La persona deprimida sufría una angustia emocional terrible e incesante, y la imposibilidad de compartir o manifestar esa angustia era en sí misma un componente de la angustia y un factor que contribuía a su horror esencial.
Sin esperanza, por tanto, de describir la angustia emocional o de transmitir su magnitud a quienes la rodeaban, la persona deprimida se limitaba en cambio a describir circunstancias, tanto pasadas como presentes, que de alguna forma estuvieran relacionadas con esa angustia, con su etiología y sus causas, esperando al menos ser capaz de comunicar a otros una parte del contexto de la angustia, su —por decirlo de algún modo— forma y textura. Los padres de la persona deprimida, por ejemplo, que se habían divorciado cuando ella era una niña, la habían usado como peón en sus juegos malsanos. La persona deprimida, de niña, había necesitado ortodoncia, y tanto su padre como su madre habían declarado —no sin cierta razón, dadas las ambigüedades legales propias de la época de los Médicis que contenía su acuerdo de divorcio, tal como apostillaba siempre la persona deprimida cuando describía la dolorosa lucha entre sus padres por el gasto de la ortodoncia— que era el otro el que tenía que pagarla. Y la cólera ponzoñosa que a su padre y a su madre les causaba el hecho de que el otro se negara de forma mezquina y egoísta a pagar la desahogaban con su hija, que tenía que escuchar una y otra vez de cada uno de sus padres que el otro era un egoísta y un mezquino. Tanto a uno como a la otra les sobraba dinero, y los dos habían expresado de forma privada a la persona deprimida que, por supuesto, si las cosas se ponían mal, él/ella estaba dispuesto/a a pagar la ortodoncia que la persona deprimida necesitara y todo lo que hiciera falta, y que no era, en el fondo, una cuestión de dinero ni de dentadura, sino de «principios». Y la persona deprimida siempre se tomaba la molestia, cuando ya siendo adulta intentaba explicar a alguna amiga de confianza las circunstancias de la pugna por el coste de su ortodoncia y el legado de angustia emocional que tuvo aquella pugna en ella, de admitir que tanto a su madre como a su padre podría muy bien haberles dado la impresión de que en realidad se trataba justamente de eso (es decir, de una cuestión de «principios»), aunque desgraciadamente aquellos «principios» no tenían en cuenta las necesidades de su hija ni sus sentimientos al recibir el mensaje emocional de que obtener pequeñas victorias mezquinas sobre el otro era más importante para sus padres que su salud maxilofacial y por tanto constituía, si se consideraba desde cierta perspectiva, una forma de negligencia y abandono paterno y materno o incluso un abuso con todas las de la ley, un abuso claramente conectado —y en este punto la persona deprimida casi siempre interpolaba que su psiquiatra coincidía con este juicio— con la desesperación crónica que ya siendo adulta experimentaba todos los días y en la cual se sentía terriblemente encerrada. Esto no es más que un ejemplo. La persona deprimida interpolaba un promedio de cuatro disculpas cada vez que les contaba por teléfono a las amigas que le prestaban su apoyo esta clase de circunstancias dolorosas y angustiosas, así como una especie de preámbulo en el que intentaba describir lo doloroso y aterrador que resultaba no ser capaz de explicar la angustia atroz que producía la depresión crónica y estar obligada a recurrir a contar ejemplos que probablemente parecían, tal como ella siempre se molestaba en admitir, siniestros o autocompasivos o la hacían quedar como una de esas personas narcisísticamente obsesionadas con sus «infancias traumáticas» o sus «vidas traumáticas», que se regodean en sus problemas e insisten en contarlos con abundancia de detalles farragosos a los amigos que intentan darles su apoyo y su atención, y de ese modo los aburren y los repelen.
Las amigas a quienes la persona deprimida acudía en busca de apoyo y a las que intentaba abrirse y con quienes buscaba compartir por lo menos el contexto formal de su agonía mental incesante y su sensación de aislamiento eran aproximadamente media docena y llevaban a cabo una especie de rotación. La psiquiatra de la persona deprimida —que contaba con un posgrado y una licenciatura en medicina y que era una representante autodeclarada de cierta escuela de psicoterapia que hacía hincapié en el cultivo y uso regular de un grupo de personas afines que prestaran apoyo en el viaje hacia la curación de cualquier adulto víctima de depresión endógena— llamaba a estas amistades femeninas el Sistema de Apoyo de la persona deprimida. La media docena aproximada de miembros rotativos de aquel Sistema de Apoyo tendían a ser antiguas conocidas de la infancia de la persona deprimida o bien chicas con las que había compartido habitación en las diversas etapas de su carrera académica, mujeres atentas y comparativamente carentes de problemas que ahora vivían en ciudades muy diversas, a quienes con frecuencia la persona deprimida no había visto personalmente durante años enteros, y a quienes a menudo llamaba tarde por las noches, en conferencias a larga distancia, en busca de comunicación y de apoyo y de unas pocas palabras bien elegidas que la ayudaran a obtener una perspectiva realista de la desesperación de la jornada y a centrarse y reunir la fuerza necesaria para abrirse paso a través de la angustia emocional del día siguiente, y a quienes, cuando las telefoneaba, la persona deprimida siempre empezaba diciendo que lo sentía si las estaba desanimando o si estaba resultando aburrida o autocompasiva o repelente o si las estaba distrayendo de sus vidas activas, vibrantes, libres de angustia y ubicadas a larga distancia.
La persona deprimida siempre se aseguraba, cuando se dirigía a los miembros de su Sistema de Apoyo, de no sugerir nunca que circunstancias como la batalla interminable de sus padres por su ortodoncia eran la causa de su incesante depresión adulta. El «juego de las culpas» era demasiado fácil, decía. Resultaba patético y despreciable. Y además, ya se había hartado del «juego de las culpas» simplemente escuchando a sus puñeteros padres durante tantos años, las interminables recriminaciones y reproches que los dos habían intercambiado a propósito de ella, con ella en medio, usando los sentimientos y las necesidades de la persona deprimida (es decir, de la persona deprimida en su infancia) como si fueran munición, como si los sentimientos y las necesidades legítimas de ella no fueran otra cosa que un campo de batalla, un teatro de conflictos o armas que sus padres consideraban que podían desplegar en contra de su rival. Habían invertido mucho más interés y pasión y disponibilidad emocional en el odio que se tenían mutuamente de lo que ninguno de ellos había mostrado hacia la persona deprimida, de niña, tal como la persona deprimida admitía sentir todavía a veces.
La psiquiatra de la persona deprimida, cuya escuela de psicoterapia rechazaba la relación de transferencia como recurso terapéutico y por tanto evitaba cualquier confrontación y argumentos imperativos y cualquier teoría basada en normativas, juicios y «autoridad» en favor de un modelo bioexperiencial más neutral a nivel de valores y del uso creativo de la analogía y la narración (incluyendo, pero no necesariamente prescribiendo, el uso de marionetas, accesorios y juguetes de poliestireno, juegos de rol, esculturas de la figura humana, juegos con espejos, terapia dramática y, en casos apropiados, reconstrucciones de la infancia provistas de argumentos y guiones escrupulosamente diseñados), había desplegado las siguientes medicinas en un intento de ayudar a la persona deprimida a encontrar algún alivio de su angustia afectiva aguda y de suscitar algún progreso en el viaje de ella (es decir, de la persona deprimida) hacia el disfrute de alguna semejanza con una vida adulta normal: Paxil, Zoloft, Prozac, Tofranil, Welbutrin, Elavil y Metrazol en combinación con terapia electroconvulsiva unilateral (durante un tratamiento voluntario con hospitalización requerida de dos semanas en una clínica regional para Desórdenes Afectivos), Parnate tanto con sales de litio como sin ellas y Nardil tanto con Xanax como sin él. Ninguna de ellas había proporcionado ningún alivio significativo de la angustia y los sentimientos de aislamiento emocional que convertían cada hora de la vida de la persona deprimida en un infierno indescriptible, y muchas de las medicinas habían causado efectos secundarios que a la persona deprimida le habían resultado intolerables. En la actualidad la persona deprimida solamente tomaba dosis diarias minúsculas de Prozac, para los síntomas de su Desorden de Déficit de Atención, y de Ativan, un tranquilizante no adictivo muy suave, para los ataques de pánico que hacían que las horas en su puesto de trabajo tóxicamente disfuncional y carente de fuentes de apoyo fueran semejante infierno. Su psiquiatra le expresaba amablemente pero en repetidas ocasiones a la persona deprimida su creencia (es decir, de la psiquiatra) en que la mejor medicina para su depresión endógena (es decir, de la persona deprimida) era el cultivo y el uso regular de un Sistema de Apoyo al que la persona deprimida supiera que podía acudir para dialogar con sus miembros y en el cual pudiera apoyarse en busca de atención y apoyo incondicionales. La composición exacta de aquel Sistema de Apoyo y la identidad del miembro o dos miembros centrales más especiales y de más confianza experimentaron cambios y rotaciones a medida que el tiempo fue pasando, algo que según le había dicho la psiquiatra a la persona deprimida era perfectamente normal y estaba bien, dado que solamente mediante la asunción de los riesgos y la exposición de las vulnerabilidades requeridas para profundizar las relaciones de apoyo un individuo podía descubrir qué amistades podían cubrir sus necesidades y hasta qué punto.
La persona deprimida sentía que confiaba en su psiquiatra y hacía un esfuerzo concertado para ser tan completamente abierta y honesta con ella como le fuera posible. Admitió ante la psiquiatra que siempre se aseguraba escrupulosamente de transmitir a la persona a quien llamara por la noche en conferencia a larga distancia su creencia (es decir, de la persona deprimida) en que resultaba quejumbroso y patético culpar de su constante e indescriptible angustia adulta al divorcio traumático de sus padres o al cinismo con que la utilizaron mientras cada uno de ellos fingía hipócritamente que se preocupaba por ella más que el otro. Después de todo, sus padres —tal como la psiquiatra había ayudado a que la persona deprimida viera— habían hecho lo que habían podido con los recursos emocionales que tenían en aquella época. Y después de todo, tal como siempre interpolaba la persona deprimida, al final ella había conseguido la ortodoncia que necesitaba. Las antiguas amistades y compañeras de habitación que formaban su Sistema de Apoyo a menudo le decían a la persona deprimida que ojalá pudiera ser un poco menos dura consigo misma, a lo cual la persona deprimida a menudo respondía echándose involuntariamente a llorar y diciéndoles que sabía muy bien que ella era de esa clase temible de gente que todo el mundo tiene la desgracia de conocer, que llaman a horas inconvenientes y simplemente empiezan a hablar y hablar sin parar sobre ellos mismos y con quienes es necesario hacer repetidos intentos cada vez más extravagantes para poder colgar el teléfono. La persona deprimida decía que se daba perfecta cuenta y le horrorizaba saber que era una carga tediosa para sus amigas, y durante las llamadas a larga distancia siempre se aseguraba de transmitir la gratitud enorme que sentía por tener una amiga a quien pudiera llamar y explicar sus preocupaciones y recibir apoyo y atención, por breves que fueran, antes de que las exigencias de la vida activa, plena y llena de diversiones de aquella amiga se antepusieran comprensiblemente y requirieran que ella (es decir, la amiga) colgara el teléfono.
Los sentimientos atroces de vergüenza e ineptitud que la persona deprimida experimentaba al llamar a las integrantes de su Sistema de Apoyo a larga distancia en plena noche y agobiarlas con los torpes intentos de transmitir por lo menos el contexto general de su agonía emocional eran una cuestión sobre la cual la persona deprimida y su psiquiatra trabajaban durante una gran parte del tiempo que pasaban juntas. La persona deprimida confesaba que cuando alguna amiga llena de buenos sentimientos a la que llamaba para desahogarse confesaba finalmente que lo sentía muchísimo pero que no había nada que hacer y que ella (es decir, la amiga) se veía obligada de forma impostergable a colgar el teléfono, y de aquel modo arrancaba los dedos ansiosos de la persona deprimida del dobladillo de sus pantalones y colgaba el teléfono y regresaba a su vida plena, vibrante y ubicada a larga distancia, la persona deprimida casi siempre se quedaba allí sentada escuchando el zumbido vacío como de abejas del tono de marcado y se sentía todavía más aislada, inepta y despreciable que antes de llamar. Aquel sentimiento de vergüenza tóxica por acudir a otros en busca de apoyo y comunicación era un tema que la psiquiatra animaba a la persona deprimida a tocar y explorar a fin de poder tratarlo con detalle. La persona deprimida admitía ante su psiquiatra que siempre que ella (es decir, la persona deprimida) llamaba mediante una conferencia a larga distancia a un miembro de su Sistema de Apoyo casi siempre imaginaba la cara de esa amiga, al otro lado del teléfono, adoptando una expresión combinada de aburrimiento, lástima, repulsión y sentimiento de culpa abstracto, y a ella (es decir, a la persona deprimida) casi siempre le parecía detectar, en los silencios cada vez más largos de la amiga y/o en sus tediosas repeticiones de tópicos frustrantes destinados a animarla, el aburrimiento y la frustración que la gente siempre siente cuando alguien se está aferrando a ellos y les está suponiendo una carga. Confesaba que podía imaginar muy bien a todas sus amigas haciendo una mueca de dolor cuando el teléfono sonaba en plena noche, o durante la conversación mirando con impaciencia al reloj o dirigiendo gestos silenciosos y explicando mediante expresiones faciales que se encontraba irremediablemente atrapada a la gente que estuviera en la misma habitación que ella (es decir, a la gente que estuviera en la misma habitación que la «amiga»), y que aquellas muecas y expresiones inaudibles se iban volviendo cada vez más extremas y desesperadas a medida que la persona deprimida continuaba hablando y hablando. La costumbre personal o tic inconsciente más llamativo de la psiquiatra de la persona deprimida consistía en juntar las yemas de los dedos en su regazo mientras escuchaba con atención a la persona deprimida, manipular aquellos dedos ociosamente de forma que sus manos entrelazadas formaran diversas formas envolventes —por ejemplo, un cubo, una esfera, una pirámide, un cilindro— y finalmente quedarse aparentemente estudiando o contemplando aquellas formas. A la persona deprimida le desagradaba aquel hábito, aunque era la primera en admitir que se debía básicamente a que le llamaba la atención sobre los dedos y las uñas de la psiquiatra y la obligaba a compararlos con los suyos propios.
La persona deprimida había explicado tanto a su psiquiatra como a su Sistema de Apoyo que recordaba, con demasiada nitidez, haber visto a su compañera de habitación en su tercer internado hablando con algún chico desconocido por el teléfono de su habitación y que ella (es decir, la compañera de habitación) había hecho muecas y gestos de repulsión y de aburrimiento relativos a la llamada, y que aquella compañera de habitación atractiva, popular y llena de confianza finalmente le había hecho a la persona deprimida una pantomima exagerada de alguien llamando a una puerta y había prolongado aquella pantomima con una expresión desesperada hasta que la persona deprimida había comprendido que tenía que abrir la puerta de la habitación, salir afuera y llamar con fuerza a la puerta abierta a fin de darle a su compañera una excusa para colgar el teléfono. En sus años de estudiante, la persona deprimida nunca había comentado con nadie aquel incidente de la llamada del chico ni la mendaz pantomima de aquella compañera de habitación —una compañera con quien la persona deprimida nunca había conectado ni congeniado, a quien le recriminaba con amargura y llena de vergüenza que hubiera provocado que la persona deprimida se despreciara a sí misma, y con quien no había hecho ningún intento de mantener el contacto después de que terminara aquel interminable segundo semestre de su segundo año—, pero ella (es decir, la persona deprimida) sí que había explicado su recuerdo angustioso de aquel incidente a muchas de sus amigas del Sistema de Apoyo, y también había explicado lo insondablemente espantosa y patética que se habría sentido de ser aquel chico desconocido y anónimo, un chico que asumía de buena fe un riesgo emocional, intentaba dirigirse a la compañera de habitación llena de confianza y conectar con ella, y no imaginaba que estaba siendo una carga indeseable y patéticamente inconsciente de la pantomima silenciosa, del aburrimiento y el desprecio que estaban teniendo lugar al otro lado del teléfono, y que lo que la persona deprimida más temía en el mundo era estar alguna vez en la situación de alguien que obliga a otra persona a avisar en silencio a una tercera persona que se encuentra en la misma habitación en busca de ayuda para obtener una excusa para colgar el teléfono. Por tanto, la persona deprimida siempre imploraba a cualquier amiga con quien hablara por teléfono que ella (es decir, la amiga) dijera en el mismo segundo en que empezara a aburrirse, se sintiera frustrada, repelida o creyera que tenía otras cosas más urgentes o interesantes que hacer, que por el amor de Dios fuera completamente franca y sincera y que no pasara ni un segundo más al teléfono con la persona deprimida de lo que realmente le apeteciera a ella (es decir, a la amiga). Por supuesto, la persona deprimida sabía perfectamente, y se lo aseguraba a su psiquiatra, lo patética que una petición como aquella podía resultar, sabía que muy posiblemente no sería entendida como una invitación abierta a colgar el teléfono sino en realidad como una súplica ansiosa, autocompasiva y despreciablemente manipuladora para que la amiga no colgara el teléfono, para que no colgara nunca. La psiquiatra[1] se esmeraba, siempre que la persona deprimida le transmitía su preocupación por lo que podía «parecer» o «hacer pensar» alguna de sus declaraciones o acciones, en alentar a la persona deprimida para que explorara cómo la hacían sentir aquellas ideas acerca de lo que ella «parecía» o «hacía pensar» a los demás.
Resultaba degradante; la persona deprimida se sentía degradada. Contaba que le resultaba degradante llamar a amigas de su infancia mediante conferencias a larga distancia en plena noche, cuando estaba claro que tenían otras cosas que hacer y vidas que vivir y relaciones vibrantes, saludables, íntimas y llenas de cariño con parejas atentas; resultaba degradante y patético estar disculpándose constantemente por aburrirlas o sentir que tenía que darles las gracias efusivamente por el mero hecho de ser amigas suyas. Los padres de la persona deprimida se habían repartido finalmente el coste de su ortodoncia; sus abogados habían contratado los servicios de un mediador profesional para organizar el acuerdo. También había hecho falta mediación para negociar los calendarios de pago compartido de los internados de la persona deprimida, sus campamentos de verano de Vida y Alimentación Sana, sus lecciones de oboe y sus seguros de automóvil y contra terceros, así como la cirugía estética necesaria para corregir una malformación de la espina nasal anterior y el cartílago alar de la nariz de la persona deprimida, responsable de un achatamiento de la nariz que a ella le resultaba atrozmente pronunciado y que, junto con el refuerzo ortodóncico externo que tenía que llevar veintidós horas al día, hacía que el hecho de mirarse en los espejos de sus dormitorios en los internados resultara superior a sus fuerzas. Y aun así, en el año en que el padre de la persona deprimida se casó en segundas nupcias —en lo que fue quizá un gesto de raro cariño desinteresado o quizá un coup de grâce que de acuerdo con la madre de la persona deprimida fue planeado para lograr que sus sentimientos de humillación y de superfluidad fueran totales—, él había pagado in toto las lecciones de equitación, los jodhpurs y las botas espantosamente caras que la persona deprimida había necesitado a fin de ser admitida en el Club de Equitación de su penúltimo internado, entre cuyos miembros se contaban las únicas chicas que la persona deprimida sentía, tal como le confesó a su padre por teléfono entre sollozos ya avanzada una noche verdaderamente horrible, que la aceptaban mínimamente y mostraban algún asomo de compasión y empatía y con quienes la persona deprimida no se había sentido tan completamente chata y llena de hierros en la cara e inepta y rechazada como para sentir que era un acto diario de tremendo aplomo personal el mero hecho de salir de su dormitorio para ir a cenar al comedor.
El mediador profesional que los abogados de sus padres acordaron finalmente contratar para que les ayudara a organizar compromisos sobre los costes de satisfacer las necesidades de la infancia de la persona deprimida era un Especialista en Resolución de Problemas muy respetado que se llamaba Walter D. («Walt») DeLasandro Jr. De niña, la persona deprimida nunca había conocido o visto en persona a Walter D. («Walt») DeLasandro Jr., aunque sí le habían enseñado su tarjeta de negocios —incluida su invitación entre paréntesis a la informalidad— y su nombre había sido invocado en presencia de ella en incontables ocasiones durante su infancia, junto con el hecho de que cobraba sus servicios al asombroso precio de ciento treinta dólares la hora más gastos. A pesar de que la persona deprimida se sentía abrumadoramente reacia a ello —pues sabía muy bien la impresión que producía el «juego de las culpas»—, su psiquiatra la alentaba con insistencia para que asumiera el riesgo de explicar a los miembros de su Sistema de Apoyo cierto avance emocional importantísimo que ella (es decir, la persona deprimida) había logrado durante cierto Fin de Semana de Retiro y Terapia Experimental de Regresión al Niño Interior en el cual su psiquiatra la había alentado a participar para que asumiera el riesgo de inscribirse y para que se entregara a aquella experiencia con la mente absolutamente abierta. En la sala de Terapia Dramática para Grupos del Fin de Semana de Retiro y T. E. R. N. I., el resto de miembros del grupo en el que estaba la persona deprimida había desempeñado los roles de sus padres y de las parejas de sus padres y sus abogados y un sinfín de otras figuras tóxicas de la infancia de la persona deprimida y, en la fase crucial del ejercicio de terapia dramática, habían rodeado lentamente a la persona deprimida, acercándose a ella y presionándola de forma conjunta y sostenida para que no pudiera escapar ni evitar ni minimizar nada, y ellos (es decir, su grupo) habían recitado con dramatismo unas líneas previamente escritas e ideadas especialmente para evocar y despertar su trauma dormido, y casi de inmediato aquellas líneas habían provocado en la persona deprimida una avalancha de recuerdos emocionalmente angustiosos, habían evocado un trauma sepultado durante largo tiempo y habían dado lugar a la emergencia del Niño Interior de la persona deprimida y a un berrinche catártico durante el cual la persona deprimida había golpeado en repetidas ocasiones un montón de cojines de velours con un bate hecho de espuma de poliestireno y había chillado obscenidades y había revivido viejas heridas emocionales acumuladas y purulentas, una de las cuales[2] no era sino un profundo vestigio de cólera por el hecho de que Walter D. («Walt») DeLasandro Jr. hubiera sido capaz de cobrarles a sus padres ciento treinta dólares por hora más gastos por colocarse en el medio y jugar el papel de intermediario y absorbente de la mierda de ambas partes mientras que ella (es decir, la persona deprimida, de niña) se había visto obligada a llevar a cabo esencialmente los mismos servicios coprófagos más o menos cada día gratis, a cambio de nada, servicios que no solamente resultaba grotescamente injusto e inapropiado que una niña emocionalmente sensible tuviera que sentirse obligada a realizar, sino que sus padres le habían dado la vuelta a la situación y habían intentado que ella, la propia persona deprimida, de niña, se sintiera culpable del coste vertiginoso de los servicios de Walter D. DeLasandro Jr., Especialista en Resolución de Conflictos, como si el continuo engorro y el precio de Walter D. DeLasandro Jr. fueran culpa de ella, es decir, fueran culpa exclusiva de aquella mocosa malcriada chata y con unos dientes de mierda en vez de deberse simplemente a la completa y puñeteramente asquerosa incapacidad de sus padres para comunicarse con honestidad y resolver entre ellos sus propias cuestiones asquerosas y disfuncionales. Aquel ejercicio y aquella cólera catártica habían permitido a la persona deprimida ponerse en contacto con algunos elementos de resentimiento verdaderamente centrales, según el Monitor de Grupos del Fin de Semana de Retiro y Terapia Experimental de Regresión al Niño Interior, y podrían haber representado un verdadero momento crucial en el viaje de la persona deprimida hacia la curación si la cólera y la paliza propinada a los cojines de velours no hubieran dejado a la persona deprimida tan emocionalmente maltrecha, agotada, traumatizada y avergonzada que había sentido que no tenía otra alternativa que emprender el vuelo de regreso a casa aquella misma noche y perderse el resto del fin de semana de T. E. R. N. I. y el tratamiento en grupo de todos los sentimientos y cuestiones exhumados.
El compromiso eventual al que la persona deprimida y su psiquiatra habían llegado juntas mientras trataban los resentimientos desenterrados, la culpa consiguiente y la vergüenza por lo que podría parecer con demasiada facilidad que no era más que aquel mismo «juego de las culpas» autocompasivo que resultaron de la experiencia de la persona deprimida en el Fin de Semana de Retiro consistió en que la persona deprimida asumiría el riesgo emocional de dirigirse a las integrantes de su Sistema de Apoyo para transmitirles sus sentimientos y logros, pero solamente a los dos o tres miembros «nucleares» de élite que eran los que la persona deprimida consideraba actualmente que ponían a su disposición una mayor empatía y respondían dando apoyo sin emitir juicios. La previsión más importante de aquel acuerdo era que a la persona deprimida se le permitía revelarles su falta de voluntad personal de transmitirles aquellos logros y resentimientos, informarles de que se daba cuenta de lo muy patéticos y acusatorios que podían parecer (es decir, los logros y resentimientos) y revelarles que les estaba explicando aquel «momento crucial» potencialmente patético solo en respuesta a la sugerencia firme y explícita de la psiquiatra. En el momento de validar aquella previsión, la psiquiatra solamente había puesto objeciones al uso propuesto por la persona deprimida de la palabra «patético» en sus explicaciones al Sistema de Apoyo. La psiquiatra había dicho que creía que podía apoyar con mucha más convicción el uso por parte de la persona deprimida de la palabra «vulnerable» antes que el uso de la palabra «patético», puesto que su instinto (es decir, el instinto de la psiquiatra) le decía que el uso de la palabra «patético» que proponía la persona deprimida no solamente denotaba cierto odio hacia sí misma, sino también ansiedad e incluso cierta voluntad de manipulación. La palabra «patético», explicó con franqueza la psiquiatra, a menudo le parecía un mecanismo de defensa que la persona deprimida usaba para protegerse contra los posibles juicios negativos de sus oyentes dejando claro que la persona deprimida ya se estaba juzgando a sí misma con mucha más severidad de lo que ningún posible oyente se atrevería. La psiquiatra se aseguró de señalar que no estaba juzgando, criticando ni rechazando el uso por parte de la persona deprimida de la palabra «patético», sino meramente intentando explicar abierta y honestamente los sentimientos que su uso le sugería a ella en el contexto de su relación. La psiquiatra, a quien a aquellas alturas ya solamente le quedaba un año de vida, se había tomado un breve descanso llegado aquel punto para explicarle una vez más a la persona deprimida su convicción (es decir, la de la psiquiatra) de que el odio hacia uno mismo, el sentimiento tóxico de culpa, el narcisismo, la autocompasión, la ansiedad, la manipulación y muchas de las demás conductas basadas en la vergüenza con las que las personas con depresiones endógenas se presentan típicamente se entendían mejor como defensas psicológicas erigidas por un Niño Interior con vestigios de heridas ante la posibilidad de un trauma o un abandono. En otras palabras, aquellas conductas eran profilácticos emocionales primitivos cuya función real era generar una intimidad; eran armaduras psíquicas diseñadas para mantener a los demás a distancia a fin de que ellos (es decir, los demás) no pudieran llegar lo bastante cerca emocionalmente de la persona deprimida como para infligirle heridas que pudieran reflejar y convertirse en ecos de los vestigios profundos de heridas de la infancia de la persona deprimida, heridas que la persona deprimida estaba inconscientemente decidida a mantener reprimidas a cualquier precio. La psiquiatra —que durante los meses fríos del año, cuando la abundancia de ventanas en el despacho de su casa hacía que la sala siempre estuviera fría, llevaba una pelliza de gamuza teñida a mano por nativos americanos que constituía un fondo de aspecto espectralmente húmedo y del color de la carne para las formas envolventes que sus manos entrelazadas formaban en su regazo cuando hablaba— aseguró a la persona deprimida que no estaba intentando aleccionarla ni imponer sobre ella (es decir, sobre la persona deprimida) el modelo particular de etiología depresiva de la psiquiatra. En cambio, llegado aquel punto, a la psiquiatra simplemente le había parecido adecuado a un nivel puramente intuitivo, de «instinto», explicar algunos de sus propios sentimientos. De hecho, tal como la psiquiatra había dicho que le apetecía postular en aquel momento de la relación terapéutica establecida entre ellas, el propio desorden afectivo crónico agudo de la persona deprimida podía en realidad percibirse como un mecanismo de defensa emocional: es decir, mientras la persona deprimida tuviera la mortificación afectiva aguda de la depresión como principal preocupación y centro absoluto de su atención emocional, podía evitar percibir o ponerse en contacto con los profundos vestigios de heridas de infancia que por lo visto ella (es decir, la persona deprimida) seguía decidida a mantener reprimidas.[3]
Varios meses más tarde, cuando la psiquiatra de la persona deprimida murió de forma repentina e inesperada —como resultado de lo que las autoridades determinaron que fue una combinación tóxica «accidental» de café e inhibidores homeopáticos del apetito pero que, dada la amplia formación médica de la psiquiatra y su conocimiento de las interacciones de los fármacos, solamente una persona con una profunda voluntad de denegación podía evitar ver que era a cierto nivel intencional— sin dejar ninguna clase de nota, grabación o últimas palabras de aliento para cualquiera de las personas y/o clientes de su vida que habían llegado, a pesar de su miedo paralizante, su aislamiento, sus mecanismos de defensa y vestigios de heridas de traumas pasados, a conectar íntimamente con ella y a abrirle sus puertas emocionales aunque ello significara volverse vulnerables a la posibilidad de traumas causados por la pérdida o el abandono, a la persona deprimida el trauma de aquella pérdida y abandono recientes le resultó tan terrible, y asimismo su agonía, su desesperación y su falta de esperanza le resultaron tan insoportables, que ahora, irónicamente, se vio obligada a dirigirse frenéticamente y sin parar cada noche a su Sistema de Apoyo, a veces poniendo tres o incluso cuatro conferencias a larga distancia a sendas amigas en una misma noche, a veces llamando a las mismas amigas dos veces en la misma noche, a veces a altas horas de la madrugada, y a veces incluso —la persona deprimida se sentía asquerosamente segura de ello— despertándolas o interrumpiéndolas en el decurso de alguna situación íntima sexual saludable y divertida con sus parejas. En otras palabras, ahora era la pura supervivencia, en las turbulentas postrimerías de sus sentimientos de shock, pena, pérdida, abandono y amarga traición causados por la muerte repentina de la psiquiatra, la que forzaba a la persona deprimida a dejar a un lado sus sentimientos innatos de vergüenza, ineptitud y turbación por ser una carga patética y a apoyarse con toda su voluntad en la empatía y el cariño emocional de su Sistema de Apoyo, a pesar del hecho de que aquella, irónicamente, había sido una de las dos áreas en que la persona deprimida había rechazado con más vigor el consejo de la psiquiatra.
Además de los sentimientos de abandono terrible que suscitó, la inesperada muerte de la psiquiatra no podría haber tenido lugar en un peor momento desde la perspectiva del viaje de la persona deprimida hacia su curación interna, puesto que sucedió (es decir, la muerte sospechosa) justo cuando la persona deprimida estaba empezando a procesar y resolver algunos de sus sentimientos centrales de vergüenza y resentimiento relativos al propio proceso terapéutico y al impacto que la estrecha relación entre psiquiatra y paciente tenía sobre su insoportable angustia y aislamiento (es decir, de la persona deprimida). Como parte de su proceso de sufrimiento por aquella muerte, la persona deprimida explicó a los miembros más arropadores de su Sistema de Apoyo su creencia en el hecho de que había experimentado sentimientos de angustia, trauma y aislamiento incluso en la propia relación terapéutica, un descubrimiento en el que aseguraba que ella y la psiquiatra habían estado trabajando juntas de forma intensiva para explorarlo y procesarlo. Por poner un solo ejemplo, explicaba a larga distancia la persona deprimida, había descubierto y había luchado en su terapia para resolver su sensación de que resultaba irónico y degradante, dada la preocupación disfuncional de sus padres por el dinero y todo lo que aquella preocupación le había costado siendo niña, que ahora estuviera, siendo adulta, en la situación de tener que pagar a una psiquiatra noventa dólares a la hora por escucharla pacientemente y responder con honestidad y empatía; es decir, resultaba degradante y patético sentirse obligada a comprar paciencia y empatía, y la persona deprimida se lo había confesado a su psiquiatra, y constituía un eco desgarrador y exacto de la misma angustia de la infancia que ella (es decir, la persona deprimida) estaba tan ansiosa por dejar atrás. La psiquiatra —después de escuchar con mucha atención y sin emitir juicios a lo que la persona deprimida más tarde admitiría ante su Sistema de Apoyo que podía haberse interpretado con gran facilidad como una serie de lloriqueos mezquinos sobre el coste de su terapia, y después de una pausa larga y meditabunda durante la cual tanto la psiquiatra como la persona deprimida habían contemplado la jaula ovoide que las manos entrelazadas de la psiquiatra habían compuesto en aquel momento sobre su regazo—[4] había respondido que, aunque a un nivel puramente intelectual o «mental» podía estar en desacuerdo respetuoso con la sustancia o «contenido proposicional» de lo que la persona deprimida estaba diciendo, sin embargo ella (es decir, la psiquiatra) animaba con rotundidad a la persona deprimida a que explicara todos los sentimientos que la propia relación terapéutica suscitara en ella (es decir, en la persona deprimida)[5] de modo que pudieran trabajar juntas en su procesamiento y explorar entornos y contextos apropiados y seguros para su expresión.
Los recuerdos que tenía la persona deprimida de las respuestas pacientes, atentas y exentas de juicio que la psiquiatra daba incluso a sus quejas (es decir, las de la persona deprimida) más infantiles y llenas de resentimiento parecían suscitar sentimientos de pérdida y abandono todavía mayores y todavía más insoportables, así como nuevas oleadas de resentimiento y autocompasión que la persona deprimida sabía muy bien que resultaban extremadamente repelentes, tal como le aseguró a las amigas que componían su Sistema de Apoyo, amigas de confianza a quienes en aquellos momentos la persona deprimida estaba llamando constantemente, a veces ahora también de día, desde su puesto de trabajo, marcando a larga distancia los números de teléfono de sus lugares de trabajo y pidiéndoles que perdieran tiempo de sus carreras estimulantes y excitantes para escuchar prestando su apoyo, compartir, dialogar y ayudar a la persona deprimida a encontrar alguna forma de procesar aquella pena y aquella pérdida y a encontrar otra forma de sobrevivir. Sus disculpas por agobiar a aquellas amigas a plena luz del día y en sus lugares de trabajo eran elaboradas, enrevesadas, vociferantes, barrocas, despiadadamente autocríticas y prácticamente constantes, igual que lo eran sus expresiones de gratitud al Sistema de Apoyo por el mero hecho de estar allí para ella, por el mero hecho de permitirle que empezara de nuevo a ser capaz de confiar y asumir el riesgo de acudir a alguien, aunque fuera brevemente, porque la persona deprimida explicaba que le daba la impresión de que estaba descubriendo de nuevo y con una nueva claridad espectacular ahora en las postrimerías del abandono abrupto y silencioso de la psiquiatra, tal como le explicaba al teléfono de diadema de su estación de trabajo, lo angustiosamente escasas que eran y lo alejadas que se encontraban las personas con las que podía tener alguna esperanza de comunicarse realmente y a quienes podía explicar las cosas y con quienes podía forjar relaciones saludables, abiertas, llenas de confianza y mutuamente arropadoras en las que apoyarse. Por ejemplo, su entorno de trabajo —acerca del cual la persona deprimida reconocía abiertamente que se había quejado de forma interminable y agobiante en millares de ocasiones— resultaba totalmente disfuncional y tóxico, y la atmósfera emocional totalmente hostil que había allí hacía que la mera idea de intentar forjar algún vínculo mutuamente arropador con sus compañeros de trabajo fuera una broma grotesca. Y los intentos de la persona deprimida de acudir a alguien en pleno aislamiento emocional e intentar cultivar y desarrollar amistades y relaciones arropadoras en su comunidad mediante la asistencia a los grupos de la iglesia o a clases de nutrición y crecimiento holístico o su participación en la banda de la comunidad y cosas por el estilo habían resultado tan atroces, explicaba, que prácticamente le había suplicado a la psiquiatra que retirara su amable sugerencia de que la persona deprimida pusiera todo su empeño en ellos. Y en cuanto a la idea de prepararse nuevamente y aventurarse ahí fuera en el mercado de carne emocionalmente hobbesiano que era la «movida de buscar pareja» e intentar una vez más encontrar y establecer alguna conexión funcional saludable y arropadora con los hombres, ya fuera en forma de relación de pareja dotada de intimidad física o bien solamente en forma de amigos íntimos que se dan apoyo mutuo… Llegado aquel momento de su explicación la persona deprimida soltaba una risotada hueca en el teléfono de diadema que llevaba en la terminal de su cubículo en su lugar de trabajo y preguntaba si era realmente necesario, tratándose de una amiga que la conocía tan bien como era la integrante del Sistema de Apoyo con la que estuviera hablando en aquel momento, detallar por qué la depresión intratable de la persona deprimida, así como la tremenda fragilidad de su confianza y su autoestima, hacían que aquella idea no fuera más que un castillo en el aire construido por una fantasía y una actitud de denegación dignas de Ícaro. Por poner un solo ejemplo, explicaba la persona deprimida desde su estación de trabajo, en el segundo semestre de su tercer año en la facultad se había producido otro incidente traumático: la persona deprimida estaba sentada en la hierba junto a un grupo de estudiantes masculinos populares y llenos de confianza enzarzados en una competición de lacrosse entre facultades cuando había oído con claridad que uno de ellos decía entre risas, refiriéndose a una estudiante a quien la persona deprimida conocía vagamente, que la única diferencia sustantiva entre aquella joven y el retrete de unos lavabos públicos era que el retrete no lo seguía a uno todo el tiempo de forma patética después de haberlo usado. Ahora que se estaba sincerando con sus amigas, la persona deprimida se sentía repentina e inesperadamente inundada de recuerdos emocionales de aquella lejana sesión de terapia en que le había explicado aquel incidente por primera vez a la psiquiatra: habían estado haciendo ejercicios emocionales básicos las dos juntas durante la etapa inicial siempre un poco incómoda del proceso terapéutico, y la psiquiatra había desafiado a la persona deprimida a que identificara si aquel guarro al que había oído furtivamente la había hecho sentirse principalmente a ella (es decir, a la persona deprimida) más furiosa, sola, asustada o triste.[6][6a]
En aquella etapa del proceso de sufrimiento que había seguido a la posible muerte de la psiquiatra por su propia mano (es decir, la mano de la psiquiatra), los sentimientos de pérdida y abandono de la persona deprimida se habían vuelto tan intensos y abrumadores y habían arrollado de forma tan completa los vestigios de sus mecanismos de defensa que, por ejemplo, cuando cualquier amiga con quien la persona deprimida estuviera hablando a larga distancia le confesaba finalmente que ella (es decir, la «amiga») lo sentía en el alma, pero que no había forma humana de evitarlo sino que se veía absolutamente obligada a colgar el teléfono y regresar a las exigencias de su propia vida plena, vibrante y libre de depresiones, un instinto primario hacia lo que no parecía ser más que la supervivencia emocional básica llevaba ahora a la persona deprimida a tragarse cualquier resto ya pulverizado de orgullo y a suplicar de forma descarada que la amiga le concediera un par de minutos más o aunque fuera solamente un minuto más de su tiempo y su atención; y, si aquella «amiga llena de empatía», después de manifestar su esperanza de que la persona deprimida encontrara la forma de ser más amable y compasiva consigo misma, se mantenía firme y terminaba con gentileza la conversación, la persona deprimida ya no perdía el tiempo escuchando el tono de marcado ni se mordía la cutícula de su dedo índice ni se frotaba la base de la mano contra la frente ni tampoco sentía prácticamente nada más que una desesperación primaria mientras marcaba el siguiente número de diez dígitos de su Lista de Teléfonos del Sistema de Apoyo, una lista que en aquel momento del proceso de sufrimiento por la muerte de la psiquiatra había sido fotocopiada varias veces y colocada en la agenda telefónica de la persona deprimida, en el archivo TELÉFONO.VIP de la terminal de su estación de trabajo, en su cartera, en el compartimiento interior de seguridad cerrado con cremallera de su bolso, en su taquilla del Centro de Nutrición y Crecimiento Holístico y en un bolsillo especial de fabricación casera situado en el interior de la contracubierta del Diario Emocional encuadernado en cuero que la persona deprimida —por sugerencia de su difunta psiquiatra— llevaba consigo todo el tiempo.
La persona deprimida explicó por turnos a cada una de las integrantes de su Sistema de Apoyo alguna porción de la avalancha de recuerdos sensoriales y emocionales de la sesión durante la cual se había sincerado por primera vez y le había contado a la difunta psiquiatra el incidente en el que aquellos jóvenes habían comparado entre risas a la estudiante universitaria con un retrete y le había explicado que nunca había sido capaz de olvidar aquel incidente, y que, si bien nunca había tenido demasiada relación ni vínculos personales con la estudiante a quien aquellos jóvenes habían comparado con un retrete y ni siquiera había llegado a conocerla demasiado bien, después de aquella competición de lacrosse entre facultades la persona deprimida se había sentido llena de horror y de desesperación empática ante el pathos de la idea de que aquella estudiante pudiera ser objeto de semejante burla y desprecio lleno de hilaridad por parte del otro sexo sin que ella (es decir, la estudiante, con quien la persona deprimida de nuevo admitía no tener apenas relación) tuviera ni idea de ello. A la persona deprimida le parecía muy probable que todo su desarrollo emocional posterior (es decir, el de la persona deprimida), así como su capacidad para confiar y acudir a los demás y conectar con la gente, hubieran quedado profundamente heridos por aquel incidente; eligió sincerarse y quedar en una posición vulnerable al explicar —aunque solamente fuera a la integrante de más confianza y de élite y más especialmente «central» de su actual Sistema de Apoyo— que había admitido ante la psiquiatra el hecho de que se seguía angustiando, incluso ahora que era adulta, cuando a menudo veía grupos de gente riéndose y le daba la impresión de que se estaban burlando de ella y la estaban degradando (es decir, a la persona deprimida) sin que ella lo supiera. La difunta psiquiatra, tal como le explicó la persona deprimida a la más íntima de sus confidentes a larga distancia, había señalado que el recuerdo del incidente traumático en la facultad y la reacción de la persona deprimida en forma de presunción de burla y ridículo no eran más que ejemplos clásicos de la manera en que los vestigios atrofiados de los mecanismos de defensa emocionales en un adulto podían volverse tóxicos y disfuncionales y podían mantener al adulto emocionalmente aislado y desprovisto de comunicación con los demás y de cariño, incluso de sí mismo, y podían también estos (es decir, los vestigios tóxicos de las defensas) negarle al adulto deprimido acceso a sus propios y preciosos recursos interiores y a los medios que habrían de permitirle acudir a los demás en busca de apoyo además de ser amable, compasivo y positivo consigo mismo, y que de aquella manera, paradójicamente, los mecanismos de defensa atrofiados contribuían a la misma angustia y tristeza para luchar contra las cuales habían sido erigidos originalmente.
Fue mientras explicaba aquel recuerdo sincero y vulnerable de cuatro años atrás a aquella integrante particularmente «central» del Sistema de Apoyo, integrante en quien ahora la persona deprimida creía que podía confiar más y apoyarse y con quien podía comunicarse en mayor medida por el teléfono de diadema, cuando de pronto ella (es decir, la persona deprimida) experimentó lo que más adelante describiría como un descubrimiento emocional casi tan traumático y valioso como el descubrimiento que había llevado a cabo nueve meses antes en el Fin de Semana de Retiro y Terapia Experimental de Regresión al Niño Interior justo antes de sentirse demasiado agotada por la catarsis y demasiado enervada para seguir adelante y tener que tomar el vuelo de regreso. Es decir, la persona deprimida le contó a larga distancia a su amiga de más confianza y capaz de dar más apoyo que, paradójicamente, en la naturaleza extrema de sus propios sentimientos de pérdida y abandono acaecidos en las postrimerías de la sobredosis de estimulantes naturales que había sufrido la psiquiatra, ella (es decir, la persona deprimida) parecía haber encontrado los recursos y el respeto interior que requería su propia supervivencia emocional y que le hacían falta para sentirse finalmente capaz de arriesgarse, intentar seguir la segunda de las dos sugerencias más difíciles y peligrosas de la difunta psiquiatra y empezar a preguntar abiertamente a ciertos allegados demostrablemente honestos y arropadores que le dijeran sin tapujos si sentían secretamente desprecio, burla, censura o repulsión hacia ella. Y la persona deprimida explicó que ahora ella, por fin, después de cuatro años de resistencia truculenta y gimoteante, por fin se proponía empezar de verdad a hacer a sus amigas de confianza aquella pregunta seminalmente honesta y potencialmente devastadora, y que debido a que era muy consciente de su propia debilidad esencial y de sus tendencias defensivas a la elusión y la denegación, ella (es decir, la persona deprimida) estaba optando por iniciar aquel proceso de interrogatorios sin precedentes en materia de vulnerabilidad precisamente ahora, es decir, con aquel miembro «central» y de élite, incomparablemente honesto y compasivo del Sistema de Apoyo con quien estaba sincerándose por el auricular en aquel preciso momento.[7] La persona deprimida hizo aquí una pausa momentánea para interpolar el hecho adicional de que había decidido con toda firmeza hacer aquella pregunta potencialmente desencadenante de un trauma profundo sin acudir a los mecanismos de defensa patéticos e irritantes de costumbre ni a los preámbulos en forma de disculpas ni a las autocensuras interpoladas. Quería oír sin paliativos de ninguna clase, aseguró la persona deprimida, la opinión brutalmente honesta que la amiga más íntima y valiosa de su Sistema de Apoyo tenía de ella como persona, no solo las partes positivas, afirmativas y capaces de transmitir apoyo y cariño, sino también las partes potencialmente negativas, los juicios adversos y lo que pudiera hacerle daño. La persona deprimida hizo hincapié en que decía aquello muy en serio: sonara o no melodramático, la valoración brutalmente honesta de ella que pudiera hacer una persona objetiva pero realmente allegada le parecía, en aquel momento, una cuestión casi literalmente de vida o muerte.
Porque estaba asustada, le confesó la persona deprimida a su amiga de confianza y convaleciente, asustada hasta un extremo sin precedentes por lo que había empezado a ver, descubrir y comprender acerca de sí misma durante el proceso de sufrimiento que había seguido a la muerte repentina de una psiquiatra que durante casi cuatro años había sido su confidente más íntima y de más confianza, su fuente de apoyo y de afirmación y —sin menoscabo en ningún sentido para ninguna de las integrantes de su Sistema de Apoyo— su mejor amiga en el mundo. Porque lo que había descubierto ahora, confesó a larga distancia la persona deprimida, durante sus importantes Minutos de Silencio diarios,[8] en medio del proceso de sufrimiento por aquella muerte, cuando se quedaba en silencio, se concentraba y miraba en su interior, era que no podía percibir ni identificar ningún sentimiento real dentro de sí misma hacia la psiquiatra, es decir, hacia la psiquiatra como persona, una persona que había muerto, una persona que solamente alguien obcecado en asumir una actitud de denegación podría no ver que probablemente se había quitado la vida ella misma, y por tanto una persona que, tal como postuló la persona deprimida, posiblemente había sufrido a su vez cantidades de agonía emocional, aislamiento y desesperación comparables o tal vez —aunque aquella era una posibilidad que solo podía contemplar a un nivel «mental» o puramente intelectual y abstracto, según confesó la persona deprimida a su auricular— incluso superiores a los de la propia persona deprimida. La persona deprimida explicó que la implicación más aterradora de aquello (es decir, del hecho de que ni siquiera cuando se concentraba y miraba en las profundidades de su propia conciencia conseguía localizar ningún sentimiento real hacia la psiquiatra como ser humano autónomo y válido) era que toda su angustia y desesperación tras el suicidio de la psiquiatra en realidad la tenían por objeto a ella misma, es decir, a su propia pérdida, a su propio abandono, a su propia pena, a su propio trauma, a su dolor y a su supervivencia afectiva primaria. Y, tal como la persona deprimida explicó que iba a asumir el riesgo adicional de revelar, resultaba todavía más aterrador el hecho de que aquella serie absolutamente devastadora de descubrimientos, en lugar de suscitar en ella algún sentimiento de compasión, empatía o lástima dirigida hacia la psiquiatra como persona, habían hecho al parecer —y llegado a este punto la persona deprimida esperó con paciencia a que a su amiga especialmente disponible y de confianza se le pasara un ataque de náuseas a fin de poder asumir el riesgo de explicarle aquello— que aquellos descubrimientos absolutamente devastadores, por horribles que resultasen, suscitaran y crearan en la persona deprimida todavía más sentimientos centrados en ella misma. Llegado este punto de la explicación, la persona deprimida hizo una pausa para jurarle solemnemente a su amiga a larga distancia enferma de gravedad, víctima de frecuentes ataques de náuseas pero aun así cariñosa y atenta, que no había ningún elemento de autoexcoriación tóxica o patéticamente manipuladora en aquello que ella (es decir, la persona deprimida) estaba confesando y de lo que se estaba desprendiendo con total sinceridad, sino nada más que un miedo profundo y sin precedentes: la persona deprimida sentía miedo de sí misma, de su propio yo, por decirlo de algún modo —es decir, de su «personalidad», de su «espíritu» o, por decirlo de algún modo, de su «alma», es decir, de su capacidad para sentir una empatía humana fundamental así como compasión y generosidad—, tal como le explicó a aquella amiga tan generosa que sufría neuroblastoma. Estaba preguntándolo sinceramente, dijo la persona deprimida, honesta y desesperadamente: ¿qué clase de persona podía no sentir nada en apariencia —y subrayó la palabra «nada»— por nadie más que por sí misma? ¿Tal vez no sentir nada nunca? La persona deprimida se echó a llorar en su auricular y dijo que allí y ahora mismo le estaba suplicando sin tapujos a la que era en ese momento su mejor amiga y confidente en el mundo que ella (es decir, la amiga con el tumor maligno virulento en la médula adrenal) le transmitiera su opinión brutalmente sincera, que no se anduviese con tapujos, que no dijera nada destinado a proporcionar confianza, apoyo o disculpa que no creyera honestamente cierto. Le aseguró que confiaba en ella. Porque había decidido, dijo, que su propia vida, por muy llena que estuviera de angustia, desesperación y de una soledad indescriptible, dependía, en aquel punto de su viaje hacia la verdadera curación, de solicitar —incluso aunque fuera necesario dejar de lado todo su orgullo y sus defensas y ponerse a suplicar, interpoló— el juicio de ciertos miembros de confianza y muy cuidadosamente elegidos de su Sistema de Apoyo. Así pues, dijo la persona deprimida con la voz temblorosa de emoción, ahora le estaba suplicando a su amiga de más confianza que le revelara su opinión más íntima sobre la capacidad para mostrar cariño humano que existía en la «personalidad» o «espíritu» de la persona deprimida. Necesitaba alguna respuesta, lloriqueó la persona deprimida, incluso si aquella respuesta era parcialmente negativa, hiriente, traumática y tenía el potencial o la capacidad de sacarla de sus casillas emocionales de una vez por todas —incluso, alegó, si aquella respuesta no iba más allá del nivel fríamente intelectual o «mental» de descripción verbal objetiva, se conformaría incluso con aquello, prometió, encorvada y temblando en posición cuasifetal en la silla ergonómica del cubículo de su estación de trabajo—, de modo que ahora apremió a su amiga terminalmente enferma a que siguiera adelante, a que no se callara nada, a que no se contuviera, a que se lo soltara todo: ¿qué palabras y qué términos podían aplicarse para describir y juzgar una esponja y un vacío emocional infinito tan solipsista y obsesionada consigo misma como al parecer era ella? ¿Cómo podía ella discernir o describir —incluso ante sí misma, mirando hacia dentro y enfrentándose consigo misma— lo que decía de ella todo lo que había aprendido con tanto dolor?