CAPÍTULO DOS

—ECHA LA CABEZA HACIA ATRÁS.

Él echó la cabeza hacia atrás.

—Ahora levanta las rodillas y rueda hacia atrás.

Rodó, sintiendo la contorsión del peso que iba desde las muñecas hasta los hombros tensos. Bajó los pies lentamente y los dedos rozaron la alfombra de esterilla.

—Bien —dijo ella.

Se descolgó de los anillos.

—¿Piensas que es suficiente por hoy? —preguntó él, sonriendo.

—Más que suficiente —dijo ella—. No quieras trabajar demasiado con esto, Jon. Eso tampoco es bueno. Que sea algo natural. Ya lo haces magníficamente. ¿Dónde adquiriste esa coordinación?

Jon abandonó la esterilla y se encogió de hombros.

—Los músculos son resultado de cuando estaba en la cárcel y extraía el tetrón en el penal de las minas. El resto… no sé.

—Realmente me sorprendes —dijo Alter—. Te has aplicado a esta cuestión de los tumbos de una manera impresionante. Y así se progresa más.

—Es algo que quería aprender —dijo él—. No me gusta ser torpe. Tomemos una ducha y luego vamos a comer algo.

—Muy bien. —Alter sonrió.

Abandonaron el gimnasio y caminaron por una galería de mosaicos en dirección a las duchas mientras que en dirección opuesta venía un grupo de adolescentes en traje de baño. Una muchacha, de cuerpo firme y frente angosta, arrojó una toalla a un joven extraordinariamente alto con cara chata y equina. Los otros rieron y continuaron la marcha.

—¿Has visto nadar a esa muchacha? —preguntó Jon—. Al mirarla no lo creerías, pero desarrolla una velocidad fantástica.

—La vi esta mañana desde el puesto de observación —dijo Alter—. Tienes razón. Esas cien yardas fueron más que sorprendentes.

En ese momento pasaron dos muchachos caminando perezosamente. Uno de ellos tenía rasgos pequeños, marcados por el acné. Ellos también miraban a los nadadores.

—Malditos extranjeros —murmuró uno, mientras se le endurecía la expresión.

—Hay que agarrarlos a la noche, cuando andan dando vueltas por la Olla del Diablo —dijo el otro con desprecio e hizo un gesto aplastando el puño sobre la baldosa.

Jon y Alter intercambiaron miradas de preocupación y se separaron junto a las duchas.

Diez minutos después, la piel caliente y húmeda y el pelo empapado, Jon salió y se mezcló con el gentío. A la luz del sol se entrechocaban chorros de agua que salían de una fuente de aluminio. Alter ya estaba allí. Mientras esperaba, movía los hombros desnudos y bronceados, las largas piernas y los pies calzados con sandalias. Una brisa le enfriaba la cara y él vio como se le agitaban mechoncitos de cabello blanco.

Junto a la fuente se detuvo una pareja, miraron la base, frunciendo el ceño y siguieron caminando. Cuando también la alcanzó él, frunció el ceño.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—¿Dónde? —ella se volvió para mirar. Una mueca de sorpresa le rodeó los ojos claros—. ¡No lo había visto antes!

Sobre la superficie de metal opaca alguien había escrito con cal:

USTED ESTA ATRAPADO EN ESE BRILLANTE MOMENTO EN EL QUE CONOCIÓ SU SENTENCIA

—¿Y eso qué significa? —preguntó Alter.

Jon lo leyó una vez más.

—No sé. Pero me produce una sensación extraña.

En algún lugar se produjo un zumbido.

En medio del gentío, una persona alzó la vista, luego tres: luego tres docenas de ojos se alzaban al cielo quejumbroso.

Por encima de la cinta de paso, dos, luego tres, luego cuatro rayos de plata atravesaron las nubes.

—¿No están terriblemente bajos? —dijo Jon.

—¿Los aviones de exploración? —sugirió Alter.

De una de las naves cayó un pequeño haz de luz. Al golpear se produjo un relámpago silencioso entre las torres de la ciudad. Segundos más tarde llegó el sonido y con él la represión ya no fue posible y estalló la gritería.

—¡Qué…! —comenzó Alter.

El sonido continuó durante cinco segundos, un rugido ensordecedor.

—¡Es el ministerio de guerra! —gritó Alter.

—Era el ministerio de guerra —dijo Jon—. ¿Qué diablos pasó?

Un trozo de mampostería ardiente, restos de la torre, se agitaba sobre los edificios. La muchedumbre entró en un estado de caos.

—Vamos —dijo Jon—. ¡Vayámonos!

—¿A dónde vamos? —preguntó Alter.

—A comer algo, a sentarnos y a conversar.

Se dirigieron a una calle lateral. Cuando llegaron a la esquina, el altavoz comenzó a murmurar:

Tengan calma ciudadanos. Tengan calma. Acaba de ocurrir un grave accidente en el Ejército. A causa de un grave error, un grupo de aviones de Telphar que llevaban una alta carga de explosivos salieron de funcionamiento por una falla en el mecanismo del programa de desarme…

Cuando entraron en el restaurante, ya había comenzado la distribución de los cuerpos de los heridos.

La ventana del frente del lugar que eligieron constaba de dos discos de vidrios multicolores de un metro veinte que rotaban lentamente en direcciones opuestas dirigidos por un mecanismo oculto, que proyectaba dibujos de tonos pastel sobre el mantel de la mesa.

—¿Qué crees que ocurrió? —preguntó nuevamente Alter.

Jon se encogió de hombros.

—Una explosión accidental.

—Es raro que una cosa así sea accidental —dijo Alter.

Jon asintió.

Se produjo un disturbio en la entrada del restaurante y los dos alzaron la vista.

Acababa de entrar una mujer de abundante cabello rojo. El hombre que estaba con ella medía un poco más de dos metros. Aparentemente el dueño del restaurante no quería que el gigante se sentara: un ejemplo de una actitud que se hacía cada vez más común con respecto a los guardianes del bosque y a los rollizos neo-neandertales desde el momento en que los soldados fueron dados de baja. El dueño se disculpó con gestos explicativos:

—Ya está todo lleno… mis otros clientes podrían no… quizá los reciban en otro lugar… —La mujer se puso molesta. Se tocó la solapa, la dio vuelta y mostró la insignia.

El dueño se detuvo en la mitad de la oración, se llevó las dos manos a la boca y susurró a través de los dedos regordetes:

—Oh, Su Gracia, no tenía idea de que fuera… Lo siento terriblemente… No me di cuenta de que era un miembro de la familia…

—Nos sentaremos con aquella pareja —dijo la duquesa.

Junto con el guardián del bosque cruzaron la habitación en dirección a la mesa de Alter y Jon.

El dueño los precedía como una babosa impulsada por un motor diésel.

—Su Gracia, la Duquesa de Petra, quiere saber si serían tan amables de permitir que ella y su acompañante…

Pero Jon y Alter ya se habían puesto de pie.

—Petra, Arkor —gritó Jon—, ¿cómo están? ¿Qué hacen aquí? —Alter se hizo eco de los saludos.

—Estamos siguiéndolos —respondió brevemente la duquesa—. Los perdimos en el Gimnasio Público y luego los descubrimos dando vueltas en medio de toda esa confusión.

—¿Qué… puedo servirles? —se atrevió el dueño. Hicieron el pedido, el hombre se fue y el interés de los comensales se diluyó al ver que había terminado el altercado.

—¿Para qué nos quieres, Petra? —preguntó Jon. La miró de cerca y vio que la duquesa tenía una expresión de cansancio.

—La guerra —dijo—. Nuevamente la guerra.

—Pero la guerra terminó —dijo Alter.

—¿Sí? —dijo Petra—. Pero puede ser demasiado tarde.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jon.

—¿Vieron la explosión «accidental» de hace unos minutos?

Jon y Alter asintieron.

—Primero, no fue accidental. Segundo, va a haber muchos «accidentes» más, a menos de que hagamos algo.

—Pero… —comenzó Alter—, no hay enemigo.

—La computadora —dijo la duquesa—. Acaban de llegar los informes. Los vi sólo en mi función de consejera del Rey Let. ¡Aparentemente la computadora que dirigía la guerra está fuera de control! Los circuitos de auto-reparación se han apropiado de los radiocoordinadores para apoderarse de cualquier equipo por medio de los controles automáticos. Hasta ahora únicamente se ha defendido de la unidad desactivadora. Pero hoy lanzó su primer ataque sobre Toromon.

—¿Cómo? —quiso saber Jon.

—El informe viene acompañado de una explicación muy imprecisa. Recuerdan que la máquina controlaba en forma semihipnótica a miles y miles de cerebros, y registraba todos los detalles. Aunque mató a cientos de hombres, todavía conserva en su memoria esos registros mentales. Todos los modelos de muerte y de guerra fueron quitados de las mentes de las víctimas e internalizados por los circuitos. El resultado fue la explosión del ministerio de guerra. Parece que ahora pasa largos períodos de inactividad resumiendo la información. Pero su actividad va en aumento y al final… —se detuvo.

—De modo que todavía estamos en aprietos —dijo Jon al cabo de un momento—. Sólo que esta vez en la imagen de un espejo almacenada en la memoria de una máquina.

—¿Qué pasa con nuestro furioso amigo de la galaxia, el Ser Triple? —preguntó Alter. Miró a su alrededor, sintiéndose extraña al mencionar la fuerza conocida (si es que existía en verdad) sólo por ellos cuatro—. Siempre nos prometió ayuda si nosotros lo ayudábamos, y sin duda lo hicimos.

—Pero no sabemos nada de ellos —dijo Arkor—. Lo único que puedo pensar es que cuando se declaró la paz y el Señor de las Llamas fue arrojado de la Tierra, el interés que tenían en nosotros dejó de existir. Cualquier cosa que hagamos ahora, tendrá que ser por nuestra propia cuenta.

—Pero vamos a necesitar ayuda —dijo la duquesa—. Siento que si pudiéramos encontrar…

• • •

Los tocó, aunque sutilmente, registrándose en un nivel que no era el de la percepción, de modo que la luz verde de la ventana que se reflejaba en la platería retuvo por un momento el débil aleteo de los escarabajos, la rejilla de cobre del ventiladero fue por un momento del mismo rojo que el carbunclo pulido y la vacilación general fue una débil red de fuego de plata; habían sido tocados los cuatro, tres de ellos con la presencia del Ser Triple; y sin embargo uno de los cuatro…

• • •

—… que si pudiéramos encontrar a tu hermana, la doctora Koshar, podría ayudarnos mucho. Trabajó un tiempo con la computadora y tiene que conocerla: tiene exactamente la clase de cerebro que podría solucionar este problema.

—Otra persona a la que haríamos bien en consultar —dijo la voz mesurada del gigante telépata— es Rolth Catham. Una guerra es una necesidad histórica; estoy citándolo a él, y él tiene mayor comprensión de las influencias históricas y económicas sobre Toromon que cualquier otra persona.

Los otros, que habían consultado antes a Catham, asintieron y durante medio minuto hubo silencio.

—¿Sabes —dijo Jon— a quién me gustaría encontrar, Alter?

—¿A quién?

—A la persona que escribió eso en un costado de la fuente.

—Me he estado preguntando —dijo Alter—, quién inventó eso —se dirigió a Petra— era casi como un verso que alguien garabateó sobre la fuente que está frente a la Plaza del gimnasio.

—«Usted está atrapado en ese brillante momento en que conoció la sentencia» —dijo la duquesa.

—Sí, eso es —dijo Jon—. ¿Lo viste en la fuente cuando nos buscabas en el gimnasio?

—No —parecía confundida—. Alguien lo escribió esta mañana en la pared que está junto al cerco del palacio. Pero me quedó grabado. Eso es todo.

—Me parece que un par de personas ha estado escribiendo —dijo Alter.

—Me gustaría encontrar al que lo escribió primero —dijo Jon.

—Bueno, antes de eso, Jon, veamos si podemos encontrar a Catham y a tu hermana —dijo la duquesa.

—¿Por qué, hay algún problema? —preguntó Alter. La joven acróbata se echó hacia atrás el cabello de plata. En el rostro bronceado los grandes ojos azul grisáceos parpadearon—. ¿Podríamos encontrarlos ya mismo en la isla University, verdad?

Entonces habló Arkor.

—Ayer a la mañana Rolth Catham renunció a la presidencia del Departamento de Historia de la Universidad de Toromon, partió para Toron esa tarde y no dejó ninguna indicación acerca de sus planes.

—¿Y mi hermana, la doctora Koshar? —preguntó Jon.

—Abandonó su empleo en el grupo científico gubernamental —dijo la duquesa— también ayer a la mañana. Después de eso, nadie puede decir dónde están.

—Quizá mi padre sepa dónde está ella.

—Quizá —dijo la duquesa—. No hemos querido preguntarle sin hablar contigo primero.

Jon se recostó en la silla, se miró las piernas, luego alzó la vista.

—Ocho años —dijo—, ocho años que no veo a mi padre. Me parece que ya es hora de que vaya.

—Si prefieres… —comenzó la duquesa.

Jon alzó rápidamente los ojos negros, inclinando la cabeza a un lado.

—No, quiero ir. Él me dirá dónde está mi hermana… si es que lo sabe —de pronto se incorporó—. ¿Me disculpan, por favor? —apartó la silla de la mesa, se dirigió hacia la salida del restaurante y se fue.

Los tres que quedaron en la mesa lo miraron, luego se miraron entre sí. Al cabo de un momento la duquesa dijo:

—Jon ha cambiado últimamente, ¿no es así?

• • •

Alter asintió.

—¿Cuándo empezó el cambio? —preguntó Petra.

—En ese brillante… —hizo una pausa, soltó una risita—. Estaba por decir «en ese brillante momento en el que conoció…» —el recuerdo le arrugó la cara—. Fue al día siguiente cuando me pidió que le enseñara a dar saltos. Y últimamente ha mencionado muchísimo al padre. Creo que esperaba un motivo para ir y verlo —se volvió a Arkor—. ¿Qué supo Jon cuando todos nos conocimos recíprocamente? Hasta ahora ha sido siempre tan tranquilo, una persona tan profunda. Todavía no es lo que uno llamaría conversador, pero… bueno, está trabajando mucho con los saltos. Al principio le dije que tenía demasiada edad para hacer las cosas bien, pero está progresando, creo.

—¿Qué fue lo que supo? —Ahora era la duquesa que preguntaba.

—Quizá —dijo el telépata—, supo quién era.

—Dices «quizá» —dijo Petra.

El gigante asintió.

—Ojalá vaya todo bien —dijo Alter—. Ocho años es mucho tiempo para continuar con rencores. Petra, Arkor, cuando uno enseña a alguien algo físico, nada más que por los movimientos de su cuerpo uno conoce cómo se siente, qué lo hace suspirar profundamente cuando está contento o qué lo tironea de los hombros cuando tiene miedo; y con sólo mirar a Jon durante estos dos últimos meses… Bueno, ojalá todo vaya bien.

—Tú y la doctora Koshar se conocían mucho —dijo la duquesa, inclinándose sobre la mesa—. ¿Tienes alguna idea de dónde pudo haber ido?

Alter alzó la vista.

—Es exactamente eso —dijo—. Hasta ese momento estuvimos siempre juntas, hablando, riéndonos por algo. Luego desapareció. Al principio pensé que se había ocultado tal como lo había hecho cuando la conocí. Pero no, recibí algunas cartas, no había abandonado el trabajo; su nueva teoría del campo la hacía feliz, y pensé que finalmente comenzaba a sentirse en paz consigo misma. Según la última carta esto es lo que ha ocurrido. Pero no ha habido otra, y este asunto de que haya dejado el trabajo, me parece raro.

—Casi tan raro —musitó la duquesa con aire ausente— como un país en guerra con su imagen especular apresada en la memoria de acero de una máquina.