EL PADRE: Escuche: yo lo despreciaba. Todavía lo desprecio.
[PAUSA para un episodio de oftalmorragia; frotis/drenaje de la órbita dextrocular por parte del técnico; cambio del vendaje.]
EL PADRE: ¿Por qué nadie le explica a uno estas cosas? ¿Por qué todo el mundo cree que es una bendición? Parece haber casi una conspiración para que uno no se entere de estas cosas. ¿Por qué nadie te lleva aparte y te explica lo que te espera? ¿Por qué no te cuentan la verdad? Que te van a quitar tu vida. Que se supone que tienes que darlo todo y no solamente nadie te lo va a agradecer sino que no vas a tener contigo a nadie. A nadie. Que has de suspender el toma y daca esencial, que pasaste años aprendiendo qué era la vida y ya no has de esperar nada más. Y te lo aseguro, lo que es peor que nada: que ya no vas a tener vida para ti. Que todo lo que deseaste para ti ahora se espera que lo has de desear para él. ¿Por qué se espera esto? ¿Le parece a usted una expectativa razonable? ¿Para un ser humano? ¿No tener nada y no esperar nada para uno? Que toda tu naturaleza humana tenga que cambiar de alguna forma, alterarse, como por arte de magia, en el momento en que te separas de tu mujer, causándole tanto dolor y deformando su cuerpo tan profundamente que nin… Que ella misma cambie automáticamente de esa misma forma, como por arte de magia, en el momento en que él sale, como por algún embrujo glandular, pero tú, que no lo has llevado dentro ni has estado unido a él mediante tubos, te vas a quedar, por dentro, igual que has sido siempre, y sin embargo se espera de ti que cambies también, que renuncies a todo, libremente. ¿Por qué nadie habla de esto, de esta locura? De que tu fracaso a la hora de renunciar a ti mismo, cambiarlo todo y estar loco de alegría por ello… De que te van a juzgar por ello. No solamente como, entre comillas, padre, sino como hombre. Tu valor humano. Esa mirada mojigata y petulante de quienes juzgan a los padres, que los juzgan por no cambiar por arte de magia, por no renunciar instantáneamente a todo lo que uno ha deseado hasta ese momento y… securus judicat orbis terrarum, Padre. Pero Padre, ¿realmente tenemos que creer que es obvio y natural que nadie considere nunca que hace falta avisar sobre esto? ¿Que es tan instintivo como parpadear? ¿Que nadie piense nunca en prevenirte? A mí no me parece obvio en absoluto, se lo aseguro. ¿Ha visto alguna vez una placenta? ¿Ha visto alguna vez con la boca abierta de asombro cómo sale y cae al suelo, y lo que hacen con ella? Nadie me avisó, se lo aseguro. Que la propia esposa va a considerarlo a uno deficiente por el simple hecho de continuar siendo el hombre con el que se casó. ¿Soy yo el único a quien nadie avisó? ¿Por qué ese silencio cuando…?
[PAUSA para un episodio de dispnea.]
EL PADRE: Lo desprecié desde el primer momento. No exagero. Desde el primer momento en que consideraron oportuno dejarme entrar y miré y lo vi ya unido a ella, ya mamando. Mamando de ella, nutriéndose de ella, y la cara de ella —de ella, que había dejado tan claro lo que pensaba acerca de chupar partes del cuerpo—, su cara vuelta hacia arriba, había cambiado, se había convertido en una abstracción, en la Madre, con su cara de parturienta embelesada y radiante, como si no hubiera sucedido nada invasivo ni grotesco. Ella había gritado sobre la camilla, gritado… Pero ¿dónde estaba ahora aquella chica? Yo nunca la había visto tan… El término exacto es «fuera de sí», ¿verdad? ¿Alguien ha analizado esta expresión? ¿Lo que implica verdaderamente? En aquel instante supe que lo despreciaba. No hay otra palabra. Era despreciable. Y todo lo que vino después. La verdad: no me pareció natural ni satisfactorio ni hermoso ni justo. Piense lo que quiera de mí. Es la verdad. Era repugnante. Todo el tiempo. El ataque a los sentidos. No se lo imagina. La incontinencia. El vómito. El olor brutal. El ruido. Que te roben el sueño. El egoísmo, el egoísmo salvaje del recién nacido, usted no tiene ni idea. Nadie lo prepara a uno para eso, para algo tan desagradable. El gasto absurdo en cosas de plástico de color pastel. El hedor a cloaca de su cuarto. La ropa perpetuamente sucia. El olor y el ruido constante. El trastorno de cualquier horario imaginable. Las babas y el terror y los berridos punzantes. Unos berridos que se clavaban como cuchillos. Tal vez si alguien nos hubiera avisado, si nos hubieran prevenido. La remodelación incesante de todos los horarios en su honor. En honor a sus deseos. Él reinó desde su cuna, desde el primer momento. Reinó sobre ella, la redujo y la remodeló. Qué poder tenía, ya de niño. De él aprendí la codicia interminable. De mi hijo. La arrogancia más allá de todo lo imaginable. La codicia principesca y el desorden desconsiderado y la crueldad ciega: su falta literal de consideración. ¿Ha considerado alguien la verdadera importancia de esta expresión? La falta de consideración con la que trataba al mundo. La manera en que tiraba las cosas y las agarraba, la manera en que rompía las cosas y luego se iba sin más. Y era un mocoso. Menuda crisis la de los dos años. Yo miraba a otros niños. Estudiaba a otros niños de su edad. Había algo distinto en él, algo que faltaba. Era un psicópata, un sociópata. Aquella grotesca falta de atención hacia lo que le dábamos. Créame. Por supuesto, uno tenía prohibido decir: «¡Yo he pagado eso! ¡Trata eso con cuidado! Muestra un mínimo de respeto hacia el mundo que hay fuera de ti!». No, eso nunca. Eso nunca. Uno sería un monstruo. ¿Qué clase de padre pide un poco de consideración hacia la procedencia de las cosas? Nunca. Ni pensarlo. Pasé años enteros con la boca abierta de asombro, demasiado desconcertado para darme cuenta de lo que… No hay lugar para hablar de ello. Y nadie más parecía verlo. Verlo a él. El desorden esencial de su personalidad. La ausencia de lo que se entiende por «humano». Una psicosis que nadie se atreve a diagnosticar. Nadie dice eso: que has de vivir para servir a un psicópata. Nadie menciona ese abuso de poder. Nadie menciona que va a haber berrinches psicóticos en los que vas a desear… Hasta su misma cara, de verdad, detestaba su cara. Tenía una cara pequeña, blanda y húmeda, una cara que no era humana. Una bola de queso con unos rasgos que eran como pellizcos apresurados en una masa asquerosa. ¿Soy…? ¿Era el único que pensaba eso? Que la cara de un niño no es nada reconocible, que ni siquiera es una cara humana, es cierto, ¿y por qué todos juntan las manos y lo llaman belleza? ¿Por qué no admitir simplemente que es una fealdad que uno acaba dejando atrás? ¿Por qué semejante…? Y la manera en que ya desde el principio su ojo, el ojo derecho de mi hijo, sobresalía de su cara, sutilmente, sí, solamente un poco más que el izquierdo, y parpadeaba de forma convulsiva y demasiado brusca, como el chasquido de un circuito defectuoso. Aquel parpadeo convulsivo. La sutil pero una vez percibida nunca más ignorable protuberancia de aquel ojo. La manera sutil pero agresiva en que sobresalía. Todo iba a ser suyo, el ojo revelaba la… Tenía una mirada de triunfo, un entusiasmo vidrioso. El término pediátrico era «exoftálmico», algo supuestamente inocuo y corregible con el tiempo. Nunca le dije a ella lo que yo sabía: que no era algo corregible, que era una señal nada accidental. Aquel era el ojo al que uno tenía que mirar, en su interior, cuando uno quería ver lo que nadie más quería ver o reconocer. Era el único agujero de la máscara. Escuche esto. Me daba asco mi hijo. Me daban asco aquel ojo, su boca, sus labios, su narizota congestionada, su labio húmedo y colgante. Toda su piel era una enfermedad. «Impétigo» se llamaba, era una cosa crónica. Los pediatras no encontraban ninguna razón. El seguro era una pesadilla. Me pasaba la mitad de los días hablando por teléfono con aquella gente. Me ponía una máscara de preocupación para parecer como ella. Nunca dije una palabra. Fue un niño enfermizo, débil y blanco como la cera, crónicamente congestionado. Las llagas supurantes de su impétigo crónico, las costras. Las infecciones abiertas. «Supuración», el término significa soltar pus. Mi hijo soltaba pus, exudaba, se escamaba, supuraba, goteaba por todas partes. ¿A quién le explica uno esto? Que él me enseñó a odiar el cuerpo, lo que comporta tener un cuerpo, a sentirme asqueado, disgustado. A menudo me veía obligado a mirar a otro lado, a salir fuera, a esconderme detrás de una esquina. Su manera desconsiderada y ausente de hurgarse, rascarse, escarbarse y arrancarse costras, la fascinación narcisista infinita que sentía hacia su propio cuerpo. Como si sus extremidades fueran las cuatro esquinas del mundo. Era esclavo de sí mismo. Una máquina de voluntad ciega. Un reinado de terror, créame. Los berridos dementes cada vez que sus deseos se veían frustrados. Cada vez que se le negaba o se le retrasaba alguna gratificación. Era kafkiano: me castigaban por protegerlo de sí mismo. «No, no, hijo mío. No te puedo dejar que metas la mano en el agua caliente del vaporizador, no toques las aspas del ventilador, no te bebas ese disolvente…». Más berridos. Era algo demente. Uno no se podía explicar ni razonar con él. Solamente podías alejarte desolado. Había que armarse de valor para no dejarlo estar y la próxima vez simplemente dejarle que lo hiciera: «Bébete ese disolvente, hijo». Aprende por las malas. Los lloriqueos y las súplicas y los tirones de la manga y los ataques de rabia. Pronto me di cuenta de que no era algo psicótico. Su locura era astuta. Había un plan detrás de cada rabieta. «Está demasiado excitado», «demasiado cansado», «de mal humor», «tiene fiebre», «necesita acostarse un rato», «solamente está frustrado», «solamente ha tenido un día demasiado largo». La letanía de excusas que daba su madre para justificarlo. La manera infinita en que él la manipulaba emocionalmente. El hecho de que estuviera siempre haciéndolo y la reacción inhumana de ella: incluso cuando se daba cuenta de lo que él hacía, ella seguía excusándolo, estaba encantada por la desnudez de su inseguridad, por lo que ella llamaba la «necesidad» que el niño tenía de ella, lo que ella llamaba «la necesidad de confianza» de su hijo. ¿Necesidad de confianza? ¿Qué confianza? Nunca tuvo ninguna duda. Siempre supo que todo le pertenecía. Nunca dudó. Como si todo el mundo estuviera en deuda con él. Como si lo mereciera. Era un loco. Solipsista. Lo quería todo. Todo lo que yo tenía, lo que había tenido y lo que nunca tendría. Nunca se terminaba. Un apetito ciego e irracional. Lo diré: era perverso. Ya está. Me imagino la cara que está poniendo usted. Pero era perverso. Y yo era el único que parecía saberlo. Me causó un millar de aflicciones y yo no podía decir nada. Casi me dolía la cara al final del día por culpa del control que me veía obligado a ejercer sobre mi expresión: incluso en su respiración se podía percibir un ligero matiz de protesta. Los círculos violáceos de apetito insaciable debajo de sus ojos. Su exhalación era un quejido. Los dos ojos distintos, aquel ojo terrorífico. El color rojo y la flacidez de su boca y la forma en que su labio siempre estaba húmedo sin importar cuántas veces fueras y se lo secaras. Un niño inherentemente húmedo, siempre pegajoso, con un olor vagamente fungoso. Su cara inexpresiva cuando se quedaba enfrascado en alguna actividad placentera. Su codicia absolutamente desvergonzada. La sensación de tener derecho a todo. Cuánto tiempo nos costó arrancarle un «gracias» puramente indiferente. Nunca lo dijo de corazón, pero a ella no le importaba. Ella… A ella nunca le importó. Era su esclava. Tenía mentalidad de esclava. Aquella no era la chica a quien yo había pedido en matrimonio. Era su esclava y se creía que era feliz. Él jugaba con ella como un gato juega con un ratón de juguete y ella se sentía feliz. ¿Estaba loca? ¿Dónde estaba mi mujer? ¿Qué era aquella criatura a quien ella acariciaba mientras él mamaba de ella? Durante la mayor parte de su infancia, el recuerdo que tengo de ella se reduce a verme a mí mismo de pie a algunos metros de distancia, mirándolos completamente desconcertado. Escondido detrás de una sonrisa forzada. Demasiado cansado para dar mi opinión o para pedir nada. Aquella era mi vida. Esta es la verdad que he ocultado. Es usted muy amable por escucharme. Es más importante de lo que cree. El hecho de soltarlo todo. Te ju… Júzgueme como quiera. No, hágalo. Me estoy muriendo —sí, yo sé que sí—, estoy postrado, casi ciego, despanzurrado, congestionado, muriéndome, solo y sufriendo dolor. Mire todos estos malditos tubos. Toda una vida de silencio. Y por fin llega mi confesión. Muy amable de su parte. No es lo que usted… No busco su perdón. Solamente quiero que oiga la verdad. Sobre él. Que lo desprecio. No hay otra palabra. A menudo me veía obligado a apartar mi mirada de él, a mirar a otra parte. A esconderme. Descubrí por qué los padres sostienen el diario de la tarde de esa forma.
[PAUSA en la que EL PADRE hace la pantomima de sostener un objeto extendido delante de la cara.]
EL PADRE: Ahora me viene a la cabeza una más de… Algo que pasó, un berrinche por alguna cosa cierta noche a la hora de la cena. Yo no quería que él cenara en la sala de estar. Creo que era una petición bastante razonable. El comedor era para comer. Yo le había explicado ya la etimología y el significado de la palabra «comedor». La sala de estar me la reservaba yo solamente media hora después de la cena para leer el periódico… Y ahí estaba él, delante de mí, encima de la alfombra nueva, comiéndose sus golosinas. ¿No era una petición lo bastante razonable? Le habíamos dado las golosinas como recompensa por comerse la comida perfectamente saludable que yo había trabajado para comprarle y mi mujer había trabajado para prepararle… ¿Lo nota usted…? El disgusto, la censura, porque uno nunca puede decir esas cosas, no se puede mencionar que se ha pagado, que los recursos limitados que tiene uno se han dedicado a… Eso sería egoísta, ¿verdad? Sería un mal padre, ¿no? ¿Mezquino? ¿Egoísta? Y sin embargo era así, yo había pagado aquellas chocolatinas, aquellas golosinas cuyo envase inclinó para poder metérselas todas en la boca, nunca una por una, tantas como fuera posible y lo más rápido posible sin importar que se le cayeran, por eso le mostré aquella sonrisa dentuda y le recordé con amabilidad la etimología de la palabra «comedor» y no fue tanto una orden —yo siempre tenía miedo de cómo podía reaccionar su madre— como una petición de que, por favor, no comiera golosinas en la… Y con la boca atiborrada y sin dejar de masticar ni siquiera cuando ya había empezado el berrinche, empezó a tironear y a patear el suelo con el pie y a chillar con toda la fuerza de sus pulmones en medio de la sala de estar, con toda la boca llena de chocolate, aquella boca roja y abierta atiborrada de chocolate masticado que se mezclaba con su saliva y que mientras él berreaba le iba chorreando por el labio, pero él siguió berreando y pateando con el pie, y le fue chorreando por la barbilla y por la camisa, y yo miré asomándome con timidez por encima del periódico sostenido a modo de escudo y me quedé sentado, decidido a quedarme en el sillón y a no decir nada y me dediqué a observar cómo su madre se apoyaba sobre una rodilla para intentar limpiarle el chocolate que le chorreaba por la barbilla mientras él la reprendía a gritos y apartaba la servilleta. ¿Quién podía mirar aquello sin quedarse horrorizado? ¿Quién podía…? ¿En dónde estaba escrito que aquellas cosas fueran aceptables, que criaturas como aquella no solamente tuvieran que ser toleradas sino que además hubiera que calmarlas, que aplacarlas tal como estaba haciendo ella de rodillas, cariñosamente, en grotesca contradicción con la inaceptabilidad de lo que estaba teniendo lugar? ¿Qué clase de locura era aquella? Que yo pudiera oír los canturreos con que ella intentaba calmarlo —¿por qué?— mientras le iba acercando una y otra vez la servilleta y él la apartaba de un porrazo y le gritaba que la odiaba. Que la odiaba. ¿A ella? Apoyada en una rodilla, fingiendo que no oía nada, que no pasaba nada, que el pobrecito solamente estaba de mal humor, que solamente había tenido un día largo: ¿qué clase de embrujo se escondía detrás de tanta paciencia? ¿Qué ser humano podía permanecer de rodillas limpiando las babas provocadas por la violación que había cometido él, él, de la prohibición simple y razonable de aquella porquería asquerosa que estaba causando en la sala donde únicamente intentábamos estar? ¿Qué abismo de locura se abría entre nosotros? ¿Qué era aquella criatura? ¿Por qué continuábamos viviendo de aquella forma? ¿Cómo podía yo ser culpable de alguna forma por levantar el periódico de la tarde para intentar tapar aquella escena? Solamente podía mirar a otro lado o matarlo allí mismo. ¿Cómo puede ser que hacer lo que tuve que hacer para controlar mi…? ¿Cómo podía ser que aquello equivaliera a ser distante o, entre comillas, poco generoso o, que el cielo me perdone, «cruel»? ¿Cruel con qué? ¿Por qué la palabra «cruel» solamente se aplicaba a quienes pagaban las chocolatinas que a él le caían a borbotones en la camisa que uno había pagado y terminaban cayendo en la alfombra que uno había pagado y luego pisarla con los zapatos que uno había pagado mientras él seguía pateando con furia por tu simple petición de que se alejara unos pasos de forma razonable para evitar precisamente aquella porquería que estaba causando? ¿Soy yo la única persona que no puede entender esto? ¿El único que se siente horrorizado y asqueado? ¿Por qué no está ni siquiera permitido hablar de ese asco? ¿Quién se inventó esa norma? ¿Por qué era yo el único a quien todos veían sin oír lo que decía? ¿Por qué aquella inversión de la forma en que a mí me habían educado? ¿Qué disciplina impensable había puesto en práctica mi propio padre…?
[PAUSA para un episodio de dispnea y blenorragia.]
EL PADRE: Sí, a veces sí. En serio, literalmente no podía soportar mirarlo. El impétigo es una enfermedad de la piel. Los poros de su cuero cabelludo supuraban y sobre ellos se formaba una corteza. Luego la corteza se volvía amarilla. Es una enfermedad infantil de la piel. Una cosa que les pasa a algunos niños. Cuando tosía caía una lluvia amarilla. Su ojo malo lloraba constantemente y supuraba una sustancia amarilla que no tenía nombre. A la hora del desayuno que su madre le preparaba tenía las pestañas apelmazadas y pegadas con una costra blanquecina que teníamos que limpiarle con un paño mientras él se retorcía a modo de protesta porque le limpiáramos aquella costra asquerosa. Todo él despedía un olor de algo estropeado, de moho. Y ella lo acariciaba con la nariz para olerlo. La nariz le moqueaba sin parar y sin razón aparente y eso le provocaba heridas en los orificios nasales y en el labio superior que a su vez formaban más costras. Las infecciones crónicas de oído no solo comportaban una subida en picado de la incidencia de los berrinches sino también un olor, una secreción cuyo olor no le voy a intentar describir. Los antibióticos. Era una auténtica placa de cultivo de infecciones, secreciones, erupciones y residuos líquidos, era pálido como las raíces, con manchas en la piel y húmedo, como algo que se hubiera criado en una bodega. Y, sin embargo, todos los que le veían juntaban las manos y exclamaban: Qué niño tan guapo. Qué angelito. Qué espiritual. Qué delicado. Les rompía el corazón. Usaban la palabra «guapo». Y yo me quedaba allí… ¿Qué podía decir? Con una expresión cuidadosamente complacida. Pero ¿podrían haber soportado ver aquella carucha inhumana y del color del vómito durante una infección, un ataque o un berrinche, con toda su malevolencia, con su arrogancia truculenta y su rapacidad? Con toda su fealdad. «Tostó con vil costra asquerosa igual que Lázaro», esa es la cruda realidad. Mocos, pus, vómito, heces, diarrea, orina, cera, esputo y costras de colores diversos. Aquella era su dote para… Los regalos que nos hacía. Revolviéndose en sueños o a causa de la fiebre, agarrando el aire como si se lo quisiera quedar. Y siempre al lado de su cama estaba ella, esclavizada, embrujada, secando y limpiando y acariciando y ofreciendo, sin decir una palabra acerca del horror en estado puro de lo que él segregaba y esperaba que ella limpiara. Aquella expectativa ingrata e infinita. Nunca dijo una palabra. La chica con quien me casé habría reaccionado de forma muy, pero que muy distinta con aquella criatura, créame. Trataba los pechos de ella como si fueran suyos. Propiedad suya. Los pezones de ella eran del color de un árbol al que le hubieran arrancado la corteza. Él los agarraba, los apretaba. Soltaba gruñidos de codicia. La maltrataba. Estornudaba y resollaba. Completamente absorto en sus propias sensaciones. Desconsiderado. Cómodo en su cuerpo como solamente puede estarlo quien no tiene que ocuparse en absoluto de su cuerpo. Engreído, como un pingüino. Era uno con su cuerpo. A menudo yo no podía mirarlo. Incluso la velocidad a la que creció aquel año —estadísticamente inusual, según comentaron los médicos— era una velocidad vegetal, agresiva, una imposición autoritaria de sí mismo en el espacio. Y aquel ojo derecho supurante proyectado hacia delante. A veces ella hacía una mueca de asco al notar el peso de él, lo sostenía, lo levantaba, hasta que se daba cuenta de su breve mueca y la borraba —estoy seguro de que lo vi— reemplazándola en el acto por aquella expresión de paciencia narcotizada, de servidumbre abstracta, mientras yo permanecía a varios metros, mirando a otra parte, intentando no…
[PAUSA para un episodio de dispnea y para la aplicación por parte del técnico de un catéter de succión traqueobronquial.]
EL PADRE: Nunca aprendió a respirar, eso es lo que pasaba. Es horrible que yo lo diga, ¿verdad? Y por supuesto, también resulta irónico, dado que… Y ella se habría muerto en el acto si me hubiera oído decirlo. Pero es la verdad. Un asma crónica y una tendencia a la bronquitis, sí, pero no me refiero… Yo hablo de algo nasal. Su nariz no presentaba ningún problema estructural. Yo pagué varias veces para que se la examinaran, para que la sondearan, y todos coincidieron en que era una nariz normal y que la mayor parte de la oclusión se debía al simple desuso. Al desuso crónico. La verdad: nunca se molestó en aprender. A respirar por la nariz. ¿Para qué molestarse? Respiraba por la boca, lo cual por supuesto es más cómodo a corto plazo, requiere un menor esfuerzo, maximiza la entrada de aire, permite coger más. Y sigue haciéndolo, mi hijo sigue respirando hoy todavía por esa boca adulta colgante y tan querida, que por consiguiente está siempre parcialmente abierta, colgante y húmeda, y se le forman cúmulos de espumilla rancia en las comisuras y por supuesto es demasiado esfuerzo echarles un vistazo ante el espejo del lavabo y ocuparse de ello en privado y ahorrarle a los demás la visión de esas bolitas de pasta en las comisuras de su boca, de modo que obliga a todo el mundo a no decir nada y fingir que no las ven. Es lo mismo que las uñas largas y sucias en los hombres, y me harté de explicarle que era por su propio interés que debía mantenerlas cortas y limpias. Cuando me lo imagino es siempre con la boca parcialmente abierta y el labio inferior colgando y más sobresaliente de lo normal, con un ojo obturado por la codicia y el otro paralizado y protuberante. ¿Suena desagradable? Es que era desagradable. Échele la culpa al mensajero. Vamos. Hágame callar. Diga la palabra. Ciertamente, Padre, pero ¿de quién es esa fealdad? Porque fue ella… Él fue siempre un niño enfermo que… Siempre estaba en la cama por el asma o los oídos, la bronquitis constante, la gripe de vías superiores, sí es cierto que tenía asma crónica pero pasaba días enteros en la cama cuando un poco de sol y aire fresco no podían… Una llamada quería decir «me duele»… Tenía una campanilla plateada junto al morro del cohete para llamarla y que ella acudiera. No era una cama normal de niño sino una cama de catálogo, de un color gris como de barco de guerra que se llamaba Acabado Auténtico de Plata, más los gastos de envío y la manipulación, y aquella cama tenía alerones y morro aerodinámicos como los de un cohete, y las instrucciones estaban prácticamente en cirílico, y sí, a quién cree usted que le tocó… En cuanto se oía el tintineo de la campanilla ella salía disparada e iba volando con él, se inclinaba con dificultad sobre los alerones del cohete, aquellos alerones fríos de hierro, pad… Sonaba y sonaba.
[PAUSA para un episodio de oftalmorragia; frotis/drenaje de la órbita dextrocular por parte del técnico; cambio del vendaje de la cara.]
EL PADRE: Por supuesto, históricamente se han usado campanas para llamar a los esclavos y al servicio doméstico, una observación que me guardé para mí mismo cuando ella le compró la campanilla. La versión oficial era que la campanilla la tenía que usar si no podía respirar, para no tener que llamar a viva voz. Tenía que ser para las emergencias. Pero él abusaba de ella. Siempre que estaba enfermo, se pasaba todo el tiempo tocando la campanilla. A veces solamente para obligarla a ir y sentarse junto a la cama. Él exigía la presencia de ella y ella acudía. Incluso cuando estaba durmiendo, si sonaba la campanilla, y aunque sonaba muy débil, sutilmente, más como un deseo que como una llamada, ella siempre la oía y salía de la cama y se iba por el pasillo sin ponerse siquiera la bata. A menudo en el pasillo hacía mucho frío. La casa tenía un aislamiento térmico muy malo y costaba mucho retener el calor. Cuando yo me despertaba, le llevaba la bata y las zapatillas: ella nunca se acordaba de cogerlas. Verla levantarse dormida al oír aquel tintineo exasperante era ver el control mental en su avatar más elemental. En aquello consistía su genialidad: en la exigencia. Estuvo impidiéndole a ella dormir, de forma deliberada, cada noche, durante años. Vi cómo la cara y su cuerpo de ella languidecían. Su cuerpo nunca pudo recuperarse. A veces parecía una anciana. Tenía unas ojeras mortecinas. Él le robó años de su vida. Y ella habría jurado que se los estaba dando libremente. Lo habría jurado. Ahora no estoy hablando de mi sueño ni de mi vida. Él nunca pensó en ella más que guiado por su propio interés. Esa es la verdad. Lo conozco. Si usted lo hubiera visto en el funeral… De niño… Ella oía la campanilla y sin tener tiempo de despertarse por completo se iba al lavabo, abría todos los grifos, llenaba el sitio de vapor y se pasaba horas enteras sosteniéndolo en brazos sentada en el inodoro en medio de todo aquel vaho mientras él dormía… Él obtenía su sueño a cambio del de ella, todas las… Y no solamente no quedaba agua caliente a la mañana siguiente para ninguno de nosotros, sino que el vaho constante se filtraba al piso de arriba y todo se llenaba de humedad y cuando hacía calor se levantaba un olor rancio a moho que ella se habría horrorizado si yo hubiera dicho que era culpa de él, de su cohete y su campanilla, y toda la madera de la casa se deformaba, todo el papel se despegaba de las paredes. Aquellos eran sus regalos. Aquella película navideña… La broma era que él estaba poniéndoles alas a los ángeles todo el tiempo. No es que a veces no estuviera verdaderamente enfermo, no sería honesto acusarle de eso, pero es que él se aprovechaba. La campanilla solo era uno más de sus recursos… Y ella estaba convencida de que había sido idea de ella. Orbitaba alrededor de él. Cambió, renunció a sí misma. Desapareció como persona. Se convirtió en una abstracción: la Madre, Apoyada en una Rodilla. Así era la vida después de que él llegara: ella orbitaba alrededor de él, yo registraba los movimientos de ella. Que ella fuera capaz de llamarlo su bendición, el sol de su cielo. Ella ya no era la chica con la que yo me había casado. Y nunca supo cuánto echaba yo de menos a aquella chica, cuánto sufría por su desaparición, cómo a mi corazón le entristecía aquello en que se había convertido. Fui demasiado débil para decirle la verdad. Que yo lo despreciaba. No se lo pude decir. Aquella era la parte más insidiosa, la parte que yo no podía soportar, que él me gobernara también a mí, a pesar de que yo veía en su interior. No podía evitarlo. Después de que él llegara se abrió un abismo entre nosotros. Mi voz no podía salvar aquel abismo. ¿Cuántas veces a altas horas de la madrugada me apoyaba con cuidado en la puerta del lavabo limpiando el vapor de mis gafas con el cinturón de mi bata y me moría de ganas de decirlo, por fin: «¿Qué pasa con nosotros? ¿Dónde han ido a parar nuestras vidas? ¿Por qué esa cosa desconsiderada, medio asfixiada y mezquina es más importante que nosotros? ¿Quién ha decidido que esto tenía que ser así?»? Yo suplicaba que ella entrara en razón y lo mandara todo a paseo. Estaba desesperado, débil y no decía… Ella no me habría oído. Esa es la verdad. Tenía miedo de que lo que ella oyera… De que oyera solo a un mal padre, a un hombre lleno de defectos, indiferente, egoísta, y de que entonces se cortara el último de los vínculos libremente elegidos que todavía nos unían. Que ella decidiera. Yo era débil. Oh, estaba condenado, lo sabía bien. Mi autoestima tampoco era nada más que un juguete en aquellas manitas pegajosas. Lo genial que resultaba su debilidad. Nietzsche no tenía ni idea. Al carajo todas las razones para… ¿Y así, así me daba las gracias…? ¿Con entradas gratis? Menudo humor negro. ¿Gratis, las llamó? Y coger el avión para ir y aplaudir y poner una sonrisa en mi cara y fingir junto con el resto de… ¿Así me daba las gracias? Oh, su arrogancia infinita. Infinita. Que uno tuviera que entender la condenación eterna al ver a una pobre mujer obligada todas las madrugadas a apoyarse con una nalga en el alerón atornillado de aquella ridícula cama en forma de cohete hasta donde él la engatusaba para que… Era más un juguete que una cama… Las instrucciones imposibles sobre mis rodillas y yo con la herramienta incorrecta mientras él me tapaba la luz… El alerón de hierro no era más ancho que un jamón, pero ni loco me iba yo a arrodillar junto a aquella cama mal montada. Yo me quedaba encargado de cuidar el vaporizador y administrar paños húmedos y vigilar su respiración y su fiebre mientras él mantenía agarrada la campanilla y ella salía una vez más sin haber podido descansar rumbo a la farmacia de guardia para volver a inclinarse sobre aquel alerón del cohete en medio del olor a gel mentolado y bostezar y echar vistazos a mi reloj y mirarlo a él cómo descansaba con la boca entreabierta y húmeda y observar cómo su pecho hacía el tímido esfuerzo de subir y bajar mientras que a través del párpado convulso de aquel ojo derecho él miraba sin expresión y sin dar muestras de percibir… Y yo me levantaba de golpe en medio de una fantasía casi onírica para descubrir que había estado deseando que se detuviera, aquel pecho, que detuviera su movimiento sigiloso debajo del edredón con que había pedido que lo tapáramos… Había estado soñando que se quedaba inmóvil, quieto, que se acababa el tintineo patricio de la campanilla, que llegaba el estertor final de aquel pecho débil pero omnipotente, y sí, entonces me golpeé el pecho, así, en diagonal…
[EL PADRE hace una débil pantomima de golpearse el pecho.]
… En castigo por mi deseo, avergonzado, tal era mi esclavitud hacia él. Él estaba allí mirando con la mandíbula colgando cómo me castigaba a mí mismo, con aquel labio gordo y húmedo colgando, con aquella espumilla rancia, aquellas costras como de Lázaro, aquellas babas en la barbilla, aquella peste a mentol del gel con que le habían untado el pecho, un goterón pastoso de moco saliéndole de la nariz y aquel ojo vidrioso protuberante como un bulbo maligno. ¡Sáquenme esto! ¡Sáquenlo!
[PAUSA para que el técnico quite, limpie y vuelva a poner el tubo de oxígeno en el orificio nasal del PADRE.]
EL PADRE: Y allí sentada de mala manera sobre la aleta, acariciándole la frente y limpiándole un poco de esputo de la barbilla y sentada mirando los restos en el pañuelo, intentando… Y… Sí, la almohada, mirando la almohada, observándola y pensando lo rápido que… Qué pocos movimientos harían falta no solamente para desearlo sino para imponerlo, para imponer mi voluntad igual que él hacía siempre de aquella forma despreocupada, allí tumbado fingiendo que tenía demasiada fiebre para ver mi… Pero era patético, yo ni siquiera… Estaba pensando en mi propio peso sobre la almohada igual que un hombre lleno de deudas piensa en que le cae de pronto una fortuna, que le toca la lotería o recibe una herencia. Eran simples ilusiones. Entonces creí que estaba luchando contra mi voluntad, pero no eran más que fantasías. No tenía voluntad. La veleidad de santo Tomás. Me faltaba lo que fuera que hacía falta… O tal vez no me faltaba lo que me tenía que faltar, ¿no? No podía ser. Lo deseaba pero no… Tal vez fuera decencia y al mismo tiempo debilidad. Te judice. ¿Verdad, Padre? Sé que fui débil. Pero escuche: lo deseé. No es ninguna confesión, sino la verdad. Lo deseé. Lo despreciaba. La echo de menos a ella y sufro por su muerte. Lo odiaba… No conseguí entender por qué su debilidad tenía que permitirle que ganara. Era una locura, no tenía sentido… ¿En base a qué mérito o capacidad tenía él que ganar? Y ella nunca lo supo. Aquello fue lo peor, la lèse majesté de él, imperdonable: el abismo que abrió entre ella y yo. Mi fingimiento interminable. Mi miedo a que ella pensara que yo era un monstruo y un ser deficiente. Fingí que lo quería igual que ella. Lo confieso. La sometí a… Los últimos veintinueve años de nuestra vida juntos fueron una mentira. Mi mentira. Ella nunca lo supo. Fui capaz de fingir como el mejor. Ningún adúltero fue un fingidor más cuidadoso que yo. Yo la ayudaba con su paquete, sacaba la bolsita del farmacéutico y susurraba mi informe sobre el estado de su respiración y su temperatura durante la ausencia de ella, y ella me escuchaba pero no me veía, lo estaba mirando a él, sin darse cuenta de lo perfectamente que mi expresión preocupada imitaba la de ella. Yo imitaba su cara; ella me enseñaba a fingir. ¿Puede usted entender lo que esto provocó en mí? Que ella nunca dudara ni por un momento que yo sentía lo mismo que ella, que renunciaba a mí mismo como… Que yo también estaba bajo el mismo hechizo de aquella cosa parásita.
[PAUSA para un episodio de dispnea grave; aplicación por parte de la enfermera de catéter de succión traqueobronquial.]
EL PADRE: Que a partir de entonces ella ya no me conociera. Que mi mujer dejara de conocerme. Que yo me separara de ella y fingiera que seguíamos juntos. ¿Puedo tener la esperanza de que alguien pueda imaginar el…?
[PAUSA para episodio de espasmo ocular; drenaje/evacuación por parte del técnico de residuos oftalmorrágicos; cambio del vendaje ocular.]
EL PADRE: Podíamos hacer el amor y después quedarnos acurrucados juntos en nuestra postura especial antes de dormir, pero ella nunca se quedaba tranquila, sino que continuaba murmurando todo el tiempo sobre él, comentando cualquier episodio trivial sobre él, contando sus preocupaciones y deseos, su cháchara de madre… Y tomaba mi silencio por aprobación. La esencia del abismo era que ella creía que no existía ningún abismo. La distancia entre los lados de nuestra cama crecía cada día que pasaba y ella nunca… Nunca se le ocurrió. Que yo viera en el interior de él y lo odiara. Que yo no solamente no compartía el embrujo de que era víctima ella, sino que me horrorizaba. Era culpa mía, no de ella. Déjeme decirle algo: él fue el único secreto que tuve con ella. Ella era el sol de mi cielo. La soledad de aquel secreto era una angustia más allá de todo… Oh, yo la quería tanto. Mis sentimientos hacia ella nunca flaquearon. La quise desde el principio. Se suponía que íbamos a estar juntos. Juntos, unidos. Lo supe desde el momento… Desde que la vi del brazo de aquel capullo de Bowdoin con su abrigo de cuello de piel. Que le sostenía el banderín como si fuera una sombrilla. Y la quise en el acto. Por entonces yo tenía un poco de acento y ella me tomaba el pelo. Me imitaba cuando yo estaba molesto —solamente el amor de la vida de uno puede hacer esto— y a mí se me pasaba el enfado. El efecto que ella tenía en mí. Ella seguía la liga de fútbol americano y tuvo un hijo que no podía jugar y que luego cuando misteriosamente dejó de estar enfermo y se volvió esbelto y vigoroso entonces no quiso jugar. Entonces ella iba a verlo nadar. Y aquellos diminutivos nauseabundos: Manchitas, Tigrecito. Él hacía natación en la escuela pública. Aquella peste a lejía barata de las piscinas, no se podía respirar. ¿Se perdió ella alguna competición? Cuando dejó de seguir la liga, veíamos el fútbol juntos con nuestra tele Zenith torcida… La sujetábamos quieta, la… Hacíamos el amor y nos quedábamos acurrucados como gemelos en el útero, diciéndonoslo todo. Yo era capaz de decirle cualquier cosa. ¿Cuándo desapareció todo aquello? Cuando él nos lo quitó. ¿Por qué no consigo recordarlo? Recuerdo el día en que nos conocimos como si fuera ayer, pero que me aspen si recuerdo el día de ayer. Patético, asqueroso. No les importa, pero si supieran lo que es… Notar este tubo maldito. Estar envuelto en tubos. Esos bastardos, sacando toda la sangre… Sí, yo la vi a ella y ella a mí, y aquel banderín sostenido con timidez que me resultó desconocido y que no supe deletrear… Nuestros ojos se encontraron y todos los tópicos se hicieron realidad… Yo supe que ella era quien lo iba a obtener todo de mí. Un foco la siguió a través de todo el campo. Yo lo sabía, simplemente. Padre, aquello fue el súmmum de mi vida. Verla… Saber que «ella era la chica de mi vi-i-i-da / y yo no me la mereci-i-ía» [melodía desconocida, discordante]. Estar ante la Iglesia y los hombres y hacer los juramentos. Desnudarnos entre nosotros como regalos de Dios. El lapso vital de una conversación. Si usted la hubiera visto en nuestra boda… No, claro que no, aquella mirada cuando ella… Era para mí solo. Amar con tanta intensidad. No hay sentimiento comparable en toda la creación. Ella agachaba la cabeza de aquella manera cuando estaba alegre. Había tantas cosas que la ponían alegre. Nos reíamos de todo. Éramos nuestro secreto. Ella me eligió a mí. Nos elegimos mutuamente. Yo le dije cosas que no le había dicho a mi propio hermano. Nos pertenecíamos el uno al otro. Me sentía elegido. ¿Quién demonios lo eligió a él? ¿Quién dio su aprobación a que se perdiera todo lo que habíamos tenido hasta entonces? Yo lo despreciaba por obligarme a esconder el hecho de que lo despreciaba. La gente de fuera es una cosa, con sus juicios y su exigencia de verte mecerlo y jugar con él y tirarle la pelota. Pero ella. Que yo tuviera que llevar aquella máscara por ella. Suena monstruoso, pero es cierto: fue culpa de él. Yo simplemente no podía. Decírselo a ella. Que yo… Que él era verdaderamente repugnante. Que ella no veía en su interior. Que confiara en mí, que estaba embrujada, que no era ella misma. Que tenía que regresar conmigo. Que yo la echaba tanto de menos. Y no hice nada de eso. Y no por mí, créame… Ella no lo habría soportado. La habría destrozado. Ella habría quedado destrozada y por culpa de él. Él hacía aquello. Lo estropeaba todo a su paso. La embrujó. Yo tenía miedo de que ella… «Pobrecito Manchitas indefenso, tu padre tiene un lado indiferente y monstruoso que no vi entonces, pero lo veo ahora, y de todos modos, ya no lo necesitamos, ¿verdad? Déjame que yo te compense hasta que caiga muerta del esfuerzo». A él le faltaba algo. «De todos modos, ya no lo necesitamos, ¿verdad?». Ella orbitaba a su alrededor. Él ocupaba todos los pensamientos de ella. Ella ya no era la chica con quien yo… Ahora era la Madre, estaba representando un papel, viviendo un cuento de hadas, despojándose de todo para… No, no es verdad que la hubiera destrozado, porque ya no quedaba nada en ella capaz de entenderlo siquiera, ni siquiera habría oído lo… Habría agachado la cabeza así y se me habría quedado mirando sin entender una palabra. Habría sido como decirle que el sol no salía cada mañana. Ella lo había convertido a él en todo su mundo. La verdadera mentira era la de él. Y ella se la creía. Ella era capaz de creérselo: que el sol se ponía nada más…
[PAUSA para episodio de dispnea, evidencia visual de eritruria; localización por parte de la enfermera y remoción de obstrucción piorreica del catéter urinario; desinfección genital; recolocación por parte del técnico del catéter urinario y la sonda.]
EL PADRE: El quid. El problema. Olvide todo lo demás. Aquella era la razón. La enorme y negra mentira que por alguna razón solamente yo podía ver… Como en una pesadilla.
[PAUSA para episodio de dispnea grave; aplicación por parte de la enfermera de catéter de succión traqueobronquial, inyección de presión pulmonar; aplicación por parte del técnico n.º 1 de limpieza mediante fórceps; localización e intento de extracción de obstructo mucoidal en la tráquea del PADRE; administración por parte del técnico n.º 2 de adrenalina nebulizada; expulsión pertusiva de masa mucoidal; extracción por parte del técnico n.º 2 de la masa y colocación en Receptáculo Médico de Residuos autorizado; reinserción por parte del técnico n.º 1 del suministro de oxígeno en el orificio nasal del PADRE.]
EL PADRE: La esclavitud. Escúcheme. Mi hijo es malvado. Sé muy bien cómo puede sonar esto, Padre. Te judice. Ya no me importa su juicio, tal como puede ver. La palabra es «malvado». No exagero. Él absorbió algo de ella. Alguna capacidad discriminatoria. Ella perdió el sentido del humor, aquella fue una señal clara para mí. Él la sumió en una especie de oscuridad inverosímil. Resultaba exasperante ver en su interior y no poder… Y no era solamente ella, padre. Lo hizo con todo el mundo. Al principio fue sutil, pero digamos que a partir de los doce años ya era completamente evidente: todo el mundo estaba embrujado. Nadie parecía verlo realmente. Yo empecé por entonces a escuchar en un estado de desconcierto total los monólogos embelesados y surreales de los instructores, los directores, los entrenadores, los comités, los diáconos e incluso el clero, que a ella la sumían en un estado de arrobamiento mientras yo me mordía la lengua de incredulidad. Era como si todo el mundo se hubiera convertido en su madre. Ella y los demás establecían una complicidad basada en el éxtasis hacia mi hijo mientras yo a su lado asentía con aquella expresión cuidadosa y debidamente complacida que había perfeccionado durante años de práctica, cada vez más desquiciado a medida que los iba oyendo. Luego, cuando nos íbamos a casa, yo me inventaba alguna excusa e iba a mi estudio y me sentaba con la cabeza entre las manos. Parecía que él era capaz de hacerlo a voluntad. Todo el mundo había sucumbido. La gran mentira. Había engañado al mundo entero. No exagero. Usted no estaba allí para escucharlo todo boquiabierto: es tan brillante, tan sensible, tiene tanto criterio, es precoz sin jactarse de ello, es un placer tan grande conocerlo, es tan prometedor, tiene un talento ilimitado. Y etcétera. Es un regalo inefable, es maravilloso tenerlo en nuestra clase, en nuestro equipo, en nuestra lista, en nuestro personal, en nuestro grupo de teatro, en nuestras mentes. Tiene un, comillas, talento ilimitado. No se puede imaginar la sensación que me producía oír aquello: «talento». Como si lo estuviera regalando, como si no… Ojalá hubiera tenido las agallas una sola vez para agarrar a uno solo de ellos del nudo del fular y gritarle la verdad en toda la cara. Aquellas sonrisas embelesadas. Aquella esclavitud. Ojalá yo también hubiera permanecido engañado. Mi propio hijo. Cómo lo deseé, recé por ello, lo examiné y busqué, lo estudié y recé y lo ansié sin cesar, recé para permanecer engañado y hechizado yo también y permitir que la perspectiva de los demás cubriera la mía. Lo examiné desde todos los ángulos. Busqué concienzudamente lo que los demás creían ver, natus ad glo… Recuerdo que el director nos llevó aparte en aquella función y nos habló con un aliento que apestaba a ginebra y nos dijo que era el mejor alumno y el más prometedor que había visto desde que estaba en su cargo, y detrás de él un desfile de instructores vestidos con trajes de tweed acercándose para explicarnos… Qué enorme placer, uno siente que su trabajo tiene sentido con un alumno como… Un talento ilimitado. Aquella mueca prolongada que yo había aprendido a hacer pasar por una sonrisa mientras ella permanecía con las manos unidas sobre el pecho dándoles las gracias, dando… Entiéndame, yo había leído con aquel niño. Largo y tendido. Le había hecho preguntas. Me había sentado para intentar enseñarle a sumar. Y él se había rascado el impétigo y había mirado la página con cara inexpresiva. Yo había observado con cara circunspecta cómo él leía con gran esfuerzo y luego lo había interrogado. Había conversado con él y lo había examinado, de forma sutil y a fondo y sin prejuicios. Tiene que creerme. Nunca hubo un atisbo de brillantez en mi hijo. Lo juro. Su techo intelectual era una competencia razonable con las sumas adquirida mediante un esfuerzo agotador por entender las operaciones más elementales. Estuvo escribiendo las eses de imprenta al revés hasta los ocho años. Pronunciaba «epígrafe» como si fuera una palabra llana. Un chico cuya actitud social era una afabilidad lerda y en quien no había un atisbo de ingenio ni de apreciación por los matices de la buena prosa inglesa. Eso no es pecado, de acuerdo, el ser un chico mediocre y ordinario… La mediocridad no es ningún pecado. No, pero ¿a qué venía entonces aquella estima tan alta? ¿De qué talento estaban hablando? Yo leía sus ejercicios sin falta antes de que los entregara. Adopté la política de dedicarle tiempo. A estudiarlo. Intenté convencerme para abandonar mis prejuicios. Acechaba detrás de las puertas y lo vigilaba. Ya en la universidad fue un chico a quien la Orestiada de Sófocles le costó semanas de esfuerzo agotador. Yo lo observaba cuando no había nadie cerca. La Orestiada no es una obra difícil ni inaccesible. Yo miraba todo el tiempo, en secreto, intentando ver lo que todos parecían ver. Y en traducción. Semanas de esfuerzo agotador y ni siquiera era el griego de Sófocles, sino alguna adaptación de tres al cuarto, me quedaba allí escondido y asombrado. Y, sin embargo, consiguió… Los engañaba a todos. A todos, el mundo era su público. Todo un Pulitzer. Y sé muy bien cómo suena todo esto. Te judice, Padre. Pero esta es la verdad: yo lo he conocido, por dentro y por fuera, y solamente ha tenido un talento en toda su vida: la capacidad para parecer brillante, para parecer excepcional, precoz, lleno de talento y prometedor. Sí, prometedor, todos acababan diciendo lo mismo: «Es una promesa sin límites». Y es que aquel era su talento, ¿y acaso no ve usted las malas artes aquí, la genialidad con que manipulaba a su público? Su talento consistía en suscitar admiración, en lograr la estima de todo el mundo, en despertar las expectativas de todo el mundo y obligarte a que rezaras por él para que triunfara y estuviera a la altura y justificara aquellas expectativas a fin de evitarle no solamente a ella, sino a todo el mundo a quien él había engatusado para creer en su promesa sin límites, la amarga decepción de ver la verdad de su mediocridad esencial. ¿Acaso no ve usted la genialidad perversa de esto? ¿El tormento exquisito? Me obligó a rezar por su triunfo. A desear que su mentira se mantuviera. Y no por él, sino por los demás. Por ella. ¿Acaso no es esto una perversidad ciertamente peculiar, perversa y despreciable? Los atenienses llamaban al talento o genialidad particular de una persona su techné. ¿Era techné? Qué manera tan rara de llamar al talento. ¿Hay que declinarlo en genitivo? A todos conseguía atraerlos al interior de su telaraña, su talento ilimitado, todas aquellas expectativas de éxito brillante. De manera que no solo pasaban a creer su mentira, sino también a depender de ella. Filas enteras de gente en trajes de noche levantándose y aplaudiendo la mentira. Mi orgullo obligado: ponte una máscara y al final tu cara se acomoda a ella. Evita todos los espejos como si… No, peor, la ironía macabra: ahora también su propia mujer y sus hijas están embrujadas de la misma manera. Y su madre, qué malas artes empleó con ella. Lo veo en las caras de la gente, esa forma conmovedora que tienen de mirarlo, de comérselo con los ojos. Sus ojos inocentes y perfectamente confiados, adorándolo. Y a cambio él nunca… Como si nada, casualmente… Como si se mereciera todo eso… Como si fuera la cosa más natural del mundo. Oh, cómo he deseado gritar la verdad, desenmascararlo y romper el embrujo que ha ejercido sobre todo el mundo que… Ese embrujo del que él ni siquiera se da cuenta, ni siquiera sabe en qué consiste, y que lleva a cabo sin ningún esfuerzo… Como si todo ese amor se lo debieran, como si fuera natural, inevitable como la salida del sol, sin pararse a pensar nunca, sin dudar ni un solo momento que se lo merece todo y más. Me asfixio solamente de pensarlo. ¿Cuántos años nos quitó? Nuestro regalo. Genitivo, ablativo, nominativo, los accidentes de la palabra «talento». Él lloró en el lecho de muerte de su madre. Lloró. ¿Se lo puede imaginar? Como si él tuviera derecho a llorar. Como si él lo tuviera. Yo permanecía a su lado pasmado y horrorizado. Qué arrogancia. Y ella en aquella cama sufriendo tanto. Sus últimas palabras conscientes… Se las dijo a él. A su llanto. Aquella fue la vez que más cerca estuve. Pervigilium. De decirlo todo. La verdad. Llorando, con la cara blanda, roja y boquiabierta y los ojos fuertemente cerrados como los de un niño a quien se le han acabado las golosinas, después de atiborrarse, ese color rosa obsceno… La boca abierta y el labio húmedo y un moco colgándole sin que nadie lo limpiara, y su mujer… Su mujer… Rodeándolo con el brazo, para consolarlo, para consolarlo a él, por su pérdida… Imagíneselo. Que incluso mi sufrimiento, mis lágrimas desvergonzadas, el sufrimiento del único… Que incluso mi sufrimiento tuviera que ser usurpado, de forma irreflexiva, sin ninguna consideración, como si llorar fuera su derecho. Llorar por ella. ¿Quién le había dicho que tenía aquel derecho? ¿Por qué yo era el único que no permanecía engañado? ¿Qué había…? ¿Qué pecados en mi triste vida merecían aquella maldición, ver la verdad y no poder hablar de ella? ¿De qué era culpable para tener que soportar aquello? ¿Qué clase de agudeza les faltaba a ellos y constituía mi maldición, y me hacía preguntarme por qué había tenido él que nacer? ¿Oh, por qué había tenido que nacer? La verdad la habría matado. Darse cuenta de que su propia vida se la había dado a… La había entregado por una mentira. Eso la habría matado en el acto. Lo intenté. Estuve a punto una o dos veces, una vez en su bod… Pero no tuve valor. Busqué en mi interior y no la encontré. Esa fortaleza que hace falta para hacer lo que uno tiene que hacer, caiga quien caiga. Y ella murió feliz, creyendo en esa mentira.
[PAUSA para que el técnico cambie la bolsa de la ileostomía y la barrera cutánea; examen del estoma; baño parcial con esponja.]
EL PADRE: Oh, pero él lo sabía. Lo sabía. Que detrás de mi máscara yo lo despreciaba. Solamente mi hijo lo sabía. Solamente él me veía. Yo lo escondí de mis seres queridos… Y a qué precio, sacrificando la vida y el amor por la necesidad de esconderles la verdad… Pero solamente él se daba cuenta. No podía escondérselo a aquel ser a quien tanto despreciaba. Aquel ojo tembloroso y protuberante caía sobre mí y leía el odio que yo sentía por la mentira andante que yo había engendrado y criado. Aquel ojo derecho siniestramente protuberante adivinaba la repulsión secreta que su propia repugnancia me causaba. ¿Ve la ironía, Padre? Ella siempre fue ciega a lo que yo sentía. Y solo él veía lo que solo yo sabía que él era. La nuestra era una intimidad siniestra forjada alrededor de aquel conocimiento secreto, porque yo sabía que él sabía que yo lo sabía, y él sabía que yo sabía que él sabía que yo lo sabía. La profundidad de nuestro conocimiento compartido y la complicidad que aquel conocimiento establecía entre nosotros… «Yo te conozco», «Sí, y yo a ti»… Una electricidad terrible impregnaba el aire cuando… Cuando estábamos los dos solos, fuera de la vista de ella, algo que pasaba raras veces. Ella casi nunca nos dejaba solos a los dos juntos. A veces… Casi nunca… Una vez… Fue en el nacimiento de su primera hija, mientras mi mujer estaba junto a la cama abrazando a la suya y yo estaba detrás de ella mirándolo a él y él hizo el gesto de ofrecerme a la criatura, mirándome, sosteniendo mi mirada con la suya y la verdad fluyó entre nosotros por encima de la cabecita reclinada de aquella criatura que él ofrecía como si le perteneciera, y yo no pude evitar dejar escapar un fugaz atisbo de la verdad en forma de una ligera torsión de la comisura derecha de mi boca y una sonrisita oscura, «Sé lo que eres», a lo que él respondió con aquella sonrisa flácida suya, algo que sin duda todos los que estaban en la habitación percibieron como un gesto de agradecimiento filial por mi sonrisa y por la bendición que esta parecía implicar y… ¿Entiende ahora por qué lo odio? ¿Entiende el insulto supremo que era su actitud? El hecho de que solamente él conocía mis sentimientos, conocía la verdad, que yo me estaba muriendo por dentro por culpa de tener que ocultarla a mis seres queridos. Qué carga tan terrible resultaba, mi odio por él y por el placer despreocupado que le causaba mi dolor secreto al fluir entre nosotros y deformar el aire de cualquier espacio que compartiéramos, un odio que empezó digamos después de su confirmación, de su adolescencia, cuando dejó de toser y se volvió apuesto. Aunque ha empeorado todavía más a medida que se hacía mayor y consolidaba sus poderes y más y más gente caía bajo… Era engañada.
[PAUSA.]
EL PADRE: Era raro que nos dejara solos a los dos juntos en una habitación. Su madre. Se resistía a hacerlo. Estoy convencido de que no era consciente de por qué. Cierta inquietud instintiva, cierta intuición. Ella creía que él y yo nos queríamos de esa forma distante en que se quieren los padres y los hijos y que era por aquella razón por lo que teníamos tan poco que hablar. Ella creía que había un amor inefable y tan intenso que nos hacía sentir incómodos. Solía reprenderme cariñosamente en la cama por lo que ella llamaba mi «incomodidad» hacia el chico. Casi nunca nos dejaba solos, creía que tenía que hacer de intermediaria entre nosotros, aliviar aquel circuito cargado. Incluso cuando yo le enseñaba… Cuando le estaba enseñando a sumar ella se inventaba excusas para sentarse a la mesa, para… Ella sentía que tenía que protegernos a los dos. Me rompía… Oh… Me rompía… Oh, Dios mío, por favor, llame al…
[PAUSA para que el técnico extraiga la bolsa de ileostomía y la barrera cutánea; evacuación de gases digestivos por parte del PADRE; succión mediante catéter de partículas edémicas; dispnea moderada; la enfermera hace un comentario sobre la fatiga y recomienda la interrupción de la visita; el PADRE reprende violentamente a la enfermera, al técnico y a la jefa de planta.]
EL PADRE: Que ella muriera sin conocer mis sentimientos. Sin la unión total que nos habíamos prometido mutuamente ante Dios y la Iglesia y con sus padres y mi madre y mi hermano todos delante. Por amor. Era así, Padre. Nuestro matrimonio era una mentira y ella no lo sabía, nunca supo que yo estaba tan solo. Que yo avanzaba a hurtadillas por nuestra vida en silencio y solo. Mi decisión de ocultárselo. Por amor. Dios sabe cuánto la quería. Aquel silencio. Yo era débil. Horrible, patético, trágico en mi debili… Porque la verdad tendría que haberla atraído hacia mí. Yo habría conseguido mostrarle a ella cómo era él. Su verdadero talento, lo que realmente hacía. No tuve ocasión. Muy pocas posibilidades. Nunca pude hacerlo. Yo era demasiado débil para asumir el hecho de causarle dolor a ella, un dolor que era culpa de él. Ella orbitaba alrededor de él y yo de ella. Mi odio hacia él me debilitó. Llegué a conocerme a mí mismo: soy débil. Deficiente. Mi propia deficiencia me asquea. Un espécimen patético. No tengo agallas. Ni él tampoco las tiene, no, pero no le hacen falta, forma parte de una nueva especie que no necesita agallas: los demás lo toman a su cargo. Es una debilidad ingeniosa. El mundo le debe amor. Su talento es conseguir que el mundo también lo crea. ¿Por qué? ¿Por qué no tiene que pagar ningún precio por su debilidad? ¿Bajo qué premisas algo así puede ser justo? ¿Quién le entregó mi vida? ¿Quién emitió ese decreto? Y va a venir, va a venir hoy aquí, más tarde. A presentar sus respetos, a cogerme la mano, a representar su farsa de amabilidad. A traer flores frescas y las tarjetas hechas a mano por sus hijas. Es un genio. No ha faltado ni un día desde que estoy aquí. Postrado aquí. Y solamente él y yo sabemos por qué. Las trae aquí para que me vean. Qué buen hijo, dice todo el personal, qué familia tan maravillosa, qué afortunados, tienen mucho de qué estar agradecidos. Bendiciones. Trae a sus hijas, las levanta en brazos para que me vean todo entero. Por encima de las barras. De proa a popa. De barco a tierra. Las llama sus manzanitas. Puede estar de camino en estos mismos… Mientras hablamos. Qué bonito diminutivo. «Manzanitas». Él devora a la gente. La absorbe. Gracias por escucharme. Ha devorado mi vida y me ha dejado a mi… Soy repulsivo, aquí postrado. Qué amable por su parte escucharme. Qué considerado. Hermana, necesito que me haga un favor. Quiero intentar… Encontrar la fuerza. Me estoy muriendo, lo sé. Uno nota cómo se acerca, ¿sabe? Sabe que se está acabando. Es una sensación extrañamente familiar. Como si un amigo de hace mucho, mucho tiempo viniera de visita. Necesito que me haga un favor. No voy a pedir una indulgencia. Solamente un favorcito. Escuche. Pronto vendrá y traerá con él a esa chica maravillosa que se casó con él y que lo adora y que llora descaradamente cuando me ve aquí metido en esta maraña de tubos, y a las dos niñas que él hace un espectáculo desvergonzado para demostrar que las quiere mucho… «Manzanitas de mis ojos»… Y que lo adoran. Lo adoran. Fíjese que la mentira persiste. Si soy débil la mentira me sobrevivirá. Está por ver si voy a tener las agallas de causarle dolor a esa chica que cree que lo quiere. Se me considerará como un mal hombre. Cuando lo haga. Un viejo amargado. Soy lo bastante débil como para esperar que en parte mis palabras sean confundidas con un delirio. Así de débil soy. Que el hecho de que ella me quisiera, me eligiera, se casara conmigo y tuviera a su hijo conmigo pudiera haber sido un error por parte de ella. Me estoy muriendo y él se aproxima, tengo una última oportunidad… De decirla en voz alta, la verdad, de desenmascararlo, de romper la esclavitud, de cambiar la perspectiva, de avisar a los inocentes a quienes él ha engañado. De sacrificar la opinión que puedan tener de mí a cambio de la verdad, del amor por esas criaturas inocentes. Si vieras la manera en que las mira, a sus manzanitas, con ese ojo, esa mirada petulante y victoriosa, ese párpado débil retraído para mostrar el… Nunca pone en duda que se merezca esa felicidad. Asume la felicidad como algo que se le debe sin importar el… Pronto los tendré aquí, de pie a mi lado. Cogiéndome la mano igual que usted ahora. ¿Qué hora es? ¿Qué hora tiene? Ya está en camino, lo noto. Volverá a mirarme aquí postrado, entre estas dos barras, entubado, incontinente, destrozado, luchando por el mero hecho de respirar, y la inexpresividad intrínseca de su cara seguirá oculta a todas las caras salvo la mía, el entusiasmo de su mirada, de sus dos ojos, al verme así. Y él ni siquiera sabrá que está entusiasmado, es ciego incluso para sí mismo, él mismo cree en su mentira. Esa es la verdadera afrenta. Ese es su coup de théâtre. Que él también permanece engañado, que él también cree que me quiere, cree que me quiere. También lo haré por él. Decirlo. Romperé el embrujo que lo tiene a él atrapado también. Porque es perverso no saber siquiera que uno mismo es perverso, ¿verdad? Salvaré su alma, se podría decir. Tal vez. Ojalá tenga suficientes agallas. Qué veleidad. Ojalá encuentre la fortaleza. ¿No sería eso una liberación? ¿No es esa la promesa, Padre? Es usted quien lo puede saber. ¿Sí? Perdóneme porque yo… Hermana, quiero quedarme en paz. Cerrar el circuito. Soltarlo en medio de la habitación: que sé quién es. Que me da asco y lo desp… Que me repele y lo desprecio y que su nacimiento fue una mancha, algo insoportable. Tal vez sí, sí, levantaré los dos brazos y… Qué broma tan cruel que sea yo el que se está asfixiando aquí, seguro que él ya lo sabía, ya lo debía de saber cuando estaba en aquel cohete que yo pagué sin…
[PAUSA.]
EL PADRE: Dios mío, Esquilo. La Orestiada. De Esquilo. Su introducción, que leyó rascándose y en traducción. Esquilo, no Sófocles. Patético.
[PAUSA.]
EL PADRE: Las uñas largas en los hombres son asquerosas. Hay que tenerlas siempre cortas y limpias. Ese es mi lema.
[PAUSA para episodio de oftalmorragia; el técnico limpia/drena la órbita dextrocular; cambio de vendajes faciales.]
EL PADRE: Ya la he hecho. Mi confesión. A ustedes, las caritativas Hermanas de la Caridad. No, no el hecho de despreciarlo. Porque si lo conocieran. Si hubieran visto lo que yo he visto lo habrían ahogado con la almohada hace mucho tiempo, créanme. Mi confesión es que la maldita debilidad y el amor mal entendido me van a enviar al cielo sin haber dicho la verdad. La verdad prohibida. Nadie se atreve a decir en voz alta que no se puede decir. Te judice. Si pudiera. ¡Oh, cómo detesto mi falta de fuerza! Si supiera cómo duele… Cómo… Pero no llore. No llore. No por mí. Yo no merezco… ¿Por qué llora? No se atreva a compadecerme. Lo que necesito… No necesito compasión de usted. No es lo que. Ni mucho menos… Deje de hacer eso, no quiero verlo. Pare.
TÚ [cruelmente]: Pero, Padre, soy yo. Soy tu hijo. Somos nosotros, estamos aquí, te queremos mucho.
EL PADRE: Padre, qué bien que esté aquí, porque necesito algo de usted. Padre, escuche. No puede vencer. La maldad. Ahora… Ahora ya ha oído la verdad. Eso está bien. Haga una cosa: ódiele por mí cuando yo ya esté muerto. Se lo suplico. Es la petición de un moribundo. Un servicio pastoral. Por caridad. Porque usted ama la verdad, porque Dios el… Porque lo confieso: no voy a decir nada. Me conozco a mí mismo y ya es demasiado tarde. No puedo. No es más que una fantasía. Porque en estos momentos está en camino, trayendo regalos. Levantará a sus manzanitas para que me vean todo entero. No es más que una ilusión, levantarme igual que Lázaro con vil costra asquerosa para que todos… ¿Dónde está mi campanilla? Se reunirán a mi alrededor y su ojo malo caerá sobre mí en medio de la cháchara servil de su mujer. Llevará a una niña en brazos. La mirada de su ojo encontrará mi mirada y su labio siempre rojo y húmedo se torcerá de forma apenas visible en secreto reconocimiento entre él y yo y luego yo intentaré levantar los brazos y romper el embrujo con mi último aliento, para derrocarlo, desenmascararlo, para revocar el viejo embrujo que él usó para que ella me hiciera mantenerlo erguido. Padre, judicat orbis. Nunca antes he suplicado. Me pongo de rodillas… No me abandone. Se lo suplico. Despréciele por mí. En mi nombre. Prométame que lo hará. Tiene que sobrevivir. Soy débil lleve mi carga salve a su sirviente te judice porque tuyo es el… No…
[PAUSA para episodio de dispnea grave; esterilización y anestesia parcial de órbita dextral; llamada en clave al médico.]
EL PADRE: No me olvide. Sea mi campanilla. Yo no me la mereciiía. No quiero morir con este silencio atroz. Este vacío cargado y embarazoso que me rodea. Ese agujero húmedo y viscoso detrás del ojo. Ese ojo terrible inminente. Ese silencio.