Guy Carson, con su coche detenido ante un semáforo, miró el reloj del salpicadero. Ya llegaba tarde al trabajo, por segunda vez en esa semana. Por delante, la carretera estatal 1 se extendía como una pesadilla a través de Edison, Nueva Jersey. El semáforo se puso en verde, pero cuando consiguió meter la marcha ya se había puesto de nuevo en rojo.
—Maldita sea —masculló, y golpeó el volante con la palma de la mano.
Observó la lluvia que salpicaba el parabrisas y oyó el chirrido de los limpiaparabrisas. Las apretadas luces de frenos se apagaron cuando el tráfico se movió lentamente de nuevo. Sabía que jamás se acostumbraría a esas congestiones de tráfico más de lo que había conseguido acostumbrarse a aquella condenada lluvia.
Tras cambiar trabajosamente de carril, Carson vio, a poco más de medio kilómetro, la fachada blanca del complejo de la GeneDyne Edison, una obra maestra posmodernista que se levantaba sobre los prados verdes y los estanques artificiales. En su interior, en alguna parte, Fred Peck estaría esperándolo.
Carson puso la radio y el coche se llenó con la palpitante música de los Gangsta Muthas. Mientras movía el dial, la voz aguda de Michael Jackson surgió de entre la estática. Carson la apagó, asqueado. Había cosas peores que pensar en Peck. ¿Por qué no podían tener una emisora de radio decente en aquel agujero del país?
El laboratorio estaba muy animado cuando llegó, y no vio a Peck por ninguna parte. Carson se puso la bata de laboratorio sobre su cuerpo larguirucho, y se sentó ante su terminal, consciente de que su registro de la hora pasaría automáticamente a su expediente personal. Si por un milagro Peck estuviera enfermo, se aseguraría de mirarlo cuando volviera. A menos que se hubiera muerto, claro. Ah, eso sí era algo en lo que valía la pena pensar. Aquel hombre, de todos modos, daba la impresión de estar a punto de sufrir un ataque cardíaco en cualquier momento.
—Ah, señor Carson —dijo una burlona voz detrás de él—. Qué amable que nos honre con su presencia esta mañana.
Carson cerró un momento los ojos, suspiró profundamente y se dio la vuelta.
La blanda figura de su supervisor se hallaba envuelta en un halo de luz fluorescente. La corbata marrón de Peck todavía llevaba las huellas de los huevos revueltos que había comido aquella mañana y su generosa papada aparecía salpicada de cortes causados por el afeitado. Carson exhaló aire por la nariz y se dispuso a librar una batalla perdida de antemano contra el denso aroma de Old Spice.
Carson había sufrido una conmoción el primer día de trabajo en GeneDyne, una de las principales empresas de biotecnología del mundo, cuando se encontró con Fred Peck, que ya le estaba esperando. Durante los dieciocho meses transcurridos desde entonces, Peck había hecho lo imposible por mantenerlo ocupado con pequeños trabajos de laboratorio. Carson supuso que eso tendría algo que ver con la humilde licenciatura que Peck había obtenido por la Universidad de Siracusa, en comparación con el doctorado que él había conseguido en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el MIT. O quizá, simplemente, a Peck no le gustaban los palurdos del sudoeste.
—Siento llegar tarde —le dijo con un tono que confiaba se tomara como sincero—. Quedé atrapado en el tráfico.
—El tráfico —repitió Peck como si aquella palabra fuera nueva para él.
—Sí. Han estado redirigiendo…
—Redirigiendo —repitió Peck, imitando el sonido gangoso de la voz de Carson, propio del Oeste.
—Bueno, desviando… Quiero decir que el tráfico por la autopista de Jersey…
—Ah, la autopista —dijo Peck.
Carson guardó silencio. Peck carraspeó.
—Tráfico congestionado a una hora punta. Qué sorpresa debe de haber sido para usted, Carson. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Casi ha llegado tarde a su reunión.
—¿Reunión? —preguntó Carson, y volvió a mirarlo—. ¿Qué reunión? No sabía…
—Claro que no lo sabía. Yo mismo acabo de enterarme. Ésa es una de las numerosas razones por las que tiene usted que ser puntual, Carson.
—Sí, señor Peck.
Carson se levantó y siguió a Peck más allá del dédalo de cubículos idénticos. El señor Fred Peckoso. Sir Frederick Peckaminoso. Sintió deseos de derribar a puñetazos a aquel grasiento bastardo. Pero no era así como se hacían las cosas en esa empresa. Si Peck hubiera sido el jefe de un rancho, ya habría besado el suelo hacía tiempo.
Peck abrió una puerta con un letrero que rezaba SALA DE VIDEO-CONFERENCIAS e indicó a Carson que entrara. Sólo cuando miró la gran mesa vacía se dio cuenta de que todavía llevaba puesta la bata del laboratorio.
—Siéntese —le indicó Peck.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Carson.
—Sólo hace falta usted —contestó Peck, que retrocedió hacia la puerta.
—¿No se queda? —Carson experimentó una creciente incertidumbre, y se preguntó si habría pasado por alto algún comunicado importante enviado por correo electrónico, o si tendría que haber preparado algo—. ¿A qué viene todo esto?
—No tengo la menor idea —contestó Peck—. Cuando haya terminado aquí, acuda a mi despacho. Tenemos que hablar acerca de su actitud.
La puerta se cerró con el sólido sonido del roble contra el acero. Cauteloso, Carson se sentó ante la mesa de madera de cerezo y miró alrededor. Era una sala hermosa, acabada en madera de tonos claros lijada a mano. Una serie de ventanas daba a los prados y estanques del complejo de la GeneDyne. Más allá se extendían los interminables desperdicios urbanos. Carson intentó prepararse para el suplicio que pudiera venir a continuación. Probablemente Peck había enviado suficientes informes negativos sobre su persona como para merecer una severa amonestación por parte del departamento de personal, o algo peor.
En cierto modo, supuso que Peck tenía razón; la actitud que él había demostrado hasta ahora podía mejorarse. Tenía que librarse de la testarudez y el mal genio que había heredado de su padre. Nunca olvidaría aquel día, en el rancho, cuando su padre echó a puñetazos a un banquero. Aquel incidente significó el inicio del embargo de la hipoteca. Su padre había sido su peor enemigo, y Carson estaba decidido a no repetir sus errores. Había muchos Pecks en el mundo.
Pero era una condenada vergüenza la forma en que el último año y medio de su vida se había dejado ir por el sumidero. Cuando se enteró de que había conseguido un puesto de trabajo en GeneDyne, pensó que aquél era el momento crucial de su vida, aquello por lo que se había marchado de casa y por lo que tan duramente había trabajado. La GeneDyne era como el único lugar donde él podía marcar realmente la diferencia, e incluso quizá hacer algo importante. Pero cada día, al despertar en la odiosa Jersey, en aquel apartamento tan estrecho, bajo el grisáceo cielo industrial, y pensaba en Peck… le parecía muy improbable que pudiera alcanzar sus ilusiones.
Las luces de la sala de conferencias disminuyeron de intensidad y se apagaron. Las persianas de las ventanas se bajaron automáticamente y un gran panel en la pared dejó al descubierto un teclado y una gran pantalla de videoproyección.
La pantalla parpadeó y en ella apareció un rostro. Carson se quedó petrificado. Allí estaban: las orejas puntiagudas, el cabello color arena, el impenitente mechón de pelo, las gruesas gafas, la camiseta negra de marca, la expresión adormilada y cínica. Todas las características del rostro de Brentwood Scopes, fundador de GeneDyne. Sobre el sofá del cuarto de estar del apartamento de Carson todavía seguía un ejemplar del Times con un artículo sobre Scopes, el presidente ejecutivo que gobernaba su empresa desde el ciberespacio. Agasajado en Wall Street, reverenciado por sus empleados, temido por sus rivales. ¿Qué era aquello? ¿Una especie de proyección motivacional para los casos más reacios?
—Hola —dijo la imagen de Scopes—. ¿Cómo le va, Guy?
Por un momento, Carson no supo qué decir. Jesús, pero si esto no es una película, pensó, atolondrado.
—Ah, hola, señor Scopes. Muy bien, señor. Lo siento, pero no estoy vestido…
—Llámeme Brent, por favor. Y póngase de cara a la pantalla cuando hable. Así podré verle mejor.
—Sí, señor.
—Nada de señor. Brent.
—Bien. Gracias, Brent.
El simple hecho de llamar al jefe supremo de la GeneDyne por su nombre de pila le resultaba casi dolorosamente difícil.
—Me agrada pensar en mis empleados como colegas —dijo Scopes—. Al fin y al cabo, cuando entró usted a formar parte de la empresa, recibió capital del negocio, como todos los demás. Tiene usted acciones de esta empresa, lo que significa que todos subimos y bajamos juntos.
—Sí, Brent.
En el fondo, por detrás de la imagen de Scopes, Carson distinguió los difuminados perfiles de lo que parecía una gran bóveda.
Scopes sonrió, como si se sintiera complacido ante el sonido de su propio nombre, y a Carson le pareció que tenía el aspecto de un adolescente, a pesar de sus treinta y nueve años. Observó la imagen de Scopes con un creciente sentido de irrealidad. ¿Por qué deseaba hablar con él aquel genio juvenil, el hombre que había construido una empresa de cuatro mil millones de dólares a partir de casi nada? Maldita sea, he debido de meter la pata mucho más de lo que me temía.
Scopes bajó la mirada un momento y Carson oyó el sonido de unas teclas.
—He estado estudiando su historial, Guy —le dijo—. Muy impresionante. Comprendo por qué le hemos contratado. —Más sonido de teclas—. Aunque no comprendo por qué trabaja como… veamos, sí, como tercer técnico de laboratorio. —Scopes volvió a levantar la mirada—. Guy, me disculpará si voy directo al grano. En esta empresa hay un puesto importante, actualmente vacante. Creo que usted es la persona idónea para ocuparlo.
—¿De qué se trata? —se apresuró a preguntar, arrepentido de su propia excitación.
Scopes volvió a sonreír.
—Desearía poder darle información concreta, pero se trata de un proyecto muy confidencial. Estoy seguro de que lo comprenderá si se lo describo en términos generales.
—Sí, señor.
—¿Le parezco un «señor», Guy?, No hace mucho tiempo era el chico aburrido con el que todos se metían en el patio de la escuela. Lo que puedo decirle es que esta tarea se halla relacionada con el producto más importante que la GeneDyne haya producido jamás. Un producto de valor incalculable para la raza humana. —Scopes observó la expresión de Carson y sonrió—. Es algo realmente grande poder ayudar a la gente y hacerte rico al mismo tiempo. —Acercó el rostro a la cámara—. Lo que le estamos ofreciendo es un trabajo de seis meses en las instalaciones de experimentación de la GeneDyne en Remote Desert. Es el laboratorio de Monte Dragón. Trabajará usted con un pequeño equipo, entregado por completo a su tarea, formado por los mejores microbiólogos de la empresa.
Carson sintió una oleada de entusiasmo. Sólo el hecho de escuchar el nombre de Monte Dragón era como un talismán mágico en toda la empresa; aquello era una especie de Shangri-la científico.
Alguien que no apareció en la pantalla dejó una caja con una pizza junto al codo de Scopes, que la miró, la abrió y luego la cerró.
—¡Ah, anchoas! ¿Sabe lo que dijo Churchill sobre las anchoas? Dijo que eran «un manjar exquisito saboreado por los lores ingleses y las putas italianas».
Se produjo un breve silencio.
—¿Así que tendré que irme a Nuevo México? —preguntó Carson.
—En efecto. Es el estado de donde procede usted, ¿no es así?
—Me crie en Bootheel, en un lugar llamado Cottonwood Tanks.
—Sabía que tendría un nombre pintoresco. Probablemente, Monte Dragón no le parecerá tan duro como a otros de la empresa. El aislamiento y el ambiente desértico quizá lo hagan un lugar difícil para trabajar. Pero es posible que usted lo disfrute. Allí hay cuadras de caballos. Supongo que es un jinete bastante bueno, puesto que ha crecido en un rancho.
—Sé un poco de caballos —contestó Carson.
Scopes había hecho un buen trabajo de investigación.
—Aunque no dispondrá de mucho tiempo para montar a caballo, claro. Le van a acosar; no quiero mentirle. Pero será recompensado por ello. Un año de salario por la estancia de seis meses, además de una prima de cincuenta mil dólares una vez terminada la misión con éxito. Y, naturalmente, contará con mi gratitud personal.
Carson hizo esfuerzos por asimilar lo que estaba escuchando. La prima, por sí sola, ya equivalía a su salario actual.
—Probablemente está usted enterado de que mis métodos de dirección son un poco heterodoxos —prosiguió Scopes—. Seré franco con usted, Guy. La moneda también tiene otra cara. Si no logra completar su parte del proyecto en el tiempo necesario, será despedido. —Sonrió ampliamente, mostrando unos grandes dientes delanteros—. Pero confío plenamente en usted. No le colocaría en esta situación si no creyera que puede hacerlo.
—¿Por qué me ha elegido a mí entre tantos talentos como tiene la empresa? —preguntó Carson.
—Ni siquiera eso le puedo decir ahora. Pero le prometo que todo se aclarará cuando sea informado en Monte Dragón.
—¿Cuándo empezaré?
—Hoy. La empresa necesita este producto, Guy y, sencillamente, no tenemos tiempo. Puede tomar nuestro avión antes de almorzar. Haré que alguien se ocupe de su apartamento, de su coche y de todos esos molestos detalles. ¿Tiene compañera?
—No.
—Eso facilita las cosas.
Scopes se alisó el mechón de cabello y trató de arreglárselo sin éxito.
—¿Qué pasará con mi supervisor, Fred Peck? Supongo que…
—No disponemos de tiempo para eso. Tome simplemente su ordenador portátil y márchese. El chófer le llevará a su casa para que recoja sus cosas y telefonee a quien quiera. Le enviaré una nota explicándole las cosas a ese… ¿cómo ha dicho? ¿Peck?
—Brent, quiero que sepa…
Scopes le interrumpió levantando una mano.
—Por favor. Las expresiones de agradecimiento me hacen sentir incómodo. «La esperanza tiene buena memoria y la gratitud, mala». Reflexione seriamente sobre mi propuesta durante diez minutos, Guy. Y no vaya a ninguna parte mientras tanto.
La pantalla se apagó cuando Scopes abría de nuevo la caja de la pizza.
Al encenderse las luces, la sensación de irrealidad que experimentaba Carson se vio sustituida por una oleada de entusiasmo. No tenía la menor idea de por qué Scopes lo había elegido a él entre los cinco mil doctores de la GeneDyne. Precisamente a él, que sólo se ocupaba de efectuar repetitivas valoraciones químicas y controles de calidad. Pero eso no le importó. Pensó en Peck enterándose por otro de que Scopes le había destinado personalmente a las instalaciones de Monte Dragón. Imaginó la cara que pondría, los estremecimientos de consternación de su papada.
Se produjo un leve ruido sordo cuando las persianas de las ventanas se levantaron dejando al descubierto la dura vista que se extendía más allá, bajo la lluvia. En la grisácea distancia, Carson distinguió las líneas de alta tensión, los penachos de humo y los efluvios químicos que formaban la parte central de Nueva Jersey. En alguna parte, allá lejos, hacia el oeste, estaba el desierto, con su eterno cielo despejado, sus distantes montañas azuladas y el olor de los árboles, donde se podía cabalgar durante todo el día y la noche sin encontrar a ningún ser humano. En alguna parte de aquel desierto estaba Monte Dragón, y allí estaba también su propia oportunidad secreta para hacer algo importante.
Diez minutos más tarde, cuando las persianas se cerraron y la pantalla de vídeo se encendió de nuevo, Carson ya tenía preparada su respuesta.
Carson salió al porche inclinado, dejó caer sus maletas junto a la puerta y se sentó en una mecedora curtida por la intemperie. La mecedora crujió al recibir su peso. Se reclinó, extendió las largas piernas y miró hacia la vastedad del desierto Jornada del Muerto.
El sol se levantaba delante de él, como un horno en ebullición de hidrógeno que explotara sobre el débil perfil azulado de las montañas de San Andrés. Sintió la presión de la radiación solar sobre sus mejillas, mientras la luz de la mañana invadía el porche. Todavía hacía fresco, quizá dieciséis grados, pero Carson sabía que la temperatura superaría los treinta y ocho grados en menos de una hora. El profundo cielo violeta se tornaba gradualmente azul; pronto adquiriría un tono blanquecino por el calor.
Miró el camino de tierra que se extendía ante la casa. Engle era un típico pueblo del desierto de Nuevo México, no ya moribundo sino definitivamente muerto. Había unos cuantos edificios de adobe y tejados de hojalata; una escuela abandonada y una oficina de correos, además de una hilera de álamos, a los que el viento había despojado de sus hojas. El único tráfico que pasaba por delante de la casa eran los remolinos de polvo. Engle era un lugar atípico en un sentido: todo el pueblo había sido comprado por la GeneDyne, y se utilizaba exclusivamente como lugar de escala para llegar a Monte Dragón.
Carson volvió la cabeza hacia el horizonte. Hacia el noreste, después de ciento treinta kilómetros de camino que sólo un indígena se atrevería a llamar carretera, que cruzaba la polvorienta arena y las rocas horneadas por el sol, se encontraba el complejo llamado oficialmente Instalaciones de Experimentación de la GeneDyne en Remote Desert, pero que todos conocían por la antigua montaña volcánica que se levantaba sobre ellas: Monte Dragón. Era el laboratorio más moderno con que contaba la GeneDyne para experimentos de ingeniería genética y para la manipulación de una peligrosa vida microbiana.
Aspiró profundamente. Era el olor lo que más había echado en falta, la fragancia del polvo y de los arbustos de la prosopis, el intenso y límpido perfume de la aridez. Nueva Jersey ya le parecía irreal, como si se encontrara en un pasado muy distante. Se sintió como si acabaran de soltarlo de la cárcel, de una cárcel gris, abarrotada de gente y empapada de agua. Aunque los bancos se habían apoderado hasta del último trozo de las tierras de su padre, éste seguía siendo su país. Sin embargo, fue un extraño regreso a casa, no para ocuparse del ganado sino para trabajar en un proyecto del que todavía no sabía nada, pero que sin duda se encontraba en las fronteras de la ciencia.
Una mancha apareció en los brumosos límites donde el horizonte se encontraba con el cielo. Al cabo de un minuto, la mancha se había transformado en una distante nubecilla de polvo. Carson observó la mancha durante varios minutos más, antes de levantarse. Luego, entró en la destartalada casa, terminó el resto del café, ya frío, y lavó la taza.
Mientras miraba alrededor, en busca de alguna cosa que le faltara por recoger, escuchó acercarse un vehículo. Salió al porche y vio el perfil blanco y cuadrado de un Hummer, la versión civil del vehículo militar Humvee. Una nube de polvo pasó sobre él cuando el vehículo se detuvo. Las ventanillas ahumadas permanecieron cerradas mientras se apagaba el potente motor diesel.
Una figura descendió; era un hombre rollizo, de cabello moreno y escaso, vestido con una camiseta y unos pantalones cortos. Su rostro apacible estaba profundamente bronceado por el sol, pero las achaparradas piernas aparecían blancas y destacaban contra las botas, estrafalariamente grandes. El hombre se adelantó presuroso y alegre, y le tendió una mano rolliza.
—¿Es usted mi chófer? —preguntó Carson, sorprendido por la blandura del apretón de manos, al tiempo que se echaba al hombro la bolsa de lona impermeable.
—Bueno, en cierta forma sí, Guy —replicó el hombre—. Me llamo Singer.
—¡El doctor Singer! —exclamó Carson—. No esperaba que viniera a recogerme el director en persona.
—Llámame John, por favor —dijo Singer con una sonrisa. Tomó la bolsa de manos de Carson y abrió el portamaletas del Hummer—. Aquí, en Monte Dragón, todos nos llamamos por el nombre de pila, a excepción de Nye, claro. ¿Ha dormido bien?
—La mejor noche de sueño que he pasado en dieciocho meses —contestó Carson con una sonrisa.
—Siento que no pudiéramos venir a buscarle antes —dijo Singer, y dejó la bolsa en el portamaletas—, pero va contra las reglas salir de las instalaciones después del anochecer. Y no se permite el aterrizaje de ningún avión dentro del perímetro, excepto en casos de emergencia. —Miró una caja de instrumento que estaba en el suelo, junto a los pies de Carson—. ¿Es eso un cinco cuerdas?
—Lo es —contestó Carson, que lo cogió y bajó los escalones.
—¿Cuál es su estilo? ¿Tocar con tres dedos, con escoda? ¿Melódico, quizá? —Carson se detuvo cuando ya se disponía a dejar el banjo y miró a Singer que, por toda respuesta, se echó a reír—. Creo que esto va a ser más divertido de lo que creía. Vamos, suba.
Un aire refrigerado recibió a Carson cuando se instaló en el interior del Hummer, sorprendido por lo mullido de los asientos. Singer se acomodó al volante.
—Me siento como si fuera en un tanque —dijo Carson.
—Es lo mejor que hemos encontrado para el terreno desértico. Se necesita prácticamente un muro para detener su marcha. ¿Ve ese indicador? Es un calibrador de ruedas. El vehículo dispone de un sistema central para inflar las ruedas, propulsado por un compresor. Sólo se necesita apretar un botón para que las ruedas se inflen o desinflen, según el terreno. Y todos los Hummers de Monte Dragón están equipados con llantas especiales que les permiten recorrer más de cincuenta kilómetros incluso después de haber pinchado.
Se alejaron del caserío y cruzaron una verja para ganado. Carson observó que desde la verja se extendía interminablemente, en ambas direcciones, una valla de alambre espinoso, con letreros instalados a intervalos de cuarenta metros en los que se leía: ADVERTENCIA: INSTALACIÓN MILITAR DEL GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS. ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA. WSMR-WEA.
—Entramos en la White Sands Missile Range —dijo Singer—. Alquilamos el terreno de Monte Dragón al Departamento de Defensa. Un acuerdo de los tiempos en que hacíamos contratos con los militares.
Singer dirigió el vehículo hacia el horizonte y aceleró sobre el camino rocoso, levantando tras las ruedas traseras una gran nube de polvo.
—Me siento honrado de que haya venido a buscarme personalmente —dijo Carson.
—Tonterías. Me gusta salir de las instalaciones siempre que puedo. Recuerde que sólo soy el director. Son los demás quienes realizan el trabajo importante. —Volvió la cabeza hacia Carson—. Además, me alegra tener oportunidad de hablar con usted. Probablemente, soy una de las cinco únicas personas del mundo que han leído y comprendido su disertación. «Envolturas de diseño: transformaciones de la estructura proteínica terciaria y cuaternaria de una vaina viral». Realmente brillante.
—Gracias —dijo Carson.
No era un pequeño halago, viniendo del antiguo profesor de biología del Instituto Morton, perteneciente al CalTech.
—Claro que sólo la leí ayer —añadió Singer con un guiño—. Scopes me la envió, junto con el resto de su expediente.
Se reclinó en el asiento, con la mano derecha apoyada en el volante. El viaje se hizo cada vez más desapacible a medida que el Hummer aceleró hasta más de noventa kilómetros por hora y torció para atravesar un tramo de arena. Carson sintió que su pie derecho apretaba un imaginario pedal de freno. Aquel hombre conducía como su padre.
—¿Qué puede decirme sobre el proyecto? —preguntó Carson.
—¿Qué sabe exactamente? —replicó Singer, y se volvió hacia él, apartando la mirada del camino.
—Bueno, la verdad es que lo dejé todo y me puse en marcha para llegar aquí en apenas una hora. Supongo que podría decirse que siento cierta curiosidad.
Singer sonrió.
—Ya habrá tiempo cuando lleguemos a Monte Dragón.
Volvió a fijar la mirada en el camino, justo cuando pasaron rozando una yuca, lo bastante cerca para que azotara el parabrisas. Singer hizo que el Hummer recuperara rápidamente su curso.
—Esto ha de ser para usted una especie de feliz regreso a casa —comentó.
Carson asintió.
—Mi familia ha vivido en esta zona desde hace mucho tiempo.
—Por lo que tengo entendido, durante más tiempo que la mayoría.
—En efecto. Kit Carson, uno de mis antepasados, fue un pastor que en su juventud recorrió el Camino Español. Mi bisabuelo adquirió una vieja concesión de terrenos en el condado de Hidalgo.
—¿Y se cansó usted de vivir en el rancho? —preguntó Singer.
Carson negó con la cabeza.
—No, la verdad es que mi padre fue un mal hombre de negocios. Si se hubiera limitado a sacar adelante el rancho, todo habría ido bien, pero abrigaba grandes planes. Uno de ellos fue dedicarse al cruce de ganado. Así fue como empecé a interesarme por la genética. Eso fracasó, como todo lo demás, y el banco embargó el rancho.
Guardó silencio y observó el inmenso desierto. El sol ya estaba alto en el cielo, la luz había dejado de ser amarilla y ahora era blanca. En la distancia, un par de cabras corrían por debajo del horizonte. Apenas si eran visibles, como una mancha gris sobre el gris. Singer, sin verlas, empezó a tararear alegremente La alegría del soldado.
Con el tiempo, la oscura cumbre de una montaña empezó a aparecer sobre el horizonte, delante de ellos; un cono de cenizas volcánicas rematado por un suave cráter. A lo largo del borde del cráter se elevaban torres de radio y antenas de microondas. Al aproximarse, Carson distinguió un complejo de edificios angulares que se extendía bajo la montaña, blancos y enjutos, brillantes bajo el sol de la mañana, como un racimo de cristales de sal.
—Ahí lo tenemos —dijo Singer orgullosamente, disminuyendo la velocidad—. Monte Dragón. Su hogar durante los próximos seis meses.
Pronto distinguió una distante verja de eslabones de cadena, rematada por tupidos rollos de alambre espinoso. Una torre vigía se elevaba sobre el complejo, inmóvil contra el cielo, ligeramente vacilante bajo el calor.
—No hay nadie en ella por el momento —explicó Singer con una risita—. Claro que contamos con personal de seguridad (los conocerá dentro de poco), y son muy eficientes cuando quieren serlo. Pero nuestro verdadero sistema de seguridad es el propio desierto.
Al aproximarse, los edificios fueron adquiriendo forma. Carson había esperado encontrarse con un desagradable conjunto de edificios de cemento y cabañas Quonset, pero en cambio comprobó que el complejo casi parecía hermoso, blanco, fresco y limpio, recortado contra el cielo.
Singer aminoró aún más la marcha, rodeó una barrera de cemento y se detuvo ante una caseta de guardia. Un hombre joven, vestido de paisano, salió y se acercó. Carson observó que una pierna rígida le hacía cojear.
Singer bajó la ventanilla y el hombre apoyó sus musculosos antebrazos sobre el marco de la portezuela y se inclinó. Sonrió con una mueca, mientras mascaba chicle. Sus brillantes ojos verdes parecían incrustados en un rostro muy bronceado, casi correoso.
—Hola, John —saludó. Su mirada recorrió el interior del vehículo y se detuvo sobre Carson—. ¿A quién tenemos aquí?
—Es nuestro nuevo científico. Guy Carson. Guy, le presento a Mike Marr, de seguridad.
El hombre saludó con un gesto de la cabeza, de cabello cortado al cepillo, y su mirada volvió a recorrer el interior del vehículo. Luego le devolvió a Singer su tarjeta de identificación.
—¿Documentos? —preguntó mirando hacia Carson, casi con expresión ausente.
Carson le entregó la documentación que se le había dicho que llevara: pasaporte, certificado de nacimiento y tarjeta de identificación de la GeneDyne.
Marr los revisó con naturalidad.
—¿La cartera, por favor?
—¿Quiere ver mi carné de conducir? —preguntó Carson.
—Toda la cartera, si no le importa.
Marr le dirigió una breve sonrisa y Carson se dio cuenta de que, en realidad, aquel hombre no masticaba chicle, sino una gran goma elástica de color rojo. Le entregó la cartera con cierta incomodidad.
—Le requisarán también el equipaje —le dijo Singer—. Pero no se preocupe, se lo habrán devuelto todo antes de la cena. Excepto el pasaporte, claro. Eso sólo se lo devolverán al final de su estancia de seis meses.
Marr se apartó pesadamente de la ventanilla y regresó a la caseta con aire acondicionado, cojeando y llevando consigo la cartera de Carson; arrastraba la pierna derecha como si temiera dislocársela. Pocos momentos después levantó la barrera y les hizo señas de que pasaran. A través del vidrio ahumado Carson le vio revisando el contenido de su cartera.
—Me temo que aquí no pueden guardarse secretos, excepto los que conserves en tu cabeza. —Dijo Singer con una sonrisa, haciendo avanzar el Hummer—. Y eso es algo que también debería vigilar.
—¿Por qué es necesario todo esto? —preguntó Carson.
—Es el precio de trabajar en un ambiente de alta seguridad —contestó Singer con un encogimiento de hombros—. Debido al espionaje industrial, a una publicidad difamatoria y toda esa clase de cosas. En realidad, es lo mismo a lo que ya se habrá acostumbrado en GeneDyne Edison, sólo que multiplicado por diez.
Singer hizo entrar el vehículo en el aparcamiento y apagó el motor. Cuando Carson descendió, una bocanada de aire del desierto lo envolvió y él inhaló profundamente. Se sentía maravillosamente bien. Levantó la mirada y observó la mole del Monte Dragón, que se elevaba a unos cuatrocientos metros más allá del recinto. Un camino de gravilla recientemente nivelado serpenteaba ladera arriba y terminaba junto a las torres de antenas.
—Antes que nada —dijo Singer—, la gran visita. Luego iremos a mi despacho para tomar una bebida fría y charlar un rato.
Echó a andar.
—Con relación a este proyecto… —dijo Carson. Singer se detuvo y se volvió—. ¿Scopes no exageró un poco? ¿Es realmente tan importante?
Singer parpadeó y dirigió la mirada al desierto.
—Más de lo que pueda usted haber soñado nunca —contestó.
La sala de conferencias Percival, de la Universidad de Harvard, estaba repleta. Doscientos estudiantes se sentaban en las descendentes hileras de sillas, algunos inclinados sobre sus notas, mientras otros miraban atentamente al estrado. El doctor Charles Levine se paseaba de un lado a otro ante la clase; era una figura pequeña y nudosa, con apenas unas hebras de cabellos que rodeaban su cráneo, prematuramente calvo. Tenía manchas de tiza en las mangas y en los bajos de los pantalones aún se veían manchas del invierno anterior. Sin embargo, no había nada en su aspecto que redujera la intensidad que irradiaba de sus movimientos rápidos y de su expresión vivaz. Mientras hablaba, gesticulaba con un trozo de tiza en la mano, para señalar un complejo de fórmulas bioquímicas y secuencias nucleótidas diseminadas sobre las extensas y deslizantes pizarras, tan indescifrables como la escritura cuneiforme.
Al fondo de la sala se sentaba un pequeño grupo de personas provistas de magnetófonos y videocámaras. No vestían como estudiantes y exhibían las tarjetas de prensa en las solapas. Pero la presencia de los medios de comunicación era algo rutinario; las conferencias de Levine, profesor de genética y director de la Fundación para la Política Genética, se convertían a menudo en controvertidas sin previo aviso. Y Política Genética, la revista de la fundación, se había asegurado de que a esta conferencia se le diera mucha publicidad.
Levine se detuvo y se dirigió hacia el podio.
—Eso abarca nuestro análisis de la constante de Tuitt, tal como se aplica a la mortalidad por enfermedad en Europa occidental. Pero hoy tengo algo más que analizar con ustedes. — Hizo una pausa y carraspeó—. ¿Pueden bajar la pantalla, por favor?
Las luces menguaron y un rectángulo blanco descendió desde el techo, oscureciendo las pizarras.
—Dentro de sesenta segundos voy a proyectar una imagen sobre esta pantalla —dijo Levine—. No estoy autorizado para mostrarles esta fotografía. En realidad, al hacerlo seré técnicamente culpable de violar varios artículos de la ley de secretos oficiales. Al quedarse aquí, ustedes harán lo mismo. Yo estoy acostumbrado a esta clase de cosas. Si han leído alguna vez Política Genética, sabrán a qué me refiero. Pero esta información debe hacerse pública, cueste lo que cueste. Esto, sin embargo, va más allá del alcance de la clase de hoy, y no puedo pedirles que se queden. Los que deseen marcharse pueden hacerlo ahora.
En la sala, débilmente iluminada, hubo susurros y se oyó el sonido de cuadernos al cerrarse. Pero nadie se levantó de su asiento.
Levine observó a los allí reunidos, complacido. Luego, asintió con un gesto dirigido hacia el que manejaba el proyector. Una imagen en blanco y negro llenó la pantalla.
Levine levantó la mirada hacia la imagen y lo alto de su cabeza brilló a la luz del proyector como la tonsura de un monje. Luego se volvió hacia los presentes.
—Ésta es una imagen tomada el uno de julio de 1985 por el satélite TB-17, colector de imágenes, situado en una órbita sincronosolar, a unos setecientos cincuenta kilómetros de altura —dijo—. Técnicamente, aún no ha sido desclasificada. Pero merecería serlo.
Sonrió, y unas risas nerviosas se extendieron por la sala.
—Están contemplando ustedes la ciudad de Novo-Druzhina, en el oeste de Siberia. Como pueden observar por la longitud de las sombras, la imagen se tomó a primeras horas de la mañana, el mejor momento para analizar las imágenes. Observen la posición de los dos coches aparcados aquí, y los ondulantes campos de trigo.
Apareció una nueva diapositiva.
—Gracias a la técnica de vigilancia de observación comparativa, esta diapositiva muestra exactamente el mismo lugar pero tres meses más tarde. ¿Observan algo extraño?
Se produjo un breve silencio.
—Los coches están aparcados exactamente en el mismo lugar. Y el campo de grano parece maduro, listo para la cosecha.
Apareció otra diapositiva.
—He aquí el mismo lugar en abril del año siguiente. Observen que los dos coches siguen ahí. El campo, evidentemente, está en barbecho, y no se ha cosechado el trigo. Fueron imágenes como éstas las que, de repente, hicieron que esta zona fuera muy interesante para ciertos fotogrametristas de la CIA.
Hizo una pausa para mirar la sala.
—Los militares de Estados Unidos descubrieron que toda la Zona Restringida Catorce, compuesta por media docena de ciudades, en unos doscientos kilómetros a la redonda de Novo-Druzhina, se había visto afectada del mismo modo. En esa zona había cesado toda actividad humana. Así que decidieron echar un vistazo más de cerca.
Apareció otra diapositiva.
—Ésta es una ampliación de la primera diapositiva, aumentada mediante técnicas digitales que han suprimido los destellos de luz compensándolos con desplazamiento espectral. Si miran con atención a lo largo de la calle situada delante de la iglesia, verán una imagen borrosa que parece un tronco. Se trata de un cadáver humano, como podría decirles cualquier fotógrafo experto del Pentágono. Veamos ahora la misma escena, seis meses más tarde.
Todo parecía seguir igual, sólo que el tronco tenía ahora un aspecto blanquecino.
—El cadáver se ha convertido ahora en esqueleto. Cuando los militares examinaron gran número de estas imágenes aumentadas, descubrieron incontables esqueletos como éste diseminados por las calles y los campos. Al principio, se sintieron desconcertados. Se propusieron teorías de locura colectiva, de otro Jonestown. Porque…
Apareció otra diapositiva.
—… Como pueden ver, todo lo demás permanece vivo. Hay caballos pastando en los campos. Y aquí, en la parte superior izquierda, se distingue una jauría de perros, aparentemente feroces. La siguiente diapositiva muestra el ganado. Las únicas criaturas muertas son seres humanos. Sin embargo, lo que los mató, fuera lo que fuese, resultaba tan peligroso, tan instantáneo o tan extenso, que los cadáveres permanecieron donde cayeron, sin enterrar.
Hizo una pausa y luego dijo:
—La cuestión es qué fue.
Por un instante, todos los presentes guardaron silencio.
—¿La comida de la cafetería Lowell? — aventuró alguien.
Levine se unió a las risas generalizadas. Luego asintió con un gesto y apareció otra toma aérea que mostraba un amplio complejo destruido y en ruinas.
—Hubiera sido mejor que fuera eso, amigo. Con el tiempo, la CIA descubrió que la causa era un germen patógeno de algún tipo, creado en el laboratorio que pueden ver aquí. Como observarán por los cráteres, el lugar ha sido bombardeado.
»Los detalles exactos no se conocieron, fuera de Rusia, hasta principios de esta misma semana, cuando un desilusionado coronel ruso huyó a Suiza llevando consigo un grueso paquete de expedientes del ejército soviético. Los acontecimientos que me dispongo a relatarles no se han hecho públicos.
»Lo que deben comprender, antes que nada, es que esto fue un experimento primitivo. Se pensó muy poco en los usos políticos, económicos o incluso militares. Recuerden que, hace diez años, los rusos quedaron atrasados en la investigación genética, e hicieron esfuerzos por ponerse al día. En las instalaciones secretas situadas en las afueras de Novo-Druzhina, se dedicaron a experimentar con ingeniería genética. Utilizaron para ello un virus muy común, el herpes simplex 1a+, el virus que produce la gripe. Se trata de un virus relativamente sencillo, bien comprendido, con el que resulta fácil trabajar. Empezaron por manipular su composición genética, e insertaron genes humanos en su ADN viral. Todavía no sabemos muy bien cómo lo hicieron. Pero lo cierto es que, de repente, se encontraron con un nuevo y horrible patógeno, una calamidad a la que no podían enfrentarse con sus equipos anticuados. Lo único que supieron en ese momento fue que parecía tener una vida inusualmente prolongada, y que infectaba a través del contacto con aerosol.
»El veintitrés de mayo de 1985 se produjo una pequeña violación del sistema de seguridad del laboratorio soviético. Al parecer, un trabajador del laboratorio de transfección se cayó y dañó el traje bioestanco que llevaba. Como recordarán de Chernobil, los niveles soviéticos de seguridad pueden ser execrables. El trabajador no comunicó a nadie el accidente, y más tarde, al terminar su jornada, regresó a su casa, en el mismo complejo, junto a su familia. Durante tres semanas, el virus se incubó en su peritoneo, duplicándose y extendiéndose. El catorce de junio, este trabajador cayó enfermo y se acostó con fiebre muy alta. Al cabo de pocas horas se quejó de sentir una extraña presión en el intestino. Emitió una gran cantidad de gases de olor nauseabundo. Cada vez más nerviosa, su esposa llamó al médico. Sin embargo, y antes de que pudiera llegar el médico, el hombre… y me disculparán por la descripción gráfica, vació la mayor parte de sus intestinos. Habían supurado dentro de su propio cuerpo y se habían convertido en una especie de pasta. Literalmente, el hombre defecó sus propias entrañas. Como es obvio, cuando llegó el médico, el hombre había muerto.
Levine se detuvo y miró a los presentes, como si esperara que alguno levantara la mano para preguntar algo. Nadie lo hizo.
—Desde entonces, ese incidente se ha mantenido en secreto ante la comunidad científica. El virus en cuestión no tiene nombre oficial. Sólo es conocido como Cepa 232. Ahora sabemos que una persona expuesta a él queda contagiada cuatro días después de la exposición, aunque los síntomas tardan varias semanas en aparecer. El índice de mortalidad de la Cepa 232 ronda el ciento por ciento. Para cuando el trabajador murió, había expuesto a docenas, e incluso a centenares de personas al contagio. Podríamos denominar a ese trabajador como vector cero. En las setenta y dos horas siguientes a su muerte, docenas de personas empezaron a sufrir la misma presión gastrointestinal, y pronto corrieron el mismo y cruel destino.
»Lo único que ha impedido hasta el momento una pandemia mundial fue la localización del lugar donde estalló. En 1985 se controló muy estrechamente todo movimiento de entrada y salida de la Zona Restringida Catorce. La gente de la zona empezó a cargar sus pertenencias en coches, camiones e incluso carromatos tirados por caballos. Muchos trataron de huir en bicicleta, e incluso a pie, abandonándolo todo en su desesperación.
»A partir de los documentos sacados de Rusia por el coronel huido, hemos podido averiguar, uniendo las piezas del rompecabezas, la respuesta del ejército soviético. Se formó un equipo especial dotado de trajes bioestancos y se dispuso una serie de bloqueos de carreteras para impedir que nadie abandonara la zona afectada. Eso fue relativamente fácil de hacer, puesto que la Zona Catorce ya estaba vallada y controlada. A medida que la epidemia se extendió por los pueblos vecinos, familias enteras murieron en las calles, los campos y las plazas de los mercados. Cuando una persona experimentaba los primeros síntomas agudos, sólo le quedaban tres horas de vida. El pánico fue tan grande que, en los puntos de control, se ordenó a los soldados que dispararan a matar… indiscriminadamente. Así fueron asesinados viejos, niños y mujeres embarazadas. Se diseminaron desde el aire minas antipersonales, en amplias zonas de bosques y campos. Lo que no consiguieron estas medidas, lo hicieron las alambradas de espino y las trampas antitanques. Luego, el laboratorio fue bombardeado y reducido a cenizas. No para destruir el virus, claro, puesto que las bombas no tendrían ningún efecto sobre él, sino para borrar las huellas, para ocultarle a Occidente lo que había sucedido realmente.
»Ocho semanas más tarde, todos los seres humanos que se encontraban en la zona de cuarentena habían muerto. Los pueblos quedaron desiertos, los cerdos y los perros se atracaban con los cadáveres, las vacas iban de un lado a otro sin que nadie las ordeñara, y un horrible olor nauseabundo se extendió por los edificios vacíos.
Levine se detuvo un momento y tomó un sorbo de agua antes de continuar.
—Esto es un historia espantosa, el equivalente biológico de un holocausto nuclear. Pero me temo que el último capítulo aún está por escribir. Las ciudades que han sido irradiadas con bombas atómicas se pueden evitar, pero el legado de Novo-Druzhina es mucho más difícil de evitar. Los virus son oportunistas y no les gusta quedarse en el mismo sitio. Aunque todos sus huéspedes humanos hayan muerto, existe una gran posibilidad de que la Cepa 232 sobreviva en alguna parte de esta zona devastada. A veces los virus encuentran reservas secundarias donde pueden esperar pacientemente la siguiente oportunidad para infectar. Es posible que la Cepa 232 se haya extinguido. Pero también es posible que allí quede una bolsa. Mañana, un desventurado conejo puede abrirse paso por entre una madriguera por debajo de la valla que rodea el perímetro. Un granjero puede cazar a ese conejo y llevarlo al mercado. Y entonces es muy probable que acabe el mundo, tal como lo conocemos.
Hizo una prolongada pausa antes de exclamar repentinamente:
—¡Y ésa es la promesa de la ingeniería genética!
Se interrumpió y dejó que el silencio descendiera sobre la sala. Finalmente se enjugó la frente y habló de nuevo, esta vez más apaciblemente.
—Ya no necesitaremos más el proyector.
La imagen desapareció de la pantalla, y dejó la sala en la penumbra.
—Amigos míos —prosiguió Levine—, hemos llegado a una encrucijada crítica en nuestro dominio sobre este planeta, y estamos tan ciegos que ni siquiera podemos verla. Hemos recorrido la Tierra durante cinco mil siglos, pero durante los últimos cincuenta años hemos aprendido lo suficiente para destruirnos realmente. Primero con las armas nucleares y ahora con la reestructuración genética de la naturaleza, lo que es infinitamente más peligroso. — Sacudió la cabeza—. Hay un viejo dicho según el cual «la naturaleza es un juez que ahorca». El incidente de Novo-Druzhina ha estado a punto de ahorcar a la raza humana. Y sin embargo, ahora mismo, mientras hablo, hay otras empresas diseminadas por el globo que se dedican a manipular virus, a intercambiar material genético entre virus, bacterias, plantas y animales, indiscriminadamente, sin reparar en las consecuencias.
»Claro que los actuales laboratorios avanzados de Europa y Estados Unidos son mucho más modernos que el de Siberia en 1985. ¿Debe eso tranquilizarnos? Pues no. Los científicos de Novo-Druzhina sólo realizaron manipulaciones sencillas de un virus simple, y crearon accidentalmente una catástrofe. Actualmente, apenas a un tiro de piedra de esta misma sala, se llevan a cabo experimentos más complicados con virus infinitamente más exóticos y peligrosos.
»Edwin Kilbourne, el virólogo, postuló en cierta ocasión un patógeno al que denominó Virus Máximamente Maligno, o VMM. Según teorizó, el VMM tendría la estabilidad ambiental del virus de la polio, la mutabilidad antigénica del virus de la gripe, la gama de huéspedes sin restricciones de la rabia, la latencia del herpes. Esa idea, aunque pareció ridícula cuando la planteó, es ahora mortalmente seria. Esa clase de patógeno podría crearse, y quizá se esté creando en un laboratorio situado en alguna parte de este planeta. Sería más devastador que cualquier guerra nuclear. ¿Por qué? Porque una guerra nuclear puede autolimitarse. Pero con la difusión de un VMM, toda persona infectada se convierte en una bomba andante de código desconocido. Y las rutas de transmisión actual son tan extensas, están tan rápidamente al alcance de los viajeros internacionales, que sólo se necesita a unos pocos portadores para que un virus se globalice.
Levine abandonó el podio y se adelantó hacia su audiencia.
—Los regímenes aparecen y desaparecen. Las fronteras políticas cambian. Los imperios surgen y caen. Pero estos agentes de destrucción, una vez liberados, duran para siempre. Y yo preguntó: ¿debemos permitir que se continúen realizando experimentos de ingeniería genética, sin regulación ni control alguno, en laboratorios por todo el mundo? Ésa es la verdadera cuestión que nos plantea la Cepa 232.
Asintió con un gesto y las luces volvieron a encenderse.
—En el próximo número de Política Genética se publicará un amplio informe sobre el incidente de Novo-Druzhina. Gracias.
Se volvió y empezó a recoger sus papeles.
El hechizo se rompió, los estudiantes se levantaron y recogieron sus pertenencias, para dirigirse después hacia las salidas. Los periodistas que habían permanecido al fondo de la sala ya habían salido para preparar sus artículos.
Un hombre joven apareció entonces en lo alto de la sala y se abrió paso por entre la gente que salía. Descendió lentamente por los escalones centrales hacia el podio.
Levine levantó la mirada, y luego miró a derecha e izquierda.
—Pensé que le habían advertido que nunca se acercara a mí en público —dijo.
El joven se adelantó, tomó a Levine por el codo y le susurró algo al oído, con apremio. Levine dejó de guardar los papeles en la cartera.
—¿Carson? —preguntó—. ¿Se refiere a ese brillante vaquero que no hacía más que interrumpir mis clases para discutir?
El hombre asintió con un gesto de la cabeza. Levine guardó silencio, con la mano sobre la cartera abierta. Luego la cerró de golpe.
—Dios mío —se limitó a decir.