La Guerra Civil
Todo lo que Carlos V había ganado para Francia quedó ahora al borde del abismo, y nuevamente Francia fue golpeada por un desastre imprevisto.
Si Carlos VI se hubiese vuelto loco en forma clara y permanente, las cosas no habrían marchado tan mal, pues podía haberse establecido una regencia fuerte y duradera. Pero no ocurrió así. Por el resto de su largo reinado, que continuaría treinta años más, el rey alternaría los períodos de locura con los de cordura, cada uno de los cuales duraba en promedio la mitad de un año, aproximadamente. Y cuando estaba cuerdo, trataba de gobernar.
El resultado fue que no hubo ninguna continuidad en el gobierno, ninguna seguridad en la adopción de decisiones. Hubo una anarquía casi total, y los nobles revoloteaban como buitres.
Felipe el Audaz se hizo cargo del gobierno inmediatamente, y lo retuvo a intervalos. Ahora que gobernaba Flandes estaba más interesado que nunca en una paz total con Inglaterra, para asegurarse la vacilante lealtad de sus nuevos súbditos. El rey inglés, Ricardo II, en lucha con su propia nobleza, estaba igualmente ansioso de lograr la paz. En 1396, se acordó un matrimonio entre Ricardo II (viudo por entonces) e Isabel, una hija menor de Carlos VI. Aunque no se pudo negociar una paz total, la tregua entonces existente fue extendida a veintiocho años adicionales.
Eso fue beneficioso. Felipe podía desear la paz por sus propios motivos egoístas, pero cualesquiera que fuesen los motivos, el resultado era una bendición para Francia. Pero Felipe también usaba a su antojo el tesoro real, política que lo puso en contacto con el hermano menor del rey Carlos, Luis de Orleáns. Luis había sido un favorito del rey durante el breve período de gobierno personal de éste (y también un favorito de la reina Isabel de Batiera) y pensaba que tenía derechos prioritarios sobre el tesoro.
Ambos hombres eran enormemente ambiciosos, y entre el tío del rey y el hermano del rey se inició una rivalidad que se iba a convertir en una sangrienta enemistad y luego en una guerra civil que arruinaría a Francia.
Luis de Orleáns se había casado con la hija del duque de Milán y soñaba con construirse un reino en Italia (el mismo sueño quimérico que había tenido primero Carlos de Anjou). Para esto, necesitaba dinero con el cual alquilar soldados, y le fastidiaba que Felipe de Borgoña metiera sus manos en el tesoro.
En cuanto a Felipe, también tenía mucha necesidad de dinero. En primer lugar, era un patrón de las artes, munificente con los poetas y los pintores, con proyectos de construir grandes edificios y apreciaba mucho las joyas finas. Su corte de Dijon era suntuosa… y terriblemente costosa. Además, tenía (para colmo) problemas concernientes a cruzadas.
Los franceses habían perdido sus últimas posesiones en Tierra Santa un siglo antes, en 1291, y Occidente más o menos se había resignado a la pérdida permanente de Jerusalén. Pero ahora surgieron peligros nuevos y más cercanos.
No mucho después de que los últimos cruzados abandonasen Tierra Santa, un nuevo grupo de turcos, los turcos otomanos, iniciaron una constante expansión. Por la época de la batalla de Crécy, esos turcos, después de crear un pequeño reino en el noroeste de Asia Menor, cruzaron el Helesponto hacia la parte europea, en respuesta al llamado de una de las dos facciones bizantinas enfrentadas. Por primera vez los turcos aparecieron en Europa (y nunca la abandonarían).
En el medio siglo siguiente, el poder de los turcos otomanos se expandió inexorablemente. En 1389, derrotaron a los serbios en la batalla de Kosovo y se adueñaron de casi toda la Península Balcánica, mientras en Asia se expandieron por casi toda Asia Menor. El Imperio Bizantino quedó reducido a poco más que la ciudad de Constantinopla y unos pocos distritos exteriores, por lo que envió al Oeste un desesperado llamado de ayuda.
La frontera turca en Europa ahora lindaba con el Reino de Hungría, que estaba bajo el gobierno de Segismundo, cuya esposa, María, era descendiente de Carlos de Anjou. Segismundo también pidió ayuda y, en 1396, el papa predicó una cruzada, como en los viejos tiempos. (A la sazón, había dos papas, uno en Roma y otro en Aviñón —pues la continua debilidad de Francia había permitido que surgiese un movimiento de retorno a Roma que tuvo éxito—, pero ambos papas predicaron la cruzada).
La frontera turca estaba ahora a 960 kilómetros de Borgoña. Había puestos avanzados turcos más cercanos de París que de Jerusalén. Los franceses respondieron al llamado.
Al frente de los caballeros occidentales estaba un francés de veinticinco años, Juan de Nevers, hijo de Felipe el Audaz. Reunió un suntuoso grupo de caballeros, para el cual su padre tuvo que hallar dinero necesario.
Los caballeros se reunieron con el ejército húngaro en Budapest, a orillas del Danubio, y con gran alborozo marcharon aguas abajo. Llegaron a un puesto avanzado turco, en Vidin, que tomaron por asalto. Toda la campaña parecía una fiesta y avanzaron otros ciento sesenta kilómetros, hasta Nicópolis, en lo que es hoy la frontera central septentrional de Bulgaria.
Allí, el 28 de septiembre de 1396, la caballería francesa avistó a las tropas de vanguardia turcas. Segismundo de Hungría, que conocía un poco a los turcos, propuso hacerles frente con sus fuerzas mientras los caballeros occidentales se mantenían en reserva para cuando apareciese el ejército turco principal. Los caballeros abuchearon la propuesta. A fin de cuentas, no habían aprendido nada. Las reglas de la caballería exigían que avanzasen y arrollasen todo a su paso. Avanzar en línea recta, eso era lo que querían, como en Courtrai, Crécy y Poitiers.
Avanzaron en línea recta, aplastando a las tropas turcas, dispersándolas… y dispersándose ellos mismos en su persecución. Luego, ya cansados y desorganizados, repentina e inesperadamente, se hallaron frente a la formidable hueste del sultán turco, Bayaceto. Había tenido que levantar el sitio de Constantinopla para marchar hacia el norte, y por consiguiente estaba de muy mal humor. La marea de la batalla cambió y rápidamente se convirtió en otra matanza de caballeros franceses.
Muy pocos de los caballeros se salvaron, pero entre esos pocos estaba Juan de Nevers. Para que pudiera regresar, Felipe el Audaz tuvo que exprimir a sus súbditos y al tesoro francés hasta obtener 200.000 ducados de oro. Juan de Nevers, por su conducta en esta batalla, fue luego llamado «Jean Sans Peur», es decir, «Juan Sin Miedo», aunque una estimación más justa del valor de la bravura en las condiciones de la batalla de Nicópolis le habría otorgado el nombre de «Juan el Estúpido».
En 1404, Felipe el Audaz murió, y Juan Sin Miedo le sucedió como duque de Borgoña. Pero en los últimos años de Felipe, Luis de Orleáns había obtenido un completo dominio sobre la reina Isabel (se difundió el rumor de que el bello Luis le proporcionó el amor que el rey loco no podía darle) y, mediante ella, sobre el periódicamente loco Carlos VI. Por lo tanto, dominaba en el gobierno.
Este hecho causó resentimiento en Juan Sin Miedo, pues creía que, habiendo heredado las tierras de su padre, debía heredar también el poder de su padre sobre el tesoro real.
Si hubiese habido una seria amenaza externa, los príncipes en conflicto se habrían visto obligados a resolver sus diferencias de algún modo, pero ocurrió que Francia, en ese momento, tenía total libertad para suicidarse. Ricardo II de Inglaterra había sido depuesto y muerto por un primo, quien reinó como Enrique IV y el nuevo rey inglés tuvo que enfrentarse con cierta cantidad de señores rebeldes. Inglaterra estaba fuera de juego, y Francia podía permitirse ir a la guerra civil, si lo deseaba. (A Carlos el Malo le habría encantado pescar en esas aguas revueltas, pero había muerto en 1387).
La querella entre Orleáns y Borgoña se agudizó, y ambas partes empezaron a reunir arma y a maniobrar para buscar aliados y posiciones. Si Luis de Orleáns dominaba a la reina, Juan de Borgoña dominaba al Delfín Luis, que se había casado con la hija de Juan. Si Luis de Orleáns ahora dominaba el gobierno y el tesoro, su vida fastuosa provocaba protestas contra el despilfarro y el soborno, y Juan empezó a adoptar la pose de reformador fiscal y a respaldar a la clase media.
El único tío restante del rey, Juan de Berri, vio que la situación se acercaba a una guerra civil abierta y trató de impedirla. El 20 de noviembre de 1407, logró que Juan de Borgoña y Luis de Orleáns se encontrasen en una especie de «reunión en la cumbre». Hizo que cenasen juntos y se prometiesen amistad.
Indudablemente, ninguno de ellos hablaba en serio, pero Juan Sin Miedo puso sus planes en práctica más rápidamente. El 23 de noviembre de 1407, Luis de Orleáns volvía del palacio del rey a su propia mansión con unos pocos adeptos suyos. Era bastante temprano, de modo que las tiendas debían estar abiertas y sus luces encendidas, iluminando las calles de forma que fuese más fácil ver a posibles atacantes y estar dispuestos a hacerles frente. Pero las tiendas estaban cerradas y las calles oscuras. Luis debe de haberse sentido intranquilo al observar esto, pero, si fue así, era demasiado tarde. En determinado punto del camino, él y sus hombres fueron repentinamente atacados y Luis despedazado.
Juan Sin Miedo admitió osadamente que había alquilado a los asesinos y dijo que había hecho matar a Luis por su vida lujosa y su tiranía, y para salvar al pueblo de Francia de impuestos injustos. Los comerciantes de París se deleitaron al escucharlo y Juan se convirtió en su héroe. La nobleza, en cambio, se volvió contra Juan y adhirió a Carlos, el hijo de trece años de Luis, quien ahora le sucedió como duque de Orleáns.
Entre los más enérgicos de los que se alinearon con Carlos de Orleáns contra Juan Sin Miedo figuraba Bernardo VII, conde de Armagnac, distrito de Francia meridional, situado a unos ochenta kilómetros al oeste de Tolosa. En 1410, Carlos de Orleáns se casó con la hija de Bernardo, y los miembros de su facción fueron llamados los «armañacs». Después de eso, hubo una guerra abierta entre armañacs y borgoñones. (En el curso de esta lucha, en 1414, hizo su aparición el arcabuz, el antepasado distante del rifle moderno y la primera arma de fuego portátil que entró en uso).
Los armañacs eran fuertes entre la nobleza, en el sur y el sudeste particularmente, y eran contrarios a Inglaterra. Los borgoñones tenían fuerza en la clase media y los intelectuales, particularmente en el norte y el noreste, y favorecían un acuerdo con Inglaterra.
Durante algunos años después del asesinato de Luis de Orleáns, Juan Sin Miedo conservó el control de París. Allí alentó a la clase media, conducida por un carnicero llamado Simón Caboche. En mayo de 1413, se establecieron las «Ordenanzas Cabochianas», por las cuales el gobierno estaría a cargo de tres concejos regularmente constituidos y en las que se instituían otras reformas, destinadas a poner fin al gobierno arbitrario.
Nuevamente, se manifestó una aspiración al gobierno representativo y contra la autocracia, como en tiempo de Marcel, medio siglo antes.
Pero los seguidores de Caboche eran demasiado desenfrenados y estridentes. La gente de la ciudad más reposada se sintió atemorizada y hubo una reacción a favor de los armañacs. En agosto, Carlos de Orleáns llevó sus fuerzas a París, en la que entró en medio de los vítores del pueblo. Juan Sin Miedo no llevó su falta de miedo hasta el punto de no marcharse apresuradamente a Flandes en busca de la seguridad.
Los armañacs eran el partido de la caballería medieval e inmediatamente hicieron trizas la reforma de Caboche y restauraron las viejas costumbres.
Un desastre contra todo lo previsible.
Juan Sin Miedo no pudo resistir a la fatal debilidad de otros nobles franceses del período. Como Roberto de Artois y Carlos el Malo, no vaciló en reaccionar ante su derrota apelando al enemigo nacional. Pidió ayuda a los ingleses, y recibió mucha más de la que esperaba.
El rey inglés, Enrique IV, no había podido actuar libremente en el curso de su agitado reinado. Tuvo que hacer frente a varias rebeliones y no pudo sacar ventaja de la guerra civil francesa más que enviando de vez en cuando algunos arqueros.
Pero en 1413, medio año antes de que Juan Sin Miedo fuese expulsado de París, Enrique IV murió. El llamado de Juan, pues, llegó al joven y vigoroso hijo del viejo rey que ahora gobernaba con el nombre de Enrique V. Momentáneamente, Inglaterra estaba en calma; los rebeldes habían sido derrotados. El joven Enrique V quiso mantener esta situación, de modo que sintió la necesidad de alguna gloriosa aventura externa para sofocar las divisiones internas. Brindando a la nación victorias que celebrar, quizá podía hacer que los ingleses se olvidaran de que su padre había usurpado el trono. Puesto que Francia estaba sumida en su lamentable guerra civil y la facción borgoñona se mostró más bien dispuesta a luchar junto con los ingleses que contra ellos, parecía un buen momento para iniciar una nueva invasión y volver a la situación de los días de Eduardo III.
Enrique V reclutó una fuerza de seis mil hombres con armadura y veinticuatro mil arqueros de arcos largos, y cruzó con ellos el Canal de la Mancha para desembarcar en Normandía, como Eduardo III había hecho setenta años antes.
Las fuerzas de Enrique V desembarcaron en Harfleur el 14 de agosto de 1415. Este desembarco en Harfleur, en vez de la base inglesa de Calais, fue un buen golpe estratégico. Harfleur, en la desembocadura del río Sena era por entonces el puerto más importante del Canal que estaba en poder de Francia. Si Enrique podía tomarlo, completaría la dominación del Canal y en adelante podría invadir Francia y aprovisionar sus fuerzas a su antojo.
Puso a Harfleur bajo sitio y lo mantuvo por cinco semanas sin interferencia por parte de los franceses. En Harfleur usó cañones. Éstos eran de limitada efectividad, pero presentaban un gran avance con respecto a las primitivas «bombardas» de Crécy.
La inacción de los franceses durante el asedio fue en parte resultado de su adhesión a las tácticas de Du Guesclin de no ofrecer nunca a los ingleses una batalla campal importante. Por otro lado, los armañacs acababan de consolidar su dominación de París, y Juan Sin Miedo, lejos, en Flandes, seguramente retornaría si los armañacs se desplazaban aguas abajo del Sena.
Aunque la respuesta francesa tenía toda la apariencia de ser una cobardía, era militarmente correcta y era el modo apropiado de destruir a Enrique. El 22 de septiembre de 1415 Harfleur se rindió, pero a la sazón al menos la mitad del ejército de Enrique, por deserción o por muerte en batalla o por las enfermedades, había desaparecido. No faltaron quienes le aconsejaron que se contentase con la ciudad que había capturado y retornase a Inglaterra. Pero Enrique no lo hizo. Volver con sólo los restos de su ejército, con un solo asedio y una sola ciudad tomada como fruto del esfuerzo, equivalía prácticamente a una derrota, sobre todo puesto que los franceses podían retomar la ciudad tan pronto como se marchase. Tenía que disponer de algo mejor para mostrar.
Con esta idea, aparentemente, decidió marcharse rápidamente a Calais, reequipar y restablecer su ejército, tal vez reforzarlo, y realizar alguna gran hazaña antes de retornar. Contaba con que los franceses no impedirían su marcha, ya que se mostraban tan vacilantes en presentarle batalla.
Dejando parte de sus fuerzas para que cuidasen de Harfleur, se dirigió por la costa a Calais, el 8 de octubre de 1415. Su ejército, ahora constituido por sólo 15.000 hombres, realizó el viaje de 200 kilómetros siguiendo la ruta que había tomado Eduardo III, cuando setenta años antes marchó a Flandes en busca de seguridad. Eduardo no había pensado librar ninguna batalla durante la marcha, pero finalmente tuvo que combatir en Crécy. Tampoco Enrique pensaba librar ninguna batalla en su marcha.
Enrique era plenamente consciente de la debilidad de su situación. Dio orden de que no se hiciesen saqueos, pues temía despertar la ira del populacho. Los campesinos y los habitantes urbanos de Francia no podían derrotar al veterano ejército inglés, pero hasta una escaramuza victoriosa significaba pérdidas y retrasos, y Enrique no podía permitirse ningún nuevo desgaste de su ejército.
Sin embargo, sufrió tal desgaste. El tiempo era desastroso, llovía constantemente y el frío y la humedad aumentaban durante la noche. La disentería y la diarrea atacaron y debilitaron al ejército. Sin embargo, Enrique desplazó a su ejército tan rápidamente que en tres días recorrió ochenta kilómetros y había llegado a la vecindad de Dieppe. Estaba casi a mitad de camino de su objetivo. Dos días más tarde llegó a Abbeville, cerca de la desembocadura del río Somme. Cien kilómetros más allá, directamente hacia el norte, estaba Calais y la salvación. Pero los franceses seguían un plan racional, aunque poco glorioso. Se esfumaron ante los ingleses y dejaron que los rigores de la marcha completasen lo que había empezado el sitio de Harfleur. Cuando los ingleses llegaron al Somme, hallaron los puentes rotos… Enrique esperaba eso, pero también abrigaba la esperanza de utilizar el vado que en circunstancias similares había usado Eduardo III.
Los franceses también se hallaban preparados para esto. Cuando los ingleses llegaron al río, los franceses estaban esperándolos del otro lado. Si los ingleses intentaban cruzarlo, tendrían que combatir contra franceses secos mientras ellos llegaban a la orilla opuesta mojados y tiritando de frío.
Era imposible. Enrique, cada vez más angustiado, tenía que hallar otro sitio para cruzar, e inició una marcha aguas arriba para encontrarlo. Ésta fue la peor parte de toda la campaña. Los alimentos se agotaron, pero el ejército inglés trató de ser lo más cauteloso posible al apoderarse de vituallas. Ya no tenía un objetivo determinado, pues no sabía dónde encontraría un vado y cada día de marcha lo alejaba cada vez más de Calais y lo debilitaba cada vez más.
Peor aún, los ingleses podían estar seguros de que los franceses, del otro lado del río, los vigilaban estrechamente. Los franceses también marcharon aguas arriba, a la par de Enrique, pero sin hacer ningún intento de cruzar el río. Los franceses se contentaban (al menos hasta entonces) con dejar fluir el río entre los ejércitos y esperar a que los invasores ingleses enfermasen y muriesen.
El 18 de octubre los ingleses llegaron a Nesle, a más de ochenta kilómetros aguas arriba de Abbeville, y sólo entonces hallaron un campesino dispuesto a mostrarles un vado al que se podía llegar atravesando una ciénaga. No había tiempo para buscar nada mejor. El ejército desarmó algunas casas de la vecindad y usó la madera para hacer un tosco entarimado sobre el cual cruzar la ciénaga. Durante la noche, cruzaron silenciosamente el Somme.
El ejército francés fue cogido desprevenido. Aparentemente, no conocía el vado, o, si lo conocía, lo consideraba difícil de cruzar. Si los franceses hubiesen estado allí y hubieran esperado hasta que los ingleses cruzasen a medias el río, para entonces atacarlos, habría sido el fin de Enrique y su ejército.
Pero no ocurrió así. Los ingleses pasaron a la orilla derecha del río Somme y el ejército estaba intacto. Pero estaba ahora a más de ciento kilómetros al sur de Calais, y a Enrique sólo le quedaban unos 10.000 hombres que estuviesen en condiciones de combatir. Entre él y Calais había un ejército francés fresco, descansado y al menos tres veces mayor. Ciertamente, cualquiera que en ese momento hubiese considerado la situación de Enrique no habría visto muchas probabilidades de que saliese vivo.
Y si los franceses hubieran conservado su sangre fría y mantenido su cauta política de evitar una batalla, continuando en cambio sus pequeñas acciones de acoso, a medida que el ejército en desintegración de Enrique apresuraba su marcha hacia el norte, los ingleses habrían sido destruidos. De hecho, el jefe de las tropas francesas, Charles d’Albret, era un discípulo de Du Guesclin y trató de hacerlo.
Desgraciadamente para los franceses, la estrategia nacional seguía siendo poco gloriosa y los caballeros franceses estaban horrorizados por la táctica de D’Albret.
A medida que Enrique marchaba hacia el norte, le suplicaron insistentemente que obligase a los ingleses a presentar batalla. Los franceses, a fin de cuentas, eran caballeros medievales, con pesadas armaduras, montaban caballos enormes y llevaban gruesas lanzas. Y se enfrentaban a una desgastada turba de soldados de infantería y arqueros a la que superaban en número con creces.
Las probabilidades parecían estar tan a favor de los franceses que para ellos evitar la batalla era seguramente una vergüenza intolerable.
D’Albret no pudo hallar argumentos contra ellos. Habían pasado sesenta años desde la gran batalla de Poitiers, más aún desde Courtrai y Crécy, y en esas batallas no habían estado los caballeros franceses de ese momento, sino sus abuelos y bisabuelos. En cuanto a Nicópolis, había ocurrido en el otro extremo del mundo.
Así, las lecciones de cuatro grandes batallas fueron olvidadas por los despreocupados caballeros franceses, y el ejército francés nuevamente hizo preparativos para detener a un ejército inglés que sólo deseaba alcanzar la seguridad. Así habían detenido a Eduardo III en Crécy, y ahora, casi en las mismas circunstancias, detuvieron a Enrique V cerca de la ciudad de Azincourt. Ésta se hallaba a cincuenta y cinco kilómetros al sur de Calais y a sólo treinta kilómetros al noreste del lugar del mal agüero de Crécy.
Los ingleses hallaron al gran ejército francés en su camino el 24 de octubre. La batalla era inevitable, y si los franceses hubiesen combatido racionalmente, no podían por menos de ganar. La única posibilidad de Enrique V era que los caballeros franceses luchasen en su habitual manera indisciplinada, al estilo de los torneos, algo que ya les había costado cuatro grandes derrotas en el siglo XIV. En la suposición de que así lo harían, Enrique aprovechó magistralmente las ventajas del terreno.
En primer lugar, dispuso su lamentablemente pequeño ejército a lo largo de un frente de no más de novecientos metros, con ambos flancos bloqueados por densos bosques. Sólo tantos franceses como ingleses podían apretujarse en esos novecientos metros, de modo que los ingleses se enfrentaron con una línea que era poco más numerosa que la suya. Enrique puso a sus hombres de armas (apenas unos mil) en el centro, pero a ambos lados colocó a los formidables grupos de arqueros, ocho mil de ellos, dispuestos a atacar (pese al malestar por la difundida diarrea), y con duras y agudas estacas clavadas en el suelo delante de ellos, apuntando hacia arriba, para el caso de que la carga de los caballeros lograse llegar hasta ellos. El ojo práctico de Enrique también observó que las lluvias continuas, que habían hecho de su marcha una pesadilla, habían convertido el suelo recientemente arado en un tremedal muy inapropiado para hombres tan pesadamente armados como los combatientes de infantería franceses, y peor aún para los hombres pesadamente armados que iban a caballo. La caballería francesa había reforzado constantemente su armadura con la esperanza de protegerse de las flechas, pero sólo consiguió hacerse aún menos móvil.
El ejército inglés esperó con inquietud, durante la noche, la inevitable batalla del día siguiente, pero Enrique parece haber esperado confiadamente que los franceses se derrotasen a sí mismos y, según la leyenda, negó orgullosamente la necesidad de refuerzos cuando uno de sus oficiales expresó el deseo de que el ejército tuviese diez mil hombres más.
En cambio, el ejército francés, confiando en la victoria, pasó una noche eufórica, mientras sus jefes (dice la leyenda) hacían apuestas sobre el número de prisioneros que tomarían.
Llegó la mañana del 25 de octubre de 1415. Los caballeros franceses, algunos a caballo, otros a pie, se alinearon en el cieno frente al ejército inglés, que se mantenía a la espera.
No tenían nada que hacer, realmente. Los caballeros sólo necesitaban esperar, fuera del alcance de las flechas… y seguir esperando. Si lo hubiesen hecho, Enrique y su ejército habrían tenido que permanecer allí y caerse a pedazos o arremeter, en un ataques desesperado, y ser destrozados.
Pero los caballeros franceses no podían resignarse a esperar. Al recibir una señal, cargaron… o trataron de cargar. Atascados en el lodo, apenas podían avanzar y la línea quedó rota inmediatamente, mientras los hombres se desplazaban penosamente hacia adelante en el mayor desorden.
Cuando llegaron al alcance de las flechas, había una confusa mezcla de hombres y caballos tan apiñados que apenas tenían espacio para moverse. Enrique dio la señal, a su vez, y ocho mil flechas de casi un metro de largo atravesaron silbando el aire y fueron a dar sobre las densas filas del enemigo. Era imposible fallar con esas flechas. Los caballos se encabritaron, los hombres gritaron de dolor y la confusión francesa se hizo aún peor.
Los caballeros franceses que, en el tumulto, cayeron del caballo al cieno no pudieron levantarse nuevamente. Casi asfixiados en el fango, quedaron inermes en el suelo impedidos por su pesada armadura. Y cuando los franceses estuvieron totalmente indefensos, Enrique ordenó a sus infantes y arqueros que avanzaran con hachas y espadas. Fue una carnicería, en la que los franceses dejaron de morir sólo cuando los brazos ingleses se fatigaron de subir y bajar.
De las cinco grandes batallas que la caballería medieval de Francia había perdido contra enemigos más disciplinados desde 1300, la batalla de Azincourt fue con mucho la más desastrosa. El número de franceses muertos llegó a 10.000, cantidad igual a la de todo el ejército inglés, y al menos 1.000 caballeros fueron capturados y retenidos para pedir rescate por ellos. Los ingleses, por su lado, informaron que sus propias bajas habían sido un poco más de 100 (aunque quizá hayan sido diez veces más, en realidad).
Ha habido pocas batallas en la historia en que un pequeño ejército derrotase tan catastróficamente a un enemigo, que lo superaba con mucho, no sólo en hombres, sino también, al parecer, en equipo.
El colapso.
Algunos creen, retrospectivamente, que, terminada la batalla, Enrique podía haber explotado su victoria, persiguiendo a los restos del ejército francés y marchando triunfalmente sobre París. Mas para una visión más fríamente racional, Enrique no podía hacer tal cosa. Su ejército, pese a su gran victoria, estaba enfermo y exhausto, y no podía hacer más. Enrique tenía que ponerlo en seguro rápidamente, por lo que marchó a Calais, donde llegó el 29 de octubre, cuatro días después de Azincourt y tres semanas después del día en que dejó Harfleur.
En un sentido estrictamente material, la batalla de Azincourt no habría brindado ninguna ganancia a Enrique. Sus hombres aún eran pocos y estaban enfermos. Había perdido la mayor parte del ejército que había llevado a Francia, y a cambio sólo había conquistado una ciudad.
Sin embargo, pocas victorias tuvieron un efecto moral tan grande. La batalla y, más aún, las circunstancias en las que la habían librado dieron a los ingleses un sentimiento de ser seres sobrehumanos que nunca perdieron totalmente desde ese día. Pensaron, más que nunca, que los soldados ingleses eran capaces de derrotar a ejércitos diez veces mayores, por alguna especie de superioridad racial. Esa creencia, basada en las batallas de Crécy y Azincourt, y mantenida frente a muchas pruebas posteriores de lo contrario, sería un importante factor moral en la conversión de la diminuta Inglaterra en el vasto Imperio Británico de principios del siglo XX.
Para Francia, los resultados fueron igualmente trascendentes, pero al revés. Crécy y Poitiers habían sido terribles sucesos, pero Azincourt los asumió en un estado de total conmoción. Carlos de Orleáns, el Jefe titular del partido armañac, fue tomado prisionero; otros líderes importantes murieron; y Francia quedó en la mayor confusión y humillación. Era difícil comprender que las derrotas francesas obedecían a la falta de disciplina y a la incapacidad para percatarse de la importancia del arco largo. Durante un momento, también los franceses compartieron la creencia en el carácter sobrehumano de los ingleses, o quizá de su carácter supermonstruoso.
El ejército inglés permaneció en Calais hasta el 17 de noviembre, descansando, y luego volvió a Inglaterra, donde fue recibido con histéricas aclamaciones. Enrique V entró en Londres el 23 de noviembre, después de haber estado fuera de Inglaterra por tres meses y medio.
En cuanto a los franceses, pese al increíble desastre que habían sufrido, continuaron la guerra civil. Juan Sin Miedo no había tomado parte alguna en la acción que terminó en Azincourt, por lo que se ahorró toda deshonra (a menos que se considere una deshonra dejar que el propio país sea derrotado sin hacer nada para impedirlo). Si hubiese actuado rápidamente, podía haberse adueñado de París y ganado el dominio completo del castigado país.
Pero Juan Sin Miedo no era tan sin miedo como proclamaba su nombre. Era vacilante, y fue Bernardo de Armagnac, el suegro del capturado Carlos de Orleáns, quien actuó primero. Bernardo ocupó París con sus tropas y asumió el control del rey loco.
Durante dos años, los armañacs dominaron París, mientras Juan Sin Miedo la asediaba intermitentemente. En el proceso, Juan logró apoderarse de la reina y la proclamó regente del país, gobernando en nombre de su marido loco (pero, por supuesto, quien tenía el poder efectivo era el mismo Juan).
Mientras tanto, los dos hijos mayores de Carlos VI murieron, y el tercer hijo, tocayo de su padre, se convirtió en el nuevo Delfín. Cuando el joven Carlos fue Delfín, sólo tenía catorce años; era físicamente débil y temperamentalmente letárgico. Era el títere de quienes lo dominaban.
Así estaban las cosas: los borgoñones tenían a la reina y los armañacs tenían al nuevo Delfín, y las dos facciones siguieron dividiendo el país con su implacable hostilidad. Y mientras lo hacían, Enrique V planeaba sus próximas acciones sin ser molestado. Reforzó su flota y la usó para despejar el Canal de la Mancha de franceses y sus aliados, los genoveses. Con el Canal firmemente bajo dominio inglés por primera vez desde la época de Eduardo III, podía montar acciones más prolongadas y más seguras en el Continente.
También selló una alianza con Segismundo, el emperador alemán. Esto sirvió para impedir a Francia recibir una posible ayuda externa y también aumentó mucho el prestigio de Enrique.
Finalmente, el 23 de Julio de 1417, casi dos años después de su primera invasión, Enrique lanzó la segunda. Ahora iba a hacer algo más que conquistar una sola ciudad; Enrique empezó sistemáticamente a conquistar Normandía, el antiguo hogar de la familia real inglesa.
En Junio de 1418, puso sitio a Rúan, la ciudad que había sido antaño la capital de Guillermo el Conquistador. El asedio duraría meses, pero Enrique no tenía ninguna razón para temer la intervención francesa. Los franceses estaban todavía sumergidos en la desastrosa guerra civil.
Los parisienses estaban descontentos con el dominio de Bernardo y sus tropas de Armagnac. Estaban totalmente de parte de Juan Sin Miedo, quien había apoyado constantemente a los habitantes de las ciudades contra la reacción feudal de los armañacs. Además, eran los armañacs quienes habían sido derrotados en Azincourt y habían llevado la deshonra a Francia. También esto era una propaganda eficaz entre el populacho.
Así, París se lanzó a la rebelión contra los jefes armañacs mientras Rúan era asediada. Durante todo mayo y junio las revueltas aumentaron y el 12 de julio de 1418 se llegó al punto culminante. Todo armañac que los parisinos pudieron encontrar recibió la muerte, incluido el mismo Bernardo.
El 14 de julio, Juan Sin Miedo entró en la capital entre las aclamaciones del populacho. La reina estaba con él, y en la capital el rey loco pasó ahora bajo su control. Si Juan hubiese tenido en su poder al Delfín, todo el aparato del gobierno habría estado en sus manos.
Pero ocurrió que unos pocos del bando armañac escaparon a la matanza y lograron salir de París en medio de los disturbios llevándose con ellos al Delfín Carlos. Se retiraron a Bourges, a 190 kilómetros al sur de París, donde el Delfín, por insignificante que fuese como individuo, fue la única esperanza del partido armañac y de aquellos franceses que eran antiingleses y abrazaban la causa nacional.
Enrique V, ignorando los altibajos que se producían en París, mantuvo el asedio de Rúan. Juan Sin Miedo no podía hacer más de lo que habían hecho los armañacs, y en enero de 1419, los esperpénticos restos de la población de la ciudad tuvieron que ceder. Entonces, Enrique empezó a conducir su ejército aguas arriba, hacia la misma París.
Ahora, y sólo ahora, las dos facciones francesas llegaron a pensar que pronto no habría ninguna Francia por la cual disputar. El 11 de julio de 1419, los armañacs y los burgundios firmaron con renuencia una tregua, presumiblemente para que sus fuerzas unidas pudieran hacer frente al formidable Enrique.
Mas para entonces los ingleses estaban a las puertas de la capital, pues habían tomado Pontoise, a sólo treinta kilómetros aguas abajo. Pese a la tregua, Juan Sin Miedo (no sin miedo, realmente) se acobardó ante el temido vencedor de Azincourt. Llevando a la reina y al rey loco consigo, abandonó París sin lucha y huyó a Troves, a unos ciento treinta kilómetros al sudeste de París.
Los armañacs estaban seguros de que se trataba de una traición borgoñona; que Juan Sin Miedo simplemente había engañado a los armañacs con una tregua desleal y luego había abandonado la capital de acuerdo con los ingleses.
Los ultrajados armañacs pidieron otra reunión, que tuvo lugar en Montereau, a mitad de camino entre París y Troyes. En esa reunión, los armañacs predominaron. El abandono de París había desprestigiado a Juan Sin Miedo y una demostración de fuerza por parte de los armañacs podía haber unido a los franceses tras el Delfín. Desafortunadamente para Francia, el partido armañac se extralimitó. El 10 de septiembre de 1419, Juan Sin Miedo fue atacado por uno de la facción armañac y asesinado. Así, tuvo el mismo fin que había tenido Luis de Orleáns una docena de años antes. Esto hizo imposible que continuase la tregua entre armañacs y borgoñones. La reacción ante el asesinato reforzó la causa borgoñona y debilitó la de los armañacs.
La sucesión en el Ducado de Borgoña cayó en el hijo de veintitrés años de Juan, Felipe, que fue llamado «Felipe el Bueno». El resentimiento por la muerte de su padre lo llevó (con bastante renuencia) a arrojarse en manos de los ingleses. Hizo una alianza con EnriqueV y convino en reconocer su pretensión al trono.
El paso siguiente fue preparar un tratado de paz entre Francia (representada por Felipe de Borgoña, quien tenía en su poder al rey y a la reina) e Inglaterra. Todas las regiones de Francia situadas al norte del Río Loira serían cedidas a Inglaterra, excepto, desde luego, las gobernadas por Felipe. Carlos VI seguiría siendo rey de Francia mientras viviese, como gesto de legitimidad, pero el único hijo varón sobreviviente del rey, el Delfín Carlos, fue declarado ilegítimo. Para hacer esto plausible, Enrique obligó a la reina Isabel, la madre del Delfín, a Jurar que era ilegítimo. Y, en verdad, puesto que el muchacho había nacido diez años después del comienzo de la locura de su padre, no es en modo alguno imposible que haya sido ilegítimo, realmente. Pero fuese o no ilegítimo, la declaración de su madre brindó una razón legal para excluirlo del trono.
El paso siguiente fue sencillo. Carlos VI fue inducido a adoptar a Enrique V como hijo y a declararlo su heredero al trono. Además, por si esto no fuese considerado suficiente, Enrique V se casaría con la hija de diecinueve años de Carlos VI, Catalina. (También ella había nacido después del comienzo de la locura de Carlos, pero nadie se atrevió a plantear ninguna cuestión con respecto a su legitimidad). Con este matrimonio, si Enrique tenía un hijo, éste sería nieto de Carlos VI y era de esperar que los franceses lo aceptaran.
El Tratado de Troyes fue firmado el 20 de mayo de 1420, y el 2 de junio Enrique se casó con Catalina. El 6 de diciembre Enrique V entró triunfalmente en París, y el 6 de diciembre de 1421 Catalina (que estaba a la sazón en Inglaterra) dio un hijo a Enrique. Este hijo, de quien Enrique, esperaba confiadamente en que algún día reinaría sobre los reinos unidos de Inglaterra y Francia, también fue llamado Enrique.
Al borde de la muerte.
Parecía que Enrique V tenía el don de obtener siempre la victoria. Cuando nació su hijo, sólo tenía treinta y cuatro años, y en seis años de luchas en Francia había conquistado casi todo el país, sin perder nunca una batalla.
Y en verdad, Francia parecía al borde de la muerte. El comercio decayó, los precios aumentaron, y la pobreza se agudizó. Francia, militarmente humillada y deshonrada, se estaba convirtiendo en un desierto económico. Hasta la Universidad de París declinó en esos duros tiempos, cuando los soldados ingleses tuvieron arrogantemente a París en un puño, y parecía que Francia hasta perdería su liderazgo intelectual.
Sin embargo, aunque la supremacía inglesa parecía completa e indiscutida, en realidad era bastante endeble. Los ingleses eran muy inferiores en número a los franceses e Inglaterra sólo podía imponer su voluntad sobre el país mayor que ella mientras subsistiesen dos factores, sobre ninguno de los cuales los ingleses tenían control alguno.
Primero, la supremacía inglesa sólo se mantendría mientras los franceses siguiesen combatiendo a la manera medieval de los torneos. Pero ¿ocurriría así? Azincourt fue el comienzo de la sabiduría para ellos. Necesitaron un siglo y cuarto, pero estaban empezando a aprender que una batalla no era un torneo, ya no más.
Segundo, la supremacía inglesa se mantendría sólo mientras la guerra civil francesa permitiese a los ingleses combatir solamente con la mitad de Francia, con la ocasional ayuda de la otra mitad. Si la guerra civil cesase, entonces, en ese mismo momento, Inglaterra tendría serios problemas.
Y aunque, mientras Enrique V vivió, los franceses no aprendieron a luchar adecuadamente ni dieron fin a la guerra civil, de alguna manera aún resistieron.
El Delfín francés, en Bourges, aunque tachado de ilegítimo y aunque era débil, pasivo y una total nulidad, con todo, representaba a Francia, y esto significaba algo. Quedaban castillos que los ingleses debían someter y hombres que debían matar, pese al Tratado de Troyes, pese al casamiento de Enrique con Catalina y pese a la ocupación de la capital.
Cuando Enrique no estaba allí en persona, hasta hubo derrotas inglesas. Después de su matrimonio, Enrique se llevó a su esposa de vuelta a Inglaterra y, mientras estaba fuera de Francia, el hermano de Enrique, Tomás de Clarence, pensó que podía tratar de ganar un poco de gloria para sí mismo. No parecía haber ninguna razón para temer a los franceses, ya que unos pocos ingleses podían derrotar a cualquier número de franceses; ¿no lo había demostrado Azincourt? El 23 de marzo de 1421, Tomás condujo una partida de tres mil ingleses a lo profundo de Anjou, y allí, en Baugé, a 240 kilómetros de París, se dejó emboscar por una fuerza francesa superior. Fue derrotado y muerto.
No fue una gran derrota, pero Enrique sabía bien que era la mística de la victoria la que mantenía sometidos a los franceses, y tuvo que volver apresuradamente a Francia por tercera vez, dejando a su esposa embarazada en el castillo de Windsor, cerca de Londres.
En Francia tenía que presentar a ingleses y franceses otra victoria, y por lo tanto puso sitio a la ciudad de Meaux, a veinticinco kilómetros al este de París. Fue un asedio duro, que continuó durante el invierno de 1421 (y que seguía aún cuando le llegó la noticia de que en Inglaterra había tenido un hijo). Después de siete meses, tomó la ciudad, sin duda, pero esta victoria no fue una verdadera victoria. Le costó su ejército y, peor aún, su salud.
Cogió la disentería durante el asedio y su estado empeoró constantemente. Pudo saludar a su mujer y ver a su hijo por primera vez cuando ambos llegaron a París, en la primavera de 1422, pero su vida se estaba consumiendo. El 31 de agosto de 1422, el héroe-rey inglés murió, con sólo treinta y cinco años de edad. No vivió para subir al trono de Francia, que habría sido suyo a la muerte de Carlos pues el rey loco vivió siete semanas más.
Carlos VI murió el 21 de octubre de 1422, después de reinar cuarenta y dos años, gran parte de este tiempo en la locura, y durante uno de los períodos más desastrosos de la historia de Francia. El hijo de Enrique V, de sólo nueve meses en el momento de la muerte de su padre, había sido proclamado rey con el nombre de Enrique VI, y ahora, con la muerte de Carlos VI, fue proclamado rey de Francia y fue llamado Enrique II, según el cómputo francés.
La abuela del niño, Isabel, esposa de Carlos VI, lo reconoció como rey de Francia. Lo mismo hizo Felipe el Bueno de Borgoña. Y también la Universidad de París, los representantes de las provincias septentrionales y de Guienne, la misma ciudad de París, etc.
Naturalmente, no podía gobernar por sí mismo, pero tenía tíos. El gobierno de los territorios ingleses en Francia lo tuvo Juan, duque de Bedford, un hermano menor de Enrique V. Otro tío, hermano menor de Bedford, Humphrey, duque de Gloucester, gobernó Inglaterra.
En Bourges, el Delfín Carlos fue proclamado rey de Francia con el nombre de Carlos VII, y en noviembre de 1422 fue coronado en Poitiers. Esto no sirvió de mucho, pues era en Reims donde se efectuaba tradicionalmente la coronación de los reyes de Francia. Si no era coronado en Reims, nadie podía ser verdaderamente rey de Francia, y Reims estaba en manos de los ingleses.
Los ingleses, indiferentes ante la costumbre francesa, no se molestaron en coronar a su rey-niño en Reims, dejando esto confiadamente para cuando alcanzase la mayoría de edad (algo que resultó ser un error). Se rieron burlonamente de Carlos VII, a quien llamaban «Rey de Bourges» y nunca le otorgaron un título superior al de Delfín.
Bedford era un general casi tan capaz como el mismo Enrique V, y mientras él vivió la causa inglesa siguió prosperando.
En Cravant, a ciento cuarenta kilómetros al sudeste de París y en los límites del territorio borgoñón, una pequeña fuerza de ingleses y borgoñeses batieron a una fuerza francesa un poco mayor el 21 de Julio de 1423.
De mayor significación fue una batalla librada en Verneuil, a cien kilómetros al oeste de París, un año más tarde. Librada el 17 de agosto de 1424, ésta fue otra batalla a la manera de Crécy y Azincourt, y la última. Los arqueros ingleses, que protegían el equipaje del ejército, fueron atacados por una fuerza considerablemente mayor de caballeros franceses. Los arqueros ganaron nuevamente, y con facilidad, pero esta vez los franceses no intentaron llevar a cabo una carga de frente, sino que efectuaron una maniobra de flanqueo. Fueron derrotados, pero estaban aprendiendo.
Bedford también trató de unir el territorio francés conquistado a Inglaterra mediante una política ilustrada. Reformó los procedimientos legales, trató de actuar a través de cuerpos administrativos franceses y mediante funcionarios franceses, fundó una universidad en Caen y trató, en todo aspecto, de mostrar que los reinos unidos de Francia e Inglaterra serían un caso de asociación, no de conquista.
Pero Bedford no podía de ninguna manera forzar a los soldados ingleses a que fuesen tan ilustrados como él. Cegados por Azincourt, los ingleses sólo sentían desprecio por los franceses, y sus depredaciones engendraban un odio latente que Bedford no podía calmar. En verdad, cuanto más abismales fueron las derrotas que Francia sufrió, tanto más fuerte se hizo el sentimiento nacionalista. Todos los franceses pudieron hallar un vínculo en su temor y su odio comunes a los ingleses. Pero la mayor y más inmediata desgracia de Bedford fue la conducta de su alocado hermano Humphrey de Gloucester.
Al parecer, había una heredera flamenca, Jacqueline de Hainaut, cuyas propiedades interesaban a Felipe el Bueno de Borgoña para redondear sus propios dominios flamencos. Por ello, casó a la dama con un enfermizo pariente suyo, con el plan de controlar esa tierra de este modo.
A Jacqueline no le gustó el casamiento. Por ello, lo hizo anular por el papa Benedicto XIII (con sede en Aviñón y cuyo rango papal no era reconocido en gran parte de Occidente), luego escapó a Inglaterra y le propuso matrimonio a Humphrey. Nadie sino un inglés, y un inglés muy encumbrado, pensó ella con razón, podía protegerla a ella y a sus dominios de Felipe el Bueno.
Parecería que Humphrey de Gloucester debía comprender que, si se casaba con Jacqueline, esto sería una mortal afrenta a Felipe el Bueno. También parecería que Humphrey debía saber que la alianza de Felipe con Inglaterra era absolutamente esencial para la política nacional y que solamente en esto se basaba la esperanza de éxito en Francia.
Sin embargo, Humphrey, ansioso de obtener ricas tierras en Flandes, se casó con Jacqueline, y el mundo presenció el espectáculo de un príncipe inglés iniciando una guerra privada contra el aliado esencial de Inglaterra. Sólo podemos suponer que Humphrey, que había estado en Azincourt pero no combatía contra los franceses en aquellos días, era víctima de lo que podríamos llamar la «Psicosis de Azincourt». Realmente pensaba que los ingleses no necesitaban aliados ni ayuda; que podían ganar batallas sólo por una innata superioridad.
Pero Juan de Bedford, que combatía realmente contra los franceses, tenía mejor conocimiento de la situación. Tuvo que trabajar como un demonio para someter a Humphrey y aplacar los sentimientos de Felipe. Finalmente, lo consiguió. El matrimonio de Humphrey fue declarado nulo en 1428 y éste casó con otra (con su amante, en verdad). Felipe fue apaciguado, después de obtener sustanciales concesiones a expensas de las posesiones inglesas.
Pero el daño hecho fue enorme, aunque no fácilmente visible. Los duros esfuerzos de Bedford para mantener la alianza con Felipe de Borgoña puso de relieve para éste cuan importante era para los ingleses. Naturalmente, esto lo predispuso menos a prestar su ayuda sin un elevado precio. Además, había tenido la experiencia de lo que él sólo podría considerar como la perfidia inglesa. Su afecto por los ingleses, que nunca se basó en nada más poderoso que la conveniencia política, se enfrió aún más.
Felipe se percató de la fuerza creciente del nacionalismo francés y no estaba dispuesto a acompañar a los ingleses en la derrota. Mientras los ingleses ganasen las batallas, estaría con ellos, pero ni un momento más. Una vez que los ingleses comenzasen a perder (si es que esto ocurría), se apartaría de ellos.
Y esto significaba que una sola derrota inglesa importante podía poner fin a la guerra civil francesa y, casi inevitablemente, el derrumbe de toda la conquista inglesa… y Bedford lo sabía.
Su única opción era seguir reforzando la aureola de victoria que había rodeado a los ingleses desde Azincourt. Con las regiones al norte del río Loira firmemente en sus manos, no tenía más opción que extender la dominación inglesa hacia el sur. Ya mientras se esforzaba por poner fin a la querella con Borgoña, inició el empuje hacia el sur.