Durante los tres primeros años, a la joven esposa le preocupaba que a él le hiciera daño la cosita cuando hacían el amor. La textura descarnada y blanda y el color rosa amoratado de la punta de su cosita. El gesto de dolor que había hecho cuando la había penetrado por primera vez. El sabor descarnado y vagamente reminiscente a tortitas de cebolla y queso que notaba cuando se metía su cosita en la boca, aunque muy pocas veces se lo hacía con la boca. Había algo en todo aquello que no le gustaba.
Durante los primeros tres años o tres años y medio de su matrimonio, la esposa, que era joven (y engreída (aunque de esto se dio cuenta más tarde)), pensó que era de ella. El problema. Le preocupaba que le pasara algo a ella. A su técnica de hacer el amor. O tal vez tenía algo duro, áspero o rugoso allí abajo que rozaba con su cosita y le hacía daño. Era consciente de que a veces le gustaba presionar el hueso de su pubis y la base de su trasero contra él cuando hacían el amor. Apretaba contra él tan suavemente como podía cuando se acordaba, pero se daba cuenta de que a menudo lo hacía cuando se acercaba a su clímax sexual y entonces se olvidaba de todo, y después se quedaba preocupada porque había sido egoísta y se había olvidado de su cosita y podía haberle hecho daño.
Eran una pareja joven y no tenían hijos, aunque a veces hablaban de tener hijos y de todos los cambios y responsabilidades irrevocables a los que se verían abocados.
El método anticonceptivo que la joven esposa usaba era el diafragma, hasta que empezó a preocuparle que algo en el diseño de sus bordes o la manera en que se lo insertaba o lo llevaba puesto pudiera hacerle daño a él y eso se sumara a lo que fuera que le resultaba doloroso cuando hacían el amor. Se aseguraba de mantener los ojos abiertos y vigilar el leve gesto de dolor que tal vez (solamente se dio cuenta más tarde, cuando adquirió una perspectiva madura) podía significar placer, podía constituir de hecho el mismo placer extático de unirse tanto como dos cuerpos casados podían unirse y de sentir el calor y la intimidad que hacían que a ella le resultara tan difícil mantener los ojos abiertos y los sentidos alerta a lo que fuera que pudiera estar haciendo mal.
En aquellos primeros años, la esposa se sentía totalmente feliz con la vida sexual que tenían juntos. Su marido era un gran amante y ella sentía que su atención, su cariño y su pericia la volvían casi loca de placer. La única parte negativa era su preocupación irracional por tener algo o hacer algo mal que le evitara a él disfrutar de su vida sexual tanto como disfrutaba ella. Le preocupaba que su marido fuera demasiado considerado y generoso como para arriesgarse a herir los sentimientos de ella contándole lo que iba mal. Nunca se había quejado de tener ninguna herida ni nada que le hiciera daño, ni de sentir dolor cuando la penetraba por primera vez, ni decía nada aparte de que la quería y que le gustaba con locura lo que tenía allí abajo. Le contaba que allí abajo ella era indescriptiblemente suave, blanda y agradable, y que penetrarla era indescriptiblemente placentero. Le decía que ella lo volvía medio loco de pasión y de amor cuando se frotaba contra él mientras se preparaba para su clímax sexual. No decía más que cosas generosas que la tranquilizaban acerca de su vida sexual. Siempre le susurraba cumplidos después de hacer el amor, la abrazaba y colocaba de forma considerada las colchas sobre las piernas de ella cuando el ritmo del corazón acelerado por el sexo de ella se normalizaba y le empezaba a entrar frío. A ella le encantaba sentir que sus piernas temblaban un poco todavía bajo el capullo de las colchas que él colocaba amablemente encima de ella. También desarrollaron un hábito íntimo consistente en que él siempre cogía su paquete de Virginia Slim y le encendía uno a ella después de hacer el amor.
La joven esposa sentía que el marido era un compañero de actos amorosos sencillamente maravilloso, amable, atento, generoso, viril y cariñoso, probablemente mucho mejor de lo que ella merecía. Y mientras él dormía, o cuando se levantaba en plena noche para comprobar los mercados internacionales y encendía la luz en el baño principal que había junto a su dormitorio y la despertaba sin querer (más adelante ella se daría cuenta de que en aquellos años tenía el sueño ligero), las preocupaciones de la esposa mientras yacía despierta en la cama la tenían por único objeto a ella misma. A veces se tocaba a sí misma allí abajo mientras yacía despierta, pero no de forma placentera. El marido dormía a su derecha, dándole la espalda. Le costaba mucho dormir por culpa del estrés laboral y solamente lograba quedarse dormido en una posición. A veces ella le miraba dormir. El dormitorio principal tenía una lamparilla de noche junto al zócalo. Cuando él se levantaba por la noche ella creía que era para comprobar la situación del yen. A veces el insomnio le hacía ir en coche en plena noche hasta su empresa, situada en el centro de la ciudad. También había que supervisar y controlar la rupia, el won y el bahr. También estaba a cargo de la tarea semanal de ir a comprar comida, que llevaba a cabo en plena noche. Asombrosamente (aunque no se dio cuenta hasta más tarde, después de tener una epifanía y madurar de golpe), a la esposa nunca se le ocurrió comprobar nada.
A ella le encantaba cuando él le practicaba el sexo oral, pero le preocupaba que a él no le gustara tanto cuando era ella quien se lo hacía a él con la boca. Casi siempre le decía que lo dejara al cabo de un rato, diciendo que le daba ganas de penetrarla por allí abajo y no en su boca. Ella creía que había algo malo en su técnica de sexo oral que provocaba que a él no le gustara tanto como a ella o incluso que le hacía daño. Él solamente había alcanzado su clímax sexual en la boca de ella dos veces a lo largo de su matrimonio, y ambas veces había tardado una eternidad en alcanzarlo. Las dos veces había tardado tanto que a ella le dolió el cuello al día siguiente y se quedó preocupada porque a él no le hubiera gustado, por mucho que él dijera que no podía describir con palabras cuánto le había gustado. En cierta ocasión se había armado de valor y había cogido el coche para ir a Mundo Adulto a comprar un consolador, aunque solamente para practicar su técnica de sexo oral. Sabía que carecía de experiencia en aquellas cosas. La vaga tensión o distracción que ella creía percibir en él cuando ella se desplazaba hacia la parte inferior de la cama y se metía en la boca la cosita de su marido podía no ser nada más que su propia imaginación egoísta. Todo el problema podía estar solamente en su cabeza, y eso la preocupaba. En Mundo Adulto se había sentido tensa e incómoda. Había sido la única mujer en toda la tienda y el cajero la había mirado de una forma que a ella no le había parecido muy adecuada ni cortés dentro de los límites de la profesionalidad, luego ella había llevado el consolador dentro de una bolsa de plástico oscura al coche y había salido del aparcamiento abarrotado tan deprisa que luego temió que los neumáticos hubieran chirriado.
El marido nunca dormía desnudo, sino con unos calzoncillos limpios y una camiseta.
A veces ella tenía pesadillas en las que iban los dos juntos en coche a alguna parte y el resto de los coches eran ambulancias.
El marido jamás decía nada sobre sus sesiones de sexo oral salvo que la quería y que ella le volvía loco de pasión cuando se lo hacía con la boca. Pero cuando ella se lo hacía con la boca y ponía la lengua plana para evitar las famosas náuseas reflejas y movía la cabeza arriba y abajo en la medida en que su habilidad se lo permitía, haciendo un anillo con el pulgar y el índice para estimular la parte de su pene que no podía meterse en la boca, al practicarle el sexo oral, la esposa notaba una tensión en él; siempre creía poder detectar una pequeña rigidez en los músculos de su abdomen y sus piernas, y le preocupaba que estuviera tenso o distraído. Su cosita a menudo tenía un sabor descarnado y/o llagado, y le preocupaba que sus dientes o su saliva pudieran estar escociéndole o quitándole placer. A veces, cuando practicaban el sexo oral mientras hacían el amor, a ella le parecía notar que él estaba intentando alcanzar su clímax sexual rápidamente a fin de que el sexo oral se acabara lo antes posible y que por aquella razón le costaba tanto llegar, normalmente. Ella intentaba hacer ruidos de placer y de excitación cuando tenía su cosita en la boca; más tarde, mientras yacía despierta, a veces le preocupaba el que los ruidos que hacía resultaran desagradables o molestos y se limitaran a añadirse a la tensión de él.
Aquella joven esposa inmadura, sin experiencia y emocionalmente lábil yacía sola en su cama a una hora muy avanzada de la noche de su tercer aniversario de boda. El marido, cuya carrera le provocaba un gran estrés, le causaba insomnio y le hacía despertarse muchas veces, se había levantado, había ido al baño principal y luego había bajado las escaleras hasta su estudio, luego ella había oído el ruido de su coche. El consolador, que ella tenía escondido en el fondo de su cajón donde guardaba los jabones, era tan inhumano e impersonal y tenía un sabor tan horrible que tenía que obligarse a sí misma a practicar con él. A veces él conducía hasta su oficina en plena noche para comprobar los mercados internacionales con mayor profundidad; los negocios siempre estaban en marcha en alguna área monetaria del mundo. Cada vez más a menudo ella yacía despierta y preocupada en la cama. Se había quedado un poco grogui en su cena especial de aniversario y había estado a punto de estropear su velada juntos. A veces, cuando se lo hacía con la boca, le acometía un miedo sobrecogedor a que el marido no estuviera disfrutando y un deseo abrumador de llevarlo a su clímax sexual lo antes posible a fin de obtener alguna prueba «egoísta» de que a él le gustaba que ella se lo hiciera con la boca, y a veces esto le hacía olvidarse de sí misma y de todas las técnicas que había ensayado y empezaba a mover la cabeza de forma casi frenética y a mover el puño de forma frenética de arriba abajo de su cosita, a veces chupando literalmente el orificio diminuto de su cosita, llevando a cabo una succión real, y le preocupaba la posibilidad de estar rascándole, doblándole o haciéndole daño al hacer esto. Le preocupaba que su marido pudiera notar de forma inconsciente que ella estaba nerviosa porque no sabía si a él le gustaba que se lo hiciera con la boca y que fuera verdaderamente aquello lo que evitaba que disfrutaran del sexo oral los dos juntos de la misma manera que ella disfrutaba. A veces ella se reprendía a sí misma por sus inseguridades; el marido ya soportaba bastante estrés por culpa de su carrera. A ella le daba la impresión de que su miedo era egoísta y le preocupaba que el marido notara aquel miedo y aquel egoísmo y que aquello introdujera una cuña en su intimidad. Además, había que comprobar el riyal en plena noche, el dirham y el kyat birmano. En Australia usaban dólares, pero eran unos dólares distintos y había que vigilarlos. Taiwan, Singapur, Zimbabwe, Liberia y Nueva Zelanda: todos usaban dólares de valor fluctuante. Los elementos determinantes de la situación siempre cambiante del yen eran muy complejos. La promoción del marido había resultado en su nuevo cargo como Analista de Divisas Estocásticas. Sus tarjetas de visita y su material de oficina aludían a este cargo. Había que hacer ecuaciones complejas. El dominio que tenía su marido de los programas informáticos financieros y del software sobre divisas ya era legendario en la empresa, según le había contado un colega a la joven esposa durante una fiesta mientras el marido se metía otra vez en el lavabo.
A ella le preocupaba el hecho de que, fuera cual fuese su problema, le resultaba imposible resolverlo mentalmente en ninguna medida. Le resultaba impensable hablarlo con él, a la joven esposa le resultaba impensable el mero hecho de iniciar una conversación semejante. A veces ella carraspeaba de una forma especial que indicaba que tenía alguna cosa en mente, pero luego se le quedaba la mente en blanco. Si ella le planteara a su marido las dudas que tenía acerca de sí misma, él creería que lo estaba preguntando para que él la tranquilizara y de inmediato se pondría a tranquilizarla, lo conocía bien. Su especialidad profesional era el yen, pero otras divisas influían en el yen y debían analizarse continuamente. El dólar de Hong Kong también era distinto y también influía en el yen. A veces por las noches a ella le preocupaba la posibilidad de estar loca. Era consciente de que había estropeado una relación íntima previa con sus miedos y sentimientos irracionales. Casi a pesar de sí misma, regresó a la misma tienda de Mundo Adulto y compró una cinta de vídeo clasificada X, luego la guardó dentro de su caja en el mismo escondite que el consolador, decidida a estudiar y comparar las técnicas sexuales de las mujeres del vídeo. A veces, mientras él estaba dormido a su lado durante la noche, la joven esposa se levantaba y caminaba hasta el otro lado de la cama, luego se arrodillaba en el suelo y observaba al marido bajo la luz tenue de la lamparilla de noche, estudiando su cara dormida, como si esperara descubrir en ella algo no expresado que la ayudara a dejar de preocuparse y a sentirse más segura de que su vida sexual juntos lo satisfacía a él tanto como a ella. La cinta de vídeo X tenía fotografías explícitas en color de mujeres practicando el sexo oral a sus compañeros en la carátula. «Estocásticas» quería decir aleatorias, conjeturales o que contenían numerosas variables que tenían que ser controladas con atención; su marido decía a veces en broma que lo que realmente quería decir era que te pagaban para que te volvieras loco.
Mundo Adulto, que tenía una pared de complementos para la pareja y tres paredes de artículos X, así como un pasillo diminuto y oscuro que daba a alguna dependencia trasera y una pantalla que mostraba una escena explícita de película X justo encima del mostrador del cajero, tenía un olor horrible que la joven esposa no podía asociar con nada que hubiera vivido antes. Más tarde envolvió el consolador en varias bolsas de plástico y lo tiró a la basura la noche anterior a la recogida. La única cosa significativa que le pareció aprender viendo la cinta de vídeo era que a menudo los hombres parecían mirar hacia abajo a las mujeres mientras ellas se lo hacían con la boca y miraban cómo sus cositas entraban y salían de las bocas de las mujeres. Le pareció que aquello explicaba bastante bien el hecho de que los músculos abdominales de él se tensaran cuando ella se lo hacía con la boca —podía ser que él estuviera estirándose un poco para verla— y empezó a debatir consigo misma si no tendría el pelo demasiado largo y si acaso le estaría impidiendo a él ver cómo su cosita entraba y salía de la boca de ella durante el sexo oral, de manera que empezó a plantearse un corte de pelo. Le resultó un alivio descubrir que no estaba preocupada por ser menos atractiva ni sensual que las mujeres de la cinta X: aquellas mujeres tenían medidas grotescas e implantes obvios (y también una buena dosis de asimetrías, tal como comprobó la joven esposa), y además tenían un pelo teñido, decolorado y en muy mal estado que no daba ningunas ganas de tocarlo ni acariciarlo. Y, sobre todo, las miradas de las mujeres eran vacías y duras, era obvio que no estaban experimentando ninguna intimidad y ningún placer y que no les importaba que sus compañeros quedaran o no satisfechos.
A veces su marido se levantaba por la noche, usaba el baño principal y se iba al taller que tenía al lado del garaje y trataba de relajarse durante una hora o dos con su hobby de restaurar muebles.
Mundo Adulto estaba en la otra punta de la ciudad, en un distrito chabacano de locales de comida preparada y concesionarios automovilísticos en el margen de la autopista. Ninguna de las dos veces que había salido a toda prisa del aparcamiento la joven esposa había visto ningún coche que le resultara familiar. El marido le había explicado antes de casarse que dormía con calzoncillos limpios y camiseta desde que era niño, y que simplemente no estaba cómodo durmiendo desnudo. Ella tenía pesadillas recurrentes, y él la abrazaba y le hablaba en tono tranquilizador hasta que ella era capaz de dormirse de nuevo. En el Juego de las Divisas Extranjeras había mucho en juego, y el despacho de su marido en el piso de abajo permanecía cerrado cuando no estaba en uso. Ella consideró la posibilidad de acudir a psicoterapia.
Insomnio en realidad no aludía a la dificultad de quedarse dormido, sino al hecho de despertarse muy pronto y no poder volver a conciliar el sueño, le había explicado su marido.
Ni una sola vez en los primeros tres años y medio que llevaban casados le había preguntado a su marido por qué tenía la cosita dolorida o irritada, o qué podía hacer ella de forma distinta, o cuál era la causa. Simplemente le resultaba imposible hacerlo. (El recuerdo de aquella sensación paralizante la asombraría en una época posterior de su vida, cuando fuera una persona distinta). Cuando dormía, su marido a veces le parecía un niño durmiendo de costado, encogido sobre sí mismo, con un puño frente a la cara, con el rostro ruborizado y una expresión tan concentrada que parecía casi enfadado. Ella se arrodillaba al lado de la cama en un ángulo ligeramente oblicuo respecto al marido de forma que la luz tenue de la lamparilla del zócalo iluminara la cara de él, entonces observaba su rostro y se preguntaba llena de preocupación por qué razón irracional le resultaba imposible preguntárselo sin más. No tenía ni idea de por qué él la soportaba ni de qué veía en ella. Ella lo quería mucho.
A la hora de la cena del día de su tercer aniversario de boda, la joven esposa se había desmayado en el restaurante especial al que él la había llevado para celebrarlo. Estaba tranquilamente intentando tragar su sorbete y mirando a su marido por encima de la vela y de pronto se encontró viéndolo desde el suelo arrodillado a su lado preguntándole qué le pasaba, con la cara rolliza y distorsionada como el reflejo de una cara en una cuchara. Se sentía asustada y avergonzada. Sus pesadillas nocturnas eran breves y angustiosas y siempre parecían estar relacionadas con su marido y con el coche de este en algún sentido que ella no lograba precisar. Nunca había visto ninguna cuenta del Discover. Nunca se le había ocurrido siquiera preguntar por qué su marido insistía en ir siempre a comprar comestibles en plena noche; simplemente le daba vergüenza el modo en que la generosidad de él remarcaba el egoísmo irracional de ella. Cuando más tarde (mucho después del sueño electrizante, la llamada, la reunión discreta, la pregunta, las lágrimas y su epifanía frente a la ventana), reflexionara sobre el intenso ensimismamiento de su ingenuidad durante aquellos años, la joven esposa sentiría siempre una mezcla de desprecio y compasión por la chiquilla recalcitrante que había sido. Nunca había sido lo que se dice una persona estúpida. En sus dos visitas a Mundo Adulto había pagado con dinero en metálico. Las tarjetas de crédito estaban a nombre de su marido.
Por fin llegó a la siguiente conclusión acerca de lo que funcionaba mal: bien había algo en ella que funcionaba realmente mal o bien algo funcionaba mal en ella por el hecho de preocuparse irracionalmente porque algo funcionaba mal en ella. La lógica de esto parecía a todas luces evidente. Se quedaba despierta por las noches y se dedicaba a reflexionar acerca de aquella conclusión y le iba dando vueltas y más vueltas y observaba cómo producía reflejos de sí misma en su propio interior como si fuera un diamante.
La joven esposa solamente había tenido un amante antes de conocer a su marido. Carecía de experiencia y era consciente de ello. Sospechaba que sus pesadillas breves y extrañas podían ser obra de su ego inexperto que intentaba desplazar la ansiedad hacia su marido para protegerse de la idea de que algo iba mal y la convertía en algo sexualmente dañino o desagradable. Las cosas habían terminado mal con su primer amante, era consciente de ello. El candado de la puerta del taller que había junto al garaje de su marido no resultaba del todo ilógico: las herramientas eléctricas y las antigüedades restauradas eran bienes valiosos. En una de las pesadillas, ella y su marido estaban acostados juntos después de hacer el amor, acurrucados plácidamente, entonces el marido encendía un Virginia Slim, pero se negaba a dárselo y lo sostenía fuera del alcance de ella mientras se consumía. En otra, yacían juntos plácidamente después de hacer el amor y ella le preguntaba si él se lo había pasado tan bien como ella. La puerta de su estudio era la única otra puerta que permanecía cerrada con llave: el estudio contenía bastante equipo informático y de telecomunicaciones sofisticado que le daba al marido información de última hora sobre la actividad de las divisas extranjeras en los mercados.
En otra de las pesadillas, el marido estornudaba una vez y luego no podía parar de hacerlo, una y otra vez sin parar, y nada de lo que ella hiciera lograba que parara de hacerlo. En otra, ella era el marido y penetraba sexualmente a la esposa, colocándose encima de ella en la Postura del Misionero, golpeando con las caderas y sintiendo (el hombre del sueño, o sea, la esposa) que la esposa presionaba el pubis contra él de forma incontrolable y empezaba a tener su clímax sexual, momento en que él empezaba a golpear cada vez más deprisa de forma calculada y a hacer ruidos de satisfacción masculina y a fingir que tenía su propio clímax sexual, haciendo de forma calculada una serie de ruidos y expresiones faciales como si estuviera teniendo su clímax pero en realidad conteniéndolo, el clímax, para luego ir al lavabo y hacer caras horribles a solas mientras tenía su clímax frente al retrete. La situación de algunas divisas podía fluctuar con violencia en el curso de una sola noche, le había explicado el marido. Siempre que ella se despertaba de una pesadilla, él se despertaba también, la abrazaba y le preguntaba qué le pasaba, y encendía un cigarrillo para ella o la acariciaba con gran amabilidad en el costado y le aseguraba que todo iba bien. Luego se levantaba de la cama, dado que estaba despierto, y bajaba las escaleras para comprobar la situación del yen. A la esposa le gustaba dormir desnuda después de hacer el amor juntos, pero el marido siempre se ponía los calzoncillos limpios antes de usar el baño o de dar media vuelta para dormir de costado. La esposa yacía despierta e intentaba no estropear algo tan maravilloso volviéndose loca de preocupación. Le preocupaba que su lengua estuviera áspera y descarnada por culpa del tabaco y pudiera irritarle la cosita, o que sin darse ella cuenta sus dientes le estuvieran rascando la cosita a su marido cuando ella se lo hacía con la boca. Le preocupaba que el pelo le hubiera quedado demasiado corto y su cara resultara mofletuda. Le preocupaban sus pechos. Le preocupaba la expresión que parecía adoptar la cara de su marido cuando hacían el amor juntos.
En otra pesadilla, que se repitió más de una vez, aparecía la calle del centro de la ciudad donde estaba la empresa de su marido, una perspectiva de la calle vacía a altas horas de la madrugada, bajo una lluvia fina, y el coche de su marido con la placa de matrícula especial que ella le había regalado por sorpresa una Navidad avanzaba lentamente por la calle hacia la empresa y luego dejaba atrás la empresa sin detenerse y seguía por la calle mojada en dirección a otro destino. A la esposa le preocupaba el hecho de que aquel sueño la trastornara tanto —no había nada en aquella escena del sueño que justificara la sensación horripilante que le provocaba— y también su propia falta de agallas para hablar abiertamente con su marido acerca de aquellos sueños. Tenía miedo de sentirse de alguna forma como si lo estuviera acusando. La atormentaba su propia incapacidad para explicar aquella sensación. Tampoco se le ocurría ninguna forma de consultar con su marido acerca de la idea de probar la psicoterapia: sabía que él estaría de acuerdo, pero también se sentiría preocupado, y a la esposa le aterraba la sensación de ser incapaz de explicarse de ninguna forma racional para paliar aquella preocupación. Se sentía sola y atrapada por sus preocupaciones. Estaba sola frente a aquello.
Mientras hacían el amor juntos, a veces la cara del marido mostraba lo que a ella no le parecía tanto una expresión de placer como de intensa concentración, como si estuviera a punto de estornudar y se aguantara las ganas.
A principios de su cuarto año de matrimonio, la esposa sintió que se estaba obsesionando con la sospecha irracional de que su marido estaba teniendo sus clímax sexuales frente al retrete del lavabo principal. Examinaba el borde del retrete y la papelera del lavabo prácticamente a diario, fingiendo que limpiaba y sintiéndose cada vez más fuera de control. Su vieja dificultad para tragar regresaba a veces. Sentía que se estaba obsesionando con la sospecha de que su marido pudiera no estar obteniendo un placer genuino cuando hacían el amor juntos, sino que se concentraba únicamente en hacer que ella sintiera placer, en obligarla a sentir placer y pasión. Mientras yacía despierta por las noches, tenía miedo de que él estuviera obteniendo alguna clase de placer retorcido imponiéndole placer a ella. Y, sin embargo, contando con tan poca experiencia que solamente podía tener dudas (y engreimiento) durante aquellos años de inocencia, la joven esposa creía también que aquellas sospechas y obsesiones irracionales podían ser simples productos de su ego juvenil y narcisista, que desplazaba hacia su marido inocente sus insuficiencias y sus miedos a una verdadera intimidad; y la desesperaba el miedo a estropear su relación con sospechas fuera de lugar y descabelladas, del mismo modo que había estropeado y arruinado la relación con su anterior amante por culpa de sus preocupaciones irracionales.
De manera que la esposa luchó con todas sus fuerzas contra su mente inmadura e inexperta (o eso creía ella entonces), convencida de que el único problema real residía en su propia imaginación egoísta y/o en su identidad sexual inadecuada. Luchó contra la preocupación que sentía por el modo en que, casi siempre, cuando bajaba en la cama y se lo hacía con la boca, el marido casi siempre (o eso le parecía entonces), después de esperar con los músculos del abdomen tensos y rígidos lo que de alguna forma le parecía el tiempo mínimo exacto requerido con la cosita en la boca de ella, casi siempre alargaba el brazo para separarla con amabilidad pero con firmeza de su cuerpo para besarla de forma apasionada y penetrarla por abajo, mirándola a los ojos con expresión muy concentrada mientras ella se sentaba a horcajadas encima de él, siempre un poco encorvada por la vergüenza que le producía la leve asimetría de sus pechos. Y la manera en que él respiraba de forma entrecortada, ya fuera por pasión o por desagrado, alargaba los brazos, levantaba a la esposa y le metía su cosita, todo en un solo movimiento ágil, daba un grito ahogado brusco y como involuntario, como si intentara convencerla de que el mero hecho de tener su cosita en la boca le infundía unas ganas locas de penetrarla allí abajo, según decía, y de tenerla, según decía, «bien cerca» de sí en lugar de «tan lejos» allí abajo. Aquello siempre conseguía incomodarla mientras estaba sentada a horcajadas encima de él, encorvada y meneándose con las manos en las caderas y a veces olvidándose de todo y presionando con el hueso del pubis contra el pubis de él, temiendo que la presión que ejercía sumada a su peso sobre él pudieran causarle algún daño, pero a menudo olvidándose de todo y apoyándose involuntariamente y presionando sobre él cada vez con menos cuidado, a veces incluso arqueando la espalda y sacando los pechos hacia fuera para que él se los tocara, hasta el momento en que prácticamente siempre él —nueve veces de cada diez, como promedio— daba un grito ahogado ya fuera de pasión o de impaciencia y se giraba ligeramente de lado con las manos en las caderas de ella, dándole la vuelta con suavidad pero con firmeza hasta tenerla debajo de sí y tumbarse encima de ella y entonces o bien seguía teniendo la cosita dentro de ella o bien la volvía a penetrar desde encima. Sus movimientos eran muy suaves y ágiles y nunca le hacía daño a ella cuando cambiaba de postura y casi nunca tenía que penetrarla de nuevo, pero esto siempre hacía que la esposa se preocupara, después, porque él casi nunca llegaba a su clímax sexual (si es que realmente alguna vez llegaba al clímax) desde debajo de ella, sino que cuando notaba que se estaba acercando a su clímax siempre sentía una necesidad obsesiva de que se dieran la vuelta y de estar penetrándola desde encima, desde la familiar Postura del Misionero indicadora de dominación masculina, y aunque dicha postura hacía que su cosita llegara mucho más adentro de ella, algo que a la esposa le encantaba, sin embargo le preocupaba que aquella necesidad que tenía su marido de estar encima de ella durante su clímax sexual indicara que ella hacía algo cuando estaba sentada a horcajadas encima de él que le hacía daño o bien le negaba el intenso placer que había de llevarlo a su clímax sexual. Y por tanto la esposa se encontraba a veces llena de angustia y de preocupación incluso cuando terminaban y a ella le acometía otro pequeño estupor producido por un nuevo clímax mientras presionaba suavemente contra él desde debajo y examinaba la cara de su marido en busca de pruebas de un clímax genuino y a veces lloraba de placer debajo de él con una voz que cada vez, se decía a veces a sí misma, se parecía menos a la suya.
La relación sexual que la esposa había mantenido antes de conocer a su marido tuvo lugar cuando era muy joven, prácticamente una niña, tal como comprendería más tarde. Había sido una relación entusiasta y monogámica con un joven a quien se había sentido muy ligada y que era un amante maravilloso, apasionado y muy hábil (eso le parecía a ella) en sus técnicas sexuales, muy locuaz y cariñoso cuando hacían el amor y muy atento, y a quien le encantaba que ella se lo hiciera con la boca y nunca había parecido que le hiciera daño o le irritara o que se distrajera cuando ella se olvidaba de todo y presionaba contra él, y que siempre cerraba los dos ojos cuando empezaba a acercarse de forma incontrolada a su clímax sexual, y ella (a aquella edad tan temprana) había creído que lo quería y que quería estar con él y podía imaginarse estar casada con él y tener una relación entusiasta durante el resto de sus vidas, hasta que a finales de su primer año juntos, ella había empezado a tener sospechas irracionales de que cuando hacían el amor juntos su amante imaginaba que hacía el amor con otras mujeres. El hecho de que el amante cerrara los dos ojos cuando experimentaba placer con ella, lo cual al principio la hacía sentirse tranquila y satisfecha, empezó a preocuparla mucho, y la sospecha de que él estuviera imaginando que penetraba a otras mujeres cuando la estaba penetrando a ella se fue convirtiendo gradualmente en una siniestra convicción, por mucho que sintiera también que se trataba de algo infundado e irracional que solamente estaba en su cabeza y que heriría terriblemente los sentimientos del amante si ella se lo dijera, hasta que finalmente se convirtió en una obsesión, aunque no existía ninguna prueba tangible de ello y nunca le había dicho una palabra sobre el asunto a nadie. Y aunque estaba casi segura de que todo aquello estaba en su cabeza, la obsesión se volvió tan terrible y abrumadora que empezó a evitar hacer el amor con él y empezó a tener repentinas ráfagas de irritación por detalles triviales de su relación, ráfagas de furia histérica y de llanto que en realidad eran ráfagas de preocupación irracional porque él estuviera teniendo fantasías de encuentros sexuales con otras mujeres. Se había sentido, hacia el final de su relación, totalmente inadecuada, autodestructiva y enloquecida, y se había alejado de aquella relación presa de un miedo terrible a la capacidad de su propia mente para atormentarla con sospechas irracionales y para envenenar una relación entusiasta, y todo aquello se añadió al tormento que le causaba la preocupación obsesiva que estaba experimentando ahora en su relación sexual con su marido, una relación que también, al principio, había parecido más íntima y satisfactoria de lo que ella podía creer racionalmente que merecía, sabiendo todo lo que sabía (o creía saber) sobre ella misma.
Una vez, cuando era adolescente, en el lavabo de mujeres de un área de servicio de la autopista, en una pared, encima y a la derecha de las máquinas expendedoras de tampones y productos para la higiene femenina, rodeados de arengas groseras, genitales mal dibujados y obscenidades simples y en cierto modo plañideras escritas allí por diversas manos, destacaban tanto por su color como por su intensidad unos versos diminutos escritos con rotulador rojo y en letras de imprenta,
HACE MILES DE AÑOS
CUANDO LAS MUJERES
NO SE HABÍAN INVENTADO
LOS HOMBRES PERFORABAN
LOS POSTES DE LAS CUNETAS
Y SE QUEDABAN TAN ANCHOS [,]
diminutas y precisas y que por alguna razón no resultaban —gracias a la precisión de la mano que los había escrito frente a todos los garabatos circundantes— tan grotescos o amargos como simplemente tristes, y desde aquel día se había acordado de ellos, y a veces le habían venido a la cabeza sin razón aparente, en las tinieblas de los años de inmadurez de su matrimonio, aunque, hasta donde llegaba su recuerdo posterior, el único significado real que le atribuía a aquel recuerdo era que a veces se te quedan cosas raras en la cabeza.
Mientras tanto, de vuelta al presente, la esposa inmadura se sentía cada vez más ensimismada y angustiada y cada vez era más infeliz.
Lo que cambió todo y salvó la situación fue que tuvo una epifanía. Tuvo la epifanía cuando llevaba casada tres años y siete meses.
En términos de psicodesarrollo secular, una epifanía es un descubrimiento repentino que cambia la vida, a menudo catalizando el proceso de madurez emocional de una persona. La persona, en un solo destello cegador, «crece», «se hace adulta» y «dej[a] de lado las cosas infantiles». Se despoja de ilusiones que se han vuelto pringosas y rancias como resultado de haberse prolongado un montón de años. Se transforma, para bien o para mal, en un ciudadano de la realidad.
En realidad, las epifanías genuinas son extremadamente raras. En la vida adulta contemporánea, la madurez y la conformidad con la realidad son procesos graduales, paulatinos y a menudo imperceptibles, semejantes a la formación de cálculos renales. El idioma moderno normalmente emplea «epifanía» como metáfora. Solamente es en representaciones dramáticas, iconografía religiosa y en el «pensamiento mágico» de los niños donde esa clase de descubrimientos quedan comprendidos en un repentino destello cegador.
Lo que desencadenó la repentina y cegadora epifanía de la joven esposa fue su abandono de la actividad mental pura en beneficio de una acción concreta y frenética.[*] De forma abrupta y frenética (a las pocas horas de decidirlo) telefoneó al antiguo amante con quien había mantenido una relación entusiasta y que ahora a decir de todos era el exitoso director asociado de un concesionario automovilístico local, le suplicó que se vieran y que tuvieran una charla. Hacer aquella llamada fue una de las cosas más difíciles y vergonzosas que la esposa (que se llamaba Jeni) había hecho nunca. Le parecía irracional y comportaba el riesgo de que su conducta pareciera completamente inadecuada e irracional: estaba casada, él era su antiguo amante, no habían hablado ni una vez en casi cinco años y su relación había terminado mal. Pero ella atravesaba una crisis, y temía, tal como le explicó por teléfono a su antiguo amante, por su propia salud mental, y necesitaba su ayuda, y estaba dispuesta, si hacía falta, a suplicar. El antiguo amante acordó que se reuniría con la esposa al día siguiente en un restaurante de comida rápida que había cerca del concesionario automovilístico.
La crisis que había impulsado a la esposa, Jeni Roberts, a pasar a la acción había sido desencadenada por una más de sus pesadillas, aunque esta había consistido en un compendio de muchas otras pesadillas que ella había sufrido durante los primeros años de su matrimonio. El sueño no había sido en sí mismo la epifanía, pero su efecto había sido electrizante. El coche dejaba lentamente atrás su empresa en el centro de la ciudad y seguía adelante por la calle, con la matrícula YEN4U alejándose, seguido por el coche de Jeni Roberts. Luego Jeni Roberts conducía por la autopista atestada de tráfico que circunscribía la ciudad, intentando de forma desesperada no perder de vista el coche de su marido. El ritmo de sus limpiaparabrisas seguía el de los latidos de su corazón. No podía ver el coche con su placa de matrícula especial personalizada en ninguna parte delante de ella, pero sentía esa especie de certeza onírica llena de ansia de que estaba allí delante. En el sueño, todos los demás vehículos de la autopista estaban asociados simbólicamente con las ideas de emergencia y de crisis: los seis carriles estaban llenos de ambulancias, coches de policía, furgones celulares, coches de bomberos, coches patrulla de la Brigada de Autopistas y vehículos de emergencia de todas las clases imaginables, con las sirenas cantando sus arias sobrecogedoras y todas las luces de emergencia activadas y lanzando destellos bajo la lluvia, de forma que Jeni Roberts sentía que su coche estaba bañado en colores. Una ambulancia que tenía justo delante no la dejaba adelantar: cambiaba de carril siempre que ella lo intentaba. La ansiedad inefable del sueño era indescriptiblemente espantosa: la esposa, Jeni, sentía que simplemente tenía (movimiento del limpiaparabrisas) tenía (movimiento del limpiaparabrisas) tenía que alcanzar el coche de su marido a fin de evitar una crisis tan horrible que no podía ser descrita. Un río de algo que parecían kleenex mojados flotaba arrastrado por el viento a lo largo del arcén para averías de la autopista. Jeni notaba la boca llena de llagas descarnadas y lacerantes. Era de noche, todo estaba mojado y la carretera estaba inundada de los colores de las luces de emergencia: rosas descarnados, rojos amoratados y el azul de la asfixia crítica. Al verlos mojados uno entendía por qué llamaban tisú a esos kleenex que flotaban en el aire. Los limpiaparabrisas iban al mismo ritmo que su corazón ansioso y la ambulancia del sueño seguía sin dejarla pasar. Ella aporreaba el volante con gesto frenético, desesperada. Y de pronto en la ventana trasera de la ambulancia, como en respuesta, apareció una única mano extendida, apretando y aporreando el cristal, una mano que aparecía desde alguna camilla de emergencia o litera de ambulancia y que se extendió adoptando una forma vagamente arácnida para acariciar, aporrear y apretar hasta ponerse blanca el cristal de la ventanilla trasera de la ambulancia justo enfrente de los faros halógenos retráctiles del Honda Accord de Jeni Roberts, de forma que ella pudo ver el anillo fácilmente reconocible en el dedo anular de la mano de hombre que estaba extendida de forma frenética contra el cristal de emergencia, y ella soltó un grito (en el sueño) al reconocerlo y giró bruscamente a la izquierda sin hacer ninguna señal, cortando el paso de otros varios vehículos de emergencia para ponerse a la altura de la ambulancia y pedirle que por favor parase porque el marido estocástico al que ella amaba y a quien tenía que alcanzar como fuera estaba en el interior acostado en una camilla, estornudando sin parar y aporreando con gesto frenético la ventana para que alguien que le quisiera pudiera alcanzarlo y ayudarlo. Pero entonces (la fuerza emocional del sueño fue tan grande que la joven esposa mojó la cama, tal como descubriría al despertarse), pero entonces ella se puso a la altura de la ambulancia y a su izquierda y bajó la ventanilla del lado del pasajero con el control automático del Honda Accord a pesar de la lluvia y le hizo un gesto al conductor para que bajara también su ventanilla de forma que ella pudiera suplicarle que se detuviera y resultó que era el marido el que conducía la ambulancia, era su perfil izquierdo el que iba al volante —la esposa siempre había creído que él prefería ese perfil al derecho y que tenía la costumbre de dormir del lado derecho en parte por esta razón, aunque nunca habían hablado abiertamente acerca de las inseguridades que pudiera tener el marido acerca de su perfil derecho—, pero cuando el marido giró la cabeza para mirar a Jeni Roberts a través de la ventanilla del conductor y de la lluvia iluminada para responder a sus señales pareció ser al mismo tiempo él y no él, la cara familiar y bienamada del marido estaba distorsionada, iluminada por la luz palpitante y ocupada por una expresión facial que solamente podía describirse con una palabra: Obscena.
Fue aquella mirada que (lentamente) se desvió hacia la izquierda para mirarla desde la ambulancia —una cara que de la forma más enurética y angustiosa era y al mismo tiempo no era la cara del marido al que ella amaba— lo que impulsó a Jeni a despertarse y la llevó a reunir todo su valor y a hacer la llamada frenética y humillante al hombre con quien una vez se había planteado en serio la posibilidad de casarse, un director asociado de ventas y rotario en período de pruebas cuya asimetría facial —había sufrido un grave accidente de infancia que había provocado que la mitad izquierda de su cara se desarrollara de forma distinta a la mitad derecha: el ala izquierda de su nariz era inusualmente grande y estaba abierta, mientras que su ojo izquierdo, que parecía ser todo iris, estaba rodeado de anillos concéntricos y bolsas de carne flácida que constantemente sufrían tics y se contraían como resultado de los espasmos aleatorios de los nervios dañados de forma irreversible— había sido, según concluyó Jeni después de que su relación se fuera a pique, lo que había alimentado la sospecha incontrolable que había tenido ella de que el carácter de él tenía una vertiente secreta e impenetrable que fantaseaba con hacer el amor con otras mujeres mientras su cosita sana, perfectamente simétrica y aparentemente invulnerable permanecía dentro de ella. El ojo izquierdo del antiguo amante también enfocaba y observaba en una dirección marcadamente distinta que su ojo derecho y normalmente desarrollado, rasgo que por alguna razón resultaba ventajoso para su carrera como vendedor de coches, según él había tratado de explicar.
Crisis electrizantes aparte, Jeni Roberts se sintió extraña y casi mortificada por la vergüenza cuando ella y su ex amante se encontraron, eligieron sus opciones de menú, se sentaron en un reservado de plástico junto a una ventana y se entregaron a una charla radicalmente trivial mientras ella se preparaba para hacer la pregunta que iba a precipitar de forma accidental su epifanía así como una fase radicalmente nueva y menos inocente de su vida conyugal. Ella tenía un descafeinado en una taza desechable y se hizo con seis envases individuales de leche mientras su antiguo novio permanecía sentado con el envase de poliestireno de su plato principal sin abrir y mirando al mismo tiempo a través de la ventana y a ella. Llevaba un anillo en el meñique y la chaqueta sin abotonar, y la camisa blanca que llevaba debajo de la chaqueta mostraba los surcos inconfundibles de una camisa Oxford recién sacada del envoltorio de la tienda. La luz del sol que entraba por la ventana era del color del mediodía y le daba al local atestado una atmósfera como de invernadero; costaba respirar. Aquel director asociado de concesionario observó cómo ella arrancaba las tapas de los paquetes de leche con los dientes para no romperse las uñas, las dejaba en la bandeja de papel de aluminio, vertía dedales de leche en la taza desechable y cada vez que lo hacía volvía a agitar su contenido con una especie de cucharilla de regalo con la punta cuadrada; su ojo correctamente desarrollado observó todo aquello con una mirada vidriosa de nostalgia. Ella seguía abusando de la leche. Llevaba al mismo tiempo un anillo de boda sin adornos y un anillo de compromiso con un diamante, que no parecía precisamente barato. Al antiguo amante le dolía el estómago y la carne que rodeaba su ojo sufría más tics que de costumbre porque eran los temibles tres últimos días bancarios hábiles del mes y el Mad Mike’s Hyundai presionaba horrorosamente a los vendedores para que hicieran salir las unidades durante esos tres últimos días a fin de prolongar la contabilidad de ese mes e inflarla para los payasos de la oficina regional. La joven esposa carraspeó varias veces de aquella forma especial que el responsable único del trabajo de todos los vendedores del Mad Mike’s recordaba perfectamente, usando aquel gesto nervioso de la garganta para comunicar que sabía muy bien que iba a hacer una pregunta considerablemente inapropiada dadas las circunstancias, es decir, después de haber tenido una relación tan infeliz y ahora que ya no tenían ningún contacto ni siquiera marginal y ella estaba felizmente casada, y que se sentía avergonzada pero al mismo tiempo, le explicó, sumida en una especie de verdadera crisis interior y desesperada —de la forma en que solo los problemas verdaderamente graves hacen que la gente parezca desesperada y atrapada—, y le estaba suplicando con su mirada llena de angustia que no se aprovechara de su situación desesperada de ninguna forma, lo cual incluía juzgarla o burlarse de ella. Ella siempre se bebía el café cogiendo la taza con las dos manos, incluso en sitios calurosos como aquel. El volumen, los márgenes y las condiciones financieras de Hyundai-U.S. estaban entre las incontables condiciones económicas afectadas por las fluctuaciones del valor del yen y de sus divisas dependientes en el área del Pacífico. La joven esposa había pasado una hora ante el espejo para elegir la blusa amplia y los pantalones de sport que llevaba, se había quitado las lentes de contacto blandas para ponerse gafas y no llevaba ningún maquillaje en su cara iluminada por la luz de la ventana más que un ligero toque de brillo de labios. El tráfico abundante de la autopista resplandecía al otro lado de la ventana que iluminaba su perfil derecho; y al otro lado de la ventana el aparcamiento del Mad Mike’s, con sus banderines de plástico y un hombre en una silla de ruedas acompañado de su mujer o tal vez su enfermera al que atendía el gordo de Kidder, vestido con la bata de hospital y la prótesis en forma de flecha-que-atraviesa-la-cabeza que todos los vendedores tenían que llevar los días que Messerly iba allí a hacer la contabilidad, permanecía también dentro del campo visual escindido del antiguo amante sentado en el reservado —que seguía queriéndola a ella, a Jeni Ann Orzolek de la clase de Marketing 204, y no a su actual novia, tal como acababa de descubrir ahora con la punzada de dolor angustiosa de una herida mortal que se reabría—, y al fondo de todo, reluciendo en medio del calor, el aparcamiento de Mundo Adulto, con todas las marcas y modelos de vehículos aparcados día y noche, entrando y saliendo como solamente podrían entrar y salir en las fantasías de Mad Mike Messerly.