CAPÍTULO NUEVE

UNA BRISA RECORRÍA EL BOSQUE mientras descendían por la pendiente agrisada por el amanecer.

—Tendremos que detenernos dentro de una hora —dijo Jon— para descansar.

—¿Puede ser dentro de media hora?

Jon trató de sonreír.

—Seguro.

Algo brillante y giratorio cruzó por el aire y cayó entre las hojas.

—¿Quieres tirarme eso de nuevo? —dijo alguien desde los árboles.

Desde la penumbra de las hojas miraron el metal que había caído a tierra. Jon se agachó y lo recogió.

—Acá está —dijo, mostrándolo—. Ven a buscarlo.

Un brazo apartó una rama y apareció un hombre. Era difícil decir su edad. Sin camisa, con los pantalones harapientos sujetos con una soga, la figura caminaba con una pierna ligeramente rígida. Tenía un hombro algo jorobado y el brazo derecho colgaba sin vida a un costado del cuerpo. El pectoral velludo cambió de forma cuando extendió la mano buena en dirección a la moneda.

Jon la retiró, sin embargo, alejándola. Era una medalla con figuras de varios edificios que se unían en una cúpula única con el sol que iluminaba desde atrás. En el borde inferior, con letra sin serif, estaba grabado:

CIUDAD DE LOS MIL SOLES

Jon frunció el ceño y la ofreció otra vez. La recuperaron unos dedos anchos y fuertes con uñas amplias y sucias.

—¿Así que quieren descansar, compañeros? ¿Que les parece unas sábanas limpias y un buen colchón con resortes hidráulicos para poner las sábanas? Pongan todo eso en una habitación de color verde claro a donde no llegue ningún ruido, en la que no pueda entrar más que el sol de la mañana y hojas más oscuras…

—Está bien —dijo Jon. Hay un punto en el agotamiento en el que una tortura tan amistosa puede provocar dolor físico, en la garganta, en el abdomen, detrás de las rodillas—. Está bien, ¿de qué están hablando? —repitió Jon.

—Si quieren descansar, vengan —dijo el hombre, se volvió y se echó a andar por el matorral.

Aceptaron ir detrás más para poder hacer preguntas que para seguirlo:

—¿A dónde quieres que vayamos?

—¿No leyeron el sello?

Subieron más peñascos, apartaron más ramas. La niebla de la mañana todavía era espesa y cuando finalmente se abrieron paso a través del follaje chorreante, una luz brillante les hizo arder la cara. Estaban en un pequeño acantilado que daba a la montaña.

Mientras la bruma dorada desaparecía debajo del martillo de cobre del sol, vieron un lago entre las montañas. En la orilla del lago, había gente construyendo una ciudad. El artista que la grabó en la moneda debió de haberla imaginado así. Cuando los vio en el disco Jon no pudo decir si los edificios eran de madera o de metal. La mayoría era de madera. Y desde el momento del grabado se habían sumado más estructuras.

—¿Qué lugar es? —preguntó Alter cuando empezaron el descenso del peñasco.

—Como dicen, la llaman Ciudad de los Mil Soles. Todavía están construyéndola. Hace muy poco que está acá.

—¿Quién está construyéndola? —preguntó Jon.

—Los malis.

Vio que los hombros de Alter se ponían rígidos.

—Malis —repitió el guía—. Agitadores. Sólo que estos malis son tan agitadores con la mayoría de los otros malis como con el resto de este mundo caótico. —Llegaron al pie del peñasco, donde ya había hierba—. Hace muchos años que están aquí, en el bosque, construyendo su ciudad junto al lago.

—¿Por qué la llaman Ciudad de los Mil Soles? —preguntó Alter.

El guía se encogió de hombros y emitió un chasquido.

—Entre la transmisión de materia, la energía del tetrón, los jardines hidropónicos y los acuarios, Toromon tiene suficiente potencial científico como para abastecer de comida, vivienda, beneficios y trabajo creativo a toda su población, así como para elevarse y tocar las estrellas. Unos pocos —unos muy pocos— han comenzado a organizar tal esfuerzo. Cualquiera que quiera dar una mano es bienvenido. Aquí todavía hay muchas incomodidades, pero podemos hacer que descansen. Los Mil Soles son las estrellas que ellos alcanzarán algún día.

—¿Y nosotros? —preguntó Jon—. ¿Por qué salieron a buscarnos?

—Bueno, si seguían en la misma línea se hubieran perdido al cabo de unos cuatrocientos metros. Si hubieran seguido derecho yo no habría tenido que salir a buscarlos. No se puede dejar todo librado al azar.

Entraron en las polvorientas calles de la ciudad.

Al principio nada pudo registrarse claramente. En una esquina, una bomba arrojaba un chorro de agua ambarina dentro del agujero de una cloaca. Una mujer vestida de overol estaba trabajando con una pequeña linterna a acetileno. Cuando ellos pasaron se quitó las antiparras y les sonrió. Pasaron por una torre de transmisión donde había un hombre con las manos en las caderas, dándole instrucciones al hombre que estaba en la antena. El que estaba en lo alto tenía puesto un uniforme militar. La tensión en el estómago de Jon era una reacción condicionada a la vestimenta de los malis que había conocido anteriormente. Desapareció cuando los dos hombres se volvieron y saludaron con la mano al guía de Jon.

En una dirección se veían los campos a través de las casas muy espaciadas, y a gente trabajando. En otra dirección estaba el lago, y dos hombres, un neandertal y un guardia del bosque, negros contra el sol, sacaban del agua una red brillante sujeta a los extremos opuestos de un malacate. Orden, pensó Jon, no como una palabra sino como una percepción sub-verbal con la cual uno podría percibir la métrica de un poema elegante y tortuoso. Alter le tomó la mano. Al mirarle los ojos grandes, observadores, Jon supo que ella sentía lo mismo.

Del otro lado de la calle, una carretilla se detuvo con un crujido frente a un edificio grande. La empujaban un guardia del bosque, dos hombres y una mujer. Mientras se enjugaban las caras húmedas —un hombre fue hasta la fuente de la pared y bebió de la copa de bronce que estaba debajo— salió del edificio un grupo de jóvenes, riéndose y haciendo ruido. Llevaban delantales de trabajo, el instructor llamó a un guardia joven, que le llevaba casi una cabeza, quien se inclinó sobre el motor que estaba al costado de la carretilla. Hizo algo mal y la clase se rió. El muchacho alzó la vista y también se rió. Hizo algo bien y el motor comenzó a zumbar. El instructor valoró la tarea y la mitad de la clase se subió a la carretilla, que empezó a rodar. Dos de los jóvenes, una chica y un muchacho, silbaban en armonía.

—Vengan —dijo el guía. Se volvieron y continuaron por la calle.

—¿Quién está a cargo de esta… ciudad? —preguntó Jon.

—Lo conocerán después que hayan descansado —dijo el guía. Ahora pasaban junto a una loma donde se veía un grupo de personas sentadas o deambulando.

—Ésos son recién llegados —explicó el desconocido—. Después que duerman vendrán aquí, para hablar con nuestros jefes.

Desde una calle surgió un grupo de niños, que obviamente no eran nuevos en el lugar, riendo y gritando; se precipitaron sobre la loma y se dispersaron entre los adultos. El juego ya había alcanzado su punto máximo porque ahora se dividían en grupos más pequeños y tranquilos.

Un joven soldado sentado en uno de los bancos de la loma había sacado de su bolsillo un puñado de monedas y las había dispuesto formando un cuadrado al que le faltaba un ángulo. Cuando arrojó una moneda al ángulo que faltaba, uno de los chicos —un neandertal robusto— dejó a sus amigos y se acercó para observar, frotándose la nariz de tanto en tanto.

El soldado lo vio y sonrió.

—¿Quieres probar? —preguntó—. Es un juego que solíamos practicar en el ejército, el Erramat. Ves, cuando arrojo la moneda al ángulo saltan dos monedas del lado opuesto y nosotros tratamos de adivinar cuáles serán.

El muchacho asintió.

—Lo conozco.

—¿Quieres probar un par de tiros para ver qué pasa?

El muchacho se acercó al banco, formó un cuadrado con las monedas con sumo cuidado y sacó algo del bolsillo de atrás. Era un semicírculo calibrado con un escantillón de metal que giraba sobre su centro. Colocó el instrumento a lo largo de la diagonal del cuadrado y apuntó al ángulo. Luego midió la distancia y se puso en cuclillas para hacer saltar la moneda.

—Tres y cinco —dijo, indicando las monedas que suponía que iban a saltar. Arrojó la moneda y del lado contrario dispararon la tres y la cinco. Reacomodó el cuadrado, hizo otra medición y dijo:

—Dos y cinco. —Tiró. Saltaron la dos y la cinco.

El soldado rió y se rascó la cabeza.

—¿Qué haces con eso? —preguntó mientras el muchacho medía otra vez—. Eres el primer mono que juega… bueno, casi como un guardia.

—Uno y siete —dijo el muchacho.

Tiró.

Uno y siete saltaron del otro lado del cuadrado.

—Simplemente mido el ángulo de desplazamiento de la línea de impacto.

—¿Eh? —preguntó el soldado.

—Mira —explicó el joven neandertal—, la moneda que tiras tiene un índice de rotación de digamos, omega, que en la mayoría de los casos es despreciable, de modo que no tienes que preocuparte por la fuerza de torsión. Lo mismo vale para la aceleración, mientras sea lo suficientemente fuerte como para golpear por lo menos dos monedas y no tan fuerte como para destruir toda la matriz: a esto llámale constante k. Lo único que importa realmente es el ángulo de desplazamiento, theta, desde la diagonal de la matriz de la línea de impacto. Una vez que percibas esto con exactitud el resultado es un simple vector que resulta de la adición de la fuerza tomada a través de todas las posibilidades de quince…

—Espera un minuto —dijo el soldado.

—No tendría que llamarse Erramat —concluyó el muchacho—. Si uno percibe todos los factores con precisión, no hay ningún tipo de azar.

—Eso es demasiado profundo para mí —dijo el soldado, riendo.

—No, no es así —respondió el muchacho—. Piensa cómo te enseñan en la escuela. ¿Vas a ir a la escuela aquí también?

Jon, Alter y el guía se habían detenido nuevamente para escuchar. Jon se dirigió a la loma y tocó el hombro del muchacho. El soldado alzó la vista, el muchacho se volvió: tenían expresión de sorpresa.

—¿Quién te dijo eso? —preguntó Jon—. ¿Quién te mostró como hacerlo? —Jon tardó un momento en descubrir que la sorpresa era por su aspecto salvaje, por la barba y no por la pregunta—. ¿Quién te lo dijo? —preguntó nuevamente.

—La mujer —dijo el muchacho—. La mujer que estaba con el hombre de la cabeza rara.

—¿Era de pelo negro? —preguntó Jon—. ¿Y el hombre que estaba con ella, tenía media cara transparente?

—Así es —dijo el muchacho.

Jon miró a Alter.

—Jon —dijo ella—, están acá…

—Por favor, vengan conmigo —dijo el guía—. Tendrán que descansar o van a perder el sentido.

—¡Tienen que estar acá! —repitió Jon, mirándolos a todos.

• • •

Los llevaron a una habitación en un edificio de alojamiento. Era verde y cómoda, y cuando despertaron era la tarde y las hojas que se estremecían del otro lado de la ventana con el peso de un pájaro cantor eran bronce contra púrpura.

—Este lugar —dijo Alter al guardia del bosque que los interrogaba. La ventana estaba abierta y soplaba una brisa cálida proveniente del otro lado del agua—. Nunca pensé ver un lugar como éste en el mundo en que vivo. Es algo como para soñar en otro planeta.

—Es bien de este mundo —le aseguró el guardia—. Cuando la confusión es muy grande, las posibilidades son que por lo menos algunos se muevan en la misma dirección. Siendo seres humanos como son, si le dan oportunidad, el orden se expande casi tan rápido como la confusión.

—¿Cómo llega la gente aquí?

—Oyen hablar de esto; en todo Toromon tenemos gente que va de un lugar a otro, un buen número de guardias telépatas. Necesitamos mucha más gente capacitada, pero estamos consiguiéndola lentamente.

—¿Qué pasa con mi hermana y con Catham? —preguntó Jon—. ¿Cuándo podremos verlos? Tenemos que hablar con ellos inmediatamente. Venimos de Toron. Nos envía la Duquesa de Petra, en nombre del Rey.

—Oh —dijo el guardia levantando la cabeza y uniendo las manos.

—Sabemos que están aquí —dijo Alter—. Hablamos con un muchachito que los vio.

—Ellos no están aquí —dijo simplemente el guardia—. Estuvieron aquí hace un tiempo. Durante esos días Clea dio varias conferencias de matemática para graduados y enseñó algunas clases elementales. Probablemente ese muchacho estaba en alguna de ellas. Roth hizo una muy eficaz evaluación de nuestra situación económica y sugirió varios caminos para salir de algunos problemas que ya hemos empezado a encarar. Pero estuvieron aquí sólo lo necesario para casarse. Después se fueron.

—¿A dónde fueron?

El guardia sacudió la cabeza.

—Dijeron que esperaban volver. También dijeron que podrían no volver.

—Jon, dile del enemigo…

—¿La computadora de Telphar? —preguntó el guardia—. Sabemos que se enloqueció. Ellos deben de haber ido allá.

—Ése es nuestro destino también —dijo Jon—, si no los encontramos.

—Por qué no se quedan aquí —había muy poca interrogación en la voz.

—Nos hemos propuesto terminar con este asunto —dijo Jon.

Después de medio minuto de silencio el guardia dijo:

—¿Sabían que el Rey y la Duquesa de Petra, la mayoría de los concejales y otros miembros de la familia real están muertos?

Escuchaban atónitos, aún después que las palabras cesaron.

—Toron fue nuevamente bombardeada, esta vez muy duramente. Atacaron el palacio real. Tres cuartos de la población de la ciudad destruidos. Los evacuados se trasladan al continente. El informe llegó esta mañana cuando ustedes dormían.

• • •

Una vez fuera se dirigieron a la orilla del lago y miraron las montañas irregulares. Con las últimas luces del atardecer las llamas de bronce se extinguían sobre el agua. La grúa elevada proyectaba una cuña de sombras sobre la arena.

—¿Qué estás pensando? —preguntó ella.

—En ti y en mí. Eso es todo lo que nos queda.

—Tengo miedo —dijo ella con calma.

El último sol abandonó el agua.

—¿Alter? —preguntó él—. El muchacho que te regaló el collar, el que murió en la guerra, ¿lo amabas?

Se sorprendió.

—Me gustaba mucho. Éramos buenos amigos. ¿Por qué lo preguntas otra vez?

Atravesó silenciosamente el laberinto de sus pensamientos. Finalmente dijo:

—Porque quiero casarme contigo. Eres mi amiga. Yo sé que te gusto. ¿También me amarás?

Alter respondió con un susurro y en la variación de la voz Jon pudo escuchar que primero consideraba y luego respondía:

—Sí —y con más suavidad—: Sí.

La acercó más y la tomó de la cintura.

—Casarnos y quedarnos aquí —dijo—. ¿Alter? Si no queda nada, entonces no está bien… Y no puedo ver nada.

—Es lo que yo quiero hacer —dijo ella—. Si no me lo hubieras pedido tú, lo hubiera pedido yo —hizo una pausa—. Jon, si hay algo que tenga sentido… yo tampoco lo sé. Pero lo que quiero es esto.

—Entonces lo tendremos.

Esa noche preguntaron cómo hacer para casarse. Se casaron al amanecer sobre una plataforma de piedra junto al lago mientras el fuego trepaba sobre las olas.