Carson miró a través del aparcamiento hacia un extenso conjunto de edificios blancos que se elevaban bruscamente sobre las arenas del desierto, con sus curvas, planos y cúpulas surgiendo de la tierra. La dura situación de los edificios en medio del terreno desértico, junto con la ausencia de cualquier atisbo de jardín, daba al laboratorio un aspecto de pureza zen. Muchos de los edificios, conectados entre sí por pasarelas cerradas de cristal, formaban dibujos que se entrecruzaban.
Singer condujo a Carson por una de las pasarelas cubiertas.
—Brent es un fervoroso partidario de la arquitectura como medio de inspirar el espíritu humano —dijo—. Nunca olvidaré el día en que el arquitecto…, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Guareschi, llegó desde Nueva York para «tomar contacto» con el lugar. —Singer emitió una risita sofocada—. Llegó vestido con traje, zapatos de borla y un sombrero de paja, aunque debo admitir que el tipo sabía muy bien lo que se llevaba entre manos. Llegó a acampar en esta zona durante cuatro días, hasta que pilló una insolación y tuvo que ser llevado de regreso a Manhattan.
—Es hermoso —dijo Carson.
—Sí, lo es. A pesar de su mala experiencia, el hombre se las arregló para captar la escasez del desierto. Insistió en que no hubiera nada de jardines, sobre todo porque no teníamos agua. Pero también deseaba que el complejo pareciera parte del desierto, no algo que se le había impuesto. Evidentemente, nunca olvidó el calor que pasó aquí. Creo que por esa razón todo es blanco: el taller, los barracones de almacenamiento, hasta la central eléctrica.
Indicó con un gesto hacia un edificio alargado, con techumbre de elegantes curvas.
—¿Eso es la central eléctrica? —preguntó Carson con incredulidad—. Parece más bien un museo de arte. Este lugar tiene que haber costado una fortuna.
—Varias fortunas —asintió Singer—. Pero allá por el año ochenta y cinco, cuando se inició su construcción, el dinero no era ningún problema. —Indicó a Carson la dirección a seguir hacia el complejo residencial, compuesto por una serie de bajas estructuras de líneas curvadas, dispuestas como las piezas de un rompecabezas—. Conseguimos un contrato de novecientos millones de dólares a través de DATRADA.
—¿De quién?
—Tecnología Avanzada para la Defensa, de la Administración de Investigación y Desarrollo.
—Nunca la he oído nombrar —dijo Carson.
—Era una agencia secreta del Departamento de Defensa. Fue desmantelada después de la época de Reagan. Todos tuvimos que firmar un montón de documentos de lealtad formal y cosas por el estilo. Medidas secretas, medidas de máximo secreto, llámelo como quiera. Recibí llamadas de antiguas novias a las que no había visto desde hacía veinte años. «Un grupo de tipos trajeados ha estado por aquí haciendo preguntas sobre ti. ¿Qué demonios haces ahora, Singer?». —Se echó a reír.
—De modo que ha estado usted aquí desde el principio —dijo Carson.
—En efecto. Sólo los científicos permanecen aquí por períodos de seis meses. Supongo que se imaginan que yo no hago un verdadero trabajo para quemarme. —Rio de nuevo—. Soy el más viejo aquí. Yo y Nye. Y unos pocos más, como el viejo Otto Franz, y el tipo al que acaba de conocer, Mike Marr. En cualquier caso, las cosas han sido más agradables desde que nos hicimos civiles. Los militares fueron un verdadero absceso en el trasero.
—¿Cómo se produjo el cambio? —preguntó Carson.
—Al principio nos dedicamos a investigación estrictamente de defensa. Así fue como se consiguieron estas tierras en el Missile Range. Nuestro trabajo consistía en buscar vacunas, contramedidas y antitoxinas para las supuestas armas biológicas soviéticas. Cuando se desmoronó la Unión Soviética, lo mismo sucedió con nuestro trabajo. Perdimos el contrato en 1990. Y también estuvimos a punto de perder el laboratorio, pero Scopes presionó tras las puertas cerradas. Sólo Dios sabe lo que hizo, pero el caso es que conseguimos un arriendo de treinta años, bajo la ley de conversión de la industria de defensa.
Singer abrió una puerta que daba acceso a un alargado laboratorio. Una serie de mesas negras brillaban bajo las luces fluorescentes. Había quemadores Bunsen, frascos Erlenmeyer, tubos de cristal, microscopios con estereozoom y diversas piezas de equipo de baja tecnología, todas inmaculadamente dispuestas en hileras.
Carson nunca había visto un laboratorio tan limpio y ordenado.
—¿Es la instalación de bajo nivel? —preguntó con incredulidad.
—Nada de eso —contestó Singer—. Esto no es más que el escaparate edulcorado para congresistas y metomentodos militares. Esperan ver una versión a escala faraónica de su viejo laboratorio de química de la universidad, y eso es lo que les mostramos.
Pasaron a otra sala, mucho más pequeña, en cuyo centro había un gran y reluciente instrumento. Carson lo reconoció enseguida.
—El mejor micrótomo del mundo, el Ultrafeitado de Precisión Científica —dijo Singer—. Así es como lo llamamos nosotros. Todo está controlado por ordenador. Es una hoja de diamante capaz de cortar un cabello humano en dos mil quinientas secciones, a lo ancho, claro. Esto sólo es para mostrar, claro. En el interior tenemos en funcionamiento otras dos unidades idénticas.
Regresaron al sofocante calor. Singer se chupó un dedo y lo levantó.
—Viento del sudeste —dijo—. Como siempre. Por eso escogieron este lugar, porque el viento siempre sopla del sudeste. El primer pueblo en la dirección del viento es Claunch, Nuevo México, con una población de veintidós habitantes, a doscientos veinte kilómetros de distancia. Trinity Site, el lugar donde hicieron detonar la primera bomba atómica, está sólo a cuarenta y cinco kilómetros al noroeste de aquí. Buen lugar para ocultar una explosión nuclear. No se podría encontrar un lugar más aislado en todo el sur.
—A ese viento nosotros lo llamamos céfiro mejicano —dijo Carson—. Cuando era un muchacho, una de las cosas que más detestaba era tener que salir con ese viento. Mi padre solía decir que causaba más problemas que un caballo de cola de rata atado corto en época de moscas.
—Guy, no tengo la menor idea de lo que acaba de decir —dijo Singer con un suspiro.
—Un caballo de cola de rata es aquel al que le han cortado la cola. Si se le ata corto y las moscas empiezan a atormentarlo, enloquece y acaba por derribar la verja y huir.
—Comprendo —asintió Singer sin mucha convicción. Señaló por encima del hombro de Carson—. Ahí están las instalaciones recreativas, el gimnasio, las pistas de tenis, la cuadra de los caballos. Siento una peculiar aversión por la actividad física, así que dejaré que eso lo explore usted por su cuenta. —Se dio una afectuosa palmadita sobre el vientre y se echó a reír—. Y ese edificio de aspecto terrible es el incinerador de aire para el Tanque de la Fiebre.
—¿Tanque de la Fiebre?
—Es el laboratorio de bioseguridad de Nivel 5 —dijo Singer—, donde se trabaja con los organismos de verdadero alto riesgo. Estoy seguro de que habrá oído hablar del sistema de clasificación de bioseguridad. El nivel uno es el de seguridad estándar para trabajar con los microbios menos infecciosos y peligrosos. El nivel cuatro es para los más peligrosos. Hay dos laboratorios de nivel cuatro en todo el país: el CDC tiene uno en Atlanta, y el ejército consiguió otro en Fort Detrick. Esos laboratorios de nivel cuatro están diseñados para manejar los virus y bacterias más peligrosos que existen en la naturaleza.
—Pero ¿qué es el Nivel 5? Nunca había oído hablar de él.
Singer sonrió con una mueca.
—Es el orgullo y la alegría de Brent. Monte Dragón tiene el único laboratorio de Nivel 5 que existe en el mundo. Fue diseñado para manejar los virus y las bacterias más peligrosos. En otras palabras, microbios que han sido diseñados por ingeniería genética. Alguien lo bautizó hace años con el nombre de Tanque de la Fiebre, y con ese nombre se quedó. En cualquier caso, todo el aire de la instalación del Nivel 5 se hace circular por el incinerador y se calienta a mil grados antes de enfriarlo y devolverlo completamente esterilizado.
El incinerador de aire, de aspecto extraño, era la única estructura que Carson había visto en Monte Dragón que no era de un blanco puro.
—¿De modo que están trabajando con un patógeno en suspensión en el aire?
—Inteligente por su parte. Sí, eso hacemos. Y le puedo asegurar que es muy peligroso. Disfruté mucho más cuando trabajamos con PurBlood, nuestro producto de sangre artificial.
Carson miró hacia los corrales. Había un cobertizo, caballerizas, varias personas y un gran pastizal vallado más allá de la verja del perímetro.
—¿Se puede cabalgar fuera de la instalación? —preguntó.
—Desde luego. Sólo tiene que registrarse a la salida y a la entrada. —Singer miró alrededor y se pasó el dorso de la mano por la frente—. Santo Dios, qué calor. Nunca acabo de acostumbrarme. Entremos.
«Entrar» significaba pasar al perímetro interior, una gran zona rodeada con valla de cadenas, situada en el corazón mismo de Monte Dragón. Carson sólo pudo distinguir un paso por la verja interior, una pequeña puerta situada directamente delante de ellos. Singer abrió la marcha, cruzó la puerta y entró en un gran edificio situado en el extremo más alejado. Las puertas se abrieron para permitirles el paso a un vestíbulo fresco. A través de una puerta abierta en el interior, Carson vio una hilera de ordenadores sobre largas mesas blancas. Sólo había dos personas trabajando allí, con tarjetas de identidad colgadas del cuello, con pantalones vaqueros debajo de las batas de laboratorio, dedicadas a teclear en los ordenadores. Se dio cuenta con sorpresa que, a excepción de los guardias, éstos eran los primeros que había visto trabajar en toda la instalación.
—Éste es el edificio de operaciones —le informó Singer con un gesto para indicarle la sala vacía—. Administración, proceso de datos, como quiera llamarlo. Nuestro personal no es numeroso. Aquí nunca ha habido más de treinta personas trabajando, ni siquiera en los tiempos en que lo hacíamos para los militares. Ahora, el número se ha reducido a la mitad, todos ellos centrados en el proyecto.
—Es un número bastante pequeño —comentó Carson.
—El enfoque de oleada humana no funciona en la ingeniería genética —dijo Singer con un encogimiento de hombros.
Le hizo gestos para que saliera del vestíbulo y entraron en un gran atrio, con suelo de granito negro y techo de cristal ahumado. El fuerte sol del desierto, atenuado hasta convertirse en una luz pálida, caía sobre un pequeño grupo de palmeras situado en el centro. Desde el atrio partían tres pasillos.
—Éstos conducen a los laboratorios de transfección y a la instalación de decodificación secuencial del ADN —siguió informando Singer—. No tendrá usted que pasar mucho tiempo aquí, pero puede pedirle a alguien que se lo enseñe cuando quiera. Nuestra siguiente parada está ahí.
Señaló una ventana. A través de ella, Carson distinguió una baja estructura romboidal que surgía del desierto.
—El Nivel 5 —dijo Singer—. El Tanque de la Fiebre.
—Parece bastante pequeño —comentó Carson.
—Créame si le digo que se siente pequeño. Pero lo que ve no es más que el alojamiento de los filtros HEPA. El verdadero laboratorio está por debajo, en el subsuelo. Sólo es una medida de seguridad adicional para el caso de que se produzca un terremoto, un incendio o una explosión. —Vaciló un instante, antes de añadir—: Supongo que podemos entrar.
Un lento descenso en un estrecho ascensor les dejó ante un pasillo alargado, cubierto de azulejos blancos e iluminado por luces anaranjadas. Las videocámaras colgadas del techo siguieron su avance. Al final del pasillo, Singer se detuvo ante una puerta metálica gris, cuyos bordes se curvaban para encajar en el marco, y sellada con una gruesa capa de caucho negro.
A la derecha había una pequeña caja mecánica. Singer se inclinó sobre ella y pronunció su nombre en voz alta ante el instrumento. Una luz verde se encendió sobre la puerta y sonó un tono.
—Reconocimiento de voz —dijo Singer, y abrió la puerta—. No es tan bueno como los lectores de geometría dactiloscópica o los escáneres retinales, pero ésos no funcionan a través de los biotrajes. Y a éste, al menos, no se le puede engañar con una grabadora. Será usted codificado esta misma tarde, como parte de su entrevista de ingreso.
Entraron en una sala grande, escasamente decorada con muebles modernos. A lo largo de una pared había una serie de grandes armarios metálicos. En el extremo más alejado se veía otra puerta de acero, pulida hasta mostrar una superficie brillante, marcada con un reluciente símbolo amarillo y rojo. Sobre el marco, un cartel advertía: BIOPELIGRO EXTREMO.
—Ésta es la sala de preparación —dijo Singer—. Los trajes azules se guardan en esos armarios.
Se dirigió hacia uno de ellos, pero de repente se volvió hacia Carson.
—¿Sabe una cosa? Será mejor que consiga a alguien que conozca realmente este lugar para que se lo muestre.
Se dirigió hacia un armario y pulsó un botón. Se produjo un siseo cuando la puerta de metal se deslizó hacia arriba y dejó al descubierto un abultado traje de goma azul, dispuesto en lo que parecía un pequeño ataúd.
—Nunca ha entrado en una instalación de bioseguridad de nivel cuatro, ¿verdad? —preguntó Singer—. Bien, escuche con atención. El Nivel 5 se parece mucho al nivel cuatro, sólo que es más intensivo. La mayoría de los que entran aquí se ponen ropa vieja y holgada bajo los trajes que cubren el cuerpo. Simplemente por comodidad, pero no es una exigencia. Si lleva usted la ropa de calle, tiene que vaciarse los bolsillos de todo aquello que pueda pinchar el traje. —Rápidamente, Carson sacó las entretelas de los bolsillos vacíos—. ¿No tiene las uñas largas? —preguntó Singer.
—En absoluto —contestó Carson mirándose las manos.
—Eso está bien. Yo siempre procuro llevarlas muy bien cortadas. —Se echó a reír—. Encontrará un par de guantes de goma en ese compartimiento inferior de la izquierda. Nada de anillos, ¿de acuerdo? Bien. Tendrá que quitarse las botas y ponerse esas zapatillas. Y las uñas de los pies tampoco deben estar largas. Encontrará cortauñas en uno de los compartimientos del armario, si los necesita.
Carson se quitó las botas.
—Ahora póngase el traje, primero la pierna derecha y luego la izquierda, después se lo sube, pero no lo cierre del todo. Deje abierto el visor para que podamos hablar más fácilmente.
Carson manipuló el abultado traje, que se puso sobre las ropas con cierta dificultad.
—Esto pesa una tonelada —comentó.
—Está totalmente presurizado. ¿Ve esa válvula metálica en su cintura? Respirará reserva de oxígeno durante todo el tiempo que esté dentro. Le indicarán cómo pasar de una estación a otra. Pero el propio traje contiene una reserva de oxígeno para diez minutos, en caso de emergencia. —Se acercó a una unidad intercomunicadora y apretó una serie de botones—. ¿Rosalind? —preguntó.
Se produjo una breve pausa.
«¿Qué hay?», zumbó la respuesta.
—¿Me permite molestarla un momento para que le enseñe el Nivel 5 de bioseguridad a nuestro nuevo científico, Guy Carson?
Hubo un prolongado silencio.
«Estoy en pleno trabajo», dijo finalmente la voz.
—Sólo serán unos minutos.
«Ah, por el amor de Dios».
Singer se volvió hacia Carson.
—Es Rosalind Brandon-Smith. Supongo que podría decirse que es un poco excéntrica. —Se inclinó hacia el visor abierto de Carson, con expresión un tanto conspiradora—. Es bastante descortés, pero no le preste atención. Jugó un papel muy importante en el desarrollo de nuestra sangre artificial. Ahora está enfrascada en su tarea del nuevo proyecto. Trabajó mucho con Frank Burt y estaban muy unidos, así que probablemente no se mostrará muy amable con su sustituto. La encontrará en el interior. No hay razón para que ella salga y tenga que pasar dos veces por descontaminación.
—¿Quién es Frank Burt? —preguntó Carson.
—Era un verdadero científico, y una excelente persona. Pero las condiciones de trabajo le parecieron demasiado estresantes. Recientemente sufrió una especie de colapso psicológico. Eso no es nada insólito, ya sabe. Aproximadamente la cuarta parte de quienes llegan a Monte Dragón no logran acabar su período de estancia aquí.
—No sabía que tuviera que sustituir a nadie —dijo Carson con ceño.
—Pues así es. Le hablaré de eso más tarde, pero tendrá que ocupar el puesto de alguien que fue importante. —Retrocedió unos pasos—. Muy bien, ahora termine de cerrarse las cremalleras. Compruebe las tres. Aquí empleamos un sistema entre compañeros. Una vez se ha puesto el traje, alguien más tiene que comprobarlo todo.
Efectuó una cuidadosa inspección del traje azul y luego mostró a Carson cómo utilizar el intercomunicador del visor.
—Resulta difícil escuchar algo, a menos que se esté cerca de alguien. Para hablar por el intercomunicador sólo tiene que apretar este botón, en el antebrazo. —Indicó con un gesto la puerta de BIOPELIGRO EXTREMO.
—En la esquina más alejada de la esclusa de aire hay una ducha química. Una vez dentro, se pone en marcha automáticamente. Acostúmbrese a ella, porque después sigue otra más prolongada. Cuando se abra la puerta de acceso al interior, la cruza. Procure ser especialmente cuidadoso hasta que se haya acostumbrado al traje. Rosalind le estará esperando en el extremo más alejado. Así lo espero.
—Gracias —dijo Carson, que elevó la voz para asegurarse de que se le oyera a través del grueso traje de goma.
—Descuide —le llegó la apagada respuesta—. Siento no acompañarle al interior, pero es que… —Vaciló antes de añadir—: nadie entra en el Tanque de la Fiebre a menos que tenga que hacerlo. Ya comprenderá por qué.
Cuando la puerta siseó a su espalda, Carson avanzó sobre un enrejado metálico. Se produjo un sordo rumor y una solución química amarilla surgió de las cabezuelas de ducha situadas en el techo, las paredes y el suelo. Carson sintió la solución que mojaba ruidosamente el traje. Al cabo de un minuto se detuvo y se abrió la siguiente puerta. Avanzó y entró en una pequeña antecámara. Empezó a retumbar un motor y sintió la presión de una poderosa secadora que sopló sobre él desde todas direcciones. Dentro de su traje, el mecanismo de secado le pareció un viento distante y extraño; no tuvo forma de saber si el aire era frío o caliente. Luego, la puerta interior se abrió con un siseo, y Carson se encontró delante de una mujer que le miraba con gesto de impaciencia a través de su visor. Incluso compensando lo voluminoso del traje, Carson calculó que debía de pesar unos 120 kilos.
—Sígame —dijo bruscamente una voz en el interior del casco de Carson.
La mujer se volvió y descendió por un pasillo de azulejos, tan estrecho que los hombros de la mujer rozaban las dos paredes. Eran paredes suaves y deslizantes, sin esquinas ni salientes que pudieran rasgar un traje protector. Todo estaba pintado de un blanco brillante: el suelo, los azulejos de la pared, el techo.
Carson apretó el botón de su antebrazo izquierdo y activó el intercomunicador.
—Soy Guy Carson.
—Me alegra saberlo —fue la respuesta—. Y ahora preste atención. ¿Ve esas mangueras de aire en el techo?
Carson levantó la mirada. Del techo colgaban una serie de mangueras azules, con válvulas metálicas fijadas en sus extremos.
—Tome una y conéctela con la válvula de su traje. Hágalo con cuidado. Gírela a la izquierda para cerrarla herméticamente. Al pasar de una estación a otra, tendrá que desconectarla y conectarse con otra manguera. Su traje dispone de un suministro limitado de aire, así que procure no perder tiempo entre las conexiones con las mangueras.
Carson siguió sus instrucciones, percibió el chasquido de la válvula al conectarse y oyó el tranquilizador siseo de la corriente de aire. En el interior del traje experimentó una extraña sensación de alejamiento del mundo. Sus movimientos parecían lentos, torpes. Debido a los múltiples pares de guantes que llevaba, apenas si pudo palpar la manguera de aire y guiarla hacia la conexión.
—Tenga en cuenta que este lugar es como un submarino —dijo la voz de Brandon-Smith—. Pequeño, estrecho y peligroso. Todo tiene su lugar.
—Comprendo —dijo Carson.
—¿De veras?
—Sí.
—Bien, porque un descuido en el Tanque de la Fiebre significa la muerte. Y no sólo para usted. ¿Lo ha comprendido?
—Sí —repitió Carson al tiempo que pensaba: Bruja mal nacida.
Continuaron el descenso por el estrecho pasillo. Mientras seguía a Brandon-Smith y trataba de aclimatarse al traje presurizado, Carson creyó percibir un extraño sonido de fondo, como un débil tamborileo, casi más una sensación que un sonido. Decidió que aquello tenía que ser el generador del Tanque de la Fiebre.
El gran volumen de Brandon-Smith se introdujo lateralmente por una estrecha escotilla. En el laboratorio situado más allá, unas figuras enfundadas en trajes trabajaban delante de grandes mesas cubiertas de plexiglás, con las manos introducidas a través de huecos de goma practicados en los tabiques. Estaban limpiando discos de Petri. La luz era casi dolorosamente brillante, lo que intensificaba el relieve de todo lo que había en el laboratorio. Junto a cada mesa de trabajo había pequeños receptáculos para desperdicios, con etiquetas de biopeligrosidad y dispositivos de incineración a alta temperatura. Más videocámaras, montadas en el techo, oscilaban lentamente, controlando a los científicos.
—Atención todo el mundo —dijo la voz de Brandon-Smith—. Éste es Guy Carson, el sustituto de Burt.
Los visores se volvieron para mirarlo, y un coro de saludos sonó en el casco de Carson.
—Esto es el departamento de producción —dijo la mujer.
No fue una información que invitara a hacer preguntas, y Carson no las hizo.
Brandon-Smith lo condujo a través de un laberinto de laboratorios, estrechos pasillos y esclusas de aire, todo ello bañado por la misma luz brillante. Tiene razón, este lugar es como un submarino, pensó Carson sin dejar de mirarlo todo. El espacio que había disponible en el suelo aparecía repleto de equipos fabulosamente caros: microscopios de transmisión y electrónicos, autoclaves, incubadoras, espectómetros de masa, e incluso un pequeño ciclotrón. Todo el equipo había sido rediseñado para permitir a los científicos manipularlo a través de los abultados trajes azules. Los techos eran bajos, recorridos por profundas tuberías y pintados como todo lo demás en el Tanque de la Fiebre. A cada diez metros, Brandon-Smith se detenía para conectarse con una nueva manguera de aire, y luego esperaba a que Carson hiciera lo mismo. El avance era desesperadamente lento.
—Dios mío —exclamó Carson—. Estas medidas de seguridad son increíbles. ¿Qué guardáis aquí?
—Todo lo que se pueda imaginar —fue la respuesta—. Peste bubónica, plaga neumónica, virus de Marburg, hantavirus, dengue, ébola, ántrax, por no mencionar varios agentes biológicos soviéticos. Todos están conservados en hielo, claro.
Los espacios tan estrechos, lo abultado del traje, el aire cargado, todo tenía un efecto desorientador sobre Carson. Se encontró tragando oxígeno a bocanadas, y tuvo que reprimir el impulso de abrirse el traje y respirar el aire del recinto.
Se detuvieron finalmente ante un vestíbulo central desde el que se ramificaban estrechos pasillos, como los radios de una rueda.
—¿Qué es eso? —preguntó Carson, que señaló un enorme colector por encima de sus cabezas.
—La toma de aire —contestó Brandon-Smith, que conectó una nueva manguera a su traje—. Estamos en el centro del Tanque de la Fiebre. Toda la instalación dispone de controles negativos de flujo de aire. La presión del aire disminuye a medida que nos adentramos. Todo confluye en este punto, y desde aquí asciende hacia el incinerador y luego es recirculado. —Señaló uno de los pasillos—. Su laboratorio está por ahí. Lo verá pronto. Ahora no tengo tiempo para enseñárselo todo.
—¿Y qué hay por ahí? —preguntó Carson, señalando una estrecha escotilla situada a sus pies; una reluciente escalera metálica invitaba a bajar por ella.
—Hay tres niveles más por debajo de nosotros. Laboratorios de apoyo, subestación de seguridad, congeladores Crylox, generadores y el centro de control.
Avanzó unos pasos por uno de los pasillos y se detuvo delante de otra puerta.
—¿Carson? —preguntó.
—Sí.
—Ésta es la última parada. El zoo. Procure no acercarse a las jaulas. No deje que le cojan. Si le desgarraran el traje, jamás vería la luz del día. Le dejaríamos encerrado aquí para que muriera.
—¿El zoo…? —repitió Carson.
Pero Brandon-Smith ya abría la puerta. De repente, el tamborileo se hizo más fuerte, y Carson se dio cuenta de que no se trataba de un generador. Gritos y chillidos apagados se filtraron hasta él a través del traje presurizado. Al doblar una esquina, vio que una pared del interior de la sala estaba cubierta de jaulas, desde el suelo hasta el techo. Ojos negros como abalorios miraban por entre un laberinto de alambres. Los recién llegados hicieron que el nivel del ruido aumentara espectacularmente. Ahora, muchos de los prisioneros enjaulados golpeaban el suelo de sus jaulas con pies y manos.
—¿Chimpancés? —preguntó Carson.
—Buena deducción.
Una pequeña figura con traje azul se hallaba al final de la hilera de jaulas y se volvió hacia ellos.
—Carson, éste es Bob Fillson. Se encarga de los animales.
Fillson le dirigió un breve gesto. Carson distinguió una amplia frente, una nariz bulbosa y gruesos labios por detrás de la placa. El resto quedaba en la sombra. El hombre se dio la vuelta y continuó con su trabajo.
—¿Por qué tantos? —preguntó Carson.
Ella se detuvo y lo miró.
—Es el único animal con el mismo sistema inmunológico que el ser humano. Eso es algo que debería saber, Carson.
—Desde luego, pero ¿por qué exactamente…?
Pero Brandon-Smith miraba intensamente hacia una de las jaulas.
—Oh, por el amor de Dios —exclamó.
Carson se acercó, aunque mantuvo una prudente distancia con respecto a los innumerables dedos que pasaban por entre el laberinto de alambre. Un chimpancé estaba tumbado de costado, tembloroso, ajeno a la conmoción que le rodeaba. Parecía suceder algo con sus rasgos faciales. Carson se dio cuenta de que las órbitas de la criatura estaban anormalmente dilatadas. Al mirar más de cerca, comprobó que realmente estaban abultadas y que los vasos sanguíneos se habían roto y producido hemorragias en la esclerótica. De repente, el animal se sacudió, abrió sus peludas mandíbulas y aulló.
—Bob —dijo Brandon-Smith por el intercomunicador—, otro de los chimpancés está a punto de dejarnos.
Con notable lentitud, Fillson se acercó arrastrando los pies. Era un hombre muy pequeño, de poco más de un metro cincuenta, y se movía con una lentitud que a Carson le hizo pensar en un submarinista. Se volvió hacia Carson y le dijo con voz ronca:
—Tendrá que marcharse. Y usted también, Rosalind. No puedo abrir la jaula mientras haya personas en la sala.
Carson observó horrorizado cómo uno de los globos oculares del mono estallaba de repente en su órbita, seguido por un borbotón de sangre. El chimpancé se sacudió, en silencio, dando dentelladas y moviendo los brazos.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Carson, desconcertado.
—Adiós —dijo Bob al tiempo que se volvía hacia el armario situado detrás de él.
—Adiós, Bob —dijo Brandon-Smith.
Carson observó que cambiaba de tono de voz para dirigirse al cuidador de los animales.
Lo último que vio Carson antes de que la puerta se cerrara herméticamente fue el chimpancé, rígido de dolor, que jadeaba desesperadamente con su destrozada cara, mientras Fillson rociaba el interior de la jaula con un aerosol.
Brandon-Smith, sin decir nada, avanzó voluminosamente por otro pasillo.
—¿Va a decirme qué le ha pasado al chimpancé? —preguntó Carson finalmente.
—Creía que era obvio —espetó ella—. Edema cerebral.
—¿Causado por qué?
La mujer se volvió a mirarlo, sorprendida.
—¿Realmente no lo sabe, Carson?
—No, no lo sé. Y a partir de ahora llámeme Guy. O doctor Carson, si lo prefiere. No me gusta que me llamen sólo por mi apellido.
Se produjo un silencio.
—Está bien, Guy —replicó ella—. Todos esos chimpancés tienen la gripe X. El que acaba de ver se encontraba en la fase terciaria de la enfermedad. El virus estimula una masiva superproducción de fluido cerebroespinal. Con el tiempo, la presión acaba por herniar el cerebro, que sale a través del foramen magnum. En ese momento mueren los más afortunados. Unos pocos, sin embargo, resisten hasta que les estallan los globos oculares.
—¿Gripe X? —preguntó Carson. Las gotas de sudor empezaban a resbalarle por la frente y en las axilas.
Esta vez Brandon-Smith se detuvo en seco. Hubo un zumbido de estática antes de que él escuchara su voz.
—Singer, ¿puede explicarme cómo es que este sujeto no sabe nada de la gripe X?
—Todavía no le he informado sobre el proyecto —oyó decir a Singer—. Eso vendrá a continuación.
—El señor retrasado, como siempre —dijo ella, y se volvió hacia Carson—. Está bien, Guy, la visita ha terminado.
Poco después, dejó a Carson ante la esclusa de aire de salida. Pasó a través de la cámara de acceso por otra ducha química, y esperó los siete minutos de rigor para que la solución de alta presión bañara su traje. Poco después se encontraba en la sala de preparación. Se sintió vagamente molesto al ver a Singer, frío y relajado, dedicado a hacer el crucigrama de un periódico.
—¿Qué, ha disfrutado con la visita? —preguntó Singer levantando la mirada del periódico.
—No —contestó Carson; respiró profundamente e hizo intentos por sacudirse la sensación opresiva experimentada en el Tanque de la Fiebre—. Esa Brandon-Smith podría ganar el premio limón.
Singer se echó a reír y sacudió su calva cabeza.
—Ya. Pero es la científica más brillante con que contamos en estos momentos. Si logramos sacar este proyecto adelante, todos nos haremos ricos, incluido usted. Vale la pena tenerlo en cuenta cuando trate con Rosalind Brandon-Smith, ¿no le parece? En el fondo, por debajo de todo ese tejido adiposo, no es más que una mujer asustada e insegura.
Ayudó a Carson a quitarse el traje y le enseñó cómo guardarlo correctamente en el interior del armario.
—Creo que ha llegado el momento de saber algo sobre ese misterioso proyecto —dijo Carson al cerrar el armario.
—Muy bien. ¿Qué le parece si vamos a mi despacho y tomamos una bebida fría?
Carson asintió con un gesto.
—Sabe, había un chimpancé ahí dentro con sus…
—Sé perfectamente lo que ha visto —le interrumpió Singer.
—¿Y qué demonios ha causado eso?
—La gripe —contestó Singer tras un breve silencio.
—¡La gripe! —exclamó Carson. Singer asintió con un gesto—. Que yo sepa no existe ninguna gripe capaz de hacerle saltar a uno los globos oculares.
—Bueno, se trata de una clase de gripe muy especial.
Tomó a Carson por el codo y lo condujo por los pasillos exteriores del laboratorio de máxima seguridad, de regreso hacia la agradable luz solar del desierto.