CADA PERSONA se mueve en una dirección definida en busca de la madurez que se propone. Se aproxima a cada incidente desde esa dirección, la ve desde un lado; pero puede no ser el mismo lado para los demás. En Toron, cuando Alter le gritó a la reina: «¡Nunca va a hacer una cosa decente en su vida!» un joven malí que los había atacado por sorpresa, se volvió y se lo tragó la noche. Era Kino.
Aquí no podemos rastrear las experiencias que llevaron al joven al punto en que esta oración, fuera de todo intercambio, lo golpeó, le dejó deslizar en la mente algo que lo hizo detener bruscamente, permaneció con él cuando el resto del incidente se había unido a los muchos elementos inexplicables que había visto en las calles. No reconoció a Jon. No hizo conexiones entre el discurso quejoso y las ropas de hospital. Pero por razones propias, lo histérico, lo imperativo era lo que meditaba mientras se alejaba corriendo de la zona bloqueada, se deslizaba junto a los guardias y llegaba a la zona de la costa.
Mientras reflexionaba, sacó un pedazo de tiza del bolsillo y escribió en un cartel de guerra arrancado: Usted está atrapado en ese…
—¿Kino?
—¿Jeof?
Kino se volvió.
—¿Eres tú el que escribe esas cosas en las paredes?
—Algunas —dijo Kino, frunciendo el ceño protegido por las sombras.
El neo-neandertal emergió a la luz lívida de la luna. En las barcazas del muelle una brisa tironeaba de un pedazo de papel que había quedado pegado por la humedad.
Kino se preguntaba si debía irse o quedarse.
—¿Qué estás haciendo por aquí, Jeof? —preguntó para esquivar la decisión.
—Es mi territorio —gruñó Jeof—. No vas a decirme que no puedo andar por acá.
—No, Jeof. No quise decir eso.
—Vete, Kino —dijo Jeof—. Tengo muchos problemas.
—Ya me voy —dijo Kino. Se guardó la tiza en el bolsillo. Se detuvo—. Jeof, ¿alguna vez has hecho algo digno en tu… bueno, has hecho algo de lo que puedas sentirte orgulloso?
—Me siento orgulloso —dijo Jeof bajando la voz. Alzó las dos manos, con las palmas abiertas y las convirtió en dos puños recortados contra la luz opaca—. Me siento orgulloso.
Kino retrocedió, pero continuó:
—¿Orgulloso de qué, Jeof?
—Es mejor que te vayas.
—Un minuto, un minuto. De verdad, Jeof, ¿de qué diablos estás orgulloso? —En la cara del neandertal se reacomodaron los rasgos: la frente se aplanó, las mejillas se hundieron, la barra de músculos que mostraba en el extremo de la mandíbula se contrajo—. Nadie más está orgulloso de ti. Después de esa cuestión con la esposa de Nonik, ¿crees que los peces de por aquí piensan que eres grande? No. Eres un mono muy pequeño. Y tal vez eres tan pequeño que ellos piensan que ni siquiera deberías estar por aquí. Quizás en este mismo momento hay un grupo de ellos sentados en cualquier lugar tratando de imaginar cómo pueden agarrarte y hacerte pedacitos, como tú hiciste con ella. Y quizás a las diez de la noche empiecen a buscarte. Y quizá vengan de la posada, donde ahora lo están planeando, para sacarte del agujerito que tienes en la tierra y así poder pisotearte, mono. —El último párrafo fue invención pura. Al empezar a hablar, Kino había visto la ocasión de reivindicar a su amigo.
—¿Entonces por qué me lo dices?
Kino se encogió de hombros.
—Simplemente porque me gusta avisar a la gente. Siempre lo hago. —Sintió que disminuía su habilidad para mantener el embuste—. Te veo luego… espero —añadió y se dio media vuelta. El mismo miedo que lo había llevado a inventar la vendetta había destruido la sutil preocupación por la frase de Alter. Ahora marchaba apresuradamente, pensando: ¡Bueno, le di un buen susto! ¡Apuesto a que ahora anda con más cuidado!
• • •
No podemos rastrear las experiencias que llevan a un hombre a observar un fenómeno dado desde una perspectiva dada. En relación con nuestra percepción limitada, la mayor parte de sus reacciones son azarosas.
Jeof se quedó solo en las barcazas. La brisa agitaba el papel pegado al suelo. Una vez más apretó los puños y dejó que las palabras de Kino se abrieran paso en su cerebro.
—Estoy orgulloso —musitó—. Al menos estoy orgulloso. —Alzó la vista y de pronto la cara se retorció en una expresión sin nombre—. Nunca me encontrarán —susurró y retomó la marcha.
Los caminos que siguió su cólera, qué dirección correcta y qué dirección equivocada tomó, qué causa tuvieron los juicios falsos y los verdaderos, eso tampoco podemos rastrearlo aquí.
Se detuvo dos cuadras más adelante, jadeando, frente a una pequeña puerta al pie de tres escalones de piedra. Bajó los tres en uno y aterrizó golpeando con el puño.
En la Olla del Diablo había muchos negocios ocultos donde los ladrones podían conseguir espadas flamígeras ilegales robadas a los guardias de transporte; explosivos del gobierno, buena parte de un equipo sofisticado, preparado para una guerra que no se libró, había sido desviado mientras pasaba de depósito en depósito. A menudo esos negocios desaparecían y hacían su comercio por la noche. Cuando se abrió una rendija de la puerta, Jeof empujó y entró.
Cinco minutos después subía los tres escalones en uno y emprendía el regreso. Con una mano regordeta sostenía una esfera de bronce con un remache. Era una granada pequeña y poderosa. En una ocasión había arrojado una igual por la ventana de un crematorio cuyo dueño no había querido pagar por la protección. El estallido de fuego y vidrio, el brillo y la gloria pendían en su cerebro divorciados de la destrucción, un protegido instante de luz.
Se detuvo en la boca del sótano. Iban a buscarlo por allí. Las calles transversales en las que dormía a menudo en las noches de miseria no eran seguras. Otros malis las recorrían constantemente y podían encontrarlo. Tomó por la calle de la costa donde las luces de mercurio colgaban en escudos de bruma.
Una de las entradas que daban al muelle había quedado abierta por accidente. Cruzó la calle y pasó. Había solamente un bote. Jeof dudó. También habían sacado la cadena del pasamanos. La pequeña lancha estaba sucia y despintada. El capitán no la había cuidado y se había ido dejando todo abierto. Probablemente no había nada para robar que valiera la pena, pensó Jeof mientras trepaba a cubierta.
El bote se puso en marcha en medio del lodo que lamía a la ciudad. Jeof frotaba la granada contra la cadera. En otra noche como ésa podría haber roto las ventanas, podría haber tomado un balde con pintura para embadurnar la cubierta; esa noche iba simplemente a esconderse.
Cuando llegó a la puerta de la escotilla un sonido quejumbroso le hizo levantar la vista. Entonces, más allá de los edificios del desembarcadero, vio una explosión distante. Jeof se mordisqueó el labio inferior, disgustado, y se inclinó sobre el agujero enmohecido. Otro bombardeo inesperado.
Sigan y hagan volar toda esta condenada ciudad, pensó Jeof entre afirmaciones, preguntas y especulaciones. Tal vez perseguirlo a él serviría para distraer al grupo… les proporcionaría un botín. Se sentó en un rincón húmedo y se puso la granada sobre la falda. Que vinieran a buscarlo. Se preguntaba dónde había sido la explosión. El movimiento del bote hacía que la oscuridad que lo rodeaba cambiara de forma como una sustancia gelatinosa.
• • •
Let se precipitó entre el humo, que le hizo arder las fosas nasales y le raspó la garganta. Gritó:
—¿Petra, dónde estás?
A su derecha se iluminó una puerta abierta. Tosiendo, alguien se abalanzó hacia él.
—Let, por el amor de Dios…
—Nos han bombardeado, Petra. ¡Nos han bombardeado!
Con el viento, el humo se agitaba entre las caras azoradas. Estaban mirando alrededor cuando Petra lanzó un grito, llevándose la mano a la boca. Se había desplomado una parte del cielo raso y de la pared más alejada. Mientras se rompía una conexión eléctrica y se apagaba la última luz del vestíbulo pudieron ver la resplandeciente ampolla de la noche.
Petra lo agarró del hombro y dispararon por el vestíbulo, en tanto que a sus espaldas crecía el rugido de la piedra que caía para luego debilitarse en crujidos apagados.
—Por acá. —Petra comenzó a subir por el tramo izquierdo de la escalera.
—¡Petra! —la tomó por la espalda—. Tendremos que ir por el otro lado. —De la pared se había desprendido un trozo de revoque, y detrás de los escombros había pilas de ladrillos. Dieron una vuelta alrededor de los pilares caídos y comenzaron a subir por el otro tramo de la escalera.
Recién cuando pasaron al guardia del palacio, aplastado sobre los escalones por un trozo de mampostería, el miedo tomó conciencia de sí mismo, como en un espejo en el cual se han corrido los cortinados.
—¿Dónde nos golpearon, Petra? ¿Todavía están bombardeando?
Como respuesta un trueno llenó el vestíbulo y el piso tembló. Cayeron trozos de vidrio. Se había roto el cristal del cronómetro del cielorraso.
En otra habitación de otro lugar de la casa alguien gritó.
—¿Qué pasará con el ala del Concejo? —preguntó Let mientras comenzaban a bajar el próximo tramo de escalera.
—Creo que allí explotó la primera bomba —dijo ella—. De otro modo, estaríamos muertos. Ven por aquí —traspusieron una puerta que daba al balcón más alto de la habitación del trono.
Al pasar corriendo junto a la balaustrada con columnas Let gritó:
—¡Petra! —señalaba hacia el vestíbulo de abajo. Sólo había una luz prendida en el extremo de la habitación. La gente se desplazaba por el piso de abajo proyectando dedos de sombra—. ¡Petra, mira!
Se acercó a él.
—¿Qué están haciendo, Petra? ¿Quiénes son?
Petra le puso la mano en el hombro y Let sintió la presión.
—¿Qué es…? —comenzó él. Entonces, en respuesta, se agachó. La duquesa se agazapó junto a él.
—Tan rápido… —susurró, sacudiendo la cabeza—. Tan rápido… ellos ya están aquí.
—¿Quiénes son ellos?
—Mira.
Abajo se movían las figuras, mirando con sorpresa a derecha e izquierda. Uno corrió hasta una ventana y tironeó de un cortinado hasta que se le cayó encima. Los demás se rieron, pero el primero se envolvió la cintura con el brocado colgante y se acercó a los otros arrastrándolo como una cola. Otro hombre, frente a las incrustaciones preciosas de la pared, estaba laboriosamente aplicado a sacar una de ellas con la punta de un cuchillo. Un tercero arrastraba velozmente algo debajo de la túnica, arrancando de un pedestal que había servido a alguna estatua histórica.
—Pillos, ladrones, vándalos —susurró Petra—,… malis.
Súbitamente por la entrada más alejada irrumpieron tres nuevas figuras: dos hombres mayores y una mujer. La vestimenta era tan rica como pobre la de los vándalos, pero arrugada, polvorienta e igualmente llena de polvo de carbón.
—Son del Concejo —susurró Let—. Seguro que acaban de escaparse.
Los tres nuevos y los otros se enfrentaron en un momento cargado de electricidad. Entonces el hombre vestido con el panel de brocado dio un paso adelante.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó.
Los concejales, aturdidos por la fuga, sólo lograron acercarse más entre sí.
El que hablaba, envalentonado por el silencio de los otros, gritó una vez más.
—¿Qué están tratando de hacernos? —con las palabras que siguieron llegó un flujo de culpa—. Aquí no tienen nada que hacer. ¡No pueden sacarle a la gente… lo que les corresponde por derecho!
Los miembros de Concejo sacudieron la cabeza, más por confusión que por negativa. La mano de la concejal Tilla subió nerviosamente al collar de ágatas marinas. El concejal Rillum jugueteaba con el extremo de su cinturón de oro.
—No hacíamos más que tratar de escapar de… —comenzó el concejal Servin, tranquilizándose.
Pero un vándalo gritó:
—¡No los dejen escapar! ¡Van a hablar! ¡Van a hablar! ¡No los dejen ir! —Y de pronto se abalanzaron sobre el acobardado trío.
A continuación, un hombre agitó el collar de ágatas marinas en el aire y una mujer corrió hacia la puerta arrastrando el cinturón de oro.
Petra se aferró con más fuerza hasta que el rey se desplomó. Al darse cuenta de la fuerza con que lo sostenía, Petra dejó caer la mano.
—Let… —murmuró—. Oh, mi Rey…
—¿Petra?
—¿Así? ¡Oh, así no!
—Petra, tal vez lo que dijiste de la aristocracia sea cierto, quizás es mejor que…
Petra se volvió súbitamente con una mirada furiosa que le hacía brillar los ojos en medio de las largas sombras provenientes de la única luz.
—La aristocracia —repitió—. En el peor de los casos es un manto de sargazo sobre la neurosis que puede tener cualquier sociedad; su propio nombre equivale a su muerte. Pero al menos ha tenido la dignidad de aplaudir en el pasado su propia orden de ejecución si el documento era elocuente —regresó al balcón y echó una mirada al piso de abajo, vacío con excepción de tres cuerpos retorcidos junto al pie del trono—. Ahora, en la gente, ha desaparecido todo lo que sea aristocrático, que sea aristocrático.
—En el bosque —dijo Let al cabo de un momento—, dirían que ha desaparecido todo lo que sea histosentiente.
La duquesa lo miró con expresión interrogante.
—Ha desaparecido todo lo que sea humano —tradujo él.
Pasos detrás. Luego:
—¡Allí están! ¡Allí están! ¡Allí! ¡Ese tiene que ser el rey!
Se alejaron del balcón corriendo, sin mirar, y se internaron en el laberinto de corredores.
—¡Los agarraremos! ¡Es tan sólo una mujer y el chico es rengo!
Pero no los agarraron. Conocían ciertos recovecos del palacio que los saqueadores no conocían. Finalmente se ocultaron en una glorieta del pequeño parque que había detrás del castillo.
—¡Ahora sígueme! —susurró de pronto el rey.
—Pero donde…
No obstante, el muchacho se puso en marcha y ella lo siguió: a través de una puerta, por encima de un pequeño puente y bajo un arco. Corrían a lo largo de la pared que bordeaba la Avenida Oysture. Cuando llegaron a las casas-colmena Petra preguntó nuevamente:
—¿Mi Rey, adónde vamos? —miraba las lenguas de fuego que se alzaban entre las espiras de la ciudad.
—¡Vamos! —ahora era él quien la tomaba del hombro con fuerza—. Ahora no podemos hacer nada, Petra. ¡Ven conmigo, por favor! —inmediatamente ella se acercó y lo siguió.
La ciudad estaba aterrorizada. La gente huía de las casas y luego regresaba corriendo para treparse a los techos y observar el espectáculo. Las fuerzas que antes habían estado tratando de reparar la cañería rota se dividieron en dos para luchar contra las llamas que ardían en el centro de la ciudad. En las calles todo era caos y azar. Aprovechando la confusión Petra y Let pudieron llegar a la zona de la costa prácticamente sin ser vistos.
Silenciosa durante los últimos quince minutos, Petra gritó por tercera vez:
—¿Let, a dónde vas? —se volvió otra vez para observar las torres—. Arkor todavía está en el castillo. Jon y Alter están tratando de llegar a Telphar…
—Y tú no puedes hacer nada —terminó la frase de ella—. Por favor, vamos ¡Por favor!
—¿Pero a dónde?
—A los botes, Petra. Vamos a embarcarnos.
—¿Qué? Pero, Let…
—Porque no queda otra cosa por hacer, Petra. ¡Y porque yo quiero! Ésa es la única razón. Si no hay nada que puedas hacer, al menos comparte esto conmigo.
Estaba confundida y en la confusión resolvió seguirlo a lo largo de los muelles. De pronto apareció un grupo de individuos enfurecidos, y uno gritó:
—¡Allí están! ¡Miren las ropas!
Se volvieron y comenzaron a correr junto a las embarcaciones. Detrás de ellos el grito se metamorfoseó:
—¡Sáquenles las ropas! ¡Deben de ser ricos! ¡Sáquenles las ropas!
A unos pocos metros encontraron la entrada de un desembarcadero entreabierta.
—¡Por aquí! —gritó el rey y la duquesa lo siguió. Let se detuvo a mitad de la rampa de acceso del único bote y le dio la mano. Ya en cubierta, ella le ayudó a alzar la rampa y a arrojarla contra el muelle. Mientras llegaban corriendo al timón, los perseguidores se amontonaban en las compuertas.
Petra miraba hacia atrás, a la expectativa. Un momento después algo se estremeció bajo cubierta. Al gemido del motor le respondió un retintín de simpatía de la cadena de la baranda.
—¡Ven aquí, Petra! ¡Se está moviendo! ¡Ya estamos en marcha!
Petra se alejó de las figuras que poblaban el borde del muelle (y no vio que tres saltaban por un costado del bote, no vio cuatro manos que se resbalaban del borde de la cubierta, no escuchó dos cuerpos que chasqueaban en la espuma; tampoco vio las dos manos que se sostenían. Entonces en la cubierta apareció un codo, una cabeza oscura, otro brazo). Cuando llegó junto a Let, que estaba al timón, Petra había enronquecido.
—¡No, Petra, no mires la ciudad! ¡No mires más que adelante! ¿A dónde iremos? ¿A tu isla? ¿Al continente? ¿O siempre a lo largo y más allá de la barrera? ¡Iremos a lugares nunca vistos, descubriremos nuevas islas!
Petra miró adelante (y no vio que la figura agazapada se adelantaba, luego vacilaba al oír las voces, miraba a derecha e izquierda: la portezuela estaba abierta. Descalzo, se lanzó sobre la cubierta que brillaba con la luz proveniente de las torres en llamas y se metió en el agujero).
—Oh, Let, ¿por qué…?
La noche se desbordaba sobre el agua, brillante y ondulada.
—Petra, ¿te acuerdas de ese muchacho que me contaba del sol que salía sobre el mar, haciendo arder el agua? Bien, por él, entonces, navegaremos derecho hacia la mañana. Quienquiera que sea, navegaremos por él.
—Es de noche —susurró ella, pensando: Oh, Let, no es por él, no es más que otro gesto egoísta, como muchos de los que hemos hecho, del tipo de los que han permitido que todo esto se precipite como ha…
—Pero pronto… —le respondió con otro susurro, pensando: No ves, Petra, que lo único que queda por salvar somos nosotros, que es el único gesto que podemos hacer, porque todo se ha derrumbado y ya no es…
Mientras los dos, el muchacho y la mujer, permanecían en cubierta con medias verdades que pugnaban entre sí para formar un todo, Jeof parpadeó, se empinó sobre un codo y sintió los latidos del motor. La espuma golpeaba del otro lado de la mampara y Jeof pensó, aterrorizado, «¿Vienen a buscarme?». La mano regordeta levantó la granada.
Bajo la luz intermitente que caía sobre la portezuela descendió una figura. Jeof se apretó contra los discos tachonados y los pestillos de la cerradura le lastimaron los hombros. La figura se volvió y por un instante se iluminó completamente.
—¡Kino!
—¡Jeof!
Apartó el picaporte, y en el desembarcadero, donde las figuras seguían observando la embarcación, vieron que por sobre el agua ardía una ampolla fugaz. El brillo de energías erráticas y en colisión se agitó sobre los rostros de todos, por un instante resplandecientes como la mañana.