demonio que he ocultado dentro de la red. El demonio se encargará de marcar y conectarlo con el bueno del profesor, siempre que éste tenga conectado su ordenador personal, que es de toda confianza. Y ahora doy paso al profesor Levine».

«Si cree que ésta es la forma de convencerme, Levine, está muy equivocado. Está poniendo en peligro toda mi carrera. No quiero tener nada que ver con usted y su cruzada, sea la que fuere».

«No tengo otra alternativa, Guy. El virus es un asesino».

«Contamos con las mejores medidas de seguridad del mundo…».

«Al parecer, no son suficientes».

«Eso fue un accidente fortuito».

«La mayoría de accidentes lo son».

«Trabajamos en el desarrollo de un producto médico que producirá un bien incalculable, que salvará millones de vidas cada año. No me diga que lo estamos haciendo mal».

«Guy, le creo. Pero si es así, ¿por qué manejar un virus tan mortal como éste?».

«Mire, ése es precisamente el problema; estamos tratando de neutralizar el virus, de hacerlo inofensivo. Y hora, salga de la red».

«Un momento. ¿Qué es ese milagro médico que ha mencionado?».

«No puedo hablar de ello».

«Contésteme una cosa: ¿altera ese virus el ADN de las células germinales humanas, o solamente el de las somáticas?».

«El de las germinales».

«Lo sabía. Guy, ¿cree tener el derecho moral de alterar el genoma humano?».

«Si es una alteración beneficiosa, ¿por qué no? Si podemos librar a la raza humana para siempre de una enfermedad terrible, ¿dónde está la inmoralidad?».

«¿Qué enfermedad?».

«Eso no es asunto suyo».

«Entiendo. Está usted utilizando el virus para producir la alteración genética. ¿Ese virus es capaz de producir la extinción? ¿Es un VMM? ¿Podría destruir a la raza humana? Respóndame y desconectaré».

«No lo sé. Su epidemiología en los seres humanos es desconocida, pero ha sido ciento por ciento letal en los chimpancés. Tomamos toda clase de precauciones. Especialmente ahora».

«¿Es un contagio que se transmite por el aire?».

«Sí».

«¿Período de incubación?».

«De un día a dos semanas, dependiendo de la cepa».

«¿Tiempo transcurrido entre los primeros síntomas y la muerte?».

«Imposible decirlo con certeza. De varios minutos a varias horas».

«¿Minutos? Santo Dios. ¿De qué forma es letal?».

«Ya he contestado bastantes preguntas. Desconecte».

«¿De qué forma es letal?».

«Aumento masivo del líquido cerebroespinal, que causa edema y hemorragia del tejido cerebral».

«Eso me suena a virus máximamente maligno, un VMM. ¿Cómo se llama?».

«Eso es todo, Levine. No haga más preguntas. Salga de una vez del sistema y no vuelva a llamar».

En la pequeña casa de Church y Sycamore, el brazo pulsó suavemente unas teclas. Un monitor mostró el programa que cortaba las comunicaciones y se retiraba de la red de la GeneDyne. En la otra pantalla apareció el frenético mensaje de Levine:

«¡Maldita sea! Se ha cortado la comunicación. Mimo, ¡necesito más tiempo!».

El dedo escribió una respuesta:

«Frío, profesor. Su celo acabará por hacerle daño. Y ahora, al otro asunto. Prepare su ordenador. Le enviaré un pequeño archivo muy interesante. Como verá, he conseguido la información que me solicitó. Me planteó un desafío muy singular, y le asombrarían los gastos de teléfono que he tenido a causa de ese proceso. Me temo que cierta señora Harriet Smythe, de Darlington, Iowa, se enfadará mucho cuando reciba la próxima factura telefónica».

El dedo pulsó unas teclas más y esperó a que se vertiese el contenido del archivo. Luego, las dos pantallas se apagaron. Por un momento, el único sonido que se oyó en la habitación fue el suave chirrido de los ventiladores de las terminales y, a través de la ventana abierta, el chirriar de un grillo en la cálida noche. Luego se oyó una risa por lo bajo, un jadeo regocijado que sacudió el cuerpo hundido en la silla de ruedas.