CAPÍTULO DOCE

ARKOR ESTABA tendido sobre una pila de ropas en un rincón de la torre del laboratorio, mirando la luz del sol que caía a través del cielorraso roto.

La inmensa bola de cristal que estaba en el extremo de la cinta de paso comenzó a brillar: entonces Vol Nonik tropezó contra la baranda, gritando.

El cuerpo dolorido de Arkor lo percibió en una mirada. El modelo de la mente saltó a través de la habitación y se estremeció ante él ansiosamente; Arkor se echó atrás. Daños, heridas, las largas cuerdas del dolor vibrantes y disonantes. Un circuito de diseño perfecto, preciso y tremendo, fraguado en diferentes tamaños por su propio calor; una pintura tan viva en detalles y colores que su propia intensidad había carbonizado la lona. Arkor trató de apartarse mentalmente.

—¿Qué quieres? —preguntó, sentándose.

La figura sacudió la cabeza.

—No quiero hablar más. Simplemente, no quiero… hablar.

—No tienes que hablar —dijo Arkor—. ¿Qué quieres?

Nonik observaba fijamente, con ojos brillantes.

—Está bien —dijo Arkor—. Entonces, ven. —Vol lo siguió hasta la puerta de la cámara: no podía acallar los gritos que escapaban de la mente. Entrenados en el ritmo, se volvían contra sí mismos, gimientes, mientras bajaban las escaleras que llevaban al patio.

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… el movimiento de mi cuerpo a través del humo que se filtra por la pared rota recuerda a un behemot torpe en medio de una corriente de agua fría; el sol cae a través del cielorraso y forma una banda blanca que recorre las escaleras, y con mi mirada penetrante el gigante desaparece, puntos resplandecientes que sobresalen en la bruma, violencia de umbral y pórtico al pasar por la agonía de las calles arrasadas, labios apretados y en silencio ante la mampostería aplastada, muñones de sueños hechos trizas. Oh, esas cavernas por las que no puedo reptar, angustia nocturna, vacía de sueños destrozados, maquinarias deshechas bajo los martillos de la noche, una mente que brinca hacia atrás y rebota, encaramándose a una lengua de fuego contra una cinta que se recorta en el cielo…

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Arkor observaba a Nonik, que tropezaba en el pavimento azotado de la Avenida de Oysture y pensaba: ¿Hay una buena razón por la que yo debería molestarme en seguir su mente o su cuerpo quebrantados? Pero lo siguió, y dos cuadras después Nonik se volvió, alzando la vista hacia la línea del horizonte carbonizada, y Arkor trató de rechazar los golpes que le llegaban desde la mente de Nonik.

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… la caída de las torres, oh Cristo, la caída de las torres, y el cuchillo desnudo hundido en el vientre, chorreando, la caída de las torres, puedo oír el grito de ella, puedo ver las manos que se retuercen para liberarse, el cuerpo arqueado hacia atrás, la piel desgarrada, la vejiga ensangrentada, mampostería deshecha y polvorienta, una oleada de rechazo en la calle, ella, gritando, extendiendo su mano pequeña para encontrar la mía más grande, ladrillo y hierro retorciéndose para liberarse, la caída de las torres, mi sostén y mi estandarte aniquilados, mi corazón destemplado, la violencia de ella ensartada en un lazo enmarañado de puntales, cables eléctricos, argamasa, ladrillo…

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—¿Qué quieres? —susurró nuevamente Arkor y Nonik se volvió, las mejillas húmedas—. Dime —dijo Arkor—. Para mí sería más fácil dártelo que escuchar esto. —En los ojos de Nonik ardía el miedo; se volvió y huyó. Era fácil seguirlo, sin embargo. En las calles destrozadas los pensamientos parloteaban como ondas sonoras.

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… una mujer en llamas está sentada en el trono de mis ojos; un gigante pájaro de bronce arrojado sobre el campo hendido destrozó el cerco de hierro que protege el asfalto roído de la pista de aterrizaje; el nudo firme del deseo se afloja, se despliega a lo largo de las paredes desprotegidas, macho y hembra, parapetado y convertido en epiceno, magnífico y único: ira, y ahora tres, cinco, siete, el terror desgarra la locura yámbica y salvaje del muchacho que huye, partículas caóticas forman diseños, once, trece, infinito y primo, ordenadas e impredecibles como el ritmo: un muchacho joven arroja una piedra desde el techo; maligna, me corta el muslo; qué mejor prueba de inocencia o compasión, mientras mi mirada sostiene por un instante su mirada asustada; paseantes nocturnos recorren los muelles al atardecer, aves de rapiña ocultas en la sombra del amarradero incunado, me ven, pasan por encima de las barcas pesqueras, se detienen, miran fijamente, se vuelven, desaparecen, estoy solo, caminando por el muelle, y con la mirada capturo el hambre gris y reducida de devorar el telar de las olas sepultado por el ondular del viento…

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—Despiértate —dijo Arkor. Junto a la pared, Nonik se desenroscó como un gato fastidiado. Arkor quería decir «despiértate y cállate». Cómo se le puede decir a alguien que deje de pensar—. Te conseguí un bote, como querías. —Esperaba que las emociones que rugían se resolvieran en el rostro de Nonik. Se dirigieron al muelle donde Arkor había encontrado el bote, abandonado y con combustible. Desde el timón observó a Nonik que alzaba la vista hacia la cinta de paso bajo la luna nueva.

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… un látigo de metal, hermoso y libre, proveniente de los despojos salta la hoja destrozada de estaño del mar, mientras aquí nosotros contemplamos las oscuras depresiones que castigan la huella del océano turbulento, profanado en las profundidades, surcado por la quilla, gotitas suspendidas en una rueda de alambre, horas aplastadas por la presión de la luz y del músculo, reducidas a fragmentos discretos entre el cielo y la arena, mientras la pantalla blanca de sombras distantes bloquean las estrellas: necios y sus jardines flotantes en la luna, elevados en pontones de aluminio, se precipitan sobre una ola, atrapados en el génesis, reducidos en la caída a un sedimento fangoso; un sólido cráneo enjoyado a través de cuyos agujeros húmedos fluyen los tetras, cuyos huecos óseos acusan completud y redención, acción polar y demonio, muerte meridiana y amor…

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—¿A dónde crees que vas a ir así, Vol?

—Yo… yo no…

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… representa mi mano con la palma a franjas, el arpa roja de tendones, invulnerables entre cualquier música, y a los que ninguna maquinaria puede fraguar…

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—¿Hacia dónde corres, Vol Nonik? No digas que no lo sabes, no voy a creerlo.

—Yo… yo…

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… no quieres hablar, y el dibujo de mi cara —tiza roja sobre papel marrón— ardido y carbonizado hasta que lo bello es liberado y las furias responsables se encolerizan…

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Cuando llegaron al continente, al cabo de unos pocos minutos, Nonik abandonó el carril, echó otra mirada a la cinta de paso y se dirigió a la playa. El viento hacía volar la arena de la cima de las dunas y la arrojaba sobre las paredes añosas de una casita de pescadores abandonada. La puerta se había caído y por la ventana se veía un telar abandonado a medio hilar. Siguieron avanzando por la villa desierta. Usted está atrapado en ese brillante momento en el que conoció su sentencia aparecía garabateado sobre la pared inclinada de un depósito de hielo.

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… un eco y su doble, apresado, mantenido y liberado, el grito de palomas salvajes y de alguna bestia más rara, cristalino y temeroso, pisotea hojas y viñas secas hasta el fondo de metal de mi mente, y vuelven las primeras palabras, un resplandor de cobre, sacudidas las paredes de la percepción, esta voz vil, que no es arte sino locura atrapada por los diseños rituales del sonido, mintiendo, porque el ritual está limitado por la reacción de los nervios flojos, la matriz completa trata de contener las realidades del corazón, entrañas y cerebro, sabiendo que esta realidad que trabaja es sólo una máquina construida para aprehender lo real; y la existencia de la hoja, de la arena, de la luz, de lo bueno se apaga mientras son nombrados por la bestia antes que yo, perseguida y huyendo, tropezando entre los árboles, en la playa, bajo el sol y la mañana, arrojada con la mente contra la roca venosa, el espejo se rompe, la bestia se despierta otra vez, sale perezosamente de las astillas, estira las garras, se adorna con plumas negro-cristal, murmura sobre cargas viejas como el mundo, tartamudea hechos de muerte que aprietan, hieren, arrancan un nuevo lenguaje de la lengua golpeada; caminaré por la furia muscular de mi voz, aplastaré con mis pies al silencio; mientras corro por el bosque mis manos extendidas se llenan con manchas de sol estremecidas y huidizas: encontraré nuevas barreras, las derribaré con manos ardientes…

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—Tome —dijo Arkor.

Nonik apoyó la cabeza sobre el árbol, la sacudió dos veces y se alejó.

Arkor esperó un momento. Cuando estuvo seguro, arrojó otra vez la comida al fuego.

—Mira, Ciudad de los Mil Soles está por allí, por donde está el penal de las minas —hizo una pausa durante la cual pudo ver a Nonik que miraba hacia la cinta de paso que resplandecía por encima de los árboles—. ¿Quieres volver a Telphar?

Pero Nonik sacudió la cabeza y se adelantó dando tumbos.

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… al mediodía estas ciudades pobladas de torres son las imágenes de la mente destruida, perfección, muerte y transición —ensartados en huesos de pescados en las calles de piedra, donde árboles rodeados por cercos arrojan al cielo pulgones estruendosos y los niños gritan y cambian— y estamos abandonando los largos presbiterios del bosque en dirección a las piedras rotas, los troncos osificados, bramidos de celo en el suelo arcillosos, nos dirigimos a un paisaje más profundo y los surcos verdes de los recuerdos son preciosos como su boca rozándome la nuca, estas planicies salpicadas con la muerte de ayer, donde yo buscaba el morir de ayer, troncos deshechos de árboles petrificados; puedo ver un relámpago de calor encima de la ciudad muerta, siniestra como hueso carbonizado, rodeando la piedra como un mito, y mientras recorro las torres membranosas del sueño canceroso, inclinado a la izquierda y grávido de la muerte de ella, estoy abandonado también la ilusión de que estoy solo, el gigante, la bestia en el espejo, el viento metálico azotando las rocas, o silencioso como ratas muertas tendidas en el piso con el vientre hacia arriba; no voy a mirar la ciudad concupiscente, no voy a caminar por las calles violentas, ni siquiera en las ruinas donde los fantasmas diestros de esta raza apuestan junto a ventanas de cuero y se ponen de cuclillas ante estrellas sin alas u observan un huerto obstinado de kharbas nudosos; éstos, cercados por la tierra, atávicos, no tiene nada de la austeridad del mar, sólo las arenas arruinadas de una idea sin voz, de un mundo sin visión; saben entonces que este viaje busca límites definidos, busca orilla más allá de las cuales empiezan océanos más lejanos; enjaulados por un corazón muy desarrollado, estamos atrapados en ese brillante momento en que conocimos nuestra sentencia, pero sin embargo luchamos, sabiendo, también, que la libertad se nos impone en el preciso momento en que salta el resorte de la trampa…

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—Basta —dijo Arkor.

La tarde bruñía la corteza de la planicie. Telphar estaba detrás de ellos.

—Basta —dijo Arkor—. Vas a morirte.

Nonik sacudió la cabeza con fuerza; luego comenzó a reír, hasta que la risa languideció en un susurro:

—… ¿morir? —Sacudió otra vez la cabeza—… la trampa se cierra, la barrera…

—Ya hemos pasado el borde de la barrera —dijo Arkor.

La luz broncínea perforaba las piedras desnudas que los rodeaban.

—¡Tú también morirás!

Arkor sacudió la cabeza.

—Puedo recibir mucha más radiación que tú.

Por primera vez en los rasgos de Nonik se instaló una emoción definida. Frunció el ceño.

—¿Ya he ido demasiado lejos?

—Da la vuelta y regresa a mí, Vol.

Nonik comenzó a reírse otra vez.

—Pero tú ni siquiera quieres verlo. Me refiero al límite, el lugar pasado al que no puedo regresar. ¿Es aquí? ¿Estoy en él?

De pronto dio una carrera de unos diez metros.

—No ves —dijo—, quizás acabo de pasarlo —comenzó a caminar lentamente de regreso a Arkor sobre la roca, vacía, desolada—. Esto significa que ya estoy muerto. Cada una de las células de mi cuerpo ya está muerta, pero tal vez durante una hora podré seguir tambaleándome, simulando estar vivo. Estoy muerto. Esto es lo que se siente estando muerto. Primero me quedaré ciego y luego caminaré tambaleándome, como si estuviera muy borracho —se pasó la mano buena por la cara—. ¿Está empezando? Yo… yo pensé que estaba oscureciendo. —De pronto se aferró al hombro de Arkor y gritó—: ¡No!

Arkor tomó al ser humano pequeño y tembloroso entre sus manos grandes. La mente brillante, temblorosa, cedió bajo su propia mente.

—Vol, regresa —dijo—. Yo veo mucho más que tú. Tú sabes tanto y tan poco. No puedes ser libre si… si estás muerto.

Nonik se apartó súbitamente; el miedo le inundaba la cara, la cara de una muchacha le inundaba la mente.

Se volvió, subió la pendiente a tropezones y se lanzó a correr otra vez. El caos se aquietaba lentamente mientras Vol se perdía corriendo entre las rocas.

Arkor se volvió al océano de piedra y comenzó a caminar de regreso. Nuevamente solo, el gigante telépata lloró.