CAPÍTULO CINCO

RETUERCE LA RABIA en anillos de violencia; con el círculo rodea los bordes del foso del cerebro; inserta el cerebro en huesos, y dile al hombre en la oscuridad que está solo.

Un arroyo de agua azul recorría el piso de la bodega y desde un rincón llegaba el olor de las bolsas de pescado húmedas. Jeof estaba sentado sobre un barril. Dio vuelta, las manos apoyadas en la falda, cerrando y abriendo los dedos, un gesto en el cual podía liberar fragmentos del terror aislado. Con la percepción ofuscada, la respiración lenta, permanecía en la oscuridad como lo había hecho durante la última hora y media, sin pensar demasiado sino más bien permitiendo que su mente formara imágenes: el rostro de una muchacha, los ojos cerrados, un hilo de sangre en la boca, delgado como el trazo de un lápiz rojo; un cuerpo que caía sobre el desembarcadero mientras las sirenas hacían fila en la oscuridad; la ventana de un depósito que se hacía añicos ante un puño bajo la luz de la luna. En esa ocasión se había cortado el brazo. Todavía tenía la cicatriz. Se tocó el costurón bajo el vello del antebrazo. Aquí, pensó, puedo permanecer tranquilamente dentro de esta rabia y estar solo. La soledad era dolorosa, pero la aceptaba porque no podía pensar en otro modo de estar. Cerró nuevamente los dedos, tratando de apresar al terror. Quizás algún día dejaría de intentarlo. Pero eso era en un momento muy lejano.

Cura tus heridas con calamidades. Deja que tu sangre cubra el empedrado del muelle entretejido con barro. El corazón del ambiente se desplaza majestuosamente desde el mar hasta el misterio de la ciudad.

La madre de Renna observó la puerta del living cerrada tras el paso del policía y pensó, «mis ojos van a explotar, quizá grite. Tal vez el revoque de las paredes comience a agrietarse». Esperó. No pasó nada, de modo que oyó sus propios sollozos. Se volvió, pensando, una moneda arrojada en aguas profundas, girando como un trompo en su caída.

Entonces se dirigió al visófono y llamó al doctor Wental. Era el único médico en el edificio y a pesar de que había terminado de discar y se oía el zumbido penetrante, ella se preguntaba: ¿Para qué estoy llamando a un médico? ¡Para que estoy llamando a un médico, por Dios!

Apareció la cara del doctor Wental.

—¿Sí?

Algo dentro de ella se desgarró y comenzó a llorar.

—Doctor Wental, por el amor de… ayúdeme… ella está muerta, mi hija, Renna, ha sido… Oh, está muerta —las frases a medias se le anudaban en la lengua. Algo le quemaba los labios, las mejillas, le resecaba los ojos a los que sólo las lágrimas podían devolverles visión.

—¿Usted es la mujer que vive en el segundo piso?

—Sí, yo… sí…

Se preguntaba qué aspecto tendría. El médico frunció el ceño y luego dijo:

—Bajo enseguida —y desapareció del visor. El tiempo pasaba. El tiempo siempre está pasando, pensó. ¿A dónde voy en todo este tiempo que pasa? Golpearon a la puerta.

Histéricamente calma se dirigió a abrirla y el médico entró.

—Lo siento —dijo ella—. Lo siento tanto. No quería molestarlo, doctor. Usted no puede hacer nada, por mí, quiero decir. No puede hacer nada… ¿por qué lo hice bajar? —sacudió la cabeza.

—No se preocupe por disculparse —dijo el doctor Wental—. Entiendo perfectamente.

—El oficial acaba de estar aquí. Él me lo dijo. Hasta ahora no pudieron identificarla por el trazado de la retina porque tenía los ojos totalmente…

—Tal vez pueda darle un sedante.

—No —dijo ella—. No quiero un sedante. No quería hacerlo bajar hasta aquí… Quiero decir… —entonces toda la confusión que había estado articulando durante casi un minuto se hizo real—. Oh, doctor Wental, yo sólo quería hablar con alguien. En primer lugar pensé en un médico, no sé por qué. Pero sólo quería hablar.

—¿Está segura de que no quiere un sedante?

—Oh, no —dijo ella una vez más—. Mire, tomemos algo.

—Bueno —el doctor hizo una pausa—. Bueno, está bien.

Fue hasta el armario y sacó vasos y la botella verde. El simple hecho de deslizarse sobre el piso, el movimiento de la muñeca al hacer girar el picaporte, la suave presión del vaso contra el pulgar y el índice le devolvieron la parte física de su ser que había olvidado. Entró rápidamente en la kitchenette y apretó la palanca con el pie. La mesa se desplegó y ella apoyó los vasos y la botella sobre la superficie de piedra azul.

—Permítame —dijo el doctor Wental, acercándole una silla. Mientras ella se sentaba, el médico dio una vuelta alrededor de la mesa, abrió la botella y sirvió la bebida. Cuando la mujer tomó su vaso, el médico se sentó, se bebió el suyo de un trago y se sirvió otro, pero con tanta seguridad en sí mismo que la mujer ni lo notó.

La madre de Renna miró el líquido verde que temblaba en la boca ancha del vaso y dijo:

—Doctor Wental, me siento tan sola. Quiero correr a algún lugar, acurrucarme debajo de algo, que me digan qué hacer. Cuando murieron mis padres jamás me sentí así…

—Dicen que la muerte de un hijo… —comenzó el doctor, y terminó la frase con un movimiento de cabeza. ¿Había tomado un tercer vaso?

—La amaba mucho, la malcriaba, supongo. La llevaba a fiestas, le compraba ropas… oh, la ropa. Le compré tanta ropa —y sintió que en su interior algo comenzaba a desgarrarse otra vez. Agarrándose de los bordes, continuó—: Todos los padres viven a través de sus hijos, doctor. No está mal. No está mal, ¿verdad? —se pasó las manos por el pelo y el pañuelo se le enredó en los dedos. La seda verde tenía un dibujo de algas marinas rojas y azules tan vividas, y la piel floja de su mano era tan terriblemente gris.

Cuando alzó la vista el doctor estaba sirviéndose otro vaso más. Sonrió con un gesto de disculpas:

—Me parece que estoy agotándole las reservas. Perdóneme.

—Oh, está bien —replicó ella vagamente—. Casi no lo uso. Siga, por favor.

—Gracias.

—Siento que tengo que darle algo a alguien, hacer algo por alguien, hacer creer que estoy —hizo una pausa—, iba a decir viva —movía el vaso de un lado a otro. La luz que provenía de la instalación de la pared golpeaba a través del verde y caía echando destellos sobre la piedra azul—. Hacer creer que estoy viva —repitió.

—¿Iba a decir «hacer creer que ella está viva»? —sugirió el médico.

La mujer sacudió la cabeza.

—No. No. Sé lo que dije —levantó la vista—. Creo que voy a tomar el sedante. En realidad no quiero beber nada.

—Muy bien.

—Me pondré bien. Gracias por venir, por hacerme sentir por un rato que no estaba sola. Pero no hay nada que hacer, ¿no es así?

—No hay nada que pueda hacer por su hija —dijo el doctor Wental.

—Eso fue lo que quise decir —se levantó de la mesa—. Tomaré su sedante e iré a descansar.

El doctor asintió y comenzó a incorporarse.

La mujer frunció el ceño.

—¿Se siente bien, doctor? —El médico se había agarrado del borde de la mesa.

El doctor sonrió nuevamente.

—Quizá le agoté demasiado rápido sus reservas. —Se puso de pie completamente y se alejó de la mesa con paso inseguro.

En el living buscó largo tiempo en su valija hasta encontrar el frasco de vidrio color ámbar de las píldoras.

—Le dejaré una… dos —se balanceaba y la orilla de la chaqueta gastada chocaba contra el muslo—. Dos de éstas. Primero tome una y si necesita más para tranquilizarse, tómese la otra —le entregó las píldoras en un trozo de gasa quirúrgica.

La mujer lo siguió hasta la puerta y se la abrió. Al salir al vestíbulo el médico se sujetó del quicio de la puerta, como lo había hecho antes del borde de la mesa. La mujer frunció el ceño; luego, tratando de convertir en broma su preocupación, se rió.

—Sería mejor que no le dijera a su esposa cuánto ha tomado aquí abajo. Es mejor que no lo sepa.

Vio que la espalda del médico se erguía bajo la tela gastada. Se volvió lentamente.

—Supongo que tendría que informarle —anunció con voz pastosa— que le di esos sedantes en forma ilegal. En cuanto a mi esposa… ya no vive más conmigo.

La mujer se sorprendió.

—Una semana atrás fui acusado y condenado por ejercicio ilegal de la medicina. Adulteración de drogas… murió una persona. Bueno, mi esposa lo sabe y me dejó. De modo que ya no tengo que preocuparme más si se entera de algo.

Se volvió nuevamente y se alejó con paso vacilante. Confundida, la mujer entró en el departamento vacío.

La imagen de tu ojo guardada en una joya. Afuera, las habitaciones solitarias del sueño observan al acróbata, al ladrón, al tonto, los productos de la ambición, muerte y dolor. Entonces, magnífico y solo, el ensueño.

• • •

El rey observaba a su prima que estaba junto a la ventana, jugueteando con una piedra ahumada que le pendía del cuello en una cadena de plata. Petra dejó que las cortinas cayeran y ocultaran las luces de la ciudad y se dirigió hacia él. El pelo, rojo, sostenido por peinetas doradas con forma de pinzas de langosta, se desplegaba como un abanico sobre los hombros.

—¿Qué es eso, Petra?

—¿Qué es qué, mi Rey?

—Por favor, Petra —dijo él—, no finjas ser formal. Actúa como prima, como solías hacerlo cuando me contabas cuentos.

La duquesa sonrió y sacudió la cabeza.

—Let, me estoy quedando sin cuentos para contar.

—Entonces dime la verdad. ¿Qué es lo que te molesta?

—Ya te hablé de «el enemigo descontrolado» —dijo ella, hundiéndose en el diván—. Has estado en las reuniones del Concejo. Has hecho un magnífico trabajo. Has logrado calmar a ministros a los cuales yo hubiera terminado hablando a gritos. Let…

—Mientras estuviste junto a mí —continuó en lugar de ella—, como mi asesora. Ojalá te permitieran hablar en las reuniones oficiales, Petra. Toda la discusión pacífica que he logrado es resultado de tu trabajo. Te veo terriblemente ansiosa por hablar. Quizá sea eso lo que te ha destrozado los nervios.

Petra se rió.

—En cuanto a los nervios, tienes razón. Pero eres tú quien ha hablado en las reuniones del Concejo. Eres un muchacho extraordinariamente elocuente.

—Pero soy un muchacho, tengo sólo diecisiete años y no lo he olvidado. Tampoco lo ha olvidado el Concejo. A veces casi puedo oírte pensar: «Si el protocolo me permitiera decir lo mismo…» —suspiró—. Pero ésa es la mitad del problema. ¿Cuál es la otra mitad?

Petra permaneció un momento en silencio.

—A veces pienso que durante el tiempo que pasaste entre los guardias del bosque tú también aprendiste a leer la mente.

—Aprendí a observar con mucha atención —dijo él—. Y te he observado a ti. ¿Me dirás qué pasa? —La voz era al mismo tiempo calma e imperativa, la voz a través de la cual había logrado ella ese pequeño progreso con el Concejo.

Se levantó nuevamente y atravesó la habitación en dirección a la ventana, y una vez más corrió las cortinas de brocado. Una brisa le agitó la túnica azul.

Let observaba ciertas expresiones indefinidas en un rostro de rasgos firmes.

—Hay una duda, Let. Una duda grande y seria.

—¿De qué dudas, Petra?

—Dudo de ti. Dudo de mí. —Con la mano señaló a través de la ventana las luces que se recortaban contra la oscuridad—. Esta isla, este imperio, se extiende alrededor de nosotros; somos responsables de él. Y dudo profundamente de nosotros, Let, profundamente —soltó nuevamente la tela de brocado.

—¿Cuál es la duda, Petra?

Vio que respiraba hondo y que sostenía el aire como si tuviera miedo de soltarlo.

—Let —dijo finalmente—, años atrás, antes de que se declarara la guerra, concebí un plan que pensé que podría salvar a Toromon. Amo a Toromon, Let, a sus barcos, a sus granjas, a sus fábricas, a sus bosques… Yo sabía que era débil. Y el plan era salvar su fuerza y hacer lo que fuera posible para mitigar el trauma económico que padecía Toromon tratando de tomar en algún momento las riendas del Concejo. Pero esencialmente mi esperanza estaba en ti, en alejarte de tu madre y de tu hermano, para luego devolverte al trono. Pensé que Toromon necesitaría un rey fuerte y elocuente. El entrenamiento que recibiste en el bosque fue tal como yo lo había deseado. Y sin embargo ahora dudo de todo el plan, de mi parte dentro de él, de la tuya.

—Todavía no…

Se alejó de la ventana una vez más.

—La aristocracia de Toromon no es capaz de mantener unido al país. Está demasiado vieja, demasiado cansada, demasiado ligada al Concejo para hacer los cambios radicales que podrían salvarnos; pero es demasiado poderosa como para morir. Quizá no debería haber gastado mis fuerzas en controlar al país. Quizá tendría que haber procedido de un modo completamente diferente. Quizá la respuesta era aplastar al gobierno existente y permitir que creciera uno nuevo, vigoroso, de lo que quedara en Toromon con algo de salud. Quizá tendría que haberme convertido en malí y destruir por la destrucción en sí misma. Hay mucho más de lo malo que de lo bueno en todo el sistema. ¿He estado tratando de mantener con vida algo que hubiera sido mejor que muriera hace mucho tiempo? Let, dudo profundamente de si estaba en lo cierto. Y si he obrado mal, entonces he hecho mucho más mal que cualquiera durante quinientos años. —Se sentó sobre los almohadones y se pasó los dedos por el cuello para borrar la fatiga que se había acumulado allí por mantener tan alta la cabeza real.

—Es una gran responsabilidad, Petra —dijo el joven rey vagamente.

Ella inclinó la cabeza hacia atrás. Cuando levantó nuevamente la vista, el rey vio que en los párpados inferiores había lágrimas.

—Let, me siento tan sola —dijo suavemente; parpadeó y las lágrimas rodaron por las mejillas.

—Petra —el rey se incorporó en su asiento, con urgencia en la voz—. ¿Petra?

—¿Sí?

—Si pudieras hacer lo que más quisieras en el mundo, ¿qué harías?… Me refiero a algo que no tuviera nada que ver con Toromon.

—No sé —dijo ella—. Algo que no tenga que ver con Toromon… hace mucho tiempo que no puedo pensar en algo así. ¿Qué es lo que quieres mi Rey?

—Petra, yo también me siento sólo.

Inclinó la cabeza hacia un costado.

—Sí. Debe ser así. Es una tarea solitaria.

—Lo es —asintió él—. Todos los que conozco bien están en el bosque. Aquí mi única amiga eres tú. Pero cuando me siento muy mal, a veces pienso en lo que haría si… y pienso que algún día lo haré. Entonces me siento mejor.

—¿Qué quieres hacer? —sonrió ella.

—Tiene que ser diferente para cada uno —explicó él—, pero…

—Pero dime.

Nuevamente el Rey se inclinó hacia adelante, las manos fuertemente apretadas. La duquesa vio que esas manos ya habían empezado a perder la saludable coloración que habían logrado durante la época del exilio en el bosque.

—Recuerdo, hace mucho tiempo, aún antes de que me llevaran al continente, recuerdo a un muchacho… no sé exactamente cómo lo conocí, pero venía de la costa y era hijo de un pescador. Él me enseñó todo sobre el trabajo en los botes, sobre rocas todas de diferentes colores, y por la mañana, dijo, uno puede ver el sol que aparece sobre el agua como una ampolla ardiente. Él también me enseñó a pescar. Me gustaría trabajar en un bote, Petra. Oh, pero no que me lleven de un lugar a otro con gente que hace dar vueltas a una rueda. Yo quiero tener el control, ir a donde tenga ganas, golpeando contra las olas que se alzan ante mí y, mientras me cubren, atravesarlas. —Hizo una pausa, brillantes los ojos azules. El cabello rubio, con mechones más pálidos a causa del intenso sol del continente, nuevamente estaba adquiriendo el color oro—. Estoy solo —dijo—. Como tú, Petra. Pero cuando lo siento con mucha intensidad, pienso: algún día, como ese muchacho, quienquiera que sea, me subiré a un bote y lo guiaré mar adentro. Ayuda.

—Bien —dijo ella. Por tercera vez fue a la ventana y retiró la cortina. Esta vez, sin embargo, se dirigió a él—. Ven conmigo, mi Rey —Let se puso de pie y se acercó a ella— Toromon —dijo, y movió lentamente la cabeza, observando a través de las luces el mar de la medianoche.

—Y estamos en el centro —dijo—. Los dos solos.

Dispone esos golpes desesperados en líneas únicas, separadas y tangibles, hermosas y reales; los esqueletos de los peces arrojan su sombra contra la pared, anticipando el ideal.

• • •

Arkor estaba en la torre del laboratorio en el ala oeste del real palacio de Toron. Al final de la banda de metal había una esfera de cristal, de un metro y medio de diámetro, que pendía sobre la plataforma de recepción. En la habitación había doce pequeñas unidades de tetrón de diversos tamaños. Las pantallas viseras estaban muertas. Sobre un panel de control instalado junto a una ventana ornamentada, una hilera de cuarenta y nueve perillas color escarlata indicaban «cerrado». Arkor caminaba lentamente por el andarivel. Llegó al balcón y se detuvo a observar la noche. Una brisa le peinó el cabello.

Echó la mirada hacia la habitación. Del otro lado de los andariveles, la plataforma y la esfera caían las largas sombras provenientes de la súper-estructura del equipo de conversión que había transformado a la cinta de paso en un proyector de materia para ser usado en la guerra. Jamás había sido usado. Miró otra vez afuera, a la Ciudad.

Por lo común, la receptividad telepática del gigante era de unos pocos metros, pero recientemente había descubierto que su radio de alcance se expandía algunas veces durante una hora o más, hasta cubrir millas. Cuando se detuvo junto al balcón sintió la punzada subsensorial que anunciaba uno de esos ataques. De pronto, como si se hubiera descorrido un velo, la Ciudad se le reveló como una vasta matriz de mentes en colisión, chocando unas contra otras y, sin embargo, aisladas.

Estoy solo, pensó, y la millonésima voz se convirtió en un millón de ecos. Los otros pocos telépatas de la Ciudad, así como los guardias no-telépatas, echaban luz sobre la trama de las mentes más confusas. Pero hasta ponerse en contacto con ellas era en el mejor de los casos un toque a través del vidrio. Sólo había imagen, sin calor ni textura. Aisladas, pensó, dejando que la imagen lo llenara, solo en la torre del palacio, en la torre de mis propias percepciones, como un neandertal bruto y culpable en el borde de la Ciudad, como el rey y la duquesa junto a mí, un círculo de mentes solitarias, juntas como el doctor borracho y la madre dolorida a una milla de distancia.

En algún lugar había un hombre y una mujer sentados —Jon y Alter, pero los identificó sólo después de haberlos escogido— juntos en una habitación, hombro con hombro, las cabezas inclinadas y unidas, leyendo un poema en un papel arrugado, deteniéndose para preguntarse el uno al otro el significado de una línea, retrocediendo para mirar otra página. Las imágenes que crecían es sus mentes no eran las mismas, pero cuando intentaban explicarse qué pensaban, o cuando se inclinaban para leer o releer los versos, las imágenes que les provocaba el poema por encima de los pensamientos eran como llamas que bailaban ordenadamente, contrastantes o similares, pero siempre una experiencia única, la conciencia de la unidad, la no conciencia del aislamiento. ¿Ilusión?, pensó Arkor. No. Las luces, ya quebradizas, ya flexibles, temblorosas e inquietas bailaban ordenadamente juntas. Arkor sonrió, solo, mientras la pareja se acercaba más al papel. Jon sostenía la página mientras Alter desdoblaba un extremo que había sido plegado sobre la última estrofa:

Llévenme a una ciudad dorada y gris donde lo humano y lo salvaje puedan mezclarse, no a donde estoy, cercado por una cloaca con esqueleto de pescados.