IGLESIA NO CONSTRUIDA POR MANOS

ARTE

Con los párpados formando una pantalla de piel, pinturas oníricas cruzan la oscuridad coloreada de Day. Esta noche, en un intervalo no agitado por el tiempo, emprende un viaje que parece llevarlo al pasado. Se encoge, su piel se vuelve más suave, pierde la barriga y las leves cicatrices de acné. Huesos larguiruchos de pájaro; peinado de orinal y orejas de soplillo. La piel se traga el vello, la nariz se hunde de vuelta en la cara; se envuelve en sus pantalones como si estos fueran pañales y se encoge sobre sí mismo, rosado, mudo y cada vez más diminuto hasta que se siente escindido entre algo que avanza serpenteando y algo que gira. La nada se extiende por todo lo demás. Un punto negro gira sobre sí mismo. El punto se abre, adoptando una forma irregular. Su alma viaja hacia un solo color.

Pájaros, luz gris. Day abre un ojo. Está acostado con medio cuerpo fuera de la cama en donde Sarah respira. Desde ese ángulo ve las ventanas en forma de paralelogramo.

Day está de pie frente a una ventana cuadrada con una taza de algo caliente. Un Cezanne muerto pinta ese amanecer de agosto con manchas oblicuas de rojo empañado y con un azul que se va oscureciendo. La sombra de una rata de campo retrocede hacia un pezón romo: fuego.

Sarah se despierta al más leve roce. Los dos yacen con los ojos abiertos y sin hablar, cada vez más iluminados bajo las sábanas. Las palomas surcan la mañana, se oye el ruido de un vientre. Las marcas dejadas por las sábanas se borran de la piel de Sarah.

Sarah se recoge el pelo para ir a la misa matinal. Day hace otra maleta para Esther. Se viste. No logra encontrar un zapato. En el borde de la cama enorme, con un solo zapato puesto, observa cómo las virutas del algodón giran a través de los haces de color manteca de una mañana que ya empieza a envejecer.

ARTE NEGRO

Ese día les compra una escoba de empleado de limpieza. Quita el agua de lluvia de la lona que cubre la piscina de Sarah.

Esa noche Sarah se queda con Esther. Toca metal toda la noche. Day duerme solo.

Day está de pie frente a una ventana negra en el dormitorio de Sarah. El cielo sobre Massachusetts está cubierto de estrellas.

Ese día acompaña a Sarah a visitar a Esther. El acero de la cama de Esther reluce en la habitación llena de luz. Esther sonríe con aire aburrido mientras Day lee sobre gigantes:

—Soy un gigante —lee.

»Soy un gigante, una montaña, un planeta —continúa—. Lo veo todo desde las alturas. Las huellas de mis pies son comarcas, mi sombra ocupa toda una franja horaria. Miro desde lo alto. Me baño en las nubes.

—Soy un gigante —intenta decir Esther.

Sarah estornuda, víctima de la alergia.

—Sí —dice Day.

BLANCO Y NEGRO

—Todo arte verdadero es música —dice un profesor diferente—. Las artes visuales no son más que un rincón de la habitación inmensa de la verdadera música. —Ídem.

La música se revela como la relación entre un tono y dos notas obligadas por ese tono a bailar. Ritmo. Y en sus fantasías previas al sueño de Day, la música consume también todas las normas: lo que era más sólido se revela aquí como un simple ritmo. Los ritmos son relaciones entre lo que crees y lo que creías antes.

El clérigo aparece esta noche en blanco y negro, con alzacuellos.

Bendígame

¿Tomas a esta mujer, Sarah?

Para que sea mi

Cuánto tiempo

Porque yo he

desde tu última confesión a un cuerpo con el poder de absolver. La confesión requiere

Como yo a aquellos que han nadado contra mí

no implica confesión, queda al descubierto, confesión en ausencia de conciencia de pecado,

Bendígame padre porque no puede haber conciencia de pecado sin conciencia de transgresión sin conciencia de un límite

Llena de Gracia

no existe ese animal. Recemos juntos en busca de la revelación del límite

Nubes rojas en el café de Warhol

logra en ti mismo una conciencia de.

UN ÚNICO COLOR

Ese día regresa a su primera semana de trabajo. La luz del sol proyecta la palabra SANIDAD invertida a través del adhesivo del parabrisas. Day conduce el coche de la oficina del condado. Deja atrás una fábrica.

—¿Hablas español? —pregunta Eric Yang desde el asiento del pasajero.

El humo de una chimenea flota informe mientras Day asiente.

—Querías que te enseñara cómo funciona esto —dice Yang. Gira la cabeza con los ojos cerrados—. Yo te lo enseño. ¿Lo hablas?

—Sí —dice Day—. Lo hablo.

Pasan por delante de casas.

El talento especial de Eric Yang es la rotación mental de objetos tridimensionales.

—Este caso solamente habla español —dice Yang—. Al hijo de esta mujer lo mataron el mes pasado. En su apartamento. Una cosa fea. Tenía dieciséis años. Un rollo de drogas, de bandas. Hay una mancha bastante grande de sangre del chico en el suelo de la cocina.

Dejan atrás martillos neumáticos y obreros con casco.

—¡La mujer dice que es lo único que le han dejado de su hijo! —grita Yang—. No nos dejará limpiarla. Dice que es su hijo —dice.

La rotación mental es el hobby de Yang. Es psicólogo titulado y asistente social.

—Tu trabajo hoy —Yang hace girar una cuerda mental y echa el lazo a algo imaginario situado en el salpicadero— es conseguir que ella dibuje a su hijo. Aunque solamente sea la sangre. Ndiawar ha dicho que no le importa que sea una cosa u otra. Dice que es solamente para que la mujer tenga un dibujo. Para que podamos limpiar la sangre.

En el retrovisor, a su espalda, Day ve la maleta con su material en el asiento trasero. Se supone que no tendría que estar al sol.

—Consigue que lo dibuje —dice Yang, lanzando una cuerda que Day no puede ver. Yang cierra otra vez los ojos—. Voy a intentar hacer girar la factura del teléfono de este mes.

Day deja atrás una camioneta blanca. Tiene los cristales tintados. Platillos de óxido en los lados.

—Hoy visitaremos a la mujer pobre que ama una mancha de sangre y al hombre rico que suplica a la gente que le dedique su tiempo.

—Es un antiguo profesor mío. Se lo dije a Ndiawar. —Day mira a la izquierda—. Fue mi profesor de arte hace una eternidad.

—El incordio público, lo llama Ndiawar —dice Yang. Frunce el ceño en gesto de concentración—. Estoy haciendo girar la lista de casos del día. Vamos a pasar por delante del tipo. Nos queda de camino. Pero no es el primero de la lista.

—Fue profesor mío —vuelve a decir Day—. Lo tuve en la escuela.

—Seguimos la lista.

—Me influyó. Influyó en mi trabajo.

Pasaron frente a un prado seco.

ARTE

Esta noche, frente a la ventana, bajo estrellas que se niegan a moverse, Day está a punto de conseguir crear pinturas oníricas despierto.

Pinta que está de pie sobre la lona abombada y de pronto se eleva en el cielo del mediodía. Asciende ingrávido, no como si tiraran de él desde arriba ni como si lo empujaran desde abajo, sino trazando una línea perfecta que va hasta un punto del cielo. Las montañas quedan abajo, romas; la humedad se enrosca en los valles como si fuera gasa. Primero Holyoke, luego Springfield, Chicopee y Longmeadow se convierten en monedas grises y un poco amorfas.

Day se eleva en el cielo. El aire se vuelve cada vez más azul. Algo parpadea en el cielo y Day desaparece.

—Colores —le dice a la celosía negra.

A la celosía le huele el aliento a menta.

—Ella se queja de que cuando estoy dormido me vuelvo de colores —dice Day.

—Es comprensible —susurra la celosía—. Digo yo.

Con las rodillas doloridas, Day agita las manos en los bolsillos. Muchas monedas.

DOS COLORES

Con sus ojos azules detrás de su mesa de oficina de director del Departamento de Salud Mental del condado, el doctor Ndiawar es un hombre calvo y moreno de aspecto vagamente foráneo. Le gusta formar un campanario con las manos y quedárselo mirando mientras habla.

—Usted pinta —dice—. En su época de estudiante, hacía escultura. Luego se decantó por la psicología. —Levanta la mirada—. ¿Grandes sumas? ¿Y habla idiomas?

El gesto de asentimiento de Day hace que aparezca un punto de luz reflejada de la otra punta del despacho en la calva de Ndiawar. Day hace que el punto aparezca y desaparezca. La mesa de oficina del director es muy grande y se halla extrañamente limpia. El currículum de Day parece diminuto sobre su superficie.

—Me quedan algunas dudas —dice Ndiawar. Ensancha un poco el ángulo que forman sus manos—. No va a ganar dinero.

Day le da dos breves lapsos de vida al punto.

—Sin embargo, afirma que dispone de recursos propios, gracias a su matrimonio.

—Y a las exposiciones —dice Day en voz baja—. Y a las ventas. —Una mentira descomunal.

—Dice usted que vende obras de arte que hizo en el pasado —dice Ndiawar.

Eric Yang es un tipo alto, cerca de la treintena, con el pelo largo y unos ojos turbios que se cierran y se abren en lugar de parpadear.

Day estrecha la mano de Yang:

—¿Cómo está usted? —pregunta.

—Sorprendentemente bien.

Ndiawar se inclina hacia un cajón abierto.

—Tu nuevo encargado de terapia artística —le dice a Yang.

Yang mira a Day a los ojos:

—Escucha, tío —dice—. Hago girar objetos tridimensionales. Con la mente.

—Ustedes dos, a tiempo parcial, formarán un equipo sobre el terreno que se desplazará por el condado y sus alrededores. —Ndiawar le lee un texto preparado a Day. Coge la página con las dos manos—. Yang será su superior y los dos juntos visitarán a los casos que no pueden moverse de sus casas. A los pobres de solemnidad. A los que no tienen sitio aquí.

—Es un talento que tengo —dice Yang, retorciéndose el flequillo con cuatro dedos—. Cierro los ojos y formo una imagen perfectamente detallada de un objeto. Desde todos los ángulos. Y la hago girar.

—Visitarán la lista que yo les prepare de pacientes sin movilidad —lee Ndiawar—. Yang, que es el superior, se encargará de orientar a esas personas sumidas en la penuria, mientras que usted los animará, usando su talento, a expresar sus desórdenes afectivos por medio del arte.

—También soy capaz de percibir texturas, imperfecciones y los juegos de luces y sombras en los objetos que hago girar —dice Yang. Va haciendo gestos con las manos que no parecen tener ningún significado—. Es un talento muy íntimo. —Mira a Ndiawar—. Solamente estoy tratando de ser honesto con este tipo.

El doctor Ndiawar hace caso omiso de Yang.

—Tiene que conseguir que dirijan sus emociones aberrantes o disfuncionales hacia los objetos artísticos que creen —lee con voz monótona—. Hacia objetos que no puedan ser dañados. Se trata de un modelo de intervención sobre el terreno. Por ejemplo, la arcilla de modelar suele resultar un objeto adecuado.

—Soy prácticamente médico —dice Yang, prensando con el nudillo el tabaco de un cigarrillo.

Ndiawar se apoya en el respaldo de su silla y vuelve a formar el campanario con las manos.

—Yang es un asistente social que necesita medicación. Sin embargo, es barato y tiene un buen corazón…

Yang mira fijamente al director:

—¿Qué medicación?

—… Que se preocupa por los demás.

Day se pone de pie:

—Necesito saber por dónde empezar.

Ndiawar extiende ambas manos:

—Compre arcilla.

Sarah acompaña a Day a la piscina la noche antes de que Esther resulte herida. Le pide a Day que toque el agua iluminada desde abajo por las lámparas que hay en las baldosas. Day puede ver el desagüe central y su efecto sobre el agua circundante. El agua es tan azul que su tacto es azul, según él.

Ella le pide que se sumerja en los bajos de la piscina.

Day y Sarah tienen relaciones sexuales en los bajos de la piscina azul de la casa de infancia de Sarah. Sarah lo rodea en forma de agua cálida y agua fría. Day tiene su orgasmo dentro de ella. La válvula de escape del desagüe chapotea y borbotea. Sarah empieza a tener su orgasmo, sus párpados se agitan, Day intenta mantenerle los párpados abiertos con los dedos húmedos, ella se aferra a él, su espalda choca contra la pared embaldosada con un ruido ceceante y rítmico y murmura: «Oh».

CUATRO COLORES

—No conozco a Soutine —dice Yang mientras se alejan en el coche de la mujer que solamente habla español—. ¿Dices que se parecía a los cuadros de Soutine?

El coche es de un color indefinido, ni marrón ni verde. Day nunca ha visto nada parecido. Se seca el sudor de la cara.

—Sí —dice.

La maleta con su material está en la parte de atrás, debajo de un cubo metálico. El mango de una fregona repiquetea contra el cubo. Sarah es quien ha pagado la maleta y el material.

Yang da un golpe en la parte superior del salpicadero. El aire acondicionado huele a moho. En el coche hace un calor intenso.

—Hazlo con la factura del teléfono —dice Day colocándose detrás de un autobús municipal tapizado de pintura de espray. El humo del tubo de escape del autobús es dulce.

Yang baja su ventanilla y enciende un cigarrillo. La luz del sol tiñe su respiración de un color blanquecino.

—Ndiawar me ha contado lo de la niña de tu mujer. Siento mucho haber hecho esa broma sobre tomarte unas vacaciones en tu primera semana aquí. Lo siento, no sabía nada.

Day puede ver a Yang de perfil con el rabillo del ojo.

—Siempre me ha gustado el color azul de la factura del teléfono —dice.

Yang tiene el pelo muy negro, una corbata de lana muy fina y ojos de color trucha. Cierra los ojos.

—Ahora he doblado la factura en forma de triángulo. Un lado no se ajusta del todo bien con el otro, pero sigue siendo un triángulo. Es como ese rollo del orden en medio del caos.

Day ve algo amarillo en la carretera.

—¿Eric?

—La factura tiene una muesca en el vértice inferior derecho del triángulo —dice Yang—. Y es por un valor de sesenta dólares. La muesca es pequeña, blanca y tiene una especie de hilillos. Deben de ser las fibras del papel o algo así.

Day acelera para adelantar a un camión lleno de pollos. Una ráfaga de color amarillo y plumas.

—Estoy haciéndola girar para que no se vea la muesca —susurra Yang. El perfil de su cara asume la forma de la luna en cuarto creciente—. Ahora no se ve nada más que el azul de la factura del teléfono.

Se oye un bocinazo y Day da un golpe brusco de volante.

Yang abre los ojos:

—Guau.

—Lo siento.

Pasan por delante de unos edificios oscuros sin cristales en las ventanas. Un niño sucio tira una pelota de tenis a una pared.

—Espero que… —empieza a decir Yang.

—¿Qué?

—Que cojan al conductor borracho.

Day mira de refilón a Yang.

Yang le devuelve la mirada:

—Al que atropelló a tu niña.

—¿Qué conductor?

—Solamente espero que cojan a ese hijo de puta.

Day mira el parabrisas.

—Esther tuvo un accidente en la piscina.

—¿Tenéis piscina?

—Es de mi mujer. Hubo un accidente. El desagüe de la piscina la succionó.

—Dios santo.

—Estuvo debajo un rato muy largo.

—Lo siento.

—Y yo no sé nadar.

—Dios.

—La podía ver muy bien. La piscina estaba muy limpia.

—Ndiawar me dijo que tú le dijiste que el conductor estaba borracho.

—Todavía está en el hospital. Le van a quedar lesiones cerebrales.

Yang le mira:

—¿Seguro que tendrías que estar aquí hoy?

Day estira el cuello para ver las señales de tráfico. Están parados en un semáforo.

—¿Por dónde?

Yang mira la lista de pacientes sujeta a la visera del coche. Su goma elástica fue verde alguna vez. Señala en una dirección.

MUY ALTO

Las pinceladas de sus buenas pinturas oníricas también son visibles en forma de ritmos. La pintura de hoy despliega sus ritmos sobre un territorio donde la luz es susceptible a la influencia del viento. Se trata de un viento muy fuerte y esporádico que azota el campus de la escuela, hace un ruido sibilante en torno al campanario estilo De Chirico de donde proceden todas las sombras. En este territorio se alternan los momentos de calma con las ráfagas de luz. En él los espacios abiertos lanzan destellos como nervios enfermos y los árboles doblados flotan con un aura viscosa que se detiene e incendia la hierba con un fuego del color de la willemita; en él la luz arrastrada por el viento se acumula en la base de las cercas y las paredes y luego se ondula y resplandece. Las aristas abruptas del campanario tiemblan y proyectan ráfagas en forma de espectros. Chicos larguiruchos con blazers avanzan como cuchillos a través de un resplandor rasgado sosteniendo cuadernos de dibujo a la altura de los ojos. Sus sombras revolotean delante de ellos. Los vientos centelleantes se calman y se reúnen, parecen enrollarse, luego estallan con ruidos sibilantes, llevan a cabo movimientos estroboscópicos y golpean intentando abrir grietas de color rosa pálido en el rosetón del Salón del Arte. Los bocetos de Day se iluminan. En las dos pantallas que hay al frente de la clase, sendas diapositivas con la misma imagen proyectan la sombra frágil y palmada del profesor de arte en su tarima, un jesuita viejo y consumido que susurra sus eses sibilantes en el micrófono mal conectado y lee el texto de su lección a una clase medio llena de chicos. La sombra del profesor mientras se frota los ojos tiene forma de insecto proyectado sobre el fondo del paisaje de colores del Delft de Vermeer.

El sacerdote marchito lee su lección sobre Vermeer, la limpidez, la luminosidad y la luz entendida como una vestidura que se ajusta al contorno de las cosas. Muerto en 1675. Poco conocido en su época, claro, porque pintó pocas obras. Pero ahora lo conocemos bien, ¿verdad?, ejem. Los tonos amarillos azulados predominan a diferencia de, ejem, por ejemplo, Pieter de Hooch. Los alumnos llevan blazers azules. Su representación sin igual de la luz sirve como sutil glorificación de Dios. Ejem, aunque alguien puede considerar esto una blasfemia. ¿Lo ven? ¿No lo ven? Un orador notoriamente tedioso. Una inmortalidad concedida de forma implícita por parte del espectador. Ejem, ¿lo ven ustedes? «La quietud hermosa y terrible de Delft», para usar la frase seminal de. La sala permanece a oscuras detrás de la hilera resplandeciente de Day. A los chicos se les permite cierta libertad de expresión personal a la hora de elegir corbata. La distribución irreal de la nitidez del enfoque convierte la pintura en lo que el cristal desearía ser en sus sueños más felices. «En esa forma de proyectarse las ventanas en los interiores se han resuelto todos los conflictos», por usar las tan citadas palabras de. Todo iluminado y revelado con total nitidez, ejem, ¿lo ven ustedes? Los martes y jueves después de la comida y la recogida del correo. Resuelve los conflictos, tanto orgánicos como divinos. De la carne y del espíritu. Day oye a alguien que rasga un sobre. El espectador ve igual que ve Dios, en otras ejem. Una luz que vence al tiempo, ¿lo ven? Supera al tiempo. Alguien hace estallar un globo de chicle. Alguien se ríe en voz baja en una de las hileras del fondo. El pasillo está sumido en la penumbra. Un chico situado a la izquierda de Day deja escapar un gruñido y se hunde en un sueño profundo. El profesor está, es cierto, totalmente consumido, está en las últimas, más muerto que vivo. El chico que tiene Day al lado parece muy interesado en la parte de su muñeca que hay alrededor del reloj.

El profesor de arte es un hombre virgen de sesenta años en blanco y negro que lee con voz monótona sobre cómo las pinceladas de cierto holandés destruyen la muerte y el tiempo en Delft. Las cabezas con el pelo meticulosamente bien cortado se giran en ángulo oblicuo para ver el ángulo de las manecillas resplandecientes del reloj. La notoria eternidad de las lecciones del jesuita. El reloj está en la pared del fondo, entre dos ventanas con persianas que golpean contra el cristal con cada ráfaga de viento.

El pequeño y borroso Day ve que es el ángulo de la brisa luminosa sobre la pantalla lo que hace que brille la cara húmeda que corona la sombra iluminada del sacerdote. Lágrimas enormes y gelatinosas resplandecen sobre la lección mecanografiada del anciano. Day observa cómo una lágrima se suma a otra en la mejilla del profesor de arte. El profesor continúa leyendo sobre el uso de los tonos compuestos de cuatro colores para representar los reflejos del sol sobre el río en Delft, Holanda. Las dos gotas se funden, aceleran a medida que bajan por la mandíbula y se lanzan sobre el texto.

CUATRO VENTANAS

Ahora, en el tercer panel de la pintura iluminada por las estrellas, el sacerdote es muy anciano. Fue profesor hace una eternidad. Está arrodillado en un prado seco en los límites de un parque industrial. Tiene las palmas de las manos juntas en un gesto de piedad antigua: la pose de un santo patrono. Day, que ha fracasado dos veces, permanece un poco al margen del triángulo que forman las otras figuras del prado. Las cigarras gritan entre las hojas secas. Las hojas son de un color amarillo mortecino y las longitudes y los ángulos de sus sombras no tienen sentido. El sol de agosto tiene una mente propia.

—Uno se arriesga…

Ndiawar, el de la cabeza cegadora, lee de un memorándum bajo el sol. Yang protege su cigarrillo de la brisa.

—… al encierro como resultado natural de comportarse de forma aberrante hacia los demás —lee Ndiawar.

El pequeño planeta blanco acoplado a un tallo que Day ve es un diente de león que flota esparciendo sus semillas.

Yang se sienta con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo en el borde de la sombra arrodillada. Su camiseta dice PREGÚNTEME POR MIS ENEMIGOS INVISIBLES. Se peina con la mano.

—Es una cuestión de emplazamiento, señor —dice—. Estando aquí fuera, se convierte en una cuestión pública. ¿Tengo razón, doctor Ndiawar?

—Infórmele de que una comunidad de otras personas no es el vacío.

—Aquí no está en el vacío, señor —dice Yang.

—Existen derechos en una situación delicada. Derechos que son necesariamente delicados —lee Ndiawar por encima.

Yang entierra una colilla.

—La cuestión es esta, señor, padre, si me lo permite. Usted quiere rezarle a una imagen de usted rezando. Eso está bien. No hay problema. Está en su derecho. Pero no donde otra gente tenga que ver cómo lo hace. Otra gente que tiene derechos, como, por ejemplo, no tener que verla contra su voluntad, porque les molesta. ¿No es eso bastante razonable?

Day observa la conversación por encima de la piruleta de nieve. El lienzo está clavado a un caballete sujeto con pesos en medio del campo. Su sombra rectangular permanece distorsionada. El jesuita antiguo profesor de arte está arrodillado en el cuadro.

—Uno se arriesga —continúa Ndiawar— a un encierro adicional como consecuencia de permanecer en las esquinas de la vía pública y pedirle a los peatones que le regalen minutos de su tiempo.

—Solamente uno.

—No existe el derecho a abordar, molestar o pedir la atención de los inocentes.

Yang no tiene sombra.

—Un minuto —dice el profesor de arte del cuadro sujeto con pesos—. Seguramente les sobra un minuto.

—El emplazamiento sumado a lo que está pidiendo equivale al encierro, señor —dice Yang.

—Abordar y obligar a mirar… Esos peatones son gente inocente, dígaselo.

—Me conformaré con el tiempo que les sobre. El tiempo que ustedes digan.

—Estar encerrado otra vez. Pregúntele si le gustaba. Recuérdele lo de la libertad condicional.

—El vacío es una cosa —dice Yang, mirando brevemente por encima del hombro para hacerle una señal a Day—. Pero la calle es otra. —Sin embargo, Day no está detrás de él.

El director cambia el memorándum de su portafolio de cartón. Hace un campanario más bien vago con las manos mientras inspecciona el prado. La mirada del jesuita no abandona en ningún momento la esquina de su caballete. Debido a que el lienzo es el punto de acceso del espectador a la pintura onírica, la ventana que da a la escena por decirlo de alguna forma, su mirada está clavada en la de Day, con un globo de semillas diminuto y mortecino entre ambos. La perspectiva no tiene sentido. Puede ver cómo la sombra sin cabeza de Ndiawar cubre ahora a Day y cubre la bola blanca de semillas.

—Aquí hacen falta habilidades —dice Ndiawar—. Con urgencia.

Una mente propia.

El aliento de Day destruye la bola.

LÍMITE

Esther tiene la cabeza envuelta en vendas. Day tiene la cabeza inclinada sobre una página. Sarah tiene la cabeza en el regazo del pastor en la esquina iluminada de la sala. La sala es blanca. El clérigo tiene la cabeza inclinada hacia atrás, está mirando el techo.

—Lo siento —le dice la cabeza de Sarah al regazo negro—. Lo del teléfono. Lo de la válvula. Lo del desagüe. Lo de la succión. Ella se volvió blanca y él se vuelve de colores. Pido disculpas.

—Aunque los gigantes —lee Day en voz alta—… aunque los gigantes tienen todos el mismo tamaño, tienen muchas formas distintas. Están los cíclopes griegos, el Pantagruel francés y el Bunyan americano. Hay ciclos mitológicos amplios y de muchas culturas que tienen gigantes en forma de columnas de fuego, de nubes con piernas o de montañas que caminan invertidas mientras el mundo duerme.

—No, yo pido disculpas —dice la cabeza del pastor. Una mano blanca acaricia el pelo recogido de Sarah.

—Hay gigantes al rojo vivo, gigantes templados —lee Day—. También hay gigantes fríos. Son formas posibles. Cierto gigante frío que aparece en algunas leyendas tiene forma de esqueleto de una milla de altura hecho de cristales de colores. El gigante de cristal vive en un bosque de hielo de un color blanco puro.

—Gigantes fríos.

—Después de usted —murmura Sarah abriendo la puerta de la habitación de Esther.

—Es el amo de ese bosque.

La cabeza que hay encima del atuendo negro y blanco sonríe.

—No, después de usted.

—Cada zancada del gigante de cristal abarca una milla. Está dando zancadas todo el día y todos los días. Nunca se detiene. Porque vive con el miedo de que el bosque de hielo se le funda alguna vez. Ese miedo le hace estar caminando todo el tiempo.

—No duerme —dice Esther.

—No, no duerme nunca, el gigante de cristal camina por el bosque blanco, cada una de sus zancadas abarca un kilómetro, día y noche, y el calor de sus zancadas funde el bosque.

Esther intenta sonreír en dirección a la puerta que se cierra. El vendaje está impecable.

—El arco iris —dice.

—Sí. —Day le enseña el dibujo—. El bosque se funde en forma de lluvia y el gigante de cristal es el arco iris. Ese es el ciclo.

—Lo que se funde es lluvia.

Sarah deja escapar un estornudo amortiguado en el pasillo. Day espera a que el clérigo lo diga.

CIÉRRALOS

—Coordina tu respiración —le instruye el reseco y ciertamente viejo ex jesuita. Yang y Ndiawar permanecen de pie en la espuma al borde del mar azul del campo.

—Respira aire —dice el profesor de arte, haciendo la pantomima de una brazada—. Escupe agua. De forma rítmica. Dentro y fuera.

Day imita la brazada.

Eric Yang cierra los ojos:

—La muesca de la factura ha vuelto —dice.

La pintura onírica del profesor enfrascado en un rezo eterno permanece clavada en el soporte sujeto con pesas. El viento arrecia. Los dientes de león se elevan alrededor de los reunidos. Las abejas surcan el prado amarillento sobre un fondo cada vez más azul.

—Inspira por encima. Expira por debajo —instruye el anciano—. Estilo crol.

El prado reseco es una isla. El agua azul que lo rodea está salpicado de islas secas de color blanco. Esther yace en una cama limpia y fina de acero en la isla siguiente. El agua se desplaza por el canal que hay en medio.

Day imita la brazada. Sus manos con el dorso hacia arriba chocan con las semillas blancas. Una planta ha brotado en un abrir y cerrar de ojos. Su chapitel ya llega a las rodillas de Day.

Yang habla con Ndiawar sobre la textura de la factura telefónica. Ndiawar se queja a Yang de que la iglesia que más le gusta hacer no le deja ninguna mano libre para abrir la puerta. El simbolismo de la conversación es inconfundible.

El profesor de arte se aleja nadando de espaldas del brote convulso de la planta negra. Day da brazadas en medio del polen, intentando establecer un ritmo.

Sarah flota boca arriba en el canal que hay ante la isla de Esther. Luego la sombra de la planta eclipsa la luz. La sombra es lo más grande que Day ha visto en su vida. Su fachada se pierde a lo lejos, trae a la mente el prefijo «bronto-». El suelo estalla bajo el peso de un contrafuerte. El contrafuerte traza una curva ascendente y se pierde de vista en dirección a la fachada. Un rosetón resplandece en el límite superior del cielo. El caballete se desploma. Las puertas de la cosa han salido de la nada, retorciéndose como labios. Se les acercan a toda velocidad.

—¡Socorro! —grita Esther, con voz muy débil, antes de que la iglesia del cuadro los encierre en su interior. Day oye el murmullo lejano de la cosa al crecer. La iglesia no construida está oscura, su única luz procede de cristales iluminados. Las puertas se han alejado tras sus espaldas hasta perderse de vista.

El rosetón continúa ascendiendo. Es redondo y rojo. Sus espigas refractantes irradian luz. En el interior del rosetón una mujer triste intenta usar su sonrisa para salir del cristal.

Day sigue haciendo una pantomima del estilo crol, la única brazada que conoce.

La ventana deja entrar la luz y nada más, la colorea.

—Cierra los ojos que tienes dentro de la cabeza —dice el eco como de madera de la voz de Ndiawar.

Yang se dirige a la nave:

—Ciérralos.

Aparecen bóvedas de cañón difusas por encima del rosetón. Sus cristales invierten toda revelación normal: todo lo sólido aquí es negro y todo lo ligero es de un color brillante. Cada vez que inspira, Day puede distinguir su forma. El color se estrecha a medida que asciende alejándose del rosetón y se afila hasta formar una aguja refractante con un punto negro en el extremo. Algo vestido de blanco gira a su alrededor.

Day nada estilo crol hacia ese extremo afilado, ascendiendo ingrávido.

El profesor apartado del sacerdocio coloca el reloj sumergible de Day en el altar. Se arrodilla delante del reloj en actitud blasfema.

Esther flota envuelta en gasa en el punto negro que remata el color afilado del rosetón rojo. Day ve el punto a través de la cortina mojada y estrellada que trazan sus brazadas. El azul del aire parece negro, Day nada a través de la cortina, el movimiento de sus brazos hace que lluevan estrellas hacia arriba. Hace una pantomima del estilo crol a través de las estrellas. Puede verla con claridad, girando.

—¡No mires!

Y de nuevo es al mirar hacia abajo cuando fracasa. Solamente quería ver cuánto se había elevado. En ese mismo segundo —o en menos— todo se desploma. Empieza con el ábside. El este se precipita hacia el oeste y la fachada del oeste no lo puede soportar y se derrumba. Las paredes parecen encogerse de hombros mientras se hunden sobre sí mismas. El punto negro que remata la aguja roja se abre. Esther gira y se retuerce entre sus mitades dentadas, cayendo hacia el rosetón mientras este se inclina. Todo es tan claro como una foto. Yang dice guau. El contrafuerte se comba hacia fuera y se rompe. Ella tarda un poco en caer. Su cuerpo gira lentamente a través del aire, deja a su espalda un cometa de gasa. El rosetón se la traga. Un hombre que midiera un kilómetro de altura podría atraparla y llevarla en las manos por entre la lluvia de estrellas. La gasa iría detrás. Es la imposibilidad de respirar la que hace que Day se ponga azul. El cristal del color de la sangre retiene a la madre encerrada en su interior, esperando a que la criatura la libere.

Se oye el ruido de un impacto sobre el cristal a una altura enorme: terrible, multicolor.

ROTACIÓN

El cielo es un ojo.

El crepúsculo y el amanecer son la sangre que alimenta al ojo.

La noche es el párpado cerrado del ojo.

Todos los días el párpado se abre de nuevo, liberando sangre y el iris azul de un gigante tendido boca abajo.