CAPÍTULO TRES

LA CIUDAD ISLA de Toron está diseñada en forma de círculos concéntricos. En el centro, recorrido por calles encolumnadas, están el Palacio Real y las mansiones con torres pertenecientes a prósperos comerciantes e industriales. Los edificios se contemplan entre sí con los ojos abiertos de las ventanas, muchas de ellas formadas por láminas de vidrio opaco que rotan uno a través del otro por medio de maquinarias ocultas. Los balcones de mármol y bronce son los labios de los pisos superiores. La gente, vestida con colores brillantes, se pasea ociosamente por las calles.

El círculo externo es el litoral, muelle, desembarcaderos, edificios públicos y depósitos. Justo adentro está la sección conocida como la Olla de Diablo, una maraña de calles angostas donde furiosos gatos grises y callejeros se pasean con las ratas de los muelles por encima de la basura derramada. Aquí vive la vasta población de trabajadores de Toron y el menos vasto pero vicioso submundo de la ciudad, muchos de ellos en las errantes pandillas de malis, que penetran desde la orilla de la isla.

Entre el círculo externo e interno hay una sección de departamentos indistintos, casas de alquiler, e incluso ocasionales viviendas particulares para empleados y artesanos, vendedores y secretarias; doctores, ingenieros, abogados y supervisores: aquellos que han trabajado suficientemente fuerte y han sido suficientemente afortunados como para salir de la confusión de la Olla del Diablo y aquellos demasiado débiles para adherirse al centro que han sido arrancados del eje giratorio.

En una de esas casas, en un departamento de dos habitaciones, una mujer estaba tendida de espaldas, los ojos cerrados, la boca abierta, los dedos entrelazados en las sábanas de la cama. Tenía profunda conciencia de la ciudad que se extendía a ambos lados. Y estaba tratando de no gritar.

Apretó las mandíbulas y los ojos se abrieron de golpe, como los de una muñeca. En la puerta tenía una placa que decía (letras negras sobre metal amarillo) Clea Rahsok. Rahsok era su verdadero apellido deletreado de atrás para adelante. Una vez su padre, a sugerencia de ella, había llamado «Rahsok» a una sucursal de la compañía de equipos de refrigeración. Tenía doce años cuando le sugirió el nombre a su padre. Ahora usaba el disfraz para ella. Hasta hacía tres años había vivido entre la casa de su padre y la Universidad. Pero entonces hizo tres descubrimientos.

Ahora vivía sola y hacía pocas cosas además de caminar, leer, hacer números en su anotador, yacer de espaldas y tratar de no gritar.

Lo primero que Clea había descubierto era que alguien a quien amaba, amaba con una pasión dolorosa que le producía picazón en la nuca, que le hacía apretar las mandíbulas y encoger el estómago cada vez que pensaba en él (el cabello corto y pelirrojo, el cuerpo ancho y taurino, la sonrisa repentina y la risa profunda como el gruñido de un oso), ese alguien estaba muerto.

Lo segundo que había descubierto (había estado trabajando en ello alrededor de la mitad de su permanencia en la universidad y nueve décimos del tiempo que estaba destinado al proyecto del gobierno que había emprendido inmediatamente después de recibir su título) era las funciones subtrigonométricas inversas y su aplicación a las coordenadas espaciales aleatorias. El resultado era un papel que había presentado a la universidad y luego a un selecto comité de cancilleres del gobierno. La conclusión todavía le atravesaba la mente: «… de modo que, caballeros, es más que concebible que con lo que todavía resta de la cinta de paso podamos enviar entre doscientas y trescientas libras de materia a cualquier lugar del globo con una precisión de micrones. ¡A cualquier lugar! ¡A cualquier lugar!».

Lo tercero que había descubierto…

Primero algo acerca de su mente. Era una mente matemática laboriosa, brillantemente esculpida. Una vez a ella, juntamente con otros cincuenta matemáticos y físicos, le habían entregado tres páginas con datos sobre radiación para descubrir un camino por arriba, por abajo o alrededor de ella. Ella los había mirado durante tres minutos (después de haberlos dejado de lado durante tres días mientras garabateaba en su anotador sobre su propio proyecto preferido) y había anunciado que la radiación era artificial, generada por un único proyector que podía ser destruido, y de ese modo había resuelto el problema. En resumen, era una mente que atravesaba la información para llegar a la respuesta correcta aunque la pregunta se hubiera formulado en forma incorrecta.

Había descubierto la tercera cosa cuando se la asignó para trabajar en una pequeña sección de un proyecto del gobierno ultra secreto, después de la presentación de su informe sobre funciones subtrigonométricas. No le habían hablado del proyecto ni de la significación de su parte, pero su mente, extrapolando el fragmento que le correspondía, había excavado y excavado en el misterio. Era parte de alguna computadora inmensamente compleja, cuyo propósito, aparentemente, debe ser… debe ser…

Se incorporó de un salto en la cama, las sábanas le descubrieron los senos y comenzó a respirar rápidamente en la oscuridad.

Cuando hizo este descubrimiento, desapareció. Lo más fácil fue el trivial disfraz del nombre. Lo más difícil fue convencer al padre para que le permitiera tomar ese departamento. Entre ambos, la minuciosa destrucción de algunos documentos del gobierno: todas las copias de sus contratos para trabajar en la cristalización de la causa de la guerra y el registro del diseño de su retina, archivado desde su nacimiento. Para evitar que la buscaran, se apoyó en la confusión general. Después de establecerse en esas dos habitaciones comenzó metódicamente a opacar el contorno de esa mente sorprendente.

Se alejó de sus libros por períodos cada vez más largos, trató de ignorar la propaganda sobre la guerra que inundaba la ciudad, tomó la menor cantidad de decisiones posibles y si no tuvo verdadero éxito en anularla, redujo suficientemente su agudeza para lograr el mismo fin.

Pensaba muchísimo en la persona que había muerto, menos en las funciones sub-trigonométricas, y cuando de algún modo se aproximaba a la tercera cuestión, inmediatamente pensaba en otra cosa, en no gritar, en no gritar, en mantenerse quieta y en silencio.

Arrugado sobre el escritorio, había un cartel que ella había arrancado en una ocasión de un cerco de madera. Sobre el papel verde, letras escarlatas proclamaban:

TENEMOS UN ENEMIGO DEL OTRO LADO DE LA BARRERA

Clea se puso su bata, se dirigió hasta el escritorio y tomó el cartel. De pronto, entró en la habitación de adelante sin encender la luz. Sus ropas estaban sobre el respaldo de una silla. Se vistió en la oscuridad. Luego fue hasta la puerta, salió a la sala y caminó hasta las escaleras. En los rincones había prismas de polvo azul grisáceo. En la puerta de adelante vio al doctor Wental que trataba de entrar. Cuando se la abrió, él sonrió, se rascó el cabello delgado como papel de envolver y golpeó contra el quicio de la puerta.

—¡Doctor Wental! —dijo Clea—. ¿Está usted bien?

Sonriendo todavía, el doctor movió la cabeza vigorosamente.

—Espíritus —dijo—. Tranquilícese. Tenemos que subir en silencio para que mi esposa no… —la nuez dio un pequeño salto en la garganta y el doctor se tocó los labios con el puño, culposamente—… no se entere. En silencio. —El brazo extendido aterrizó sobre el hombro de Clea y tambaleó contra ella mientras le cedían las rodillas—. Hermosos espíritus verdes, señorita Rahsok. Si usted me perdona un chiste terrible, realmente estoy en un buen… —pero hipó nuevamente—. Mucho de mucho, demasiado. ¿Puede ayudarme a subir, señorita Rahsok, en silencio?

Clea suspiró y sostuvo al doctor Wental hasta las escaleras.

—Así mi esposa no se enterará —dijo nuevamente—. Oh, esta guerra es una cosa terrible. Tenemos un enemigo del otro lado de la barrera, pero de qué sirve aquí, en Toromon… —sacudió la cabeza—. Uno tiene que trabajar tanto para salir adelante y conseguir en la vida las cosas mejores. Pero es difícil —se detuvo para sacudir nuevamente la cabeza—. Ocasionalmente uno sólo tiene que dejar… —en la palabra «dejar» resbaló dos escalones abajo de los seis que habían logrado vencer. Clea dijo en voz baja «maldito sea» y se agarró con fuerza del pasamanos—. ¿Usted conoce —continuó el doctor Wental— toda esta producción creciente de toda clase de equipos? Y un buen civil no puede hacer uso de ninguno. Tengo un hombre que vendrá a verme mañana; es un caso de una verruga eritematosa. Me lo recomendó un especialista. Hace unos pocos años hice una investigación sobre este tema y descubrí también algunas cosas. ¿Pero cómo puede uno tratar una verruga eritematosa sin la hormona adrinocorticotrópica? Usted mira en el catálogo del Servicio Médico y debe de haber lo suficiente como para tratar a un ejército… si es que puedo acuñar una frase. Pero intente conseguirla y alguien con una chaqueta blanca le dirá: «Lo siento. Durante este período los médicos privados sólo pueden obtener una dosis mínima». ¿Qué puedo decirle a este hombre? ¿Váyase? ¿No puedo tratarlo? ¿No puedo conseguir la droga? Y el hombre tiene tanto dinero como sal el mar. Es uno de los Tildón. Soy un hombre honesto, señorita Rahsok, que simplemente trata de conseguirlo mejor para su familia. Eso es todo, de verdad. —Habían llegado a la puerta del doctor cuando éste cayó contra la pared. Se llevó el dedo índice de la mayo izquierda a los labios pidiendo silencio, mientras trataba de poner el pulgar en la cerradura.

Mientras Clea bajaba las escaleras nuevamente, oyó el susurro áspero tras ella.

—En silencio, en silencio, para que mi esposa no se entere.

Afuera, la brisa proveniente del mar golpeaba las casas y se colaba por las calles. El vestido negro de Clea le ceñía el cuello y el cabello negro (en una ocasión había sido trenzado con una cadena de plata, y ella había bailado vestida de blanco con un hombre que tenía pelo corto y rojizo, cuyos hombros eran anchos, cuyas palabras eran cuidadamente inteligentes, cuya risa era como el gruñido de un oso, que usaba uniforme militar… y que estaba muerto), el cabello negro estaba recogido en un rodete tirante que le llevaba quince minutos cada mañana cepillar, peinar y dejar tieso y brillante como la laca.

Cuidadosamente, tan cuidadosamente que no desabrochó el cuello del vestido, Clea sorbió el aire frio y con el diafragma. Siguió caminando ahora con mucha más tranquilidad.

—Eh, señora.

Dio un salto, pero era un oficial.

Mientras se acercaba y caía bajo el anillo de luz del farol de la calle, el uniforme pasó del color opaco de la parte de abajo de las hojas de nogal al color oliva.

—¿No es un poco tarde para que ande paseándose por la calle? Justo a seis cuadras de aquí un grupo de malis de la Olla golpearon a un hombre y casi lo matan. Sería mejor que volviera a su casa.

—Sí, señor —dijo Clea.

El oficial siguió caminando, pero Clea se detuvo un momento. Luego se volvió y se puso en marcha. Cuando había caminado veinte pasos, echó una mirada atrás, quizá para ver si el oficial estaba observando.

Bajo la luz de la calle, donde Clea había estado un minuto antes, había una muchacha de cabello blanco y sedoso. Clea frunció el ceño justo en el momento en que la muchacha se hacía rápidamente a un lado… ¡y desaparecía!

Clea abrió la boca. En el instante en que la muchacha salió del haz de luz del farol, desapareció, se extinguió como la llama de una vela. Clea parpadeó. Luego se marchó apresuradamente hacia su casa.

Se detuvo a mitad de camino. A unas tres cuadras, recordó, había un bar que permanecía abierto toda la noche con un inmenso despliegue de juegos mecánicos, bolos y máquinas tragamonedas.

Llegó a su casa a las seis de la mañana del día siguiente. Durante las dos últimas horas el encargado del bar no había hecho otra cosa que apoyarse en el mostrador y observar a la mujer del rodete apretado y con un vestido negro de cuello alto que sólo bebía bebidas sin alcohol y que amasaba puntajes fenomenales en las máquinas de juego. Una mujer con un pañuelo en la cabeza estaba sacando un tacho de basura frente al edificio.

—¿Levantada tempranito, señorita Rahsok? —preguntó la mujer, limpiándose las manos en el vestido de hacer la limpieza—. Es bueno levantarse temprano y dar un paseo. Demuestra que uno está bien. Con esta guerra es tan difícil estar alegre. Lo único que quiero es que podamos enviarles cartas a nuestros muchachos, o escuchar qué pasa, o enviar encomiendas. Así sería mucho más fácil. A veces lo único que deseo es tener un hijo para estar orgullosa de… Pero también es difícil para una mujer con hijas. Tome, por ejemplo, mi hija mayor, Renna. ¿Usted cree que ella apreciaría lo difícil que es? Porque con todos los jóvenes realmente dignos de elección que hay más allá de la barrera, una muchacha tiene que ser particularmente cuidadosa de quién conoce, con quién sale. Yo no dejo de presentarle buenos muchachos, pero ella elige siempre a cualquiera. Oh, es tremendo. Si una muchacha pretende salir adelante, tiene que tener cuidado. Hace años que Renna está viéndose con un muchacho espantoso llamado Nonik. Vol Nonik. ¿Y sabe dónde viven los padres? —señaló hacia la Olla—. Y ni siquiera vive con ellos.

—Discúlpeme —interrumpió Clea—. Tengo… tengo un poco de trabajo y debo subir. Discúlpeme.

—Oh, por supuesto, por supuesto —dijo la mujer, mientras entraba—… Pero usted sabe, una muchacha no puede ser demasiado cuidadosa.

Dentro del apartamento, Clea permaneció junto a la puerta cerrada, pensando: «Sus brazos eran fuertes. Una vez me tomó por atrás cuando íbamos caminando en fila única a lo largo de la pared de piedra que estaba junto al muelle. Su risa era como el gruñido de un oso; se rió cuando miramos las dos ardillas que conversaban entre sí en el campus el día que fue a visitarme a la isla University, y sus palabras eran serenas e inteligentes. Me dijo: “Tienes que decidir qué quieres hacer”. Y yo dije: “Quiero trabajar en mi proyecto sobre funciones sub-trigonométricas y quiero estar contigo, pero si esta guerra…”. Y de pronto descubrí qué profundo era lo que me había dicho, y descubrí que habiendo dicho lo que quería en voz alta, a él, eso era mucho más fácil de conseguir, aún a pesar de la guerra… ¡la guerra! ¡Está muerto!», y dejó de pensar.

Sobre el escritorio vio la regla de cálculo y el anotador que sobresalían desde abajo del cartel arrugado y recordó. «… en resumen, a lo que se reduce toda esta mezcolanza matemática, caballeros, es a que esas funciones sub-trigonométricas inversas se aplican verdaderamente al sistema de coordenadas espaciales aleatorias que he subrayado y lo definen con precisión; de modo que, caballeros, es más que concebible que con lo que todavía resta de la cinta de paso podamos enviar entre doscientas y trescientas libras de materia a cualquier lugar del globo con una precisión de micrones del tamaño de una cabeza de alfiler». ¡A cualquier lugar! ¡A cualquier lugar!… y dejó de pensar.

Cerró la ventana, se tendió en la cama y nuevamente los recuerdos le inundaron la mente. Había comenzado a trabajar en la computadora no mucho después del papel. «En lo primero que puede trabajar es algo para un input que tomará información de uno y medio a tres y cuarto killo-specs y pueda manejar por lo menos cuatro mil datos». Sin inmutarse, Clea supuso que debía ser un input que toma información directa del cerebro humano, viendo que la energía del cerebro del neandertal había sido recién medida en uno y medio killo-specs, mientras que la extraña corteza del cerebro de los guardias del bosque producía tres y un cuarto. No, no era una correlación fácil de hacer. Pero ella tenía la información e hizo la conexión, del mismo modo que cualquier otro podría razonar que un termómetro, cuyas especificaciones establecían que si se leía más de treinta y siete grados era una indicación de temperatura anormal para un ser humano. Más tarde, vio sobre el escritorio de un colega el diseño de una perilla para cambiar el circuito del mismo diferencial de voltaje que haría pasar de input a output. Quitando o poniendo hasta cuarenta mil partículas de información directamente dentro de la mente humana, reflexionó Clea. El problema de los cuarenta mil datos lo solucionó por medio de cristales de tetrón trifacetados para responder a un zumbido de multi-frecuencia y codificando los armónicos. Con diez cristales —cada uno del tamaño aproximado de una cabeza de alfiler— logró un sistema de clasificación que podría manejar sesenta y siete mil ciento cuarenta y nueve datos (tres décimos de la energía) y estaba bastante orgullosa del margen obtenido. Una vez, mientras exploraba el ala más alejada del edificio donde trabajaba, vio —a través de una puerta abierta— un lugar donde un artista había dejado pinchados sobre la pared varios bocetos de zonas pantanosas, grotescos e imaginarios, y algunas disecciones anatómicas estructuralmente imposibles. Dos semanas después corrió el rumor de que dos artistas que trabajaban en el edificio habían pasado por una lobotomía pre-frontal debido a la insistencia de los psiquiatras del gobierno. Algunas otras minucias: un mensajero que llevaba aquellos mismos bocetos y un carrete de cinta magnética a una oficina dos pisos abajo; que podría haber sido el mismo carrete que pasó de las manos de un técnico con chaqueta blanca a las de un oficial militar; la pregunta de ella acerca de los dibujos: «¿Oh, aquéllos? Fueron quemados. Ya no se los necesitaba más», dijo el técnico de ojos violetas del laboratorio; eso parecía la desintegración de todo el proyecto y entonces ella se dedicó a otra cosa; los primeros informes sobre la conversión de la cinta de paso de un transmisor de materia con cable a un transmisor sin cable; y luego una conversación a la hora del almuerzo con un conocido proveniente de un departamento totalmente diferente: «… trabajando en una computadora muy difícil de operar. Por medio de cintas grabadas pone información directamente dentro del cerebro. No puedo imaginar qué va a hacer un cerebro humano con sesenta y siete mil datos, pero ésa es su producción ¿Puede imaginarse?». Clea imaginaba. Al mismo tiempo había otros dos detalles menores. Un día iba caminando por el desembarcadero, al caer la tarde, cuando el cielo tiene el matiz de zafiros astillados entre largas nubes rojas. Entonces la golpearon tres cosas. Una: ¡él estaba muerto! Dos: ¡A cualquier lugar! ¡A cualquier lugar! Tres: … Dejó de pensar. Iba a gritar.

Pensar en cualquier otra cosa, en no gritar, en quedarse quieta, en nada… Lentamente fue cediendo la tensión de la garganta, de los puños, de las pantorrillas, y se durmió.

• • •

Se levantó tarde, después del mediodía, se lavó los dientes, las manos, las muñecas, cuello y cara. Comió. Luego salió para comprar la comida para el día siguiente. De algún modo en medio de todo esto había logrado una forma nueva de calcular cualquier función de pi, pero para la época en que comenzó a pasear otra vez por las calles con la oscuridad de la noche tras ella, ya lo había olvidado.

El primer sonido que hizo que su mente volviera de un salto a la superficie fue un grito a su izquierda. En la calle lateral, se oían pisadas, un golpe sordo, otro grito, luego varios grupos de pisadas. Al principio intentó huir, pero algo la hizo seguir avanzando.

Miró del otro lado de la esquina, luego se apretó contra la pared. ¡Malis! Dos hombres y una mujer corrían en dirección a donde un número ya indistinguible de personas alborotaba en la calle. Alguien retrocedió de un salto, un hombre recibió un golpe fuerte en el estómago y rodó sobre el pavimento. Una mujer gritó, maldijo y se tambaleó con las manos sobre los ojos.

Alguien logró zafarse de la refriega, una muchacha… ¡con cabello blanco!

Clea sintió que algo le apretaba las entrañas. La muchacha corría por una diagonal que la llevaba en dirección a Clea. De pronto dos hombres aparecieron frente a ella. Algo desplegó un abanico blanco y brillante mientras un hombre levantaba el brazo. ¡Una espada flamígera!

Mientras el brazo descendía, Clea vio el reflejo cerca de sus pies, una línea delgada y blanca contra un disco de agua. Se agachó, sacó el balde que estaba debajo del caño de desagüe y arrojó el contenido encima de las figuras. La espada flamígera se achicó, largó vapor y se apagó, cayendo sin romperse encima del brazo de la muchacha de cabello blanco.

Pero ahora su refugio detrás de la cañería era conocido. La muchacha, retrocediendo con pasos de baile, miró a Clea, y Clea la miró a su vez. ¡Por Dios, no tiene ojos!

Pero alguien se acercaba, a ver: el hombre de la espada flamígera. La sonrisa del hombre parecía la corteza desgajada de un fruto de kharba podrido. Ella le dio un puntapié y se hizo rápidamente a un lado, pensando (del mismo modo en que solía pensar en la fluctuación de la segunda derivada de una función logarítmica de cuarto grado, aguda, fríamente), el hombre soporta el peso de su cuerpo sobre todo con el pie izquierdo y usa el derecho para darse impulso, y cuando estaba a punto de ser alcanzada se volvió para enfrentarlo y lo pisó con fuerza en el pie derecho —estaba descalzo— al mismo tiempo que le clavaba el codo en la oscuridad que era el estómago.

Mientras el hombre caía por el ataque doble, Clea huyó, oyendo sus propios pasos, luego otros en contrapunto, más ligeros, sobreponiéndose a los suyos. Nuevamente se volvió, pensando: me voy a arrojar contra quienquiera que sea y le voy a morder el cuello; no se lo esperan.

Pero cuando se volvió se detuvo, mientras el pensamiento jugueteaba burlonamente en su cabeza como una delgada hoja al surgir de una superficie lisa: ¡pero tiene unos hermosos y brillantes ojos azules!

Estaban bajo la luz de un farol.

—Vamos —dijo la muchacha de pelo blanco—. Por aquí. ¡Todavía no se fueron!

Doblaron en la esquina siguiente, hicieron la cuadra corriendo, se escabulleron por dos callejuelas más, luego disminuyeron la marcha.

Clea hizo entrar aire en los pulmones tratando de formar las palabras: ¿Bueno, quién eres tú?, saboreándolas anticipadamente; la muchacha le dijo:

—Eh, peleas bien.

Sorprendida, Clea miró a la muchacha y dijo a su vez:

—Gracias. —Luego agregó—: ¡Tu brazo! ¿Qué te pasa en el brazo?

—¿Eh? —Se sostenía el hombro derecho con la mano izquierda—. Oh, nada.

—Estás lastimada —dijo Clea. Miró el letrero de la calle—. Mira, yo vivo a ocho cuadras de aquí. Ven conmigo y le pondremos algo —e investigaremos quién eres, recordó agregar, en silencio.

—Seguro, doctora Koshar —dijo la muchacha—. Gracias.

Clea saltó, o algo en su interior saltó, pero emprendió la marcha.

Frente a su puerta, el dedo en equilibrio ante la cerradura, Clea preguntó:

—¿Quién te envió detrás de mí? Y llámame por el nombre de pila.

—Está bien —dijo la muchacha.

La puerta se abrió y Clea prendió la luz.

—¿Cómo te llamas?

—Alter —dijo la chica.

—Siéntate por ahí, Alter, y quítate la blusa.

Clea fue al cuarto de baño y regresó con tres botellas pequeñas, un rollo de cinta adhesiva y uno de gasa.

—Todavía no me has dicho quién te envía. Ehhh, parece como si alguien te hubiera puesto un rallador en el hombro.

—Creo que usted disminuyó la energía, pero todavía estaba caliente. Una vez me lastimé mucho el hombro y ahora siempre tengo un poco de cuidado —añadió—. Usted no me ha dejado decírselo todavía.

—Me pregunto dónde consiguen estas armas. Se supone que deben tenerlas nada más que los guardias y los militares.

—De los guardias y de los militares —dijo Alter. Se echó atrás mientras un líquido transparente caía sobre el hombro despellejado y se relajó cuando lo siguió un líquido rojo—. Nadie me envió aquí, de verdad.

—Quizá no quiera saberlo —dijo Clea, y de pronto, el tono frágil que estaba tratando de mantener se rompió y desde abajo surgió una corriente cálida—. ¿Qué es esto? —preguntó, tocando un lazo de cuero en el que había ensartados caracoles pulidos de color verde, rojo y marrones dorados.

—Me lo dio un muchacho —dijo Alter—. No es más que un collar.

—En alguna ocasión se rompió —dijo Clea—. Pero lo arreglaron.

—Así es. Igual que mi brazo —dijo Alter—. ¿Cómo se dio cuenta?

—Porque en la superficie del cuero hay cortes alrededor de las cuentas, del lado derecho, como si algo pesado le hubiera caído encima y hubiera aplastado los caracoles de ese lado contra el cuero. Y tú hombro está un poco distendido. Pero estoy segura de que anda bien.

Alter alzó la vista, sus grandes ojos como turquesas detrás del rostro bronceado.

—Así es. Alguien lo pisó… una vez —luego preguntó—: ¿Por qué me dijo eso?

—Porque soy astuta. Y quiero que tú lo sepas. —Cris-cros, cris-cros, cuatro bandas de tira adhesiva cubrieron el apósito de gasa sobre el hombro de Alter. Clea fue hasta la heladera, sacó algunas frutas frescas y las llevó a la mesa—. ¿Tienes hambre?

—Mmm, mmm —dijo Alter y cayó sobre la fruta, alzando la vista para decir un Gracias con la boca llena. Cuando ya había comido la mitad, Clea dijo:

—Si te envía el gobierno, no hay motivo para que yo intente siquiera escapar. Pero si te envía algún otro, entonces…

—Su hermano —dijo Alter—. Y Arkor, y la Duquesa de Petra.

—¿Qué pasa con mi hermano? —dijo Clea suavemente.

—Él no me mandó —dijo Alter, mordiendo la fruta—, exactamente. Pero me dijeron dónde estaba, y entonces yo decidí venir y ver qué clase de persona era usted.

—¿Qué clase de persona soy?

—Pelea bien. —Alter sonrió.

Clea le devolvió la sonrisa.

—¿Cómo está Jon?

—Bien —dijo Alter—. De una pieza entera.

—En tres años sólo tuve noticias de él dos veces. ¿Tenía algún mensaje?

Alter sacudió la cabeza.

—Bueno, me alegro de que esté vivo —dijo Clea, corriendo las botellas que estaban sobre la mesa.

—Lo que están tratando de hacer con la guerra…

—No quiero oír hablar de eso. —Clea se puso de pie y llevó nuevamente las botellas al cuarto de baño—. No quiero oír nada de esa maldita guerra. —Cuando cerró el botiquín se miró un momento en el espejo.

Al salir, Alter estaba junto al escritorio; había apartado el cartel arrugado y estaba mirando el anotador.

—¿Qué es todo esto?

Clea se encogió de hombros.

—¿Usted inventó eso que los envía del otro lado de la barrera, no es así? —preguntó Alter al cabo de un momento.

Clea asintió.

—¿De eso se trata?

—Algo así.

—¿Puede explicarme cómo funciona el asunto de la barrera?

—Me llevaría toda la noche, Alter. Y de todos modos no lo entenderías.

—Oh —dijo Alter—. No puedo estar levantada toda la noche porque mañana tengo que conseguir un trabajo.

—¿Ah, sí? —dijo Clea—. Entonces creo que puedes dormir aquí. ¿Para qué te seguían esos malis?

—Yo ya estaba fuera de la cuestión —dijo Alter—. Igual que ellos. Así es como trabajan.

Clea frunció el ceño.

—¿Y no tienes un lugar para quedarte?

—Había un lugar en el que pensé que podía dormir, una posada en la Olla, pero está destruida. De modo que estaba dando vueltas. He estado lejos durante un tiempo.

—¿Lejos dónde?

—Lejos, simplemente —entonces se rió—. Usted me dice como funciona esa cuestión de la barrera y yo le diré dónde estaba. Su hermano estaba allí.

—Es un trato —dijo Clea—. Pero a la mañana.

Alter se dirigió al sofá y se tendió de cara al respaldo, de modo que el hombro vendado quedaba hacia arriba. Clea fue a su cama. Antes de sentarse, sin volverse, dijo:

—Creo que anoche te vi siguiéndome.

—Así es —llegó la voz desde el sofá.

—Y de pronto desapareciste.

—Así es.

—Explícame.

—¿Oyó hablar alguna vez de la espuma-viva?

—No.

—Yo tampoco hasta hace cuatro días. Y hasta esta mañana nunca había tenido en mis manos ninguna. Es un rocío plástico pigmentado con poros. Estoy cubierta con él; de otro modo, con una luz baja, no podría verme.

—Mañana tendrás que contármelo con más detalle.

—Seguro.

Clea se sentó en la cama.

—¿Qué pasa con esos malis? ¿De dónde vienen? ¿Qué quieren…?

—¿Usted no es también una especie de mali? —preguntó Alter al cabo de un momento.

—¿Qué quieres decir?

—Un agitador —dijo Alter—. ¿Por qué está en este agujero, escondiéndose de todo el mundo? Con algunos es de una manera, con otros es de otra, supongo.

—¿Lo sabes todo, verdad? —Se oyó un chasquido. Desde el sofá llegó un bostezo.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó Clea, y pensó en eso, en vez de gritar.

• • •

La luz de la mañana arrojaba rojos y dorados sobre la pared. En el cuarto de baño había alguien. El agua chorreaba en el lavatorio de porcelana.

Se asomó Alter.

—Hola —sonrió.

—¿A dónde vas?

—Al circo —dijo Alter—. A conseguir un trabajo. ¿Quiere venir conmigo?

Clea frunció el ceño.

—Vamos —dijo Alter—. Le hará bien salir.

Clea se levantó, fue al cuarto de baño, se lavó la cara y salió enrollando las hebras de cabello negro en un rodete negro y apretado.

—Hágase una trenza —dijo Alter desde atrás.

—¿Qué?

—¿Por qué no se lo trenza? Le llevaría la mitad del tiempo y no parecería tan… —se estremeció ligeramente.

Clea se soltó nuevamente el pelo, luego lo levantó y lo dividió en tres. Cuando salieron a la calle, el cuello del vestido de Clea estaba abierto y sobre el hombro le caía una trenza negra y gruesa.

• • •

Había poca gente. El sol coronaba de luz las torres de la ciudad. El dorado atrapaba la baranda de un balcón y se subía a una ventana brillante, mientras el sol descendía al nivel de la calle.

—¿En qué dirección? —preguntó Clea, deteniéndose para mirar las torres.

—Por acá.

Caminaban entre los edificios en dirección a la Olla del Diablo.

En ese borde enloquecido de la ciudad un lugar vacío era una cosa rara. La Extravaganza de Tritón («El mayor espectáculo de entretenimientos de Isla, Mar o Continente») había adquirido un área de dos cuadras y allí había establecido su imperio. Contra el cielo se recortaban toldos tejidos con sogas entrecruzadas verdes y púrpuras. Sobre un costado del lote se alineaba uno tras otro: pumas, un bisonte de ocho patas, un oso marrón, un zorro de dos cabezas, un jabalí gigante y un acuario de cinco mil galones de capacidad que alojaba a un tembloroso calamar albino. En otro, tiburones feroces olisqueaban los ángulos de vidrio, en tanto que más adelante un pulpo se enredaba y desenredaba sobre la arena azul.

Una bandada de brillantes artistas aéreos salía de una carpa, pasaba entre ellos, se ocultaba en otra.

—¿Quién…? —comenzó Clea.

—Trapecistas —dijo Alter—. Se llaman a sí mismos los Peces Voladores. Muy trillado. Vamos, tengo que ver al señor Tritón.

—¿Qué hay por allí? —preguntó Clea cuando empezaron a caminar en dirección al inmenso vagón que estaba al final del lote con el magnífico Neptuno de papel maché, barbado, de gran vientre y echando rayos desde el techo.

—¿Eh? Ése es el vagón del chow-chow. Oiga, ¿por qué no da una vuelta y trata de comer algo mientras yo veo al señor Tritdn? Después iré con usted, pero ahora tengo que dar la prueba con el estómago vacío, o saldrá todo para el diablo.

—Bueno, yo… —Pero Alter ya había subido los escalones del vagón grande; y Clea estaba sola. La mañana era ruidosa y fría.

Se dirigió al buffet, donde un toldo verde y amarillo cubría mesas de madera. En la parrilla chillaba la grasa. Clea se sentó frente a un hombre que tomaba chowder en un cuenco de terracota. El hombre le dedicó una sonrisa que le dibujó una red de arrugas alrededor de los ojos llenos de humo.

Detrás de ella, una mujer dijo:

—Lo que sea, pero ya. No tengo todo el día para esperar.

—¿Qué tiene para comer?

La mujer frunció el ceño.

—Pescado frito, pescado hervido, pescado a la plancha, huevas de pescado, pescado y papas fritas… el especial es huevos y pescado frito, cincuenta centiunidades.

—El especial —dijo Clea.

—Bien —la mujer sonrió—. ¡Sorpresa! Hoy está comestible.

El hombre que estaba del otro lado de la mesa sonrió nuevamente y preguntó:

—¿Qué clase de número tiene usted?

En ese momento se sentó junto al hombre una mujer vestida con lentejuelas y dijo:

—¿Ella va a dar una prueba?

—Yo soy un payaso —se atrevió el hombre.

—Oh… yo… no tengo ningún número.

El hombre y la mujer se rieron.

—Quiero decir que no actúo en este circo.

Se rieron otra vez y la mujer asintió.

—Lo único que yo hago es adiestrar focas, tesoro, así que no se haga problemas.

En ese momento la mujer del buffet dejaba deslizar un plato de filete y huevos revueltos; la manteca corría a través de los montecitos amarillos y descendía hasta la escudilla blanca. Clea tomó el tenedor y el payaso dijo:

—Tesoro, usted disfruta de la comida, ¿no es así?

Sorprendida, Clea lo miró y luego se miró a sí misma.

—No, no me refiero a su peso. Me refiero al modo en que mira la comida. Alguien que mira la comida de esa manera, y ésa es una experiencia muy especial, ese tipo de persona nunca tiene que lamentarse por la silueta. —Se dirigió a la entrenadora de focas—: ¿Te das cuenta de lo que quiero decir? Por la forma en que miran, uno sabe porque están gordas como remolcadores. O si los ojos se achican y aprietan los labios entonces conoces el motivo de por qué son tan flacas como aves zancudas. Pero la mirada suya… —dijo, volviéndose a Clea.

—Oh, cierra el pico —dijo la entrenadora de focas—. Si empiezas a hablar podemos quedarnos aquí todo el día. —Clea y los dos compañeros de circo se rieron.

El payaso dijo luego:

—¡Eh! —y estaba mirando por encima del hombro de Clea. Ella se volvió.

De un lado al otro del lote alguien había puesto un trapecio. Con saltos regulares, la muchacha del cabello blanco daba vueltas y giraba contra el cielo: un triple salto mortal hacia atrás, un triple salto mortal hacia adelante, medio ganador, recuperación, ganador total, recuperación, abertura hacia atrás como sevillana, salto triple atrás, salto triple otra vez hacia adelante…

—¡Es buena! —dijo el payaso.

La entrenadora de focas asintió.

Triple hacia adelante, triple hacia adelante, cisne, triple hacia atrás. Luego una vela derecha en medio de un salto cuádruple hacia atrás, cerrando con un salto doble hacia adelante antes de golpear el elástico por última vez.

En todo el lote la gente se había detenido a mirar. Peones, mirones, actores, estallaron en un aplauso.

Alter se dirigía al buffet. Un hombre la llevaba del hombro. Era mayor, macizo y una barba de algodón le flotaba sobre el pecho.

Clea se puso de pie para hacerles lugar en la mesa, echó una mirada alrededor de ella y para su sorpresa vio que todos los que estaban en la mesa también se ponían de pie. Hubo un repentino, desafinado pero alegre coro de «Hola, señor Tritón. Buen día, señor Tritón».

—Siéntense, siéntense —proclamó Tritón con afabilidad, y las sillas volvieron a sus lugares. Entonces siguió hablando con Alter—. Pasado mañana empezarás con nosotros. Muy bien. Muy bien. ¿Tienes lugar para dormir? Porque serías muy bienvenida en el lote.

—Gracias —dijo Alter—. Oh, ésta es la amiga mía de la que le estaba hablando.

La sorpresa se reflejó en las comisuras de los labios de Clea antes que pudiera levantarlas en una sonrisa defensiva.

—¿Usted es contadora, verdad? Bueno, podría emplear a alguien para poner los libros en orden. Vamos a hacer un buen negocio durante la gira por el continente. Venga aquí con la chiquilla…

—Pero yo… —Clea empezó, mirando a Alter, quien sonreía nuevamente.

—… pasado mañana —concluyó el señor Tritón— y el trabajo es suyo. Buenos días a todos, buenos días.

—¿Qué te dije? —dijo el payaso a la entrenadora de focas.

—Pero yo… —repitió Clea. El señor Tritón se ale-jaba—… no quiero un empleo. No pienso que…

Alter se estrechaba las manos con la entrenadora de focas, con el payaso, e incluso la mujer del buffet estaba felicitándola. Un momento después miró a su alrededor para decirle algo a Clea; pero Clea se había ido.

• • •

Caminó, sin mirar las fachadas con tablones negros de humo de los edificios de la izquierda, ni al muchacho chillón que le arrojaba trozos de asfalto a un perro de tres patas a la derecha. Tampoco miró las alcantarillas cubiertas de basuras ni las pálidas torres que se alzaban en el centro de la Ciudad. Caminó hacia adelante, derecho, hasta que llegó al edificio de departamentos.

—Oh, señorita Rahsok, aquí está usted. Salió temprano, como de costumbre. —Todavía no eran las ocho y media.

—Oh… hola.

—Como digo siempre —dijo la mujer, ajustándose el pañuelo a la cabeza—, hace bien salir tempranito —de pronto, la mujer cambió la expresión del rostro y repitió—: Hablando de tempranito, sabe que mi hija Renna… bueno, se escapó esta mañana cuando salió el sol, y sé que se fue a pasar el día con ese tal Vol Nonik. Anoche estuvimos discutiendo por él. ¿Qué proyectos tiene?, le pregunté. Después de todo, yo soy una mujer razonable. ¿Qué pretende hacer de sí mismo? ¿Y sabe lo que me dijo ella? ¡Que escribe poemas! ¡Y eso es todo! Bueno, tuve que reírme. Pero le tengo una sorpresa que seguro le va a sacar a ese individuo de la cabeza. Le conseguí una invitación para el Baile de la Liga Victoriana. Tuve que luchar con la señora Mulqueen durante media hora. Pero si Renna va, conocerá a algún joven apuesto y se olvidará de ese muchacho idiota y de sus poemas idiotas. ¿Por qué un joven como Nonik no está en el ejército? Tenemos un enemigo del otro lado de la barrera y yo le pregunto…

—Discúlpeme —dijo Clea—. Discúlpeme, por favor.

—Oh, por supuesto. No tenía intención de demorarla. Buenos días.

Pero Clea ya había pasado y estaba subiendo las escaleras. Tenemos un enemigo del otro lado de la barrera. Pensó en el cartel arrugado sobre su escritorio y como el estímulo de un reflejo condicionado, surgió:

Los brazos fuertes me rodeaban, me daban seguridad, como la risa inteligente; los ojos brillantes parpadeando con la súbita luz del sol, y la ternura del gruñido del oso… él está muerto; «… podemos enviar entre doscientas y trescientas libras de materia a cualquier lugar del globo con la precisión de…». A cualquier lugar; esa computadora, para qué otra cosa podrían usarla, localmente programada, chiflada, al azar…

Entonces cerró la puerta de un golpe, cercenando el grito que se le estaba formando en la garganta. Se apoyó contra la puerta, saboreando las bocanadas de aire que llegaban una y otra vez a los pulmones con tanta intensidad que le hacían daño.

No salió en todo el día. Recién a medianoche logró abandonar la habitación para dar un paseo. Pero al llegar a la escalera, oyó un ruido. Abajo alguien acababa de caerse.

Preocupada, corrió hacia abajo. Alguien le sonrió, llevándose un dedo a los labios.

—Shhh, por favor. Shhh. ¡Así mi esposa no se enterará!

—¿Está bien?

—Por supuesto que estoy bien —la nuez le dio un salto en la garganta—. Oh, discúlpeme. Estoy perfectamente bien. Realmente en muy buen…

—Así lo espero. Un momento. Vamos, Dr. Wental.

Comenzaron a subir las escaleras, mientras el doctor chasqueaba la lengua.

—Oh, las pruebas y tribulaciones que debe sufrir un hombre. Oh, las pruebas —eructó nuevamente—. Por ejemplo ese pobre viejo de la verruga eritematosa de esta tarde. ¿Dije pobre? Discúlpeme, quise decir «condenadamente rico». Dentro de un mes estará hinchado como un pescado. ¿Pero qué puede hacer uno si el Servicio Médico no distribuye ninguna hormona adrinocorticoide? Le di un chorro de una vieja solución salina con un poco de colorante. No le va a hacer daño y le puedo cobrar cincuenta unidades. Regresará mañana. Tal vez para entonces pueda conseguirle algo. Pero es terriblemente difícil, señorita Rahsok. Casi podría llorar.

Mientras llegaban a la puerta el doctor indicó silencio por última vez. Lo dejó manoteando la cerradura. Cuando Clea llegó a la puerta de adelante, se detuvo.

Esta vez no pensó en sus tres descubrimientos. Pensó, en cambio, muy brevemente, en la madre de Renna, Renna y Vol Nonik. Conocía el nombre de alguna parte; luego pensó en el Dr. Wental, en el paciente del Dr. Wental y en la esposa del Dr. Wental. Afuera, la noche se apretaba contra el vidrio de la puerta, pero desde más allá pudo oír los últimos y débiles silbidos del órgano a vapor del circo que estaba a varias cuadras de distancia. Regresó a su habitación temprano.

• • •

A la mañana siguiente, con el cabello trenzado y el cuello del vestido que le descubría la garganta, se dirigió hacia el terreno del circo. El aire de la mañana le enfriaba la mitad de la cara en sombras en tanto que el sol le acariciaba la otra con dedos amarillos. Desde el desembarcadero llegaba el olor fuerte del mar, y Clea sonreía.

Mientras caminaba junto al cerco que rodeaba el lote ya bullicioso, vio que alguien se acercaba. Un destello de cabellos de plata y Alter, riendo, corrió hacia ella y la tomó de la mano.

—¡Eh, me alegra que haya vuelto!

—¿Por qué no iba a volver? —dijo Clea—. Aunque en algún momento tuve dudas. ¿Por qué no volviste a mi casa? Podrías haberte quedado allí. Me tenías preocupada.

Alter bajó la vista.

—Oh —dijo—. Pensé que estaría enojada. Fue una cosa divertida. —Alter jugueteaba con su collar.

—¿Qué te llevó a decirle al señor Tritón que yo necesitaba un empleo?

—Simplemente se me ocurrió que podría ser divertido, Y quizás a usted le guste también.

—Bueno, gracias. Espero que el amigo que te dio el collar venga a verte algún día. ¿Puso distancias logarítmicamente crecientes a propósito?

—¿Eh? —preguntó Alter—. No, creo que no. Ahora está en la guerra. ¿Eh, dije algo malo?

—¿La guerra? No… Él no puede…

—¿Qué?

—Nada —dijo Clea. De pronto rodeó con su brazo los hombros de Alter y le dio un sacudón amistoso.

—¿Está segura de que está bien?

Clea suspiró y dejó caer el brazo.

—Estoy segura —dijo.

Entraron al circo juntas.