Una hora más tarde, todos se hallaban reunidos. Nye estaba cerca de una gran pantalla de videoconferencia, con Singer a su lado. Mike Marr se apoyaba contra una pared, con las piernas cruzadas, masticaba su sempiterno chicle y observaba al grupo con indolencia. El temor y el resentimiento parecían pender sobre todos. Sin que nadie dijera una palabra, la sala se oscureció y el rostro de Scopes apareció en la pantalla.
—No necesito que se me informe —dijo—. Todo quedó registrado en vídeo. Absolutamente todo.
Se produjo un silencio mientras los ojos de Scopes se movían de un lado a otro, detrás de sus gruesas gafas.
—Me siento muy desilusionado con algunos de ustedes —dijo finalmente—. Todos conocen los procedimientos. Lo han ensayado docenas de veces. —Se volvió hacia Singer—. John, usted conoce las reglas mejor que nadie. El señor Nye estaba a cargo de la situación, y no usted. La actitud del señor Nye fue perfectamente correcta al asumir la responsabilidad durante la emergencia. En una situación como ésa no debe haber la menor vacilación en la cadena de mando.
—Entiendo —dijo Singer con rostro inexpresivo.
—Sé que lo entiende. ¿Susana Cabeza de Vaca?
—¿Qué? —contestó ella con tono desafiante.
—¿Por qué ignoró las normas y trató de sacar a Brandon-Smith del Nivel5?
—Para que pudiera recibir atención médica en un hospital —contestó—, en lugar de ser encerrada en una jaula.
Se produjo un silencio mientras Scopes la miraba.
—¿Y si ella hubiera estado infectada con el virus de la gripe X? —preguntó al cabo—. ¿Qué habría ocurrido entonces? ¿Le habría salvado la vida la atención médica recibida?
Hubo otro prolongado silencio. Scopes suspiró pesadamente.
—Susana, es usted microbióloga. No necesito darle lecciones sobre epidemiología. Si hubiera logrado sacar a Rosalind del Nivel 5, y si ella hubiera estado infectada, podría haberse iniciado una epidemia sin precedentes en la historia de la humanidad.
Susana se mantuvo tercamente en silencio.
—¿Andrew? —dijo Scopes volviendo la mirada hacia Vanderwagon—. En una epidemia así habrían muerto niños pequeños, adolescentes, madres, obreros, mujeres, ricos y pobres, médicos y enfermeras, campesinos y sacerdotes, todos. Miles de personas, quizá millones, quizá… —Se detuvo, antes de añadir—: Quizá miles de millones.
La voz de Scopes se había suavizado. Hizo otra prolongada pausa.
—Que alguien me diga si me equivoco.
Se produjo otro tenso silencio.
—¡Maldita sea! —estalló la voz—. Hay poderosas razones por las que aplicamos estrictas medidas de seguridad en el Nivel 5. Todos ustedes están trabajando con el patógeno más peligroso que existe. Todo el mundo depende de que ustedes no estropeen las cosas. Y han estado a punto de estropearlas.
—Lo siento —balbuceó Vanderwagon—. Actué sin pensar. Sólo pude pensar en que si se hubiera tratado de mí…
—¡Fillson! —llamó Scopes abruptamente.
El cuidador de los animales se acercó a la pantalla, sin dejar de retorcerse nerviosamente las manos, con su labio inferior húmedo.
—Al no haber corrido adecuadamente el cerrojo de la jaula, ha causado usted un daño incalculable. Tampoco se ha ocupado de cortar debidamente las uñas a los animales en cuarentena, según previenen las instrucciones. Naturalmente, está usted despedido. Además, he dado instrucciones a mis abogados para que presenten una demanda civil contra usted. Si Brandon-Smith muriera, usted sería el culpable de su muerte. En resumen, su imperdonable descuido le perseguirá legal, financiera y moralmente durante el resto de su vida. Señor Marr, ocúpese de que Fillson sea escoltado inmediatamente fuera de las instalaciones y dejado en Engle para que desde allí regrese por su cuenta a su casa.
Mike Marr se apartó de la pared y se adelantó, con una ligera sonrisa en los labios.
—Señor Scopes… Brent… por favor… —empezó a decir Fillson cuando Marr lo tomó rudamente por el brazo y lo empujó hacia la puerta, haciéndolo salir de la sala de conferencias.
—¿Susana? —dijo Scopes a continuación.
Ella guardó silencio. Scopes sacudió la cabeza.
—No quiero despedirla, pero si no comprende el error que ha cometido, me veré obligado a hacerlo. Es demasiado peligroso. Lo que allí estaba en juego era algo más que una vida. ¿Lo comprende?
Susana irguió el mentón.
—Sí, lo comprendo —dijo finalmente.
Scopes se volvió hacia Vanderwagon.
—Sé que tanto usted como Susana se sintieron motivados por emociones humanas razonables. Pero ambos deben tener más disciplina para manejar algo tan peligroso como este virus. Recuerden la frase: «Si el ojo derecho te ofende, ciérralo». No pueden permitir que esa clase de emociones, por muy bienintencionadas que sean, se antepongan a su razón. Son científicos. Más adelante examinaremos las consecuencias que puede tener este incidente, si es que las tiene, en su bonificación económica final.
—Sí, señor —asintió Vanderwagon.
—Y lo mismo le digo a usted, Susana. Ambos se encontrarán a prueba durante las seis próximas semanas.
Ella asintió con un gesto.
—¿Guy Carson?
—Sí —contestó Carson.
—Lamento más que nadie que su experimento haya fracasado. Pero me enorgullece la forma de actuar que ha demostrado esta mañana. Podría haberse unido a la precipitación por liberar a Brandon-Smith. Pero se mantuvo sereno y utilizó la cabeza.
Carson guardó silencio. Había hecho lo que en aquel momento le pareció correcto. Pero el insulto de Susana, el que le tachara de asesino, le había afectado. Ahora, de algún modo, el oír a Scopes alabarle delante de todos hizo que se sintiera incómodo.
Scopes suspiró. Luego se dirigió a todo el grupo.
—Rosalind Brandon-Smith y Roger Czerny están recibiendo el mejor tratamiento médico posible; se les han sellado los trajes de nuevo y descansan cómodamente. Permanecerán en la unidad de cuarentena durante noventa y seis horas. Todos ustedes conocen el procedimiento y las razones que lo exigen. Hasta que el período de crisis haya pasado, el Nivel 5 permanecerá cerrado, excepto para el personal médico y de seguridad. ¿Alguna pregunta?
Hubo un silencio.
—¿Y si las pruebas de la gripe X dan positivo…? —preguntó alguien.
Una expresión de dolor apareció en el rostro de Scopes.
—No deseo considerar ahora esa posibilidad —dijo.
Y, a continuación, la pantalla se quedó en blanco, con un punto de estática.
—Váyase a dormir, Guy. Ya no puede hacer nada más aquí.
Singer, con aspecto cansado y ojeroso, se hallaba sentado en una de las sillas con ruedas de la estación de control, sin apartar la mirada de un panel de pantallas de vídeo en blanco y negro. A lo largo de las últimas treinta y seis horas, Carson había regresado una y otra vez a la estación para observar las imágenes, como si la simple fuerza de su voluntad pudiera contribuir a sacar a aquellas dos personas de la unidad de cuarentena. Ahora, tomó su ordenador personal, se despidió de Singer y abandonó el apagado brillo azulado de la estación, cambiándolo por los vacíos pasillos del edificio de administración. Dormir le resultaba imposible, y dejó que sus pasos le llevaran a uno de los laboratorios situados por encima del suelo, más allá del perímetro interior.
Sentado ante una larga mesa, en el laboratorio desierto, repasó una y otra vez el fracasado experimento en su cabeza. Recientemente se le había comunicado que el chimpancé escapado había dado positivo a la gripe X. Y no podía apartar de su mente el hecho de que, en el caso de haber tenido éxito, eso no habría sido así. Para empeorar las cosas, había dejado de recibir los mensajes paternos y estimulantes de Scopes. Les había fallado a todos.
Y, sin embargo, la inoculación debería haber funcionado. No había ningún defecto, al menos que él pudiera encontrar. Todas las pruebas preliminares habían mostrado el virus alterado precisamente tal como debía ser.
Encendió su ordenador, y empezó a hacer una lista de las posibles situaciones:
«Posibilidad 1: se cometió un error desconocido.
»Respuesta: repetir el experimento.
«Posibilidad 2: el doctor Burt obtuvo erróneamente el locus del gen.
»Respuesta: encontrar el nuevo locus y repetir el experimento.
«Posibilidad 3: los chimpancés ya tenían virus dormidos de la gripe X cuando fueron inoculados.
»Respuesta: controlar a sucesivos inoculados para comprobar los resultados.
«Posibilidad 4: producto viral expuesto al calor o a algún otro mutágeno.
»Respuesta: repetir el experimento, llevando un cuidado máximo con el cultivo viral entre el empalme del gen y la prueba in vitro».
En cualquier caso, todo se reducía a lo mismo: repetir el maldito experimento. No obstante, sabía que obtendría los mismos resultados, porque no había nada que pudiera hacer de modo diferente. Cansado, llamó a la pantalla las notas de Burt y empezó a repasar aquellas secciones que se ocupaban de la representación tipológica del gen viral. Era un trabajo extraordinario, y a Carson no se le ocurría en qué podría haberse equivocado Burt, aunque aun así valía la pena repasarlo. Quizá debiera efectuar él mismo la representación tipológica de todo el plásmido viral desde el principio, un proceso que le llevaría por lo menos dos meses. Pensó en la idea de pasarse otros dos meses encerrado en el Tanque de la Fiebre. Pensó en Brandon-Smith, encerrada en aquel mismo momento en alguna parte de lo más profundo del tanque. Recordó la hinchazón de la sangre del lado desgarrado de su cuerpo, la expresión de temor e incredulidad de su rostro. Recordó el momento en que él estuvo allí de pie, mirando cómo los guardias se la llevaban a rastras.
Trabajaba delante de un gran ventanal desde el que se dominaba el desierto. Aquél era su único consuelo. De vez en cuando, levantaba la cabeza para mirar y observar el sol de la tarde, que se iba haciendo dorado sobre las arenas amarillas.
—¿Guy? —oyó detrás de él.
Era Susana. Se volvió y la vio delante de la puerta, vestida con vaqueros y una camiseta, con la bata de laboratorio colgada de un brazo.
—¿Necesita ayuda? —preguntó ella.
—No, gracias.
—Mire, siento mucho el comentario que hice en el Tanque de la Fiebre.
Él se volvió, en silencio. Hablar con esa mujer siempre terminaba en discusiones. La oyó arrastrar los pies al acercarse.
—He venido a pedirle disculpas —dijo ella.
—Disculpas aceptadas —asintió él con un suspiro.
—No lo creo. Sigue usted pareciendo enfadado.
Guy se volvió a mirarla.
—No se trata sólo del comentario en el Tanque de la Fiebre. Se queja usted de todo lo que digo.
—Porque dice usted un montón de tonterías —replicó ella, con su temperamento nuevamente encendido.
—Precisamente a eso me refiero. No ha venido usted a disculparse, sino a discutir.
Se produjo un silencio en el laboratorio. Luego, ella se irguió.
—Podríamos mantener al menos una relación profesional. Tenemos que hacerlo. Necesito esa bonificación económica para mi clínica. Si el experimento ha fallado, podemos volver a intentarlo.
Carson la miró allí de pie, iluminada en el encuadre de la ventana, con sus ojos violeta fijos en él y el largo cabello negro cayéndole sobre los hombros y la espalda. Extrañado, contuvo la respiración. Era muy hermosa. Eso fue suficiente para disipar su cólera.
—¿Qué hay entre usted y Mike Marr? —preguntó.
Ella le dirigió una rápida mirada.
—¿Ese hijo de puta? Se ha estado metiendo conmigo desde que llegué. Imagino que no le cabe en la cabeza que una mujer se resista a sus grandes botas negras y su amplio sombrero.
—Parece que se le resistió usted bastante bien durante el picnic de la bomba.
Una amarga expresión apareció en el rostro de Susana.
—Sí, y no es de la clase de hombres que soportan fácilmente que alguien les dé un bofetón. Ya vio usted cómo me golpeó el bajo vientre con la culata de la escopeta, allá dentro, en el Tanque de la Fiebre. La verdad, hay algo en él que me asusta mucho. —Se echó el pelo hacia atrás—. Vamos, pongámonos a trabajar.
Carson exhaló un profundo suspiro.
—Está bien. Eche un vistazo a mis ideas y vea si se le ocurre alguna otra razón que explique el fracaso.
Giró la pantalla de su ordenador personal hacia ella. Susana se sentó en una silla, ante la mesa, y leyó la información en la pantalla.
—Se me ocurre otra idea —dijo al cabo de un momento.
—¿Cuál es?
Ella tecleó:
«Posibilidad 5: producto viral contaminado con otras cepas de gripe X o con fragmentos plásmicos.
»Respuesta: volver a purificar y comprobar los resultados».
—¿Qué le induce a pensar que estaba contaminado? —preguntó Carson.
—Es una posibilidad.
—Pero esas muestras fueron obtenidas con GEF. Están más limpias que un chiste en el Vaticano.
—Acabo de decirle que es una posibilidad —repitió ella—. No siempre se puede creer en una máquina. Estas cepas de la gripe X son muy similares.
—Está bien, está bien —asintió Carson con un suspiro—. Pero antes quiero comprobar por segunda vez las notas de Burt sobre la representación tipológica del plásmido de la gripe X. Ahora ya la conozco a fondo, pero quisiera repasarla una vez más para estar seguro.
—Permítame ayudarle —dijo Susana—. Quizá entre usted y yo podamos encontrar algo.
Empezaron a leer en silencio.
Roger Czerny estaba tumbado en su cama, en la unidad de cuarentena, y miraba a Brandon-Smith, sentada y apoyada contra la pared opuesta, con cara de pocos amigos, como era habitual en ella. Detestaba más profunda e intensamente a aquella mujer que a cualquier otra persona en su vida. Detestaba el grueso biotraje que llevaba, su chillona voz sarcástica, el sonido de su respiración y los quejidos que sonaban a través del intercomunicador. Por su culpa, él podía morir. Le enfurecía el hecho de que tuviera que compartir la sala de cuarentena con ella. Con todo el dinero que disponía la GeneDyne, ¿por qué no habían construido dos salas de cuarentena? ¿Por qué encerrarlo con aquella gorda desagradable, que se quejaba y gemía todo el día? Se veía obligado a observar cada una de las funciones de su cuerpo, a verla comer, dormir, vaciar su bolsa de excrementos, todo. Era intolerable, y muy complicado, incluso el ir a orinar o tratar de cenar al mismo tiempo que se mantenía el ambiente estéril. Cuando saliera de allí, pensó, los iba a demandar a menos que le ofrecieran una bonificación de por lo menos cien de los grandes. Deberían haberle proporcionado un traje a prueba de desgarros. Eso debería haber formado parte del procedimiento. No importaba que les hubieran dado a ambos trajes azules nuevos. Lo cierto era que lo habían encerrado con su posible asesina. Eran culpables por ello, y lo pagarían.
Y para rematarlo todo, no querían decirle los resultados de los análisis de sangre. La única forma de saber algo sería dejar transcurrir el período de cuarentena de noventa y seis horas. Si le dejaban salir, eso significaría que estaba limpio. Si no…
Mierda, pensó. Se necesitarían por lo menos doscientos de los grandes para compensar todo eso. Mejor doscientos cincuenta. Conseguiría un buen abogado.
Eran las diez. La iluminación era débil y sabía que era por la noche, no por la mañana. Esa era la única forma de saberlo, encerrado en esa prisión: por la luz. Pensó una vez más en una visita que hizo una vez a un hospital, unos diez años antes. Apendicectomía de urgencia. Esto era como un hospital, sólo que mucho peor. Aquí estaba, a cincuenta metros por debajo de tierra, encerrado a cal y canto en una pequeña habitación, sin forma de salir, teniendo como compañera a aquella… Abrió y cerró la boca varias veces, tratando de acallar el pánico que surgía burbujeante hacia la superficie.
Lentamente, su respiración recuperó la normalidad. Se revolvió en la cama y apuntó con un mando remoto al televisor que colgaba del techo, para ver de nuevo Tres compinches. Cualquier cosa, con tal de distraerse.
Sonó un pitido suave y una luz azul empezó a parpadear en lo alto de la pared. Luego se oyó el siseo del aire comprimido que escapaba y el doctor Grady se introdujo por la escotilla, con el abultado traje rojo de emergencia dificultando sus movimientos.
—Vuelve a ser la hora —dijo alegremente por el intercomunicador.
Tomó primero la muestra de sangre de Brandon-Smith, insertando la aguja a través de una arandela especial sellada con goma, situada en la parte superior del traje de la mujer.
—No me encuentro bien —se quejó Brandon-Smith, lo mismo que decía cada vez que acudía el médico—. Estoy un poco mareada.
El médico le comprobó la temperatura, para lo que utilizó el termómetro insertado en el traje de la mujer.
—¡Treinta y siete coma siete! —dijo de pronto—. Eso se debe a la tensión de la situación. Intente relajarse.
—Pero es que me duele la cabeza —dijo ella por enésima vez.
—No es la hora para ponerle otra inyección de Tylenol —repuso el médico—. Dentro de dos horas.
—Pero es que me duele ahora.
—Bueno, quizá le pongamos media dosis —cedió el médico, que buscó en su maletín, con las manos enguantadas, y le aplicó otra inyección.
—Dígamelo, por favor. Dígame si la tengo —suplicó ella.
—Dentro de veinticuatro horas —contestó el médico—. Sólo un día más de espera. Lo está haciendo muy bien, Rosalind. Lo hace estupendamente. Como ya le he dicho, a mí no me dan mucha más información que a usted.
—Es un embustero —le espetó Brandon-Smith—. Quiero hablar con Brent.
—Relájese. Nadie es un embustero. Es la tensión lo que le hace hablar así.
El médico se acercó a Czerny, que le presentó el lado adecuado de su traje, resignado a que le sacaran una nueva muestra de sangre.
—¿Puedo hacer alguna cosa por usted, Roger? —preguntó el médico.
—No —contestó Czerny.
Aunque empujara al médico y lograra salir de la habitación, sabía que había dos de sus compañeros fuera de la zona de cuarentena.
El médico le extrajo la muestra de sangre y se marchó. La luz azul dejó de parpadear una vez la escotilla quedó cerrada. Czerny volvió a mirar Tres compinches mientras Brandon-Smith se tumbaba y se quedaba finalmente sumida en un sueño espasmódico. A las once, Czerny apagó las luces.
Despertó repentinamente a las dos. Aunque todo estaba tan oscuro como si se encontrara en un profundo pozo, sintió, con un estremecimiento de horror, una presencia que se inclinaba sobre su cama.
—¿Quién es? —exclamó, al tiempo que se sentaba de un salto.
Manoteó en busca de la luz antes de darse cuenta de que la silueta situada al lado de su cama era Brandon-Smith.
—¿Qué quiere? —le preguntó. Ella no dijo nada. Su enorme cuerpo parecía temblar ligeramente—. ¡Déjeme solo! —exclamó.
—Mi brazo derecho —dijo Brandon-Smith.
—¿Qué le pasa?
—Ha desaparecido. Me desperté y había desaparecido.
En la oscuridad, Czerny tanteó su manga, encontró el botón de emergencia global y lo apretó.
Brandon-Smith avanzó un paso y chocó contra la cama.
—¡Aléjese de mí! —le gritó Czerny al notar que la cama vibraba.
—Mi brazo derecho también ha desaparecido —susurró ella con una voz extraña. Todo su cuerpo empezó a temblar—. Es extraño, hay algo que parece estar metiéndose en mi cabeza, como gusanos.
Los temblores continuaron.
Czerny se volvió hacia la pared.
—¡Socorro! —gritó por el intercomunicador—. ¡Que alguien venga a ayudarme!
Dos bombillas en el techo se encendieron con una apagada luz carmesí.
De repente, Brandon-Smith lanzó un grito.
—¿Dónde estás? ¡No puedo verte! ¡No me dejes, por favor!
Por el intercomunicador, Czerny escuchó un sonido de algo húmedo, que se vio sofocado casi instantáneamente por el zumbido de un cortocircuito. Al levantar la mirada, repentinamente horrorizado, observó cómo la arrugada materia gris salía disparada contra el interior del visor del casco de Brandon-Smith. Y, sin embargo, ella permaneció de pie durante largo rato, antes de empezar a derrumbarse lentamente sobre la cama de Czerny.