Carson se levantó a las cinco y media. Balanceó los pies sobre el costado de la cama y miró por la ventana abierta hacia las montañas de San Andrés. El aire fresco de la noche entraba por la ventana, trayendo consigo la quietud del alba. Respiró profundamente. En Nueva Jersey apenas podía arrastrarse fuera de la cama a las ocho de la mañana. Ahora, en su segunda mañana en el desierto, ya había regresado a su antiguo horario habitual.
Contempló cómo iban desapareciendo lentamente las estrellas, dejando sólo a Venus en un cielo sin nubes, hacia el este. El peculiar color verde del amanecer en el desierto se fue extendiendo por el cielo, para desvanecerse y convertirse en amarillo. Lentamente, los perfiles de las plantas surgieron de entre el difuminado tono azulado de la tierra desértica. Los espinosos nudos de las prosopis y de las altas matas de hierbas tobosas aparecían muy diseminados; la vida en el desierto era solitaria, nada abigarrada, pensó Carson.
Su habitación era austera pero estaba cómodamente amueblada: cama, sofá y sillón a juego, una amplia mesa de despacho y estanterías para libros. Se duchó, afeitó y vistió sintiéndose alternativamente excitado y receloso ante el día que le esperaba.
Había dedicado la tarde anterior a pasar por el proceso de filiación al que lo sometió el equipo administrativo de Monte Dragón: rellenó formularios, le tomaron fotografías y muestras de su voz, y fue sometido al examen físico más amplio que hubiera experimentado nunca. El médico de las instalaciones, Lyle Grady, era un hombre menudo y pequeño, que hablaba con una voz aguda. Apenas si había sonreído una sola vez mientras tecleaba en su terminal de ordenador. Después de una breve cena con Singer, Carson se había despedido temprano. Deseaba estar bien descansado al día siguiente.
En GeneDyne, la jornada de trabajo empezaba a las ocho de la mañana. Carson no solía desayunar, una herencia de los tiempos en que su padre hacía que se levantara temprano para ensillar su caballo en la oscuridad, pero ahora encontró el camino hacia la cafetería, donde tomó una rápida taza de café antes de dirigirse hacia su nuevo laboratorio. La cafetería estaba vacía, y Carson recordó un comentario de Singer la noche anterior.
—Por aquí solemos cenar a lo grande. El desayuno y el almuerzo no son muy populares. Hay algo en eso de trabajar en el Tanque de la Fiebre que mengua el apetito.
La gente ya se estaba poniendo los trajes, con rapidez y en silencio, cuando Carson llegó al Tanque de la Fiebre. Todos se volvieron a mirar al recién llegado, algunos con expresiones afables, otros con curiosidad y otros con indiferencia. Luego apareció Singer en la sala de preparación, con su redondeado rostro sonriente.
—¿Qué tal ha dormido? —le preguntó a Carson dándole una amistosa palmada en la espalda.
—Nada mal —contestó Carson—. Estoy ansioso por empezar.
—Bien. Quiero presentarle a su ayudante. —Miró alrededor—. ¿Dónde está Susana?
—Ya está dentro —dijo uno de los técnicos—. Tuvo que entrar pronto para comprobar unos cultivos.
—Usted trabajará en el laboratorio C —dijo Singer—. Rosalind le enseñó el camino, ¿verdad?
—Más o menos —asintió Carson mientras sacaba el traje del armario.
—Bien. Probablemente quiera empezar por revisar las notas de Frank Burt. Susana se ocupará de proporcionarle todo lo que necesite.
Tras haber terminado el procedimiento de vestirse, con ayuda de Singer, Carson siguió a los demás hacia las duchas químicas, y entró de nuevo en la madriguera de estrechos pasillos y compuertas del laboratorio de bioseguridad de Nivel 5. Una vez más, le resultó difícil acostumbrarse a aquel traje limitador, a la dependencia de los tubos de aire. Después de haberse equivocado algunas veces, se encontró delante de una puerta metálica señalada como LABORATORIO C.
En el interior, una figura, abultada en su traje, estaba inclinada sobre una mesa de bioprofilaxis, ocupada en clasificar una serie de discos de Petri. Carson apretó uno de los botones de intercomunicación de su traje.
—Hola. ¿Es usted la señorita De Vaca? —La mujer se enderezó—. Soy Guy Carson.
Una pequeña voz aguda crujió por el intercomunicador.
—Susana Cabeza de Vaca.
Se estrecharon torpemente las manos.
—Estos trajes son un incordio —comentó De Vaca—. De modo que es usted el sustituto de Burt.
—En efecto —asintió Carson.
—¿Hispano? —preguntó ella mirando hacia su visor.
—No, soy anglo —contestó Carson, más apresuradamente de lo que hubiera querido.
—Hummm —murmuró De Vaca tras una pausa, mirándole intensamente—. Bueno, de todos modos parece de por aquí.
—Me crie en Bootheel.
—Lo sabía. En ese caso, Guy, usted y yo somos los únicos nativos aquí.
—¿Es usted de Nuevo México? ¿Cuándo llegó? —preguntó Carson.
—Llegué hace unas dos semanas, transferida desde la planta de Albuquerque. Se me asignó inicialmente al departamento médico, pero ahora sustituyo al ayudante del doctor Burt, que se marchó pocos días después de él.
—¿De dónde es usted? —preguntó Carson.
—De una pequeña ciudad montañosa llamada Truchas, unos cuarenta y cinco kilómetros al norte de Santa Fe.
—Quiero decir, dónde nació.
—En Truchas —contestó ella tras otra pausa.
—Entiendo —asintió Carson, sorprendido por la brusquedad de su tono.
—¿Quiere decir cuándo cruzamos a nado río Grande?
—Bueno, no… Siempre he sentido mucho respeto por los mejicanos…
—¿Mejicanos?
—Sí. Algunos de los mejores obreros de nuestro rancho eran mejicanos, y cuando era adolescente tuve muchos amigos mejicanos…
—Mi familia —le interrumpió De Vaca fríamente— llegó a América con don Juan de Oñate. De hecho, don Alonso Cabeza de Vaca y su esposa estuvieron a punto de morir de sed mientras cruzaban este mismo desierto. Eso fue en 1598, mucho antes de que su polvorienta familia de cabello rubio se instalara en Bootheel. Pero me conmueve que tuviera usted amigos mejicanos en su juventud.
Se dio media vuelta y continuó con su clasificación de los discos de Petri, al tiempo que marcaba los números en un ordenador portátil.
Jesús, pensó Carson. Singer no bromeaba cuando dijo que todo el mundo andaba estresado por aquí.
—Señorita De Vaca —dijo—, espero que comprenda que sólo trataba de ser amable. —Aguardó un momento, pero ella continuó con su trabajo, en silencio—. No es que importe mucho, pero yo no procedo de una polvorienta familia. Mi antepasado fue Kit Carson y mi bisabuelo fundó el rancho donde crecí. Los Carson llevamos en Nuevo México casi doscientos años.
—¿El coronel Christopher Carson? Bueno, quién lo hubiera dicho. —Ahora hablaba sin levantar la vista de su trabajo—. Una vez escribí un artículo en la universidad sobre Carson. Y ¿es usted descendiente de su esposa española o de su esposa india? —Hubo un silencio—. Tiene que ser de la una o de la otra, porque no me parece un hombre blanco.
—No suelo definirme por mi composición racial, señorita De Vaca —dijo Carson tratando de conservar su tono apacible.
—Es Cabeza de Vaca —replicó ella, mientras empezaba a clasificar otro montón de discos.
Carson apretó enojado el botón del intercomunicador.
—No me importa si es Cabeza o Kowalski. No estoy dispuesto a soportar esta clase de tratamiento descortés, ni de usted ni de esa oca de Rosalind, ni de nadie.
Se produjo un silencio. Luego, De Vaca se echó a reír.
—Carson. Fíjese en esos dos botones que tiene en su panel de intercomunicación. Uno es para conversaciones privadas sobre un canal local, el otro es para su emisión global. No vuelva a confundirlos si no quiere que todos los que estamos en el Tanque de la Fiebre nos enteremos de lo que dice.
Se produjo un siseo en el intercomunicador.
—¿Carson? —sonó la voz de Brandon-Smith—. Acabo de oír lo que ha dicho. Es usted un asno.
De Vaca sonrió con una mueca.
—Señorita Cabeza de Vaca —dijo Carson manipulando los botones del intercomunicador—, sólo pretendo hacer mi trabajo. ¿Lo ha comprendido? No me interesan sus pequeñas disputas, ni meterme a dilucidar sus problemas de identidad. Así que empiece a actuar como una ayudante e indíqueme cómo tener acceso a las notas del doctor Burt.
Se produjo una gélida pausa.
—De acuerdo —dijo finalmente ella, y señaló un ordenador portátil gris guardado en un cubículo, cerca de la escotilla de entrada—. Ése era el ordenador personal de Burt. Ahora es suyo. Si desea ver sus archivos, los accesos de la red se encuentran en ese receptáculo a la izquierda. Conoce las reglas sobre la notas, ¿verdad?
—¿Se refiere a la directiva sobre bolígrafo y papel?
En Nueva Jersey, la GeneDyne seguía una política de desanimar el registro de cualquier tipo de información como no fuera en los ordenadores de la empresa.
—Aquí se ha implantado una norma más —informó ella—. No debe hacerse ninguna copia de acceso restringido para nada, ni utilizarse bolígrafos, plumas, lápices o papel. Todos los resultados de las pruebas, todo el trabajo de laboratorio, todo aquello que usted haga y piense, debe quedar registrado en su ordenador personal y verterse al ordenador principal por lo menos una vez al día. Dejar una simple nota escrita en papel sobre la mesa de alguien es suficiente para su despido.
—¿A qué viene eso?
Susana se encogió de hombros dentro de su traje.
—A Scopes le gusta echar un vistazo a nuestras notas, ver en qué andamos metidos, ofrecer sugerencias. Recorre el ciberespacio de la empresa durante toda la noche desde Boston, entremetiéndose y espiando todo lo que una hace. Ese tipo parece que no duerme nunca.
Carson percibió en su voz una nota de escarnio. Se volvió hacia el ordenador personal y enchufó el cable de red en el enchufe de la pared; lo puso en marcha y luego dejó que Susana le indicara dónde guardaba Burt sus archivos. Tecleó unas órdenes breves, molesto por la abultada torpeza de sus dedos, y esperó a que los archivos se grabaran en el disco duro del ordenador personal. Luego vertió el contenido de las notas de Burt al procesador de textos del ordenador.
«18 de febrero. Primer día en el laboratorio. Informado por Singer sobre PurBlood, junto con otra recién llegada, R. Brandon-Smith. Paso la tarde en la biblioteca, estudiando los precedentes para la encapsulación de la hemoglobina desnuda. El problema, tal como lo veo, es esencialmente de…».
—No querrá ver todo ese material —dijo ella—. Está relacionado con el último proyecto, antes de que yo llegara. Continúe adelante hasta llegar a la gripe X.
Carson pasó rápidamente por pantalla las notas que suponían tres meses de trabajo, hasta localizar la fecha en la que Burt había terminado el trabajo sobre la sangre artificial de GeneDyne, y empezado a realizar el trabajo de base para la gripe X. La historia se desplegó ante él con entradas lacónicas y profesionales; un brillante científico, que acababa de completar con éxito un proyecto, se lanzaba inmediatamente al siguiente. Burt había utilizado su propio proceso de filtración, un proceso que le había hecho famoso dentro de la GeneDyne, para sintetizar la PurBlood, y su optimismo y entusiasmo se observaban con toda claridad en sus notas. Al fin y al cabo, había parecido una tarea bastante sencilla neutralizar el virus de la gripe X y pasar a efectuar las pruebas con humanos.
Día tras día, Burt trabajaba en diversos ángulos del problema: modelación computarizada de la vaina proteínica; empleo de diversas enzimas, tratamientos de color y agentes químicos. Y todo ello pasando de un ángulo de ataque a otro con rapidez. Diseminados entre las notas aparecían comentarios de Scopes, que parecía revisar el trabajo de Burt varias veces a la semana. La computadora también había registrado muchas «conversaciones» tecleadas en línea entre Scopes y Burt. Mientras leía esos intercambios de ideas e información, Carson no pudo dejar de admirar la comprensión que poseía Scopes sobre los aspectos técnicos de su negocio, y envidiaba la sencilla familiaridad de Burt con el presidente de la GeneDyne.
A pesar de la incesante energía de Burt y de su brillante forma de abordar el problema, nada parecía funcionar bien. Alterar la vaina proteínica del virus mismo de la gripe resultó casi una cuestión trivial. Cada vez que se hacía, la vaina permanecía estable in vitro. A continuación, Burt pasaba a efectuar una prueba in vitro, e inyectaba el virus alterado a los chimpancés. En cada ocasión, los animales vivían durante un tiempo sin mostrar síntomas evidentes, para luego, de repente, sufrir muertes horribles.
Carson revisó las páginas en que un Burt cada vez más exasperado registraba fracasos continuos e inexplicables. Con el transcurso del tiempo, las notas parecieron ir perdiendo su tono escueto y desapasionado, y se hicieron más divagantes y personales. Aparecieron comentarios mordaces hacia los científicos con los que trabajaba Burt, especialmente con respecto a Rosalind Brandon-Smith, a la que detestaba.
Aproximadamente tres semanas antes de que Burt abandonara Monte Dragón, empezaron a aparecer los poemas, compuestos habitualmente de pocos versos, centrados en la belleza oculta y oscura de la ciencia: la estructura cuaternaria de una proteína de globulina, el brillo azulado de la radiación Cerenkov. Eran líricos y evocadores y, sin embargo, Carson los encontró escalofriantes, insertados de repente entre columnas de resultados de pruebas, como forzadamente, como invitados extraños.
Carbono, uno de los poemas, empezaba:
El más hermoso de los elementos
con tanta infinita variedad,
cadenas, anillos, ramificaciones, bucles, grupos laterales, aromáticos,
sus índices de refracción matan a los shahs y a los especuladores.
Carbono.
Tú, que estuviste con nosotros en las calles de Saigón,
que estuviste en todas partes, flotando en el aire,
invisible en medio del temor y del sudor.
El napalm.
Sin ti no somos nada.
Carbono éramos, y en carbono nos hemos de convertir.
Las notas se hacían más esporádicas y deslavazadas a medida que se acercaba el final. Carson tuvo dificultades para seguir la lógica de Burt de un pensamiento a otro. A lo largo de todo el tiempo, Scopes había sido una constante presencia de fondo; ahora, sus comentarios se hicieron más críticos y sarcásticos. Los intercambios entre ambos desarrollaron un aspecto de confrontación muy distinto. Scopes se mostraba agresivo, Burt evasivo, casi compungido.
«Burt, ¿dónde estuvo usted ayer?».
«Me tomé el día libre y salí a pasear fuera del perímetro».
«Cada día que pasa sin que se resuelva este problema, le cuesta un millón de dólares a la GeneDyne. Así pues, el doctor Burt decide tomarse libre un día que cuesta un millón de dólares. Encantador. Todo el mundo está esperando el resultado de su trabajo, Frank, ¿lo recuerda? Todo el proyecto depende de usted».
«Brent, no puedo continuar así día tras día. Necesito disponer de algún tiempo para pensar y estar a solas».
«Bien, ¿y en qué pensó?».
«En mi primera esposa».
«Vaya, se dedicó a pensar en su primera esposa. Por un millón de dólares, Frank, se dedicó a pensar en su primera y jodida esposa. Podría matarlo. Realmente, podría hacerlo».
«Ayer sencillamente no podía trabajar. Lo he intentado todo, incluida la recombinación de vectores virales. El problema es insoluble».
«Frank, detesto hasta que llegue a pensar de ese modo. No hay ningún problema insoluble. Eso fue lo que dijo acerca de la sangre, ¿lo recuerda? Y luego lo solucionó. Lo hizo, Frank. Piense en ello. Y le quiero por eso, Frank. De veras. Y ahora sé que puede volver a hacerlo. En esto se está jugando un premio Nobel, se lo aseguro».
«Tentarme con la gloria no servirá de nada, Brent. El dinero tampoco sirve. Nada puede conseguir que se pueda solucionar un problema de solución imposible».
«No diga eso, Frank, se lo ruego. Me duele verle escribir esa palabra, porque eso es siempre una mentira. “Imposible” es una mentira. El universo es extraño y vasto, y en él cualquier cosa es posible. Me recuerda a Alicia en el País de las Maravillas. ¿Recuerda esa conversación entre Alicia y la Reina sobre este mismo tema?».
«No, no lo recuerdo. Y no creo que Alicia en el País de las Maravillas me ayude a creer en lo imposible».
«Maldito hijo de perra, si vuelvo a ver escrito “imposible” le prometo que lo mataré con mis propias manos. Mire, le he proporcionado todo lo que necesita. Por favor, Frank, vuelva al trabajo y hágalo. Empiece con cualquier otro huésped, con algo realmente improbable, como un nuevo virus, un macrófago, o con un retrovirus. Algo que le permita enfocar las cosas desde una dirección completamente nueva. ¿De acuerdo?».
«Está bien, Brent».
Transcurrían varios días sin que hubiera ninguna nueva nota. Luego, el 29 de junio, unos quince días después, apareció una precipitación de escritura, llena de imágenes apocalípticas y divagaciones siniestras. Burt mencionó en varias ocasiones un «factor clave», sin llegar a explicar de qué se trataba. Carson sacudió la cabeza. Evidentemente, su predecesor había empezado a imaginar soluciones que su mente racional había sido incapaz de descubrir.
Carson se reclinó en la silla, y sintió que el sudor atrapado en el interior de su traje se acumulaba entre los omóplatos y alrededor de los codos. Experimentó por primera vez una repentina oleada de temor. ¿Cómo podía él tener éxito allí donde un hombre como Burt había fracasado, y no sólo fracasado sino incluso perdido su mente en el proceso? Levantó la mirada y encontró la de Susana fija en él.
—¿Ha leído esto? —le preguntó. Ella asintió con un gesto—. ¿Cómo… cómo suponen que puedo hacerme cargo de esto?
—Ése es su problema —respondió ella sin inflexión en la voz—. No soy yo la que tiene los títulos de Harvard y del MIT.
Carson dedicó el resto del día a releer los primeros experimentos, tratando de alejarse de las molestas circunvoluciones de las notas de laboratorio de Burt. Hacia el final del día empezó a sentirse más animado. Había una nueva técnica recombinante del ADN, con la que había trabajado en el MIT, y que Burt no había conocido. Carson diagramó el problema, descomponiéndolo en sus partes, para luego descomponer las partes, hasta que las convirtió en elementos irreducibles.
Cuando el día se acercaba a su fin, Carson empezó a bosquejar un protocolo experimental de su propia creación. Se daba cuenta de que aún le quedaba mucho trabajo por hacer. Se levantó, se desperezó y vio a Susana enchufar su ordenador personal a la conexión de la red.
—No se olvide de verter el contenido de lo que haya hecho hoy a la red —le dijo—. Estoy segura de que el Gran Hermano querrá comprobar esta noche lo que ha hecho.
—Gracias —dijo Carson.
Le resultaba ridícula la simple idea de que Scopes desperdiciara su tiempo mirando sus notas. Estaba claro que Scopes y Brent habían sido amigos, pero Carson no era más que un técnico de tercer grado de la oficina de la Edison. Vertió en la red todos los datos del día, guardó el ordenador en su cubículo, y siguió a Susana mientras ella recorría el largo y lento trayecto para salir del Tanque de la Fiebre.
Ya de regreso en la sala de preparación, Carson se desabrochó el visor y se bajaba la cremallera de la parte inferior del biotraje cuando se volvió hacia su ayudante. Ella ya se había quitado el traje y se sacudía el cabello, y a Carson le sorprendió ver no a la señorita fornida que había imaginado, sino a una joven delgada y hermosa, con largo cabello negro, de piel morena y una bella cara con dos ojos de profundo color púrpura.
Ella se volvió y advirtió su mirada.
—Guárdese los ojos donde le quepan, cabrón —dijo, pronunciando el insulto en castellano—, si no quiere que acaben como los de uno de esos chimpancés.
Se colgó el bolso de mano del hombro y salió rápidamente de la sala, mientras los que estaban presentes estallaban en carcajadas.