[1] Las múltiples formas que adoptaban los dedos entrelazados de la psiquiatra casi siempre le parecían a la persona deprimida formas de jaulas geométricamente diversas, una asociación que la persona deprimida no le había explicado a la psiquiatra porque su significado simbólico parecía demasiado simple y evidente para hacerles perder el tiempo del que disponían. La psiquiatra tenía unas uñas largas, elegantemente moldeadas y bien cuidadas, mientras que las uñas de la persona deprimida estaban mordidas de forma compulsiva y se habían quedado tan cortas y melladas que la carne viva a veces quedaba expuesta y empezaba a sangrar espontáneamente. <<
[2] (es decir, una de esas heridas purulentas) <<
[3] La psiquiatra de la persona deprimida siempre se aseguraba escrupulosamente de evitar que pareciera que estaba juzgando o culpando a la persona deprimida por aferrarse a sus defensas, o de sugerir que la persona deprimida había elegido de alguna forma consciente o había elegido aferrarse a una depresión crónica cuya agonía hacía que todas sus horas (es decir, las de la persona deprimida) fueran realmente superiores a sus fuerzas. Aquella renuncia al juicio o a imponer ningún valor se apoyaba en la escuela psiquiátrica en donde la filosofía de la curación de la psiquiatra se había desarrollado durante casi quince años de experiencia clínica hasta integrarse con la combinación de apoyo incondicional y honestidad completa acerca de los sentimientos que constituía el profesionalismo arropador necesario para un viaje terapéutico productivo hacia la autenticidad y la salubridad intrapersonal. Las defensas contra la intimidad, de acuerdo con la teoría experiencial de la psiquiatra de la persona deprimida, eran casi siempre mecanismos de supervivencia atrofiados o vestigios de los mismos; es decir, habían sido, en algún momento, apropiados a su entorno y necesarios y habían servido muy probablemente para parapetar una psique indefensa durante la infancia contra traumas potencialmente insoportables, pero en casi todos los casos estos (es decir, los mecanismos de defensa) se habían quedado inapropiadamente grabados y atrofiados, y ahora en la edad adulta ya no eran apropiados a su entorno sino que de hecho, paradójicamente, causaban muchos más traumas y angustias de los que prevenían. Sin embargo, la psiquiatra había dejado claro desde el principio que de ninguna manera iba a presionar, intimidar, engatusar, discutir, persuadir, dejar cortada, camelar, arengar, avergonzar o manipular a la persona deprimida para que liberara sus defensas atrofiadas o vestigios de las mismas antes de que ella (es decir, la persona deprimida) se sintiera preparada y capaz de arriesgarse a dar el salto de fe con sus propios recursos internos, su autoestima, su crecimiento personal y su salud para hacerlo (es decir, para abandonar el nido de sus defensas y emprender un vuelo libre y placentero). <<
[4] La psiquiatra —que era sustancialmente mayor que la persona deprimida, pero era más joven que la madre de la persona deprimida y que, salvo por la condición de sus uñas, no se parecía a dicha madre en prácticamente ningún aspecto físico o estilístico— a veces molestaba a la persona deprimida con su costumbre de construir una jaula digiforme en su regazo, alterar la forma de esa jaula e ir mirando las jaulas geométricamente diversas durante el tiempo que pasaban trabajando juntas. Con el tiempo, sin embargo, a medida que la relación terapéutica se fue desarrollando en términos de intimidad, comunicación y confianza, la imagen de las jaulas digiformes fue dejando de irritar a la persona deprimida y se fue convirtiendo en una simple distracción. Mucho más problemática en relación a los sentimientos de confianza y autoestima de la persona deprimida era la costumbre de la psiquiatra de levantar la mirada para echar vistazos muy rápidos de vez en cuando al enorme reloj en forma de disco solar que había en la pared de detrás de la poltrona de ante en donde la persona deprimida solía sentarse durante el tiempo que pasaban juntas, echando vistazos (es decir, la psiquiatra echaba vistazos) muy rápidos y casi furtivos al reloj, de manera que lo que empezó a preocupar más y más a la persona deprimida con el decurso del tiempo no fue el hecho de que la psiquiatra estuviera mirando el reloj, sino que la psiquiatra intentara disimular o esconder el hecho de que miraba el reloj. La persona deprimida —que era angustiosamente sensible, y ella misma lo admitía, a la posibilidad de que cualquier persona a la que se estuviera dirigiendo para intentar comunicarse estuviera secretamente aburrida o se sintiera repelida o desesperada por alejarse de ella lo antes posible, y se mostraba exageradamente alerta sobre cualquier ligero movimiento o ademán que pudiera implicar que un oyente era consciente del tiempo o estaba ansioso porque el tiempo pasara, y ni una sola vez se le escapaban los vistazos realmente rápidos que la psiquiatra echaba al reloj de la pared o bien a su fino y elegante reloj de pulsera cuya esfera permanecía oculta de la vista de la persona deprimida en el lado inferior de la esbelta muñeca de la psiquiatra—, por fin, ya avanzado el primer año de la relación terapéutica, rompió a llorar y explicó que se sentía totalmente degradada y anulada cada vez que la psiquiatra intentaba disimular su deseo de conocer la hora exacta. Gran parte del trabajo de la persona deprimida con su psiquiatra durante el primer año de su viaje (es decir, el de la persona deprimida) hacia la curación y la salubridad intrapersonal estuvo relacionado con sus sentimientos de ser extraordinariamente y repulsivamente aburrida o enrevesada o patéticamente obsesionada consigo misma, y de no ser capaz de confiar en que existiera interés genuino, compasión o cariño por parte de la persona a quien se estaba dirigiendo en busca de apoyo. Y, de hecho, el primer progreso importante de la relación terapéutica, según había explicado la persona deprimida a los miembros de su Sistema de Apoyo en el período angustioso que había seguido a la muerte de la psiquiatra, había tenido lugar cuando la persona deprimida, ya avanzado el segundo año de la relación terapéutica, se había puesto lo bastante en contacto con su valía y sus recursos interiores como para ser capaz de decirle con firmeza a la psiquiatra que ella (es decir, la respetuosa pero firme persona deprimida) preferiría que la psiquiatra se limitara a mirar abiertamente al reloj helioforme o girara abiertamente la muñeca para mirar el reloj de pulsera que llevaba en la parte inferior de la misma en vez de creer por lo visto —o al menos mostrar una conducta que hacía parecer, desde la perspectiva de la persona deprimida que ella misma admitía que era hipersensible, que la psiquiatra creía— que a la persona deprimida se la podía engañar mirando la hora a hurtadillas de forma deshonesta mediante algún gesto que intentara pasar por una mirada insignificante a la pared o una manipulación ociosa de la estructura digiforme semejante a una jaula que tenía en el regazo.
Otro episodio importante de trabajo terapéutico que la persona deprimida y su psiquiatra habían desarrollado juntas —un episodio que la psiquiatra había dicho que consideraba personalmente un salto seminal en el crecimiento y desarrollo de una confianza y una comunicación honesta entre ellas— tuvo lugar en el tercer año de su relación terapéutica, cuando la persona deprimida confesó finalmente que también le resultaba degradante que le hablaran como la psiquiatra le hablaba a veces, es decir, la persona deprimida sentía que estaba siendo tratada con superioridad, condescendencia o como si fuera una niña en aquellas ocasiones mientras trabajaban juntas en que la psiquiatra se ponía a darle la tabarra de forma interminable acerca de cuáles eran sus filosofías terapéuticas, metas y deseos para la persona deprimida. Por no mencionar además, ahora que sacaban el tema, que también ella (es decir, la persona deprimida) se sentía en ocasiones degradada y llena de resentimiento cuando la psiquiatra levantaba la mirada de la jaula que formaban sus manos en su regazo para mirar a la persona deprimida y entonces su cara (es decir, la de la psiquiatra) adoptaba una vez más su expresión habitual de paciencia tranquila e inagotable, una expresión que la persona deprimida aseguraba que ella (es decir, la persona deprimida) sabía que pretendía comunicar una atención, un interés y un apoyo exentos de juicio pero que, sin embargo, en ocasiones, desde la perspectiva de la persona deprimida, parecía más bien indiferencia emocional, como un distanciamiento clínico, como un simple interés profesional que la persona deprimida estaba comprando en lugar del intenso interés personal, la empatía y la compasión que a menudo sentía que había pasado la vida entera anhelando desesperadamente. La ponía furiosa, confesaba la persona deprimida, a menudo se sentía furiosa y llena de resentimiento por no ser más que el simple objeto de la compasión profesional de la psiquiatra o bien de la caridad y el sentimiento de culpa abstracto de las supuestas «amigas» de su patético «Sistema de Apoyo». <<
[5] Aunque la persona deprimida, tal como ella misma admitió ante su Sistema de Apoyo, había estado vigilando ansiosamente la cara de la psiquiatra en busca de cualquier prueba de una reacción negativa mientras ella (es decir, la persona deprimida) se sinceraba y regurgitaba todos aquellos sentimientos potencialmente revulsivos acerca de su relación terapéutica, sin embargo en aquel momento de la sesión le venía bastante bien una especie de interludio de honestidad emocional para ser capaz de sincerarse más todavía y explicar entre sollozos a la psiquiatra que también resultaba degradante e incluso un tanto abusivo saber que, por ejemplo, hoy (es decir, el día de la seminalmente honesta e importante sesión de trabajo que llevaban a cabo juntas, la persona deprimida y su psiquiatra, para tratar sobre su relación), en el momento en que el tiempo de consulta de la persona deprimida con su psiquiatra se terminaba y ya se habían levantado de sus respectivas sillas reclinables y se habían despedido con un abrazo más bien tenso hasta su próxima cita, que en aquel preciso momento toda la atención, el apoyo y el interés aparentemente personalizados de la psiquiatra fueran retirados y transferidos sin esfuerzo a la siguiente comemierda patética, despreciable, gimoteante, obsesionada consigo misma, de caderas anchas, morros de cerdo y dientes repulsivos que había fuera leyendo una revista vieja y esperando para entrar dando tumbos y aferrarse de forma patética al dobladillo de la pelliza de la psiquiatra durante una hora, tan desesperadamente necesitada de una amiga que mostrara algún interés personal que sería capaz de pagar casi tanto al mes a cambio de la ilusión patética y temporal de que tenía una amiga como lo que pagaba de alquiler. La persona deprimida sabía perfectamente, tal como reconoció —levantando una mano comida por la malacia para evitar que la psiquiatra la interrumpiera—, que el distanciamiento profesional de la psiquiatra no era del todo incompatible con un cariño verdadero, y que el cuidadoso mantenimiento por parte de la psiquiatra de un nivel profesional y no personal de atención, apoyo y compromiso significaban que se podía contar con que aquel apoyo y aquella atención estuvieran Siempre Disponibles para la persona deprimida en lugar de ser víctimas de las vicisitudes normales de los conflictos y malentendidos inevitables en relaciones interpersonales menos profesionales y más personales o de las fluctuaciones naturales del propio ánimo de la psiquiatra y de su disponibilidad emocional y su capacidad de empatía en un día determinado; por no mencionar que su distanciamiento profesional (es decir, el de la psiquiatra) comportaba que por lo menos en los confines del despacho siempre helado pero atractivo de la casa de la psiquiatra y de las tres horas semanales que pasaban juntas la persona deprimida podía hablar con total honestidad y franqueza acerca de sus sentimientos sin temor a que la psiquiatra se tomara aquellos sentimientos de forma personal ni de que se enojara con la persona deprimida, adoptara una actitud fría con ella, la juzgara, se burlara de ella, la rechazara, la avergonzara o la abandonara; y de hecho también comportaba, irónicamente, que en muchos sentidos, tal como la persona deprimida reconocía, la psiquiatra era en realidad la amiga personal absolutamente ideal de la persona deprimida, o por lo menos de la parte aislada, angustiada, ansiosa, patética, egoísta, despótica y provista de un niño interior herido de la persona deprimida: es decir, después de todo se trataba de una persona (es decir, la psiquiatra) que estaba Siempre Disponible para escuchar, prestar una atención genuina, mostrar empatía, estar emocionalmente disponible, ser generosa, dar cariño y apoyo a la persona deprimida y, sin embargo, no pedir absolutamente nada a cambio de la persona deprimida en términos de empatía o apoyo emocional o en términos de la consideración real o el aprecio que pudiera tener la persona deprimida por los sentimientos y las necesidades válidas de la psiquiatra como ser humano. La persona deprimida también sabía perfectamente, tal como ella misma admitía, que eran realmente los noventa dólares por hora lo que hacía que el simulacro de amistad que era la relación terapéutica fuera tan idealmente unilateral: es decir, la única expectativa o exigencia que la psiquiatra planteaba a la persona deprimida eran los noventa dólares contractuales; después de satisfacer esa única exigencia, todo en la relación tenía por objeto y por beneficiaria a la persona deprimida. A un nivel racional, intelectual, «mental», la persona deprimida se daba cuenta de todas aquellas realidades y compensaciones, tal como le dijo a la psiquiatra, y por tanto comprendía que por supuesto ella (es decir, la persona deprimida) no tenía ninguna razón o excusa racionales para sentir los sentimientos infantiles, ansiosos, vanidosos que el riesgo emocional sin precedentes de compartir lo que sentía le producía; sin embargo, la persona deprimida le confesó a la psiquiatra que de todos modos sentía, a un nivel más básico, emocionalmente intuitivo o «instintivo», que resultaba verdaderamente degradante, insultante y patético que su angustia emocional crónica, su aislamiento y su incapacidad para expresarse a los demás significara que tenía que gastar mil ochenta dólares al mes para adquirir lo que en muchos sentidos no era más que una especie de amiga imaginaria que podía satisfacer sus fantasías infantiles y narcisistas de que otra persona atendiera a sus necesidades emocionales sin tener que atender, mostrar empatía o ni siquiera consideración hacia las necesidades emocionales de la otra persona, una empatía y una consideración esencialmente generosas que la persona deprimida confesaba entre sollozos que a veces desesperaba de tener realmente. La persona deprimida interpolaba entonces que a menudo le preocupaba la posibilidad, a pesar de los numerosos traumas que había sufrido con ocasión de sus intentos de relaciones con hombres, de que fuera realmente su propia incapacidad para abandonar su propia obsesión tóxica consigo misma y para estar Siempre Disponible para otra persona y para dar emocionalmente de forma genuina lo que había hecho que aquellos intentos de mantener relaciones de pareja mutuamente generosas con hombres fueran los fracasos generales degradantes y angustiosos que habían sido.
La persona deprimida había continuado interpolando en su confesión seminal a la psiquiatra, tal como explicaría a la élite selecta de integrantes «centrales» de su Sistema de Apoyo tras la muerte de la psiquiatra, que su resentimiento (es decir, el de la persona deprimida) por los mil ochenta dólares por mes que le costaba la relación terapéutica no tenía por objeto tanto el coste real —que admitía libremente que se podía permitir— como la idea degradante de tener que pagar por una relación artificialmente unilateral y una satisfacción de las fantasías narcisistas, luego había soltado una risotada forzada (es decir, la persona deprimida había soltado una risotada forzada durante la interpolación original en su conversación con la psiquiatra) para indicar que había oído y percibido el eco involuntario de sus padres fríos, mezquinos y emocionalmente inalcanzables en la estipulación de que lo que resultaba objetable no era el gasto real sino la idea o el «principio» del gasto. Lo que realmente parecía, tal como la persona deprimida admitió más tarde a sus amigas de confianza que le había confesado a la psiquiatra llena de compasión, era como si la tarifa terapéutica de noventa dólares por hora fuera casi una especie de rescate o «pago por protección», que le compraba a la persona deprimida una exención de la vergüenza interna atroz y de la mortificación de tener que telefonear a antiguas amigas que vivían lejos y a las que no había visto en un puto montón de años y por tanto ya no podía alegar ninguna amistad con ellas ni telefonearlas de forma espontánea por la noche e inmiscuirse en sus vidas funcionales y felizmente ignorantes, aunque tal vez algo superficiales, ni apoyarse descaradamente en ellas, estar constantemente intentando expresar la angustia terrible e incesante de la depresión incluso cuando eran aquella misma angustia y aquella desesperación y soledad las que provocaban, lo sabía muy bien, que se encontrara demasiado desprovista de afecto, ansiosa y obsesionada consigo misma como para ser alguna vez capaz de estar Siempre Disponible a modo de contrapartida para que a su vez aquellas amigas acudieran a ella llamándola a larga distancia para confesarse con ella y apoyarse en ella, es decir, que ella (es decir, la persona deprimida) sufría una omninecesidad despreciablemente codiciosa y narcisista que solamente un completo idiota esperaría que las integrantes del llamado «Sistema de Apoyo» no detectaran rápidamente en ella, sintiéndose repelidas y permaneciendo al teléfono solamente movidas por una caridad humana primaria y completamente abstracta, poniendo todo el tiempo los ojos en blanco, haciendo muecas, mirando el reloj y deseando que se terminara la llamada telefónica o que ella (es decir, la persona deprimida patéticamente ansiosa que estaba al teléfono) llamara a cualquier otra persona que no fuera ella (es decir, la supuesta amiga aburrida, repelida y con los ojos en blanco) o que en el pasado nunca hubiera sido asignada al mismo dormitorio que la persona deprimida o que nunca hubiera asistido a aquel internado o incluso que la persona deprimida nunca hubiera nacido y por tanto no existiera, hasta el punto de que todo resultaba total e insoportablemente patético y degradante «si hemos de ser sinceros», si de verdad la psiquiatra quería la «sinceridad total y sin censuras» que siempre estaba «diciendo que esper[aba]», tal como la persona deprimida confesaría más tarde a su Sistema de Apoyo que le había espetado en tono despectivo a la psiquiatra, con la cara (es decir, la cara de la persona deprimida durante aquella sesión seminal pero cada vez más desagradable y humillante del tercer año de su terapia) componiendo lo que imaginaba que debía ser una mezcla grotesca de cólera, autocompasión y humillación total. Había sido la imagen mental de la impresión que debía de estar causando su cara colérica lo que había provocado que la persona deprimida empezara en aquella última fase de la sesión a llorar, gimotear, sorberse los mocos y sollozar con todas sus fuerzas, tal como más tarde le explicaría a sus amigas de confianza. Porque, si la psiquiatra quería realmente la verdad, la verdad a nivel «instintivo» que subyacía a toda su cólera y su vergüenza infantilmente defensivas, no le había explicado la persona deprimida en posición encorvada y cuasifetal debajo del reloj en forma de disco solar, sollozando pero tomando la decisión consciente de no molestarse en secarse los ojos ni siquiera la nariz, lo que de verdad la persona deprimida pensaba que era injusto de verdad era que solamente se sintiera capaz —incluso allí, en plena terapia con aquella psiquiatra tan compasiva y de confianza— de explicar circunstancias dolorosas e impresiones pasadas relativas a la depresión que sufría y a su etiología, textura y síntomas numerosos, en lugar de ser realmente capaz de comunicar, expresar y transmitir la angustia terrible e incesante de la depresión en sí misma, una angustia que era la realidad insoportable y absoluta de cada minuto lúgubre que pasaba en el mundo —es decir, en lugar de ser capaz de explicar cómo se sentía de verdad, lo que la depresión le hacía sentir a diario, había berreado histéricamente, aporreando una y otra vez los brazos de ante de su silla reclinable— en lugar de poder transmitir aquello y comunicárselo y explicárselo a alguien que no solamente pudiera escucharla con atención, sino que realmente también pudiera sentirlo con ella (es decir, sentir lo que sentía la persona deprimida). La persona deprimida le confesó a la psiquiatra que lo que realmente ansiaba y el objeto de sus verdaderas fantasías era tener la capacidad de lograr «compartirla» (es decir, la tortura incesante de la depresión crónica) de verdad y literalmente. Dijo que le parecía que la depresión era tan central en su identidad y tan inseparable de la misma y de su personalidad que no ser capaz de transmitir la sensación profunda de la depresión o de describir la sensación que le causaba a ella le resultaba comparable, por ejemplo, a sentir una necesidad desesperada de describir el sol en la que le fuera la vida y, sin embargo, solamente tener permiso para señalar las sombras del suelo. Estaba exhausta de tanto señalar sombras, dijo entre sollozos. Inmediatamente ella (es decir, la persona deprimida) se detuvo, se rio de sí misma con una risotada forzada y le pidió disculpas a la psiquiatra por emplear una analogía tan floridamente melodramática y llena de autocompasión. La persona deprimida le explicaría todo aquello más tarde a su Sistema de Apoyo, con todo detalle y a veces más de una vez por noche, como parte de su proceso de sufrimiento motivado por la muerte de la psiquiatra causada por cafeinismo homeopático, incluyendo su recuerdo (es decir, el recuerdo de la persona deprimida) de que el despliegue de atención compasiva y exenta de juicios que había prestado la psiquiatra a todo lo que la persona deprimida por fin había soltado, ventilado, espetado, vomitado, gimoteado y dicho entre lloriqueos durante aquella sesión crucial y traumáticamente seminal había sido tan formidable y desinteresado que ella (es decir, la psiquiatra) había pestañeado mucho menos a menudo que ninguna otra escuchadora profesional con quien la persona deprimida se hubiera sincerado alguna vez cara a cara. Las dos integrantes actuales del Sistema de Apoyo de la persona deprimida que le merecían más confianza y que le proporcionaban más apoyo habían respondido, casi con las mismas palabras, que parecía que la psiquiatra de la persona deprimida había sido alguien muy especial, y que estaba claro que la persona deprimida la echaba mucho de menos; y la amiga «central» más especialmente valiosa, la más importante, la que más empatía mostraba y que resultaba que sufría una enfermedad física, en quien la persona deprimida se estaba apoyando más que en nadie durante el proceso de sufrimiento por la muerte de la psiquiatra, sugirió que la manera más afectuosa y apropiada de honrar tanto la memoria de la psiquiatra como la pena de la persona deprimida por su pérdida podía ser que la persona deprimida intentara ser para sí misma una amiga tan especial, generosa y llena de un cariño inagotable como lo había sido la difunta psiquiatra. <<
[6] La persona deprimida, intentando desesperadamente abrirse y permitir a su Sistema de Apoyo que la ayudara a honrar y procesar sus sentimientos sobre la muerte de la psiquiatra, asumió el riesgo de explicar su descubrimiento del hecho de que prácticamente nunca, por no decir nunca, había usado la palabra «triste» en los diálogos del proceso terapéutico. Había usado de forma habitual las palabras «desesperación» y «agonía», y la psiquiatra había aceptado, durante la mayor parte del tiempo, aquella elección de unas palabras que la propia persona deprimida admitía que resultaban melodramáticas, si bien la persona deprimida llevaba tiempo sospechando que la psiquiatra probablemente sintiera que la elección que ella (es decir, la persona deprimida) había llevado a cabo de palabras como «agonía», «desesperación», «tormento» y otras por el estilo era al mismo tiempo melodramática —y por tanto ansiosa y manipuladora— por un lado, y minimizadora —y por tanto basada en la vergüenza y tóxica—, por el otro. La persona deprimida también explicó a sus amigas mediante conferencia a larga distancia durante el terrible proceso de sufrimiento por la muerte de la psiquiatra el doloroso descubrimiento que había llevado a cabo del hecho de que jamás se había atrevido a preguntarle por las buenas a su psiquiatra qué estaba pensando o qué estaba sintiendo ella (es decir, la psiquiatra) en un momento dado del tiempo que pasaban juntas, ni tampoco le había preguntado ni una sola vez qué era lo que pensaba (es decir, la psiquiatra) en realidad de ella (es decir, de la persona deprimida) como ser humano, es decir, si le caía personalmente bien a la psiquiatra o si le caía mal, si pensaba que era una persona básicamente decente o bien que era repelente, etcétera. Esto eran simplemente dos ejemplos. <<
[6a] Como parte natural del proceso de sufrimiento por la muerte de la psiquiatra, una avalancha de detalles sensoriales y recuerdos emocionales empezaron a inundar la psique angustiada de la persona deprimida en momentos aleatorios y de maneras impredecibles, presionándola y exigiendo ser manifestados y tratados. La pelliza de gamuza de la psiquiatra, por ejemplo, a pesar de que la psiquiatra parecía tener un apego fetichista por aquella prenda hecha por los nativos americanos y al parecer la llevaba casi a diario, siempre estaba inmaculadamente limpia y siempre constituía un fondo de color carne inmaculadamente crudo y de aspecto húmedo para las formas diversas y semejantes a jaulas que las manos inconscientes de la psiquiatra iban conformando; y la persona deprimida había explicado a las integrantes de su Sistema de Apoyo, tras la muerte de la psiquiatra, que nunca había logrado averiguar cómo era posible que la gamuza de la pelliza pudiera estar siempre tan limpia. La persona deprimida confesaba que a veces había tenido la fantasía narcisista de que la psiquiatra llevaba aquella prenda inmaculada de color carne solamente en las citas con ella. El despacho siempre helado que tenía la psiquiatra en su casa también contenía, en la pared de delante del reloj de bronce y detrás de la silla abatible de la psiquiatra, un contundente mueble de molibdeno que hacía las funciones combinadas de mesa de oficina y madriguera para el ordenador personal, uno de cuyos estantes estaba ocupado, a ambos lados de la cafetera de lujo Braun, por pequeñas fotografías enmarcadas del marido, el hijo y las hermanas de la difunta psiquiatra; y la persona deprimida a menudo estallaba en nuevos sollozos motivados por la pérdida, la desesperación y el vilipendio de sí misma dirigidos al teléfono de diadema de su cubículo cuando confesaba a su Sistema de Apoyo que ni una sola vez le había preguntado a la psiquiatra los nombres de sus seres queridos. <<
[7] Aquella amiga a distancia singularmente valiosa y arropadora con quien la persona deprimida había decidido que se sentiría menos mortificada por hacer una pregunta tan delicada con toda sinceridad, vulnerabilidad y asumiendo el riesgo emocional era una antigua alumna de uno de los primeros internados a los que había acudido la persona deprimida en su infancia, una mujer divorciada y madre de dos hijos exageradamente generosa y cariñosa de Bloomfield Hills, Michigan, que recientemente había recibido la segunda tanda de quimioterapia por un neuroblastoma virulento que había reducido enormemente el número de responsabilidades y actividades en su vida adulta plena, funcional y vibrantemente volcada en los demás, y que por tanto ahora no solamente estaba casi siempre en casa, sino que también disfrutaba de una disponibilidad libre de conflictos casi ilimitada y de tiempo para hablar por teléfono, algo por lo cual la persona deprimida siempre se aseguraba de anotar una oración diaria de gratitud en su Diario Emocional. <<
[8] (es decir, cuando disponía meticulosamente su horario matinal para dar cabida a los veinte minutos que la psiquiatra había sugerido durante mucho tiempo que dedicara a concentrarse en silencio y a ponerse en contacto con sus sentimientos y de ese modo apoderarse de ellos y anotarlos en su Diario, mirando en su propio interior con un desapego compasivo, exento de juicios y casi clínico) <<