La sala era octogonal. Cada una de sus ocho paredes se elevaba pesadamente hacia un techo de bóveda de aristas suspendido a quince metros de altura, suavemente iluminado por una invisible iluminación de bovedillas en el techo. Siete de las paredes estaban cubiertas por enormes pantallas planas de ordenador, ahora apagadas. La octava pared contenía una puerta, fundida con la misma pared, pequeña pero extremadamente gruesa, donde se alojaba la instalación insonorizada externa de la sala. Aunque la estancia se hallaba a sesenta pisos de altura sobre el puerto de Boston, no había ventanas ni vistas. El piso estaba cubierto por una rara pizarra mbanga de Tanzania. Los colores formaban un espectro de apagados grises, cenizas y marrones grisáceos.

El exterior de la puerta era de una espesa aleación metálica. En lugar de pomo había un escáner retiniano de identificación ocular y un lector de geometría dactiloscópica. Junto a la puerta, bajo una esterilizante luz ultravioleta, había una hilera de zapatillas de espuma, con sus tallas impresas en grandes números sobre los dedos. Por debajo de una cámara que oscilaba incesantemente de un lado a otro, en lo alto, un gran cartel rezaba: SE RUEGA HABLAR BAJO EN TODO MOMENTO.

Más allá había un largo pasillo, débilmente iluminado, que conducía al puesto de seguridad y a una batería de ascensores. A ambos lados del pasillo, una serie de puertas cerradas daban a las oficinas de seguridad, cocinas, enfermería, precipitadores electrostáticos purificadores del aire y los alojamientos de la servidumbre necesaria para satisfacer las diversas necesidades del ocupante de la sala octogonal.

La puerta más cercana a la sala octogonal estaba abierta. La estancia interior aparecía recubierta de paneles de madera de cerezo, con una chimenea de mármol, un suelo de parquet cubierto con una alfombra persa, y de las paredes colgaban varios cuadros de la escuela del Hudson. Una magnífica mesa de caoba ocupaba el centro de la estancia, y el único instrumento electrónico que había sobre ella era un viejo teléfono de disco. Tras la mesa se sentaba una figura vestida con traje, que escribía algo en una hoja.

En el interior de la sala octogonal, un foco incrustado en lo más alto del techo abovedado lanzaba un fino rayo de pura luz blanca sobre el centro de la sala. Bajo la mancha de luz había un usado sofá, al estilo de los años setenta, cuyos brazos estaban oscurecidos por el uso, y cuyo respaldo mostraba ondulaciones protuberantes producidas igualmente por el prolongado uso. Una cinta plateada de cable eléctrico sellaba el borde delantero. Por feo y desgastado que fuera, el sofá conservaba una calidad esencial: era extremadamente cómodo.

A cada lado del sofá había dos mesitas faux-antique de aspecto barato. En una de ellas había un gran teléfono y varios instrumentos electrónicos en pulidas cajas metálicas, y una videocámara estaba enfocada hacia el sofá. Sobre la otra mesita no había nada, aunque mostraba las manchas de innumerables y grasientas cajas de pizza y de pegajosas latas de coca-cola.

Delante del sofá había una gran mesa de trabajo. En contraste con el resto del mobiliario, era asombrosamente hermosa. La hoja estaba tallada en madera de arce, con empalmes de pico de pájaro, pulida y engrasada para resaltar su perfección fractal. El arce aparecía rodeado por un reborde de lignum vitae, negro y pesado, en el que se había taraceado una franja de nogal y polvo de ostra, que formaba un complejo dibujo geométrico. El dibujo mostraba el naadaa, la sagrada planta del maíz, que constituía el núcleo de la religión de los antiguos indios anasazi. Las semillas de este maíz habían convertido al ocupante de esta sala en un hombre muy rico. Sobre la mesa sólo había un teclado de ordenador, de uno de cuyos lados sobresalía una corta antena de largo alcance.

El resto de la sala era clínicamente estéril y estaba vacío, con la única excepción de un gran instrumento musical, colgado en la periferia del círculo de luz. Se trataba de un pianoforte de seis octavas y cuerda cuádruple, supuestamente construido para Beethoven en 1820 por la empresa Otto Schachter, de Hamburgo. Los hombros y la lira de la caja de resonancia del piano, hecho de palo de rosa, estaban elegantemente tallados con una escena rococó de ninfas y dioses acuáticos.

Una figura vestida con una camiseta negra, tejanos azules y mocasines sioux, estaba sentada, inclinada sobre el piano, con la cabeza agachada y los dedos inmóviles, muertos sobre las teclas de marfil. Durante varios minutos todo permaneció envuelto en la quietud. Luego, el profundo silencio se vio sacudido por una fuerte melodía en séptima decreciente, sforzando, que se resolvió en un do menor: los compases iniciales de la última sonata de Beethoven, la Opus 111. La introducción maestoso elevó sus ecos hacia el gran espacio abovedado. La introducción evolucionó hacia el allegro con brío ed appassionato, y las primeras notas del tema llenaron la sala apagando el pitido de una llamada de vídeo que se acababa de recibir. El movimiento continuó, con la ligera figura inclinada sobre el teclado, sacudiendo el despeinado cabello a causa del esfuerzo. El pitido sonó de nuevo y pasó desapercibido hasta que, finalmente, una de las grandes pantallas murales se encendió y reveló un rostro salpicado por el barro y la lluvia.

Las notas se interrumpieron repentinamente y el sonido del piano se apagó con rapidez. La figura se levantó, lanzó una maldición y cerró de golpe la tapa del piano.

—Brent —dijo el rostro—. ¿Está usted ahí?

Scopes se dirigió hacia el maltrecho sofá, se dejó caer sobre él con las piernas cruzadas y se colocó el teclado de computadora sobre el regazo. Tecleó algunas órdenes, y luego levantó la mirada hacia la vasta imagen de la pantalla.

El rostro salpicado de barro pertenecía a un hombre que en ese momento se hallaba sentado en la cabina de un Range Rover. Fuera de las ventanillas azotadas por la lluvia había un claro verde, una hendedura reciente en el flanco de la jungla de Camerún, que lo rodeaba todo. El claro era un barrizal, agitado hasta crear formas lunares por las botas y las ruedas. Troncos de árboles cortados eran arrastrados a lo largo de los bordes del claro. A pocos pasos del Range Rover, aparecían apiladas varias docenas de jaulas hechas con recias cañas y alambre espinoso, formando inestables montones apilados. Manos y pies peludos salían por entre el alambre espinoso, y miserables ojos de mirada infantil contemplaban el mundo desde ellas.

—¿Cómo van las cosas, Rod? —dijo Scopes con tono de hastío, al tiempo que se volvía hacia la cámara de la mesita del extremo.

—El tiempo es infernal.

—Aquí también está lloviendo —dijo Scopes.

—Sí, pero usted no tiene que ver la lluvia hasta que…

—Llevo tres días esperando a tener noticias de usted, Falfa. ¿Qué demonios ha pasado?

En el rostro apareció una sonrisa zalamera.

—Tuvimos problemas en conseguir gasolina para los camiones. Durante las dos últimas semanas he tenido a todo un pueblo trabajando en la jungla, a un dólar por persona y día. Ahora, todos son ricos y tenemos a cincuenta y seis chimpancés pigmeos.

Sonrió ampliamente y se limpió la nariz, lo que no hizo sino embadurnar aún más la cara de barro. O quizá no fuera barro. Scopes apartó la mirada.

—Los quiero en Nuevo México en seis semanas. Y procure que el índice de mortalidad no supere el cincuenta por ciento.

—¿Cincuenta por ciento? Eso será duro —dijo Falfa—. Habitualmente…

—¡Basta, Falfa!

—Pero…

—¿Cree que eso es duro? Ya veremos lo que le sucede a Rodney P. Falfa si a Nuevo México llegan más cadáveres que cuerpos vivos. Fíjese en ellos, ahí sentados, bajo la lluvia.

Hubo un silencio. Falfa hizo sonar el claxon y un rostro africano apareció ante la ventanilla. Falfa la bajó unos centímetros, y Scopes pudo oír los aullidos miserables de los animales enjaulados más allá.

—¡Capataz de cazadores! —dijo Falfa en inglés oriental—. ¡Cubre a esas bestias! ¿Me oyes? Por cada una que muera recibirás un chelín menos.

—¿Qué querer? —llegó la respuesta desde fuera del Range Rover—. Masa prometió un poco de…

—¡Hazlo ahora mismo! —Falfa cerró la ventanilla, apagando las quejas del hombre, y se volvió a mirar a Scopes con otra sonrisa—. ¿Qué le parece eso como acción rápida?

Scopes le miró fríamente.

—Bastante pobre. ¿No cree que esos chimpancés necesitan también ser alimentados?

—¡Está bien!

Falfa volvió a hacer sonar el claxon.

Scopes apretó un botón y cortó la comunicación del vídeo. Se reclinó en el sofá, tecleó unas órdenes más y se detuvo. De repente, con otra maldición, arrojó el teclado a través de la sala, estrellándolo contra la pared. Una tecla se soltó y cayó sobre el piso pulido. Scopes permaneció arrellanado en el sofá, inmóvil.

Un momento después, la puerta se abrió con un siseo y ante ella apareció un hombre alto, de unos sesenta años. Iba vestido con traje negro, camisa blanca almidonada, zapatos de punta y corbata de seda azul. Entre las canosas sienes, dos elegantes ojos grises enmarcaban una nariz pequeña y cincelada.

—¿Todo en orden, señor Scopes? —preguntó.

Scopes hizo un gesto hacia el teclado caído.

—Se ha roto.

La figura sonrió irónicamente.

—Supongo que el señor Falfa ha terminado por llamar.

Scopes se frotó el despeinado cabello.

—En efecto. Esos cazadores de animales son la forma humana más baja que he conocido. Es una vergüenza que el apetito de Monte Dragón por los chimpancés parezca insaciable.

Spencer Fairley inclinó la cabeza.

—Debería contar usted con alguien que pudiera hacerse cargo de estos detalles, señor. Le inquietan demasiado.

—Este proyecto es demasiado importante —dijo Scopes con una sacudida de la cabeza.

—Entiendo, señor. ¿Quiere que le traiga algo más, aparte de un teclado nuevo?

Scopes lo despidió con un gesto de la mano y aire ausente. Cuando Fairley se volvía para marcharse, Scopes dijo:

—Espere. Había dos cosas. ¿Vio anoche las noticias del canal Siete?

—Como usted bien sabe, señor, no me importan ni la televisión ni los ordenadores.

—Irritable fósil de Beacon Hill —dijo Scopes con tono afectuoso. Fairley era el único hombre de la empresa al que Scopes permitía que le llamara «señor»—. ¿Qué haría sin usted para demostrarme cómo vive la mitad del mundo electrónicamente analfabeto? En cualquier caso, anoche, en el canal Siete, hablaron de una niña de doce años que tiene leucemia. Deseaba ir a Disneylandia antes de morir. Se trata del habitual pienso con que nos alimentan en las noticias de la noche. He olvidado el nombre de la chica. En cualquier caso, ocúpese de que ella y su familia vayan a Disneylandia, en avión privado, con todos los gastos pagados, en los mejores hoteles y con limusinas. Y, por favor, que todo sea estrictamente anónimo. No quiero que ese bastardo de Levine vuelva a burlarse de mí y retuerza las cosas hasta convertirlas en algo que no son. Déles también algo de dinero para que paguen las facturas médicas. Digamos unos cincuenta mil. Parecían buenas personas. Debe de ser muy doloroso tener un hijo que se muere de leucemia. Ni siquiera puedo imaginarlo.

—Sí, señor. Es muy amable por su parte, señor.

—¿Recuerda lo que dijo Samuel Johnson? «Es mejor vivir rico que morir rico». Y recuerde que esto tiene que ser anónimo. No quiero que ni siquiera ellos sepan quién lo ha hecho. ¿De acuerdo?

—Entendido.

—Y otra cosa más. Ayer, cuando estuve en Nueva York, un jodido taxi estuvo a punto de atropellarme en un paso de peatones. En Park Avenue con la Cincuenta.

La expresión del rostro de Fairley permaneció inescrutable.

—Eso habría sido muy desgraciado.

—Spencer, ¿sabe lo que más me agrada de usted? Es tan raro que nunca sé si me está insultando o halagando. Bueno, el número de licencia del taxi era 4-A-5-6. Encárguese de que le quiten la licencia, ¿quiere? No deseo que ese hijo de puta termine por atropellar a alguna abuela.

—Sí, señor.

Cuando la pequeña puerta se cerró con un siseo y un apagado clic, Scopes se levantó y se dirigió pensativamente hacia el piano.

Un tono alto sonó en su casco y Carson dio un respingo ante la pantalla de la terminal. Luego se volvió a relajar. Sólo hacía tres días que estaba allí y supuso que, finalmente, se acostumbraría al pitido que sonaba a las seis de la tarde. Se desperezó y miró alrededor, en el laboratorio. Susana estaba en patología; bien podía terminar el trabajo por hoy. Tecleó fatigosamente unos pocos párrafos en su ordenador personal, detallando los acontecimientos del día. Al conectar su ordenador con la red para verter en ella sus archivos, fue incapaz de reprimir una sensación de orgullo. Dos días de trabajo en el laboratorio y ya sabía con exactitud qué había que hacer. La familiaridad con las últimas técnicas de laboratorio constituía la ventaja que necesitaba. Ahora, lo único que quedaba era llevarlo a cabo.

De pronto, vaciló. Un mensaje parpadeaba en la parte inferior de la pantalla.

«John Singer @ Ejec. Dragón en paginación. Apretar tecla de orden para charlar».

Apresuradamente, Carson entró en modo de charla y paginó Singer. No había estado conectado con la red en todo el día; no tenía forma de saber en qué momento había solicitado Singer la petición para charlar con él.

«John Singer @ Ejec. Dragón preparado para charlar. Apretar la orden de mando para continuar. ¿Cómo está usted, Guy?».

«Bien —tecleó Carson—. Acabo de encontrar su mensaje».

«Debe habituarse a dejar su ordenador personal conectado a la red durante todo el tiempo que esté en el laboratorio. También debe comentárselo a Susana. ¿Puede dedicarme unos momentos después de la cena?».

«Sólo tiene que decirme la hora y el lugar», tecleó Carson.

«¿Qué le parece hacia las nueve en la cantina? Le veré entonces».

Preguntándose de qué querría hablarle Singer, Carson hizo salir en pantalla el registro de la red. La computadora respondió:

«Queda por leer un nuevo mensaje. ¿Desea leerlo ahora (S/N)?».

Carson encendió el sistema de mensajería electrónica de la GeneDyne y llamó el mensaje a la pantalla. Probablemente sólo es un mensaje anterior de Singer, preguntándose dónde estoy, pensó.

«Hola, Guy. Me alegra verle en su lugar y trabajando.

»Me agrada lo que ha hecho con el protocolo. Da la impresión de ser un ganador. Pero recuerde una cosa: Frank Burt fue el mejor científico que he conocido, y este problema pudo con él. Así que no sea engreído conmigo, ¿de acuerdo? Sé que va a conseguir salir adelante para la GeneDyne, Guy. Brent».

Pocos minutos después de las nueve, Carson pidió un Jim Beam en el bar de la cantina y luego se dirigió hacia las puertas deslizantes de cristal para salir a la plataforma de observación. A últimas horas de la tarde, la cantina era el lugar preferido de la gente de laboratorio, con su agradable ambiente de cafetería y sus tableros de backgammon y de ajedrez. Ahora, sin embargo, estaba casi desierta. El viento había amainado y el calor del día había remitido. La plataforma estaba vacía, y eligió un asiento lejos de la blanca pared del edificio. Paladeó el sabor ahumado de bourbon, que bebía sin hielo, una costumbre que había adquirido cuando tomaba el cóctel de después de la cena directamente de la botella, delante de la chimenea encendida en el rancho. Observó la puesta de sol sobre las distantes montañas Fray Cristóbal. Al noreste y al este ya habían aparecido en el cielo los trazos de un rosa perlado de ricos matices.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos un momento, inhalando el olor acre del desierto, enfriado ahora por la puesta de sol, que llevaba consigo una mezcla del matorral creosote, de polvo y sal. Antes de marcharse al Este sólo había percibido aquel olor después de la lluvia. Pero ahora era como algo nuevo para él. Abrió los ojos de nuevo y contempló la vasta bóveda del cielo nocturno, en el que ya empezaba a aparecer el brillo de las estrellas: Escorpio, clara y brillante en el sur; Cisne, por encima de su cabeza, y la Vía Láctea arqueándose sobre todo.

La embrujadora fragancia de la noche del desierto, combinada con aquellas estrellas con que estaba tan familiarizado, le trajeron cientos de recuerdos. Reflexivamente, tomó un sorbo de su bebida.

Apartó aquellos pensamientos al escuchar el sonido de unos pasos. Llegaron desde una de las pasarelas situadas más allá de la cantina, y Carson supuso que sería Singer que se aproximaba procedente del complejo residencial. Pero la figura que surgió silenciosamente de entre la penumbra no era baja y fornida, sino que tenía más de un metro ochenta de altura e iba impecablemente vestida con un traje a medida. Llevaba un sombrero tipo safari, incongruentemente colocado sobre un cabello que parecía gris acerado bajo el frío rayo de las luces de sodio de la pasarela. Una coleta descendía entre los omóplatos. Si el hombre vio a Carson, no dio señal de ello, y continuó más allá de la balconada hacia la plaza central de piedra caliza.

Oyó un ruido sordo por detrás de él y luego la voz de Singer.

—Un hermoso anochecer, ¿verdad? —dijo el director—. Por mucho que odie los días aquí, la verdad es que las noches los compensan. Bueno, casi.

Se adelantó, con una taza de café humeante en la mano.

—¿Quién es? —preguntó Carson señalando la figura que se retiraba.

Singer miró y frunció el entrecejo.

—Es Nye, el director de seguridad.

—De modo que ése es Nye. ¿Cuál es su historia? Quiero decir… parece un tipo un tanto extraño aquí, con ese traje y ese sombrero.

—Extraño no es la palabra exacta. Más bien, ridículo. Pero le aconsejo que no se ande con bromas con él. —Singer acercó una silla y se sentó—. Trabajó en el complejo nuclear de Windermere, en el Reino Unido. ¿Recuerda aquel accidente? Se habló de sabotaje por parte de los empleados y, de algún modo, Nye, el director de seguridad, se convirtió en el chivo expiatorio. Nadie quiso aceptarlo después de lo ocurrido, y tuvo que encontrar trabajo en alguna parte de Oriente Próximo. Pero Brent abriga ideas muy peculiares sobre la gente. Imaginó que el hombre, siempre muy rigorista, sería especialmente cuidadoso después de lo sucedido, así que lo contrató para la GeneDyne del Reino Unido. Allí demostró ser tan fanático de las medidas de seguridad, que Scopes lo trajo aquí. Nunca se marcha. Bueno, eso no es del todo cierto. Los fines de semana desaparece a menudo para efectuar largos recorridos por el desierto. A veces se queda incluso a pernoctar fuera, aunque no haya ninguna parte adonde ir. Scopes, naturalmente, lo sabe, pero no parece importarle.

—Quizá le gusta el paisaje —dijo Carson.

—Francamente, me desagrada. Durante la semana, todo el personal de seguridad le teme, a excepción de Mike Marr, su ayudante. Parece que son amigos. Pero supongo que una instalación como la nuestra necesita una especie de capitán América como director de segundad. —Miró a Carson—. Tengo entendido que ha irritado usted bastante a Rosalind Brandon-Smith.

Carson miró a Singer. El director sonreía de nuevo y había un brillo de humor en sus ojos.

—Pulsé el botón equivocado de mi intercomunicador —explicó Carson.

—Eso supuse. Ella presentó una queja. —¿Una queja?— repitió Carson, enderezándose en su asiento.

—No se preocupe —dijo Singer bajando el tono de voz—. Acaba usted de unirse a un club en el que estoy incluido yo mismo y prácticamente todos los demás. Pero la formalidad exige que hablemos del tema. Esto no es más que mi versión de llamarlo a capítulo. ¿Otra bebida? —Parpadeó sonriente—. Debería mencionarle, sin embargo, que Brent concede mucha importancia a la armonía en el equipo. Quizá desee usted pedir disculpas.

—¿Yo? —Carson notó aumentar su enojo—. Soy yo el que debiera presentar una queja.

Singer rio y levantó una mano.

—Primero póngase a prueba a sí mismo, y luego presente todas las quejas que quiera. —Se levantó y se dirigió hacia la barandilla de la balconada—. Supongo que a estas alturas ya habrá revisado las notas de laboratorio de Burt.

—Lo hice ayer por la mañana —dijo Carson—. Ha sido una lectura muy instructiva.

—Sí —asintió Singer—. Unas notas que tuvieron un final trágico. Pero espero que eso le haya permitido comprender la clase de hombre que era. Estábamos muy unidos. Yo mismo leí esas notas después de que se marchara, tratando de averiguar qué había ocurrido.

Carson percibió tristeza en la voz de Singer. El director tomó un sorbo de café y contempló la vasta extensión del desierto.

—Éste no es un lugar normal, nosotros no somos personas normales, y el proyecto tampoco es normal. Tenemos a investigadores genéticos de clase mundial trabajando en un proyecto de incalculable valor científico. Cabría suponer que la gente aquí sólo se preocupa por cosas elevadas, pero no es así. No se imagina la clase de mezquindades que suceden aquí. Burt consiguió elevarse por encima de todo eso. Espero que usted también lo consiga.

—Haré lo que pueda.

Carson pensó en su temperamento; tenía que controlarse si quería sobrevivir en Monte Dragón. Ya se había hecho dos enemigos sin haberlo intentado siquiera.

—¿Ha tenido noticias de Brent? —preguntó Singer.

Carson vaciló, y se preguntó si Singer habría visto el mensaje por correo electrónico que había recibido.

—Sí —contestó.

—¿Qué le dijo?

—Me envió unas palabras de ánimo, y me advirtió que no fuera engreído.

—Eso es propio de Brent. Es un presidente ejecutivo metido de lleno en su tarea, y la gripe X es su proyecto preferido. Espero que le guste a usted trabajar en un invernadero de cristal. —Tomó otro sorbo de café—. ¿Y el problema con la vaina proteínica?

—Creo que estoy a punto de llegar a alguna parte.

Singer se volvió y le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Qué quiere decir?

Carson se levantó y se acercó al director, junto a la barandilla.

—Bueno, ayer por la tarde me dediqué a hacer mis propias extrapolaciones a partir de las notas del doctor Burt. Resultó más fácil ver las pautas de éxito y fracaso cuando conseguí separarlas del resto de sus escritos. Antes de que perdiera la esperanza y empezara a hacer las cosas maquinalmente, Burt estuvo muy cerca. Descubrió los receptores activos del virus de la gripe X que los hacían mortales, y también la combinación genética que codifica los polipéptidos que causan la sobreproducción de fluido cerebroespinal. Todo el trabajo más duro ya estaba hecho. Hay una técnica de recombinación del ADN que desarrollé para mi tesis doctoral, en la que se utiliza cierta longitud de onda de luz ultravioleta extrema. Todo lo que tenemos que hacer es cortar las secuencias mortales del gen mediante una enzima especial, que es activada por la luz ultravioleta, recombinar el ADN, y ya está. A partir de ahí las generaciones sucesivas del virus serán inofensivas.

—Pero eso no se ha hecho todavía —dijo Singer.

—Yo lo he hecho por lo menos cien veces. No con este virus, claro, pero sí con otros. El doctor Burt no tuvo acceso a esta técnica. Utilizaba un método anterior para empalmar el gen, algo un tanto burdo en comparación con mi método.

—¿Quién está enterado de esto? —preguntó Singer.

—Nadie. Hasta ahora, sólo he podido esbozar el protocolo. En realidad, todavía no lo he puesto a prueba. Pero no se me ocurre ninguna razón por la que no pueda funcionar.

El director le miraba fijamente, inmóvil. Luego, de repente, se adelantó, tomó la mano derecha de Carson y le dio un enfático y firme apretón de manos.

—¡Esto es fantástico! —dijo con excitación—. Felicidades.

Carson retrocedió un paso y se apoyó en la barandilla, sintiendo cierto embarazo.

—Aún es demasiado pronto para eso —dijo.

Empezaba a preguntarse si debería haber mencionado tan pronto su propio optimismo a Singer. Pero éste no le hizo caso.

—Tengo que darle la noticia a Brent inmediatamente.

Carson se dispuso a protestar, pero se lo pensó. Precisamente aquella tarde Scopes le había advertido que no fuera engreído. Sin embargo, sabía instintivamente que su procedimiento funcionaría. Y el entusiasmo de Singer constituyó para él un agradable cambio en comparación con el sarcasmo de Brandon-Smith, y con el brusco profesionalismo de Susana. A Carson le cayó simpático Singer, este profesor calvo, grueso y de buen humor de California. Era tan poco burocrático, tan espontáneamente franco. Bebió otro sorbo de bourbon y miró alrededor. Distinguió la vieja guitarra Martin de Singer.

—¿Toca usted? —preguntó.

—Lo intento —contestó Singer—. Estilo bluegrass.

—Por eso me preguntó acerca de mi banjo —dijo Carson—. Me aficioné cuando acudía a las interpretaciones que se ofrecían en las cafeterías de Cambridge. Soy bastante malo, pero disfruto destrozando las obras sagradas de Scruggs, Reno, Keith y las otras divinidades del banjo.

—¡Que me condenen! —exclamó Singer con una amplia sonrisa—. Yo estoy intentando dominar las primeras canciones de Flatt y Scruggs, ¿sabe? Shuckin, Corn, Foggy Mountain Special, y esa clase de melodías. Tendremos que masacrar juntos unas cuantas. A veces me siento aquí mientras se pone el sol y me pongo a ensayar. Para consternación de todo el mundo, claro. Ésa es una de las razones por las que la cantina suele estar tan desierta a estas horas.

Los dos hombres se irguieron. La noche se había hecho más profunda y el aire ya era fresco. Más allá de la barandilla de la balconada, Carson oyó los sonidos procedentes del complejo residencial: pasos, retazos de conversación, alguna que otra risa.

Regresaron a la cantina, un abrigo de luz y calor en la vasta noche del desierto.