¿QUÉ PIENSA UNO cuando está a punto de ver a su padre después de cinco años de cárcel y tres de aventuras traidoras? Jon se preguntaba eso: la respuesta era un miedo profundo en la garganta que le retardaría el paso, que le tiraría de la lengua cuando intentara hablar. Mientras caminaba por las calles céntricas de la ciudad regresaron otros miedos. Estaba aquel innombrable de la niñez, que tenía que ver con la cara de una mujer que podría haber sido la cara de su madre, y con un hombre que probablemente fuera su padre, pero era algo difuso. A los dieciocho años había pasado una semana de miedo, comenzando por un ridículo desafío hecho por un amigo desleal que resultó ser el último rey de Toromon (y ahora se preguntaba por qué había aceptado el desafío si provenía de otro muchacho) y terminando con un pánico torpe, un toque de la espada flamígera de Jon y la muerte del guardia del palacio que lo perseguía. Luego hubo cinco años de prisión (la sentencia era a perpetuidad, no a cinco años), años de ira, humillación y odio hacia los guardias, hacia el deficiente equipo de las minas, hacia las calurosas horas bajo tierra, con rocas que le raspaban las manos, por el sonido de los helechos altos que le rozaban el uniforme tieso de suciedad cuando caminaba de un lado al otro al amanecer y al atardecer; pero la única vez que en la prisión el miedo se había mostrado sin disfraz fue cuando comenzaron las conversaciones acerca de la fuga, llenando la noche de murmullos que iban de camastro en camastro, pronunciadas a espaldas de un guardia en los infrecuentes períodos de descanso que puntuaban su labor subterránea. No era miedo al castigo, sino a las conversaciones mismas, a algo incontrolable, a lo pequeño y no planeado en la apretada trama de la vida en prisión, floreciendo en un momento de indisciplina, en un libre intercambio de miradas, en los murmullos de los cuartos de baño. Había atacado a este miedo de modo diferente, uniéndose a los planes, ayudando, cavando con las manos hasta deshacerse las uñas, contando los pasos que daba un guardia desde la oficina hasta la cabina del centinela en el límite del área de la prisión. Cuando terminaron los planes, sólo quedaban tres hombres: él había sido el más joven, agazapado bajo la llovizna junto a los escalones de la prisión militar, esperando la libertad.
Durante la huida, en la oscuridad, con la vegetación húmeda que le golpeaba la cara, no hubo miedo. No había tiempo para el miedo. Había culminado y explotado en su cerebro como filosas hojas de cristal en un líquido congelado, después que perdió de vista a los otros dos, después que se alejó del bosque y caminó demasiado cerca del límite de la barrera de radiación, después que vio las espirales de Telphar ennegrecidas al amanecer, cuando, inesperada, imprevistamente, sin posibilidad de defensa física o mental, a través de un universo de distancia, fue atacado desde una estrella.
Luego llegó la aventura. Hubo peligro y se había fatigado, pero no había tenido el miedo que tenía ahora. Este pequeño vacío blanco era el negativo de la mancha negra de terror de una niñez que recordaba a medias.
Subió los conocidos escalones de la casa de su padre y se detuvo ante la puerta. Mientras llevaba el pulgar a la cerradura pensó: ¿la libertad está del otro lado de esta puerta?
Hacía tiempo que la cerradura había registrado las líneas y espirales del pulgar; la madera oscura cedió y Jon entró en el salón. Se preguntó si su padre habría cambiado tanto como él. Si los hábitos de trabajo seguían siendo los mismos, si estaría trabajando en el comedor de la familia.
Jon pasó junto a las paredes cubiertas por paneles azules, junto al cronómetro familiar empotrado en el piso (el cristal había sido reemplazado desde que lo vio por última vez), pasó junto al recodo de la galería que tenía el extraño efecto de una cámara de susurros, en la cual uno podía permanecer a nueve metros de distancia, escondido en un rincón, y escuchar cualquier conversación, aún en un tono muy bajo, pasó junto al cuarto de vestir, junto a la puerta que daba a la sala de trofeos (la madera del revestimiento, antes astillada, había sido reparada) y entró en el salón de baile. Alto, en penumbras, se extendía ante él en dirección a la escalera alargada, como las olas de un cisne, que caía a modo de cascada desde el balcón interior. Apoyó el talón de las sandalias, suave, firmemente, y por un momento pensó que sus propios fantasmas lo seguían hacia el comedor.
La puerta estaba cerrada. Golpeó, y una voz dijo:
—¿Quién es? Entre.
Jon abrió la puerta. Y cientos de relojes comenzaron a latir.
Sorprendido, el hombre corpulento y de cabello blanco levantó la cabeza.
—¿Quién es usted? Di instrucciones de que no se le permitiera entrar a nadie sin…
—Padre —dijo Jon, pensando: ¿Lo estoy diciendo o lo estoy preguntando?
Koshar se echó atrás en la silla, la expresión se oscureció.
—¿Quién es usted y qué está haciendo aquí?
—Padre —dijo Jon nuevamente, pensando. La certeza pende ante él como una luz resplandeciente y él se echa atrás, con miedo—. Padre, soy yo, Jon.
Koshar nuevamente se adelanta en la silla y deja caer sobre el escritorio el peso de las dos manos.
—No.
—He regresado para verte, papá —dice Jon, pensando: aunque sea negándolo, me ha admitido. Mientras permanecía frente al escritorio, el hombre anciano que era su padre levantó la cabeza y movió lentamente las mandíbulas, como si paladeara las palabras posibles y las encontrara insípidas.
Finalmente dijo:
—¿Dónde has estado, Jon?
—Yo… —Entonces todas sus percepciones se volvieron hacia adentro, y con la misma claridad con que había estado observando a su padre contemplaba las emociones caóticas que habían explotado en su interior; deseaba intensamente llorar, como un niño pequeño perdido y encontrado en la oscuridad, o como un hombre perdido que se reencuentra así mismo en la luz. Junto a él había una silla, de modo que se sentó, y eso le ayudó a contener las lágrimas—… he estado ausente durante mucho tiempo, en muchos lugares. La cárcel, supongo que lo sabes. Luego al servicio de la Duquesa de Petra durante tres años, corriendo aventuras, creciendo muchísimo. Ahora estoy de vuelta.
—¿Por qué? —Koshar sacudió la cabeza, la sacudió como si le hubieran golpeado la columna vertebral con un mazo—. ¿Por qué? ¿Quieres ser perdonado, para que yo me avergüence y no pueda mantener la cabeza alta ante mis amigos, ante mis socios?
Jon permaneció un momento en silencio. Luego dijo:
—¿Tú también has sufrido?
—¿Si yo sufrí…?
—Durante cinco años —dijo Jon, con más suavidad de lo deseado— vi la luz del sol menos de una hora por día, fui gritado, golpeado; en la oscuridad de neón de los pozos de tetrón la violencia del esfuerzo requería músculos que yo no sabía qué tenía. Me desollaba las manos en la piedra. ¿Sufriste?
—¿Por qué volviste?
—Volví para encontrar mi… —hizo una pausa. De pronto el resentimiento dio una vuelta—. Volví para pedirte que me perdones por haberte hecho daño… si es que puedes.
—Bueno, yo… —El viejo Koshar comenzó a llorar. Comenzó con el sonido seco de un hombre que no está acostumbrado a las lágrimas, pero el sonido se llenó como una cisterna ante una represa agrietada—. Jon —dijo—. Jon.
Jon rodeó el escritorio y abrazó con fuerza los hombros de su padre, pensando: lo peligroso lo hacemos por instinto, por confianza en el entrenamiento; y lo más difícil se hace rápidamente, caminando por una calle familiar en dirección a una puerta familiar, en ese momento en que debemos retroceder para poder avanzar.
—Papá —dijo—. ¿Dónde está Clea? Vine también para hablar con ella.
Koshar suspiró entre sollozos.
—¿Clea? Se ha ido.
—¿A dónde se ha ido?
—Se fue con el profesor de historia de la Universidad.
—¿Catham?
—Ayer se casaron. Les pregunté a dónde iban, pero no me lo dijeron. No podían decírmelo.
—¿Por qué?
Koshar sacudió nuevamente la cabeza.
—No podían decírmelo.
Jon se puso del otro lado del escritorio, se sentó y se inclinó hacia su padre.
—¿Tampoco te podían dar un motivo?
—Así es. Es por eso que ahora me puse tan mal contigo. Pienso mucho, Jon. No me gustaba pensar en ti, en las minas, y en mí, lejos de donde tú te rompías la espalda por sacar el mineral de la tierra. Eso me desconcertaba más de lo que todos mis amigos podían suponer. —Koshar bajó la vista, la alzó—. Hijo, estoy tan contento de verte —extendió la mano sobre la mesa y con la otra sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la cara.
Jon apretó la mano de su padre.
—Estoy contento de verte, papá. —Así como una hoja corta la barra giratoria de un torno hasta que la punta roma se convierte en una puntiaguda, así la confusión roma de Jon llegó súbitamente a un punto de agudeza tal que lo recorrió con la precisión de una punta bien definida.
El padre sacudió nuevamente la cabeza.
—Toron es un pequeño mundo muy moral, muy apretado —dijo—. Lo sé desde que era un muchacho, y al hacer uso de esta más que de cualquier otra información me ayudó a convertirme en una persona rica. Sin embargo, me atrapó y me mantuvo alejado de ti.
—En el mundo hay mucha violencia, papá —dijo Jon—. Espero que no choque contra tu mundo y lo destruya.
Su padre lanzó un pequeño bufido.
—No hay más violencia afuera que la que hay adentro. Si en aquel momento aprendí algo fue eso.
En el comunicador de escritorio parpadeó una luz amarilla. Koshar apretó un botón y una voz delgada y metálica dijo:
—Discúlpeme, señor, pero llegó un informe de emergencia del continente. Un vapor cargado de tetrón se detuvo justo antes de llegar a la bahía durante seis horas. El mecanismo de control falló irremediablemente y ni siquiera fue posible pedir ayuda por radio. Mientras estaba varado un grupo de malis de una lancha a motor invadieron el bote, hundieron el mineral y en medio del pánico dos oficiales resultaron muertos.
—¿A qué hora fue eso? —preguntó Koshar.
—Alrededor de las diez de la mañana.
—¿Los malis fueron responsables de la avería del vapor? ¿Era parte del plan?
—No lo creo, señor. El vapor era uno de los viejos barcos de radio control. Esta mañana toda el área resultó cubierta por una increíble interferencia que parece haberse originado en Telphar. Hay rumores de que los militares están teniendo problemas con la Computadora, lo cual puede tener algo que ver con todo esto. Los malis pasaban de casualidad y aprovecharon la situación.
—Ya veo —dijo Koshar—. Verifique directamente con el ejército, quiere, y entérese de lo que está pasando, y si va a pasar otra vez. Mándeme directamente a mí la respuesta.
—Sí, señor —la voz desapareció detrás de un click.
—Malditos piratas —dijo Koshar—. Uno podría pensar que están tratando de arruinarme personalmente los negocios. No entiendo esa violencia por la violencia misma, Jon. No roban el mineral, simplemente lo hunden y hacen todo el daño que pueden.
—No es fácil entender —dijo Jon. Se puso de pie—. ¿Si Clea se pone en contacto contigo, me lo harías saber? Es muy importante. Estoy en…
—¿No vas a quedarte aquí? —En la cara de su padre se reflejaba perplejidad y sorpresa—. Por favor, Jon; esta casa inmensa ha estado vacía desde que tú y tu hermana se fueron.
—Ojalá pudiera, papá —sacudió la cabeza—. Pero estoy viviendo en el anillo central de la ciudad. Allí tengo un lugar, es mío. Para mí es más fácil ir a los lugares que tengo que ir desde allí.
La expresión del rostro de su padre se marchitó. Luego floreció una más profunda.
—No era posible esperar que tú regresaras como si nada hubiera pasado —sobre los estantes, los relojes susurraban entre sí.
Jon asintió.
—Te veré pronto, papá. Y hablaremos mucho, y te contaré muchas cosas —sonrió.
—Bueno —dijo su padre—. Eso sí que es bueno, Jon.
• • •
Afuera, el sol descendía sobre las torres de Toron, llenando de sombras las calles vacías y profundas del corazón de la ciudad. Jon se sentía al mismo tiempo poderoso y relajado. A medida que se acercaba al anillo central los edificios espectaculares de esa zona de la ciudad daban paso a estructuras más comunes. Aquí la gente iba de un lado al otro, muchos regresaban del trabajo, y de tanto en tanto pasaba algún vehículo. Jon estaba a tres cuadras de su departamento cuando vio algo del otro lado de la calle que lo hizo detenerse.
Descalzo, con los pantalones gastados, una camisa blanca desgarrada en la espalda, el pelo revuelto, un muchacho estaba escribiendo sobre la pared con grandes trazos de tiza: Usted está atrapado en ese brillante momento en que…
—¡Tú! —gritó Jon y cruzó la calle.
El cabello voló hacia atrás, la figura giró, se detuvo, separó los pies, extendió los brazos y se lanzó calle abajo.
—¡Espera! —gritó Jon y corrió detrás. Lo alcanzó a tres cuartos de cuadra, lo hizo girar por un hombro y lo puso contra la pared. Jadeando. Con el antebrazo sostenía al muchacho por el pecho y con la otra mano le agarraba las muñecas—. No voy a hacerte daño —dijo Jon con calma—. Simplemente quiero hablar contigo.
El muchacho tragó saliva y dijo:
—No sabía que estaba escribiendo su edificio, señor.
—No es mi edificio —dijo Jon, consciente de cuánto mejor vestido estaba él que su cautivo—. ¿Qué estabas escribiendo? ¿Dónde lo viste?
—¿Uuhh? —el gruñido era casi una pregunta.
Jon lo soltó.
—Empezaste a escribir algo en la pared. ¿Por qué? ¿Dónde lo oíste? ¿Quién te lo dijo?
El joven sacudió la cabeza.
—Mira —dijo Jon—. No voy a molestarte. ¿Cómo te llamas?
Los ojos negros se agitaron de derecha a izquierda, luego se detuvieron en la cara de Jon.
—Kino —dijo—. Kino Nlove.
—¿Vives en la Olla del Diablo, no es así?
La mirada de Kino cayó y saltó como un resorte de sus propios harapos a la ropa de Jon y luego a su cara.
—¿Vas para allá?
Asentimiento rápido, de sospecha.
—Haré parte del camino contigo —dijo Jon. Se pusieron en marcha, Kino todavía cauteloso—. Estabas por escribir: Usted está atrapado en ese brillante momento en el que conoció su sentencia. ¿Correcto?
Kino asintió.
—Lo he visto garabateado por toda la ciudad. Debes estar muy ocupado.
—Yo no los escribí —dijo Kino.
—Pienso que no lo hiciste —dijo Jon—. Pero quiero saber de dónde lo sacaste, porque quiero saber quién lo escribió primero.
Kino permaneció en silencio durante unos doce pasos.
—Suponga que yo lo escribí primero —dijo—. ¿Qué significaría para usted?
Jon se encogió de hombros.
—Fui yo quien lo escribió primero —dijo Kino, aunque no esperaba ser creído. Entonces añadió—: No lo dije primero, pero lo escribí primero. Luego vi un par de lugares por donde había pasado la tiza y que yo no había escrito, y pensé que era realmente extraño.
—¿Por qué?
Kino lanzó una breve carcajada.
—Porque sabía que iba a ocurrir. Sabía que otras personas también iban a empezar a escribir, a pensar, a hacerse preguntas. Y pensé que era el asunto más condenado de Toromon. ¿Usted también se hace preguntas, eh? —la voz se hizo a un tiempo malintencionada y misteriosa—. Sin embargo, no sabía que alguien iba a venir a cachetearme como usted lo hizo.
—No te hice daño —dijo Jon.
—No. —Kino se encogió de hombros—. No me hizo daño —entonces lanzó la misma risa corta.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó Jon.
—Un amigo mío.
—¿Quién era?
—Un amigo —repitió Kino—. Un asesino, un ladrón, un poeta: durante un tiempo dirigió una pandilla de malis, en la Olla.
—¿Cómo lo conociste?
Kino levantó una ceja negra y espesa.
—Yo estaba en esa pandilla.
—¿Cómo se llamaba?
—Vol Nonik.
—¿Cuándo te lo dijo?
—Ayer a la mañana.
Jon sintió que la curiosidad se agudizaba.
—¿Qué clase de personaje era ese asesino, ladrón, poeta, líder de malis? ¿Y qué lo llevó a decirte eso esta mañana?
—¿Para qué lo quiere saber? —preguntó Kino—. No lo creería.
—No sé por qué —dijo Jon—. Cómo tú dices, es algo que da que pensar. Pero lo creeré.
—Usted es un tipo raro —dijo Kino—. Habla de manera extraña, como un malí, incluso.
—¿Qué quieres decir?
—Quiere conocer cosas raras, creer en cualquier cosa. Eso es lo que hace ser mali a una persona, según Vol. Dice que cuando un tipo sale y hunde la cara en el mundo real, sale enojado, quiere saber cómo funciona y es capaz de creer a cualquiera que le diga cómo, sea verdadero o falso.
—¿Vol Nonik decía eso?
—Sí. ¿De dónde has sacado que esto es real, cerdo?
—¿Qué?
—¿De dónde has sacado toda esa ropa fina, de dónde el hambre te corta la panza y la muerte te dice que no eres libre, cerdo? —Kino se rió una vez más—. Es lenguaje malí, ¿ve?
—Yo estuve en el penal de las minas —dijo Jon—. He vomitado en el pozo, cerdo, y esa lengua que te baila en la cabeza y que llamas lenguaje malí no es más que una charla de viejos carteristas. La jerga de los ladrones ha salido al mundo.
—¿Usted estuvo en el penal? —en la voz de Kino floreció la sorpresa. Palmeó el hombro de Jon con el dorso de la mano—. ¡Gran hombre!
—¿Y qué pasa con Vol Nonik?
—Creo que no va a hacer daño —reflexionó Kino sobre una cutícula mordisqueada—. ¿Usted conoce todo el asunto de los malis?
—Hace mucho tiempo que estuve con ellos —le dijo Jon—. Ni siquiera tenían nombre y esa jerga que anda por ahí era bastante rara. Acabo de escuchar a un par de tipos haciendo bromas con ella.
—¡Oh! Bien, había una vez tres pandillas de malis.
—Vamos, cuenta.
—La gente de esos grupos forman un manojo curioso: un montón de tipos estaban demasiado confundidos hasta para entrar en el ejército; luego había un montón de tipos que eran capaces de abrirse camino antes de que los llevaran a los tanques de la muerte; un hermano menor enloquecido, un primo desubicado y, cerdo —aquí Kino sacudió un puño—, los conseguimos de todas partes de Toromon. Monos y gigantes del continente, niños ricos del centro de la ciudad, un montón de los alrededores y más del medio: ustedes no quieren creerlo, pero estamos creciendo por sobre toda esta tierra muerta. Oh, sí. Y muchachas. —Kino se rió—. Todas ellas cositas dulces y bonitas a las que no se dejaría ir a la guerra. Muchas bandas tenían un puñado de muchachas que iban con ellos, corrían con ellos, mataban con ellos. Y hay por lo menos tres pandillas que no dejan poste en su lugar. Y en las noches oscuras, en los muelles, hay que cuidarse de las brujas, cerdo.
—¿Por dónde circula Nonik?
—Por tres grupos —respondió Kino—. El de Vol, conmigo, sabe, y en un grupo dirigido por un mono llamado Jeof. Usted sabe que todos esos monos no están bien de la cabeza, y ellos lo saben, de modo que cuando entran en un grupo piensan que es porque es impresionante. Y el de Jeof era uno de los más impresionantes. El tercero era el grupo de Larta. Era uno de los gigantes del continente. Nadie sabe por qué vino, o qué hacía antes. Simplemente un día cayó a la Olla, la cara llena de cicatrices, y eso fue todo. Algunos juran que ella es capaz de leer la mente. —Kino se pasó la mano sucia por la mejilla izquierda—. Tres grupos, ¿se da cuenta? Y una cuadra en la Olla del Diablo, que querían tanto Larta como Jeof. Eso fue una semana antes del Momento. Había un montón de brillo en esa franja: carteristas, jugadores, algunas corridas y empujones y todas esas cosas por las que un mali se arrastra como un gusano y da la vida. Para definir una disputa territorial lo que hacen normalmente es llamar a un tercer grupo que pelea la zona con cada uno de los otros dos, y el que le gana a ese tercer grupo obtiene todos los derechos. Como uno lucha con un adversario desinteresado, la cuestión no es demasiado sangrienta, tampoco aburrida. Si los dos grupos le ganan al tercero, entonces llaman a un cuarto y empiezan todo de nuevo. Bueno, Nonik quedó en el medio. Pelearon y Larta ganó la zona. Sus brujas todavía la tienen. Pero Jeof pidió una lucha de desempate con Nonik. Y de pronto llegó ese Momento en el que todos supimos de la guerra y de cada uno de los otros.
»Después entre los malis pasaron un montón de cosas raras. Vol y otros dos deshicieron sus grupos. Vol había estado saliendo con una chica y la vieja casi se muere con el asunto de los malis. Se conocieron en la Universidad. Ella era artista y algo así como maestra y quería que él siguiera escribiendo y dejara esa cuestión de la violencia. Creo que él también quería eso, porque enseguida que la banda se disolvió se casaron. Al único que no le gustaba esto era a Jeof. Él pensaba que Vol estaba tratando de zafarse de la cuestión y quería el desempate. Entonces otra pandilla aplastó a la de Jeof y también lo culpó a Vol por eso. Juró que se vengaría de él y ayer lo hizo.
—¿Qué hizo?
—Mató a Renna. Ella nunca tuvo nada que ver con los malis y realmente tampoco quería que Vol estuviera en eso. Para Vol, ella era todo lo bueno, lo claro, lo correcto, lo ordenado y… —hizo una pausa—… lo hermoso. Uno los observaba juntos y era como si cada uno de ellos fuera un mundo en el cual el otro tenía mucho para alcanzar, y algún día lo alcanzarían, y el simple hecho de intentarlo era hermoso. Jeof irrumpió en el mundo de Vol y la mató.
—¿Sólo eso? —preguntó Jon, percibiendo la ofensa que se encendía en los rasgos apretados de Kino—. ¿Qué pasó luego?
—Creo que Vol se volvió loco —dijo Kino—. Salió corriendo a la calle completamente desnudo. Yo iba a verlo esa mañana porque estaba tratando de avisarle que Jeof lo buscaba, y cuando llegué a la esquina lo vi tambaleándose por la calle sin nada de ropas. En ese momento no supe lo que había hecho Jeof, pero me di cuenta de que Vol estaba lastimado. Lo llevé a una callecita, lo envolví con una bolsa y lo llevé a mi agujero —estoy metido en un depósito viejo, junto a los muelles, un edificio de refrigeración abandonado— y le puse algunas ropas. Le arranqué lo ocurrido como si fueran pequeñas astillas que le hicieron aullar. Deliraba sobre algo que lo perseguía, y pensé que se refería a Jeof. ¡Pero él se refería al universo, hoyo de gusanos! Entonces dijo lo que usted me vio escribir en la pared.
»Entonces se rió.
»—Diles eso —dijo— y luego fíjate qué pasa. Díselos a todos y míralos retorcerse. Pero jamás me agarrarán.
»Yo trataba de mantenerlo en pie y me apoyaba contra una de las vigas quemadas de la pared del depósito.
»—Tengo que hacerte curar —dije—. Voy a llevarte al Servicio Médico. —Tenía todo el brazo golpeado y la cara lastimada.
»—Que ellos se curen —dijo—. Es demasiado tarde. Están atrapados. Estamos todos atrapados. —Finalmente, logré sacarlo. En una ocasión me hizo detener junto a un cerco y me dijo que escribiera lo que había dicho. Le dije que teníamos que ir al Servicio Médico. Era todavía muy temprano y apenas había gente en la calle, caminaba derecho para llegar lo antes posible cuando, recuerdo, oí un helicóptero. Alcé la vista y vi que volaba terriblemente bajo. Vol estaba casi inconsciente.
»De pronto, el motor del helicóptero comenzó a rugir más abajo y un momento después se posó en medio de la calle, justo delante de nosotros. Entonces saltaron afuera una mujer y el tipo más fantástico que haya visto en su vida: ¡la mitad de la cabeza es de plástico y se le puede ver el cerebro y todas esas cosas! Corre por la calle y la mujer va detrás de él, y el tipo grita:
»—¡Vol! ¿Qué pasó, Vol?
»Entonces me da miedo de verdad. Luego pienso que tal vez éste es el tipo que Vol no quería que lo encontrara. El hombre dice:
»—Clea, ayúdame con él. —Entonces me preguntó qué había pasado. No puedo correr, porque Vol pesa demasiado y está débil. Vol se despierta, sacude la cabeza y luego susurra:
»—Profesor Catham —y se aparta de mí.
»—Clea —dijo el hombre—, ayúdame a subirlo al helicóptero.
»Entonces yo decidí correr. Me di vuelta en un momento, y ellos estaban castigando el aire. Estaba asustado, de modo que volví al depósito. Pero me detuve junto al cerco que había señalado Vol. Tenía un poco de tiza y escribí bien grande lo que él me había dicho. Era todo lo que podía hacer porque no entendía nada. Pero cuando lo hice me sentí raro, casi como si ni siquiera tuviera que saber lo que quería decir. Lo escribí en unos pocos lugares más. Casi enseguida la gente empezó a garabatearlo por todas partes. Y yo pensé que era muy raro. Condenadamente raro.
Habían llegado a las casas con techos de colmena.
—¿No estás tomándome el pelo? —preguntó Jon. En la voz había sorpresa.
—Le dije que no me creería —rió Kino.
—¿Quién dijo que no te creo? —la voz de Jon recuperó la calma—. Dices que había un hombre llamado Catham con la cara de plástico y una mujer llamada Clea. ¿Estás seguro de que oíste bien los nombres?
—Seguro que estoy seguro —dijo Kino—. ¿Diga, usted no es uno de los que buscaban a Vol, no es cierto?
—Tal vez lo sea —dijo Jon.
—Diablos —dijo Kino—, si voy a traicionar a un amigo tendría que pedirle dinero. ¿Para qué lo quiere?
—Yo para saber y tú para descubrir —dijo Jon—. ¿Dónde puedo encontrarte si quiero verte de nuevo?
—Por aquí —dijo Kino—. La próxima vez, si quiere que abra la boca deme algo de dinero, ¿oye?
—¿Dónde es por aquí?
—Bueno, hay un lugar donde paraba Vol. La dueña es una vieja, en la planta baja tiene un bar. No le importa servir a gente menor de veintiún años. —Le dio la ubicación del lugar.
—Te veré allí —dijo Jon.
—Okey —dijo Kino—. Y no se olvide del maldito dinero, ¿en? Es una vida difícil, hoyo de gusano.
—Vete —dijo Jon.
Kino sonrió y se fue.