UNA SIRENA todavía gemía en la oscuridad. Se había roto una cañería de agua y la calle estaba cubierta con un torrente negro y brillante. A calles de distancia, cimitarras color naranja brotaban de las llamas que se reflejaban en los charcos.
En la calzada se tambaleaba una figura blanca, que giraba absurdamente, en tanto que el borde empapado de la chaqueta le golpeaba las piernas. La luz mostraba un brillo oblicuo sobre el cabello blanco, con aspecto de soga. El farol de la calle reveló que se trataba de una banda de hojalata, arrancada de un tarro y doblada como un anillo. La mujer se volvió hacia la callejuela y gritó. Los chapoteos la siguieron a la luz.
Varios hombres y mujeres se acercaron vacilantes, parpadeando, arrastrando los pies, chapoteando en el agua. Un joven, con la cara tapada por el pelo, tenía grabado en la chaqueta del piyama: GUARDIA 739. Gritaba desatinadamente. Con unos dedos sucios no dejaba de retorcerse la oreja derecha.
Se produjo un alboroto. Todos se amontonaron alrededor de un dúo extraño: un hombre musculoso, con el pantalón del piyama empapado, había hecho una toma de yudo a una frágil figura vestida de blanco. El blanco no correspondía a un camisón colocado apresuradamente ni a una sábana abruptamente arrebatada, sino a un uniforme de médico, de mangas cortas. Ahora estaba húmedo y arrugado. El hombre tenía los brazos amarrados detrás de la espalda y sus ojos entrecerrados daban testimonio de un par de anteojos perdidos. Su captor lo sostenía de un hombro y le golpeaba la nuca con el dorso de la mano. La figura prisionera cayó de rodillas sobre el pavimento resbaladizo.
—¿Podría…? —comenzó, y levantó la cabeza, contraído un músculo del cuello oscuro, para observar a la mujer alta—. Mire, no se da cuenta de que no está bien, de que ninguno de ustedes… Déjeme llevarla otra vez a…
La mujer alta había empezado a buscar entre los pliegues de la capa hecha con un cubrecama. Llena de frustración, gritó:
—¡Oh, que se quede quieto! —El hombre musculoso clavó el pie en la espalda del doctor y se rió a carcajadas cuando lo vio aplastarse contra el suelo. Entonces lo levantó de un sacudón.
—¡No puedo encontrarlo! —chillaba la mujer. Se le puso la cara blanca, luego roja—. ¡Oh, no puedo encontrarlo! ¿Quién lo ha robado? ¿Nadie va a responderme? ¿No saben quién soy yo? ¡Cómo se atreven a tratarme así! ¡No tienen ningún respeto!
Junto con el agua helada, la desesperación se derramó sobre el médico hincado.
—¡Ayuda! —gritó en la oscuridad—. ¡Ayúdenme! —El grito, no dirigido a nadie en particular, tampoco intimidó a nadie, y su perseguidor simplemente ladeó la cabezota para observarlo gemir. Se rió una vez más y comenzó a mordisquearse la uña del dedo pulgar. Desde la calle lateral brotó un hombre de impermeable verde y botas de goma.
—Eh, vamos —ordenó con indignación—; estamos tratando de mantener el área evacuada hasta que arreglen la cañería de agua. Manténganse alejados de la zona inundada. —El oficial maldijo, tosió y se echó sobre el hombro la capa impermeabilizada—. ¡Apúrense antes de que los lleve presos!
—¡Me lo sacaron otra vez! —chilló la mujer, manoteando la sábana—. ¡No puedo encontrarlo! ¡Oh, por qué no lo devuelven!
—Ayúdeme, por favor —gritaba el hombre. El muchacho del pelo sobre la cara y del GUARDIA 739 sobre el pecho sollozaba y se retorcía la oreja. El oficial se acercó rápidamente.
—¿Quiénes son ustedes, chiflados?
Una mujer joven se le acercó, con un arrullo de paloma. Cuando pasó bajo la luz del farol el oficial vio que habría sido bonita si no hubiera tenido los ojos estriados como un cachorro. Lo abrazó y frotó la cabeza contra el impermeable húmedo.
—¿Eh, qué diablos se piensa que es…?
La mujer alta dio una vuelta alrededor del oficial.
—Joven, ¿sabe usted con quién está hablando?
—¡Por lo que veo con la Reina de Saba! Le decía a ella de conseguir… —el oficial se balanceaba mientras la mujer se apartaba de él con el movimiento de un péndulo.
—¡La Reina! ¿La Reina? ¿Usted sabe quién soy yo? —preguntó otra vez la mujer—. ¡Oh, sujétele, quiere! —comenzó a rebuscar otra vez en la sábana.
El oficial aún estaba tratando de soltarse del cuello a la jovencita cuando con el oído izquierdo oyó una risita ahogada. Se volvió, más por instinto que por interés y vio unos labios carnosos y la punta de una lengua rosada que asomaba entre ellos, los párpados hinchados que cubrían unos ojos marrón oscuro, un cabello duro y amarillo como paja sobre un cráneo despejado, el mismo pelo sobre el pecho, coronando la clavícula gruesa…
… el hombre musculoso aplastó un puño contra la mejilla del oficial y luego lo golpeó en el cuello con el dorso de la mano.
—Ellos lo robaron —gritaba la mujer alta mientras el oficial colgaba de los brazos de la jovencita.
—¡Ustedes… ustedes no saben qué es lo que están haciendo! —gritó el médico. Ya casi estaba de pie—. Por favor, por favor permítanme llevarla a algún lugar donde puedan ayudarla. Escúcheme, venga conmigo a…
—¿Van a tenerlo quieto? —pregunto la mujer alta—. ¿Cómo piensan que puedo encontrarlo?
Sonriendo, el hombre musculoso arrastró por el pavimento al oficial inerte. Los pies desnudos levantaban salpicaduras de agua como guijarros chatos. Cuando llegó junto al doctor inclinó a un costado la cabeza, parpadeó como un mono asustado y le hizo una zancadilla al hombre, que nuevamente se fue de boca sobre el pavimento, gritando de dolor y sorpresa.
—¡Quieto! —chilló la mujer, quitándose la prenda húmeda de los brazos y haciendo giros debajo del farol.
El hombre musculoso se arrodilló en el agua, agarró por el cuello al hombre que estaba inconsciente y al que estaba consciente, los levantó y miró a una y otra cara, una laxa y sangrante, la otra convulsiva y jadeante. Se mordisqueó el labio inferior, luego el superior. Entonces apretó las dos caras contra el agua y las sostuvo allí.
El doctor se debatió durante un momento.
Sollozando, el joven de cabello largo se inclinó sobre el asfalto reluciente y tironeó del impermeable hasta soltarlo. De la cintura del oficial sacó algo largo y delgado y con él señaló al cielo. Con un dedo pulgar sucio oprimió la empuñadura y de la punta doble de la espada flamígera saltaron chispas.
La luz mostró la cara contorsionada del hombre musculoso y las manos atenazadas, de uñas mordidas, soltaron los cuellos doloridos.
Los labios descubrieron un diente roto y las comisuras de los ojos se arrugaron como un papel.
La mujer joven dejó de gemir y también lo hizo la mujer mayor, tratando de enderezar el círculo de hojalata, que la luz oscilante oscurecía e iluminaba.
—Eso —dijo, exhalando un suspiro— no es. Pero no importa. Tráiganlo igual. Alguien me lo robó, estoy segura. Pero lo encontraremos, no se aflijan. ¡Vamos! ¡No pierdan tiempo! ¡Vamos!
El muchacho alzó la cabeza y el pelo le cubrió los ojos. Las chispas se reflejaban en las lágrimas que le recorrían las mejillas.
• • •
—Por aquí —dijo Jon, indicándole el camino en dirección al callejón lateral.
—¿Qué pasó con la cañería de agua rota? —pregunto Alter.
—No puede ser tan profunda. Simplemente está mojado. Han bloqueado casi todos los caminos que llevan al muelle. Tendremos que dar una vuelta al campo de maniobras aéreas para poder llegar.
—Los dos sabemos nadar. —Alter se encogió de hombros.
—Vamos.
Calle abajo, se podía ver las luces que iluminaban el pavimento inundado. Parecían mantos de vidrio negro.
—¿Te diste cuenta alguna vez que las callecitas hacen que uno hable susurrando? —Alter echó una mirada a los depósitos y las vidrieras de los negocios vacíos quedaron atrás. Comenzaron a chapotear en el agua.
Al pasar bajo la luz la fachada invertida de un edificio, las ventanas polvorienta, la herida negra de la puerta y los escalones inclinados se astillaron sobre la superficie del agua. Un sonido ceceoso era la huella de la marcha firme y decidida de Jon y Alter. De tanto en tanto, Jon le rozaba la cintura con la mano; el hombro de Alter le tocaba suavemente los músculos del antebrazo, una confirmación física de la presencia mutua.
Cuando llegaron a la esquina, Jon se detuvo y apoyó una mano en el hombro de Alter. Alter parpadeó, interrogándolo en las sombras.
Como respuesta Jon alzó y volvió la cabeza, denotando sostenida atención.
Alter volvió la cabeza en la misma dirección, escuchando. Se oía el sonido distante de muchos pies en el agua.
—¿Malis? —preguntó Alter.
—Sigamos —dijo Jon. Pero cuando llegaron a la otra esquina se detuvieron otra vez. Algo se acercaba a ellos desde la vereda de enfrente.
Primero, una marca de fuego blanco quedó suspendida a mitad de la calle.
Jon apoyó nuevamente la mano en el hombro de Alter. Sorprendida, ella lo miró.
Qué es… entonces se volvió para mirar ella misma.
El chapoteo crecía y la marca blanca se convirtió en una espada flamígera sostenida en lo alto por la mano de un hombre joven con piyama blanco: GUARDIA 739. De tras de él, con la mirada puesta en el faro brillante, una docena de figuras vacilaban, dando tumbos.
Cuando lo que es es congruente con lo que se supone, la reacción es funcional y los procesos mentales competentes. Cuando lo que es no tiene nada que ver con lo que se supone, la elección de reacciones es arbitraria. Algunas lágrimas. Quedarse o correr, reír o fruncir el ceño. Se supone que los malis, depravados y viciosos, acechan en las noches oscuras de la ciudad. Pero eso no era lo que ellos conocían como malis. Jon y Alter fruncieron el ceño.
De modo que cuando la mujer alta de pronto apuntó con un dedo furioso y tembloroso, gritando: «¡Por supuesto! ¡Ellos deben tenerlo! ¡Agárrenlos! ¡Rápido, antes que se escapen!»; Jon y Alter no estaban en guardia. Los movimientos vacilantes de las figuras encontraron un foco de atención: alguien se arrojó a las piernas de Jon y lo hizo caer. Otro tironeó del brazo de Alter y tres manos la sostuvieron por los hombros.
Mientras con la mente trataban de recomponer la realidad Alter gritó:
—¡Jon, mira! ¡Esa mujer! —Trataba de ignorar los dedos que la aprisionaban, pero de los codos para abajo todavía tenía las manos libres. Con la mano izquierda se tomó la articulación del codo derecho, sosteniéndolo como si tuviera un dolor… o el recuerdo de un dolor.
—Por Dios, es la Reina Madre. ¡Es la madre del Rey Let! —dijo Jon—. Pero se supone que estaba en la guardia psiquiátrica de…
—… del Servicio Médi… —en mitad de las palabras de Jon la comprensión de quiénes eran esas personas sacudió a Alter. Un puño de dedos comidos golpeó a Jon en el costado de la cabeza con tanta fuerza que se desplomó inconsciente en los brazos de la muchacha de ojos acuosos que había comenzado a arrullar.
La mujer con la corona de hojalata se abalanzó sobre Jon, luego se detuvo, mientras la bata pendía de los brazos extendidos.
—¡Él debe tenerlo! ¡Él lo ha robado! —se puso de cuclillas junto a Jon—. ¿Muy bien, qué hizo con eso? ¿¡A dónde lo llevó!? ¡Contésteme, le digo! ¿No sabe quién soy yo? —Se levantó de un salto y le arrebató al joven la espada flamígera.
—¡Su Majestad! —gritó Alter, aterrorizada por la recordada agonía de su brazo—. Su Majestad, por favor —todavía se sostenía el codo y las palabras eran un susurro áspero y asustado.
El filo de la hoja permanecía en el aire. La vieja cabeza se volvió, mientras el cabello húmedo formaba mechones sobre las mejillas.
—Tú… tú me dijiste Su Majestad —dijo la mujer con una voz extraña—. ¿Tú me dijiste Su Majestad? ¿Tú sabes realmente quién soy yo?
—Usted es… la Reina Madre, la madre del Rey, Su Majestad. No le haga daño.
La espada cayó a un costado. La mujer se enderezó.
—Sí —musitó—. Sí. Así es. Pero él… él me lo ha robado, estoy segura —los ojos se posaron otra vez en Alter—. Yo soy la reina, sí. Pero ninguno de ellos me cree. —Se dirigió a la gente que estaba a su alrededor—. Se lo he dicho a todos, una y otra vez. Pero ellos no creen que yo sea de verdad la reina. Oh, ellos me siguen porque digo eso. A veces hacen lo que yo digo porque cuando desobedecen me enojo. Pero ellos… ellos no me creen en absoluto. —Se quitó de la cabeza el círculo de estaño—. Vean, ellos me quitaron la corona. Tuve que hacer este anillo de estaño para reemplazarla. ¿Cómo puede creer alguien que soy de verdad la reina con una corona de estaño?
Alter abrió la boca, la cerró otra vez, finalmente dijo:
—Yo lo sé, Su Majestad. En cuanto a la corona, lo que importa es la idea, no el objeto.
En la cara de la anciana se formó una sonrisa.
—Sí. Así es. ¿Tú sabes quién soy yo? —Se puso otra vez la corona y extendió las manos en dirección al cuello de Alter. Alter se estremeció entre los brazos del hombre y de las dos mujeres que la sostenían. Pero los dedos tocaron el collar de caracoles—. Es una hermosa joya —dijo la mujer. Me parece… recordarla. ¿No tengo una igual? Quizá… rompí por accidente una así, hace mucho tiempo…
—Quizá —susurró Alter.
—Tú debes ser una condesa. O una princesa de la familia real, para usar esa joya.
—No, Su Majestad.
—Pero es del mar. Al menos una duquesa. Pero una mujer de la nobleza jamás inquiere en el rango de otra. Estoy comportándome indignamente. —Dejó caer el collar—. Es suficiente saber que eres de mi familia. —Se volvió nuevamente a Jon—. ¡Pero él! ¡Él lo ha robado, lo sé! ¡Lo mataré si no me lo devuelve!
—¡Su Majestad! —gritó Alter—, es mi amigo y es tan noble como yo.
—¿Sí?
—Oh, sí, Su Majestad. Él no le ha quitado nada.
—¿Estás segura?
—Estoy muy segura.
—¿Entonces dónde puede estar? ¡Alguien tiene que tenerlo!
—¿Qué… qué está buscando? —se atrevió Alter.
—No puedo… oh, no puedo recordar —se quejó la reina.
—Pero debe… seguir buscando. Eso no está aquí —susurró Alter.
Inmediatamente la anciana comenzó a buscar entre la sábana arrugada que usaba como toga.
—Sé que hace un rato lo tenía. Me quitaron la corona, el cetro, hasta me quitaron mi… Oh, no puedo encontrarlo por ninguna parte.
—Hasta desaparecieron los bolsillos —dijo Alter suavemente, inclinando la cabeza, sorprendida.
—Hasta los bolsillos —repitió la reina, mientras seguía revolviendo entre los pliegues—. Todo lo de la aristocracia ha desaparecido. Se lo han llevado. Nadie me cree. Debo usar una tonta corona de estaño. Ha desaparecido todo. Se han llevado… —un tendón del cuello se estremeció bajo la piel arrugada. Se le humedecieron los ojos. Levantó el arma reluciente y se volvió hacia Jon—. ¡Él la robó! ¡Yo sé que lo hizo! Si no lo devuelve lo…
Las manos que la sostenían se habían aflojado y súbitamente, Alter se abalanzó y rescató a Jon del brazo de la muchacha que arrullaba. De rodillas, se volvió para enfrentar a la espada.
—¿Alguna vez en la vida van a hacer cosas decentes? ¡Déjenlo! —el filo se detuvo y en el silencio Alter oyó que alguien huía velozmente calle abajo, alguien que debía de haber estado espiando la escena, observando desde la esquina para huir aterrorizado hasta tal punto, algún malí que en una ocasión así hubiera luchado con puños y armas, pero hasta él es derrotado por tanta locura—. Su Majestad —dijo nuevamente Alter apartando el otro pensamiento—, no lastime a este hombre. Usted es la reina. Yo no debería decirle qué… poco conviene que una reina se muestre tan irritada cuando no se le ha inferido ninguna ofensa. Si es la reina, tenga piedad.
—Yo… ¿yo soy la reina? —en la mitad de la última palabra hubo una inflexión de voz interrogativa. Siguió creciendo hasta llegar a un gemido. Por la trama arrugada de los párpados se filtraban lágrimas—. Ya me acuerdo —gritó. El arma cayó al agua y desapareció en el vapor con un silbido—. Ahora recuerdo. Era el retrato de mi hijo —retrocedió lentamente—. El retrato de mi hijo.
Se alejó lentamente, mientras seguía hablando a la ventura.
—Yo tenía dos hijos, saben —a medida que se alejaba los demás comenzaron a seguirla—. Primero me robaron al menor y luego asesinaron al otro. Pero yo tenía un retrato, un retrato en miniatura con un marco de metal, del tamaño de la palma de la mano, un retrato de mi hijo. Era del tipo del que solían vender en los muelles por media unidad. Pero ellos me lo robaron. Ni siquiera me dejaron conservar eso. Todo, todo ha desaparecido…
Entonces el bruto de melena de cáñamo comenzó a moverse pesadamente tras ella, chasqueando la lengua. Con un movimiento lento el muchacho de GUARDIA 739 levantó la espada apagada y elevó al aire la punta roma. La muchacha comenzó con su arrullo una vez más y los siguió calle abajo. Los demás desaparecieron en la callecita lateral, y mientras avanzaban con paso inseguro las imágenes se reflejaban en el agua, invertidas y fragmentadas.
Jon se movía. Cuando se sentó. Alter apretó su cara contra la camisa empapada, respirando entrecortadamente.
—Jon, no viste… no lo viste…
El brazo de Jon le rodeó el hombro.
—No me había ido tan lejos —dijo—. Pude escuchar los últimos dos minutos.
—Hablar con ella —dijo Alter mientras finalmente recobraba el aire que le recorría los pulmones sin detenerse— sin gritar fue lo más difícil que he hecho en mi vida.
Jon logró ponerse de pie.
—Me alegro de que lo hayas hecho. Vayamos a ese bote condenado, y rápido. Eh, tranquilízate —añadió—. Ahora puedes soltarte el brazo. Estás a salvo.
Alter inspiró profundamente una vez más y se miró la mano izquierda que otra vez le sostenía el codo derecho.
—Supongo que ahora podré —dijo, y al cabo de un momento dejó caer la mano a un costado del cuerpo.
• • •
Llegaron a la zona costera cuando la luna iluminaba el mar, esparciendo chispas de plata. Se encaminaron a los muelles donde estaban los vapores cargados de tetrón.
Subieron a cubierta, la inspeccionaron y minutos después el sucio bote soltaba amarras y se internaba en el oleaje brillante. Se apoyaron en la barandilla, mirándose a las sombras huecas de los ojos, luego a las espiras de la ciudad que empequeñecían y nuevamente al mar tembloroso iluminado por la luna.
—¿Cuántas veces has hecho este viaje al continente? —preguntó Jon.
—Un par de veces con el circo, cuando íbamos de gira —dijo Alter—. Y después esas corridas de un lado al otro de la cinta de paso cuando comenzó toda esta cuestión. Pero eso es todo. —Alter esperó mientras la sonrisa de él, que podía sentir pero que no podía ver, se convirtió en sonido y desapareció bajo el ruido del agua sobre el casco.
—Yo lo hice —dijo Jon— cuando me llevaron al panel de las minas y luego cuando salí, por el camino de la cinta de paso. Eso fue cuando llevamos a Let al bosque por primera vez. Y tres años después, cuando lo trajimos de regreso. —Se volvió hacia ella, hacia las sombras de los ojos, hacia el cabello blanco plateado por la luna que le descubría la curva de la oreja—. Ahora estamos aquí. —Una ola más grande que las demás les salpicó la cara—. Solos y juntos.
—¿Qué es estar solo o estar con alguien? —preguntó ella.
—O más importante —dijo él, sintiendo que estaba transmitiéndole su pensar con más precisión—, por qué a veces uno se siente solo, aunque esté con alguien y otras… bueno, no solo.
La inclinación de la cabeza, la distensión de un músculo de la mejilla sombreada por la luna le dijeron a Jon que también ella tenía ese pensamiento.
—Cuando sepa la respuesta a ese… —Pero no sabía qué haría, y pensó: «quizá lo que haría sea la respuesta».
—¿Recuerdas cuando leíamos los poemas? —preguntó Alter—. Estábamos completamente confundidos.
Él asintió.
—¿Cuál era el poema que no podíamos descifrar?
—Uno acerca de la soledad —dijo él—. No recuerdo el comienzo.
—Yo sí —recitó—: Equívoco, maníaco y libre como una gran desesperación es la gran tranquilidad…
Una voz lo continuó desde atrás y los dos se volvieron.
—… grita a los serviles de la noche enfurecida; regresa, poeta, y enfrenta a los antiguos sueños, tal como las lágrimas caen junto al mar bajo la luz de la luna… Eso es todo cuanto recuerdo.
—¿Dónde escuchó eso? —preguntó Jon.
Como respuesta la figura abandonó la sombra de la cabina. La cabeza era un huevo informe, arrugado, en el que la pelusilla había desaparecido a la altura de ojos, nariz y boca, aunque todavía le cubría la barbilla y el cráneo.
—Eso es todo cuanto recuerdo —repitió—. ¿Cómo terminaba?
—Gente solitaria —continuó Jon— transita un sendero largo, suave y arenoso junto al ruido de las olas. La tristeza o la alegría, iguales y una, han provocado la raza acabada que yo inicié.
El marinero hizo chasquear la lengua entre los dientes, sacudió la cabeza y se rascó la barriga con el dedo pulgar.
—Ése me gusta. —Un chaleco suelto y a rayas le cubría el pecho huesudo.
—¿Dónde lo escuchó? —preguntó Jon nuevamente.
El viejo marinero torció la cabeza y preguntó, arrastrando las palabras:
—¿Y para qué quiere saberlo? —Dejó de rascarse y los señaló con un dedo—: ¿Dónde lo escucharon ustedes?
—Lo leímos —dijo Alter—. Por favor, díganos, ¿quiere?
El marinero se encogió de hombros y se acercó a la barandilla.
—Hacen que parezca realmente importante —puso una mano sobre la baranda. El brazo flaco se aflojó y cedió ante la oscilación del bote—. Me lo dijo un chico que estaba con una pareja rara. Dijo que él lo había escrito.
—¿Un chico, con una pareja?
—Tendría veintiuno o veintidós años. Para mí es un chico. Los tres iban al continente. La mayor parte del tiempo estaban en sus camarotes. El tipo llevaba esa capucha rara. Pero el chico iba de acá para allá y hablaba con todos y recitaba esos poemas que había escrito. Ése era uno de los que me dijo.
—Seguramente Catham usaba la capucha para cubrirse la cara de plástico en el caso de tener que marcharse rápidamente sin la espuma viva —dijo Jon.
—No es extraño que no haya rastros del helicóptero que partió hacia el continente. Deben haberlo abandonado en la ciudad para poder tomar el bote. —Alter hizo una pausa—. Jon, él dijo que Nonik corría de un lugar a otro, que hablaba con todos, excitado, feliz. Eso no parece propio de un hombre cuya esposa acaba de…
—Yo no dije feliz —interrumpió el marinero—, esa palabra es suya. Más bien parecía histérico. Le hacía preguntas raras a la gente y esperaba la respuesta como si fuera un cachorro a quien uno acaba de pisarle una pata. Pero a veces se ponía de pie y se alejaba sin escuchar lo que le decían.
—Eso parece más razonable —dijo Jon—. ¿Cuánto tiempo hace de esto?
—El mismo día que bombardearon el ministerio de guerra de Toron.
—De modo que ellos también fueron al continente —dijo Jon—. ¿Dónde se bajaron?
—Los botes se detienen en la costa solamente una vez. Se bajaron en el mismo lugar en el que estaremos en un par de horas.
Detuvieron la marcha alrededor de una hora antes del amanecer. Iban a cargar el barco al mediodía, cuando hubiera desembarcado la mayor parte de los pasajeros.
—¿Están seguros de que no quieren esperar a que salga el sol? —preguntó el marinero. Estaba sentado sobre un balde dado vuelta, mientras convertía el palo de una escoba en una especie de tótems malignos—. Por aquí hay muchos malis, y la noche es la hora de los malis —sostenía el palo con los dedos de los pies y esculpía con sumo cuidado sonrisas distorsionadas y entrecejos separados, mientras la hoja corta del cuchillo hacía tic-tic-tic.
—Queremos tener un buen comienzo —dijo Jon.
En el horizonte se veía una luna llena y baja, y cuando el marinero asintió con la cabeza la delgada sombra del palo de la escoba recorrió la cubierta.
—¿Qué es eso? —preguntó Alter señalando a un casco abandonado y en sombras que estaba en los muelles.
El marinero levantó la vista.
—El barco del circo.
—¿Pero qué le pasa? —Estaba inclinado hacia un costado, y a pesar de la luz de la luna una porción del casco rojo y dorado exhibía ampollas negras que cubrían más de la mitad de su superficie.
—¿Qué le parece? —dijo el marinero—. Les dije que por aquí había malis. Ocurrió hace un mes, quizá.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Jon.
—Cuando el circo reanudó la gira los malis del continente atacaron, incendiaron el barco, destrozaron el lugar. Mataron a un montón de gente…
—¿… mataron? —preguntó Alter.
El marinero asintió.
—¡Oh, Jon! —miró nuevamente el casco destrozado—. Yo trabajaba para ellos…
—Vamos —dijo él. Alter comenzó a caminar por la rampa inclinada, volviendo una y otra vez la cabeza blanca en dirección al barco en ruinas.
Mientras ascendían por la rambla, Jon preguntó:
—¿Crees que Clea, Catham y Nonik pueden estar por aquí?
—¿Por qué?
—Clea también solía trabajar para el circo. Tal vez volvió para buscar algo que se había dejado. —A través de un campo bañado por la luna, los toldos todavía golpeaban sobre sus mástiles—. Probablemente ahora no estén aquí, pero pueden haber pasado.
—Puedo mostrarte su tienda —dijo Alter. Se dirigieron al prado. La brisa corría en dirección al mar y hacía que el pasto se inclinara hacia las olas, en tanto que más allá de la arena una espuma como marfil aplastado salpicaba la pradera. Se acercaron a una ondulante pared de lona. Al llegar a la entrada apareció una figura:
—¿Qué hacen ahí? —Los pantalones pertenecían a un uniforme militar, pero el chaleco sin mangas que se ataba sobre el pecho era propio de un pescador. El cabello rubio había sido cortado hacía tres meses al uso militar.
—Estamos mirando las tiendas, nada más —dijo Jon.
—¿Quién dijo que podían mirar?
—¿Quién dijo que teníamos que preguntar?
—No nos gusta que desconocidos se metan donde no les importa. Ha habido un montón de líos con los malis. El pueblo —con el mentón indicó un grupo de casas del otro lado de la pradera— no quiere desconocidos por los alrededores. La semana pasada hubo una invasión de malis. Mataron a un par de personas. No robaron nada. Simplemente destrozaron el lugar —lanzó una carcajada corta—. ¿Les parece poco?
Jon frunció el ceño; la pared de lona se enrollaba más rápido, luego se aquietó.
—¿Eh, qué pasa ahí? —se oyó una voz desde atrás de las lonas.
Lyn respondió por encima del hombro:
—No sé, Raye.
Una segunda figura apareció al lado de la primera.
—¿Crees que son malis? —Raye, más joven, más moreno, también llevaba un desprolijo uniforme militar.
—Podría ser. —Lyn se encogió de hombros.
—No somos malis —declaró Alter—. ¿Los del pueblo los instalaron aquí para evitar que los malis entren en las tiendas?
—Podría ser. —Lyn se encogió de hombros, se rió otra vez. Era un sonido tranquilo, como de viento: la voz de un hombre que ha vivido a la orilla del mar, un sonido con algo de agua cayendo sobre una roca. Raye también se rió. Desde atrás también se oían unas risas.
Se volvieron y las risas aumentaron. Detrás de ellos había unos veinte más. Entonces acortaron la distancia, rodeándolos. Muchos llevaban restos de uniformes militares; la mayoría tenía ojos verdes y pelo oscuro. Había dos muchachas. Las risas alcanzaron el tono más alto.
—Dicen que no son malis —dijo nuevamente Lyn. Como una ola que se retira sobre la arena, el sonido cesó.
Jon tenía miedo. También pensaba con rapidez.
—Apuesto a que no pueden probarlo —gritó alguien.
—Saben lo que les hacemos a los… malis.
—¡Vamos, mostrémosle lo que les hacemos a los malis!
Segundos más tarde, Jon y Alter, las manos fuertemente sujetas sobre la espalda, eran conducidos dentro de las carpas. Un hombre había arrojado un puñetazo gratuito a la mandíbula de Jon, que la sentía como si latiese. Pero Jon pensaba, meticulosa y rápidamente. El hombre que lo guiaba le dio un sacudón al pasar junto a varios montículos de tierra.
—Eso es lo que ustedes, los del pueblo, nos hacen a nosotros, los malis. —Raye lanzó un silbido y luego los empujó violentamente del otro lado de la basura.
—¿Qué les hace pensar que somos del pueblo? —se sorprendió Jon.
—No me importa de dónde son.
Jon oyó que Alter respiraba rápidamente a causa de algún dolor que él no podía ver, puesto que la tenía detrás.
Sobre el pasto se extendía una alfombra de lonas amarillas en la mancha ébano de la luna. Estaban acercándose a la línea de los acuarios, cerrados de un extremo al otro. Jon trató de poner en orden la conversación que se oía a sus espaldas.
—¿Quién crees que tratará de salvar al otro? ¿Quién crees que escapará?
—Tiremos la moneda: cara, lo atamos y dejamos que la chica trate de salvarlo; ceca, atamos a la chica y vemos qué hace él.
—No lo dejes librado al azar. Quiero ver un buen espectáculo. Ata a la muchacha y a él sácalo del medio con el cuchillo.
—Diablos, escapará. ¿Cuánto quieres apostar que es un cobarde que va a escapar?
—Átalo a él y seguro que la muchacha va a disparar como un rayo.
—Igual será divertido. No va a llegar muy lejos.
La voz más poderosa de Lyn puso las cosas en orden.
—Sáquenles el dinero. A ella la atamos y a él le damos el cuchillo. No se entregará sin dar algún espectáculo.
Empujaron a Alter contra las lonas. Alguien trajo una soga y le ataron las manos. Durante un momento intercambiaron miradas, ni implorantes ni desesperadas, sino más bien miradas de concentración desesperada, mientras cada uno trataba de encontrar la fisura en la trama de acción y movimiento que los llevaba a una condena sin nombre. Ahora empujaban a Jon contra la carpa caída.
Los condujeron en dirección a la hilera de acuarios. A través del agua turbia, la luz de la luna capturaba la sombra de los botes que oscurecía ventana tras ventana. El agua estaba verde a causa de la algas. Hacía tiempo que no se limpiaban los tanques. El gran pulpo que había estado en exhibición probablemente había sido el primero en morir a causa de las impurezas. Debían de haberlo seguido los delfines, envenenados por el agua contaminada. La manta raya, que por naturaleza se alimenta de carroña, era la que mejor hubiera podido sobrevivir en el agua infectada, pero finalmente también había sucumbido y flotaba vientre arriba sobre la superficie llena de escoria. Los únicos animales grandes que quedaban eran los tiburones. Grandes y flacos, podía ser que fueran los últimos en morir contaminados. Ahora nadaban perezosamente de un lado al otro, olfateando el vidrio y los rincones del tanque.
Junto al borde de un carromato habían construido una plataforma con una escalerilla de madera. Con un empujón Jon y Alter cayeron al pie y con otro fueron arrojados sobre la plataforma, junto al borde del tanque. Lo que ocurrió a continuación —ocurrió en la mente de Jon— fue un desfile de partículas dispersas de información, de conocimiento y de fragmentos de conocimiento, de conjeturas, acción y azar. Todavía sentía miedo, pero de pronto una línea brillante cruzó las arenas deslumbrantes del pánico.
Los tanques habían sido separados por un sistema de cerraduras que permitía que cada tanque fuera vaciado y limpiado en forma individual. Pero cuando murieron los animales sacaron las paredes de un metro ochenta que separaban los carromatos y el agua había entrado hasta llenar el tanque hasta el borde. Abiertos y conectados, formaban una cubeta de tres metros sesenta de ancho y cuarenta y cinco metros de largo. A la luz de la luna ondulaban formas verdes. Cada tiburón —Tritón los había agrupado según el tamaño— pesaba entre cuatrocientas y cuatrocientas libras y media. Mientras Jon registraba en la mente cada uno de estos hechos, el agua, abajo, lamía el extremo del tanque.
Los costados habían sido acondicionados para evitar que alguien pudiera salir del tanque. Raye empujó a Alter, todavía atada, que cayó al agua. Jon respiró hondo y se sumergió mientras ella desaparecía del borde. Lo golpeó un agua poco templada. Subió como un resorte, escapando a la gravedad, y se quitó una sandalia. La presión que sentía en los oídos estaba disminuyendo, lo que significaba que nuevamente estaba llegando a la superficie. Se quitó la otra sandalia, salió a la superficie y echó la cabeza hacia atrás para sacudirse el agua de la cara. Lanzó una última mirada a lo que ocurría en la superficie: equilibrar y separar lo relevante de lo irrelevante. En el extremo del tanque Alter se hundía y reflotaba rítmicamente. Con una patada controlada, un buen nadador puede mantenerse a flote un período razonable de tiempo, aún con las manos atadas: Alter era buena nadadora (relevante).
—¡Eh! —gritó uno de los malis desde la plataforma. Era una muchacha (irrelevante), arrojó algo al aire, un cuchillo (relevante), y luego lo dejó caer en el agua. Jon se hundió detrás de él, siguiendo la espiral brillante hasta las profundidades del tanque, mientras por encima le pasaba una sombra. Pensaba: si pudiera cortar las sogas de las manos de Alter de modo que… El pensamiento se convirtió en una irrelevancia en el momento que tomó el cuchillo del piso de arenilla: ¡tenía lastimado el dorso de la mano! El cuchillo estaba tan afilado que con el movimiento suyo y el de Alter no hubo manera de evitar unos tajos y algunos rasguños. La sangre en el agua significaba muerte.
Era así cómo habían perecido los otros (¿irrelevante?). Comenzó a nadar por debajo del agua, salió a la superficie, aspiró otra bocanada de aire y se sumergió una vez más. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se despertara la curiosidad de los animales? ¿Segundos, minutos? Cuanto más apartados se mantuvieran, él y Alter, más grande sería la indecisión de los tiburones. Se puso el cuchillo entre los dientes para que las manos no le ardieran. Desplazarse por debajo de la superficie llamaba menos la atención que chapotear arriba. Se impulsó hacia adelante, atravesando el agua como un cristal rutilante.
Un tiburón olfateaba tan cerca que la carne glauca resplandecía. A la superficie para aspirar tres bocanadas; se hundió otra vez, los músculos eléctricos y alertas, y agradeció a Alter en silencio por su paciente entrenamiento (apartar la idea de una hilera de dientes rastrillando esos músculos; y Alter estaba atada).
Con otra zambullida llegó al otro lado del acuario (cuál de las bestias, después de dar vueltas y vueltas se había decidido por una de las dos figuras, eligiendo la de Alter, las piernas como tijeras y el pelo blanco en la cara). Se sacó el cuchillo de los dientes; hubiera usado su propia sangre, su propia carne para lograr su propósito; pero algo se movió ante su vista borrosa, submarina, y Jon giró y le clavó la hoja, apretándolo contra el vidrio. Era un pez de tamaño regular, de unos treinta centímetros de largo, que se había corrompido en el agua contaminada. Ahora coleteaba y se retorcía en velos de sangre. Jon agarró el pez, le abrió con un tajo las branquias llenas de sangre y apretó la carcasa sanguinolenta contra el vidrio. Se dio vuelta en el agua (recordando las palabras de ella: «Echa la cabeza hacia atrás. Ahora levanta las rodillas y date una vuelta para atrás», descubriendo que ése era el mismo movimiento) y con un golpe hizo a un lado la carne sanguinolenta, dejando una huella de descomposición y rojo.
Por un instante se sintió ciegamente sujeto a todos aquellos factores que no podía controlar, desesperación y aspereza, en su interior y en lo que lo rodeaba. Mientras la percibía, la situación le daba vueltas en la cabeza, como una moneda que cayera al agua junto con él. Por el otro lado había una sensación de control total que acompañaba al mayor alcance de su percepción. Apuntó al fondo del tanque, dejando una columna de sangre. La moneda giró como un huso.
El sonido se propaga más velozmente en el agua que en el aire. Los escuchó venir, arrojó el pez a un lado y se apartó de la pared de vidrio empujando con un pie. Con las manos rascó el piso de arenilla y el agua se oscureció con formas retumbantes.
¡Crash!
Se dio vuelta, apartándose del dolor de las manos lastimadas.
¡Crash! ¡Crash!
La pared recibió otros dos golpes más. Entonces…
—¡Cruuuuummmm!
… dos golpes al mismo tiempo, que lo impulsaron hacia arriba con violencia. Sacó la cabeza fuera del agua al mismo tiempo que escuchaba que se rompían las tres planchas de vidrio de tres pulgadas. Estaba rodeado de aire y espuma. ¡Había resultado!
Sin las cerraduras y con el agua extra, la presión del acuario era casi cinco veces mayor de lo que se suponía debía ser y bastante más de lo que teóricamente podía ser. Alguna circunstancia fortuita había mantenido a las paredes juntas. Pero unos pocos golpes de un par de tiburones de cuatrocientas cincuenta libras, hambrientos y barrenando en picada, lo habían logrado.
Tropezó sobre la hierba húmeda. Recordando sus caídas, dio un golpe con la mano y logró ponerse de pie, tambaleando. Jadeaba, consecuencia de la respiración agónica que había mantenido.
Todavía tenía el cuchillo en la mano. A la luz de la luna gibosa las gotitas que corrían por la hoja se convirtieron en perlas.
Tres de los tiburones que saltaron a tierra se retorcían y golpeaban sobre el pasto. Se volvió hacia la pared hecha añicos. Raye, vaya a saber por qué motivos, había corrido hacia ese extremo del tanque para observar. Cuando la pared explotó, resultó casi destrozado por un pedazo de vidrio que le brillaba en el vientre deshecho.
Jon corrió hasta el carromato, saltó de un brinco la caída de agua y se arrojó al piso arenoso de los tanques. Alter yacía cara abajo, a seis metros del extremo del tanque; el nivel del agua todavía no era suficientemente bajo como para llevarla más lejos. ¡No podían haber transcurrido más de treinta segundos desde el momento en que estalló la pared! Pero Jon tenía conciencia de su acelerada percepción del tiempo. Aun así, no podía ser que ella… Ya estaba a su lado. La sacó del agua.
Alter abrió los ojos y la boca al mismo tiempo y aspiró una bocanada de aire. Cerró nuevamente los ojos, pero siguió respirando entrecortadamente. Jon cortó las sogas que le amarraban los brazos. En un par de ocasiones la rasguñó, pero las sogas cedieron y Alter encorvó los hombros y estiró los codos (y Jon recordó el ejercicio que ella le había enseñado para que la sangre circule nuevamente por los brazos) y se puso de pie con dificultad.
Jon la llevó hasta el borde dentado, lo saltó y la ayudó a pasarlo.
Los malis corrían a lo largo de los carromatos: recuperados del impacto de la explosión (se supone que un acuario no explota; pero había explotado… la parálisis había durado casi tres cuartos de minuto), venían a recuperar su presa.
Jon y Alter atravesaron corriendo la pradera salpicada de vidrio, tratando de esquivar las figuras largas, frenéticas, que se agitaban cerca de ellos.
Alter estaba exhausta. Jon lo percibió por el temblor de la muñeca. Él mismo se desplazaba con la energía que le quedaba en las terminaciones de unos nervios destrozados. La carrera se convirtió en paso vivo. Cuando estaban a mitad de camino del bosque alguien dio un alarido; jadeantes, se volvieron para mirar.
Uno de los malis había pasado demasiado cerca de un tiburón. El animal saltó y lo agarró de una pierna. Los otros estaban tratando de ayudar. Jon se llenó nuevamente los pulmones lastimados y se tambaleó. Recién dejó de tambalear cuando las hojas comenzaron a golpearle la cara y cuando el alarido cesó.
Al cabo de cinco minutos llegaron a un claro en el bosque donde las rocas se alzaban unos seis metros. A mitad de camino de la elevación de granito, Jon se volvió.
Con el amanecer, un cuarto del cielo se había puesto gris. Cada árbol proyectaba una sombra doble: la del resplandor de la vieja luna y la nueva y roja del sol. Alter se dejó caer en la roca, se pasó la mano por la frente y se cubrió los cabellos blancos y húmedos con un casco. Repentinamente encorvó los hombros, como para retener la escasa fuerza que aún le quedaba en el cuerpo.
Al mismo tiempo, Jon sintió que los golpes de adversidad que le habían convertido el cuerpo tensionado en una máquina de supervivencia, comenzaban a ceder, uno tras otro: comenzaron a picarle los hombros, los muslos, las pantorrillas, las palmas doloridas. Se agachó junto a Alter mientras cada músculo caía en el ácido de la fatiga como un peso de metal. Alter levantó la cabeza y dijo, suave y maravillada:
—¡Estamos a salvo!
Jon apoyó la cabeza en el hombro de Alter, tal como ella había hecho en la Ciudad en un momento similar, relajándose en la realidad de una piel húmeda contra una piel húmeda. Alter le puso la mano sobre la nuca y al cabo de un momento Jon levantó la cabeza y la miró.
Entre las ramas corría una brisa que agitaba las hojas.
—Puedo verte los ojos —susurró Jon—. Ahora hay luz suficiente, de modo que puedo verte los ojos.