¿QUÉ ES UNA CIUDAD?
En el planeta Tierra hay al menos una, aislada entre mares mortíferos, sola en una isla cerca de un continente perforado por las radiaciones. Una parte del mar y de la tierra de la orilla del continente ha sido reclamada: entre esas mareas silenciosas y las planicies en calma hay un imperio. Se llama Toromon. La ciudad capital es Toron.
Del otro lado del universo, en una galaxia dispersa, hay otra… ciudad.
Un sol doble arroja sombras gemelas desde la saliente de una roca que se proyectan sobre la arena. Las hondonadas a veces se agitan por la brisa enrarecida.
El cielo es azul, la cal de arena blanca. En el horizonte se ven franjas bajas de nubes. Y al pie de una duna escarpada y polvorienta está la… ciudad.
¿Qué es una ciudad?
Es un lugar en la arena donde un campo de energía mantiene en perfecto orden a los cristales de silicato octogonales, a los ejes perfectamente alineados extremo con extremo. Es un lugar donde un compás magnético giraría como un trompo. Es un lugar donde el simple aluminio tiene la capacidad de atracción del álnico sensibilizado. Y a pesar de que en ese momento albergaba a cientos de habitantes, en ella no había ninguna clase de edificio o estructura. La arena ya no era suave y solamente un microscopio hubiera podido detectar la diferencia en el emplazamiento cristalino.
En respuesta a las presiones psíquicas de aquellos que la observaban, a veces la ciudad parecía un lago y otras una catacumba. En una ocasión había aparecido un géiser de llamas, y de tanto en tanto parecía que los edificios y las torres se enlazaban en lo alto juntamente con caminos elevados, con una luz doble que se reflejaba en el centenar de ventanas que miraban al sol. Sea lo que fuere, se alzaba solitaria en el desierto blanco de un diminuto planeta en un punto del universo a mitad de camino de la Tierra.
En la ciudad se había convocado a una asamblea, y con un simple llamado de atención, la gente se reunió. La inteligencia que presidía la reunión no era una entidad única sino triple, mucho mayor en años que cualquiera de las allí presentes. No había construido la ciudad. Pero allí moraba.
Los hemos hecho venir aquí para que nos ayuden, comenzó. Simplemente con estar acá ya han contribuido muchísimo. Quedan muy pocos por llegar, pero pensamos que es mejor empezar ahora que esperar. Para un grupo, inmenso, un gusano de treinta pies, la ciudad parecía una trama de túneles embarrados que las palabras traspasaban como si fueran vibraciones. Como lo hemos explicado antes, nuestro universo ha sido invadido por una criatura extraña y amoral a quien hemos llamado el Señor de las Llamas. Hasta este momento sólo se ha abocado a una actividad exploratoria para descubrir la mayor cantidad posible de información sobre la vida en este universo. Una vejiga metálica recibió las palabras telepáticamente: para él la ciudad era un sendero de roca perforada, sin aire. Pero incluso a través de sus métodos de experimentación sabemos que es peligroso. Para él no tiene ninguna importancia destruir o pervertir una cultura para obtener información. Hemos tratado de eliminarlo, y de mantener intactas las diversas culturas del universo. Todos ustedes han tenido contacto con él en sus respectivos mundos, así como nuestros agentes. Y todos ustedes han tenido breves contactos entre sí. Para las antenas de un metro y medio de un oyente la atmósfera de la ciudad tenía un tinte verde metano. Ha estado reuniendo información para un ataque total, pero como le hemos seguido los pasos en cada planeta, hemos podido ver la información obtenida. Cuando él los eligió, cada una de las culturas estaba sufriendo terribles cambios políticos y sociales. Su método de observación en cada cultura ha sido activar aquellos elementos que precipitarían los cambios demasiado rápido, que los llevarían a su culminación demasiado velozmente. Luego, cosa rara, su punto de concentración sería no la precipitación de los cambios en sí mismos sino un estudio intensivo de la vida personal de algún individuo alienado, un loco, una figura política de prestigio, a menudo un fuera de la ley, un genio marginado de la sociedad. Para un cristal viviente que había en la ciudad las palabras del Ser Triple llegaban como una significativa progresión de notas musicales. Ahora queremos discutir un incidente particular de dicha observación. Un cacto pensante movió sus tentáculos y vio a la ciudad casi como era en realidad, una franja de arena color pastel; pero, quién puede decir cuál era la realidad de la ciudad. Ya están todos aquí con excepción de nuestros agentes en la Tierra, y queremos aprovechar esta oportunidad para discutir la particular situación en que ellos se encuentran. Para un observador casual, la afirmación de que los representantes de la Tierra aún no habían llegado habría parecido una flagrante omisión; uno de los asistentes era una mujer atractiva, de cabello castaño con grandes ojos color avellana. Pero si se la hubiera observado durante un minuto se habría visto que los dedos delgados y de uñas almendradas, la piel de crema y miel eran una bizarra coincidencia cósmica. Un examen interno y un análisis genético demostrarían que era una especie de musgo bisexual. Autoabastecido y autosuficiente el Imperio de Toromon ha permanecido sobre la Tierra durante quinientas revoluciones sobre la estrella Sol. La crisis que atravesó Toromon fue una compleja reorganización económica, política y psicológica, unida a una inmensa ola de progresos tecnológicos en métodos de cultivo y en una producción de alimentos que la aristocracia de cien años, pervertida y fatigada, fue incapaz de redistribuir. «Inmensa ola» era la metáfora que oyó una criatura marina de pies membranosos y párpados triples desde un mundo de aguas; para los otros era «terremoto», «tormenta de arena», «volcán». La solución era simular una situación que existía solamente en las bibliotecas desde la época en que todo el planeta estaba poblado por naciones como las de ellos; simularon una guerra, una guerra que los liberaría de sus propios excesos, en energía, en producción, en vidas. El esqueleto atrofiado de una organización militar que había sobrevivido desde antes del período de aislamiento (cuando justamente verdaderas guerras habían destruido completamente a las otras naciones, dejando sola a Toromon) se convirtió en una fuerza tremenda, se reclutaron ejércitos, se prepararon equipos, y en el límite del imperio saturado por la radiación se desarrolló una guerra vasta y fantástica, controlada por una inmensa computadora situada en las ruinas de una segunda ciudad del imperio, llamada Telphar. A causa de la radiación que los rodeaba, se perdió control de la evolución y hay una sección atávica de la población que ha regresado a un punto por el cual la raza ha pasado hace tres millones de años, mientras que otro segmento ha dado un salto de un millón de años y se ha convertido en una raza de gigantes con muchos telépatas. Los telépatas trataron de mantenerse por encima de esta guerra, pero finalmente fueron arrastrados a ella. Nuestros agentes, entre ellos un telépata, los convenció —en un intento por encontrar alguna otra solución menos destructiva que esta guerra falsa— para establecer un nexo telepático momentáneo entre todos los habitantes del imperio. La gente ya sabía que la guerra no era real. Los resultados habían sido demasiado violentos como para predecirlos con certeza. Toda la estructura de Toromon era débil; puede haberse derrumbado ya irremediablemente. Bandas de agitadores marginados —o malis— arrasaron al país. Se intentó poner en el gobierno a un nuevo y joven rey, y por un tiempo funcionó, pero el sistema había sido organizado para gobernar a una nación pacífica, no a una nación en guerra. Una extraña forma viva, compuesta únicamente por vibraciones térmicas oscilaba melancólicamente en la ciudad, escuchando, contemplando. La razón por la cual damos tantos detalles de esta situación es por la extraña conducta del Señor de las Llamas cuando acometió a Toromon. En primer lugar, sus intentos por provocar un desenlace rápido fueron inmensamente más violentos y destructivos que en cualquiera de sus conatos previos con otros mundos. Nosotros, que podemos percibir la energía de su concentración, descubrimos que la intensidad de su observación se había cuadruplicado. Lo que había estado buscando desordenadamente entre otros mundos, lo encontró en la Tierra. Una vez nuestros agentes lo expulsaron y volvió. Lo expulsaron por segunda vez; todavía está rondando cerca, listo para una nueva invasión. Sólo podemos tener tres agentes directos en un planeta; sólo podemos alojarnos en tres mentes. Pero con la ayuda de los telépatas nos pusimos en contacto con dos más —Tel y Alter— que durante un tiempo se convirtieron en nuestros agentes indirectos. Tel murió en la guerra falsa, de modo que sólo nos quedan en la guerra cuatro contactos. Como ya dije, sólo podemos habitar tres mentes por vez; eso hace que quede uno, ya usado para contactarse con extraterrestres, abierto para la infiltración; esta vez estamos seguros de que el Señor de las Llamas, en su tercer regreso a la Tierra, elegirá a uno de nuestros cuatro agentes, el que quede fuera de nuestra protección. Si permitimos que ellos sepan directamente, los resultados serían desastrosos para sus psiquismos. Por lo tanto nuestro contacto, ya debilitado, tendrá que cesar por completo después de nuestro próximo mensaje. Un pájaro inmenso agitó las plumas doradas, guiñó un ojo colorado, enderezó la cabeza y escuchó. Los motivos del interés que siente el Señor de las Llamas por Toromon son claros. Está preparándose para iniciar una guerra en nuestro universo; ahora está tratando de averiguar todo lo que pueda acerca de cómo una forma viva de este universo se conduce en una guerra. Y esta guerra de Toromon es una guerra teórica, porque no hay enemigo real. Bueno, quizá nosotros también podamos aprender algo. Nosotros tenemos la ventaja de saber a dónde mirar, ya que en esta ciudad todos son mucho más parecidos entre sí y a los hombres de la Tierra que el Señor de las Llamas, para quien ideas tales como «inteligencia», «compasión», «asesinato», «resistencia» no significan nada; él debe aprender observando lo desconocido. Del mismo modo, él tiene características de las que nosotros no tenemos ni idea. Para ampliar nuestra propia comprensión, les hemos pedido a nuestros agentes que traigan con ellos tres documentos, productos de las tres mentes más sensibles de la Tierra: los Poemas de Vol Nonik, la Unificación de los Campos Aleatorios, de la doctora Clea Koshar y Visiones del mar, una Revisión Final de la Historia de Toromon, del doctor Rolth Catham.
La ciudad estaba en silencio, y entonces una débil forma con vida habló, una forma que existía sólo como un virus sensible a la luz, que podía ver desde las novas del tamaño de las estrellas hasta los neutrinos del tamaño del micrón de un micrón, una forma sólo ocasionalmente alterada por un fragmento de hidrógeno ionizado, un fotón suelto, el susurro etéreo de una galaxia que giraba como un huso alejándose eternidades en el frío espacio intergaláctico: ¿Qué les impedirá conseguirse estos… trabajos?
Entonces regresó el Ser Triple: Estas palabras, recuerden, son de las mentes más sensatas de la Tierra y nunca llegarán al hombre común en la forma de libros o periódicos, y entre nuestros cuatro agentes constantemente habrá un traidor, el propio Señor de las Llamas.
Y a un universo de distancia…
… y ella estaba hermosa, hermosa por el sol que atravesaba la ventana agrietada y le tocaba los cabellos sueltos, hermosa por los ojos cerrados, los párpados oliva, más oscuros que el resto de la cara, que el resto de la piel, que era hermosa por los colores de miel y por el rubor del fruto de kharba, que iba del blanco al rosa, hasta que se ponía moteado, naranja, maduro; hermosa por la textura de terciopelo allí donde flexionaba la rodilla y la piel se veía tirante y pulida como una piedra marrón, y allí donde su cuerpo se curvaba ligeramente en dirección a él, y la piel era suave… como terciopelo.
El panel agrietado de la ventana ponía una línea desdentada de sombra en las maderas del piso, en un costado de la cama, a lo largo de las sábanas arrugadas, una serpiente de sombra sobre su estómago. Tenía los labios separados y los dientes brillantes se veían ligeramente azulados por la sombra del labio superior.
Estaba hermosa por las sombras, las sombras violetas que caían sobre las calles del litoral donde la noche anterior había paseado con él, hermosa por la luz, el resplandor de la luz de mercurio bajo la cual se habían detenido brevemente para conversar con un amigo de él…
—Así que después de todo te has casado, Vol. Bien, pensé que lo harías. Felicitaciones.
—Gracias —le dijeron los dos y la voz de él, tenor bajo, y la de ella, un rico alto, eran musicales incluso a dúo—. Renna, éste es mi amigo Kino. Kino, ésta es mi esposa Renna —ejecutó éste solo como un instrumento único después de un acorde que implica la llegada de una sinfonía.
—Supongo que ya no tendrás mucho que hacer con tu antigua pandilla. —Kino hundió un dedo sucio en una oreja más sucia—. Pero, en realidad, nunca fuiste un pandillero. Ahora puedes sentarte a escribir poemas, como siempre quisiste hacerlo, y disfrutar de la vida —y cuando el joven mugriento, demasiado grande para ser un pillo, demasiado joven para ser un delincuente, dijo «vida» eché una mirada a Renna, y toda el ansia de su edad inquieta puso fuego en sus ojos e iluminó su belleza.
—No, no soy un pandillero, Kino —dijo Vol—. ¿Recuerdas a Jeof, verdad? Por esa estúpida pelea entre él y yo decidí que éste es un momento tan bueno como cualquier otro para dejar todo este asunto de los malis. Vamos a irnos al continente en un par de días. Hay un lugar del que hemos oído hablar que quisiéramos ver.
Kino pasó un dedo del pie alrededor de un guijarro.
—No iba a mencionar a Jeof, pero ya que tú lo hiciste primero, creo que puedo decirte que dejar ese asunto es una buena idea. Porque él es un pandillero hasta la médula de los huesos —de pronto inclinó la cabeza y sonrió apologéticamente—. Mira, tengo que ir a un lugar. No dejes que Jeof la vea —señaló a Renna con un movimiento y con ese movimiento Vol la miró, la piel oscura bajo la luz de la lámpara de mercurio; Kino se había ido y ella era…
• • •
… nuevamente hermosa en las sombras mientras atravesaban las calles oscuras de la Olla del Diablo para llegar finalmente a la semidestruida taberna-casa de pensión, hermosa cuando entraron en la galería y la oscuridad se cerró sobre ella, ennegreciendo los detalles. Justo en ese momento alguien abrió la puerta del otro lado de la galería y el sol bañó la silueta de Renna, que se había adelantado un paso, y Vol aprendió con los ojos lo que ya conocía con las manos, que la forma y el contorno de ese cuerpo —cintura, pechos, cuello y mentón— eran hermosos. Habían ido juntos a la habitación de él.
En la pared había un retrato exquisito de él, hecho por ella, tiza roja sobre papel marrón. Sobre la mesa desvencijada, frente a la ventana, había un manojo de papeles. La primera hoja tenía el esbozo final de un poema que era, con exquisitez de palabras y de imágenes, un retrato de ella.
Se sentó con las piernas cruzadas sobre el lecho arrugado y todavía caliente por el cuerpo, y miró a Renna, sentada junto a él, hasta que los ojos le dolieron de mantenerlos tan abiertos, mirándola para no perder la belleza de su respiración, el brillo débil de las fosas nasales, las curvas del pecho, el movimiento de la piel sobre la clavícula —un milímetro hacia atrás y luego otro hacia delante— mientras respiraba. Los ojos se le inundaron con el esplendor de Renna, se le llenaron de lágrimas. Tuvo que parpadear y mirar para otro lado.
Cuando miró nuevamente a la ventana, frunció el ceño. La noche anterior no había habido rajaduras.
Siguió la línea que bajaba por la ventana, donde los dos pedazos del panel estaban dislocados uno contra el otro, y que llegaba al extremo inferior izquierdo: un estallido de grietas más pequeñas formaban un agujero de menos de un centímetro. Algún objeto había golpeado contra ese ángulo. Se puso de pie y se dirigió a la mesa. Sobre el papel brillaba el vidrio roto. («Como yo hago brillar mis palabras», pensó). Levantó la piedra a la que le daba varias vueltas una tira de tela. Cuando la desenvolvió y leyó las palabras, borroneadas donde la tinta se mezclaba con la fibra, ya no hubo más brillo. En cambio, pequeños martinetes de fragua golpearon contra una dura pelota de miedo que había llevado durante tanto tiempo, y la mantuvieron en la alternativa declaratoria o imperativa:
«Jeof te busca. Sábelo. Dice que te comerá en el desayuno. Vete. Está decidido. Kino».
Pasó dos segundos tratando de imaginar cómo habían seguido durmiendo con el ruido de la piedra, luego llegó velozmente a la conclusión de que la piedra que habían arrojado desde la calle era lo que lo había despertado. El pensamiento fue interrumpido por un crujido en el primer piso. Se volvió y vio que ella abría los ojos. Bajo esos párpados oliva, estanques marrones, donde las motas doradas surgieron con la luz apropiada, Renna sonrió. La sonrisa describió una voltereta en dirección a él a través de los muebles mugrientos, rebotando de pared manchada en pared manchada (donde quizá lo único hermoso era el retrato con tiza roja que había hecho ella, y desde el júbilo que lo llenaba, hasta los iris fatigados se relajaron y la habitación se llenó de luz.
—Esta mañana también te amo —dijo ella.
Mientras sonreía, un pensamiento oscuro se agitó ominosamente; ella también se despierta por un sonido que no oyó, viéndome sólo a mí, como un momento antes yo la veía a ella.
Abajo se escucharon ruidos de muebles golpeados.
Ella le hizo una pregunta con el rostro, en silencio, inclinando la cabeza sobre la almohada. Él le respondió con el mismo gesto y un movimiento de los hombros planos, desnudos.
El ruido de unos pasos en la escalera; luego la voz aguda de la dueña de la pensión que protestaba en la galería:
—¡No pueden entrar de esta manera! Mi pensión es una casa respetable. ¡Tengo licencia! ¡Salgan de aquí, rufianes! Les digo que tengo mí…
La voz cesó, la ola se rompió, algo golpeó la puerta, con fuerza, y la puerta se abrió, chocando contra la cama.
—Buenos días.
—¿Qué diablos quieres? —dijo Vol.
No hubo respuesta y en el silencio miró al rollizo neandertal, torso desproporcionado, piernas combadas; la mejilla había sido tajeada seis veces y las cicatrices la cruzaban una y otra vez. Sobre el ojo izquierdo había una herida púrpura, de una reciente pelea. Los bordes de la herida estaban húmedos. Feo, pensó. Feo.
El peso se trasladó del pie derecho al pie izquierdo, lentamente, y la cadera que estaba alta bajó y la que estaba baja subió.
—Quiero hacerte miserable —dijo Jeof y entró en la habitación. Detrás de él entraron otros tres—. Veo que recibiste el mensaje de Kino —rió—. Se lo sacamos anoche, cuando él hizo el primer intento. —Entonces una mirada arrepentida se impuso por sobre la sonrisa—. Pero luego pensé que tendría que arrojarlo aquí esta mañana antes de venir a decirte hola. —Jeof se adelantó otro paso, miró a uno y otro lado de la habitación, y la vio en la cama, los ojos abiertos y dorados, la piel pálida, manos, boca, ojos y hombros aterrorizados—. ¡Bueno, hooolaaa!
Vol saltó hacia adelante…
… el estómago se le envolvió alrededor de un puño penetrante. Gruñó, cerró los ojos y golpeó contra el piso. Cuando los abrió, un segundo después, había por lo menos seis personas más en la habitación. Dos lo levantaron de un sacudón. Entonces Jeof lo golpeó en el estómago una vez más y mientras la cabeza se le aflojaba hacia adelante la mano regresó desde la dirección opuesta, los nudillos primero, y le levantó la cara de una bofetada.
—Ahora —dijo Jeof, apartándose nuevamente de Vol—, como estaba diciendo, hola.
Los años vividos en las calles de la Olla del Diablo habían hecho de Vol un hábil luchador callejero. También lo habían enseñado que si la situación es desesperante hay que ahorrar fuerza por si se produce el milagro de salir de esa situación y entonces uno puede usar esa fuerza para recuperarse. Y era desesperante.
De modo que cuando al principio Jeof avanzó en dirección a Renna y ella gritó, él simplemente permaneció de pie. Pero el grito se convirtió luego en un largo, prolongado alarido. De pronto también Vol estaba gritando y peleando y las voces habían perdido toda la música y eran disonantes y agónicas. Peleó y casi mató a uno de los hombres que lo sostenían, pero alrededor de él había otros tres que le rompieron cuatro costillas, le dislocaron el hombro y le aplastaron un costado de la mandíbula.
—No —dijo Jeof, haciendo un gesto apaciguador con la mano… en las manos de Jeof había sangre y ahora ella no podía gritar porque tenía los cartílagos de la laringe aplastados—. No lo maten. Simplemente quiero que observe lo que hacemos con ella. —Miró a su alrededor—. Muchachos, uno de ustedes venga acá para ayudarme. —Emplearon las manos, luego todo el cuerpo, y entonces, el rayo doble de una espada flamígera surgió de un estuche oculto, se encendió la base de la empuñadura y chispas blancas iluminaron las puntas dobles.
Un minuto después por misericordia, Vol perdió el conocimiento. Ni siquiera pudieron despertarlo a golpes. Entonces se fueron.
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Media hora más tarde, Rara, la mujer que dirigía la pensión, reunió coraje suficiente para mirar dentro de la habitación. Cuando vio al hombre desnudo retorcido frente a la mesa dijo «Dios mío» y entro en la habitación. Luego, cuando vio lo que quedaba sobre la cama, no pudo decir nada; simplemente retrocedió cubriéndose la boca con una mano.
La mano del hombre se deslizó sobre las mugrientas maderas del piso.
—Oh, Dios querido —susurró la mujer—. Él está vivo. —Corrió hacia él, tratando de arrojar de la mente el retrato de los dos juntos, tal como los había visto hasta el día anterior (bebiendo de la misma tacita junto a la pileta que estaba abajo, paseando con las manos entrelazadas, riéndose mientras se miraban a los ojos). Se arrodilló junto a él y la mano del hombre le tocó el pie.
Hay que sacarlo de aquí antes de que se despierte, pensó la mujer, y trató de levantarlo.
El dolor producido por las costillas rotas que le oprimían los pulmones hizo que Vol recobrara el conocimiento. Abrió los ojos y miró con la mirada perdida a la mujer que se inclinaba junto a él. Era un rostro con firmeza, aunque del otro lado de los cincuenta. Una marca marrón rojizo le recorría la mejilla izquierda.
—¿Rara? —pronunció el nombre con un atisbo de inflexión, y la mandíbula golpeada, que empezaba a hincharse, le borró toda expresión.
—Señor Nonik —dijo la mujer—. Venga conmigo, ¿quiere?
Apartó la mirada y cuando llegó a la cama se detuvo.
—No, señor Nonik —dijo Rara—. Venga conmigo.
Dejó que lo ayudara a ponerse de pie y caminó con ella hacia la galería, a pesar del brazo agonizante, a pesar del fuego que sentía en el costado derecho del pecho.
Rara advirtió la debilidad y el ángulo imposible en que se hallaba colocado el brazo.
—Bueno —comenzó—, vamos a tener que llevarlo al Servicio Médico enseguidita…
Entonces Vol gritó. Fue un grito largo, arrancado desde adentro: en la mitad cambió, elevándose casi una octava (como un jabalí atrapado por las arenas movedizas, cuyo grito va desde el anhelo por luchar, alzándose a causa de una súbita comprensión hasta llegar al terror y al hundimiento final).
—Aaaayyyy… —Vol cayó contra el piso. Sacudió la cabeza; le corrían las lágrimas, pero estaba sereno.
—Señor Nonik —dijo Rara—. Señor Nonik, levántese.
Se puso nuevamente de pie. En el silencio, Rara sintió un estremecimiento. Lo ayudó a desplazarse por la galería.
—Mire, sé que esto no va a significar nada para usted, señor Nonik. Pero escuche. Es joven y ha… perdido algo. —La escuchaba a través de una cortina de dolor—. Pero nos pasa a todos de una manera o de otra. No diría esto si no hubiera sido por lo que ocurrió hace un mes, cuando todos de pronto nos… conocimos de esa manera. Desde entonces pienso que mucha gente ha dicho cosas raras, que normalmente no dirían. Pero como le digo, usted es joven. Perdemos a tantas personas de quienes pensamos que son… como pensaban que era ella todos los que los conocían a ustedes. Pero usted vivirá —hizo una pausa—. Yo tenía una sobrina a la que amaba como a una hija. Su madre había muerto. Las dos eran acróbatas. Hace cuatro años, mi sobrina desapareció y no la vi más. La perdí, perdí a una persona que había criado desde los nueve años. Y estoy viva.
—No —dijo Vol, sacudiendo la cabeza—. No.
—Sí —dijo ella—. Y usted también está vivo. Y así seguirá. Si es que lo llevamos al Servicio Médico. —De pronto, la desesperación que había estado tratando de mantener alejada irrumpió en el tono de voz—. ¿Por qué tienen que hacer las cosas así? ¿Por qué? ¿Cómo pueden hacerlo ahora que todos ya sabemos?
—Por los mismos motivos que antes —dijo él llanamente—. Exactamente como usted —continuó Vol, y Rara frunció el ceño—. Están atrapados en ese momento brillante en el cual conocieron la sentencia. Pero no me atraparán. No lo harán.
—¿De qué está hablando? —preguntó Rara, pero la voz de Vol (o quizás era el sonido de las propias palabras, la gravedad de las «o» de sentencia, una palabra extraña que recordaba el sonido del mar) le provocó nuevos estremecimientos.
—¡Nunca me encontrarán! ¡Nunca! —dijo Vol. Entonces se tambaleó y cayó a corta distancia de las escaleras.
—¡Señor Nonik!
Se agarró de la baranda y se puso otra vez en marcha. Rara bajó corriendo tras él, pero Vol ya estaba en la puerta.
—¡Señor Nonik, tiene que ir al Servicio médico!
Estaba en la puerta, desnudo, sacudiendo la cabeza en una negativa animal.
—¡Nunca me encontrarán! —susurró una vez más y desapareció en la calle.
Abrumada, Rara dudó. Cuando miró, ya no pudo verlo. Era muy temprano y la calzada estaba desierta. Brillaba el sol. Finalmente dejó de mirar. Buscó un oficial de policía para que hiciera un informe de lo que había ocurrido en la casa de pensión.
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El sol gemelo brillaba sobre la arena blanca de la ciudad.
—¿Cuándo llegaran los agentes de la Tierra? —preguntó alguien.
Tan pronto como hayan encontrado sus tres documentos, dijo la voz triple… y si es que siguen vivos.
Una brisa perfumada de ozono alteraba la polvorienta blancura de una duna, de modo que la forma sutil del desierto había cambiado nuevamente, y lo único estable y aislado era la ciudad.
• • •
Cerca del centro de Toron un viejo comerciante estaba sentado en el balcón de mosaicos de su casa, observando las torres de los palacios y las casas de madera en la zona litoral de la Olla del Diablo.
—¿Clea? —dijo.
—Sí, papá.
—¿Estás segura de que es esto lo que quieres? Tienes todos los honores posibles que puede ofrecer Toromon a un científico y se lo debes a tus trabajos sobre transmisión de materia, a tus estudios teóricos. Creo que nunca te lo dije directamente. Pero estoy muy orgulloso.
—Gracias, papá —dijo ella—. Pero esto es lo que quiero. Ni Rolth ni yo pensamos dejar de trabajar. Tengo que completar la Teoría de los Campos Unificados. Y él trabajará en un nuevo proyecto histórico.
—Bueno, no te quedes ahí. Dile que venga aquí afuera.
Clea entró en la casa y surgió un momento después, de la mano de un hombre alto. Se detuvieron ante la mesa de mármol donde estaba sentado Koshar.
—¿Rolth Catham, quiere casarse con mi hija, Clea Koshar?
—Sí —la respuesta fue firme.
—¿Por qué? —Y la contestación fue rápida.
Catham giró ligeramente la cabeza y la luz se reflejó sobre el plástico transparente de la mejilla. La porción del rostro que era carne móvil sonrió y ante ella la mirada directa de Koshar vaciló.
—No es una pregunta justa —dijo Koshar—, ¿no es así? No sé. Desde ese… segundo en que todos nosotros… bueno, usted sabe. Yo creo que toda la gente ha estado diciendo cosas, preguntando cosas, e incluso contestando a cosas que no hubieran hecho normalmente.
El desconcierto, pensó Clea. ¿Por qué tenían que hablar todos de ese momento oscuro de contacto que había envuelto al imperio en un manto de desconcierto en el segundo final de la guerra? Había deseado que su padre fuera diferente. No era desconcierto por lo que se había visto, sino por la novedad de la experiencia.
—«¿Por qué?» nunca es una pregunta injusta —dijo Catham—. En parte es por lo que vimos en ese momento.
Catham hablaba sin miedo. Ésa era una de las razones por las cuales Clea lo amaba.
—Porque hemos conocido el trabajo de cada uno. Y porque durante ese momento conocimos la mente de cada uno. Y porque somos las dos personas que somos, ese conocimiento nos servirá para el corazón y también para el alma.
—Está bien —dijo Koshar—. Cásense. Pero…
Clea y Rolth se miraron, y entre ellos saltaba una sonrisa y una semisonrisa.
—¿Pero por qué quieren irse?
La gravedad volvió a los rostros, que miraron al anciano.
—Clea —dijo Koshar—. Clea, has estado lejos de mí durante tanto tiempo. Te tuve cuando eras una niñita. Pero luego estuviste mucho tiempo en la isla University, y después de eso volviste y quisiste vivir sola, y yo te dejé. Ahora los dos quieren irse nuevamente, y esta vez ni siquiera quieres decirme a dónde vas. —Hizo una pausa—. Por supuesto que puedes hacerlo. Tienes veintiocho años, eres una mujer. ¿Cómo podría detenerte? Pero, Clea… no sé cómo decirlo. Ya he perdido… un hijo. Y ahora no quiero perder a mi hija.
—Papá —comenzó Clea.
—Sé lo que vas a decir, Clea. Pero aun cuando tu hermano Jon estuviera vivo —y todo hace suponer que está muerto—, aún si lo estuviera, si entrara aquí en este mismo momento, para mí estaría muerto. Después de lo que me hizo, estaría muerto.
—Papá, ojalá no sintieras de esa manera. Jon hizo algo estúpido, torpe, de chiquilín. Era un chico torpe cuando lo hizo y tuvo que pagarlo.
—Pero mi propio hijo, en el penal de las minas, un criminal común… ¡asesino! —la voz se hizo áspera y grave—. Hoy mis amigos tienen la bondad de no mencionármelo. Porque si alguno de ellos lo hiciera yo no podría mantener la cabeza alta, Clea.
—Papá —había una súplica en la voz de Clea—, tenía dieciocho años, estaba lastimado. Me odiaba a mí, a ti… y si es que está vivo en algún lugar, ocho años pueden hacer que el hombre sea muy diferente del niño. Después de ocho años no puedes seguir en contra de tu hijo. Y si ahora no puedes mantener la cabeza alta, quizás eso sea problema tuyo y no tenga nada que ver con Jon. —Clea sintió la mano de Rolth sobre su hombro, una suave advertencia de que el tono de la voz, sino las palabras, estaban entrando en el peligroso terreno del ultraje, como partículas moviéndose en un campo de energía, azarosas e impredecibles. Desistió.
—No lo perdonaré —estaba diciendo su padre. Apretaba las manos con fuerza—. No puedo perdonarlo. —Koshar apartó la mirada de su hija, concentrándola en su regazo—. No podría. Me sentiría demasiado avergonzado…
—¡Papá! —había desistido del ultraje, y la palabra llegaba con todo el amor que sentía por él. Vio que el padre tenía el cuerpo, la espalda, el cuello, los brazos, los dedos trabados en curvas autoprotectoras—. ¡Papá! —dijo nuevamente, y le extendió la mano.
Las curvas se quebraron, las manos se separaron, alzó la mirada. No le tomó la mano, pero dijo:
—Clea, dices que tienes que irte y dices que no quieres que nadie sepa dónde estás. Te amo y quiero que tengas todo lo que deseas. Pero al menos… cartas, o algo. Así sabré que estás bien, así sabré…
—No pueden ser cartas —dijo ella. Pero luego agregó rápidamente—: Pero sabrás.
—Tenemos que irnos, Clea —dijo Catham.
—Adiós, papá. Y te quiero.
—Te quiero —dijo él, pero ya estaban transponiendo las amplias puertas de la casa.
—Ojalá pudiera decirle —dijo Clea cuando llegaron a la puerta del frente—, decirle que Jon está vivo, decirle por qué tenemos que irnos secretamente.
—Lo sabrá pronto —dijo Catham—. Todos lo sabrán.
Clea suspiró.
—Sí, lo sabrán, es verdad. La gran, la monstruosa computadora de Telphar les permitirá saber. Si quisieran, todos podrían saberlo ahora, pero están demasiado desconcertados. Rolth, durante tres mil años todos han tratado de encontrar una palabra para diferenciar al hombre de los otros animales; algunos de los antiguos lo llamaban animal que ríe, algunos animal moral. Bueno, yo me pregunto si no es animal desconcertado, Rolth.
Su futuro esposo rió, pero con un humor a medias. Luego dijo:
—Te lo he preguntado cientos de veces, Clea, pero es tan difícil de creer: ¿estás segura de aquellos informes?
Ella asintió.
—Los únicos que los han visto son un puñado de personas íntimamente implicadas en la construcción de la computadora. A mí me permitieron entrar por pura casualidad, más por esa mezcolanza final en el palacio que por otra cosa. Pero me descompone, Rolth, me descompone tener algo que ver con ese monstruo —cuando pasaron del balcón sombreado a la calle flanqueada por columnas Clea dejó escapar un suspiro—. Y tuve que pasar por la culpa de todo ese asunto, ¿no es verdad? —Era una pregunta que no necesitaba más que la reafirmación de la mano de él apretando su mano—. Rolth, han intentado desarmarla cuatro veces. Pero no resultará. De alguna manera se protege a sí misma. Apenas pueden acercarse.
Clea se volvió, saludó al padre con la mano y continuó su marcha.
—Cómo, no preguntaré —dijo Rolth—. Tiene todo el equipo fuera de uso, armamento, etc., etc. bajo control para una guerra a pleno. Pero, «¿por qué?», Clea. Tú eres matemática. Tú conoces a las computadoras.
—Pero tú eres el historiador —respondió ella—, y las guerras son de tu ámbito —miró una vez más en dirección a la figura diminuta que todavía los saludaba con la mano desde el balcón—. Me pregunto cuánto tiempo le llevará a él… a ellos aprender.
—No sé —dijo él—. No sé.
En lo alto, la cinta de paso dejaba una delgada marca negra de un lado al otro del cielo.
• • •
Cuando el viejo Koshar, en el balcón verde, los vio desaparecer suspiró. Luego hizo algo que no había hecho durante mucho tiempo. Entró, llamó al servicio de taxis, se puso ropas discretas y se alejó rápidamente por las calles céntricas de la ciudad en dirección al litoral. Permaneció silenciosamente en los alrededores mientras el lanchón zarpaba con la tanda de trabajadores vespertinos que iban a los acuarios Koshar.
Mientras estaba parado en la esquina pasó rugiendo un vehículo con la inscripción «Hidropónicos Koshar» en grandes letras verdes sobre los costados de aluminio. Se detuvo ante un edificio, el más limpio y alto de la zona: eran las oficinas de las Fibras Sintéticas Koshar.
Más tarde, mientras caminaba por una de las callecitas sucias y angostas de la Olla del Diablo, se detuvo frente a una de las casas que combinaban la taberna con el alojamiento. Estaba sediento, hacía calor, de modo que entró. Aparentemente unas cuantas personas habían tenido la misma idea, y conversaban animadamente en el bar. Junto a él, una voz amistosa dijo:
—Hola viejo. Es la primera vez que lo veo.
La mujer que le había hablado desde una mesa, cercana a los cincuenta, tenía una marca de nacimiento en un costado de la cara.
—Es la primera vez que vengo —dijo Koshar.
—Supongo que eso lo explica —respondió Rara—. Siéntese. —Pero Koshar ya se dirigía al bar. Pagó un trago, luego regresó, preguntándose a dónde ir, y vio a la mujer que estaba sentada junto a la puerta—. Sabe, hace mucho tiempo acostumbraba a pasar muchas horas en esta zona. Sin embargo no recuerdo este lugar.
—Bueno, yo estoy aquí desde hace más o menos un mes —explicó Rara—. Recién conseguí mi permiso. Estoy tratando de fomentar un buen negocio. En asunto de negocios ser amistosos es realmente importante, sabe. Espero verlo por aquí a menudo.
—Umm —dijo Koshar y sorbió un líquido verde.
—Hace unos años traté de instalarme en un lugar. Era de un amigo mío que se murió. Pero fue justo cuando empezaron los malis y en una sola noche destruyeron todo. Ahora, recién empecé hace un par de semanas y ya he tenido problemas. Esta mañana entraron por la fuerza, esos pandilleros. Por supuesto, cuando uno los necesita nunca encuentra un policía. Mataron a una muchacha. —Sacudió la cabeza.
En el bar había comenzado una discusión. Rara miró, frunció el ceño y dijo:
—¿Y ahora, qué es todo eso?
Un hombre flaco y nervudo, con la cara agrietada por el viento y la arena hablaba en voz alta, mientras una mujer permanecía a su lado, con los ojos verdes fijos en la cara del hombre. Pero él miraba a otro hombre.
—No —decía. Hizo con la mano un gesto brusco, disgustado—. No, está podrido. Podrido.
—¿Quién eres para decir que está podrido? —rió alguien.
—Les diré quién soy. Soy Cithon, el pescador. Y ella es mi esposa, Grella, una tejedora fina. ¡Y decimos que toda esta isla de ustedes está podrida!
La mujer apoyó las fuertes manos sobre el hombro del marido, implorando silencio con la mirada.
—Y déjenme decirles algo más. Yo vivía en la costa del continente. Y tenía un hijo: hubiera sido tan buen pescador como yo. Pero lo sedujo la podredumbre de esta isla. Ustedes lo hicieron morir de hambre en el continente y luego lo arrastraron aquí con la cuestión de los acuarios y de la cría de peces. Bueno, nosotros lo seguimos. ¿Y dónde está él ahora? ¿Están haciéndolo sudar a muerte en los acuarios? ¿O anda por ahí con alguna de esas bandas de pandilleros? ¿O quizá se está sacando la buena sal marina de su cuerpo en los jardines hidropónicos? ¿Qué han hecho con él? ¿Qué han hecho con mi hijo?
—Malditos inmigrantes —murmuró Rara—. Espere un segundo, ¿quiere? —Se puso de pie y se dirigió al bar. La esposa del pescador estaba tratando de llevárselo, y Rara la ayudó. El hombre se había puesto realmente grosero.
Rara volvió limpiándose las manos en la falda.
—Inmigrantes —repitió y se sentó—. No estoy hablando en contra de ellos; algunos son buena gente; algunos no son tan buenos. Pero algunos son locos como ése. Extraño, esa mujer me pareció muy conocida; como la que una vez eché del umbral de mi casa —rió—. Pero todos esos pescadores de ojos verdes son iguales. Oh, ¿se va? Bueno, regrese pronto. Éste es un lugar realmente amistoso.
Afuera, Koshar se detuvo frente al cerco de madera, sucio por los restos de afiches arrancados. En medio de los restos de contraseñas borroneadas alguien había garabateado con tiza roja:
«Usted está atrapado en ese Brillante Momento en el que Conoció su Sentencia».
La forma irregular de las letras (o quizás eran las palabras mismas, las palabras metálicas que chocaban contra las labiales suaves, como las monedas en el juego de matrices) le provocaron una sensación extraña.
El viejo Koshar retomó su camino, con el corazón casi destrozado.
• • •
A un universo de distancia, la arena blanca se arremolinaba en las dunas.
¿Qué es la ciudad?
Es un lugar donde el tiempo pasa como si fuera otra cosa. Es un lugar donde los movimientos mecánicos de resortes, ruedas dentadas y engranajes podrían llegar a detenerse. Y lo mismo vale para un reloj de sangre, hueso, músculo y nervio. Aunque la velocidad del resplandor físico del fotón contra el fotón sea normal, si no acelerada.
—¿Pero por qué este imperio aislado de la Tierra es tan importante?
—¿Están tan avanzados tecnológicamente que este papel sobre los Campos Aleatorios nos dará un arma para derrotar al Señor de las Llamas?
—¿Este trabajo histórico nos predecirá la realización de nuestra propia gran guerra?
—¿Existe algún otro arte entre todas nuestras culturas que enseña tanta compasión, que fije el lugar de la vida en el universo con tanta brillantez como estos poemas?
Una veintena de mentes, con palabras y estilos propios, formaban una barrera de confusión. Como respuesta llegó una tríada de risas.
Los terráqueos son importantes porque el Señor de las Llamas está ahora entre ellos, y «ahora» es una traducción inexacta del reverberante concepto de tiempo transseccional, intergaláctico en el cual se hayan implicados los diseños de pasado y futuro. Y si esos terráqueos llegan, el hecho mismo de su llegada anunciará nuestra victoria sobre el Señor de las Llamas, y no habrá necesidad de estudiar sus documentos, excepto para vuestro propio progreso. Si ellos no llegan, entonces estamos derrotados.
La confusión existente se convirtió en preocupación.
Verán por qué, dijo la voz triádica. El sol doble caía sobre el horizonte y la ciudad estaba en silencio.