10. La victoria

Cambio de panorama.

Para empezar, Carlos VII tenía que reorganizar las finanzas del Reino. No se trataba sólo de que los estragos de la prolongada guerra habían provocado un caos financiero. También habían deshecho la obra de Felipe IV con respecto al papado y había surgido nuevamente el peligro de que el dinero francés afluyera a Italia en cantidades incontrolables.

Mientras los papas permanecieron en Aviñón, estuvieron bajo el control de Francia. Seguros en el sudeste, los papas siguieron siendo títeres franceses pese a todos los desastres ocurridos bajo Felipe IV y Juan II, en el noroeste y el sudoeste. Durante esos reinados, los papas siguieron nombrando una mayoría de cardenales franceses, y éstos siguieron eligiendo papas franceses.

Pero luego, en 1378, hacia finales del reinado de Carlos V, el séptimo papa de Aviñón, Gregorio IX, estaba visitando Roma. Tenía intención de volver a Aviñón, pero murió antes de poder hacerlo. La muchedumbre romana forzó a los cardenales que estaban en Roma en ese momento a elegir a un papa italiano que prometiese permanecer en Roma. El nuevo papa gobernó en Roma con el nombre de Urbano VI. Pero en Aviñón otros cardenales denunciaron como ilegal la elección romana y eligieron a un papa suyo que convino en permanecer en Aviñón y asumió la tiara con el nombre de Clemente VII.

Así empezó el «Gran Cisma», que duró cuatro décadas y durante el cual el papado se convirtió en un balón de fútbol político. Hubo dos papas durante todo ese período, y cada uno fulminaba al otro con la condena de la Iglesia sin que (para desconcierto de los fieles) se causase mucho daño en ninguna de las partes.

Las diversas naciones se alinearon según consideraciones estrictamente políticas. Francia respaldó a Aviñón, claro está, y lo mismo sus aliados, Escocia y los reinos españoles. Puesto que Inglaterra y Borgoña estaban en guerra con Francia, apoyaron a Roma, y así sucesivamente.

En el curso del Gran Cisma, el papado de Aviñón se debilitó cada vez más, paralelamente al creciente caos de Francia durante el catastrófico reinado de Carlos VI.

El prestigio del papado sufrió enormemente durante el Gran Cisma. Hasta surgió un movimiento tendiente a hacer del papado una monarquía limitada, otorgando un poder superior al concilio de los eclesiásticos. Por un tiempo, este «movimiento conciliar» fue poderoso; uno de esos concilios, el Concilio de Constanza (en lo que es hoy la frontera septentrional de Suiza) puso fin al cisma.

En 1417, con Francia postrada por la sacudida de la batalla de Azincourt, el papado de Aviñón era muy débil realmente, y no se debía dejar pasar la oportunidad. Los eclesiásticos del Concilio de Constanza declararon que los concilios eran superiores en poder de decisión al papa, y luego eligieron a un nuevo papa, Martín V, que residiría en Roma y a quien todos debían aceptar. Europa, cansada del cisma, lo aceptó, y aunque el último papa de Aviñón, Benedicto XIII, se siguió llamando papa hasta su muerte, en 1423, ningún otro lo hizo. Con su muerte, quedaron borrados todos los restos del papado de Aviñón de un siglo y cuarto.

Martín V trató de poner fin al movimiento conciliar, aunque se había beneficiado con él, pero durante otra generación la Iglesia fue acosada por sentimientos antipapales.

En 1431, se reunió un Concilio en Basilea, Suiza, que trató de establecer de una vez por todas las supremacía de los concilios sobre los papas. El concilio exigió reformas que involucrasen la descentralización de la organización de la Iglesia asignando menos poder al papa y más a las secciones nacionales de la Iglesia.

Este movimiento fue derrotado a causa de la obstinada resistencia del papa Eugenio IV, quien había sucedido a Martín V en 1431. Pero mientras la lucha continuaba, Carlos VII aprovechó la oportunidad.

El 7 de Julio de 1438, Carlos promulgó la «Pragmática Sanción» de Bourges (expresión usada para designar una ley básica que rige algún sector importante de la estructura gubernamental), la cual adoptaba los edictos del Concilio de Basilea. Por esos edictos, él y los señores que tuviesen en sus territorios obispos y abades podían nombrar a los titulares de esos cargos sin tener que consultar con el papa.

Esto significaba que la parte francesa de la Iglesia Católica sería, en éste y en otros aspectos, independiente del poder papal en considerable medida. Este punto de vista (llamado «galicanismo») había surgido con Felipe IV y ahora, después del largo y penoso intervalo de la guerra con Inglaterra, fue reafirmado.

El galicanismo significó una intensificación aún mayor del sentimiento nacionalista francés en constante crecimiento, ya que hasta la Iglesia, en Francia, debía una práctica fidelidad al rey y al orden secular.

Además, allí donde estaba el poder estaba también el dinero. Mientras el papado retuvieras las anatas, el dinero afluiría a Roma; cuando fuese el Estado el que las retuviera, el dinero afluiría al rey. Además, con una jerarquía eclesiástica autónoma en Francia, era más fácil para Carlos aprobar normas que limitasen los pagos de toda clase a Roma y conservar el dinero, que era escaso, para la reconstrucción y reorganización de la nación.

Para administrar el dinero, Carlos VII apeló a un comerciante de Bourges llamado Jacques Coeur. Fue el primero de los financistas de la tradición moderna, que aplicó una organización sistemática a los recursos monetarios del Reino, centralizando su control en manos del rey. Se había hecho rico mediante el comercio con el Este, y ahora estimuló, mediante este comercio oriental, una constante expansión comercial de Francia.

Carlos, además, emprendió la reforma del ejército. Francia, como en los tempranos días de Carlos V, estaba infestada de bandas independientes de soldados mercenarios. Éstos eran llamados «écorcheur», que significa «desolladores», porque despojaban de todo a quienes atrapaban, y les arrancaban la piel cuando no tenían otra cosa. Carlos ahora les obligó a entrar en un ejército controlado por él, prohibiendo todos los ejércitos privados. Hizo que el nuevo ejército permanente fuese pagado regularmente con fondos del gobierno, desalentando así el hábito de los soldados impagados de sustentarse a expensas de los campesinos.

Un aspecto de las mejoras militares fue decisivo. Carlos dio su apoyo a dos hermanos, Jean y Gaspard Bureau, que reorganizaron la artillería. Mejoraron el diseño de los cañones y la calidad de la pólvora. Habiendo aumentado de este modo la eficiencia de las armas, supervisaron la producción de mayor número de ellas, y las pusieron bajo el control de especialistas. Más aún, se obligó a los comandantes de los ejércitos a que tratasen a los cañones y a los artilleros con adecuado respeto, independientemente del hecho de que los artilleros fuesen generalmente plebeyos.

Los ejércitos de Carlos VII fueron los primeros en hacer un uso eficiente y sistemático de la artillería, lo cual señaló el fin de la manera medieval de hacer la guerra. El pesado blindaje del caballero perdió hasta el último vestigio de utilidad.

Las murallas de las ciudades, que, a diferencia de la armadura personal, eran impenetrables para los arcos largos, también empezaron a caer ante la nueva artillería. Los hermanos Bureau tuvieron la primera oportunidad de demostrarlo en 1439, cuando los franceses pusieron sitio a Meaux. Esta ciudad había sido el escenario de la última operación victoriosa de Enrique V, diecisiete años antes. Las murallas, que habían resistido contra Enrique V durante prolongados y amargos meses, no pudieron resistir ahora el colosal embate de los cañones, y Meaux cayó rápidamente. En verdad, los asedios de la década final de la Guerra de los Cien Años fueron todos breves, comparados con los largos sitios de la época de la supremacía inglesa.

Carlos VII hizo otra cosa que iba a ser característica de sus sucesores. Tuvo una amante. Esto no quiere decir que los reyes anteriores no tuviesen amores extramaritales; era un hábito bastante común de todos los hombres. Pero Carlos lo hizo abiertamente. Fue fiel a la amante que eligió (una bella muchacha llamada Agnés Sorel) durante toda la breve vida de ella y le dio una posición semioficial en la corte. Durante los seis años transcurridos entre 1444 y 1450, fecha en que murió, cuando sólo tenía un poco más de veinte años, fue la reina sin corona de Francia.

Las reformas de Carlos no fueron llevadas a cabo sin oposición. Todo lo que hizo tendió a concentrar el poder en las manos del rey. Muchos de los grandes nobles, habituados a seguir su propia ley durante las décadas de infortunio de Francia, se resintieron de esa tendencia que parecía reducirlos a meros sirvientes de la corona.

Buscaron un líder alrededor del cual unirse, y hallaron uno en el Delfín adolescente, Luis.

Luis había nacido en 1423, no mucho después de la muerte de Enrique V, y había pasado sus años de formación cuando la historia francesa llegó a su punto más bajo. Era feo e introvertido. Su padre no le tenía afecto, en lo que era cordialmente correspondido. Cuando los nobles abordaron al Joven, en 1440, y presentaron la perspectiva de asignarle un papel más importante en el gobierno, convino en ponerse a su frente, al menos nominalmente.

La insurrección fue llamada la «Praguería». Era una referencia a la ciudad de Praga, en Bohemia, que por entonces era un notorio centro de rebelión. Allí, los seguidores de Juan Hus, un reformador religioso que había sido quemado en la hoguera en 1415, aún luchaban desesperadamente contra el Imperio Alemán.

Los nobles trataron de ganarse a la población pidiendo la paz con Inglaterra y menos impuestos. Pero los habitantes de las ciudades y los campesinos recordaban muy bien las desdichas de ser gobernados por una aristocracia pendenciera y, en general, incompetente, y adhirieron al rey y a un gobierno fuertemente centralizado como la única posibilidad de eficiencia y prosperidad. Arturo de Richemont, quien conducía el ejército de Carlos VII como condestable, redujo metódicamente los puntos fuertes de los insurrectos y, antes de un año, la Praguería fue aplastada.

Carlos VII hizo un uso moderado de su victoria. Estaba decidido a no exacerbar una guerra civil en beneficio de los ingleses. Haber castigado duramente a los nobles recalcitrantes los habría lanzado en los brazos de los ingleses. Prefirió perdonarles y puso en claro que prefería su cooperación a su enemistad. Los nobles respondieron apropiadamente, y la guerra civil llegó a su fin.

En cuanto al Delfín, Luis, fue perdonado también y puesto al frente de su provincia titular, el Delfinado, situado al este del curso medio del río Ródano. Esto tenía la ventaja de mantenerlo lejos de la corte y de nuevas tentaciones. Ocurrió que el joven Delfín demostró ser un administrador capaz y honesto, y bajo su gobierno el Delfinado prosperó.

Con todo, la Praguería redujo el ritmo de las reformas de Carlos. Tenía que avanzar un poco más pausadamente, para mantener a la nobleza con buen humor. Y mientras la atención del rey estaba dirigida a sus propios súbditos, los ingleses reforzaron su dominio de Normandía y hasta reiniciaron la ofensiva, avanzando poco a poco en dirección a París.

Parecía que iba a reanudarse la guerra, pero Carlos aún la postergó unos pocos años… hasta que estuvo preparado.

Las últimas batallas.

El período más o menos tranquilo por el que pasó Francia después de la recuperación de París en 1437 fue un lapso traumático dentro de Inglaterra. El espíritu de facción seguía predominando, y en medio de las interminables luchas por el dominio sobre el débil Enrique VI hubo querellas entre los halcones y las palomas, entre quienes aún perseguían el espejismo de la victoria militar en Francia y quienes se contentaban con conservar Normandía y Guienne y aceptaban la paz.

El principal de los halcones era el tío del rey inglés, Humphrey de Gloucester, quien no podía olvidar que había luchado en la batalla de Azincourt. Había contribuido mucho a dañar la causa inglesa con su insensata guerra con Felipe de Borgoña, pero protegía el saber y cultivaba su popularidad. (Era llamado «el Buen Duque Humphrey»).

Pero era un mal político y su influencia declinó. En relación con la guerra, sufrió una importante derrota en lo concerniente a Carlos de Orleáns.

Carlos de Orleáns, como Humphrey de Gloucester, era un símbolo viviente de la batalla de Azincourt. Carlos figuraba entre los jefes franceses, había sido tomado prisionero en el campo de batalla y desde entonces había vivido en Inglaterra como cautivo. Las condiciones de su prisión en Inglaterra fueron tan suaves como las que se habían impuesto a su bisabuelo Juan II y, durante el cuarto de siglo que duró, se dedicó a escribir poesía amorosa de mucho mérito, parte de ella en inglés. En verdad, es considerado por muchos como el último de los trovadores medievales, y su brillo en la historia de la literatura compensa con creces su fracaso como jefe militar.

Los ingleses que se oponían a Gloucester empezaron a presionar para la liberación del hombre derrotado en Azincourt, como un razonable gesto de conciliación con Francia. Felipe de Borgoña, un poco incómodo por haber cambiado de bando y por ende deseoso de lograr la paz, negoció la liberación. El rey Carlos, por su parte, convino en pagar el enorme rescate que pedían los ingleses como contribución a la desescalada de la guerra.

En noviembre de 1440, Carlos de Orleáns retornó a Francia. No tenía ninguna posibilidad de recuperar su preeminencia política de antaño, pues la deshonra de Azincourt era demasiado reciente. Es muy probable que eso no le importase; había abandonado la política hacía tiempo. Se retiró a una vida pacífica, cómoda y de patronazgo literario. Siguió escribiendo poesía, y a su corte de Blois afluyeron los más grandes poetas franceses. Se casó nuevamente, vivió feliz con su esposa y tuvo de ella un hijo cuando tenía más de setenta años, un hijo, además, que algún día se convertiría en rey de Francia. El perdedor de la batalla de Azincourt tenía muchas más razones para congratularse de su vida que su vencedor.

El valor de la liberación de Carlos de Orleáns como gesto de paz fue neutralizado por la Praguería, que dio a los halcones ingleses nuevo estímulo. Por un momento, el prestigio de Humphrey de Gloucester subió, pero luego la insurrección de la nobleza francesa se esfumó, y la lucha de halcones y palomas empezó de nuevo.

La nueva lucha se centró alrededor de Enrique VI de Inglaterra, todavía joven. Tenía ahora poco más de veinte años, y era claro que nunca gobernaría realmente, sino que sería siempre el débil títere de algún ministro fuerte. Pero estaba en edad de casarse, y el matrimonio podía influir en el curso futuro de las relaciones con Francia.

Humphrey de Gloucester quería que el rey Enrique se casase con la hija de Juan IV de Armagnac, el noble más fuerte del sur de Francia. Juan de Armagnac había tomado parte en la Praguería y, aunque había capitulado, se le podía persuadir fácilmente a que se levantase nuevamente contra el rey. Una vez que su hija se convirtiese en reina de Inglaterra, tal vez aceptase desempeñar el papel de una nueva Borgoña y dar a Inglaterra otra posibilidad de victoria total.

Carlos VII no estaba ciego ante esa posibilidad. El ejército real (con el joven Delfín entre sus Jefes) recorrió el sur y, en 1443, liquidó eficazmente la fuerza de Armagnac. Humphrey de Gloucester nunca se recuperó de este golpe, y en lo sucesivo su influencia sobre los sucesos fue nula.

Al frente del partido de las palomas, en Inglaterra, estaba ahora Guillermo, Earl de Suffolk. Había conducido a las fuerzas inglesas que se vieron forzadas a retirarse de Orleáns después de la llegada de Juana de Arco, pero luchó valientemente antes y después, y pensaba que ya era suficiente.

En 1443 llegó a Francia para concertar una tregua, cosa que, pensaba, Inglaterra necesitaba vitalmente para poder afrontar sus problemas internos. Podía contribuir a hacer digerible esa tregua para los ingleses el que Suffolk pudiese llevar de vuelta consigo a alguna Joven y bella princesa de gran alcurnia para que fuese la reina de los ingleses. Y parecía haber una posibilidad a mano.

Renato de Anjou era un miembro de la Casa de Valois. Era bisnieto del rey Juan II de Francia y primo segundo del rey Carlos VII. Su abuelo, su padre y su hermano mayor (todos llamados Luis) habían reclamado la corona de Nápoles y luchado por ella, pero ninguno, en realidad, logró hacerse proclamar rey de hecho. Cuando el hermano mayor de Renato, Luis III, murió en 1434, Renato heredó el título y se hizo llamar rey de Nápoles. Nunca ocupó el trono, de hecho, y no tenía poder ni ingresos. Pero podía llamarse rey y era de «sangre real». Esto le daba un elevado status social.

Renato tenía una joven hija, Margarita de Anjou, de sólo trece años de edad cuando Suffolk llegó a Francia. Seguramente, era una persona adecuada para el caso. También los franceses parecían considerarlo así.

Se firmó una tregua el 28 de mayo de 1444, por dos años, con opción a ser renovada, por supuesto, y el matrimonio se llevó a cabo el siguiente mes de abril en la ciudad de Tours, a orillas del Loira, a unos ciento diez kilómetros aguas abajo de Orleáns. Margarita de Anjou, que ahora tenía quince años, se convirtió en reina de Inglaterra.

Como sucede habitualmente en acuerdos de compromiso, ninguna de las partes quedó realmente satisfecha. La posesión por Inglaterra de Guienne, Normandía, Calais y otros pocos lugares fue confirmada, lo cual no podía agradar mucho a los franceses. Por otro lado, Inglaterra devolvió a la dominación francesa el Condado de Maine, que se hallaba inmediatamente al sur de Normandía, puesto que formaba parte de los dominios hereditarios de Renato de Anjou, el nuevo suegro del rey Enrique. El partido de los halcones en Inglaterra hizo todo lo posible por presentar esto como una vergonzosa rendición, pero, en 1447, Humphrey de Gloucester fue asesinado, y al menos su voz fue acallada.

Aun así, ningún gobierno inglés, por muy partidario de las palomas que fuesen sus sentimientos, se atrevía realmente a ceder Maine. La cesión se había hecho en el papel, pero los ingleses hallaron una excusa tras otra para evitar abandonar realmente la provincia. Carlos tampoco los presionó demasiado. Mientras los ingleses siguiesen en posesión del condado, la tregua podía ser declarada rota cuando a los franceses les conviniera hacerlo.

En 1448, Francia estaba dispuesta. Su ejército estaba reorganizado, sus baterías de artillería estaban listas. Puesto que Inglaterra no había entregado el Condado de Maine, Carlos declaró rota la tregua y envió a su ejército al oeste para ocupar Maine e invadir Normandía.

Por entonces, los ingleses de Normandía estaban bajo la conducción del incompetente Edmundo, duque de Somerset. Los franceses barrieron con todo delante de ellos y, en 1449, tomaron Rúan y Harfleur, ciudades que a Enrique V le había costado mucho capturar treinta años antes. (Talbot fue capturado nuevamente en este momento, y fue mantenido en prisión durante un año antes de ser rescatado).

Somerset retrocedió a Caen, a noventa y cinco kilómetros al oeste de Rúan, y allí fue sitiado.

Los ingleses hicieron un último esfuerzo en el norte. En marzo de 1450, un nuevo ejército inglés desembarcó en la costa normanda, un ejército mayor que el que Eduardo III o Enrique habían conducido a Francia. Los franceses reaccionaron rápidamente, y el 15 de abril de 1450 los ejércitos inglés y francés se encontraron en la aldea de Formigny, en la costa normanda, a cuarenta kilómetros al oeste de Caen.

Desgraciadamente para Inglaterra, los días de Azincourt habían pasado. Los ingleses no se enfrentaron con una muchedumbre enorme y desordenada, sino con un ejército no mayor que el suyo y mejor organizado. Los ingleses aún tenían a sus arqueros como columna vertebral de sus fuerzas y aún luchaban a la defensiva, esperando que los franceses cargasen y se pusiesen al alcance de las flechas.

Pero los franceses no lo hicieron. En cambio, instalaron los eficientes cañones de los hermanos Bureau. El cañón tenía un alcance mayor que el arco largo, y ahora fueron los ingleses los dañados por proyectiles de larga distancia a los que no podían responder, y proyectiles mucho peores que las flechas.

Durante un tiempo la batalla se mantuvo pareja, pese a eso, pero cuando llegaron refuerzos franceses al lugar, los ingleses rompieron sus líneas. Trataron de retirarse, pero la retirada se convirtió en una desbandada, y dos tercios del ejército inglés quedaron muertos en el campo de batalla. Así, la política de Suffolk fue deshecha y terminó en la derrota y la vergüenza para Inglaterra. Suffolk no sobrevivió mucho tiempo a estos sucesos. Primero fue desterrado, y luego, el 1° de mayo de 1450, cuando trataba de abandonar el país, fue muerto por asesinos. Pero esto no puso fin a las derrotas británicas. Caen cayó en poder de los franceses el 6 de julio, y el puerto de Cherburgo el 12 de agosto. Éste era la última posesión inglesa en la región, y los ingleses perdieron toda Normandía para siempre.

Carlos VII entró en Rúan triunfalmente, en 1450, no mucho después de la batalla de Formigny, y en esta ciudad, en el lugar donde Juana de Arco había sido quemada diecinueve años antes, ordenó una reinvestigación del caso. (A fin de cuentas, no podía permitir que se dijera que había sido coronado con la ayuda de una bruja convicta, quemada por sus hechicerías).

Era muy claro que Carlos esperaba la revocación de la sentencia contra Juana, como en la ocasión anterior los ingleses esperaban que se la condenase. Y, por supuesto, el tribunal reunido para realizar el Juicio satisfizo las necesidades políticas del momento, como en la ocasión anterior.

La condena de Juana fue anulada y se declaró que no era una bruja, aunque no había ninguna manera de anular la quema, claro está.

Tomado el norte, los ejércitos franceses, confiados con su artillería, se dirigieron al sudoeste. Allí se enfrentaron con Guienne y su capital, Burdeos, región que había sido inglesa, no desde sólo treinta años atrás, sino desde hacía trescientos años, y que se había habituado tanto a estar bajo los reyes de Inglaterra que apenas se sentía francesa.

Pero también allí los franceses hicieron un constante progreso, y también allí los ingleses hicieron un último esfuerzo. Aún tenían a Talbot, el último de los capitanes de los días, una generación antes, en que los ingleses parecían invencibles y podían arrasar a su antojo a incontables cantidades de franceses. Talbot tenía cerca de setenta años ahora, pero seguía siendo el mismo tonto valentón de siempre: todo bravura y poco discernimiento.

Cuando, el 5 de Junio de 1451, Burdeos abrió sus puertas a los franceses, Talbot fue enviado con un ejército a Guienne. La población inmediatamente se unió a sus gobernantes habituales y, en octubre, Talbot pudo retomar Burdeos y recuperar una parte considerable de Guienne. Esto significó que luego tuvo que hacer frente a un ejército francés reforzado que fue enviado a la provincia.

El ejército francés llegó al puesto avanzado inglés de Castillon, a cincuenta kilómetros al este de Burdeos, y Talbot se apresuró a acudir en su ayuda. Pero Talbot era Talbot; fue el turno de los ingleses de comportarse como tontos precipitados. Talbot se lanzó a una furiosa batalla el 17 de julio de 1453, sin esperar el apoyo de la artillería. Los franceses, en cambio, colocaron su artillería detrás de una fuerte línea defensiva, como habían hecho en Formigny.

Ya no eran los franceses quienes eran atraídos a ponerse al alcance de las flechas; fueron los ingleses quienes se vieron arrastrados a ponerse al alcance de los cañones. Una fuerte columna inglesa fue conducida por Talbot en una carga alocada contra las líneas francesas, y fueron barridos por la artillería. Talbot fue muerto, el ejército inglés quedó destruido y el reinado del arco largo llegó a su fin. Había sido el amo de los campos de batalla durante un siglo.

Toda Guienne fue retomada rápidamente, y Burdeos cayó por segunda vez en poder de Francia el 19 de octubre de 1453. La batalla de Castillon fue la última batalla de alguna importancia de la Guerra de los Cien Años. En efecto, la larga lucha con Inglaterra que había comenzado en la época de Luis VII de Francia y Enrique II de Inglaterra llegó a su fin, y la victoria fue de Francia.

La única posesión en territorio francés que retuvieron los ingleses fue Calais y la región circundante. Pero también, indudablemente, habría caído en manos de los franceses de no haber sido por el hecho de que estaba en el umbral de los dominios de Felipe de Borgoña, y éste prefería que estuviesen allí los ingleses, por las dudas.

En realidad, la Guerra de los Cien Años no finalizó legalmente. Nunca se firmó un tratado de paz. Pese a todo lo sucedido, ningún gobierno inglés pudo aceptar la idea de hacer la paz con Francia y admitir que Crécy y Poitier, y hasta Azincourt, habían terminado en la nada; que Eduardo III, el Príncipe Negro y Enrique V habían combatido inútilmente. Todo lo que los ingleses firmarían sería una tregua, y esto fue todo lo que los franceses obtuvieron. Y con los ingleses aún en Calais y aún dominando el Canal de la Mancha, Francia tuvo que vivir algunas décadas más en la incertidumbre de si los ingleses volverían a invadirla.

Pero nunca volvió a producirse una invasión importante, y si echamos una mirada retrospectiva desde nuestro ventajoso punto de mira, podemos señalar la batalla de Castillon como el fin de la Guerra de los Cien Años, de hecho, si no de derecho.

El fin de una época.

La batalla de Castillon y la terminación de la Guerra de los Cien Años marcó también el fin de una época para Inglaterra y Francia, y formó parte de un complejo mayor de sucesos que señaló el fin de una época para Europa y todo el mundo.

La Guerra de los Cien Años puso fin para siempre a la era de la guerra medieval e inició la moderna época de la pólvora, en la que la artillería tuvo la supremacía, situación que se mantendría hasta mediados del siglo XX.

También elevó el sentimiento nacional, tanto en Francia como en Inglaterra, a una altura que destruiría para siempre, en Europa, los últimos vestigios de la comunidad internacional de la «cristiandad». El nuevo nacionalismo también se haría sentir en otras partes de Europa Occidental, particularmente en España, Portugal, Escocia y los países escandinavos. Sólo en Alemania y en Italia se mantendrían las fuerzas de la fragmentación medieval, con malas consecuencias, que iban a hacerse sentir a mediados del siglo XIX.

Como para subrayar la caducidad de lo antiguo, el 30 de mayo de 1453, justamente seis semanas antes de la batalla de Castillon, se produjo la caída definitiva y permanente de la ciudad de Constantinopla en manos de los turcos otomanos. Así termino la larga historia del Imperio Bizantino, junto con el último vestigio de una cultura independiente que se remontaba de manera continua hasta Augusto, el primer emperador romano, quince siglos atrás, y hasta a la Guerra de Troya, veintiséis siglos antes.

Militarmente, la caída de Constantinopla fue un suceso sin importancia. Hacía mucho tiempo que estaba rodeada por los turcos y se hallaba inerme bajo su férula. Pero el efecto psicológico del suceso fue enorme. Parecía hacer visible la desaparición del pasado y simbolizar el vasto cambio que se había producido.

Tampoco fue una cuestión de cambio militar y político solamente. La Guerra de los Cien Años y la peste negra, en particular, habían barrido las bases económicas del feudalismo y, por lo tanto, toda la estructura del modo medieval de vida. El caballero con armadura era ahora una pieza de museo, mientras el piquero de humilde cuna, a corta distancia, y el artillero de modesto origen, a larga distancia, eran los reyes del campo de batalla. Los castillos se habían convertido en inútiles reliquias del pasado, y sólo el rey podía permitirse disponer del tren de artillería, enormemente costoso, que hacía posible una guerra efectiva. Esto significó que estaba cerca el momento de la monarquía absoluta centralizada y las aristocracia se iba a transformar gradualmente, de un grupo de rebeldes y combatientes pendencieros, en una colección de parásitos sociales.

El descenso de la población hizo tan valiosa la mano de obra que los siervos pudieron obtener nuevos privilegios. La servidumbre terminó y empezó la era del campesino libre (que no vivía mucho mejor en algunos aspectos).

Aparte de los aspectos políticos, militares y económicos de la sociedad, se estaban produciendo grandes cambios en la vida intelectual del hombre. Aun durante la Guerra de los Cien Años, había habido un fermento cultural en Italia. A medida que declinó el poder del papado, se produjo una nueva explosión del arte y la literatura que ya no tomaba su inspiración de la Biblia y los Padres de la Iglesia y ya no versaba principalmente sobre la relación del hombre con Dios. La nueva cultura, en cambio, surgió de los clásicos redescubiertos del antiguo mundo pagano y abordaba la relación del hombre con el hombre.

Este resurgimiento del interés por el hombre en sí mismo («humanismo») fue llamado el «Renacimiento». Fueron los hombres del Renacimiento quienes, conscientes del hecho de que el espíritu del mundo antiguo (pagano, osado y libre) parecía haber renacido, llamaron al largo interludio entre la caída de la cultura antigua y su redescubrimiento la «Edad Media».

Durante más de un siglo, este nuevo paso cultural estuvo confinado principalmente a Italia. Europa, más allá de los Alpes, permanecía atrasada a este respecto. Las universidades medievales, particularmente la Universidad de París, siguieron siendo bastiones del conservadurismo y se resistieron activamente contra la influencia renacentista.

Pero una vez que terminó la Guerra de los Cien Años y que Francia recobró su fuerza (lo cual llevó otra generación), ésta inició un intento de expansión militar. Los ejércitos franceses invadieron Italia en 1494, y llevaron de vuelta el Renacimiento con ellos; a través de Francia, el Renacimiento se expandió rápidamente por otras partes.

Este mayor aliento de la experiencia humana y mayor osadía en el campo cultural marchó a la par de una expansión más literal, en el sentido geográfico. En el curso de la Guerra de los Cien Años, la pequeña nación de Portugal, sin costa mediterránea y sólo con costa atlántica, emprendió un constante programa de exploración del Atlántico y a lo largo de la costa africana. Por la época de la batalla de Castillon, navegantes portugueses habían pasado la saliente más occidental de África y se dirigían hacia el sur. A fines de 1487, llegaron a la punta más meridional de África.

En 1479, la Península Ibérica (excepto Portugal) se unió para formar la nación de España, y, en 1492, la España unida destruyó al último reino musulmán del sur. En ese mismo año los gobernantes españoles patrocinaron el viaje de Cristóbal Colón que terminó con el descubrimiento de los continentes americanos, y en 1497 Vasco de Gama dio la vuelta a África y llegó a la India.

Europa, de este modo, salió de su aislamiento medieval. Ya no estaba encerrada por la fuerza superior de árabes, turcos y mongoles. Sin duda, los turcos amenazaron a Europa durante otra generación, más o menos, pero Europa los superó, descubrió todo el planeta y puso los cimientos para la europeización del mundo.

También en otro aspecto estaba surgiendo una nueva época. En 1454, el año posterior al fin de la Guerra de los Cien Años y de la caída de Constantinopla, el inventor alemán Juan Gutenberg inventó un sistema de impresión con tipos metálicos móviles.

La invención se difundió con una velocidad impresionante, para la época. El número de libros aumentó enormemente, gracias al uso de la imprenta, la elaboración de nuevas tintas y, quizá lo más importante de todo, la existencia del papel.

El papel fue una invención china, como probablemente lo fueron muchas otras innovaciones medievales, tales como la brújula para la navegación, la pólvora y los molinos de viento. Pudo fabricarse papel con trapos viejos y hasta con la madera. Entró en Europa a través del mundo musulmán y España ya en el siglo XII; era superior al papiro de los antiguos, que se fabricaba con un junco relativamente raro.

Era también enormemente más barato que el pergamino, casi prohibitivamente caro, que se hacía con pieles de animales y fue casi la única superficie apta para la escritura en la temprana Edad Media.

Al disponerse de muchos libros, fue grande el avance de la alfabetización, y la capacidad de leer y escribir se expandió cada vez más fuera del ámbito de los sacerdotes y los comerciantes. Gracias a la imprenta, también, la información recientemente obtenida podía ser transmitida más rápidamente de una persona a otra, de modo que surgió una comunidad intelectual más eficaz y en interacción que trascendía de las localidades y hasta de las naciones.

Puesto que las nuevas ideas viajaron más rápida y extensamente, fue cada vez más difícil para los defensores de las viejas costumbres suprimir el cambio. Las herejías y las innovaciones radicales habían sido mantenidas bajo control durante toda la Edad Media, pero con la imprenta la idea hostil escapó y no pudo ser atrapada. Fue mediante el uso de la imprenta como Martín Lutero estableció la «Reforma» a principios del siglo XVI y escindió en forma permanente a la cristiandad occidental.

Sólo con la imprenta podemos hablar de una creciente comunidad científica, a diferencia de los científicos individuales. La imprenta, pues, puso los fundamentos para el nacimiento de la ciencia moderna a mediados del siglo XVI.

Todos estos cambios juntos originaron uno de los grandes momentos decisivos de la historia humana: el paso de la era medieval a la era moderna. A veces se intenta poner de relieve la transformación con un solo suceso, siendo la caída de Constantinopla o el descubrimiento de América los dos citados más a menudo. Pero no es así como opera la historia.

La edad moderna empezó tempranamente en algunos aspectos; lo medieval perduró largo tiempo en otros. El rey francés Felipe IV era moderno en cierto modo, en el siglo XIII. El emperador austriaco Francisco José I era medieval en algunos planos en el siglo XIX. Sin embargo, gran parte del cambio, quizá la mayoría de él, puede asignarse a un período de medio siglo, de 1450 a 1500. En 1450, Europa Occidental era en gran medida medieval. En 1500, era en gran medida moderna.

Por ello, es conveniente terminar este libro cuando se inicia el cambio decisivo, al final de la Guerra de los Cien Años, en 1453. El libro, que trata de la historia francesa desde Hugo Capeto hasta Carlos VII, abarca los cinco siglos de la Francia medieval y describe cómo en este período se formó la Francia que conocemos hoy.

Pronóstico.

La historia de Francia no terminó, ciertamente, con el fin de la Guerra de los Cien Años. En verdad, la mayor parte de ella aún estaba por ocurrir.

El fin de la guerra tampoco fue el fin de todo peligro para la nación. Borgoña aún era independiente y constituía una amenaza mayor que nunca para la Francia exhausta. Fue necesario otro cuarto de siglo y la astuta guía del hijo de Carlos VII, el Delfín Luis (que reinaría como Luis XI), para poner fin a esa amenaza.

Una vez Francia realmente unificada, pudo lanzarse a aventuras extranjeras y luchar durante generaciones contra un nuevo enemigo, contra un ámbito unido que incluía al Imperio Alemán y a España.

Más tarde, cuando surgió triunfante de esa lucha, Francia sería la mayor potencia militar del mundo y, por un momento, durante la primera década del siglo XIX, hasta pareció que iba a eclipsar y absorber a toda Europa. Sólo su vieja enemiga, Inglaterra (ahora ampliada y convertida en la nación de Gran Bretaña), se alzaba intransigentemente en su camino, y la decisión llegó después de una nueva Guerra de los Cien Años entre las dos naciones.

Pero esta dramática historia será abordada en otros libros de esta serie.