CAPÍTULO DOS

QUINCE MONEDAS DE COBRE de cien unidades habían sido distribuidas sobre una caja de cartón vacía, en forma de un cuadrado con un ángulo vacío.

Un puño peludo golpeó la superficie, las monedas saltaron y los tres hombres que habían estado arrodillados junto a la caja cayeron hacia atrás, haciendo ruido.

—¿Cuál es la idea? —preguntó uno con pelo castaño y enrulado.

—¡En, eh, mírame! —Una sonrisa partía como un tajo la cara del que había interrumpido. Rollizo, ancho como un tonel, sin cuello y con un mentón pequeño, tenía el pelo y las cejas del color del cáñamo—. Mírame —vociferó nuevamente; echó atrás la cabeza y se rió.

—Oh, olvídalo —gimió el muchacho de ojos verdes y abundantes pecas a quien llamaban Shrimp—. ¿Por qué no eliges a uno de tu propio tamaño?

El torso rollizo de Lug rodó sobre su pelvis y las manos braquidactílicas golpearon en su estómago bajo y duro.

—Yo elijo… —se volvió hacia el tercer hombre—… ¡tú!

Waggon, el tercer hombre que se hallaba junto a la caja, tenía el mismo físico sólido, sólo que tenía el pelo como alambre y negro, y la frente aún más angosta.

—Oh, deja solo a Waggon —se quejó Shrimp—. Estamos tratando de enseñarle un juego.

—Él es de mi tamaño —gruñó Lug, dando un golpe travieso sobre el hombro de Waggon.

Waggon, que había estado concentrado en las monedas, levantó la vista sorprendido, parpadeando. Alrededor de las pupilas se veía muy poco blanco.

—Déjalo solo, Lug —dijo Shrimp nuevamente.

Por segunda vez Lug golpeó el hombro de Waggon. De pronto, Waggon giró sobre sus pies, mientras músculos como sogas se le anudaban en los hombros y muslos. Saltó sobre Lug y ambos rodaron por el suelo. Los otros reclutas miraban desde las cuchetas o desde donde estaban sentados leyendo panfletos militares. Un guardia del bosque de dos metros diez que había estado recostado contra la doble, cucheta se apartó de la pared color aceituna oscuro y se dirigió hacia los dos neandertales peleadores. Los tomó por sorpresa. Un gemido, otro gemido, y Lug y Waggon se encontraron colgando por las solapas de los puños del guardia del bosque.

—¿Por qué no aprenden a hacer una pasable imitación de los seres humanos, monos? —preguntó el guardia con voz moderada.

Las grandes pupilas parpadearon, los puños se cerraron como las garras de los gatos y los dedos de los pies que sobresalían de las botas abiertas se plegaron. El guardia del bosque los soltó y rebotaron en el piso sobre sus propias articulaciones. Se sacudieron y se alejaron pesadamente; parecían haber olvidado el incidente.

—Cuidado —dijo una voz desde la puerta. Todos se irguieron inmediatamente cuando entró el oficial, seguido por tres nuevos reclutas: un guardia del bosque con el cráneo afeitado, un muchacho de piel oscura y cabello negro de unos diecisiete años, con ojos color verde mar, y un neandertal poco común y rollizo que seguía parpadeando.

—Hombres nuevos —dijo el oficial—. ¡Atención! Ptorn 047 AA-F. —El guardia rapado dio un paso adelante—. Tel 211 BQ-T. —Tel, ojos verdes, silencioso, dio un paso adelante—. Kog 019 N-H. —Ahora se movió el neandertal que parpadeaba—. Está bien, muchachos —dijo el oficial—, no olviden que hay una reunión de orientación dentro de… —miró el cronómetro que estaba en el techo—… once minutos. Cuando suene este gong, ¡apúrense! —Abandonó la habitación.

Los tres recién llegados trataron de sonreír mientras una media docena de hombres pronunciaba un negligente «Hola».

Shrimp, ojos verdes y pecoso, se aproximó:

—¿Eh, alguno de ustedes está interesado en un juego de azar? Vengan conmigo para conocer a los muchachos. Me llamo Archibald Squash. De verdad. Imaginen a una madre que pone Archibald a su hijo. Pero pueden llamarse Shrimp. —Parecía que dirigía su atención cada vez más hacia el neandertal. Entonces se volvió directamente a él y dijo—: Tu nombre es Kog, ¿cierto? Bien, ven y únete al juego.

Tel y Ptorn se miraron entre sí, luego siguieron a Shrimp y a Kog hacia donde otro hombre arreglaba monedas sobre una caja de cartón.

—Hola, Curly —dijo Shrimp—. Éste es Kog. Kog, Curly. Kog quiere jugar con nosotros, Curly. ¿No es así, Kog? —Una amistad tan entusiasta le pareció a Tel algo forzada. Pero el neandertal sonrió y asintió con la cabeza—. No tienes más que sentarte aquí —y Shrimp, con la mano sobre el hombro de Kog, lo hizo ponerse en cuclillas junto a la caja de cartón—. Así jugamos nosotros (¿tienes algo de dinero?). Pones las monedas en forma de cuadrado, de cuatro por cuatro, pero con un ángulo vacío. Entonces tomas ésta de diez unidades y la haces saltar por encima de la tapa de la caja de modo que caiga sobre el ángulo vacío, ¿ves? Entonces desde los otros lados del cuadrado salen volando dos monedas, así. Ahora numeramos las monedas del lado opuesto: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. (Saca tu dinero, Kog) y apuestas a dos de ellas. Déjame mostrarte. Yo apuesto al dos y al seis. Ahora hago saltar la moneda y… y vuelan dos y cinco. Toma, sacaste media unidad. Eso es porque sólo salió la mitad de mi apuesta —puso una moneda en la mano de Kog—. Ahora, prueba tú.

—Eh… sí —asintió Kog—. ¿Cómo se llama esto?

—Erramat, dado-doble, moneda cortada, siete abajo, elige.

—¿Erramat…? —preguntó Kog.

—Erramat —repitió Shrimp—. De acuerdo, coloca tu dinero. Bien. ¿Apuestas?

—¿Uhh? Oh, eh… dos y seis.

Kog hizo saltar la moneda, la pieza dio en el extremo vacío y del costado saltaron dos monedas que no eran ni dos ni seis.

Shrimp gimoteó y Curly levantó la marca de Kog.

—¿Uhh? —preguntó el neandertal.

—Oh, no terminó —dijo Shrimp—. Es sólo un primer intento. Ahora juguemos todos otra vez.

Sobre la tapa de la caja aterrizaron marcas ajadas y la moneda fue arrojada una vez; luego otra; luego otra.

En la cara de Kog se había cincelado un entrecejo desconcertado cuando de pronto Ptorn, el guardia de cráneo liso, se inclinó sobre la mesa improvisada y dijo llanamente:

—¿Qué les parece si me dan una oportunidad?

Shrimp alzó la vista, primero sorprendido, luego molesto.

—Estaba a punto de sugerir que interrumpiéramos el juego. Quiero decir…

—Vamos —insistió Ptorn. El largo brazo llegó hasta el hombro de Tel y los dedos marrones dispusieron las monedas en forma de cuadrado. Shrimp y Curly intercambiaron miradas compungidas.

—Dinero —dijo Ptorn y puso una marca junto a las monedas.

—Creo que voy a agregar mi marca ahora mismo… —dijo Curley y del otro lado de la mesa recibió un puntapié de Shrimp y la mano de Curly, que había comenzado a recoger sus ganancias distraídamente, retrocedió de un brinco como un resorte al que hubieran aflojado de golpe.

—Tres y cinco —dijo Ptorn. Las uñas anchas y marfileñas del dedo índice golpearon el canto marcado.

Tres y cinco saltaron del cuadrado.

Ptorn levantó la moneda.

—Dos y seis —dijo, moviendo nuevamente la moneda para hacer otro tiro.

Click-click.

Dos y seis.

Nuevamente Ptorn tomó las marcas entre sus dedos.

—Dos y cuatro.

—Espera un minuto… —interrumpió Shrimp.

—Dos y cuatro.

Click-click.

Ptorn esperó mientras colocaban los últimos billetes en su palma de doble ancho. Luego dejó caer el dinero frente a Kog.

—Esto es tuyo, mono —le dijo. Y se marchó.

Shrimp suspiraba con enojo.

—Malditos grandotes —murmuró mirando al guardia—. ¿Cómo lo hacen, eh? ¿Cómo? Es un juego totalmente limpio, pero ellos ganan siempre —de pronto miró directamente a Tel y sonrió—. Eh —dijo—, apuesto a que eres de una de las villas pesqueras del continente.

—Así es —dijo Tel, devolviendo la sonrisa—. ¿Cómo lo supiste?

—Tus ojos —dijo Shrimp—. Verdes. Como los míos. Tú sabes, nosotros, los pescadores, tenemos que unirnos. ¿Qué te hizo meterte en el ejército?

Tel se encogió de hombros.

—No tener otra cosa que hacer.

—Ésa es la verdad —dijo Shrimp—. Oh, aquí está Curly, mi compañero de crímenes. Es granjero.

Curly seguía rumiando sus pérdidas de juego.

—No soy granjero —gruñó—. Formé parte de una pandilla de malis en la Olla del Diablo durante casi un año.

—Seguro, seguro —dijo Shrimp—. Tú sabes, éste es un juego totalmente honesto. Lo juro por los rizos amarillos de Su Majestad. Pero sin embargo…

Un tañido del gong rompió el aire como si hubiera sido porcelana y una voz metálica les golpeó los oídos: «Todos los nuevos reclutas, presentarse en el Estadio de las Estrellas. Todos los nuevos reclutas, presentarse en el Estadio de las Estrellas…».

—Somos nosotros —dijo Shrimp y junto con los otros él y Tel y Curly detrás de ellos, se dirigieron hacia la puerta.

• • •

Entre los edificios centrales de Telphar, a los cuales estaba restringida la actividad de los reclutas, había una estructura que se hundía en la ciudad como una ampolla invertida. Suficientemente grande como para albergar a diez mil bajo su techo de simuladas constelaciones luminosas, sólo una sección estaba llena de inquietos soldados rasos.

En sus asientos, los oficiales parecían juguetes resplandecientes. Uno se acercó al micrófono, tosió, y mientras el eco retumbaba de pared a pared a través de la arena, comenzó:

—Tenemos un enemigo detrás de la barrera, tan hostil a cualquier principio y tan abominable que la humanidad…

Entre los seiscientos nuevos soldados estaba sentado Tel, y escuchaba, con más interrogantes que algunos, y con no tantos como otros.

Luego los reclutas estuvieron en libertad hasta el día siguiente en que tuvieron que ir a los cuarteles de entrenamiento. Tel seguía pegado a los talones de Shrimp y Curly.

—¿Cómo es realmente este juego? —preguntó finalmente cuando regresaban a las barracas por la elevada carretera.

Shrimp se encogió de hombros.

—No lo sé con exactitud. Pero, de todos modos, los monos no tienen oportunidad. Oh, es honesto. Pero parece que no aciertan más que una en diez. La gente común como tú y yo, bueno, lo hacemos bien y mejoramos con la práctica. Pero esos muchachos grandotes… olvídate cuando ellos están por los alrededores. ¿No vas a entrar con nosotros?

Se habían detenido ante la puerta de las barracas.

—Bueno —dijo Tel—, creo que voy a seguir caminando para ver qué pasa por ahí.

—Puedo decirte que no demasiado —dijo Shrimp—. Pero haz lo que quieras. Te veo más tarde.

Cuando Tel se marchó, Shrimp iba a entrar, pero Curly miraba la figura que desaparecía por el camino iluminado por la luz del crepúsculo.

—¿Qué estás esperando? —preguntó Shrimp.

—Shrimp, ¿de qué color son los ojos del chico?

—Verdes —dijo Shrimp—. Un poco más oscuros que los míos.

—Eso es lo que yo pensaba también esta tarde. Pero mientras volvíamos estuve mirándolo todo el tiempo y ya no lo son más.

—¿De qué color son entonces?

—Es justamente eso —dijo Curly—. No son nada. Es como si tuviera dos agujeros en la cabeza.

—Diablos, está casi oscuro. No podías ver.

—Oh, sí, podía. Y juro que no había nada detrás de los párpados. Sólo agujeros.

—Este aire de la tarde no te hace bien, muchacho —dijo Shrimp, sacudiendo la cabeza—. Ven adentro y te jugaré una honesta partida de Erramat.

• • •

Tel paseaba camino arriba. Tomó una rampa cubierta que subía de una carretera espiralada a otra y aparecía por encima de la mayoría de los edificios de los alrededores. Sólo el palacio central era perceptiblemente más alto que éste. El camino hacía una curva alrededor de la torre oscura y Tel pudo mirar los edificios más pequeños de Telphar por encima de la barandilla triple.

Abajo, la ciudad se extendía hacia las praderas y las praderas hacia las montañas que todavía resplandecían débilmente en sus bordes nudosos, a causa de la barrera de radiación. Todo le era familiar. De pronto se encendieron las luces de mercurio y blanquearon las sombras que cubrían la rampa. Al alzar la vista vio la figura, quizás a un metro ochenta de distancia, de otro recluta que había salido a investigar.

Cuando Tel se aproximó, descubrió que el hombre tenía la cabeza rapada. Entonces, acercándose, reconoció al guardia del bosque que había llegado con él esa tarde.

Ptorn lo vio y lo saludó con la mano.

—¿Cómo estás?

—Bien —dijo Tel—. ¿Tú también andas caminando?

Ptorn asintió y miró por encima de la barandilla. Tel se detuvo junto a él y se reclinó sobre la barra más alta. Una brisa le agitaba los puños, descubriéndole las muñecas, y le apretaba las solapas contra el cuello.

—Eh —dijo Tel al cabo de un minuto—. ¿Cómo haces con ese juego?

—No lo entenderías.

—¿Eh? —dijo Tel—. Seguro que sí. Haz la prueba.

Ptorn se puso de costado contra la baranda.

—Si realmente quieres saber, haz la prueba de seguir esto: supón que estás en la ciudad, en Toron, y que estás en la acera. Ahora digamos que uno de esos camiones grandotes de Hidropónicos Koshar que llevan material desde los muelles hasta los depósitos se acerca calle abajo, y digamos que se detiene un cuarto de camino antes que termine la cuadra. ¿Qué pasa?

—¿Se para?

—Bueno, no, no quiero decir que se pare exactamente. Digamos que frena el motor.

—Entonces sigue bajando.

—¿Hasta dónde?

Tel se encogió de hombros.

—¿Eso depende, no es cierto, de lo pesado que era el camión o de lo rápido que iba?

—Correcto —dijo Ptorn—. Pero si tú estuvieras cruzando la calle, podrías juzgar con bastante exactitud si tienes tiempo o no para cruzar, o en qué lugar va a detenerse el camión… una vez que viste que empieza a disminuir la velocidad.

—Creo que sí —dijo Tel.

—Bien, ¿te das cuenta que cuando haces eso estás haciendo subconscientemente un problema que a un matemático, que conoce el peso exacto del camión, la velocidad, el promedio de desaceleración y el componente de fricción de las ruedas, le llevaría con lápiz y papel, por lo menos un par de minutos para resolver? Sin embargo, tú lo haces en menos, de medio segundo contando sólo con la información que pueden reunir tus sentidos en uno o dos momentos.

Tel sonrió.

—Sí, es bastante sorprendente. ¿Pero qué tiene que ver esto con el juego?

—Justamente eso. Tú y yo podemos hacerlo. Pero si pones a uno de los monos en aquella esquina, tendría que permanecer allí hasta que el camión se pusiera en punto muerto antes que se animara a cruzar la calle. Oh, seguro, si le enseñaras matemáticas y le dieras un lápiz, papel y todos los factores, podría descubrirlo más o menos en el mismo tiempo que cualquier otro matemático. Pero mirando simplemente al camión no puede descubrir dónde va a detenerse.

—Sigo sin verlo del todo —dijo Tel.

—Bien, mira: así como ustedes los hombres pueden descubrir mediante la simple observación cosas que los monos jamás podrían percibir, del mismo modo nosotros podemos descubrir con sólo una mirada cosas que ustedes, los hombres, tampoco podrían ver, como por ejemplo a qué ángulo y con qué fuerza hay que arrojar esa moneda para hacer que las otras vuelen del cuadrado. Si puedes juzgar la dirección y la velocidad de la moneda, puedes descubrir el alcance y el juego de fuerzas en la matriz y de qué modo resultará en los lados del cuadrado.

—Creo que entiendo —dijo Tel.

—Yo no puedo explicarte a ti las matemáticas, pero tú no puedes explicarme las matemáticas de tu camión en pendiente.

—Creo que no —dijo Tel. De pronto alzó la vista hacia el guardia del bosque y frunció el ceño—. Recién, cuando dijiste «hombres», sonó como algo que… no eras tú.

Ptorn se rió.

—¿Qué quieres decir? Los monos son parte de ustedes así como ustedes los hombres son parte de nosotros…

—Ves —dijo Tel—. Incluso ahora. ¿No puedes oír el modo en que lo dices?

Ptorn permaneció un momento en silencio. Luego dijo:

—Sí. Lo oigo.

De pronto el muchacho sintió rechazo por el silencio.

—En cuanto al juego —dijo—, ¿podría alguno de nosotros… hombres, hacer lo que tú hiciste sólo con conjeturas?

Ptorn se encogió de hombros.

—Supongo que algunas mentes excepcionales pueden. Pero no es verdaderamente importante, ¿no es cierto?

—Creo que no —dijo Tel—. Nosotros los hombres —repitió—. ¿Qué nombre se dan, si no piensan en ustedes como hombres?

Ptorn se encogió nuevamente de hombros.

—Pensamos en nosotros como guardias, guardias del bosque. Sólo que el «bosque» no es tan importante.

—Eso es cierto. A veces se habla de ustedes como guardias del bosque, a veces como gente del bosque.

—Como «guardias» cuidamos el penal de las minas en el borde del bosque y devolvemos a los prisioneros que escapan.

—Oh, sí —dijo Tel—. Lo había olvidado. —Nuevamente examinó los edificios oscuros—. Una vez, antes de entrar en el ejército, conocí a un prisionero que había escapado —por un momento se quedó en silencio.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Ptorn.

—¿Eh? —dijo Tel, alzando nuevamente la vista—. Oh, para decir la verdad, estoy pensando en un collar.

—¿Un collar?

—Sí —dijo Tel—. Era de caracoles, caracoles pulidos que ensarté en una tira de cuero.

—¿Y eso que tiene que ver con el prisionero que se escapó?

—La chica a la que se lo di también conocía al prisionero. Una vez se rompió, lo pisaron. Pero más tarde lo arreglé. Era un bonito collar. Yo mismo pulí los caracoles.

—Oh —dijo Ptorn suave, delicadamente.

—¿Qué supones que son todas esas luces, en el límite de la ciudad? —preguntó Tel.

—No estoy seguro. Quizá tengan algo que ver con el campo de maniobras básicas. Aunque parece que estuvieran afuera, en la zona controlada de la ciudad.

—Sí —dijo Tel—. Pero entonces, ¿para qué iban a tener luces si no hay gente?

—Quién sabe —de pronto se puso más derecho—. Eh, mira.

—¿Qué es? —preguntó Tel.

—¿No ves? Algunas están apagándose, haciendo guiños.

—Oh, sí. Recién vi una. Me pregunto a qué distancia están.

—No estoy seguro —dijo Ptorn—. Las que se apagan no se encienden otra vez. Me pregunto que tendría que ver con las maniobras básicas. Sabes que se supone que son seis semanas difíciles.

—Escuché que es duro.

—Sí —dijo Ptorn—. Pero así es el enemigo.

—Sabes —dijo Tel, encorvando sus hombros—, entre los reclutas no vi ninguno de tus… guardias que pueda leer la mente, esos con las tres cicatrices.

Ptorn se incorporó.

—¿Realmente? —dijo—. ¿Qué sabes sobre los telépatas?

—Nada —dijo Tel—. Sólo sé… —se detuvo—. Bueno, una vez conocí a un muchacho, quiero decir un guardia, que podía leer la mente. Y tenía cicatrices…

—Conoces a mucha gente interesante, no es así —dijo Ptorn—. ¿Sabes que muy pocos hombres conocen a los guardias telépatas? Muy, muy pocos. En realidad, diría que fuera del bosque hay unos cuarenta que lo saben. La mayor parte de ellos está en el concejo.

—¿Tú no eres… telépata? —preguntó Tel.

Ptom sacudió la cabeza.

—No, yo no. Y tú tienes razón: en el ejército no hay ninguno, no los recluían.

—Normalmente no hablo de ellos —dijo Tel con cautela.

—Creo que eso es bueno —dijo Ptorn—. Eso es bueno —de pronto puso la mano sobre el hombro de Tel—. Regresa conmigo a las barracas, muchacho. Quiero contarte una historia.

—¿Sobre qué?

—Sobre un prisionero. Quiero decir sobre un prisionero que escapó.

Abandonaron la barandilla y se encaminaron hacia la rampa que los llevaría de regreso al nivel de las barracas.

—Yo vivía cerca del penal de las minas, Tel. No todos los guardias del bosque patrullan las minas, pero si has nacido cerca de ellas, existe la posibilidad de que lo hagas. Allí estamos organizados en escuadrones, pelotones, un ejército en miniatura. Más lejos las tribus de guardias son mucho más informales, pero cerca de las minas, donde hay que hacer un trabajo, tienen que ser totalmente estrictos. El muchacho que estaba a cargo de nuestro pelotón era un guardia tranquilo, con tres cicatrices que le recorrían la mejilla y el cuello. Solíamos sentarnos alrededor del fuego, hablando o disputando pero Roq —así se llamaba— permanecía contra un árbol y observaba. En el momento al que me refiero, acababa de oscurecer, y los palillos sobre los cuales habíamos asado la carne todavía estaban apoyados contra el fuego rodeado de rocas, con las puntitas brillantes por la grasa. Detrás de la quietud de las hojas se sentía el aire cargado de lluvia.

»Entonces saltó una rama, las hojas se rozaron entre sí y Larta entró en el claro. Larta era una teniente del pelotón de Frol que patrullaba los bosques a una milla de distancia. Ella también tenía el lado izquierdo de la cara recorrido por tres cicatrices. Se quitó del hombro una piel negra que se balanceó brillando con la luz naranja del fuego. Quedamente, Larta y Roq conversaron quizá diez segundos. Luego, todavía sin mirarnos a los demás, hablaron de modo que pudiéramos entender.

»—¿Cuándo tratarán de escapar de la mina? —preguntó ella.

»—Inmediatamente antes del amanecer —dijo Roq.

»Ahora escuchábamos todos.

»—¿Cuántos tratarán de huir? —preguntó Roq.

»—Tres —dijo Larta—. Está el hombre mayor que cojea. Hace catorce años que está en las minas. Cinco años atrás le aplastaron la pierna derecha en un derrumbe. El odio le brilla detrás de los ojos como un rubí pulido. Anda agazapado junto al guardia cárcel, jugueteando con una ramita entre los dedos, mientras espera, tratando de no pensar en el dolor que siente en la pierna. Se siente muy viejo. Junto a él está el fuerte. La textura de su mente es como hierro y mercurio. Tiene mucha conciencia de su propio cuerpo y mientras marcha agazapado piensa en el rollo de grasa donde las piernas se unen con la cintura y en los rollos del estómago por debajo del uniforme de prisionero. Tiene conciencia de las seis pecas en la mejilla derecha y de las diez en la izquierda. En el costado derecho del abdomen tiene la cicatriz de una apendicectomía y ahora piensa en eso, viendo fugazmente las paredes blancas del edificio del Servicio Médico con sus llamadores de cromo. En la prisión siempre ha tratado de parecer una persona serena, adaptable a las circunstancias, deslizándose con corrección y tranquilidad en medio de las escasas situaciones nuevas que se presentaban. Pero la determinación con que ha planeado su fuga… —tiene las uñas sucias de partículas húmedas y mientras siente esto entre sus dedos recuerda cómo estuvo a punto de ser apresado en el túnel que ellos cavaron con cucharas y zapatos y manos para llegar hasta la garita del guardia cárcel—, la determinación es fría y firme. El tercero, el más joven, con el cabello negro alborotado y los ojos asombrados camina agazapado detrás de los otros dos. Piense en una pileta de agua en reposo. Luego piense en algo brillante que surge violentamente desde el fondo, una espada flamígera, esparciendo sus destellos sobre las ondulaciones de la superficie. Es así como la idea de libertad surge violentamente desde su mente arrogante. —Mientras Larta hablaba, comenzó a caer una llovizna suave y ligera.

»—Se amontonan uno junto al otro —dijo Roq—. De un lado al otro de la garita del guardia-cárcel se ata una cuerda frente a la entrada que da a las cabañas. El guardia de atrás siempre se va por este camino mientras que el de adelante se va por la entrada que da a la jungla. El primer guardia saltará sobre la cuerda y gritará. El segundo correrá hacia el lugar para ver qué pasó y los dos se lanzarán hacia el bosque atravesando la franja de luz. Mercurio e Hierro lo planearon así. El inquieto Rubí ató un extremo de la cuerda y la Espada Destellante ató el otro. Están esperando, con la única compañía de la respiración y de la lluvia ligera.

»Nosotros permanecimos quietos y también esperamos. Larta regresó a su pelotón. Ésta es la historia en su parte principal —dijo Ptorn—. La verdadera fuga, cómo oyeron gritar al primer guardia y correr al segundo, cómo cruzaron a toda velocidad la franja y se separaron entre los árboles húmedos y oscuros; o cómo en la oscuridad seguí los pasos de Rubí Secreto, cómo lo escuché renguear sobre las hojas mojadas, a menos de dos metros de distancia, cómo lo oí detenerse, dudar, luego susurrar; “¿Hank, Jon, son ustedes? Por el amor de…” y entonces encendí mi espada flamígera y las hojas húmedas de pronto fueron un verde brillante, y él retrocedió tambaleante y gritó, confundido el Rubí del odio en el ángulo de los ojos; gritó nuevamente y entonces cayó de boca sobre la tierra blanda. Apagué la luz nuevamente y los destellos murieron, y el cuerpo desapareció. O cómo el gordinflón gritaba y gritaba y se agarraba con fuerzas del tronco chorreante, la mejilla apretada contra la corteza, y gritaba. Y el mercurio se evaporó y el hierro lo inundó con un miedo líquido y caliente. Y finalmente, todavía agarrado del árbol, gritó: “¡Quiénes son ustedes! ¡Háganse ver! ¡No es justo! Por favor, no es justo…”, y lo rodeamos en círculo, cada vez más cerca. O cómo llevábamos los cuerpos, en la madrugada, bajo la lluvia, para dejarlos en el barro, fuera de las cabañas, eso está verdaderamente más allá de la historia, la verdadera historia de la fuga.

Ya casi habían llegado a las barracas.

—¿Por qué…? —comenzó Tel—. ¿Por qué me dijo esto?

Ptorn sonrió.

—Sólo trajimos de vuelta dos cuerpos. El tercero, el más joven, quedó retenido en los campos de radiación, a donde no pudimos seguirlo. Tendría que haber muerto. Pero no murió. Escapó. Tú dijiste algo acerca de un prisionero fugado y en los últimos dieciséis años ha habido sólo una fuga. Además conoces a los telépatas. Y por otra parte, tienes ojos extraños. ¿Lo sabías?

Tel parpadeó.

—Yo no soy telépata —dijo Ptorn nuevamente—. Pero cualquier guardián del bosque te hubiera contado esa historia si tú le hubieras dicho lo que dijiste. Nosotros nos confiamos información mucho más de lo que lo hacen ustedes, los hombres. Nosotros… percibimos las cosas con un poco más de claridad.

—Pero todavía no entiendo…

—Mira, mañana empezamos con las maniobras básicas. En seis semanas estaremos enfrentando al enemigo. Hasta entonces, amigo, mantente alejado de los juegos de azar. Pueden no ser tan de azar como piensas. Y cierra la boca.

Entraron en las barracas.