CAPÍTULO SIETE

POR ENCIMA DEL YATE las estrellas estaban en calma. El agua golpeaba la cubierta, susurrante. En el horizonte, las torres enjoyadas de Toron se empequeñecían hasta hundirse.

—¿Crees que después de estos tres años reconocerías al príncipe si se te apareciera ahora mismo y te dijera hola? —le preguntó Jon a Arkor. El viento era una palma fría contra su mejilla, dedos fríos que jugaban con su pelo.

—No sé —dijo Arkor—. Le habrá cambiado la mente. Habrá crecido.

Jon se hizo paso en el viento, entrecerrando los ojos para espiar entre los dos mantos de negrura, cielo y mar, que se unían ante él. Finalmente se incorporó.

—Quizá sería mejor que durmiéramos algo —dijo—. Estaremos allí cerca de la madrugada. —Jon y Arkor se apartaron de la baranda.

El sol se abrió paso entre cada una de las capas de la noche, hasta que explotó sanguinolento sobre la superficie del agua. Ya se alcanzaba a ver la costa. El bosque llegaba prácticamente hasta la playa. En una ocasión había sido un puerto de inmigración desde el continente hasta la Ciudad en la isla. Ahora un muelle quemado se hundía en la marea como un miembro ennegrecido, en el lugar donde un avión de guerra se había estrellado tres años atrás.

Mientras Jon subía a cubierta en medio del aire helado, vio que en el desembarcadero no había otros botes. Arriba, un gemido débil rasuraba el cielo. Muy en lo alto, el súbito resplandor de los aviones. Pertenecían al ejército y llevaban reclutas desde Toron hacia Telphar. El gemido murió y Jon miró hacia el puerto que se acercaba cada vez más al bote a través de la mañana iluminada.

Cuando Arkor se le unió sobre cubierta, los pilotes de madera ya estaban golpeando contra el costado del bote. El motor se puso en marcha y el espacio que había entre la proa y el muelle se cubrió con la espuma del agua de rechazo.

Algunos estibadores esperaban para agarrar los cabos que arrojaban los de la tripulación. Junto a Arkor apareció un marinero, pero el gigante ya había alzado el inmenso rollo de sogas.

—Voy a sujetarlo —dijo, despidiendo al marinero y arrojó línea en dirección a la estaca que se aproximaba.

Saltaron fuera de borda y Jon se detuvo junto a unos pilotes semipodridos, ocupándose de Arkor que ya se había puesto en marcha en dirección a la escalinata de madera.

Media hora más tarde se encontraban entre los árboles. Arkor estaba escuchando, con una mano marrón apoyada contra un roble de corteza gruesa.

—Ahora estás en tu casa —dijo Jon—. ¿Qué sentimientos provoca dentro de ti?

El gigante sacudió la cabeza.

—No los que crees que debería provocar —achicó los ojos—. Todavía no oigo a nadie. Ven, vamos por aquí.

Con sorprendente rapidez avanzaron por el bosque en la hora siguiente. La arboleda se redujo bruscamente, y frente a ellos Jon vio un resplandor que debía de haber sido el sol sobre el mar. Llegaron a un peñasco que caía fragmentado sobre un arrecife que estaba por debajo. A una distancia de un metro y medio, todavía a trescientos metros sobre el nivel del mar, se extendía la mayor superficie de roca. El sol ardía en blanco sobre la planchada lírica y el pequeño templo que estaba en la orilla proyectaba una sombra a pique.

—El sacerdote está allí —dijo Arkor—. Síganme hasta abajo.

Antes de que llegaran a la planicie un hombre surgió de la puerta del templo. La brisa que soplaba en dirección al mar se enredaba en la túnica negra. Sujeta al hombro por una correa de cuero llevaba una trompeta de caracolas. El rostro demostraba la edad más que el de cualquiera de los otros guardias que Jon había visto.

—¿Por qué han regresado? —preguntó el sacerdote.

—Para llevar al rey a Toron. Su hermano, el Rey Uske, ha muerto.

—En el bosque no hay reyes —dijo el sacerdote—. Ustedes nos dejaron: ¿por qué vuelven?

Arkor hizo un momento de silencio. Luego dijo:

—Hace tres años, un muchacho joven, de cabello claro, llegó al bosque. Era el hermano menor del rey. El rey está muerto. Él debe gobernar ahora.

Jon advirtió que el sacerdote no tenía la marca de las tres cicatrices del telépata.

—¿Quieren algo de él? ¿Van a obtener algo de su mente? Saben que no está permitido.

—No voy a obtener nada de su mente —dijo Arkor—. Su consentimiento será otorgado, no quitado.

—¿No pertenece a la gente del bosque?

—No —respondió Arkor—. Vino aquí y eligió valerse de la hospitalidad de nuestra gente. Tiene derecho a elegir irse. ¿Tengo permiso para buscarlo?

El sacerdote hizo silencio por el lapso en que dos olas rompieron sobre las rocas, trescientos metros abajo.

—Pueden buscarlo por donde quieran —dijo y entró nuevamente en el templo.

Jon y Arkor regresaron al sendero que conducía al bosque.

—¿Qué fue todo esto?

—¿Qué entendiste? —preguntó Arkor—. No me refiero a las palabras, sino a qué estaba pasando.

—Tú le pedías permiso para buscar al Príncipe Let… y le decías por qué habíamos venido.

—Sí, pero hice mucho más —el gigante se trepó a un árbol joven que estaba inclinado—. Hice… cómo podría decirse… traté de conocer el statu quo. Es algo así —dijo Arkor mientras ganaban nuevamente terreno—. Entre los guardias del bosque, los telépatas están en una posición ambigua e incómoda. En realidad, fue por eso que me fui. Son considerados superiores y al mismo tiempo, temidos. Se cree que la naturaleza apunta al momento en que todos los guardias nazcan telépatas. Sin embargo, los no telépatas saben que son temidos por esta minoría creciente. De modo que los telépatas deben ser marcados en el momento de su descubrimiento y deben acatar la soberanía nominal del sacerdote no telépata. Mantiene la paz y permite que la naturaleza siga avanzando.

—Detesto pensar qué podría pasar si entre nosotros… los hombres, comenzaran a aparecer telépatas —dijo Jon—. No habría paz por mucho tiempo.

Arkor asintió.

—Es por eso que nosotros mantenemos nuestros poderes apartados de ustedes todo lo posible.

—De tanto en tanto me gustaría poder oír la mente de otros hombres —dijo Jon.

Arkor se rió.

—Como dije antes, sería igual que dar una visión en colores a un hombre que todavía es incapaz de distinguir una forma de otra y que ni siquiera podría juzgar las distancias. Al principio sería como un juego divertido, pero finalmente se convertiría en un estorbo sin sentido y molesto… para ustedes.

Jon se encogió de hombros.

—¿Por dónde empezamos a buscar a Let? Es tu territorio.

—Primero buscaremos a algunas personas para ver si saben algo del muchacho.

—¿Es eso lo que quiso decir el sacerdote cuando dijo que podías buscar por donde quisieras?

—Así es.

—Tal vez tu gente sea más civilizada que la nuestra —dijo Jon.

A Arkor le causó risa.

Como vasos capilares, una docena de senderos recorrían el cuerpo del bosque. Habían atravesado cerca de doce antes de que Jon reconociera la sutil dispersión de hojas aplastadas sobre la tierra negra, de ramitas quebradas, la leve firmeza de la tierra que indicaba la huella de pies.

—Por allí —dijo Arkor— están dormitando dos mujeres sobre una capa de musgo, junto a una rama de plátano caída. Una de ellas ha visto al muchacho rengo de cabello claro, que no pertenece a la gente del bosque —miró a Jon—. Parece que es Let.

—¿Por qué está rengo? —quiso saber Jon.

Arkor se encogió de hombros. Poco después se detuvo nuevamente.

—En una ocasión un hombre que pasaba por allí se encontró con el muchacho de cabello claro. Hace seis meses hicieron juntos una trampa para alces.

Jon se estiró en la dirección que señalaba Arkor para ver los árboles, pero ni siquiera podía oír un murmullo.

—En seis meses, Arkor, pudo haber ido a cualquier parte.

—Cierto —dijo el gigante. De pronto se detuvo bruscamente y Jon permaneció al lado de él sin moverse.

Un momento más tarde, el follaje se abrió ante ellos y un guardia alto, con un mechón de cabello blanco que le caía sobre las sienes oscuras dio un paso adelante. Tres cicatrices le recorrían el costado izquierdo de la cara y el cuello.

—Han venido en busca del joven desconocido —dijo el guardia.

—Tú sabes por donde anda —dijo Arkor—. Sabes que camina entre las altas rocas, se detiene, se apoya sobre la vara que lleva en la mano y mira al cielo a través de hojas que parecen astillas azul pálido.

—Seguirás la red de pensamientos que lo mantiene en el centro —dijo el guardia de resplandeciente cabello blanco. Sin más intercambio, Arkor siguió caminando en su dirección y el otro guardia continuó en la propia.

—¿Ahora sabes dónde está Let? —preguntó Jon.

Arkor asintió.

Al cabo de un momento, Jon dijo:

—¿Por qué hablaste en voz alta?

—Estábamos comportándonos con educación.

—¿Ustedes hablan en voz alta cuando quieren ser educados?

Arkor le echó una mirada a Jon.

—Estábamos siendo educados contigo.

La luz que se alojaba entre las hojas era cada vez más amarilla a medida que llegaba el mediodía. En una ocasión escucharon que un animal chillaba a la distancia y en otra ocasión atravesaron una franja húmeda de tierra a través de la cual una corriente turbulenta socavaba la grieta de una roca.

—Hay algo que no anda bien —dijo Arkor al cabo de un momento.

—¿Con el príncipe?

—No con Let, sino con la trama de pensamiento que estoy siguiendo.

—¿Qué trama de pensamiento?

—Es un radar que todos los telépatas, o la mayoría de ellos, mantienen para encontrar direcciones, información. Tienes que pedir permiso para usarlo. Pero hay algo que no anda bien, bien al final, oscuro y nada claro. —Se detuvo y miró a Jon, uniendo las cejas—. Jon, es idéntica a la trama que vi en tu hermana y en el rey.

—¿Qué está haciendo aquí en el bosque? —preguntó Jon—. ¿Ahora puedes decir qué significa?

Arkor sacudió la cabeza.

—El príncipe está entre aquellos árboles —dijo—. Quizá sería mejor que primero le hablaras tú solo. Eso le hará recordar más rápidamente que si un hombre le presenta cosas.

—¿Él no recuerda? —preguntó Jon.

—Ha pasado mucho tiempo y es joven.

Jon asintió y avanzó a través de la cortina de ramas.

La figura se volvió bruscamente y los ojos claros se achicaron en un rostro oscuro.

—¿Su Majestad? —dijo Jon.

El cabello largo, naturalmente rubio, tenía mechones irregulares blanqueados por el sol.

—¿Vuestro nombre es Let? ¿Sois el heredero del trono de Toromon?

La figura permanecía muy quieta. En una mano morena sostenía el cayado y usaba la vestimenta de los guardias del bosque, pantalones de cuero y un pellejo sobre un hombro a modo de capa. Estaba descalzo.

—¿Su Majestad? —preguntó nuevamente Arkor.

Los ojos ahora estaban extraordinariamente abiertos y brillantes.

—Discúlpeme… discúlpeme —la voz era áspera, aunque juvenil si hablo lentamente—. Hace mucho tiempo… que no hablo…

Jon sonrió.

—¿Me recuerdas? Yo y un amigo te trajimos aquí hace tres años. Ahora estamos para llevarte de regreso ¿Recuerdas que te envió la Duquesa de Petra?

—¿Petra? —Hizo una pausa, mirando hacia arriba, como si de los árboles le pudiera llegar alguna respuesta—. ¿Mi… mi prima Petra? ¿La que me contó la historia sobre el prisionero que trató de escapar? Sólo que no era una historia, era verdad…

—Así es —dijo Jon—. Yo soy el prisionero.

—¿Para qué has venido? —preguntó nuevamente el joven.

—Tu hermano está muerto. Tú debes sucederlo en el trono.

—¿Conociste a mi hermano?

—Hace mucho tiempo, antes de ir a la prisión. —Jon hizo una pausa—. Tenía más o menos la edad que tú tienes ahora.

—Oh —dijo el príncipe. Dio unos pasos y Jon advirtió la renguera leve—. Se está desarrollando una guerra —dijo el príncipe—. A veces los oigo hablar cuando vienen a llevarse gente del bosque para luchar con… el enemigo del otro lado de la barrera. Tendré que aprender mucho y habrá muchas cosas por hacer. Ahora recuerdo. —Mientras se abrían paso entre los árboles en dirección a donde Arkor estaba esperándolos, Jon se admiró de la rapidez con la cual el joven se adaptaba a esa nueva situación. Sutilezas de percepción, reflexionó, preguntándose si el simple hecho de vivir entre esa gente había afectado de alguna manera al príncipe. Arkor se encontró con ellos del otro lado de la arboleda.

Ya casi habían llegado a la orilla, cuando Arkor se detuvo de golpe.

—¡El bote! —dijo.

—¿Qué es eso? —preguntó Jon. Todavía estaban en el bosque.

—¡Malis —dijo Arkor—, en los muelles, tratando de hundir la embarcación!

—¿Aquí en la orilla? —preguntó Jon—. ¿Para qué? Yo pensé que sólo había malis en la Ciudad.

—Las pandillas se han dispersado por todo Toromon. Con ellos está un guardia del bosque y la… ¡la trama que yo veía!

Jon sintió la momentánea ironía del grupo desconocido que había secuestrado al príncipe y volvió al bosque de hacía tres años, del cual Arkor había formado parte.

—¿Por qué están tratando de hundir el bote? —preguntó—. ¿Encuentras algún motivo?

Arkor sacudió la cabeza.

—La tripulación está luchando. Uno de ellos trata de poner el motor en marcha pero una espada flamígera le azota la espalda y los gritos se convierten en borbotones antes de desplomarse sobre el panel de control. En los ojos de un hombre se ven destellos de fuego cuando intenta saltar desde la cubierta inclinada y el agua golpea los maderos y silba contra el fuego. El humo oscurece la cabina del timonel donde se encuentra la tripulación. —Arkor respiraba con dificultad.

—¿Por qué? —preguntó Jon—. ¿Por qué? ¿Los envió alguien? ¿Tenían un plan?

—Malis —dijo Arkor suavemente—. Agitadores. No, o al menos yo no pude detectar ninguno.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Let.

—Tenemos que volver de alguna manera —dijo Jon—. Creo que vamos en otra dirección.

La tensión abandonó la expresión del gigante, que se volvió hacia ellos y asintió. Comenzaron a caminar nuevamente, esta vez en forma perpendicular al camino original.

—Podríamos regresar a la Isla desde una de las villas pesqueras, o tal vez tomar un vapor cargado de tetrón que lleve el mineral desde las minas a Toron. —Un pájaro gorjeó.

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En una ocasión llegaron a un campo en el cual una brisa suave ondulaba entre los despojos de una granja desierta y destartalada. Otra vez en el bosque, la noche extendió su manto sobre los árboles hasta que la luna se asomó a platear las hojas. Llegaron a otro claro donde la inmensa estructura de una torre se remontaba por el aire y una banda de metal —la cinta de paso— trazaba una marca como la línea de un lápiz de un lado al otro del iluminado cielo nocturno. Durmieron en el borde del claro y al amanecer continuaron la marcha.

En el bosque que empezaba a iluminarse, Arkor fue el primero en oír el ruido. Luego los otros dos se detuvieron y escucharon. Más allá de los árboles, un calliope[1] arrojaba a la mañana su débil gemido metálico…

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