El cobertizo de los caballos se encontraba en el borde de la verja que rodeaba el perímetro; era un edificio modesto, de metal, con seis cuadras. En cuatro de ellas había caballos. Faltaba una hora para el amanecer, y Venus ya brillaba nítidamente en el horizonte, hacia el este.

En el interior del cobertizo, Carson observó a los caballos dormitar en sus cuadras, con las cabezas agachadas. Emitió un suave silbido y las cabezas se elevaron, con las orejas tiesas.

—¿A cuál de vosotros, viejos jamelgos, le gustaría salir a cabalgar un rato? —susurró.

En respuesta, uno de los caballos pateó el suelo.

Los miró a todos. Evidentemente eran adquisiciones locales, animales desechados de los ranchos. Un appaloosa de lomo alto, dos viejos jamelgos y un caballo de clase, aunque de raza indeterminada. Muerto, el magnífico caballo de Nye, no estaba allí. Por lo visto, el inglés lo había sacado antes, para una de sus misteriosas excursiones. Supongo que él también está harto de este lugar, pensó Carson. De todos modos, parecía un momento extraño para que el jefe de seguridad abandonara el recinto. Carson, al menos, tenía una excusa: las instalaciones del Nivel 5 seguían cerradas, y así seguirían hasta que llegara al día siguiente un inspector de la Administración para la Seguridad y la Salud Ocupacional, la OSHA. Carson no podía trabajar aunque quisiera.

Pero aunque el Tanque de la Fiebre hubiera estado abierto, nada ni nadie le habría obligado a trabajar hoy. Sonrió con una mueca en la oscuridad, rodeado por el aire rancio del establo. Precisamente cuando había llegado a la conclusión de que era irracional culparse por el accidente de Brandon-Smith, ella había muerto a causa de la exposición a la gripe X. Luego, Czerny había sido retirado en ambulancia, libre del virus, pero enajenado. Todo el Tanque de la Fiebre había sido descontaminado y luego sellado. Ahora no podía hacerse más que esperar, y Carson se había cansado de esperar en el apagado ambiente fúnebre del complejo residencial. Necesitaba tiempo para pensar en el problema de la gripe X, para tratar de averiguar qué había salido mal y, aún más importante, para recuperar su equilibrio. Y para eso no conocía mejor tónico que una larga excursión a caballo.

El caballo de clase llamó su atención. Era un bayo, con una gran cabeza, joven y de aspecto duro. Miró a Carson a través de las crines.

Carson entró en la cuadra y recorrió el flanco del caballo con la mano. La piel estaba tirante y áspera, y el pellejo era áspero. El caballo no se sacudió ni tembló; se limitó a volver la cabeza y olisqueó el hombro de Carson. Tenía en el ojo un brillo sereno y alerta que le gustó.

Le levantó la pata delantera. Los cascos estaban en bastante buen estado, aunque el trabajo hecho con la herradura dejaba que desear. El caballo se mantuvo tranquilo mientras Carson le limpiaba la pezuña con una navaja. Dejó la pata y le dio unas palmadas en el cuello.

—Eres un caballo bueno —le dijo—, pero seguramente también eres un hijo de puta.

El caballo pateó el suelo, como en respuesta a sus palabras.

Carson le pasó una correa por la cabeza y lo condujo hasta un puesto de enganche, en el exterior. Habían transcurrido dos años desde la última vez que montó. Entró en la estancia donde se guardaban los arreos y observó la colección de sillas de Monte Dragón. Era evidente que a la mayoría de los residentes no les interesaba montar a caballo. Una de las sillas mostraba un árbol roto; otra estaba en tan mal estado que se desintegraría en cuanto el caballo iniciara un trote. Había una vieja silla abiquiu con un borrén posterior que probablemente serviría. Carson la levantó, tomó una manta y una almohadilla y llevó todo al puesto de enganche. Se colocó las viejas espuelas.

—¿Cómo te llamas? —murmuró mientras le cepillaba el pellejo.

El caballo se quedó quieto bajo la débil luz, en silencio.

—Bueno, te voy a llamar Roscoe.

Dobló la manta, la colocó sobre el lomo del caballo y añadió la almohadilla y la silla de montar. Extendió el látigo a través del aparejo y lo apretó, sintiendo que el caballo hinchaba el vientre, en un intento por engañar a Carson para que le dejara la cincha demasiado floja.

—Eres un bribón —dijo Carson.

Le pasó el collar por el pecho y le abrochó la hebilla de la cincha del flanco. Cuando el caballo no le prestaba atención, le apretó la rodilla contra el vientre y dio un tirón del látigo, dejándolo bien apretado. El caballo agachó las orejas.

—Buen chico —dijo Carson.

La luz era ahora más brillante por el este, y Venus había empezado a palidecer. Carson ató las alforjas, donde llevaba el almuerzo, engarfió un bidón de agua sobre la perilla de la silla, y montó.

No había ningún guardia en la puerta trasera de la verja del perímetro. Al acercarse al instrumento de apertura automática, Carson se inclinó, tecleó su código y la puerta se abrió.

Salió al trote hacia el desierto y aspiró profundamente. Después de casi tres semanas en el interior del laboratorio, se sintió por fin libre. Libre del claustrofóbico Tanque de la Fiebre, libre del horror de los últimos días. Mañana llegaría el inspector de la OSHA y el trabajo pesado empezaría de nuevo. Carson estaba decidido a aprovechar el día.

Roscoe tenía un trote rudo y rápido. Carson hizo que se dirigiera hacia el sur y cabalgó en dirección a las ruinas indias, unos pocos muros desmoronados entre montones de cascotes. Había sentido curiosidad desde la primera vez que los vio, desde la ventana de Singer.

Pasó a corta distancia. La mayor parte de las ruinas estaban cubiertas por la arena soplada por el viento, pero aquí y allá distinguió los bajos perfiles de los muros caídos y bloques que formaban pequeños espacios. Tenían el mismo aspecto de las numerosas ruinas antiguas que había visto en el paisaje de su juventud. Las ruinas no tardaron en convertirse en un punto que disminuía tras él.

Cuando se hubo alejado varios kilómetros del laboratorio, dejó que el caballo caminara al paso y miró alrededor. Monte Dragón se había reducido a una mancha blanca de edificios, hacia el norte. La vegetación del desierto había cambiado sutilmente, y se encontró rodeado por matojos de creosote, que se extendían a intervalos hacia el horizonte, casi con precisión matemática.

Continuó de nuevo hacia el sur, disfrutando con el paso vivaz del caballo. Una cabra de cuerno largo se detuvo sobre un altozano y miró en su dirección. Se le unió otra. De repente, giraron grupas y huyeron; habían percibido su olor. Cabalgó a través de un curioso grupo de yucas de aspecto extraño, como una multitud de gente que se inclinara, y recordó una historia que se había contado en su familia acerca de cómo Kit Carson y un carromato, rodearon y dispararon durante un cuarto de hora contra un grupo de bandidos, antes de darse cuenta de que sólo disparaban contra un bosquecillo de yucas.

Hacia el mediodía, Carson calculó que debía de hallarse a unos veintidós kilómetros de Monte Dragón. Ahora, apenas podía distinguir el cono de cenizas, que formaba un triángulo oscuro en el horizonte, pero el laboratorio ya hacía tiempo que había desaparecido de la vista. Una cadena de montañas había aparecido por el oeste y dirigió el caballo hacia ellas, ansioso por explorar.

Llegó al borde de una vasta corriente de lava, compuesta por desiguales cascajos negros amontonados sobre el suelo del desierto, cubiertos por ocotillos en flor. Carson sabía que eso era parte de la vasta formación de lava conocida como el Malpaís, que cubría cientos de kilómetros cuadrados del desierto de Jornada. Ahora, las montañas del oeste se hallaban más cerca y observó que, igual que Monte Dragón, se trataba de una cadena de apagados conos de cenizas.

Cabalgó a lo largo del borde de la lava, zigzagueando, siguiendo el contorno irregular de la corriente. La lava se había extendido sobre el desierto como una ameba, dejando un complicado laberinto de ensenadas, islas y cuevas.

Mientras cabalgaba, una tormenta de verano empezó a formarse rápidamente sobre las montañas. Una gran cabeza tormentosa empezó a elevarse, con la parte inferior plana y oscura como un yunque. Olisqueó un cambio en el aire, un frescor en la brisa, que traía consigo el olor del ozono. La nube, que se extendía con rapidez, cubrió el sol, y una penumbra, como de catedral, descendió sobre el paisaje. Al cabo de pocos minutos, la nube empezó a descargar una columna de lluvia del color del acero azulado. Carson espoleó a Roscoe para que se pusiera al trote, sin dejar de observar los bordes de la corriente de lava, imaginando que podría capear la tormenta en una de las cuevas que habitualmente se encontraban en toda corriente de lava.

La columna de lluvia se espesó, y el viento empezó a empujar madejas de polvo a lo largo del suelo. Un rayo parpadeó en el interior de la nube, y el retumbar del trueno reverberó a través del desierto como el sonido de una batalla lejana. A medida que se acercaba la tormenta, un bajo gemido pareció llenar el aire y el olor de la arena húmeda y la electricidad se hizo más intenso.

Carson rodeó una península de lava y distinguió una cueva de aspecto prometedor entre los montones de basalto retorcido. Desmontó, cogió las alforjas y dejó a Roscoe atado a una roca. Luego ascendió por la lava, en dirección a la entrada de la cueva.

La boca estaba oscura y fría, con un suelo cubierto de arena arrastrada por el viento. Entró justo cuando las primeras y pesadas gotas de lluvia empezaban a golpear el suelo. Desde allí podía ver a Roscoe, que había colocado las ancas contra el viento y agachaba la cabeza. La silla se empaparía. Debería haberla traído consigo al interior de la cueva, pero una silla como aquélla no merecía ningún tratamiento especial. Ya la engrasaría cuando regresara.

El desierto se vio repentinamente envuelto en cortinas de lluvia. Las montañas desaparecieron de la vista, y la línea de lava negra se difuminó bajo el torrente gris. Carson se tumbó de espaldas en la penumbra de la cueva. Sus pensamientos se dirigieron, inevitablemente, hacia Monte Dragón. Ni siquiera allí podía escapar de eso. Aquel laboratorio perdido en el desierto todavía le parecía algo irreal. Se torturó una vez más con el pensamiento de que si su empalme genético hubiera tenido éxito, aquella mujer seguiría con vida. En cierto modo, su propia seguridad en sí mismo la había matado. Una parte de él se daba cuenta de que esa línea de pensamiento era irracional, a pesar de lo cual seguía agobiándole una y otra vez. Sabía que había hecho las cosas de la mejor manera posible; la falta de atención de Fillson y Brandon-Smith había sido la verdadera responsable. Aun así, no lograba sacudirse del todo la sensación de culpabilidad.

Cerró los ojos para escuchar la lluvia y el viento. Finalmente, se sentó y miró por la abertura de la cueva. Roscoe permanecía en silencio y tranquilo. Seguramente había visto tormentas otras veces. Aunque Carson sentía pena por él, sabía que la suerte de los caballos había sido, desde tiempo inmemorial, permanecer bajo la lluvia mientras sus amos buscaban refugio en cuevas.

Se acomodó contra la pared y, con aire ausente, sus manos recorrieron la arena que cubría el suelo de la cueva, a la espera de que pasara la tormenta. Sus dedos se cerraron sobre algo frío y duro y lo extrajo de la arena. Era una punta de flecha de pedernal gris, tan ligera y equilibrada como una hoja. Recordaba haber encontrado de niño otra similar, mientras cabalgaba por la sierra. Cuando la llevó a casa, su tío abuelo Charley se mostró muy excitado por el descubrimiento, y le aseguró que se trataba de un poderoso amuleto de protección, y que debía llevarlo siempre consigo. Su tío abuelo le preparó una pequeña bolsa de gamuza para que llevara la punta de flecha; luego, canturreó algo sobre ella y la espolvoreó con polen. Su padre se mofó de aquel ritual. Más tarde, arrojó la bolsa a la basura y le dijo a su tío abuelo que la había perdido.

Ahora, se guardó la punta de flecha en el bolsillo, se levantó y se dirigió hacia la entrada de la cueva. De algún modo, aquel hallazgo le hizo sentirse mejor. Conseguiría neutralizar el virus de la gripe X, aunque sólo fuera para asegurarse de que la muerte de Brandon-Smith no se había producido en vano.

La tormenta cesó y Carson salió de aquella especie de tubo de lava. Al mirar alrededor, distinguió un doble arco iris que se arqueaba sobre las montañas, hacia el sur. El sol empezó a asomar entre las nubes. Tomó las riendas de Roscoe, le dio unas palmadas como pidiéndole disculpas y luego secó la silla y montó de nuevo.

Los cascos del caballo se hundieron en la arena cuando Carson lo dirigió, una vez más, hacia las montañas. Al cabo de pocos minutos volvió a reinar el calor y el desierto empezó a soltar vapor. Sintió sed, pero, para no agotar su reserva de agua, decidió mascar un chicle.

Entonces se detuvo, con el chicle a medio camino de la boca: unas huellas cruzaban la arena directamente por delante de él: un caballo con jinete, al parecer tan mal herrado como Roscoe. Las huellas eran frescas, hechas después de la lluvia.

Se metió el chicle en la boca y las siguió. En lo alto de un altozano vio en la distancia al caballo y su jinete, destacados entre dos conos de ceniza. Reconoció inmediatamente el absurdo sombrero de safari y el traje oscuro. No había nada de absurdo, sin embargo, en la forma en que el hombre manejaba su caballo. Hizo retroceder a Roscoe para ponerse a cubierto tras el altozano, desmontó y miró por encima de la pequeña altura.

Nye trotaba en ángulo recto con respecto a Carson, y montaba a la inglesa. De repente, tiró de las riendas para detenerse y se sacó un trozo de papel de la pechera. Lo aplanó sobre el pomo, sacó una brújula de pínulas, la orientó sobre el papel y apuntó directamente al sol. Hizo que su caballo efectuara un giro de noventa grados, lo espoleó al trote, y pronto desapareció tras las colinas.

Carson volvió a montar. Confiado en su habilidad para seguir un rastro, dejó que Nye ganara alguna distancia antes de espolear su montura.

Nye dejaba tras de sí un rastro muy peculiar. Cabalgó en línea recta durante casi un kilómetro, efectuó un brusco giro de noventa grados, cabalgó otro kilómetro y así continuó el proceso, efectuando zigzagueos sobre el desierto, formando una pauta de cuadros de tablero de ajedrez. Por las huellas de los cascos sobre la arena, Carson comprendió que antes de efectuar uno de los giros, Nye se detenía un momento.

Carson siguió la pista, fascinado por aquel misterio. ¿Qué demonios estaba haciendo Nye? Era evidente que no se trataba de una excursión de placer; sin lugar a dudas, el hombre tenía la intención de pasar la noche allí, en esas colinas volcánicas olvidadas de Dios, a más de treinta kilómetros de Monte Dragón.

Desmontó de nuevo para examinar el rastro. Ahora Nye se movía con mayor rapidez, y se alejaba a paso largo y lento. Montaba un buen caballo, en mejores condiciones físicas que Roscoe, y Carson se dio cuenta de que no podría seguirlo indefinidamente. Con un poco de ejercicio, Roscoe podría igualar seguramente a la montura de Nye, pero padecía «el mal del cobertizo», y aún le separaban muchos kilómetros del laboratorio. Aunque volviera grupas ahora, no llegaría al laboratorio hasta la medianoche. Había llegado el momento de abandonar la caza.

Se preparaba para montar de nuevo cuando oyó una voz cortante tras él. Se volvió y vio a Nye que se le acercaba.

—¿Qué demonios está haciendo? —dijo el inglés.

—Salir a dar un paseo a caballo, lo mismo que usted —contestó Carson.

No pudo ocultar la sorpresa en su tono de voz. Evidentemente, Nye se había dado cuenta de que le seguían y retrocedió, en una maniobra clásica, para perseguir al perseguidor.

—Miente. Me estaba espiando.

—Bueno, sentí curiosidad… —repuso Carson.

Nye se acercó más y con una leve presión de la rodilla hizo girar el caballo con un movimiento experto, al mismo tiempo que colocaba la mano derecha en la culata de un rifle que llevaba enfundado en la silla.

—Una mentira —siseó—. Sé lo que anda buscando, Carson, así que no intente hacerse el listo conmigo. Si vuelvo a descubrirle siguiéndome otra vez, lo mato, ¿me ha oído? Le enterraría aquí mismo y nadie encontraría su nauseabundo cadáver.

Carson montó en su caballo.

—Nadie me habla de ese modo.

—Yo hablo con cualquiera como me place.

Nye empezó a extraer el rifle de la funda.

Carson azuzó los flancos de su caballo y se abalanzó contra Nye, que, tomado por sorpresa, sacó el rifle de un tirón e intentó efectuar un giro. Roscoe chocó contra Muerto y derribó al jefe de seguridad, al tiempo que Carson sujetaba el cañón del rifle y se lo arrebataba con un fuerte tirón.

Sin dejar de vigilar a Nye, Carson abrió la recámara, extrajo el peine y lo arrojó al suelo. Se extrajo el chicle de la boca y lo introdujo profundamente en la cámara. La cerró y arrojó el rifle lejos, colina abajo.

—No vuelva a empuñar un rifle delante de mí —dijo con serenidad.

Nye montó, respirando con dificultad y con el rostro enrojecido. Se dirigió hacia donde había caído el rifle, pero Carson espoleó su caballo y se interpuso.

—Para ser inglés, es usted un jodido bastardo —dijo Carson.

—Es un rifle de tres mil dólares —replicó Nye.

—Razón de más para no empuñarlo delante de la gente —dijo Carson—. Si intenta utilizarlo ahora, explotará y le volará su bonita coleta. Para cuando haya podido limpiarlo, ya me habré ido.

Hubo un prolongado silencio. El sol de últimas horas de la tarde se reflejaba en los ojos de Nye, dándoles un extraño tono dorado oscuro. Al mirar aquellos ojos, Carson vio que sus finos matices no eran del todo producidos por el sol; los ojos de aquel hombre despedían de hecho un brillo rojizo, como las llamas interiores de una obsesión secreta.

Sin decir otra palabra, Carson volvió su caballo y se dirigió hacia el norte a trote ligero. Al cabo de un rato, se detuvo para mirar hacia atrás. Nye permanecía inmóvil sobre su montura, silueteado contra el sol, mirándole fijamente.

—¡Vigile su espalda, Carson! —oyó su voz distante.

Y Carson creyó oír una extraña risa antes de que se la llevara el viento.

El CD portátil que había sobre un ejemplar extendido del Wall Street Journal, sobre una mesa blanca, en la sala de control, había sido desmontado en veinte o treinta piezas. Un hombre que llevaba una sucia camiseta se hallaba inclinado sobre él, con expresión de intensa concentración. El eslogan de la camiseta decía VISITE LA HERMOSA GEORGIA SOVIÉTICA, estampado sobre la imagen de un edificio gubernamental que parecía una fortaleza, ejemplo de arquitectura estalinista.

Susana estaba de pie, a un lado de la inmaculada sala de control, preguntándose si lo de la camiseta sería broma.

—Dijo usted que nunca había arreglado antes un CD —comentó, nerviosa.

Da —murmuró la figura sin levantar la vista.

—Bueno, entonces, ¿cómo se propone…?

El hombre volvió a murmurar algo y extrajo un chip del tablero de circuitos, sosteniéndolo con un par de tenazas recubiertas de plástico.

—Hmmm —murmuró, al tiempo que lo dejaba caer sobre el periódico.

Volvió a utilizar las tenazas y extrajo un segundo chip.

—Quizá no haya sido una buena idea traérselo —añadió Susana.

El hombre se volvió para mirarla por encima de un par de gafas de lectura medio caídas sobre el puente de la nariz.

—Pero aún no está arreglado —protestó.

Ella se encogió de hombros, lamentando haberle llevado el CD a Pavel Vladimirovic. Aunque le habían dicho que era una especie de genio de la mecánica, hasta el momento no había visto prueba de ello. Y él había admitido incluso que nunca había visto un CD, y mucho menos arreglado uno.

Vladimirovic suspiró, dejó caer el segundo chip sobre el periódico y se sentó, ajustándose las gafas sobre la nariz.

—Está roto —anunció.

—Lo sé —repuso ella—. Por eso se lo traje.

Él asintió con un gesto y le indicó que se sentara a su lado, en una silla.

—¿Puede arreglarlo o no? —preguntó ella, todavía de pie.

Da —asintió él—. No preocupar. Yo poder arreglar. Es problema con chip que controla diodo láser.

Susana se sentó a su lado.

—¿Tiene piezas de repuesto? —preguntó.

Vladimirovic asintió y se frotó la sudorosa nuca. Luego se levantó, se dirigió a un armario y regresó con una pequeña caja abierta de la que sobresalían verdes tableros de circuitos.

—Ahora volver a arreglar —dijo.

Ella le observó mientras él, con un arranque de actividad, resolvía y extraía componentes de los tableros de circuitos. En menos de cinco minutos había vuelto a montar el aparato. Luego lo enchufó, introdujo el CD que ella le había llevado y esperó. El sonido de los B-52 surgió rugiendo de los altavoces.

—¡Eeeh! —exclamó, apagándolo—. Nekulturny. ¿Qué es ese ruido? Debe de estar roto aún. —Rio su propia broma.

—Gracias —dijo Susana con un tono más agradable—. Lo utilizo casi todas las noches y temía pasarme aquí el resto del tiempo sin poder escuchar música. ¿Cómo lo ha hecho?

—Aquí muchas piezas extra de mecanismos de sistema destrucción infalible —contestó Vladimirovic—. Uso uno de ésos. No es nada, una máquina muy sencilla. ¡No como éstas! —Señaló las hileras de paneles de control, pantallas de terminal y consolas.

—¿Qué hacen? —preguntó De Vaca.

—Muchas cosas —contestó él acercándose pesadamente a los aparatos—. Aquí está control de flujo de aire laminar. Tomar el aire por aquí, horno controlado por todos éstos. —Movió la mano con un gesto vago—. Y todos éstos controlan enfriamiento.

—¿Enfriamiento?

Da. ¡No querer aire devuelto a mil grados! Tiene que ser enfriado, el aire.

—¿Y por qué no absorber aire fresco?

—Si absorber aire fresco, tener que soltar aire viejo. No bueno. Eso es sistema cerrado. Somos único laboratorio de mundo con este sistema. Remontar a mecanismo destrucción infalible de militares, usado para aire caliente del Nivel 5.

—Ha mencionado antes el sistema de destrucción infalible —dijo ella—. No recuerdo haber oído hablar de él.

—Para alerta fase cero.

—No hay ninguna alerta de fase cero. La fase uno es la peor situación posible.

—Tiempo atrás era alerta fase cero. —Se encogió de hombros—. Quizá terroristas en Nivel 5, quizá accidente con contaminación total. Inyectar aire a mil grados en Nivel 5 producir esterilización completa. No sólo esterilización. Verdadera explosión de todo. ¡Buuum!

—Comprendo —asintió ella sin estar muy segura—. ¿Y no se puede disparar por accidente, esa alerta de fase cero?

Pavel emitió una risita.

—Imposible. Cuando civiles llegar, desactivar el sistema. —Señaló con la mano una cercana terminal de ordenador—. Sólo funcionar si poner en línea.

—Bien —dijo ella aliviada—. No me gustaría que me frieran viva porque alguien aprieta aquí el conmutador equivocado.

—Cierto —murmuró Pavel—. Bastante calor aquí sin hacer más calor, nyet? Zharka!

Sacudió la cabeza y su mirada se detuvo con aire ausente sobre el periódico. Luego se puso rígido. Tomó el extremo arrugado del Journal y apretó un dedo sobre él.

—¿Ver usted esto? —preguntó.

—No.

Miró las columnas de diminutos números, pensando que debía de haber sacado el periódico de la biblioteca de Monte Dragón, que tenía suscripciones a una docena de periódicos y revistas a las que no se tenía acceso por internet. Eran los únicos materiales impresos que se permitían en las instalaciones.

—¡Acciones GeneDyne volver a bajar medio punto! ¿Sabe lo que eso significar? —Ella negó con la cabeza—. ¡Perder dinero nosotros!

—¿Que perdemos dinero?

Da. Usted tener acciones, yo tener acciones, y esas acciones bajar medio punto. ¡Yo perder trescientos cincuenta dólares! ¡Cuántas cosas poder hacer con ese dinero!

Hundió la cabeza entre las manos.

—Pero ¿no es eso lo que cabe esperar? —preguntó De Vaca.

Shto?

—Quiero decir, ¿no sube y baja cada día el precio de las acciones?

Da, cada día. Pasado lunes ganar yo seiscientos dólares.

—Entonces ¿qué importa?

—¡Empeorar las cosas! Anterior lunes yo ser seiscientos dólares más rico. Ahora ¡todo perdido! ¡Puuf!

Extendió las manos con gesto de desesperación.

Susana hizo esfuerzos para no echarse a reír. Probablemente el hombre controlaba cada día el precio de las acciones. Ése era el precio de dar acciones a personas que nunca habían invertido en bolsa. Sin embargo, aunque no lo había comprobado desde que llegó a Monte Dragón, sabía que las acciones de la GeneDyne habían subido mucho en los últimos meses, y que todos se estaban enriqueciendo.

Vladimirovic volvió a sacudir la cabeza.

—Y en últimos días peor, mucho peor. ¡Bajar muchos puntos!

—Eso no lo sabía —dijo ella frunciendo el entrecejo.

—¿No oír hablar en cantina? Es profesor Levine de Boston. Siempre hablar mal de GeneDyne, de Brent Scopes. Ahora decir algo peor, no sé qué, y acciones bajar. —Murmuró por lo bajo—:

KGB sabría qué hacer con ese hombre. —Suspiró y le entregó el disco compacto—. Después de escuchar música decadente contrarrevolucionaria, sentir haber arreglado.

De Vaca rio y se despidió. Decidió, después de todo, que aquella camiseta era una broma. Al fin y al cabo, aquel hombre tenía que ser de extrema confianza para ser admitido en Monte Dragón en los viejos tiempos. Algún día trataría de buscar su compañía en la cantina y escuchar su historia completa.

El primer calor del verano se extendía como una manta empapada sobre Harvard Yard. Las hojas colgaban fláccidamente de los grandes robles y castaños, y las cigarras zumbaban con monotonía en las sombras. Mientras caminaba, Levine se quitó la usada chaqueta, se la colgó sobre el hombro e inhaló el olor de la hierba recién cortada y la espesa humedad del aire.

En la oficina exterior, Ray estaba sentado ante su mesa, hurgándose los dientes con la punta de un clip. Gruñó al ver acercarse a Levine.

—Tiene visita —le dijo.

—¿Quiere decir dentro? —preguntó Levine, que frunció el entrecejo y señaló con un gesto hacia la puerta cerrada de la oficina.

—Sí, en su despacho —contestó Ray.

Al abrir la puerta, Levine se encontró con Erwin Landsberg, el rector de la universidad, que le dedicó una sonrisa y le extendió la mano.

—Charles, hace mucho tiempo que no nos vemos —dijo con su habitual tono preocupado—. Demasiado tiempo. —Indicó a un segundo hombre, que vestía traje gris—. Le presento a Leonard Stafford, nuestro nuevo decano de la facultad.

Levine estrechó su fláccida mano y echó un vistazo furtivo al resto del despacho. Se preguntó cuánto tiempo llevarían allí los dos hombres. Su mirada se detuvo sobre su ordenador personal, abierto sobre una esquina de la mesa. Había sido una estupidez por su parte dejarlo así. Tenía previsto recibir la llamada en apenas cinco minutos.

—Hace calor aquí dentro —dijo el rector—. Charles, deberías pedir un aparato de aire acondicionado.

—El aire acondicionado me produce jaquecas. Me gusta el calor. —Levine se sentó ante su mesa—. Bien, ¿a qué se debe la visita?

Los dos hombres se sentaron, y el decano observó con ceño los montones de papeles desordenados.

—Bueno, Charles —dijo el rector—, hemos venido por lo de la demanda.

—¿A cuál se refiere?

Al rector pareció molestarle la broma.

—Nos tomamos estas cosas muy en serio. —Al ver que Levine no decía nada, continuó—: A la demanda de la GeneDyne, claro.

—No es más que puro acoso —dijo Levine—. No será admitida.

El decano se inclinó hacia adelante.

—Doctor Levine, me temo que no compartimos su punto de vista. No se trata de una demanda frívola. La GeneDyne alega apropiación de secretos comerciales, violación electrónica, difamación y libelo, además de muchas cosas más.

—La GeneDyne ha presentado acusaciones muy serias —asintió el rector—. No tanto sobre su fundación, sino sobre sus métodos. Y eso es lo que más me preocupa.

—¿Qué ocurre con mis métodos?

—No hay necesidad de ponernos nerviosos —dijo el rector, que se ajustó los puños de la camisa—. Ya ha estado usted antes en situaciones complicadas, y le hemos apoyado, a pesar de que no siempre ha sido fácil. Hay algunas fundaciones filantrópicas, muy poderosas por cierto, que preferirían que le dejáramos a usted en la calle. Pero ahora, una vez se ha cuestionado la ética de sus métodos… Bueno, tenemos que proteger a la universidad. Usted sabe muy bien el límite entre legalidad e ilegalidad. Procure no cruzarlo. Sé que lo comprende. —La sonrisa se desvaneció ligeramente—. Por cierto, no se lo advertiré de nuevo.

—Rector Landsberg, creo que ni siquiera comprende la situación. Aquí no se trata de ningún enfrentamiento académico. Estamos hablando del futuro de la raza humana.

Consultó su reloj. Sólo faltaban dos minutos. Mierda. Landsberg enarcó una ceja.

—¿El futuro de la raza humana?

—Estamos en guerra. La GeneDyne está alterando las células germinales de los seres humanos, y con ello comete un sacrilegio contra la vida humana. «El extremismo en defensa de la libertad no es ningún vicio», ¿recuerda? Cuando llegaron a arrasar los guetos, no era el momento más adecuado para preocuparse por la ética y la ley. Ahora se meten con el mismísimo genoma humano. Tengo pruebas de ello.

—Su comparación es ofensiva —dijo Landsberg—. No estamos en la Alemania nazi, y la GeneDyne, al margen de lo que usted piense de ella, no es las SS. Al plantear esas comparaciones tan triviales, socava usted el buen trabajo que ha hecho en nombre del Holocausto.

—¿Que no? A ver, dígame cuál es la diferencia entre la eugenesia de Hitler y lo que está haciendo la GeneDyne en Monte Dragón.

Landsberg se reclinó en la silla y emitió un suspiro de exasperación.

—Si no puede ver la diferencia, Charles, es porque tiene un punto de vista deformado. Sospecho que todo esto tiene más que ver con su enfrentamiento personal con Brent Scopes que con preocupaciones idealistas acerca de la raza humana. No sé qué sucedió entre ustedes hace veinte años, y no me importa. Hemos venido para decirle que deje en paz a la GeneDyne.

—Esto no tiene que ver con un enfrentamiento personal…

El decano movió una mano con gesto de impaciencia.

—Doctor Levine, tiene que comprender la posición de la universidad. No podemos permitir que vaya usted por ahí como una bomba de relojería, implicado en actividades en la sombra, mientras nosotros nos enfrentamos con una demanda de doscientos millones de dólares.

—Considero esto como una interferencia con la autonomía de la fundación —dijo Levine—. Scopes les está presionando, ¿verdad?

Landsberg frunció el entrecejo.

—Si considera como presión una demanda de doscientos millones de dólares, ¡demonios, sí!

Sonó el teléfono y luego un siseo cuando una computadora se conectó con el ordenador personal de Levine. La pantalla parpadeó y apareció una imagen: una figura que balanceaba el mundo sobre un dedo.

Levine se reclinó en la silla, impidiendo la vista de la pantalla.

—Tengo trabajo que hacer —dijo.

—Charles, creo que no acaba de comprenderlo —dijo el rector—. Podemos retirarle el permiso para mantener la fundación cuando queramos. Y lo haremos si usted nos presiona.

—No se atreverían —replicó Levine—. La prensa se les echaría encima y los crucificarían. Además, soy catedrático titular.

El rector Landsberg se levantó abruptamente y se volvió para marcharse con el rostro lívido. El decano se levantó más lentamente y se pasó una mano por la chaqueta. Se inclinó hacia Levine y preguntó:

—¿Ha oído hablar alguna vez de «expulsión por inmoralidad manifiesta»? Eso está incluido en su contrato de catedrático titular.

Se dirigió hacia la puerta y allí se detuvo para mirarlo especulativamente.

El globo en miniatura de la pantalla empezó a girar con mayor rapidez, y el hombre que balanceaba la tierra sobre un dedo compuso un gesto de ceñuda impaciencia.

—Ha sido agradable hablar con ustedes —dijo Levine—. Cierren la puerta al salir, por favor.

Cuando Carson entró en la sala de conferencias de Monte Dragón, el frío espacio blanco ya estaba lleno de gente. El ambiente rebullía con los nerviosos murmullos de las conversaciones apagadas. Las baterías de instrumentos electrónicos se hallaban ocultas tras los paneles, y la pantalla de teleconferencia estaba a oscuras. A lo largo de una pared se habían dispuesto mesas con jarras de café y pastas, y los científicos se reunían alrededor.

Carson distinguió a Andrew Vanderwagon y a George Harper, de pie en un rincón. Harper le hizo señas de que se acercara.

—La reunión está a punto de empezar —dijo—. ¿Está preparado?

—¿Preparado para qué?

—Que me aspen si lo sé —contestó Harper, y se pasó una mano por el cabello—. Preparado para el tercer grado, supongo. Dicen que si no le gusta lo que encuentre aquí, es capaz de cerrar las instalaciones.

—Nunca harán eso sólo por un accidente anormal —dijo Carson.

—He oído decir que ese tipo tiene incluso poder para ordenar la comparecencia ante una comisión de investigación, y que puede presentar acusaciones penales —gruñó Harper.

—Lo dudo —dijo Carson—. ¿Dónde ha oído esas cosas?

—Son los rumores que circulan por la cantina. No le he visto por allí en todo el día. Mientras no vuelvan a abrir el Nivel 5 no hay gran cosa que hacer, a menos que uno quiera sentarse en la biblioteca o jugar al tenis con treinta y ocho grados de temperatura.

—Salí a cabalgar —dijo Carson.

—¿A cabalgar? ¿Quiere decir con esa irascible y joven ayudante suya? —preguntó Harper con una risita.

Carson elevó los ojos. Harper podía ser realmente irritante. Ya había decidido no mencionarle a nadie su encuentro con Nye. Eso no haría sino crear más problemas.

Harper se volvió hacia Vanderwagon, que se mordía el labio y miraba inexpresivamente a los reunidos.

—Ahora que lo pienso, tampoco le vi a usted por la cantina. ¿Ha vuelto a pasar el día en su habitación, Andrew?

Carson frunció el entrecejo. Era evidente que Vanderwagon todavía se sentía alterado por lo sucedido en el Tanque de la Fiebre y por la reprimenda recibida de Scopes. A juzgar por sus ojos inyectados, estaba claro que no había dormido mucho. A veces Harper tenía el tacto de una granada de mano.

Vanderwagon se volvió y miró a Harper y, en ese momento, un repentino rumor de voces se extendió sobre los allí reunidos. Cuatro personas acababan de entrar en la sala: Singer, Nye, Mike Marr y un hombre delgado y encorvado, vestido con un traje marrón. Llevaba un enorme maletín que se bamboleaba contra sus piernas al caminar. Su pelo rojizo tenía canas en las sienes, y llevaba unas gafas de montura negra que hacían que su pálida piel pareciera cetrina. Irradiaba mala salud.

—Ése ha de ser el inspector de la OSHA —susurró Harper—. A mí no me parece tan terrorífico.

—Parece más bien un contable —comentó Carson—. Con esa piel va a pillar una insolación.

Singer se dirigió al estrado, se situó ante el atril, dio unos ligeros golpes sobre el micrófono y levantó una mano. Su rostro, normalmente agradable y rubicundo, se veía ojeroso y cansado.

—Como todos saben —empezó—, se debe informar a las autoridades competentes de los accidentes como el ocurrido la semana pasada. El señor Teece, aquí presente, es un destacado investigador de la Administración para la Seguridad y la Salud Ocupacional. Pasará una temporada con nosotros aquí, en Monte Dragón, para investigar la causa del accidente y revisar nuestros procedimientos de seguridad.

Nye estaba al lado de Singer y observaba a los científicos allí reunidos. Su barbilla adelantada intimidaba, así como su porte rígido. Marr estaba a su lado; asentía con su cabeza de cabello corto y sonreía ampliamente bajo el ala del sombrero, tan bajo que casi le ocultaba los ojos. Carson sabía que, como jefe de seguridad, Nye era, en último término, el responsable del accidente. Evidentemente, él también era consciente de ello. La mirada del jefe de seguridad se encontró por un momento con la de Carson, antes de desviarse. Quizá eso explique su paranoia en el desierto, pensó Carson. Pero ¿qué demonios andaba buscando? Fuera lo que fuese, debía ser condenadamente importante para haber pasado la noche fuera antes de una reunión como ésta.

—Como en este asunto hay en juego secretos industriales de la GeneDyne, los aspectos específicos de nuestra investigación se mantendrán en secreto, al margen del resultado de la investigación. Nada de todo esto será informado a la prensa. —Singer cambió de postura—. Deseo insistir en una cosa: se espera que todos los presentes en Monte Dragón cooperen plenamente con el señor Teece. Es una orden directa de Brent Scopes. Supongo que eso queda suficientemente claro. —Hubo un silencio en toda la sala. Singer asintió con un gesto—. Bien, creo que el señor Teece desea dirigirles unas palabras.

El hombre de aspecto frágil se acercó al micrófono; aún llevaba el maletín.

—Hola a todo el mundo —dijo, al tiempo que sus delgados labios esbozaban una fugaz sonrisa—. Soy Gilbert Teece… Pueden llamarme Gil. Espero estar aquí durante una semana, metiendo las narices un poco por todas partes. —Emitió una seca risita—. Es el procedimiento normal que se aplica en casos como éste. Hablaré individualmente con la mayoría de ustedes y, desde luego, necesitaré que me ayuden a comprender qué ocurrió exactamente, aunque sé que esto es muy doloroso para todos los implicados.

Hubo un nuevo silencio y pareció como si Teece ya no tuviera nada más que decir.

—¿Alguna pregunta? —dijo tras una pausa.

No hubo ninguna. Teece se apartó. Singer volvió al estrado.

—Ahora que ha llegado el señor Teece y ha concluido la descontaminación, hemos acordado volver a abrir las instalaciones del Nivel 5 sin demora. Por difícil que sea, espero que todos ustedes hayan regresado al trabajo mañana por la mañana. Hemos perdido mucho tiempo y tenemos que hacer lo posible por recuperarlo. —Se pasó una mano por la frente—. Eso es todo. Gracias.

Teece se levantó con un dedo levantado.

—¿Doctor Singer? ¿Me permite decir algo más…?

Singer asintió y Teece volvió a subir al estrado.

—La reapertura del Nivel 5 no ha sido idea mía —dijo—, pero quizá eso ayude a acelerar la investigación. Debo decir que me ha sorprendido que el señor Scopes no esté hoy aquí. Tenía entendido que le gusta estar presente en reuniones de este tipo, al menos a través de la informática.

Hizo una pausa, como a la expectativa, pero ni Singer ni Nye dijeron una palabra.

—Bien —continuó Teece—, hay una pregunta que quisiera plantear en general. Tengo la intención de hablar con cada uno de ustedes, por turno. Quizá puedan comunicarme sus pensamientos acerca de esta pregunta cuando nos entrevistemos personalmente. —Hizo una pausa—. Quiero saber por qué la autopsia de Brandon-Smith se realizó en secreto, y por qué se incineraron sus restos con tanta precipitación.

Se produjo otro silencio. Teece, que seguía sujetando el maletín, esbozó otra rápida sonrisa con los labios casi apretados y luego siguió a Singer y ambos abandonaron la sala.