Carson se sentía impaciente bajo la siseante ducha química, mientras observaba los tóxicos agentes limpiadores que corrían por la plancha de la visera, en capas amarillentas. Intentó recordar que la sensación de sofoco, de no disponer de oxígeno suficiente, sólo era imaginación suya. Avanzó hacia la cámara siguiente y fue azotado por el proceso de secado de los agentes químicos. Se abrió otra compuerta de aire comprimido y avanzó hacia la cegadora luz blanca del Tanque de la Fiebre. Apretó el botón del intercomunicador global y anunció su llegada.

—Carson acaba de entrar.

Había presentes pocos científicos para escucharle, si es que había alguno, pero el procedimiento era obligatorio. Aquello se estaba convirtiendo en una rutina, pero una rutina a la que no creía poder acostumbrarse nunca.

Se sentó ante su mesa y encendió su ordenador personal con una mano enguantada. Su intercomunicador estaba tranquilo; la instalación se hallaba casi despejada. Deseaba realizar algún trabajo y recoger los mensajes que pudiera haber para él antes de que llegara Susana.

Una vez hubo terminado de registrarse, una línea apareció en la pantalla.

«Buenos días, Guy Carson. Tiene usted un mensaje no leído».

Dirigió el ratón hacia el icono del correo electrónico y las palabras aparecieron en la pantalla.

«Guy, ¿cuál es la última de las inoculaciones? No aparece nada nuevo en el sistema. Infórmeme, por favor, para que podamos analizarlo. Brent».

Carson informó a Scopes a través del servicio WAN de la GeneDyne. La respuesta del presidente ejecutivo fue inmediata, como si hubiera estado esperando el mensaje.

«¡Ciao, Guy! ¿Cómo les va a sus chimpancés?».

«Por el momento, bien. Los seis están sanos y activos. John Singer sugirió que, teniendo en cuenta las circunstancias, redujéramos el período de espera a una semana. Lo discutiré hoy con Rosalind».

«Bien. Páseme los datos actualizados inmediatamente, por favor. Interrúmpame, sin importar lo que yo esté haciendo. Si no puede encontrarme, póngase en contacto con Spencer Fairley».

«Así lo haré».

«Guy, ¿ha tenido tiempo de terminar la impresión de su protocolo? En cuanto esté seguro del éxito, me gustaría que lo distribuyera internamente, con la vista puesta en su eventual publicación».

«Sólo espero a que se produzcan algunas confirmaciones finales; luego le enviaré una copia por correo electrónico».

Mientras charlaban, empezó a llegar más gente al laboratorio, y el intercomunicador se convirtió en una línea saturada, al anunciar cada uno su propia llegada. «Llega Cabeza de Vaca», escuchó; «Llega Vanderwagon», y después: «Llega Brandon-Smith», en voz alta y enérgica, como siempre; y luego el murmullo de otras llegadas y otras conversaciones.

Susana no tardó en aparecer por la escotilla y, silenciosamente, inició el proceso de registrarse en su ordenador personal. El abultado traje azul ocultaba los contornos de su cuerpo, algo que a Carson le parecía muy bien. No era momento para verse rodeado de más distracciones.

—Susana, quisiera efectuar una purificación GEF de esas proteínas de las que hablamos ayer —le dijo.

—Desde luego —contestó ella crispadamente.

—Están en la centrifugadora, etiquetadas como M-l a M-3.

Había una cosa por la que sí se consideraba afortunado: Susana era una ayudante técnica condenadamente buena, quizá la mejor del laboratorio. Una verdadera profesional, mientras no perdiera el control de su temperamento.

Carson añadió los toques finales al escrito que documentaba su procedimiento. Eso le había ocupado la mayor parte de dos días de trabajo, y se sintió complacido con el resultado; aunque pensó que Scopes se había apresurado un poco al pedírselo, la verdad es que en el fondo se sentía orgulloso por ello. Casi al mediodía, Susana regresó con franjas fotográficas de los geles. Carson echó un vistazo a las franjas y experimentó otra oleada de placer; aquello era una confirmación más de un éxito inminente.

De repente, Brandon-Smith apareció en la puerta.

—Carson, ya tenemos un mono muerto.

Se produjo un silencio conmocionado.

—¿Quiere decir por la gripe X? —preguntó Carson tras un esfuerzo por recuperar la voz. Aquello no era posible.

—Puede apostar a que sí —anunció la mujer, que parecía disfrutar de la situación, mientras se frotaba inconscientemente los generosos muslos con sus manos gruesamente enguantadas—. Una bonita vista, se lo puedo asegurar.

—¿Cuál de ellos? —preguntó Carson.

—El macho, el Z-9.

—Pero si ni siquiera ha transcurrido una semana —dijo Carson.

—Lo sé. Ha hecho usted un trabajo muy corto con él.

—¿Dónde está?

—Todavía en la jaula. Venga, se lo mostraré. Además de la rapidez, hay otros aspectos insólitos que sería mejor que viera por sí mismo.

Carson se levantó tembloroso y siguió a Brandon-Smith hasta el zoo. Era imposible que la causa hubiera sido la gripe X. Tenía que haber sucedido algo más. La idea de tener que informar de este suceso a Scopes apareció en su mente como un apagado dolor.

Brandon-Smith abrió la escotilla de acceso al zoo y le hizo señas a Carson de que entrara. Una vez dentro, el incesante tamborileo y los gritos penetraron de nuevo las espesas capas del traje de Carson.

Fillson estaba sentado en el extremo más alejado del zoo, ante una mesa de trabajo, ocupado en montar algún instrumento. Se levantó y los miró. Carson creyó detectar un atisbo de diversión en el anodino rostro del cuidador del zoo. Abrió la puerta de acceso a la zona de inoculación y los hizo pasar, señalando hacia arriba.

Z-9 estaba en la hilera superior, en una jaula marcada con una etiqueta de biopeligrosidad amarilla y roja. Carson no pudo mirar en el interior de la jaula del animal. Los otros cinco chimpancés inoculados, situados en jaulas que formaban un primer y segundo pisos, parecían perfectamente sanos.

—¿Qué es lo extraño exactamente? —preguntó Carson, reacio a ver el daño por sí mismo.

—Véalo usted mismo —fue la respuesta de Brandon-Smith, que volvió a pasarse los guantes por los muslos.

Desagradable manierismo, pensó Carson. Le hacía recordar la clase de movimientos habituales de una persona retrasada.

Apoyada contra la hilera superior de jaulas había una escalera metálica revestida de caucho blanco. Carson subió por ella con cuidado mientras Fillson y Brandon-Smith esperaban abajo. Miró el interior de la jaula. El chimpancé estaba tumbado de espaldas, con las extremidades extendidas, en evidente agonía. Toda su masa cerebral se había derramado por los orificios naturales, y varios pliegues de materia gris rezumaban por nariz y orejas. El fondo de la jaula se veía inundado con lo que Carson imaginó sería fluido cerebroespinal.

—Le ha estallado el cerebro —dijo Brandon-Smith sin necesidad—. Ha tenido que ser una cepa particularmente virulenta la que ha inventado usted, Carson.

Empezó a descender. Brandon-Smith tenía los brazos cruzados y le miraba. A través de su visor observó la sonrisa débilmente sarcástica extendida sobre los labios de la mujer. Entonces se dio cuenta: la puerta de una jaula de la segunda hilera estaba entreabierta y tres dedos peludos se engarfiaban alrededor del marco y empujaban la placa.

—¡Rosalind! —gritó Carson con un manoteo en el botón de intercomunicación—. ¡Apártese de las jaulas!

Ella le miró sin comprender. Fillson, que estaba al lado de ella, se volvió alarmado. De repente las cosas se sucedieron con mucha rapidez: un brazo peludo se extendió y se produjo un extraño sonido de desgarramiento. Carson vio la mano del chimpancé, extrañamente humana, que balanceaba un trozo de material de caucho. Al mirar hacia Brandon-Smith, Carson comprobó horrorizado que se lo había arrancado de su traje y, a través del agujero, vio un par de restregaduras sobre el trozo de carne que había quedado expuesta. A través de las restregaduras se veían tres arañazos paralelos. Mientras observaba, la sangre empezó a manar en alargadas líneas de color carmesí.

Se produjo un breve y paralizante silencio.

El mono saltó de la jaula con un gutural grito de triunfo, al tiempo que blandía como un trofeo el trozo de biotraje arrancado. Avanzó a saltos por el zoo y salió por la escotilla abierta, desapareciendo por el pasillo.

Brandon-Smith empezó a gritar. Con el intercomunicador desconectado, el sonido se oyó apagado y raro, como el de alguien que fuera estrangulado en la distancia. Fillson permaneció paralizado por el horror.

Finalmente, ella encontró el botón del intercomunicador y unos gritos histéricos sonaron en el traje de Carson, tan agudos que saturaron el sistema y se disolvieron en ruidos de estática. Carson, que todavía estaba en la escalera, apretó el botón del intercomunicador global.

—¡Alerta fase dos! —gritó por encima del ruido—. Rotura de integridad de Brandon-Smith, en la unidad de cuarentena de animales.

Una alerta de fase dos significaba contacto con un virus mortal. Era lo que más temían todos. Carson sabía que el procedimiento para esa clase de emergencias era muy estricto: encierro total, seguido de cuarentena. Había repasado esos procedimientos una y otra vez.

Brandon-Smith, al darse cuenta de lo que le esperaba, se desconectó la manguera de aire y echó a correr.

Carson saltó de la escalera y corrió tras ella, pasando junto al petrificado Fillson. La alcanzó fuera de la salida de la esclusa de aire, donde ella gritaba y aporreaba la puerta, incapaz de abrirla. El encierro ya se había producido. Susana llegó tras él.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

Un momento después, el pasillo se había llenado de científicos.

—¡Abrid la puerta! —gritaba Brandon-Smith por el canal global—. ¡Oh, Dios mío, abrid la puerta!

Se dejó caer sobre las rodillas, sollozante.

Empezó a ulular una sirena baja y monótona. Se produjo un movimiento repentino procedente del vestíbulo central, y Carson se volvió rápidamente; tuvo que erguirse para mirar por encima de los cascos de los otros científicos. Por el tubo de acceso a los niveles inferiores aparecieron personas enfundadas en trajes; Carson sabía que eran los guardias de seguridad. Se movieron rápidamente hacia los científicos arremolinados ante la esclusa de aire. Eran cuatro y llevaban trajes rojos, que parecían aún más abultados que los normales. Carson se dio cuenta de que debían contener reservas de oxígeno más amplias. Aunque sabía que la subestación de seguridad estaba en los niveles inferiores del Tanque de la Fiebre, la rapidez con que llegaron los guardias le pareció asombrosa. Dos de ellos sostenían escopetas de cañones recortados, y los otros dos extraños instrumentos curvados dotados de mangos de caucho.

Los reflejos de Brandon-Smith fueron rápidos. Se puso en pie de un salto, derribó a varios científicos contra los lados del pasillo, y se lanzó hacia los guardias en un intento por escapar. Uno de ellos cayó al suelo y lanzó un gruñido de dolor. Otro giró sobre sí mismo y blocó a Brandon-Smith cuando estaba a punto de escapar. Ambos cayeron pesadamente al suelo; Brandon-Smith no dejaba de gritar y forcejear con el guardia. Mientras ambos luchaban, otro guardia se acercó con precaución y apretó el extremo del instrumento que sostenía contra el anillo metálico de la mujer. Se produjo un fogonazo azulado y Brandon-Smith se sacudió y a continuación se quedó inmóvil. Cuando el comunicador se aclaró se oyeron voces confusas.

Uno de los guardias de seguridad se levantó, tocándose el traje con las manos, lleno de pánico.

—¡Esa bruja me ha desgarrado el traje! —le oyó gritar Carson—. No puedo creerlo…

—Cierra la boca, Roger —dijo otro, que respiraba pesadamente.

—Nadie va a obligarme a guardar cuarentena. No ha sido culpa mía… Dios, ¿qué estás haciendo?

Carson vio al otro guardia de seguridad levantar su arma.

—Los dos vais a ir a cuarentena… ahora.

—Espera, Frank, ¿no irás a…?

El guardia se limitó a introducir una vaina en la recámara.

—Eres un hijo de puta, Frank. No puedes hacerme esto —gimió Roger.

Carson vio aparecer tres guardias más procedentes de la sala de preparación.

—Llevadlos a los dos a cuarentena —dijo Frank.

De repente, Carson escuchó la voz de Susana.

—Mire, ha vomitado dentro de su propio traje. Podría sofocarse. Hay que quitarle el casco.

—No hasta que la llevemos a cuarentena —replicó el guardia.

—Al infierno con eso —le espetó Susana—. Esta mujer está gravemente herida. Necesita hospitalización. Tenemos que sacarla de aquí.

El guardia miró alrededor y distinguió a Carson, delante de todos los demás.

—¡Usted! ¡Doctor Carson! ¡Venga aquí y ayude!

—Guy —dijo la voz de Susana, repentinamente calmada—. Rosalind podría morir si la dejamos aquí, y usted lo sabe.

Ahora ya habían llegado los pocos científicos que quedaban en el fondo del Tanque de la Fiebre, y atestaban el pasillo, mientras eran testigos del enfrentamiento. Carson se quedó inmóvil, mirando al guardia de seguridad y a Susana.

Entonces, con un movimiento rápido y repentino, ella empujó a un lado al guardia de seguridad. Se inclinó sobre Brandon-Smith, le levantó la cabeza y miró el interior de la placa del casco.

—Sugiero sacarla de aquí —dijo Vanderwagon repentinamente—. No podemos ponerla en cuarentena como a los monos. Es inhumano.

Se produjo un tenso silencio. El responsable de seguridad vaciló, al no sentirse muy seguro acerca de cómo afrontar la situación con los científicos. Vanderwagon se adelantó y empezó a desatar el casco de Brandon-Smith.

—Señor —dijo finalmente el guardia—, le ordeno que se aparte.

—¡Vete al infierno! —exclamó Susana, que ayudó a Vanderwagon a quitar el visor y limpiar de vómito la boca y la nariz de Brandon-Smith.

La científica boqueó y sus ojos parpadearon.

—¿Ha visto eso? Podría haberse sofocado con su vómito. Y entonces estaría usted metido en un buen lío. —Susana se volvió a mirar a Carson—. ¿Nos ayudará a sacarla de aquí?

Carson contestó con serenidad.

—Susana, ya conoce usted las normas. Piense por un momento. Es muy posible que ella se haya visto expuesta al virus. Ahora mismo podría ser contagiosa.

—¡Eso no lo sabemos! —exclamó ella—. Nunca se ha demostrado in vivo.

Otro científico se adelantó.

—A cualquiera de nosotros nos podría haber sucedido lo mismo. Yo ayudaré.

Brandon-Smith se recuperaba de la descarga eléctrica recibida, con manchas de vómito adheridas a su fláccida barbilla y la cabeza grotescamente pequeña en el abultado traje. Manoteó, en busca de los botones de intercomunicación.

—Por favor —la oyó decir Carson—. Por favor, sáquenme de aquí.

En la distancia, Carson percibió a otro guardia que se aproximaba por el pasillo; llevaba una escopeta.

—No se preocupe, Rosalind —le dijo Susana—. Vamos a sacarla de aquí. —Se volvió hacia Carson—. No es usted mejor que un asesino. Sería capaz de dejarla aquí, en manos de estos cerdos, para que muriera. Hijoputa.

La voz de Singer irrumpió por el intercomunicador.

—¿Qué sucede en el Tanque de la Fiebre? ¿Por qué no he sido informado enseguida? Quiero tener inmediatamente…

Su voz fue interrumpida abruptamente por una comunicación global. Por el intercomunicador sonaron tonos de voz cortante, y Carson supo que era Nye el que hablaba.

—En un caso de alerta de fase dos, el jefe de seguridad puede decidir sustituir temporalmente al director de la instalación. Así lo hago en estos momentos y le relevo del mando.

—Señor Nye, mientras yo no vea por mí mismo cuál es la emergencia, no voy a renunciar a ninguna autoridad, ni ante usted ni ante nadie —dijo Singer.

—Desconecten el intercomunicador del doctor Singer —ordenó Nye fríamente.

—Nye, por el amor de Dios… —llegó la voz de Singer antes de ser desconectada.

—Lleven a los dos individuos a cuarentena —dijo Nye.

La orden pareció disipar por completo la indecisión de los guardias. Uno de ellos se adelantó y empujó a Susana con la culata de su arma. Ella se apartó lanzando una maldición. De repente, el guardia recién llegado se adelantó y la golpeó con saña en el bajo vientre, con la culata de su arma. Ella se retorció en el suelo, sin respiración por un momento. El guardia levantó la culata del arma, dispuesto a golpear de nuevo. Carson se adelantó con los puños preparados, pero el guardia desvió al cañón del arma hacia su estómago. Carson lo miró y le asombró ver el rostro de Mike Marr. Una lenta sonrisa se extendió sobre los rasgos de Marr y sus ojos de criminal se estrecharon.

Entonces sonó de nuevo la voz de Nye.

—Todo el mundo se quedará donde esté mientras los guardias de seguridad llevan a estos dos individuos a cuarentena. Cualquier resistencia será aplastada sin contemplaciones. No serán advertidos de nuevo.

Dos guardias ayudaron a Brandon-Smith a ponerse en pie y la condujeron pasillo abajo, mientras otro se hacía cargo del guardia con el traje desgarrado. Los demás guardias, incluido el propio Marr, se situaron a lo largo del pasillo, vigilando atentamente al grupo de científicos y técnicos.

Los dos detenidos y sus guardias no tardaron en desaparecer por el tubo que conducía a los niveles inferiores. Carson sabía cuál era su destino: una apretada serie de habitaciones situadas dos pisos más abajo de la unidad de cuarentena de los animales. Allí pasarían las próximas noventa y seis horas, y se les tomarían muestras constantes de sangre para analizarla en busca de anticuerpos de la gripe X. Si no la habían contraído serían enviados a la enfermería, donde pasarían una semana en observación; si aparecían anticuerpos que indicaran la existencia de una infección, tendrían que pasar el resto de sus cortas vidas en la unidad de cuarentena y se convertirían en las primeras víctimas humanas de la gripe X.

La cortante voz de Nye volvió a restallar.

—Mendel, baje a cuarentena con un nuevo casco y selle los trajes. El doctor Grady aplicará los primeros auxilios y tomará las muestras de sangre. No evacuaremos el Nivel 5 hasta que se haya comprobado la presión de todos, repito, de todos los trajes para detectar fugas.

—Asno fascista —espetó Susana por el intercomunicador global.

—Cualquiera que desobedezca las órdenes de los guardias de seguridad será encerrado en la unidad de cuarentena durante el resto de la emergencia —fue la fría respuesta—. Hertz, ocúpese de encontrar al animal fugado y mátelo.

—Sí, señor.

El médico de la instalación, el doctor Grady, apareció en el extremo más alejado del pasillo. Llevaba un traje rojo de emergencia y un gran maletín metálico. Desapareció por el tubo de acceso hacia la unidad de cuarentena.

—Ahora los comprobaremos a todos, por orden alfabético —dijo la voz de Nye—. En cuanto hayan sido revisados y hayan abandonado el Nivel 5, diríjanse a la sala principal de conferencias para informar. Barkley, acérquese a la esclusa de aire de salida.

El científico llamado Barkley miró a los allí reunidos y luego salió rápidamente por la escotilla.

—Carson —dijo la voz de Nye un minuto más tarde.

—No —replicó Carson—. Esto no es lo correcto. Nuestros trajes se quedarán sin aire dentro de pocos minutos. Las mujeres deberían ir primero.

—Carson es el siguiente —repitió la voz, serena pero con tono amenazador.

—No sea un idiota sexista —dijo Susana, que se había incorporado y se sujetaba el estómago—. Mueva su maldito culo hasta allí.

Carson vaciló un momento y finalmente salió hacia la esclusa de aire. Una figura embutida en el traje le esperaba en la cámara de acceso. Inspeccionó visualmente su traje y luego conectó una pequeña manguera a su válvula de aire.

—Voy a comprobar si su traje tiene fugas —dijo el hombre.

Se produjo el siseo de aire viciado, y Carson sintió que aumentaba la presión del aire dentro de su traje, lo que hizo que se le obturaran los oídos.

—Limpio —dijo el hombre.

Carson avanzó hacia la ducha química situada más allá. Al salir a la sala de preparación, se dio cuenta de que Barkley se había defecado en su traje y le dio la espalda mientras se quitaba el suyo.

Cuando ya lo estaba guardando, Susana salió del Tanque de la Fiebre. Se quitó el casco.

—Espere, Guy —le dijo—. Sólo quería decirle…

Pero Carson cerró la puerta, dejándola con la palabra en la boca, y se dirigió hacia la sala de conferencias.