ENTREVISTAS BREVES CON HOMBRES REPULSIVOS

E. B. n.º 59, IV-1998

INSTITUTO DE ATENCIÓN MÉDICA PERMANENTE

HAROLD R. Y PHYLLIS N. ENGMAN

EASTCHESTER, NUEVA YORK

—De niño, vi un montón de televisión americana. No importaba adónde destinaran a mi padre, siempre parecíamos recibir la televisión americana con sus actrices gloriosas y magníficas. Tal vez esta fuera una más de las ventajas del trabajo de mi padre en la defensa del estado, porque teníamos privilegios y vivíamos con comodidad. El programa de televisión que yo prefería por entonces era Embrujada, y estaba protagonizado por la actriz americana Elizabeth Montgomery. Fue siendo niño, mientras veía aquella serie de televisión, cuando experimenté mis primeras sensaciones eróticas. Hasta varios años más tarde, ya avanzada mi adolescencia, sin embargo, no fui capaz de encontrar el origen de mis sensaciones y fantasías en aquellos episodios de Embrujada y de evocar mis experiencias como espectador cuando la protagonista, Elizabeth Montgomery, hacía un movimiento circular con la mano, acompañado del acorde de una cítara o un arpa, y producía un efecto sobrenatural en el que todo movimiento cesaba y los demás personajes de la serie se quedaban repentinamente paralizados en mitad de lo que estuvieran haciendo, sin darse cuenta de nada de lo que pasaba y rígidos, sin poder moverse. En aquellas escenas el tiempo parecía detenerse dejando a Elizabeth Montgomery sola y libre para actuar de la forma que quisiera. Elizabeth Montgomery solamente empleaba aquel gesto circular en la serie como último recurso desesperado para salvar a su marido, el industrial Darrin, de los desastres políticos que se desencadenarían si se descubriese su condición de hechicera, una amenaza frecuente en la serie. El doblaje de Embrujada era muy malo y a la edad que yo tenía entonces me perdía muchos detalles de la historia. Sin embargo, mi fascinación estaba asociada a aquel poder tremendo de congelar el tiempo y hacer que todos los demás testigos de la acción se quedaran paralizados e incapaces de ver nada mientras ella ponía en práctica sus tácticas de rescate por en medio de aquellas estatuas vivientes a las que podía reanimar más tarde con su gesto circular cuando las circunstancias lo permitían. Años más tarde empecé, como muchos adolescentes, a masturbarme y a construir fantasías eróticas que yo mismo inventaba con mi imaginación. En aquellos años yo era un adolescente débil, nada atlético y un poco enfermizo, un joven soñador y estudioso bastante parecido a mi padre, de complexión nerviosa y escasa confianza y habilidad social. No es de extrañar que buscara compensación a aquellos defectos en fantasías eróticas en las que poseía poderes sobrenaturales sobre las mujeres que yo eligiera. Aunque estaban intensamente vinculadas a la emisión de Embrujada durante mi infancia, sin embargo yo no era consciente de la conexión de mis fantasías masturbatorias con aquella serie. La olvidé. Sin embargo, adquirí una conciencia intensa de las responsabilidades insoportables que iban unidas a aquel poder, unas responsabilidades abrumadoras que he aprendido a rechazar en mi vida adulta desde mi llegada aquí, aunque esa historia la contaré más adelante. Aquellas fantasías masturbatorias tenían los mismos escenarios que nuestras vidas reales durante aquella época, es decir, las distintas bases militares a las que mi padre, un gran matemático, nos llevaba consigo a nosotros, su familia. Mi hermano y yo nos llevábamos menos de un año de edad y sin embargo no nos parecíamos prácticamente en nada. A menudo mis fantasías masturbatorias tenían lugar en los Gimnasios Estatales a los que mi madre, que de joven había sido atleta de competición, asistía religiosamente y en los que se entregaba de forma entusiasta al ejercicio todas las tardes sin importar adónde nos hubiera llevado a vivir el trabajo de mi padre. Casi todas las tardes durante aquellos años mi hermano, que es una persona vigorosa y atlética, la acompañaba de forma voluntaria a aquellos gimnasios, y a menudo yo también, al principio sin ganas y obligado, pero luego, a medida que mis ensoñaciones eróticas se desarrollaban en aquel escenario y se volvían más complejas y nítidas, de forma voluntaria y guiado por propósitos íntimos. Normalmente me permitían llevar mis libros de ciencias, de manera que me sentaba a leer en silencio en un banco acolchado en un rincón del Gimnasio Estatal mientras mi hermano y mi madre llevaban a cabo sus ejercicios. Para hacerse una imagen clara, puede imaginarse usted aquellos gimnasios como los que hay hoy día en su país, aunque el equipo que se usaba por entonces era menos variado y estaba en peor estado, y reinaba en ellos un aire de seriedad y de máxima seguridad debido a que estaban situados en bases militares para ser usados por el personal de las mismas. Las ropas que llevaban las mujeres para hacer ejercicio también eran muy distintas a las de hoy día y solían consistir en vestidos de lona de cuerpo entero con cinturones y correas de cuero más o menos como estas, que enseñaban mucho menos que las ropas de gimnasia de hoy y dejaban más para la imaginación. Ahora describiré la fantasía que se desarrolló en aquellos gimnasios cuando yo era niño y que se convirtió en mi fantasía masturbatoria de aquellos años. ¿No le ofende esta palabra, «masturbación»?

P.

—¿Y la estoy pronunciando de forma adecuada?

P.

—En la fantasía que le explico, me veía a mí mismo durante una de aquellas tardes en el Gimnasio Estatal, y, mientras me masturbaba, me imaginaba a mí mismo escrutando aquellas salas donde la gente llevaba a cabo vigorosos ejercicios hasta que mi mirada se posaba sobre alguna mujer atractiva y sensual pero vigorosa, atlética y tan concentrada en sus ejercicios que parecía hostil. Su aspecto podía ser el de cualquiera de las mujeres atractivas, vigorosas y serias que trabajaban en los servicios de ingeniería atómica civil o militar, tenían acceso a aquellos gimnasios y hacían gala de la misma seriedad intimidante que mi madre y mi hermano, que pasaban gran parte del rato arrojándose con mucha fuerza una pelota de cuero muy pesada. Pero en mi fantasía masturbatoria, el poder sobrenatural de mi mirada rompía la concentración de la mujer elegida y le hacía levantar la vista de la máquina de ejercicios que estuviera usando y escrutar la sala a su alrededor en busca de la fuente de irresistible poder erótico que había penetrado en su conciencia, hasta que por fin su mirada me encontraba en mi rincón al otro lado de la sala llena de actividad, y de esa forma el objeto de mi observación y yo uníamos nuestras miradas en una sola mirada de fuerte atracción erótica que el resto del personal entregado a ejercicios vigorosos en la sala no podía percibir. Porque, mire usted, en la fantasía masturbatoria poseo un poder sobrenatural, un poder de la mente, cuyo origen y funcionamiento nunca se explican. Son un misterio incluso para mí mismo, que soy quien posee ese poder secreto y quien puede usarlo a voluntad, un poder gracias al cual cierta mirada expresiva y muy intensa por mi parte, dirigida a la mujer que elijo como objeto, la atrae hacia mí de forma irresistible. El componente sexual de la fantasía, mientras me masturbo, crea imágenes de la mujer elegida y de mí copulando en posturas diversas de frenesí sexual sobre una colchoneta de ejercicios que hay en medio de la sala. No hay mucho más que decir acerca de los elementos de esa fantasía, que son sexuales, adolescentes y, ahora que los veo de forma retrospectiva, me resultan bastante comunes. Todavía no he explicado cómo la serie americana Embrujada que vi en mi primera adolescencia está en el origen de estas fantasías de seducción. O del segundo gran poder que también poseo en la fantasía masturbatoria, el poder sobrenatural de detener el tiempo y congelar mágicamente a todos los demás gimnastas que hay en la sala con un gesto circular encubierto de la mano, a fin de que cese todo movimiento y toda actividad en el Gimnasio Estatal. Seguro que se los imagina: oficiales de artillería musculosos paralizados bajo la barra de unas pesas, técnicos de navegación en pleno combate de lucha libre paralizados en complejas posturas, informáticos trepando por cuerdas congeladas en parábolas de todas las inclinaciones y la pelota de cuero suspendida inmóvil entre los brazos extendidos de mi madre y mi hermano. Tanto ellos como el resto de testigos de la sala de ejercicios se quedan petrificados y pierden el conocimiento con una sola orden de mi voluntad, de tal manera que solamente la mujer atractiva, embrujada y despojada de su voluntad que he elegido y yo conservamos la capacidad de movernos y el conocimiento en medio de esa sala de madera mal iluminada con su olor a linimento y a sudor en la que el tiempo se ha detenido absolutamente —la seducción tiene lugar fuera de los parámetros de tiempo y movimiento de la física más elemental—, y cuando le ordeno que venga a mí con una mirada poderosa y tal vez también con un vago gesto circular del dedo, y ella, vencida por la atracción erótica, se me acerca, yo también me levanto de mi banco en el rincón y voy hacia ella, hasta que por fin, como en un minué lleno de formalidad, la mujer de la fantasía y yo nos reunimos sobre la colchoneta de ejercicios en el centro exacto de la sala, ella se desabrocha las correas de su indumentaria pesada presa de un frenesí de locura sexual mientras yo me quito mi uniforme de la escuela con una tranquilidad mucho más controlada y burlona, obligándola a sufrir una agonía de ansia sexual mientras espera. Para no alargarme demasiado, luego se produce la copulación en diversas posturas y de diversas formas imprecisas en medio de todas las demás personas petrificadas y sin conciencia para quienes he detenido el tiempo con el enorme poder de mis manos. Por supuesto, es aquí donde puede usted observar el vínculo con la serie Embrujada que me causó sensación en la infancia. Porque creo que ese poder adicional que poseo en la fantasía de paralizar cuerpos vivos y detener el tiempo en el Gimnasio Estatal, que empezó como una mera artimaña logística, se convirtió rápidamente en la fuente de combustible principal de toda la fantasía masturbatoria, una fantasía que tenía, como cualquier espectador puede ver fácilmente, mucho más que ver con el poder que con el mero hecho de la copulación. Con esto estoy diciendo que al imaginarme aquellos enormes poderes —sobre la voluntad y la capacidad de movimiento de otros ciudadanos, sobre el flujo del tiempo, la incapacidad de los testigos para ver algo o moverse, sobre la capacidad de mi hermano y de mi madre para mover siquiera los robustos cuerpos de los que estaban tan orgullosos y de los que se vanagloriaban tanto—, pronto estos formaron el verdadero núcleo de la fantasía, y sin yo saberlo, era con aquellas fantasías de poder que me estaba masturbando. Esto lo comprendo ahora. Cuando era joven no lo sabía. En mi adolescencia sabía únicamente que sostener aquella fantasía de seducción y copulación imperiosas requería una plausibilidad lógica estricta. Lo que quiero decir es que, a fin de masturbarme con éxito, la escena requería una lógica racional según la cual la copulación con aquella mujer gimnasta fuera plausible en el espacio público del Gimnasio Estatal. Yo era el responsable de aquella lógica.

P.

—Esto puede parecer extravagante, por supuesto, en el sentido de que tiene escasa lógica imaginarse a un adolescente enfermizo causando deseo sexual en los demás con un simple movimiento de la mano. Realmente no tengo respuesta para esa pregunta. El poder sobrenatural de la mano era tal vez la Primera Premisa o axioma de la fantasía, el supuesto no cuestionado, del que todo lo demás debía derivarse y con el que debía guardar coherencia. Creo que en este caso hay que hablar de Primera Premisa. Y todo debía ser coherente con ella, porque yo era hijo de una gran autoridad científica del país, de manera que si alguna vez se me ocurría alguna incoherencia lógica en el escenario de la fantasía, ello exigía una solución coherente con la lógica circundante de los poderes de la mano, y yo era el responsable de aquello. En caso contrario, me distraían toda clase de ideas molestas sobre la incoherencia y era incapaz de masturbarme. ¿Me sigue usted? Lo que quiero decir con esto es que lo que empezó únicamente como una fantasía infantil de poder ilimitado se convirtió en una serie de problemas, complicaciones e incoherencias que introdujo la responsabilidad de erigir soluciones funcionales e internamente coherentes para todos ellos. Y aquella responsabilidad se expandió con rapidez hasta volverse demasiado insoportable incluso dentro de las fantasías como para permitirme ejercer nuevamente un verdadero poder de cualquier clase, colocándome a partir de entonces en las circunstancias que usted puede ver con claridad ahora.

P.

—El verdadero problema para mí empezó cuando reconocí que el Gimnasio Estatal era un espacio verdaderamente público, abierto a todo el personal de la base militar con la documentación adecuada que quisiera hacer ejercicio. Por tanto, cualquier persona en cualquier momento podía muy fácilmente entrar en el gimnasio en medio de la seducción propiciada por la mano y presenciar la copulación en medio de una escena surrealista de gimnastas inconscientes y paralizados. Aquello me resultaba inaceptable.

P.

—No es que estuviera muy nervioso porque me sorprendieran, que era lo que tanto preocupaba a Elizabeth Montgomery en la serie, sino por mí mismo, ya que aquello representaba un cabo suelto en el tapiz de poder que la fantasía masturbatoria representaba de forma obvia. Parecía ridículo que yo, siendo absoluto el poder del gesto circular de mi mano sobre todo movimiento físico y sobre toda la actividad sexual del gimnasio, pudiera sufrir una interrupción por parte de cualquier individuo del personal militar que entrara deambulando con ganas de hacer calistenia. Aquello era la primera señal de que los poderes metafísicos de mi mano, aunque sobrenaturales, eran demasiado limitados. Pronto se me ocurrió otra incoherencia todavía más grave en la fantasía. Porque la gente que permanecía inmóvil e inconsciente en la sala de ejercicios —una vez la mujer que yo había elegido someter a mi poder y yo nos habíamos saciado mutuamente, nos habíamos vestido y habíamos regresado a nuestros lugares respectivos en extremos opuestos de la sala enorme, y ella, la mujer, no tenía más recuerdo de todo el intervalo transcurrido que una vaga pero poderosa atracción erótica hacia aquel chico tan pálido que estaba leyendo en el otro extremo de la sala, lo cual permitía que la relación sexual pudiera repetirse en cualquier momento futuro que yo eligiera, y luego yo llevaba a cabo el segundo gesto invertido con la mano que permitía que se restablecieran el tiempo y el movimiento físico en la sala—, aquel personal que ahora volvía a despertar en medio de sus ejercicios, se me ocurrió que solo tenían que mirarse los relojes de pulsera para darse cuenta de que había pasado un lapso inexplicable de tiempo. Por tanto, no era exactamente cierto que no se dieran cuenta en absoluto de que había pasado algo inusual. Tanto mi hermano como mi madre, sin ir más lejos, llevaban relojes de pulsera Pobyeda. Los testigos no eran verdaderamente inconscientes. Aquella incoherencia era inaceptable en el seno de la lógica de poder total de la fantasía, y pronto hizo que me fuera imposible masturbarme con éxito usando la imaginación. Hay que hablar de distracción. Pero era más que eso, ¿verdad?

P.

—La solución inicial fue expandir los poderes imaginarios de la mano para detener todos los relojes de pared, relojes de pulsera y cronómetros deportivos de la sala, hasta que descubrí con fastidio que, en el momento en que el personal de la sala abandonara más tarde el Gimnasio Estatal, se reintegraran en el flujo exterior de la base militar y echaran un vistazo a otro reloj —o, por ejemplo, fueran reprendidos por llegar tarde a alguna cita con un superior—, aquello provocaría nuevamente que se dieran cuenta de que había tenido lugar algo extraño e inexplicable, lo cual de nuevo contradecía la premisa de que nadie se daba cuenta de nada. Aquella, concluí con fastidio, era la incoherencia más grave de la fantasía. A pesar de mi gesto circular y del breve sonido de arpa que acompañaba a su poder, no había logrado, en contra de lo que había creído inicialmente con ingenuidad, que el flujo del tiempo se detuviera ni tampoco sacarnos a mí mismo y a la gimnasta embrujada de la física temporal. Mientras intentaba masturbarme, me ponía nervioso el hecho de que el poder de mi fantasía solo hubiera logrado detener la apariencia superficial del tiempo, y además solo en el espacio limitado del Gimnasio Estatal. Fue en aquel punto cuando la dificultad del esfuerzo imaginativo de aquella fantasía de poder aumentó de forma exponencial. Porque, dentro de la lógica circundante del poder de la fantasía, ahora necesitaba que aquel gesto circular de la mano detuviera todo el tiempo y paralizara a todo el personal de la base militar de la que el gimnasio formaba parte. La lógica de aquella necesidad estaba clara. Pero no estaba satisfecha.

P.

—Excelente, sí. Está entendiendo adónde llevaba aquello, aquel problema lógico cuya circunferencia continuaba expandiéndose a medida que las distintas soluciones revelaban nuevas incoherencias y nuevas necesidades de ejercer los poderes de mi fantasía. Porque sí, debido a que las bases a las que nos llevaba el trabajo con ordenadores de mi padre estaban estratégicamente comunicadas con todo el aparato de defensa del estado, pronto tuve la necesidad de imaginar que aquel simple gesto de mi mano —que tenía lugar en una base de mala muerte en Siberia y no pretendía más que hipnotizar la voluntad de una simple programadora o ayudante administrativa—, sin embargo ahora debía desencadenar la paralización instantánea de todo el estado, suspender el tiempo y la conciencia de al menos doscientos millones de ciudadanos en medio de cualquier actividad que estuvieran llevando a cabo y que pudiera interferir con mis ensoñaciones, actividades tan diversas como pelar una manzana, atravesar un cruce de calles, reparar una bota, enterrar el ataúd de un niño, diseñar una trayectoria, copular, sacar acero recién laminado de una fundición, y así hasta el infinito, interminables sep…

P.

—Sí, sí, y como el estado existía en estrecha connivencia y alianza defensiva con muchos estados satélite vecinos, y, por supuesto, también mantenía comunicación y comerciaba con incontables naciones del mundo, enseguida me di cuenta, aquel adolescente que era yo y que no intentaba nada más que masturbarme en privado, que mi simple fantasía de seducción desapercibida y exterior al tiempo requería que toda la población mundial quedara paralizada por aquel gesto de mi mano, todos los horarios y actividades del mundo, desde el cultivo del ñame en Nigeria hasta la actividad de los prósperos occidentales que compraban vaqueros y rock’n’roll, etcétera. Y, por supuesto, entienda usted que no solamente afectaba a los movimientos y a las mediciones del tiempo de la especie humana, sino también, por supuesto, a los movimientos de las nubes, los océanos y los vientos predominantes, porque no resultaba en absoluto coherente reanimar a la población de la Tierra a las dos de la tarde si las mareas y las condiciones climáticas, cuyos ciclos habían sido catalogados científicamente con una precisión estricta, se correspondían con los valores de las tres o las cuatro. A esto me refería cuando aludía a las responsabilidades que acarreaban semejantes poderes, responsabilidades que la serie americana Embrujada había suprimido y omitido por completo cuando yo la veía siendo niño. Porque aquel esfuerzo de paralización y suspensión de todos los elementos del mundo natural de la Tierra que se me ocurrían e interferían con mis pensamientos mientras yo intentaba meramente imaginar los gemidos de pasión incontrolables, atractivos y atléticos debajo de mí sobre aquella colchoneta gastada, aquel esfuerzo imaginativo me resultaba agotador. Episodios de fantasía masturbatoria que solían durar nada más que quince minutos ahora requerían muchas horas y enormes esfuerzos mentales. Mi salud, que nunca había sido buena, degeneró de forma dramática durante aquel período, hasta el punto de que a menudo tenía que quedarme en cama y faltar a la escuela y a los Gimnasios Estatales a los que mi hermano asistía con mi madre después del horario escolar. Asimismo, en aquella época mi hermano entró en las competiciones de halterofilia en las divisiones correspondientes a su edad y su peso, competiciones de halterofilia a las que nuestra madre asistía con frecuencia, viajando con él, mientras que mi padre se quedaba trabajando en los programas de navegación de misiles y yo me quedaba en la cama en la base, los dos solos durante muchos días seguidos. Casi siempre que me quedaba solo en la cama en nuestra habitación durante aquellas ausencias me dedicaba, no ya a masturbarme, sino al esfuerzo mental de imaginar un planeta Tierra lo bastante inmóvil y atemporal como para permitir que mi fantasía pudiera tener lugar de alguna forma. La verdad es que no recuerdo ahora si la doctrina implícita en la serie americana requería que el movimiento circular de la mano de Elizabeth Montgomery despojara de movimiento a toda la humanidad y al mundo natural exterior a la casa suburbana que compartía con Darrin. Pero recuerdo con nitidez que un actor de televisión distinto asumió el papel de Darrin ya avanzada mi infancia, cuando ya faltaba poco para que la serie dejara de poder sintonizarse en los aparatos de las islas Aleutianas, así como mi turbación, aun siendo niño, por lo incoherente que resultaba el que Elizabeth Montgomery no lograra reconocer que su marido industrial y compañero sexual era un hombre completamente distinto. ¡Ni siquiera se parecía al otro, y ella no se dio cuenta! Aquello me causó una angustia enorme. Y por supuesto, también estaba el Sol.

P.

—El Sol que tenemos en el cielo, encima de nuestras cabezas, cuyo movimiento visible por el horizonte meridional fue, por supuesto, la primera medida del tiempo que hubo entre los hombres. Aquel movimiento también debía ser suspendido, lo cual, para ser fieles a la realidad, exigía detener la rotación de la Tierra. Recuerdo muy bien el momento en que se me ocurrió aquella nueva incoherencia, estando en la cama, y también los esfuerzos y responsabilidades que implicaba en el seno de la fantasía. Y bueno, recuerdo también la envidia que sentía hacia el bruto sin imaginación de mi hermano, en quien se desperdiciaba por completo la excelente instrucción científica que se daba en las escuelas de muchas de las bases, y es que él jamás se sentiría abrumado en absoluto por las consecuencias de aquel nuevo descubrimiento: que la rotación de la Tierra no era más que un componente de sus movimientos temporales, y que a fin de no traicionar la Primera Premisa de la fantasía mediante la introducción de incongruencias en las mediciones científicamente catalogadas del Día Solar y del Período Sinódico, el gesto sobrenatural de mi mano tenía que detener también la órbita elíptica de la Tierra alrededor del Sol, una órbita cuyo plano, tal como descubrí para mi desgracia en aquel momento de mi infancia, formaba un ángulo de 23,53 grados con el eje de la Tierra y tenía también variantes equivalentes en las mediciones del Período Sinódico y del Período Sideral, lo cual a su vez requería la detención de la rotación y del movimiento orbital del resto de planetas y satélites del Sistema Solar, cada uno de los cuales me obligaba a interrumpir la fantasía masturbatoria para llevar a cabo investigaciones y cálculos basados en los diferentes giros y ángulos de los planetas con respecto a los planos de sus órbitas alrededor del Sol. Aquello resultaba muy laborioso en una época en que solamente existían calculadoras manuales muy simples… Y todavía hay más, y ya puede ver usted adónde lleva esta fantasía, porque sí, el propio Sol se relaciona mediante una serie de órbitas muy complejas con otras estrellas cercanas como Sirio o Arturo, estrellas que ahora había que colocar también bajo la hegemonía del gesto circular de la mano, igual que la Vía Láctea, en cuyo extremo el grupo vecino de estrellas que incluye a nuestro Sol lleva a cabo una serie de giros complejos y órbitas en torno a otros muchos grupos semejantes de estrellas… Y así sucesivamente, una pesadilla en perpetua expansión de responsabilidades y esfuerzos, porque sí, la propia Vía Láctea también está orbitando alrededor del grupo local de galaxias en contrapunto a la galaxia Andrómeda, que se encuentra a más de doscientos millones de años luz de distancia, una órbita cuya detención implica también una detención del Desplazamiento al Rojo y por tanto del movimiento calculado de las galaxias conocidas que constituye el movimiento de expansión del Universo Conocido, con innumerables complicaciones y factores a incluir en los cálculos nocturnos que me impedían el sueño que mi agotamiento lloroso me imploraba, como, por ejemplo, el hecho de que galaxias lejanas como 3C295 se alejaran a velocidades que excedían en un tercio la velocidad de la luz mientras que galaxias mucho más cercanas como la problemática galaxia NGC253, que solo está a trece millones de años luz, matemáticamente resultaba que se estaba acercando a nuestra Vía Láctea movida por sus propios impulsos más deprisa de lo que los movimientos más amplios de expansión del Desplazamiento al Rojo podían obligarla a alejarse de nosotros, de forma que a aquellas alturas mi cama ya se encontraba tan llena de montones de libros, revistas de ciencia y de los fajos de hojas con mis cálculos que no me habría quedado espacio para masturbarme ni siquiera en el caso de que hubiera sido capaz de hacerlo. Y fue entonces cuando me di cuenta, en medio de una agitada duermevela en aquella cama llena de papeles, de que todos aquellos meses de cálculos y datos se habían basado de forma estúpida en observaciones astronómicas publicadas y llevadas a cabo en un planeta Tierra cuyo giro, órbita y posiciones siderales tenían lugar en el modo naturalmente no paralizado y siempre cambiante de la realidad, de manera que había que calcular todo aquello de nuevo basándose en las premisas de la detención teórica de la Tierra y sus satélites vecinos propiciada por el gesto de mi fantasía si realmente quería que la seducción y la copulación en medio de los ciudadanos inconscientes y fuera del tiempo evitara una incoherencia total: fue entonces cuando me rendí. Aquel simple gesto imaginado de la mano de un adolescente había resultado en una responsabilidad infinitamente compleja, más propia de un Dios que de un simple muchacho. Fue en aquel momento cuando renuncié, me rendí, me convertí nuevamente en un adolescente enfermizo y tímido. Abdiqué a los diecisiete años, cuatro meses y 8,40344 días y extendí ambas manos para invertir el dibujo de dos círculos unidos que volvía a liberarlo todo en un estallido de renuncia que comenzaba en mi cama y se expandía rápidamente para poner todos los cuerpos conocidos en movimiento. Creo que no tiene usted ni idea de lo que aquello supuso para mí. El delirio, el encierro, la decepción de mi padre: nada de aquello tuvo importancia en comparación con el precio y las consecuencias de lo que acababa de vivir. Aquella serie americana, Embrujada, no fue más que la chispa que encendió una explosión infinita seguida de una contracción de energía creativa. Tal vez resulté engañado y hundido, pero ¿cuántos hombres han sentido el poder de convertirse en Dios y luego renunciar a ello? Esa es la clave de mi poder acerca de la que usted quería hablar: la renuncia. ¿Cuántos conocen su verdadero significado? Nadie de los que están aquí, se lo aseguro. Toda esa gente que se mueve de forma inconsciente fuera de este lugar, que cruza calles, pela manzanas y copula de forma insensata con mujeres a las que creen amar. ¿Qué saben ellos del amor? Yo, que he elegido ser célibe durante toda la eternidad, solamente yo he contemplado el amor en todo su horror y su poder desatado. Solamente yo tengo algún derecho a hablar de ello. Todo lo demás no es más que ruido, radiaciones de un trasfondo que todavía hoy no para de alejarse. Y no puede ser detenido.

E. B. n.º 72, VIII-1998

NORTH MIAMI BEACH, FLORIDA

—Me encantan las mujeres. En serio. Me encantan. Me gusta todo de ellas. No tengo palabras para explicarlo. Las bajas, las altas, las gordas y las delgadas. Desde las que te hacen caer de espaldas hasta las feas. Eh, para mí todas las mujeres son guapas. Nunca me canso de ellas. Algunas de mis mejores amigas son mujeres. Me encanta mirar cómo se mueven. Me encanta lo distintas que son entre ellas. Me encanta el hecho de que sea imposible entenderlas. Me encantan, me encantan, me encantan. Me encanta oír cómo se ríen, cada una con un sonido distinto. El hecho de que uno nunca pueda disuadirlas de ir de compras. Me encanta cuando hacen ojitos o fruncen la boquita o te miran así. Su aspecto cuando se ponen tacones. Sus voces, su olor. Esos puntitos rojos que les salen cuando se afeitan las piernas. Esas cositas primorosas de las que no se puede hablar y esos productos para mujeres que venden en las tiendas. Todo en ellas me vuelve loco. En lo que respecta a las mujeres no puedo hacer nada. Solamente tienen que entrar en la habitación y me vuelvo chiflado. ¿Qué sería del mundo sin las mujeres? Sería… ¡Oh, no, otra vez no! ¡Detrás de ti, cuidado!

E. B. n.º 28, II-1997

YPSILANTI, MICHIGAN [TRANSMISIÓN SIMULTÁNEA]

K.: Qué quieren las mujeres de hoy. Esa es la gran pregunta.

E.: Estoy de acuerdo. Es la más grande de todas. Es la… ¿cómo se llama?

K.: O en otras palabras, ¿qué es lo que las mujeres de hoy creen que quieren y en cambio qué es lo que quieren en el fondo?

E.: ¿O qué es lo que creen que se supone que tienen que querer?

P.

K.: De un hombre.

E.: De un tío.

K.: Sexualmente.

E.: Hablamos del viejo ritual del apareamiento.

K.: Por muy neandertal que suene, yo sigo diciendo que es la gran cuestión. Porque todo este tema se ha enredado demasiado.

E.: Y que lo digas.

K.: Porque la mujer moderna tiene que soportar una cantidad sin precedentes de contradicciones sobre lo que se supone que quiere y sobre cómo se espera que se comporte sexualmente.

E.: La mujer moderna está hecha un lío de contradicciones que ella misma crea y que la acaban volviendo chiflada.

K.: Por eso es tan difícil saber qué es lo que quieren. Difícil, pero no imposible.

E.: Piensa, por ejemplo, en la clásica contradicción virgen versus puta. Chica buena versus zorra. La chica a la que respetas y llevas a casa para que conozca a tu madre versus la que te follas.

K.: Y no olvidemos que a esta contradicción se le añade la nueva expectativa feminista-barra-posfeminista de que las mujeres también son agentes sexuales igual que los hombres. Que está bien ser sexual, que está bien silbar los culos de los tíos y ser agresiva y perseguir lo que quieres. Que está bien ir follando por ahí. Que para la mujer de hoy es prácticamente obligatorio follar por ahí.

E.: Mientras que en el fondo persiste la vieja oposición chica respetable versus zorra. Está bien ir follando por ahí si eres feminista, pero al mismo tiempo no está bien ir follando por ahí porque la mayoría de tíos no son feministas y no te respetan y no te llaman más si te los follas.

K.: Hazlo pero no lo hagas. Es una contradicción sin salida.

E.: Una paradoja. Hagas lo que hagas, estás lista. Y los medios de comunicación la perpetúan.

K.: Imagínate la cantidad de ansiedad interior que todo esto acumula sobre sus psiques.

E.: Han avanzado mucho, y una mierda.

K.: Por eso hay tantas que están chifladas.

E.: Las vuelve locas la ansiedad interior.

K.: Y ni siquiera es culpa de ellas.

E.: ¿Quién no estaría chiflada teniendo que soportar todo el tiempo ese montón de contradicciones en los medios de comunicación actuales?

K.: Y la cuestión es que por eso resulta tan difícil cuando, por ejemplo, estás sexualmente interesado en una de ellas, imaginarte qué es lo que quieren de un hombre.

E.: Están hechas un lío total. Te puedes volver loco intentando imaginar qué táctica adoptar. Puede que empiecen ellas o puede que no. Las mujeres de hoy en día son una puñetera ruleta. Es como tratar de resolver un acertijo zen. En lo tocante a lo que quieren, lo único que puedes hacer es cerrar los ojos y saltar.

K.: No estoy de acuerdo.

E.: Estoy hablando metafóricamente.

K.: No estoy de acuerdo en que sea imposible determinar qué es lo que quieren realmente.

E.: Yo no he dicho que sea imposible.

K.: Pero estoy de acuerdo en que en la época posfeminista actual la cuestión tiene una dificultad sin precedentes y hace falta mucha imaginación y un gran arsenal deductivo.

E.: Porque claro, si fuera literalmente imposible no habría especie, ¿no?

K.: Y estoy de acuerdo en que uno no puede fiarse simplemente de lo que dicen que quieren.

E.: Porque solo lo dicen porque creen que se supone que han de decirlo, ¿no?

K.: Mi posición es que actualmente la mayor parte del tiempo te puedes imaginar qué es lo que quieren, es decir, puedes deducirlo lógicamente, si estás dispuesto a hacer el esfuerzo de entenderlas y de entender la situación imposible es que están.

E.: Pero no puedes fiarte de lo que dicen, esa es la gran cuestión.

K.: Con eso tengo que estar de acuerdo. Lo que las feministas-barra-posfeministas te dirán que quieren es un trato igual y un respeto de su autonomía individual. Si va a haber sexo, te dirán, tiene que producirse por consenso y deseo mutuo entre dos seres iguales y autónomos, cada uno de los cuales es responsable de su propia sexualidad y de la expresión de la misma.

E.: Eso es casi palabra por palabra lo que les he oído decir.

K.: Y es una patraña absoluta.

E.: Dominan a la perfección toda esa jerga de asumir el poder, eso está claro.

K.: Es muy fácil ver que son patrañas si uno se acuerda de tener en cuenta desde el principio la contradicción irresoluble de la que ya hemos hablado.

E.: No cuesta nada verlo.

P.

K.: Que se espera de ellas que estén sexualmente liberadas y que sean autónomas y enérgicas, pero al mismo tiempo son conscientes de la vieja dicotomía entre la chica respetable y la zorra y saben que hay chicas que siguen dejando que las usen sexualmente debido a una falta básica de respeto por sí mismas, y les sigue produciendo horror que las puedan ver como si formaran parte de esa clase de tías fáciles.

E.: Además, recuerda que las chicas posfeministas de hoy saben que el paradigma sexual masculino y el femenino son fundamentalmente distintos…

K.: «Marte y Venus».

E.: Sí, exacto, y saben que como mujeres están programadas por la naturaleza para tener una visión más altruista y más a largo plazo del sexo y a pensar siempre en términos de relaciones más que en términos de follar simplemente, de forma que si una mujer se hunde de inmediato y folla contigo, ella cree que en cierta forma te estás aprovechando de ella.

K.: Esto, por supuesto, es porque la época posfeminista actual es también la época posmoderna, en la que se supone que todo el mundo conoce a la perfección todo lo que subyace a todos los códigos semióticos y convenciones culturales, y se supone que todo el mundo sabe con qué paradigmas está actuando todo el mundo, y por tanto se entiende que todos como individuos somos mucho más responsables de nuestra sexualidad, porque todo lo que hacemos es consciente y está informado de una forma sin precedentes.

E.: Pero al mismo tiempo ellas están bajo una presión biológica increíble que las obliga a buscar pareja, aposentarse, tener hijos y criarlos, y si no, léete el rollo ese de Las normas, e intenta explicarme por qué es tan popular.

K.: El problema es que se espera de las mujeres de hoy que sean responsables ante la modernidad y al mismo tiempo ante la Historia.

E.: Por no mencionar la pura biología.

K.: La biología ya está incluida en el espectro de lo que yo llamo «Historia».

E.: Entonces estás usando «Historia» más bien en un sentido foucaultiano, ¿no?

K.: Hablo de la Historia entendida como un conjunto de respuestas humanas conscientes e intencionadas a toda una gama de fuerzas de las cuales la biología y la evolución forman parte.

E.: La cuestión es que es una carga intolerable para las mujeres.

K.: La verdadera cuestión es que de hecho esas dos responsabilidades son lógicamente incompatibles.

E.: Incluso si la propia modernidad es un fenómeno histórico, diría Foucault.

K.: Solo estoy diciendo que nadie puede respetar dos conjuntos lógicamente incompatibles de responsabilidades. Esto no tiene nada que ver con la Historia, esto es pura lógica.

E.: Personalmente, yo culpo a los medios de comunicación.

K.: Pero ¿cuál es la solución?

E.: El discurso esquizofrénico de los medios que representa, por ejemplo, el Cosmopolitan: por un lado tienes que estar liberada y por otro asegúrate de encontrar marido.

K.: La solución es comprender que las mujeres de hoy en día están en una situación imposible en términos de cuáles perciben que son sus responsabilidades sexuales.

E.: Como decía aquel anuncio: «Puedo traer el pan a casa, na ná na ná, y encargarme yo de todo, na ná na ná…».

K.: Y que, por tanto, querrán, como es natural, lo que querría cualquier ser humano enfrentado con dos conjuntos irresolublemente conflictivos de responsabilidades. Es decir, lo que querrán de verdad es escapar de alguna forma de esas responsabilidades.

E.: Alguna escapatoria.

K.: Psicológicamente hablando.

E.: Una puerta de atrás.

K.: De aquí la importancia intemporal de: la pasión.

E.: Quieren ser al mismo tiempo responsables y apasionadas.

K.: No, lo que quieren es experimentar una pasión tan enorme, abrumadora, poderosa e irresistible que anule toda culpa, tensión o remordimiento que puedan sentir por traicionar las responsabilidades que perciben como suyas.

E.: En otras palabras, lo que quieren de un tío es pasión.

K.: Quieren que se las lleven por delante. Que las hagan salir volando. Que las hagan volar por los aires. El conflicto lógico entre sus responsabilidades no se puede resolver, pero sí su conocimiento posmoderno de ese conflicto.

E.: Se puede eludir. Se puede negar.

K.: Lo cual quiere decir que, en el fondo, quieren a un hombre que vaya a ser tan abrumadoramente apasionado y poderoso que sientan que no tienen elección, que su historia los supera a ambos, que pueden olvidarse por completo de que existen las responsabilidades posfeministas.

E.: En el fondo, quieren ser irresponsables.

K.: Supongo que en cierta forma estoy de acuerdo, pero no creo que se les pueda culpar por ello, porque no creo que sea algo consciente.

E.: Es algo que persiste como un grito lacaniano, en el inconsciente infantil, para usar la jerga.

K.: Quiero decir que es comprensible, ¿no? Cuanto más se imponen esas responsabilidades lógicamente incompatibles sobre las mujeres de hoy, más fuerte es su deseo inconsciente de un hombre sobrecogedoramente poderoso y apasionado que pueda convertir esa contradicción irresoluble en algo irrelevante a base de abrumarlas con tanta pasión que eso les permita creer que no pueden hacer nada para evitarlo, que el sexo no ha sido una cuestión de elección consciente por la que se les pueda exigir responsabilidades y que en última instancia si ha habido alguien responsable es el hombre.

E.: Eso explica por qué cuanto más convencida sea la presunta feminista, más se aferrará a ti y te seguirá a todas partes después de dormir con ella.

K.: No estoy seguro de estar de acuerdo con eso.

E.: Pero de ahí se deriva que cuanto más convencida está la feminista, más agradecida y dependiente se va a sentir después de que hayas entrado cabalgando a lomos de tu corcel blanco y la hayas liberado de su responsabilidad.

K.: Con lo que no estoy de acuerdo es con lo de «presunta». No creo que las feministas de hoy sean insinceras de forma consciente cuando hablan de autonomía. Igual que no creo que sean estrictamente culpables de la terrible encrucijada en que se ven. Aunque en el fondo supongo que tengo que estar de acuerdo con que las mujeres están históricamente mal equipadas para hacerse responsables de sí mismas.

P.

E.: Supongo que ninguno de vosotros ha visto dónde estaba el meadero en este sitio.

K.: No lo digo en el mismo sentido que esos estudiantesneandertales-que-se-meten-con-las-mujeres-porque-sondemasiado-inseguros-para-soportar-su-subjetividad-sexual. Y estoy perfectamente dispuesto a defenderlas de cualquier burla o acusación por una situación que claramente no es culpa de ellas.

E.: Porque ya va siendo hora de responder a la llamada de la naturaleza, no sé si me explico.

K.: Si uno mira simplemente la cuestión en términos de evolución, hay que estar de acuerdo con que cierta falta de autonomía-barra-responsabilidad fue una ventaja genética obvia en el caso de las mujeres primitivas, porque un sentido limitado de la autonomía atraía a esas mujeres hacia un hombre primitivo que le asegurara comida y protección.

E.: Mientras que las mujeres más autónomas, las machorras, podían dedicarse a la caza y llegar a competir con los hombres para conseguir comida.

K.: Pero la cuestión es que las que encontraban pareja y se apareaban eran las mujeres menos autónomas y menos autosuficientes.

E.: Y tenían descendencia.

K.: Y por tanto perpetuaban la especie.

E.: La selección natural favoreció a las que buscaban pareja en vez de irse de caza. Es decir, ¿cuántas pinturas rupestres has visto en las que aparezcan mujeres cazando?

K.: Mirando la historia, probablemente debamos señalar que cuando una mujer débil entre comillas se ha apareado y ha criado a sus hijos, a menudo muestra un sentido espectacular de la responsabilidad en todo lo que tenga que ver con sus hijos. No es que las mujeres no tengan capacidad para ser responsables. No estoy hablando de eso.

E.: Son unas madres geniales.

K.: De lo que estamos hablando aquí es de las mujeres adultas preprimíparas y de su capacidad genética-barra-histórica de autonomía, de hacerse responsables de sí mismas, por decirlo de algún modo, en el trato con los hombres.

E.: La evolución las ha desprovisto de esa capacidad. Mira las revistas. Mira las novelas de amor.

K.: Lo que las mujeres de hoy en día quieren, para decirlo en pocas palabras, son hombres con una sensibilidad apasionada y al mismo tiempo con el arsenal deductivo necesario para discernir que todos sus alegatos de autonomía no son más que gritos desesperados en medio de la soledad de su contradicción irresoluble.

E.: Todas quieren eso. Lo que pasa es que no lo pueden decir.

K.: Y te adjudican a ti, al hombre de hoy día que está interesado en ellas, el papel paradójico de ser prácticamente su psiquiatra o su sacerdote.

E.: Quieren la absolución.

K.: Cuando dicen: «Soy una persona por propio derecho», «No necesito a ningún hombre» o «Soy responsable de mi propia sexualidad», lo que te están diciendo realmente es lo que quieren que tú les hagas olvidar.

E.: Quieren ser rescatadas.

K.: Quieren que a cierto nivel estés sinceramente de acuerdo y respetes lo que están diciendo, pero que a otro nivel más profundo reconozcas que no son más que patrañas y que entres cabalgando a lomos de tu corcel blanco y las abrumes con tu pasión, tal como los hombres han hecho desde tiempos inmemoriales.

E.: Por eso no puedes entender de forma literal lo que dicen o te vuelves chiflado.

K.: Básicamente todo sigue siendo un código semiótico muy elaborado, donde los nuevos semas posmodernos de la autonomía y la responsabilidad reemplazan a los viejos semas premodernos de la caballerosidad y el cortejo.

E.: Realmente necesito ir al meódromo.

K.: La única manera de no dejarse engañar por ese código es llevar a cabo un acercamiento lógico a la cuestión. ¿Qué es lo que ellas están diciendo realmente?

E.: No no quiere decir sí, pero tampoco quiere decir no.

K.: Es decir, la capacidad de usar la lógica es lo que nos distinguió de los animales en el principio.

E.: Y no es por ofender, pero la lógica no es exactamente el fuerte de las mujeres.

K.: Pero aunque toda la situación sexual es ilógica, en mi opinión tampoco tiene sentido culpar a las mujeres de hoy día por no ser muy lógicas o por estar emitiendo continuamente una salva de señales paradójicas.

E.: En otras palabras, K. está diciendo que no son responsables.

K.: Estoy diciendo que es difícil y resulta complicado, pero si usas la cabeza no es imposible.

E.: Porque piensa en ello: si realmente fuera imposible, ¿dónde estaría la especie?

K.: La vida siempre encuentra su camino.