CAPÍTULO TRECE

—… TE DECLARAMOS SOLEMNEMENTE REY LET del Imperio de Toromon.

Jon, de pie en la primera galería ubicada debajo del trono, observó al concejal que se alejaba del joven rubio que ahora era rey. No habían asistido más de sesenta personas: los doce concejales, miembros de la familia real, sus invitados y otros personajes del estado, importantes y honoríficos.

Jon estaba allí como invitado de Petra. Entre otros, se veía la figura grotesca e imponente de Rolth Catham, el historiador. El rey se detuvo un momento mientras observaba a la gente que estaba en el recinto y luego se ubicó en el trono.

Los participantes prorrumpieron en un aplauso.

Un hombre que estaba al fondo de la habitación miró por encima del hombro pues había oído otro ruido, más fuerte que el aplauso. Provenía de la antecámara. Alguien más se volvió, luego otro y después otro. Por ese entonces la guardia ya estaba alerta. Jon y Petra recibieron al mismo tiempo toques mentales.

—Es Arkor —susurró Petra, pero Jon ya había comenzado a abrirse paso entre los huéspedes. La duquesa se detuvo el tiempo suficiente para atraer la atención de Catham, luego siguió.

Jon entró en la confusión de la cámara más pequeña. Los guardias sostenían a Arkor. Clea estaba apoyada contra la pared.

Arkor decía con calma pero en voz alta:

—No, estamos bien. Sí, gracias. Estamos bien. Pero debemos hablar con Su Gracia.

Los centinelas miraban, los concejales observaban con atención. Un momento después Jon vio que el rey atravesaba la puerta con un guardia a cada lado.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó uno de los guardias.

• • •

Fue Petra quien sugirió la reunión privada en el recinto del Concejo. Los concejales se sentaron de un lado. Al frente del recinto, el joven rey estaba instalado en un asiento ligeramente más alto. Del otro lado estaban Jon, Petra, Arkor, Catham y Clea.

—¿Qué es lo que desea decir?

La duquesa señaló a Arkor con la cabeza, quien se puso de pie y se dirigió a los concejales.

—Aquí tengo a alguien que va a decirles algo que todos ustedes saben pero que los ha aislado. Algo que todos ustedes hicieron, que decidieron conscientemente que era el único modo de salir del problema, pero tomaron esa decisión sólo con la seguridad de que no recordarían haberla tomado —se volvió hacia Clea—. ¿Le dirá al Concejo lo que iba a decirme a mí, doctora Koshar?

Clea se puso de pie. Estaba pálida.

—No lo creerán —dijo. Luego la voz se hizo más firme y se dirigió directamente a los concejales—. No lo creerán. Pero lo saben de todos modos —hizo una pausa—. Hablé con muchos de ustedes hace tres años, cuando hice por primera vez el descubrimiento que les permitió a ustedes enviar gente, equipo y provisiones para la guerra. En ese entonces eran incrédulos. Y no creerán esto en absoluto: no hay guerra.

Los concejales se miraron entre sí y arrugaron la frente.

Clea repitió:

—No hay guerra. Ustedes lo saben.

—Pero… —farfulló uno de los miembros del Concejo—, entonces qué… quiero decir, ¿dónde… están todos nuestros soldados?

—Están —respiró profundamente— en diminutas celdas de metal apiladas como ataúdes en la vasta sección de Telphar donde no se permite el acceso de soldados reclutas.

—¿Y qué hacen allí? —preguntó otro de los miembros del Concejo.

—Están soñando con la guerra de ustedes y cada uno de ellos trata desesperadamente de soñar el camino de regreso a lo que él sabe que es la realidad, oculta en las profundidades de su mente. Drogas como el sodio y el pentotal los mantiene en un estado de nebulosa; tres años de propaganda constante han hecho que sigan pensando en la guerra; seis semanas de entrenamiento básico formalmente planeado para convertir en psicótica a la mente más firme confieren la última e incuestionable pátina de realidad al sueño en el cual cada sensación del mundo real, el sonido de sábanas arrugadas, el resplandor del sol sobre el agua, la sensación de ropa húmeda o el olor de la madera podrida coinciden en un mosaico definido por lo que cada uno de ellos teme y ama más, y que se llama guerra. Una computadora con un mecanismo selector de información que puede extraer todo un modelo sensorial de un cerebro y trasladarlo a otro mantiene todos esos sueños coordinados entre sí.

—Oh, eso es ridículo…

—Es imposible…

—No creo en todo esto…

Era como si la duda liberara la puerta de contención de una corriente de agua. Era como si de pronto Jon hubiera adquirido un nuevo sentido, tan agudo como la vista o el oído.

En términos de visión, era como permanecer ante un vasto diseño de luces brillantes que se alzaban alrededor de él. En términos de oído, era como si hubiera escuchado la primera frase de una sinfonía y estuviera esperando la resolución de la melodía. En términos de tacto, era como si hubiera alzado un remolino de vientos helados y tórridos en dirección a él, pero que todavía no lo hubiera golpeado. Pero no era ni vista, ni oído, ni tacto, porque todavía el respaldo protuberante de la silla, podía oír el murmullo sordo de las togas de los concejales y podía verles las caras apesadumbradas, los ojos desorbitados y los labios apretados con fuerza.

—¿Por qué los guardias telépatas protegieron ese secreto dentro de sus mentes?

La respuesta volvió como fuegos artificiales, música, ondas de espuma urticante: Arkor dijo:

—Porque no sabían que otra cosa hacer con esa información. Esta guerra era una idea que germinó en la mente del último rey, aunque las semillas están en todas las mentes de Toromon. El único hombre que se opuso al rey, y eso aún después de que el plan ya estuviera en marcha, fue el Primer Ministro Chargill, que resultó asesinado. Ellos sentían que no podían ayudarlos a ustedes ni tampoco impedirles la ejecución del plan porque no lo entendían. El gobierno les pidió ayuda para borrar la información en las mentes de aquellos que estaban oficialmente conectados con el proyecto, y puesto que era una solución para el problema económico, consintieron; porque no podíamos negarnos.

Ahora Jon y Petra estaban de pie junto a Arkor.

—Entonces ahora entienden nuestro esfuerzo —dijo Jon.

—Nuestra intención era salvar a nuestro país —dijo Petra.

—Y resguardar la libertad de cada hombre —dijo Jon—. Libertad de… ¡sueños tan opresivos!

—¿Entonces qué debemos hacer? —preguntó la mente colectiva de los guardias telépatas.

—Deben penetrar en todas las mentes de Toromon y liberar el secreto de la guerra. Deben conectarlas las unas con las otras durante un momento, para que se conozcan a sí mismas y entre sí, ya sea que estén en el palacio real, en las celdas-ataúd de Telphar o en las ruinas de piedra que están del otro lado. Hagan eso y habrán servido a esta raza de mono, hombre y guardia llamada Humana.

—Puede ser que algunas mentes no estén listas.

—Háganlo.

Hubo una ola de consentimiento.

Y un médico del Servicio Médico dejó caer el termómetro contra el escritorio y descubrió, mientras el mercurio goteaba sobre el plástico blanco, que la cólera contra la enfermera principal que siempre colocaba mal la curva de mejoría de los pacientes escondía el conocimiento que él poseía sobre la guerra.

Vol Nonik, que bebía en un bar de la Olla del Diablo, pasó el dedo por el anillo húmedo que había trazado su vaso sobre el manchado mostrador de madera y vio su frustración al ser expulsado de la Universidad por «conducta indecorosa»; el Concejal Rilum rescató el recuerdo de treinta años de edad que giraba en su mente de la época en que una industria del vestido, de la cual él había sido vicecoordinador, se había quemado totalmente, y descubrió su furia hacia la debilidad de las sanciones correspondientes a las regulaciones contra incendios. Un hombre que trabajaba en los acuarios se detuvo mientras avanzaba por el desembarcadero, sacó las manos de los bolsillos de atrás del pantalón, miró las cicatrices que le recorrían el antebrazo cubierto de vello negro y recordó la furia que sentía por la mujer que lo había azotado con una varilla de hierro cuando era niño y vivía en una granja del continente. La Concejal Tilla retorció un pliegue de su toga con los viejos dedos mientras recordaba la catástrofe de la Isla Letos, donde habían matado a su padre y donde ella, de niña, había ido a ayudar a su padre a recoger fósiles, y descubrió que el miedo infantil había estado ocultando la información de la guerra que poseía de adulta. El Capitán Suptus, sobre el puente de un carguero de tetrón que se alejaba del muelle, parpadeó por la luz del ocaso brillante y recordó cómo un hombre de cabello blanco se había puesto de pie detrás de un escritorio en la oficina de una compañía de barcos (no era la compañía para la cual él trabajaba ahora) y había jurado: «¡Mientras yo esté vivo usted jamás cargará otro bote!» y de pronto entendió su terror por el hombre muerto hacía una docena de años. Una mujer llamada María se arrojó desde las rocas de la costa y sintió que las aguas la encerraban en un puño de sombras. El borde de las antiparras hacía presión contra la cara y con la última luz la mujer separó la ostra de la arcilla y nuevamente salió a la superficie. Sentada en las rocas, un momento después, clavó el cuchillo entre las dos valvas rugosas. Un crujido, una grieta y una lengüeta de carne, sin perla, brilló en la noche azul con un brillo húmedo. Y entonces ella recordó otra ostra, más grande, en la que había yacido una inmensa esfera lechosa, que se le había escapado rodando de los dedos, había llegado al borde de las rocas y luego había caído con un sonido casi imperceptible a tres metros y medio bajo la superficie del agua verde. Y en el estómago se le había formado un nudo feroz, y en ese nudo estaban amarrados tanta furia, tanta frustración.

Un guardia del bosque se detuvo junto a un árbol y apoyó la mano contra la corteza áspera, y recordó la mañana de siete años atrás cuando él y dos más fueron enviados a capturar a una muchacha que iba a ser marcada como telépata, y de qué modo ella había luchado con indignación maníaca y silenciosa, y cómo su enojo momentáneo había crecido, conectándose por más de un motivo con comentes diminutas; una prisionera que salía del ascensor del pozo de la mina escupió sobre las huellas de un cuidador que estaba de espaldas y que se dirigía al monte, frunció el ceño, recordando a su hermano mayor que años atrás se alejara de ella por un corredor oscuro y las lágrimas que había derramado, agachada en un rincón. Y de pronto entendió el significado de aquellas lágrimas.

En el recinto del concejo, el Concejal Servin apretó con fuerza el talón contra la pata de la silla, recorriendo los rostros con la mirada y pensó: «Duras e incomprensibles como la expresión de la cara de mi tío el día que me hizo bajar de mi habitación y frente a toda la familia me acusó de haber robado vino de la bodega, y a pesar de que yo no había hecho nada enmudecí de miedo y como castigo toda la familia me ignoró completamente durante una semana y tuve que comer solo», y supo por qué razón no había hablado entonces; del otro lado de Toromon, el oficial de una oficina de reclutamiento de pronto levantó la lapicera al mismo tiempo que, del otro lado del escritorio, el joven neandertal que había estado a punto de escribir su solicitud levantó la cabezota y los dos se miraron fijamente, reconociendo cada uno de ellos la información sobre la guerra. Y en el jardín del palacio, entre acróbatas y payasos, Alter estaba sentada en el suelo contra una urna de mármol. El viento que soplaba sobre el césped y a través de las hojas le revolvía el pelo blanco. Alter acariciaba las cuentas de su collar de cuero y los dedos iban desde la conchilla lechosa con franjas de oro a la madreperla y luego a la que tenía estrías rojas, y pensaba: «Oh, él intentó incluir un fragmento mío en ese sueño terrible, intentó soñar que volvía a la realidad», en tanto que otro había soñado que el rostro de su madre estaba siempre al pie de determinada clase de roca, y otro había sido capaz de conversar con su padre muerto cuando la brisa hacía que el follaje sin hojas se agitara y hablara con él, y otro había encontrado la belleza y el amor en una figura flamígera que bailaba sobre sus dedos. «Pero él no sabía, no sabía…».

• • •

—¿Cómo lo supiste? —preguntó Jon.

Clea pasó la mano sobre la superficie lustrada de la mesa antes de alzar la vista y mirar a los miembros del Concejo.

—Porque yo trabajaba con la computadora. Porque yo sabía por los informes sobre la conversión de la cinta de paso que el progreso no podía ser tan rápido. Porque hubo un pequeño error de cálculo en el trabajo de condensación de la teoría debido a un error tipográfico que hubiera invalidado todo el proceso y que nadie descubrió excepto yo. Porque yo sabía cuál era la situación económica de Toromon, que había entrado en esa franja de gran exceso y escasa movilidad que debe significar la guerra. Porque una docena de cosas que significaban esto eran la única respuesta posible. Porque se suponía que esa guerra se convertiría en la mente de todos en una realidad tal que jamás podría ser cuestionada; y porque ellos no se dieron cuenta de que la realidad debe probarse a sí misma una y otra vez, y que solamente la fantasía puede avanzar sin contradicciones, sin tener que probarse a sí misma con el rigor de la lógica. La idea de formular preguntas era casi imposible; pero sólo casi.

Rolth Catham se puso de pie y la luz del atardecer golpeó el cráneo de plástico.

—Tengo una pregunta más, doctora Koshar. ¿Cómo mueren los soldados?

—¿Realmente quiere saberlo? —preguntó Clea—. ¿Conoce el juego de Erramat que últimamente se ha hecho tan famoso? La computadora tiene un selector que trabaja en un procesador similar, sólo que con una matriz mucho más grande para individualizar a los soldados que van a morir por una elección azarosa. Entonces, cuando se ha hecho la elección, por medio de una sugestión controlada se conduce el sueño a una situación tal que permitirá la muerte. Luego se carga de electricidad la celda en la que yace el soldado, se incinera su cuerpo y la celda queda lista para algún otro enloquecido que esté dispuesto a luchar con el enemigo que está del otro lado de la barrera.

»Oh, el plan que debe haber llevado a esto —dijo Clea—, la prueba y el descubrimiento. La masacre total de la compañía cuarenta y cuatro de la que no quedó nadie con vida, luego el informe detallado de la muerte de dos hombres torturados por el enemigo. No hay más que hacerlos perder en el ofuscamiento de sus psiquismos dañados para que ellos creen un enemigo, más grande y maligno que el que podría crearles cualquier psicólogo, un enemigo siempre oculto detrás de su propio terror.

»Estaban embrutecidos por el horror, eran incapaces de cuestionar la ley o la realidad, o cualquier otra faceta de la existencia. Porque después de este entrenamiento, las seis semanas y antes, no podían hacerse pregunta alguna.

Catham levantó la cabeza lentamente y el joven rey se puso de pie.

—Quizá —dijo el Rey Let— ahora habrá paz.

A continuación salieron en fila para asistir a las celebraciones de la coronación. Cuando Jon se dirigía hacia las escaleras que lo llevarían de regreso al jardín, alguien le tocó el hombro. Era Catham.

—¿Sí?

—Tengo algunas preguntas que no son para el resto del Concejo —dijo el historiador—. Se refieren a su Señor de las Llamas.

—¿Nuestra fantasía psicótica?

—Si usted quiere —en la mitad humana de la cara de Catham se formaron los tres cuartos de sonrisa.

—¿Por qué no lo reduce simplemente a uno de esos elementos de la realidad que deben ser cuestionados para verificar lo real?

Catham se encogió de hombros.

—Ya lo hice. Lo que quiero saber es esto: ¿Usted cree que el Señor de las Llamas puso en la mente del Rey Uske esa idea monstruosa de la guerra sin un enemigo?

—Sin duda que la idea no —dijo Jon—. Pero tal vez el método para que la idea se convirtiera en esa realidad, sí.

—Espero que no haya sido todo lo contrario —dijo Catham.

—¿Por qué?

—Por lo que dice acerca de la humanidad, si es que la idea no provino de algo extra humano. —Catham movió la cabeza y retomó la marcha por el corredor.

Jon lo observó alejarse y finalmente bajó las escaleras.

La gente del circo formaba una fila ante las puertas del auditorio del palacio.

Del otro lado del jardín vio a su hermana que rodeaba con un brazo los hombros de Alter. Permanecían en silencio al final de la fila. Jon pensó: ¿Qué he aprendido? Miren, todos marchan pacíficamente en dirección a las luces como lo hacían antes, a pesar de que ahora saben. ¿Hay alguna diferencia en la forma en que uno endereza los hombros, el otro coloca dos dedos debajo del cinturón y el otro juguetea con el galón dorado que le cae sobre el pecho? ¿Pero qué diferencia podría haber? He esperado todos estos años, he observado. Y seguiré aun meditando sobre lo que he aprendido. Observador y prisionero, espero la libertad. Por lo menos después de todo esto puedo saber desde qué dirección llegará la libertad; he vivido observando, y al menos puedo moverme para ver qué efecto han tenido sobre mi las observaciones. ¿Qué puedo rescatar? Lo que sea, no es ni una torpeza ni se oculta de la guerra.

Ahora el jardín estaba vacío. Jon permaneció solo en la oscuridad creciente, un actor y observador fijado en una matriz de materia y motivación.

Y a un universo de distancia, una mente triple observaba, ordenaba el conocimiento que poseía acerca de la guerra y se preparaba.