Dijo Oscar Wilde:
«Cualquiera puede escribir una novela. Lo único que se requiere es una completa ignorancia del Arte y de la Vida».
Unos setenta años más tarde paseaba yo por el puente de Brooklyn con una brillante poeta de cabello color miel largo hasta la cintura y ojos que al principio parecían marrones, pero que contenían matices de cobre, verde y amarillo, íbamos de la mano, mirando los cables que giraban por encima de nosotros —hacía unos meses que nos habíamos casado, ayudando a que el promedio de edad nupcial del país bajara al siempre ridículo de diecinueve— y discutiendo con voces mudas ese dilema que tales casados deben acometer: «Y bueno, ¿qué pondrías tú en una novela, quiero decir, algo realmente honesto que favoreciera a la novela?».
Las respuestas llegaron como pompas numerosas: panorama social, caracterizaciones, escenas, ideas, experiencias que todavía no hemos leído pero que nos gustaría haber leído. En el momento en que llegamos al otro lado del puente, llegamos también a la sencilla conclusión de que era imposible que apareciera todo eso en un solo libro. Probablemente en tres ya estaría bastante amontonado.
—¿Recuerdas lo que dijo Oscar Wilde? —me recordó ella.
Por supuesto que no lo recordaba, pero no iba a admitirlo. Esa noche escribí el primer capítulo de En las afueras de la ciudad muerta (que entonces se llamó Captives of the Flame) y planifiqué el último capítulo de Ciudad de los Mil Soles. En los dos años siguientes orquesté, armonicé, conduje, me raspé los nudillos, coaccioné, grité, amenacé con suicidarme, alabé de modo extravagante, critiqué con frialdad, hice psicoterapia de aficionado: finalmente las ideas, incidentes y personajes de ese primer capítulo se habían abierto camino penosamente hasta llegar al último.
La poeta me roza la nuca con el ligero toque de una paloma acurrucándose y apoya su pecho en mi espalda. Mira por encima de mi hombro y yo recuerdo comentarios serenos y agudamente certeros como: «Esto está mal»; y a veces: «Esto está bien»; y de tanto en tanto: «No estoy de acuerdo pero se puede discutir». Entonces nos sentamos y nos preguntamos sobre las cosas que a pesar de todo no pudieron ir. Estaba la escena en la que la telépata Larta ayuda a un grupo de granjeros del continente a sacarle ventaja a un comprador de la ciudad; cuando los granjeros descubren sus poderes telepáticos, la apedrean. Esto se perdió entre los Volúmenes Dos y Tres.
Había una discusión, que no apareció, entre Nonik y el soldado Curly, que se produjo cuando Nonik fue rechazado por el ejército y Curly aceptado. «Aunque un hombre no pueda controlar otra cosa —insistía el poeta— al menos debería ser capaz de controlar su muerte. Es para lo único que es libre». Cuando le repitió esto a Catham, el historiador sonrió y dijo: «Los antiguos religiosos y escépticos pasaban gran parte de su tiempo pidiendo milagros para establecer la existencia de un Dios: que las rocas volaran o que el fuego ardiera sin combustible. Nunca se dieron cuenta de que lo milagroso era simplemente que, no importaba cuan caótico y errático pareciera todo, las piedras caían y el fuego se extinguía a velocidades predecibles y en tiempos predecibles». «No veo la conexión», fue la respuesta de Nonik. «Piensa en ello hasta que la veas», dijo Catham. Por lo demás, Vol jamás la vio y en el final, aunque controla —por así decir— su muerte, Catham controla su vida.
Cuando Clea y Alter se encontraron en Telphar, se divirtieron mucho y pasaron mucho tiempo haciendo planes para un circo en Ciudad de los Mil Soles, lo cual podrán realizar eventualmente, si el lector y la ocasión lo permiten.
Pero estas escenas fueron anteriores a las leyes de orquestación.
—El título y el epígrafe —me recuerda la poeta.
Oh, sí, el título de los tres libros juntos, La caída de las torres, fue tomado de un grupo de dibujos que una vez hizo un amigo y en el que describe grupos diferentes de personas que reaccionan ante cierto incidente catastrófico que no se muestra. Desafortunadamente, los dibujos fueron destruidos. Espero que no deplore que yo haya salvado el nombre.
El epígrafe para los tres libros pertenece a la primera serie de poemas de W. H. Auden, sobre el derecho del grupo a matar.
New York
24 de Marzo de 1964