Carson despertó antes del amanecer. Miró con ojos legañosos el calendario electrónico situado en la pared, junto a su cama. Era sábado, el día del picnic anual de la bomba. Según le había explicado Singer, la tradición de ese picnic se remontaba a los tiempos en que el laboratorio se hallaba dedicado a la investigación militar. Una vez al año se organizaba una peregrinación al viejo Trinity Site, donde se hizo estallar la primera bomba atómica en 1945.
Carson se levantó y se dispuso a prepararse una taza de café. Le gustaban las mañanas tranquilas del desierto y lo último que deseaba era hablar de cosas intrascendentes en el comedor. Había dejado de tomar el insípido café de la cafetería al cabo de tres días.
Abrió un armario de la cocina y sacó el bote esmaltado de café, desgastado por años de uso. Junto con su viejo par de espuelas, el bote de hojalata era una de las pocas cosas que había llevado consigo a Cambridge, y una de las pocas posesiones que conservó después de que el banco embargara el rancho. Había sido su compañero de muchas mañanas junto a la hoguera de campamento, en la sierra, y había llegado a sentir por él casi un cariño supersticioso. Le dio la vuelta en las manos. El exterior era negro, cubierto con una costra de hollín endurecido por el fuego que ni siquiera podía quitarse con una navaja. El interior seguía siendo de un agradable esmaltado azul oscuro salpicado de blanco, con la gruesa melladura en el lado allí donde su viejo caballo, Weaver, lo había coceado una mañana, alejándolo del fuego. La manija estaba aplastada, también por obra de Weaver, y Carson recordó el día, insoportablemente caluroso, en que se llevaron al caballo por Hueco Wash, con las dos sillas de montar. Sacudió la cabeza con pesar. Weaver había desaparecido junto con el rancho; no era más que un viejo caballo mejicano que no valía más de un par de cientos de pavos. Probablemente fue a parar directamente al matadero.
Carson llenó la cafetera con agua del grifo, echó dos puñados de café molido y la colocó en una plancha caliente incrustada en una consola cercana. La vigiló atentamente. Justo antes de que hirviera el agua, la retiró de la plancha, vertió en ella un poco de agua fría para que descendiera el poso y volvió a colocarla sobre la plancha para que terminara el hervor. Era la mejor forma de preparar el café, mucho mejor que aquellos ridículos filtros, émbolos y máquinas expreso de quinientos dólares que todo el mundo utilizaba en Cambridge. Y este café era realmente fuerte. Recordaba haber oído decir a su padre muchas veces que el café no estaba bien preparado si no se podía hacer flotar una herradura en él.
Cuando se servía el café se detuvo al captar su imagen reflejada en el espejo situado por encima de su mesa de despacho. Frunció el entrecejo y recordó la mirada recelosa que le había dirigido Susana cuando le dijo que era anglo. En Cambridge, las mujeres habían encontrado a menudo algo exótico en sus ojos negros y en su nariz aquilina. Ocasionalmente, les hablaba de su antepasado Kit Carson, pero nunca mencionó que su antepasado materno fue un ute del sur. Ahora, no dejó de molestarle el hecho de que todavía guardara consigo aquel secreto, después de que hubieran transcurrido tantos años desde que los compañeros de la escuela le llamaran «mestizo».
Recordó a su tío abuelo Charley. Aunque era medio blanco, parecía un ute auténtico y hasta hablaba el dialecto indio. Charley murió cuando Carson tenía nueve años; lo recordaba como un hombre apergaminado, sentado en una mecedora junto al fuego, que se reía para sus adentros, fumaba puros y lanzaba, desde la punta de la lengua, escupitajos de tabaco mascado hacia las llamas. Contaba numerosas historias indias, la mayoría de ellas relacionadas con la persecución de caballos perdidos y el robo de ganado a los vilipendiados navajos. Carson sólo podía escuchar aquellas historias cuando sus padres no estaban cerca, ya que, de otro modo, se apresuraban a alejarlo de allí y regañaban al viejo por llenar la cabeza del muchacho con mentiras y tonterías. Al padre de Carson no le gustaba el viejo tío Charley, y a menudo hacía comentarios nada halagüeños sobre su cabello largo, que el viejo se negaba a dejarse cortar porque aseguraba que eso haría que lloviera menos. También recordaba haber escuchado a hurtadillas a su padre comentarle a su madre que Dios le había dado a su hijo «más sangre ute de la que le correspondía».
Tomó un sorbo de café y miró por la ventana abierta, mientras se frotaba la espalda con aire ausente. Su habitación se encontraba en el segundo piso del edificio residencial y desde ella se dominaba una buena vista de los establos, el taller y la verja del perímetro. Más allá de la verja se iniciaba el interminable desierto.
Hizo una mueca cuando sus dedos encontraron un pequeño punto inflamado en la base de la espalda, allí donde la tarde anterior le habían insertado una aguja para tomarle una muestra de líquido espinal. Otra molestia de trabajar en una instalación de Nivel 5, ya que los exámenes físicos semanales eran obligatorios. Sólo era un recordatorio de la constante preocupación por la contaminación que tanto angustiaba a quienes trabajaban en Monte Dragón.
El picnic de la bomba era el primer día libre en casi una semana. Descubrió que la inoculación de los chimpancés con el virus neutralizado no era más que el principio de su misión. Aunque Carson había explicado que su nuevo protocolo era la única solución posible, Scopes había insistido en que practicara dos conjuntos adicionales de inoculaciones, para reducir al mínimo cualquier posibilidad de resultados erróneos. Ahora había seis chimpancés inoculados con la gripe X. Si sobrevivían, la siguiente prueba a realizar sería comprobar si habían desarrollado inmunidad a la gripe.
Desde su ventana, Carson observó a dos trabajadores que transportaban sobre ruedas un gran depósito galvanizado de almacenamiento hasta una camioneta Ford 350, y empezaban a forcejear para colocarla sobre la plataforma de la camioneta. El camión de agua había llegado pronto, y el conductor permanecía ante el vehículo, mientras el motor soltaba nubecillas de humo por el tubo de escape. El cielo estaba claro, ya que las lluvias de finales de verano no empezarían hasta dentro de unas semanas, y las distantes montañas brillaban con un color amatista bajo la luz de la mañana.
Terminó el café, bajó y encontró a Singer junto a la camioneta, dando órdenes a los hombres. Llevaba unas sandalias playeras y unas bermudas. Una chillona camisa color pastel cubría su generosa panza.
—Ya veo que está preparado para partir —dijo Carson.
Singer le miró a través de un viejo par de gafas de sol Ray-Bans.
—Llevo todo el año esperando este día —le dijo—. ¿Dónde está su bañador?
—Debajo de los vaqueros.
—Adáptese al ambiente, Guy. Tiene el aspecto de alguien que se dispone a arrear ganado, y no del que va a pasar un día en la playa. —Se volvió de nuevo hacia los obreros—: Salimos a las ocho en punto, así que empecemos a movernos. Traed los Hummers y cargadlos.
Otros científicos, técnicos y obreros iban acudiendo poco a poco al aparcamiento, cargados con bolsas de playa, toallas y sillas plegables.
—¿Cómo empezó este asunto? —preguntó Carson, mirándolos.
—Ni siquiera recuerdo de quién fue la idea —contestó Singer—. El gobierno abre el Trinity Site al público una vez al año. En algún momento preguntamos si podíamos visitar el lugar por nuestra cuenta, y nos dijeron que sí. Entonces, alguien sugirió organizar un picnic, y otro sugirió un partido de voleibol y llevar cerveza fría. Alguien más comentó que era una pena que no pudiéramos llevar el océano con nosotros, y fue entonces cuando surgió la idea del tanque para lavar al ganado. Fue una idea genial.
—¿Y a la gente no le preocupa la radiación? —preguntó Carson.
—Ya no queda radiación —contestó Singer con una risita—. Pero, de todos modos, llevamos contadores Geiger para tranquilizar a los escépticos. —Levantó la mirada al oír el sonido de motores que se aproximaban—. Venga, puede viajar conmigo.
Poco después, media docena de Hummers, con los techos bajados, traquetearon sobre un camino de tierra débilmente marcado que se dirigía en línea recta hacia el horizonte. El camión-tanque con el agua era el último de los vehículos que dejaba tras de sí una nube de polvo.
Después de una hora de conducción, Singer detuvo el Hummer.
—Aquí fue donde se detonó la bomba —le dijo a Carson.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Carson, y miró alrededor; sólo había desierto por todas partes.
La Sierra Oscura se elevaba hacia el oeste, con sus peladas y estériles montañas del desierto, con sus dentados farallones sedimentarios. Era un lugar desolado, pero no más que el resto del desierto de Jornada.
Singer señaló hacia una oxidada viga, que aparecía retorcida a pocos metros de distancia sobre el suelo.
—Eso es lo que queda de la torre donde se colocó la primera bomba. Si observa cuidadosamente, se dará cuenta de que nos encontramos en una depresión producida por la explosión. Allí estaba uno de los puestos de instrumental de observación —añadió Singer, señalando un montículo y unos búnkers en ruinas.
—¿Y es aquí donde haremos el picnic? —preguntó Carson con incertidumbre.
—No —contestó Singer—. Continuaremos un kilómetro más. El paisaje es más bonito allí. Bueno, un poco más agradable.
Los Hummers se detuvieron en una llanura arenosa desprovista de matorrales o cactus. Sólo una duna, sujetada por un grupo de yucas, se elevaba por encima de la extensión plana del desierto. Mientras los trabajadores bajaban el tanque de ganado de la camioneta, los científicos empezaron a tomar posiciones en la arena, a instalar sillas, sombrillas y neveras portátiles. A uno de los lados se instaló la red para jugar al voleibol. Se colocó una escalera de madera apoyada en el tanque y el camión-tanque maniobró hasta situarse junto al depósito, que empezó a llenar con agua fresca. Desde un estéreo portátil surgieron las melodías de los Beach Boys.
Carson permaneció a un lado, observando toda la actividad. Había pasado la mayor parte de sus horas de vigilia en el laboratorio C, y aún no conocía a la mayoría de la gente por su nombre. La mayoría de los científicos llevaban allí bastante tiempo y habían trabajado juntos casi los seis meses. Al mirar alrededor comprobó casi con alivio que Brandon-Smith había decidido quedarse en el complejo de aire acondicionado. La tarde anterior había pasado por su despacho para informarse sobre el estado de los chimpancés, y aquella mujer había parecido dispuesta a matarle sólo porque perturbó accidentalmente la disposición de los pequeños aperitivos que dejaba obsesivamente ordenados sobre el borde de su mesa. Mejor así, pensó ahora cuando en su imaginación apareció la poco agraciada imagen de la científica en bañador.
Singer lo vio y le hizo señas de que se acercara. A su lado estaban sentados dos de los científicos más antiguos, a los que Carson apenas conocía.
—¿Conoce ya a George Harper? —le preguntó Singer.
Harper le sonrió y le tendió la mano.
—Nos tropezamos a veces en el Tanque de la Fiebre —dijo—. Literalmente. Como dos biotrajes que pasan el uno junto al otro en medio de la noche. Naturalmente, escuché la atractiva descripción que hizo usted de la doctora Brandon-Smith.
Harper era un hombre larguirucho, con una larga melena castaña y una prominente nariz ganchuda. Se repantigó en su tumbona. Carson sonrió con una mueca.
—Sólo estaba comprobando la función general de mi intercomunicador.
Harper se echó a reír.
—Todo el trabajo se detuvo durante cinco minutos, mientras todos apagábamos nuestros intercomunicadores para… —Se volvió hacia Singer—. Para toser.
—Vamos, George —dijo Singer con una sonrisa. Señaló entonces al otro científico que le acompañaba—. Éste es Andrew Vanderwagon.
Vanderwagon llevaba un bañador muy conservador, y su pecho cetrino y hundido parecía peligrosamente expuesto al sol. Se levantó y se quitó las gafas de sol.
—¿Cómo está? —dijo y le estrechó la mano a Carson.
Era bajo de estatura, delgado, erguido y delicado, con unos ojos azules blanqueados por la luz del sol hasta adquirir un tono de dril desvaído. Carson lo había visto por Monte Dragón, con chaqueta, corbata y zapatos de punteras.
—Soy de Texas —dijo Harper con un marcado acento—, así que no tengo que levantarme. Por aquí no nos andamos con muchas ceremonias. Andrew, en cambio, es de Connecticut.
Vanderwagon asintió y comentó:
—Harper sólo se levanta cuando un buey deposita una buena carga a sus pies.
—Diablos, no —dijo Harper—. En un caso así nos limitamos a apartarlo con la bota.
Carson se acomodó en una tumbona que le ofreció Singer. El sol era brutal. Oyó varios gritos y luego un chapoteo; la gente subía por la escalera y saltaba al agua. Al mirar alrededor distinguió a Nye, el jefe de seguridad, sentado en un lugar apartado, leyendo el New York Times bajo una sombrilla de golf.
—Ése es un tipo tan extraño como un novillo castrado —dijo Harper al observar la dirección de la mirada de Carson—. Mírelo ahí sentado, con su condenado traje de Savile Row, y ya debemos estar por lo menos a treinta y ocho grados.
—¿Por qué ha venido? —preguntó Carson.
—Para vigilarnos —contestó Vanderwagon.
—¿Qué podemos hacer que sea tan peligroso? —quiso saber Carson.
—Vamos, Guy, ¿no lo sabe? —preguntó Harper echándose a reír—. Uno de nosotros podría robar un Hummer, conducir hasta Radium Springs y diseminar un poco de gripe X en río Grande, sólo para desatar un poco el infierno por ahí.
—Esa clase de comentarios no son graciosos, George —intervino Singer con ceño.
—Ése es como un hombre del KGB. Siempre está en todas partes —dijo Vanderwagon—. No ha salido de aquí desde el ochenta y seis, y creo que eso le ha puesto enfermo. No me sorprendería si se dedicara a registrar nuestras habitaciones.
—¿No tiene amigos aquí? —preguntó Carson.
—¿Amigos? —dijo Vanderwagon enarcando las cejas—. No que yo sepa. A menos que se cuente a Mike Marr, que tampoco tiene familia.
—¿Qué hace durante el día?
—Anda por ahí dando vueltas, con ese sombrero y esa coleta —contestó Harper—. Debería fijarse en el personal de seguridad cuando Nye anda cerca; todos se inclinan como sumisos vasallos.
Vanderwagon y Singer rieron. A Carson le sorprendió un poco que el director de Monte Dragón se uniera a las burlas sobre su propio jefe de seguridad. Harper se reclinó en la tumbona, colocó las manos por detrás de la cabeza y suspiró.
—De modo que usted es de por aquí —dijo con los ojos semicerrados y un gesto de la cabeza hacia Carson—. Quizá pueda decirnos algo más sobre el oro de Mondragón.
Vanderwagon emitió un gemido.
—¿El qué? —preguntó Carson.
Los tres se volvieron a mirarle, sorprendidos.
—¿No conoce la historia? —preguntó Singer—. ¿Y usted es de Nuevo México? —Metió ambas manos en la nevera portátil y sacó un puñado de cervezas—. Eso se merece tomar algo fresco —dijo antes de repartirlas.
—Oh, no. No vamos a escuchar de nuevo esa leyenda —dijo Vanderwagon.
—Carson no la conoce —protestó Harper.
—Según dice la leyenda —empezó Singer dirigiéndole una mirada llena de humor a Vanderwagon—, un rico comerciante llamado Mondragón vivía en las afueras de la vieja Santa Fe, a finales del siglo diecisiete. Fue acusado de brujería por la Inquisición y encarcelado. Mondragón sabía que el castigo sería la muerte y se las arregló para escapar, con la ayuda de su sirviente, Estebanico. Ese tal Mondragón había sido propietario de unas minas en las montañas Sangre de Cristo, en las que trabajaban esclavos indios. Minas muy ricas, según dicen, probablemente de oro. Así que, cuando escapó de las garras de la Inquisición, regresó a escondidas a su hacienda, tomó el oro, lo cargó en una mula y huyó con su sirviente por el Camino Real. Llevaba casi cien kilos de oro, todo lo que podía transportar con seguridad a lomos de la mula. Cuando llevaban varios días tratando de cruzar el desierto de Jornada, se quedaron sin agua. Así que Mondragón envió por delante a Estebanico, con las calabazas de agua vacías, para que las rellenara, mientras que él se quedaba atrás con un caballo y la mula. El criado encontró agua en una fuente situada a un día de camino, y luego cabalgó de regreso. Pero cuando llegó al lugar donde había dejado a Mondragón, éste había desaparecido.
Harper tomó el relevo de la narración.
—Cuando la Inquisición se enteró de lo ocurrido, empezaron a seguirle la pista por el Camino Real. Cinco semanas más tarde, justo en la base del Monte Dragón, encontraron un caballo atado a una estaca. Estaba muerto, y era el caballo de Mondragón.
—¿En Monte Dragón? —preguntó Carson.
—El Camino Real —dijo Singer asintiendo con un gesto— pasaba justo por los terrenos donde ahora está el laboratorio y rodeaba la base de Monte Dragón.
—En cualquier caso —continuó Harper—, buscaron señales de Mondragón por todas partes. A unos cincuenta metros del caballo muerto encontraron su caro jubón. Pero por mucho que buscaron, nunca encontraron el cadáver de Mondragón, ni la mula cargada con el oro. Un sacerdote roció con agua bendita la base de Monte Dragón, para limpiar el lugar de la presencia del malvado Mondragón, y erigieron una cruz en lo alto de la montaña. El lugar fue conocido como Cruz de Mondragón. Más tarde, cuando los comerciantes estadounidenses recorrieron el Camino Real, simplificaron y variaron ligeramente el nombre, que se convirtió así en Monte Dragón.
Terminó de beberse la cerveza y exhaló un suspiro de satisfacción.
—Cuando era pequeño oí contar muchas historias sobre tesoros enterrados —dijo Carson—. Eran tan habituales como las garrapatas en un talonero rojo. Y tan falsas como uno de ellos.
Harper se echó a reír.
—¡Garrapatas en un talonero rojo! Por lo visto, alguien más tiene aquí sentido del humor.
—¿Qué es un talonero rojo? —preguntó Vanderwagon.
La risa de Harper se hizo más fuerte.
—Vamos, Andrew, pobre ignorante yanqui, es una especie de perro que se usa para arrear el ganado. Lo persigue pegado a sus talones, así que lo llaman talonero. Como cuando se persigue a un ternero con un lazo. —Imitó el gesto de hacer girar el lazo en el aire y miró a Carson—. Me alegra tener por aquí a alguien que no sea un bisoño.
Carson le sonrió.
—Cuando era un muchacho, solíamos salir a buscar el tesoro perdido de Adam. Supuestamente, si se creen todas las historias que se cuentan, este estado contiene más oro enterrado del que hay en Fort Knox.
—Esa es la clave —bufó Vanderwagon—. Si se cree en todas esas historias. Harper es de Texas, cuya principal industria es la fabricación y distribución de mierda de vaca. Bien, creo que ha llegado el momento de darse un buen chapuzón.
Retorció la botella de cerveza sobre la arena, para introducirla un poco y dejarla de pie, y se levantó.
—Yo también voy —dijo Harper.
—¿Viene usted, Guy? —preguntó Singer, que también se levantó para seguir a los científicos hacia el tanque, quitándose la camisa.
—Dentro de un momento —comentó Carson.
Los vio subir por la escalera y lanzarse al agua, bromeando entre ellos. Terminó de beberse la cerveza y la dejó a un lado. Parecía surrealista encontrarse sentado en medio del desierto Jornada del Muerto, a un kilómetro del lugar donde se había hecho detonar la primera bomba atómica, viendo cómo varios de los más brillantes biólogos del mundo chapoteaban en el agua de un tanque de ganado y se divertían como niños. Pero la misma irrealidad del lugar era como una droga. Le pareció que así era como debió de sentirse la gente que trabajó en el proyecto Manhattan. Se quitó los pantalones y la camisa y se quedó en bañador, cerró los ojos y se sintió relajado por primera vez desde hacía una semana.
Al cabo de varios minutos, el implacable sol lo incomodó; se enderezó y metió la mano en la nevera portátil en busca de otra cerveza fresca. Al abrirla, escuchó la risa de Susana, que se elevaba sobre el rumor de las conversaciones. Ella estaba de pie, al lado del extremo más alejado del tanque; se apartaba el largo cabello de la cara y hablaba con algunos de los técnicos; su biquini blanco contrastaba con su bronceada piel. Si vio a Carson, no le dio la menor muestra de ello.
Mientras la observaba, Carson vio a otra persona unirse al grupo de Susana. La extraña cojera de su caminar le resultó familiar: Mike Marr, el segundo jefe de seguridad. Marr empezó a hablar con Susana, con su lánguida y amplia sonrisa claramente visible. De repente, se acercó más a ella y le susurró algo al oído. La expresión de la mujer se oscureció y se apartó de él bruscamente. Marr volvió a decirle algo y un instante después ella le propinó un bofetón. El seco sonido llegó hasta Carson. Marr retrocedió casi de un salto, y el sombrero negro de vaquero se le cayó en la arena. Al agacharse para recogerlo, Susana le dijo algo rápidamente, con una mueca despectiva. Aunque Carson no pudo escucharlo, el grupo de técnicos estalló en carcajadas.
La expresión que apareció en el rostro de Marr, sin embargo, fue preocupante. Estrechó los ojos, y la expresión que poco antes había sido afable y simpática desapareció. Con movimientos exagerados, se volvió a colocar el sombrero negro sobre la cabeza, sin apartar la mirada de la mujer. Luego, giró sobre sus talones y se alejó del grupo.
—Esa mujer es como una traca, ¿verdad? —dijo Singer entre risitas cuando regresó con los demás y observó la dirección de la mirada de Carson, quien se dio cuenta de que Singer no había observado el pequeño incidente—. ¿Sabe? Llegó aquí para trabajar en el departamento médico apenas una semana antes de que llegara usted. Pero entonces se marchó Myra Resnick, que había sido ayudante de Burt. Teniendo en cuenta el excelente historial de Susana, me pareció que sería una ayudante perfecta. Espero no haberme equivocado.
Arrojó un pequeño guijarro sobre el regazo de Carson.
—¿Qué es esto?
El guijarro era verde y ligeramente transparente.
—Cristal atómico —contestó Singer—. La bomba Trinity fusionó la arena cercana al punto de explosión, y dejó una costra de este material. La mayor parte ya ha desaparecido, pero de vez en cuando aún se encuentra alguna que otra pieza.
—¿Es radiactivo? —preguntó Carson, que sostuvo el cristal con recelo.
—En realidad, no.
—En realidad, no —repitió Harper con una risotada, limpiándose el agua de una oreja con el dedo meñique—. Si tiene la intención de tener hijos, Carson, yo en su lugar apartaría eso de sus gónadas.
—Es usted un bruto vulgar, Harper —dijo Vanderwagon, que sacudió la cabeza.
Singer se volvió hacia Carson.
—De hecho son buenos amigos, aunque no lo parezca.
—¿Cómo empezó usted a trabajar para la GeneDyne? —le preguntó Carson devolviéndole el cristal a Singer.
—Tenía la cátedra honorífica de biología, instituida por Bridges en el CalTech. Creía haber llegado a lo más alto de la profesión. Y fue entonces cuando apareció Brent Scopes y me hizo una oferta. —Singer sacudió la cabeza, al recordar—. Monte Dragón se iba a convertir en una instalación civil, y Brent quería que me hiciera cargo de ella.
—Todo un cambio con respecto al mundo académico —comentó Carson.
—Tardé un tiempo en adaptarme —dijo Singer—. Siempre había mirado con aires de superioridad a la industria privada. Pero no tardé en darme cuenta del poder que tiene el mercado. Aquí estamos haciendo un trabajo extraordinario, no porque seamos más listos, sino porque disponemos de mucho más dinero. Ninguna universidad podría permitirse dirigir unas instalaciones como las de Monte Dragón. Y los beneficios potenciales son mucho mayores. Cuando estaba en el CalTech no hacía más que una anodina investigación sobre conjugación bacteriana. Ahora, aquí se hace una investigación que tiene el potencial para salvar millones de vidas. —Vació su cerveza de un trago—. He sido convertido.
—Yo también me convertí —afirmó Harper—, sobre todo cuando me di cuenta de la clase de estiércol que recibe un catedrático suplente.
—Treinta mil anuales —dijo Vanderwagon—, y eso después de seis u ocho años de formación universitaria. ¡Quién lo diría!
—Recuerdo cuando estaba en Berkeley —dijo Harper—. Todas mis propuestas de investigación tenían que ser aprobadas por el jefe de departamento, que era un burócrata decrépito. El muy bastardo siempre se quejaba de los gastos.
—Trabajar para Brent —intervino Vanderwagon— es algo tan diferente como de la noche al día. El comprende cómo funciona la ciencia, y cómo trabajamos los científicos. Yo no tengo que explicar ni justificar nada. Si necesito algo, se lo comunico por correo electrónico y me lo proporciona. Tenemos suerte de trabajar para él.
—Una condenada suerte —asintió Harper.
Al menos están de acuerdo en algo, pensó Carson.
—Nos sentimos felices de tenerle con nosotros, Guy —dijo Singer finalmente.
Asintió con un gesto y levantó la cerveza a modo de brindis. Los otros dos lo imitaron.
—Gracias —dijo Carson, y sonrió ampliamente.
Y pensó en el giro tan radical del destino que le había permitido estar en compañía del orgullo de la GeneDyne.
Levine estaba sentado en su despacho, con la puerta abierta, y escuchaba fascinado y en silencio la conversación telefónica que mantenía Ray, su secretario, en el despacho exterior.
—Lo siento, cariño —dijo Ray—. Te juro que creí que me dijiste el teatro de la calle Boylston, no el de la Brattle…
Hubo un silencio.
—Te lo juro. Te oí decir Boylston. No, estuve allí mismo, esperándote, en el teatro Boylston, claro. No, espera un momento, cariño, no…
Ray lanzó una maldición y colgó el auricular.
—¿Ray? —llamó Levine.
—¿Sí?
Ray apareció ante la puerta, arreglándose el cabello.
—No hay ningún teatro en la calle Boylston.
Una expresión de resignación apareció en la cara de Ray.
—Supongo que por eso me colgó.
Levine sonrió y sacudió la cabeza.
—¿Recuerda la llamada que recibí de aquella mujer del programa de Sammy Sánchez? Quiero que la llame y le diga que puedo aparecer en su programa cuando ella quiera.
—¿Yo? ¿Qué le parece si lo hace Toni Wheeler? No me gustaría que…
—Toni no lo aprobaría. Ella se muestra inflexible con esa clase de programas de televisión.
—Está bien —asintió Ray con un encogimiento de hombros—. Délo por hecho. ¿Alguna otra cosa?
—No —negó Levine con un movimiento de la cabeza—. Siga inventándose excusas. Y cierre la puerta, por favor.
Ray regresó al despacho exterior. Levine comprobó su reloj, tomó el teléfono por décima vez durante aquel día y escuchó. Esta vez, sin embargo, escuchó lo que había estado esperando: el tono había cambiado y, en lugar del habitual tono continuo, se oían una serie de pitidos rápidos. Rápidamente, colgó el auricular, cerró con llave la puerta del despacho y conectó su ordenador al enchufe de la pared. Apenas treinta segundos más tarde volvía a tener conectado en su pantalla el familiar instrumento de decodificación.
«Que me aspen si no es el bueno del profesor —se leyó en la pantalla—. ¿Cómo está mi mezquino papá que tan mal me trata?».
«Mimo, ¿de qué demonios está usted hablando?», tecleó Levine.
«¿No es usted un fan de Elmore James? “Mira en la pared lejana, entrégame mi bastón…”».
«Nunca oí hablar de él. Recibí su señal. ¿Hay noticias?».
«Buenas y malas. He dedicado varias horas a fisgonear en la red de GeneDyne. Menudas instalaciones. Terminales de investigación y desarrollo por valor de sesenta K, conectadas por arriba y por abajo. Ya sabe, satélites y líneas terrestres exclusivas, redes de fibra óptica para transferencia asíncrona de videoconferencias. La arquitectura es impresionante. Ahora ya casi soy un experto en eso, claro. Podría organizar visitas como guía».
«Eso está bien».
«Sí. La mala noticia es que todo está construido como la bóveda acorazada de un banco. Es un diseño de anillo aislado, con Brent Scopes en el centro. Nadie, excepto el propio Scopes, puede ver más allá de su propio perfil, y él puede verlo todo. Es el Gran Hermano, con capacidad para recorrer el sistema a voluntad. Para parafrasear a Muddy Waters, tiene el radar en funcionamiento pero no funcionará con usted».
«Seguramente eso no constituye un problema para Mimo», tecleó Levine.
«¡Tenga piedad! Qué idea. No puedo permanecer en la sombra más que realizando un gran esfuerzo, y sólo consigo absorber unos pocos milisegundos de tiempo de unidad central aquí y allá. Pero eso sí es un problema para usted, profesor. Establecer un canal seguro con Monte Dragón no es una empresa fácil. Supone duplicar parte del propio acceso de Scopes. Y ahí es precisamente donde está el peligro, profesor».
«Explíquese».
«¿Tengo que explicárselo? Si a él se le ocurre ponerse en contacto con Monte Dragón en el momento en que esté usted en el canal, su propio acceso puede quedar bloqueado. Entonces, es muy probable que ponga en marcha un programa de sabueso para rastrear toda la línea y terminará por encontrar al bueno del profesor, no a Mimo. IQESOIPSDS».
«Mimo, ya sabe que no comprendo sus acrónimos».
«Imaginé que eso sería obvio incluso para su defectuosa sensibilidad. No podrá perder el tiempo, profesor. Tendremos que procurar que sus visitas sean cortas».
«¿Qué me dice de los registros de Monte Dragón? —tecleó Levine—. Si tuviera acceso a ellos, las cosas se acelerarían considerablemente».
«NEP. Eso está cerrado de un modo más estanco que el corsé del Queen Mary».
Levine respiró profundamente. Mimo era ilegible, inconmovible y enfurecedor. Se preguntó cómo sería en persona; sin lugar a dudas, se trataría de un típico forofo obsesionado por las computadoras, un tipo aburrido, con gafas gruesas, malo jugando al fútbol, sin vida social, con tendencias onanistas.
«Vamos, Mimo, eso no parece propio de usted», tecleó.
«¿Recuerda quién soy? Soy monsieur Rick del ciberespacio. No pongo mi cuello en peligro por nadie. Scopes es demasiado listo. ¿Recuerda ese proyecto suyo tan querido del que le he hablado? Aparentemente ha estado programando alguna clase de mundo virtual para su uso exclusivo como navegador por la red de trabajo. Hace tres años dio una conferencia sobre ese tema en el Instituto para Neurocibernética Avanzada. Naturalmente, yo me introduje en el sistema y robé las transcripciones e imágenes de pantalla. Algo muy gordo, realmente muy gordo. Uso fundamental de la programación tridimensional. En cualquier caso, Scopes ha cerrado muy bien la puerta desde entonces. Nadie sabe con exactitud cuál es ahora su programa, o qué puede hacer. Pero incluso entonces, en aquella conferencia, mostró algo de una mierda muy pesada. Créame, este tipo no es ningún presidente ejecutivo analfabeto en el uso de ordenadores. He encontrado su instrumento de servicio privado, y me he sentido tentado de echar un vistazo. Pero mi discreción ha podido más que mi seguridad. Y eso no es habitual en mí».
«Mimo, es vital que pueda tener acceso a Monte Dragón. Ya conoce usted mi trabajo. Puede usted ayudarme a que el mundo sea un lugar más seguro».
«Vamos, nada de intentos de influir en mi mente. Si hay una cosa que he aprendido es que lo único que importa es Mimo. El resto del mundo no significa para mí más que un hoyuelo en el trasero de un perro».
«Entonces, ¿por qué me ayuda? Recuerde que fue usted el primero que se acercó a mí».
Se produjo una pausa en la conversación por ordenador.
«Mis razones son mías —respondió Mimo—. Pero puedo imaginar cuáles son las suyas. Se trata de la demanda planteada por la GeneDyne. En esta ocasión no es sólo una cuestión de dinero, ¿verdad? Scopes intenta golpearle allí donde más le duele. Si tiene éxito, perderá usted la fundación, la revista, la credibilidad. Ha sido usted un poco apresurado con sus acusaciones, y ahora necesita disponer de un poco de mierda para defenderse de ellas retroactivamente».
«Sólo tiene usted razón a medias», tecleó Levine por respuesta.
«En ese caso, le sugiero que me cuente la otra mitad».
Por un momento, Levine vaciló ante el teclado.
«¿Profesor? No me obligue a recordarle los dos trampolines sobre los que se basa nuestra profunda y significativa amistad. Uno, que yo nunca hago nada que me deje al descubierto. Dos, que mi propia agenda oculta debe seguir estando oculta».
«Hay un nuevo empleado en Monte Dragón —tecleó Levine finalmente—. Se trata de un antiguo estudiante mío. Creo que podría conseguir su ayuda».
Se produjo otra pausa.
«En tal caso, necesito saber su nombre para poder establecer el canal de comunicación», respondió finalmente Mimo.
«Guy Carson», tecleó Levine.
«Profesor, es usted un verdadero sentimental. Y eso constituye un gran defecto en un guerrero. Dudo mucho que alcance el éxito. Pero voy a disfrutar viendo cómo lo intenta; el fracaso siempre es más interesante que el éxito».
La pantalla quedó en blanco.