CAPÍTULO DIEZ

MIENTRAS ESTABAN SENTADOS en la loma junto con los recién llegados, esperando orientación, el quejido de los aviones rasgaba el aire. Miraron las nubes y a medida que aumentaba el ruido Jon sintió que se le endurecía el cuello. La tensión se apoderó de Alter. Alguien más había saltado. Entonces el sonido languideció y se miraron entre sí con nerviosismo.

El hombre que estaba de pie sacudió la cabeza.

—Cada vez que oigo esos malditos aviones me dan calambres en el estómago. Uno se pregunta a dónde irán después. —Se sentó otra vez—. Quizás a pesar de todo debería estar contento. Estuve en el bombardeo del penal de las minas, y si no hubiera sido por eso ahora no estaría acá. Sin embargo…

—¿El penal de las minas? —preguntó Jon—. ¿Bombardearon las minas?

—Hace un par de días —explicó el hombre.

—¿Por qué estaba en las minas? —preguntó Alter.

El hombre chasqueó la lengua.

—De la Olla al pozo —dijo—. Es una historia bastante desdichada. Estuve allí porque me agarraron haciendo lo que hice —seguía sonriendo, aunque era claro que no quería entrar en más detalles.

—No quiero ser curioso —dijo Jon—, ¿pero qué hay ahora en las minas?

—¿Qué hay? Si alguna noche consiguen un poco de alcohol nos emborracharemos juntos y se lo diré. Pero sobrio no puedo.

Tratando de darle nombre a la urgencia interna Jon dijo:

—Sabe, yo conocía a alguien… estuvo en la mina en una ocasión… y quería saber qué le ocurrió.

—Ya veo —dijo el hombre, más comprensivo—. Si estaba allá hace dos días —se encogió de hombros—… la bomba. ¿Quién era?

—Koshar —dijo Jon, buscando un nombre y encontrando solamente el propio—. ¿Conoció a Jon Koshar?

Los ojos se achicaron, y Jon pensó: nosotros entrecerrábamos los ojos así, cuando salíamos de las chozas oscuras al púrpura de las tardes y el sol inflamaba los helechos.

—¿Usted conocía a Jon Koshar? —la voz sonó sorprendida y Jon esperó la explicación—. El muchacho que escapó años atrás ¿Lo conocía?

Jon asintió.

—¿Qué pasó con él?

—¡Pero él escapó! —La sonrisa desconcertada del hombre interrogaba en sí misma—. ¿No sabe lo que significa eso?

Jon sacudió la cabeza.

—Déjeme contarle —dijo el convicto—. Llegué a la prisión unos seis meses antes de que el chico Koshar escapara. Nunca lo vi. Pero después me dijeron que su mesa estaba justo a dos mesas de la mía. Pero no lo recuerdo. Conocía de vista a uno de los tipos que mataron, al más pesado. Pero nunca trabajé ni hablé con él. Después, unos cuantos tipos me dijeron que ellos sabían algo, pero yo no supe nada. Y pienso que los tipos que dijeron que sabían todo simplemente estaban tratando de tomarme el pelo. Pero yo recuerdo lo que pasó. Mi cucheta estaba justo al lado de la ventana y todas las noches cuando me iba a dormir veía que el faro se balanceaba de aquí para allá y la luz entraba a través de la red de acero. Esa noche estuve despierto y pude ver que llovía. La red de la ventana brillaba.

»De pronto se escucharon afuera los gritos de los oficiales. En algún lugar empezó a sonar una sirena y alguien vino y echó abajo la puerta con la empuñadura de su espada flamígera. Primero lo hicieron con la mitad de las barracas y luego salió la otra mitad y permaneció bajo la lluvia, escuchando gritos durante media hora. Para ese entonces se había echado a correr el rumor de que tres tipos habían tratado de escapar. Los guardias no nos decían nada, pero nosotros sabíamos que debían haber tenido éxito suficiente como para causar todo ese ruido. Finalmente, nos dejaron volver a la cama y, con el pelo húmedo y partículas de pasto entre los dedos de los pies, me deslicé entre las sábanas. A la mañana siguiente, cuando salimos para la inspección, había dos cadáveres en el barro.

»Tan pronto como nos dejaron ir empezaron los rumores; pero escaparon tres; ¡uno todavía debe estar suelto! ¿Usted cree que lo agarraron? ¿Cómo se llamaba? ¿Era el chico Koshar? ¿Por qué no le tocó estar boca abajo en el barro? ¿Quizá no participó en eso y desapareció por alguna otra razón? Pero yo escuché de alguien que sabía que iban a hacer eso, y que él estaba con ellos. Entonces todavía tiene que estar libre. ¿No le parece?

»Dos semanas más tarde hubo otro nuevo intento de fuga. Los agarraron antes de empezar. Uno de los oficiales, antes de aflojarle la mandíbula a un tipo le dijo:

»—¿Qué diablos estaban tratando de hacer? —y el tipo sonrió y dijo:

»—Iba a salir a buscar a Koshar.

»Eso fue cuando empezó. De pronto todo el mundo hablaba de Koshar. Se inventaron toda clase de historias, como por ejemplo que había sacado una roca que había caído sobre el pie de un tipo en una cueva, y esa otra historia sobre él y otro tipo, que estaba adentro por envenenamiento, que decía que habían improvisado un laboratorio para cocinar algo para un oficial particularmente asqueroso. Casi todo lo que se hizo allí, ahora dicen que el que lo hizo fue Koshar. Para terminar, finalmente nos dijeron que sabían que estaba muerto. Dicen que pasó la barrera de radiación y se cocinó; ése fue el motivo de que jamás devolvieran su cuerpo.

»Pero las noticias tuvieron el efecto contrario. Fue como si el hecho de que los oficiales pensaran que podían destruir lo que era importante sobre Koshar, diciendo que estaba muerto, los hiciera objetos de burla. Y nosotros nos burlábamos de ellos. Eso fue hace tres años. Y aun cuando bombardearon las minas, tres días atrás y recibimos heridas de muerte, los pocos que lograron salir todavía podíamos reírnos algo y decir “Bueno, después de todo tal vez encontraremos a Koshar”. —El hombre hizo una pausa—. Así que ya ve, cuando usted me dijo que lo conocía, eso provocó algunos cambios. —Se rascaba el hombro del uniforme—. ¿Qué sabía usted de Koshar?

Jon se preguntaba si se veían su alteración y su orgullo confundido.

—Simplemente que escapó, incluso de la barrera de radiación.

—¿Volvió a Toron?

—Allí fue… donde lo conocí.

—Qué… —el hombre se detuvo, la expresión suspendida en el placer de la anticipación. La sonrisa se suavizó—. Me preguntó si quiero saber. Sería algo así como los guardias que decían que estaba muerto. ¿Estaba bien?

Jon asintió.

—Bien —dijo el hombre—. Quizás algún día venga a Ciudad de los Mil Soles y yo pueda conocerlo —miró los edificios que lo rodeaban—. Ésta es la clase de lugar en el que debería terminar. ¿Para usted él significa algo especial? Nosotros no lo conocimos. Usted sí —suspiró y luego se rió—. Tengo que pensar en eso durante un tiempo.

—Yo también —dijo Jon y se alejó.

Cuando llegaron al otro lado de la mesa, Alter preguntó:

—¿Qué estás pensando?

Jon miró al pasto que aplastaba con las sandalias nuevas.

—Estoy recordando la prisión y algo que estaba pensando anoche.

—¿Qué era? —preguntó ella.

—Anoche me preguntaba: ¿Yo, o algo de lo que he hecho, todos los esfuerzos para mejorarme, la acrobacia y todo eso, significan algo? Cuando dejamos a esa gente del circo pensé que lo único que significaba algo era la disciplina. Cuando descubrí que la duquesa estaba muerta y que el propósito de nuestro viaje se había reducido a la nada, pensé que nada tenía sentido… excepto tú. Y ahora… —la voz se debilitó.

Un neandertal se acercaba a ellos del otro lado de la loma.

—Eh, amigos —los saludó—. Creo que los seguiré viendo por acá cuando vuelva.

Jon y Alter alzaron la vista.

—Al principio pensé que me quedaría aquí, pero creo que voy a seguir. —El neandertal llevaba un equipo militar, y con los brazos sólidos describía amplios arcos.

—¿No te quedas? —preguntó Alter—, ¿por qué?

—Como le expliqué al entrevistador, tengo cosas que hacer entre mi gente.

—¿Qué cosas? —preguntó Alter.

El neandertal se acercó a ellos, extendió la mano y mientras Alter la estrechaba dijo:

—Me llamo Lug. ¿Ustedes como se llaman?

—Alter —le dijo ella—. Él es Jon, mi esposo.

—Encantado de conocerlos —dijo Lug—. Lo que tengo que hacer es lo siguiente: todavía hay mucha gente mía que no está aquí. Quiero enseñarles cosas que he aprendido, cosas que me han enseñado. Quizá hasta pueda enseñarles a volver aquí, ¿eh? —le dio un codazo a Alter y se rió—. Tal vez pueda enseñarles a volver aquí y a aprender más. Pero tengo que ir hacia ellos. Por otra parte… —echó una mirada al cielo—, esos sucios aviones podrían venir acá. Esto es muy bonito, pero tal vez tampoco sea seguro —se puso otra vez en marcha y se volvió para decirles—: Los veré cuando regrese.

Al cabo de un momento Alter preguntó:

—¿Quieres quedarte aquí, Jon?

—No —dijo él—. Yo quería casarme contigo, pero de alguna manera confundí eso con la tranquilidad y el descanso y —señaló a su alrededor— con esto. Nos han sacado de un mundo para arrojarnos en éste; pero uno define al otro, Alter. No puede ser seguro. Voy a seguir el viaje a Telphar y si puedo voy a parar la computadora. ¿Quieres venir a ayudarme?

Ella asintió.

—Nosotros también regresaremos —le dijo Jon—. Éste es un lugar para regresar cuando uno ha terminado.

—Se lo diremos ahora —dijo ella.

• • •

Una hora después miraban al lago.

Alguien dijo:

—¿No quieren algo para recordar el lugar? —Arriba, medio oculto por las rocas, estaba el hombre que los había encontrado por primera vez en el bosque. Con la mano buena les arrojó el sello—. Áteselo en su collar, señora. Mírelo de vez en cuando y piense en nosotros.

Cuando Alter levantó el disco, el hombre ya había desaparecido.

Una vez más miraron la Ciudad de los Mil Soles.

—Ojalá podamos volver —dijo Alter.

—Entonces vayamos.

• • •

Temprano por la mañana localizaron desde el costado de la hondonada a unas figuras harapientas, errantes, que avanzaban a tientas a lo largo de la corriente.

—¿Quién diablos son? —preguntó Alter.

Observaron hasta que el grupo estuvo más cerca.

—Más prisioneros —dijo Jon con suavidad.

—Pensé que podían ser malis. ¡Uh!, más parecen haber sido atacados por los malis que… —hizo una pausa—. ¡Jon, son mujeres!

Jon asintió.

—De cada veintisiete pozos, veinte eran trabajados por mujeres convictas.

Se escuchaba una conversación incoherente. Una mujer tropezó. La guía respiró profundamente y le pasó una mano mugrienta por la cabeza rapada.

—Vamos, querida, así nunca encontraremos a Koshar —la ayudó a ponerse de pie.

—Deberíamos bajar —dijo Alter— e indicarles el camino a la Ciudad.

Jon la detuvo tomándola del hombro.

—La corriente de agua que siguen lleva al lago. Van a desembocar directamente en ella.

Las mujeres desaparecieron entre los árboles.

Cuando se pusieron en marcha, Alter dijo:

—¿Qué pasó, Jon?

—Estaba recordando —dijo él— las cosas de la prisión. Las minas de los hombres y de las mujeres estaban completamente separadas, y nunca vimos nada siquiera parecido a una muchacha, aunque estaban sólo a dos kilómetros de distancia. Era muy difícil estar allá adentro, especialmente para los tipos jóvenes como nosotros que teníamos que soportar a los viejos si no queríamos que nos agarraran a golpes. Los únicos que iban de un lado al otro eran los guardias: ése es uno de los motivos por lo que los odiábamos. Solía hacerse una broma que decía que si había algo más difícil que escapar era soportar. Probablemente era un guardia el que hacía correr la broma.

• • •

A medida que se acercaban a los campos de lava los árboles adelgazaban lentamente. En una ocasión un ruido sordo proveniente de detrás de los árboles los hizo detener. Detrás de una elevación cubierta de pasto encontraron un sitio privilegiado. Un tanque pasó rodando y aplastó el pasto.

—Esta debe ser la última retirada del «enemigo».

—Ahora para retirarse están usando los tanques que habían guardado para la «guerra» —dijo Jon.

—¿Crees que los está asustando la computadora?

Un tanque más chocó contra el primero.

—Sea como fuere —musitó Jon— no da la sensación de que tengamos muchas posibilidades.

Sólo había una cosa más que podía hacerlos dudar: el grupo de guardias junto a los cuales pasaron una hora más tarde. Tanto los hombres como las mujeres que estaban sentados en el claro tenían la triple cicatriz de los telépatas. La brisa hacía estremecer a una capa de piel negra. Un hombre retorcía con aire ausente el brazalete de cobre que le rodeaba la muñeca. Era el único movimiento mientras los guardias se relacionaban en silenciosa comunicación. Lo experimentó sabiendo que sus pensamientos eran propiedad común de todos ellos. Ni siquiera levantaron la vista.

—¿Estabas pensando en Arkor? —preguntó Jon después de unos minutos de camino.

—Hum-hum.

—Quizás ellos saben si está vivo, o dónde está.

—Otra cosa para averiguar cuando regresemos.

En el horizonte vieron un resplandor más pálido que el atardecer, más mortecino que el mar, una gasa luminosa detrás de las colinas. Dejaron atrás esqueletos de árboles añosos, sin hojas, petrificados. Parecía que los restos desmigajados hubieran sido esparcidos a puñados; no se reconocían arbustos ni pisadas. Junto a un peñasco, debajo de un trozo de madera, corría un hilo de agua que reflejaba la luz sobre ambos lados. Alzaron la vista.

Sobre el horizonte, contra las líneas de luz, como cortada —no, arrancada de un papel carbónico— se veía la silueta de una ciudad. Las torres se alzaban una detrás de la otra en medio de la niebla perlada. Una red de caminos laceraba las espiras.

Pudieron descubrir el hilo minúsculo de la cinta de paso que partía de la ciudad y viraba a la derecha. Pasaba a media milla de distancia y desaparecía sobre el bosque detrás de ellos. Telphar: sintió que la palabra se estremecía en su cerebro.

—Es tan familiar que me causa escalofríos —dijo él.

—Tiene un aspecto escalofriante —asintió ella.

Se pusieron nuevamente en marcha. Desde las profundidades del desierto brotaba un camino que se elevaba hacia Telphar. Lo tomaron y siguieron la dirección de la ciudad alucinada.

—Es como regresar a un lugar con el que uno ha soñado antes, como revisar algunas fantasías psico… —hizo una pausa, recordando. Ante ellos, las torres eran negro sobre azul intenso.

—¿Crees que queda algún militar? —preguntó Alter.

—Lo sabremos pronto. Todavía sigo preguntándome cómo se defiende la computadora. Aparentemente, tiene una cantidad de equipos de control remoto, pero qué significa eso con respecto a lo que nosotros…

Adelante, entre las sombras, se escuchó un trueno. Se aquietó luego se hizo mayor. De pronto, desde el resplandor de la torres surgió un Juggernaut similar a los tanques que habían visto en el bosque, pero con el techo emplumado por una superestructura de antenas. Como un escarabajo gigante, se arrastraba hacia ellos.

—Al costado del camino —silbó Jon—. Tú ve a la izquierda, yo iré hacia la derecha.

El tanque se arrancó de las sombras. En la parte delantera, en letras de imprenta negras estaba grabado: USTED ESTA ATRAPADO EN ESE BRILLANTE MOMENTO EN QUE CONOCIÓ SU SENTENCIA.

Cuando se separaron, el tanque se detuvo. La antena dejó de girar y comenzó a balancearse de izquierda a derecha. El frente del tanque se levantó y la voz de un hombre, extrañamente familiar, llamó:

—¡Jon, Alter!

Jon se volvió para mirar a su esposa, del otro lado del camino, que seguía agitando la cabellera blanca.

La figura que saltó desde el tanque era un hombre joven que tenía un sólo brazo útil. Fue recién cuando tocó tierra que Jon lo reconoció como el guía de Ciudad de los Mil Soles.

Detrás de él, en el tanque, estaban Catham y Clea.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó Jon cuando se recuperó de la sorpresa—. ¿Están tratando de detener a la computadora?

Clea sacudió la cabeza.

Rolth estaba en la burbuja del tanque, mirando las torres oscuras que los rodeaban.

—¿Entonces qué están haciendo?

Por encima del hombro Rolth respondió:

—Estamos trabajando.

Jon y Alter estaban desconcertados, pero Clea, en lugar de responder se acercó a Rolth. Con el interrogante en los ojos, Alter y Jon miraron al guía.

—Clea está tratando de terminar su teoría del campo unificado y Rolth está dando los toques finales a su interpretación histórica de la acción individual.

—¿Entonces por qué vinieron aquí?

—Para que Rolth pudiera concluir su teoría tenía que comparar y relacionar la mayor cantidad posible de modelos mentales individuales. Archivados en el banco de memoria de la computadora hay cientos de miles de psico-modelos, literalmente uno para cada persona que tuvo algo que ver con la guerra.