Charles Levine se detuvo delante del Ritz Carlton, y el carburador de su Ford Festiva de 1980 produjo algunas explosiones cuando frenó junto a los anchos escalones del hotel. El portero se acercó con insolente lentitud, sin ocultar la repugnancia que le producía tanto el coche como su ocupante.
Sin amilanarse, Charles Levine descendió y se detuvo sobre los escalones cubiertos con una alfombra roja para quitarse los abundantes pelos de perro de su chaqueta de esmoquin. El perro había muerto hacía dos meses, pero sus pelos aún estaban por todas partes en el coche.
Levine subió los escalones. Otro portero abrió las doradas puertas de cristal, y el sonido de un cuarteto de cuerda salió elegantemente a su encuentro. Al entrar, Levine se quedó por un momento bajo las brillantes luces del vestíbulo del hotel, parpadeando. Luego, de pronto, se vio rodeado por un grupo de periodistas, y una batería de flashes explotó desde todas partes.
—¿Qué es esto? —preguntó Levine.
Al verlo, Toni Wheeler, la asesora de medios de comunicación de la fundación de Levine, se apresuró a acercarse. Apartó a un lado a uno de los periodistas y tomó a Levine por el brazo. Wheeler llevaba su cabello moreno severamente peinado, vestía un traje chaqueta a medida y ofrecía la imagen perfecta de una profesional de relaciones públicas: serena, elegante, inexorable.
—Lo siento, Charles —se apresuró a decir—. Intenté comunicárselo, pero no pudimos encontrarle en ninguna parte. Hay una noticia muy importante. La GeneDyne…
Levine vio a un periodista al que conocía y esbozó una amplia sonrisa.
—¡Hola, Artie! —saludó, al tiempo que se desembarazaba de la Wheeler y levantaba las manos—. Me alegra ver tan activo al cuarto poder. Pero, por favor, de uno en uno. Ah, Toni, dígales que interrumpan la música un momento.
—Charles —dijo Wheeler con tono de apremio—. Escuche, por favor. Acabo de enterarme de que…
Pero su voz se vio ahogada por las preguntas de los periodistas.
—¡Profesor Levine! —exclamó uno de ellos—. ¿Es cierto…?
—Yo mismo elegiré a quienes hagan las preguntas —le interrumpió Levine—. Y ahora, ruego a todos que se tranquilicen. Usted misma —le dijo a una mujer situada delante—. Puede empezar.
—Profesor Levine —dijo la periodista—, ¿podría explicar las acusaciones vertidas contra la GeneDyne en el último número de Política Genética? Se dice que persigue usted una vendetta personal contra Brentwood Scopes…
La voz de Wheeler cortó el aire como un cuchillo:
—Un momento —dijo crispadamente—. Esta conferencia de prensa está relacionada con el premio del Holocaust Memorial que está a punto de recibir el profesor Levine, no sobre la controversia con la GeneDyne.
—¡Profesor, por favor! —exclamó un periodista, sin hacer caso.
Levine señaló a otro.
—Usted, Artie. Por lo que veo se ha afeitado ese magnífico bigote. Un error estético por su parte.
Las risas estallaron entre los presentes.
—A mi esposa no le gustaba, profesor. Le hacía cosquillas en…
—Ya he oído bastante, gracias.
Nuevas risas. Levine levantó una mano.
—¿Su pregunta?
—Scopes ha dicho que es usted, y cito textualmente, «un fanático peligroso, un hombre inquisitorial contra el milagro médico de la ingeniería genética». ¿Algún comentario a eso, profesor?
Levine sonrió.
—Sí. El señor Scopes sabe manejar bien las palabras. Pero sólo se trata de eso, de palabras llenas de sonido y furia… Y todos ustedes saben muy bien cómo termina esa frase.
—También ha dicho que está usted intentando privar a innumerables personas de los beneficios médicos de esta nueva ciencia, por ejemplo una cura para la enfermedad de Tay-Sachs.
Levine volvió a levantar una mano.
—Esa es una acusación más grave. No estoy en contra de la ingeniería genética. Pero me opongo a la terapia de células seminales. Como saben, el cuerpo tiene dos clases de células, las somáticas y las germinales. Las somáticas mueren con el cuerpo. Las germinales o reproductoras viven siempre.
—No estoy seguro de comprender…
—Permítame terminar. Con la ingeniería genética, si se altera el ADN de las células somáticas de una persona, el cambio muere con el cuerpo. Pero si se altera el ADN de las germinales, en otras palabras, los óvulos de la mujer o los espermatozoides del hombre, el cambio será heredado por los hijos de esa persona. Entonces se habrá alterado para siempre el ADN de la raza humana. ¿Comprenden lo que eso significa? Los cambios que se introduzcan en la célula germinal se transmiten a las generaciones futuras. Eso supone un intento por alterar aquello que nos hace humanos. Y hay informes que indican que eso es precisamente lo que está tratando de hacer la GeneDyne en sus instalaciones de Monte Dragón.
—Profesor, todavía no estoy seguro de comprender por qué sería eso tan malo…
Levine levantó las manos con un gesto exasperado.
—¡Significa la eugenesia de Hitler! Esta noche me dispongo a recibir un premio por el trabajo que he realizado para mantener viva la memoria del Holocausto. Yo nací en un campo de concentración. Mi padre murió como una víctima más de los crueles experimentos de Mengele. Conozco de primera mano la perversidad de la mala ciencia. Intento impedir que ustedes los conozcan también de primera mano. Miren, una cosa es tratar de encontrar una cura para la enfermedad de Tay-Sachs, o para la hemofilia. Pero la GeneDyne va mucho más allá. Están dispuestos a «mejorar» la raza humana. Quieren descubrir formas de hacernos más inteligentes, más altos, más guapos… ¿No se dan cuenta de la perversidad implícita en eso? Eso supone manipular aquello que la humanidad nunca estuvo destinada a manipular. Es algo profundamente erróneo.
—¡Pero, profesor…!
Levine chasqueó la lengua y señaló a otro periodista.
—Fred, será mejor que haga una pregunta antes de que se le forme un músculo en el sobaco.
—Doctor Levine, según usted no hay suficiente regulación gubernamental en el campo de la ingeniería genética, pero ¿qué me dice de la Administración para los Alimentos y las Drogas, la FDA?
Levine frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.
—La FDA ni siquiera exige aprobación para la mayoría de los alimentos diseñados por ingeniería genética. En las estanterías de cualquier tienda encontrará tomates, leche, fresas y hasta maíz diseñado por ingeniería genética. ¿Hasta qué punto cree que los han comprobado cuidadosamente? Las cosas no se hacen mucho mejor en la investigación médica. Las empresas como la GeneDyne pueden hacer prácticamente lo que les plazca. Esas empresas de ingeniería genética están colocando genes humanos en cerdos, ratas y hasta en bacterias. Están mezclando el ADN de plantas y animales, y creando formas de vida monstruosas. En cualquier momento podrían crear, accidental o deliberadamente, un nuevo patógeno capaz de exterminar la raza humana. La ingeniería genética es el mayor peligro al que se ha enfrentado jamás la humanidad. Algo infinitamente más peligroso que las armas nucleares. Y nadie le presta atención.
Los gritos empezaron de nuevo y Levine señaló a un periodista situado delante.
—Una pregunta más. Usted, Murray. Me agradó su artículo en el Globe de la semana pasada sobre la NASA.
—Tengo que hacerle una pregunta de la que seguramente todos deseamos conocer su respuesta. ¿Cómo se siente?
—¿Acerca de qué?
—Por la demanda interpuesta por la GeneDyne contra usted y Harvard, en la que se pide una indemnización de doscientos millones de dólares y la disolución de su fundación.
Se produjo un breve y repentino silencio. Levine parpadeó dos veces, y todos se dieron cuenta de que Levine no estaba enterado de esta nueva noticia.
—¿Doscientos millones? —repitió con voz tenue.
Toni Wheeler se adelantó hacia él.
—Doctor Levine —le susurró—, eso era lo que yo…
Levine la miró brevemente y le puso una mano tranquilizadora sobre el hombro.
—Quizá haya llegado el momento de que todo salga a la luz —dijo serenamente. Luego, se volvió sonriente hacia los periodistas—. Permítanme decir unas cosas que no saben sobre Brent Scopes y la GeneDyne. Probablemente todos saben cómo construyó el señor Scopes su imperio farmacéutico. El y yo estudiamos juntos en la Universidad de Irvine. Fuimos… —hizo una pausa, antes de añadir—: buenos amigos. Durante unas vacaciones de primavera él realizó una excursión a solas por el monumento nacional de Canyonlands. Regresó a la universidad con un puñado de semillas de maíz que había descubierto en unas ruinas de los indios anasazi. Consiguió germinarlas. Luego descubrió que esas semillas prehistóricas eran inmunes a la devastadora plaga conocida como el hongo del tizón del maíz. Consiguió aislar el gen inmune y lo empalmó con el grano moderno etiquetado RUST-X. Es una historia casi legendaria. Estoy seguro de que la recordarán de haberla leído en Forbes.
»Pero esa historia no es del todo exacta. Brent Scopes no lo hizo solo. Lo hicimos juntos. Yo le ayudé a aislar el gen y empalmarlo en el híbrido moderno. Fue un logro que conseguimos juntos y presentamos juntos la patente. Pero entonces tuvimos una divergencia. Brent Scopes deseaba explotar la patente, ganar dinero con ella. Yo deseaba ofrecerla gratuitamente al mundo. Nosotros… bueno, digamos que al final prevaleció la opinión de Scopes.
—¿Cómo? —preguntó alguien.
—Eso no importa —contestó Levine con brusquedad—. La cuestión es que Scopes abandonó la universidad y utilizó los ingresos procedentes de los derechos para fundar la GeneDyne. Yo me negué a tener nada que ver con aquello, ni con el dinero ni con la empresa, con nada. Siempre he considerado que aquella era la peor clase de explotación.
»Pero la patente del RUST-X expirará en menos de tres meses. Para que la GeneDyne pueda renovarla, la renovación de la patente debe estar firmada por dos personas: yo mismo y el señor Scopes. Y yo no firmaré la renovación de la patente. Ni las amenazas ni los sobornos me harán cambiar de opinión. Cuando expire, el maíz resistente al tizón será del dominio público, y se convertirá en propiedad del mundo. Se acabarán los grandes beneficios por derechos que recibe la GeneDyne. El señor Scopes lo sabe muy bien, aunque no los mercados financieros. Quizá ya sea hora de que los analistas echen un vistazo más atento a la elevada relación entre precio y valor de las acciones de la GeneDyne. En cualquier caso, estoy convencido de que esta demanda no se refiere a mi reciente artículo sobre la GeneDyne, publicado en Política Genética. Sólo supone la forma que ha encontrado Brent para tratar de presionarme para que firme la renovación de esa patente.
Se produjo un breve silencio y luego un repentino murmullo de voces.
—Pero, doctor Levine —dijo una voz por encima del murmullo—. Aún no nos ha dicho qué piensa hacer acerca de la demanda.
Por un momento Levine no dijo nada. Luego se echó a reír; fue una risa pletórica, que llegó hasta el fondo del vestíbulo. Finalmente sacudió la cabeza con incredulidad, se sacó un pañuelo y se sonó la nariz.
—¿Cuál es su respuesta, profesor? —insistió el periodista.
—Acabo de darle mi respuesta —contestó Levine guardándose el pañuelo—. Y ahora, tengo entendido que he de recibir un premio.
Se despidió de los periodistas con una última sonrisa, tomó a Toni Wheeler por el brazo y cruzó el vestíbulo hacia las puertas abiertas que daban acceso al salón de banquetes.
Carson estaba ante una mesa de bioprofilaxis en el laboratorio C, estrecho, atestado, e iluminado con una luz casi dolorosamente brillante. Aprendía rápidamente las innumerables molestias, grandes y pequeñas, de trabajar con un ambiente biopeligroso: las inflamaciones que se producían allí donde el traje rozaba con la piel desnuda, la incapacidad para sentarse cómodamente, la tensión muscular que suponían las largas horas de movimientos lentos y cuidadosos.
Lo peor era la creciente sensación de claustrofobia de Carson. Siempre se había sentido afectado por ella; supuso que el hecho de vivir en los espacios abiertos del desierto le había hecho susceptible a ella, y ésta era precisamente la clase de ambiente limitado y encerrado que no soportaba. Mientras trabajaba, en su mente surgía una y otra vez el recuerdo de la primera vez en que, aterrorizado, tuvo que subir en un ascensor de un hospital de Sacramento, además de las tres horas que había tenido que pasar en cierta ocasión en un vagón de metro estropeado bajo la calle Boylston. Los rutinarios procedimientos de emergencia del Tanque de la Fiebre eran un recordatorio del peligroso ambiente en el que se encontraban, lo mismo que los frecuentes comentarios murmurados acerca de una «manipulación terminal», el temido accidente que pudiera contaminar algún día todo el laboratorio y a todos los que trabajaban en él. Pensó que él, al menos, no se vería confinado por mucho más tiempo en el Tanque de la Fiebre. Siempre y cuando el empalme del gen funcionara, claro.
Y había funcionado perfectamente. Lo había hecho muchas veces antes, en el MIT, pero esto era diferente. Ahora ya no se trataba de un experimento para la tesis doctoral; se hallaba implicado en un proyecto que podía salvar innumerables vidas y, quizá, permitirle ganar el premio Nobel. Y tenía acceso al mejor equipo que incluso el laboratorio mejor equipado del MIT.
Había sido fácil. En realidad, coser y cantar.
Le murmuró unas palabras a Susana y ella colocó un tubo de ensayo en la cámara de bioprofilaxis. En el fondo del tubo, el virus cristalizado de la gripe X formaba una costra blanca. A pesar de las complicadas medidas de segundad que limitaban sus movimientos, Carson aún tenía problemas para comprender que esta delgada capa de sustancia blanca fuera tan terroríficamente letal. Deslizó las manos hacia el interior de la cámara a través de los agujeros recubiertos de goma para introducir los brazos. Tomó una jeringuilla, la llenó con el medio de transporte viral y agitó suavemente el tubo. La masa cristalizada se desmembró con suavidad y se disolvió, formando una solución turbia de partículas virales vivas.
—Eche un vistazo —le dijo a ella—. Esto nos hará famosos a todos.
—Sí, desde luego. Si es que no nos mata antes.
—Eso es ridículo. Éste es el laboratorio más seguro del mundo.
—Me da mala espina tener que trabajar con un virus tan mortal —repuso Susana, y sacudió la cabeza—. Los accidentes pueden producirse en cualquier parte.
—¿Como por ejemplo?
—¿Qué habría podido pasar si Burt se hubiera sentido homicida, en lugar de estresado? Habría podido robar un vaso de precipitación con esta mierda y… bueno, en ese caso ya no estaríamos aquí, eso se lo aseguro.
Carson la miró un momento, pensó en una respuesta y luego se la guardó para sí mismo. Había aprendido rápidamente que las discusiones con Susana eran siempre una pérdida de tiempo. Desconectó la manguera de aire.
—Llevemos esto al zoo.
A través del intercomunicador general, Carson alertó al técnico médico y a Fillson, el cuidador de los animales, e iniciaron el lento trayecto por el estrecho pasillo.
Fillson salió a su encuentro fuera de su recinto, y miró a Carson con expresión taciturna, como si le molestara tener que trabajar. En cuanto se abrieron las puertas, los animales iniciaron sus lastimeros gritos y tamborileos, con los peludos dedos engarfiados alrededor del alambre de sus jaulas.
Fillson avanzó a lo largo de la hilera de jaulas con un bastón, con el que golpeaba los dedos de las manos. Los gritos aumentaron, pero los golpes del bastón tuvieron el efecto deseado, y todos los dedos desaparecieron en el interior de las jaulas.
—Qué asco —exclamó Susana.
Fillson se detuvo y la miró.
—¿Qué ha dicho? —preguntó.
—He dicho «qué asco». Les ha golpeado usted los dedos con mucha dureza.
Vaya, vaya. Ya empezamos de nuevo, pensó Carson.
Fillson la miró fijamente por un momento; el húmedo labio inferior se movió ligeramente por detrás de su visor. Luego se dio media vuelta. Se inclinó sobre un armario y extrajo el mismo bidón de rociado que Carson le había visto utilizar en otras ocasiones; se acercó después a una jaula y dirigió el aerosol hacia el interior. Esperó un rato a que el sedante causara efecto. Después abrió la puerta de la jaula y extrajo a su ocupante adormilado.
Carson se adelantó para echar un vistazo. Era una hembra joven, que emitió un débil quejido y miró a Carson con unos ojos aterrorizados, apenas abiertos, semiparalizada por la droga. Fillson la ató a una pequeña camilla que dirigió después hacia la cámara contigua. Carson le hizo un gesto a Susana, que entregó al técnico el tubo de ensayo, encerrado en un recipiente Mylar a prueba de golpes.
—¿Los habituales diez centímetros? —preguntó el técnico.
—Sí —asintió Carson.
Era la primera vez que dirigía una inoculación, y experimentó una extraña mezcla de expectación, compasión y culpabilidad. Avanzó hacia la cámara contigua y vio al técnico afeitar una pequeña zona redondeada del antebrazo del animal, que luego empapó vigorosamente en betadine. El chimpancé, medio adormecido, observó todo el proceso y luego se volvió hacia Carson, que apartó la mirada.
Se les unió Rosalind Brandon-Smith, que dirigió una amplia sonrisa a Fillson antes de volverse, con expresión pétrea, hacia Carson. Una de sus responsabilidades consistía en controlar a los chimpancés inoculados y hacer la autopsia de los que murieran de edema. Carson sabía que, por el momento, todos los inoculados habían muerto.
El chimpancé ni siquiera se encogió cuando la aguja se introdujo en su carne.
—Espero que se dé cuenta de que necesita inocular a dos chimpancés —sonó la voz de Brandon-Smith en los auriculares de Carson—. Macho y hembra.
Carson asintió con un gesto, sin mirarla. El chimpancé hembra fue llevado en la camilla al zoo, y Fillson regresó con un macho. Era aún más pequeño, todavía juvenil, y tenía una curiosa cara de búho.
—Esto es suficiente para romperle el corazón a una, ¿verdad? —dijo Susana.
Fillson la miró con enfado.
—No hay necesidad de antropomorfizar. Sólo son animales.
—Sólo animales —murmuró Susana—. Eso es lo que somos todos, señor Fillson.
—Estos dos van a vivir —dijo Carson—. Estoy seguro.
—Siento desilusionarle, Carson —bufó Brandon-Smith—. Aunque su virus neutralizado funcione tendremos que matarlos de todos modos para hacerles la autopsia.
Cruzó los brazos y miró a Fillson, recibiendo una sonrisa por parte de éste.
Carson miró a Susana. Pudo observar el rubor colérico que teñía su rostro, una expresión con la que ya empezaba a estar familiarizado. Pero ella guardó silencio.
El técnico deslizó la aguja en el brazo del joven chimpancé y le inyectó con suavidad los diez centímetros cúbicos del virus de la gripe X. Extrajo la aguja, apretó una torunda de algodón sobre el lugar del pinchazo y se la sujetó al brazo con esparadrapo.
—¿Cuándo lo sabremos? —preguntó Carson.
—Se pueden necesitar hasta dos semanas para que los chimpancés desarrollen los síntomas —dijo Brandon-Smith—, aunque con frecuencia sucede con mayor rapidez. Tomamos muestras de sangre cada doce horas, y los anticuerpos suelen aparecer al cabo de una semana. Los chimpancés infectados se colocan directamente en la zona de cuarentena de animales, por detrás del zoo.
—¿Me tendrá usted informado? —preguntó Carson.
—Desde luego —contestó Brandon-Smith—. Pero yo, en su lugar, no esperaría a los resultados. Será mejor suponer que ha sido un fracaso y proceder en consecuencia. De otro modo perderíamos mucho tiempo.
Tras decir esto, salió de la estancia. Carson y Susana desconectaron sus mangueras de aire y la siguieron a través de la escotilla, para regresar a su zona de trabajo.
—Dios santo, menudo cernícalo —dijo Susana cuando entraban en el laboratorio C.
—¿A quién se refiere? —preguntó Carson.
La observación de las inoculaciones, y tener que escuchar el tono de sarcasmo de Brandon-Smith, le habían puesto de mal humor.
—No estoy segura de que tengamos derecho a tratar así a los animales —dijo ella—. Me pregunto, entre otras cosas, si esas diminutas jaulas cumplen las normas gubernamentales.
—Es posible que no sea agradable —admitió Carson—, pero esto salvará millones de vidas. Es un mal necesario.
—Me pregunto si Scopes está realmente interesado en salvar vidas. A mí me parece que está más interesado en el dinero, en mucho dinero —dijo en castellano al tiempo que se frotaba los enguantados índice y pulgar.
Carson la ignoró. Si deseaba hablar de aquel modo por un canal de intercomunicación controlado y conseguir que la despidieran, eso era asunto de ella. Quizá su próximo ayudante se mostrara más afable.
Hizo aparecer en la pantalla de su ordenador una imagen de un polipéptido de la gripe X, y luego lo hizo girar en la pantalla, tratando de pensar en otras formas de poder neutralizarlo. Pero le resultaba difícil concentrarse cuando estaba convencido de haber resuelto ya el problema.
Susana abrió un autoclave y empezó a retirar redomas de cristal y tubos de ensayo, para guardarlos en estanterías situadas al fondo del laboratorio. Carson observó con atención la estructura terciaria del polipéptido, compuesto por miles de aminoácidos. Si pudiera cortar esos enlaces de sulfuro, pensó, podríamos desencadenar la parte activa del grupo, y lograr que el virus fuera inofensivo. Pero eso, seguramente, ya se le habría ocurrido a Burt. Despejó la pantalla y llamó la información de las pruebas de difracción por rayos X de la vaina proteínica. No quedaba nada por hacer. Se permitió pensar, aunque sólo brevemente, en las felicitaciones, en el ascenso, en la admiración de Scopes.
—Scopes es muy listo al darnos a todos acciones de la empresa —dijo Susana—. Eso apaga la disensión. Juega con la avaricia de la gente. Todo el mundo quiere enriquecerse. Cada vez que te encuentras con una multinacional como ésta…
Con su ensoñación bruscamente rota, Carson se volvió hacia ella.
—Si le desagrada tanto, ¿por qué demonios se encuentra aquí? —espetó por su intercomunicador.
—En primer lugar, yo no sabía en qué iba a trabajar. Se suponía que me iban a destinar al departamento médico, pero me trasladaron aquí cuando se marchó el ayudante de Burt. En segundo lugar, estoy invirtiendo mi dinero en una clínica de salud mental que deseo crear en un barrio de Albuquerque.
Resaltó la pronunciación castellana de barrio, haciendo rodar las erres en el rico hispanomejicano, algo que a Carson aún le pareció más irritante, como si ella deseara dejar patente su capacidad bilingüe. Carson era capaz de hablar aceptablemente español, pero no estaba dispuesto a intentarlo y darle a ella ocasión para que le ridiculizara.
—¿Qué sabe usted de salud mental? —le preguntó.
—Pasé dos años en la facultad de medicina —contestó Susana—. Estudiaba psiquiatría.
—¿Y qué ocurrió?
—Tuve que dejarlo. No pude afrontarlo financieramente.
Carson pensó en eso y consideró llegado el momento de decirle algo a aquella bruja.
—Mierda —espetó.
Se produjo un silencio tenso.
—Sí, mierda, cabrón —replicó ella acercándose más.
—Sí, mierda. Con un nombre como Cabeza de Vaca no habría podido alcanzar el doctorado. ¿Ha oído hablar alguna vez de acción afirmativa?
El silencio fue más prolongado.
—Ayudé a mi esposo a estudiar en la facultad de medicina —dijo ella con ferocidad—. Y cuando me llegó el turno a mí, se divorció, el muy canalla. Perdí más de un semestre, y cuando se está en la facultad… —Se detuvo—. Ni siquiera sé por qué me molesto en justificarme ante usted.
Carson guardó silencio, preocupado por haberse dejado arrastrar de nuevo a una discusión.
—Sí, podría haber conseguido un doctorado —prosiguió ella—, pero no por mi bonito nombre, sino porque conseguí ocho sobresalientes en mis cursos.
Carson apenas si pudo creer que hubiera obtenido unas notas tan brillantes, pero se esforzó en mantener la boca cerrada.
—¿Así que está convencido de que no soy más que una pobre y humilde chola que necesita un apellido español para entrar en la facultad de medicina?
Maldita sea. ¿Por qué demonios he empezado esta estúpida discusión?, se preguntó Carson. Se volvió hacia su terminal, con la esperanza de que, si la ignoraba, ella acabaría por marcharse.
De repente, sintió que una mano apretaba su traje, convirtiendo una parte del material de goma en una bola.
—Contésteme, cabrón.
Carson levantó el brazo para protestar y la presión sobre su traje se incrementó.
En ese momento, la enorme figura de Brandon-Smith apareció en la escotilla y una dura risa sonó por el intercomunicador.
—Discúlpenme por interrumpir, tortolitos, pero quería informar que los chimpancés A veintidós y Z nueve están de regreso en sus jaulas, reanimados y aparentemente saludables. Al menos por el momento.
Se volvió bruscamente y se alejó.
Susana abrió la boca para decir algo. Pero luego relajó la presión de la mano sobre el traje de Carson, retrocedió y sonrió burlona.
—Carson, me pareció un poco nervioso cuando estábamos allí.
Él se volvió para mirarla, e hizo esfuerzos por tener en cuenta que la tensión y la grosería que se apoderaba de la gente en el Tanque de la Fiebre no eran más que una parte del trabajo. Empezaba a comprender qué había vuelto loco a Burt. Si lograba mantener su mente fija en el objetivo definitivo… De todos modos, en seis meses todo habría terminado.
Se volvió de nuevo hacia la molécula y la hizo girar otros 120 grados, en busca de vulnerabilidades. Ella volvió a sacar equipo de la autoclave para guardarlo. La paz volvió a instalarse en el laboratorio. Carson se preguntó por un momento qué había sucedido con el esposo de Susana.