La captura del Rey.
Felipe VI murió el 2 de agosto de 1350, pero no de la peste. A veces se lo llama en la historia «Felipe el Afortunado», nombre que se le da porque no habría sido rey de no ser el hecho afortunado (para él) de que tres hermanos murieron sucesivamente sin dejar vástagos varones. Pero es un apodo notablemente inapropiado, pues su reinado fue marcado por infortunios sin par. Sin embargo, en un aspecto amplió a Francia. Una parte del territorio situado sobre la orilla oriental del río Ródano, con capital en Vienne, estaba gobernada por Humberto II. Era llamado el Delfín porque, se decía, un delfín había figurado en el escudo de armas de un antepasado suyo del siglo XII. La región que gobernaba era llamada el «Delfinado».
Humberto II gastó tanto dinero en guerras y otras extravagancias que se vio reducido a la bancarrota, y, en 1349, vendió su título y su tierra a Francia. El rey Felipe cedió el título y la tierra a su hijo mayor, Juan, y cuando Juan se convirtió en rey, a su vez transfirió el título y la tierra a su hijo mayor. Esto se convirtió en una duradera costumbre y, en los cuatro siglos y medio siguientes, el hijo mayor (o el nieto mayor, si los hijos habían muerto) de un monarca reinante de Francia fue llamado «el Delfín».
Cuando Juan II subió al trono, halló a Francia en la confusión. La peste había pasado y dejado a Francia en ruinas, pero ahora que los hombres habían dejado de morir, reapareció el problema de la guerra con Inglaterra (prácticamente suspendida durante la peste negra).
Nunca desde la época de Hugo Capeto el prestigio de la dinastía Capeta había caído tan bajo. El mero hecho de que Eduardo III pretendiera durante años ser el rey de Francia y de que esta pretensión no fuese sofocada hacía concebible que otros pretendiesen también tener derecho al trono.
Por ejemplo, si se hubiese permitido a las mujeres trasmitir la herencia real, entonces, tal derecho nunca habría llegado a Isabel, la madre de Eduardo III. En cambio, cuando Luis X y su hijo de corta vida Juan I murieron, el trono habría pasado, por su hija Juana, al hijo de ésta, Carlos.
De hecho, Juana fue reina de Navarra, un pequeño reino del norte de España, a horcajadas sobre el extremo occidental de los Pirineos, cuyo extremo septentrional estaba en lo que es ahora el extremo suroccidental de Francia. Su historia primitiva comienza con la de otros pequeños reinos de la España medieval, pero, en 1235, un noble francés subió a su trono y desde entonces se había convertido en un infantazgo francés.
El hijo de Juana, Carlos II de Navarra, tenía dieciocho años de edad cuando Juan II se convirtió en rey de Francia. Carlos era un joven inescrupuloso que intrigaba, se aliaba con cualquiera y hacía todo lo posible por promover sus ambiciones. Es conocido en la historia como «Carlos el Malo», apodo que se le dio cuando sofocó una revuelta en sus territorios con innecesaria crueldad.
Carlos, como nieto de Luis X y bisnieto de Felipe IV, tenía clara conciencia de que si Eduardo III podía realmente imponer su alegación de que las mujeres estaban capacitadas para trasmitir la realeza a Francia, entonces él, Carlos el Malo, era el legítimo rey de Francia.
Juan II, tan consciente de esto como el mismo Carlos, trató de mantener tranquilo al joven otorgándole la mano de su hija en matrimonio. Pero esto no sirvió para nada. Con el rey como suegro, Carlos no hizo más que proclamar sus derechos con mayor sonoridad aún, y empezó por reclamar ciertas tierras que habían pertenecido a su madre. Juan había otorgado esas tierras a un nuevo condestable (como era llamado el comandante en jefe del ejército francés) que había designado. Por ello, Carlos el Malo hizo asesinar al condestable y empezó a negociar con el inglés.
Juan trató primero de contrarrestar esto sobornando a Carlos con tierras en Normandía. Cuando se vio que esto no servía para nada y Carlos siguió conspirando con los ingleses (con miras más elevadas), Juan tuvo que arriesgarse a tomar medidas ante el creciente número de nobles franceses que se pasaban al bando de Carlos y arrestó al perturbador, en abril de 1356. El hermano menor de Carlos, Felipe, defendió los intereses de Navarra y siguió alineándose con Inglaterra contra Francia.
Fue la primera vez, en el curso de la disputa por la sucesión, que los ingleses tenían la oportunidad de aprovechar el descontento entre los mismos Capetos, poniendo a unos contra otros. La alianza anglo-navarra, aunque ya bastante peligrosa para Francia, era sólo un oscuro presagio de las cosas que ocurrirían.
Mientras tanto, Juan II trató de apaciguar al pueblo. Los Estados Generales se reunieron en 1355 y hubo una furiosa oposición a los impuestos en constante aumento. Por una vez, surgió una enérgica figura no perteneciente a la aristocracia que condujo la lucha por la reforma fiscal. Era Etienne Marcel, un comerciante en paños que era el hombre más rico de París y representante reconocido de la clase media. No sólo exigió que los impuestos fuesen establecidos por los Estados Generales, y no por el rey, sino también que se permitiese a los Estados Generales supervisar su recaudación. Creó una gorra roja y azul para que llevasen sus adeptos y habló de la «voluntad del pueblo». Fue un revolucionario francés nacido cuatro siglos antes de tiempo.
Lo que hacía más seria a esta revuelta de la clase media era que Carlos el Malo había ganado apoyo en ella por una ostentosa actitud contra los impuestos, de modo que, cuando fue arrestado, muchos estaban convencidos de que era a causa de sus simpatías por el pueblo.
Si Marcel hubiese podido imponer sus exigencias, si los Estados Generales realmente hubiesen asumido el control del poder de crear impuestos, entonces Francia habría seguido el mismo camino hacia el gobierno representativo que Inglaterra.
Desgraciadamente, la clase media sólo era realmente poderosa en París. En las provincias, el conservadurismo seguía siendo fuerte, y había hostilidad hacia París como semillero de radicalismo. Por ello, Marcel nunca pudo contar con un amplio apoyo nacional. Además, el caos del país y la constante amenaza de los ingleses favorecían el autoritarismo. No podían ignorarse las necesidades de la guerra, y la presión tendiente a las reformas debía ser suprimida.
El centro de la amenaza inglesa estaba ahora en el sudoeste. Allí, el Príncipe Negro, que ya no era un muchacho sino un ardoroso guerrero de veinticinco años, había desembarcado en septiembre de 1355 y efectuado audaces incursiones tierra adentro con fuerzas relativamente pequeñas. No estaba interesado en las batallas, realmente, sino sólo en el botín.
Más tarde, Juan II (que había pasado el tiempo tratando de recuperar el control sobre los castillos normandos que poseían Carlos el Malo y su partido) decidió enfrentarse con el Príncipe Negro directamente.
Quizá deseaba librar una batalla, pues Juan II era un hombre quijotescamente caballeresco. Aunque era casi tan deshonesto y confabulador como Carlos el Malo en cuanto concernía a la política y al trato de sus súbditos, tenía una elevada opinión de cómo debía comportarse con los caballeros. Pese a las lecciones de Courtrai y Crécy, aún creía en la teoría de la guerra que la consideraba como una serie de torneos. Por eso, era llamado «Juan el Bueno», donde «bueno» no significaba particularmente «virtuoso», sino solamente un hombre que vivía de acuerdo con las reglas de la caballería.
Juan el Bueno era mucho peor para Francia en ese momento que Carlos el Malo.
Juan condujo hacia el sudoeste a su gran ejército feudal, que ascendía a 40.000 hombres, para cortar el camino a las partidas considerablemente menores (quizá 12.000, en total) que hacían correrías, conducidas por el Príncipe Negro. El ejército de éste, formado en su mayoría por franceses de Guienne, pero que incluía de tres a cuatro mil arqueros ingleses de arcos largos, estaba cargado de botín y hubiera preferido volver seguramente y sin combatir.
Pero eso no podía ser. El ejército de Juan, avanzando rápidamente, alcanzó a la que parecía ser su presa el 17 de septiembre de 1356, exactamente diez años después de la batalla de Crécy.
El encuentro tuvo lugar en la Francia central meridional, a unos once kilómetros al sudeste de la ciudad de Poitiers y a unos 280 kilómetros al sudoeste de París. Los ingleses se alinearon en una colina con suficiente vegetación para ocultarlos y protegerlos. Los temidos arqueros de largos arcos fueron distribuidos de modo de custodiar todos los accesos.
Juan II se aproximó a la colina a la cabeza de su muchedumbre feudal. Lo que hubiese hecho cualquiera que tuviese un poco de inteligencia habría sido rodear la colina y esperar. Un par de días después, los ingleses habrían tenido que bajar y luchar en desventaja o permanecer allí y verse obligados a rendirse por hambre. Pero esto no cuadraba al caballeresco Juan, para quien la única manera decente de luchar era cargar directamente al son de las trompetas. Tampoco había aprendido la lección de Crécy de que no era posible sencillamente atacar a miles de arqueros de arcos largos a menos que se pudiese neutralizarlos o abrumarlos de algún modo. En cambio, tenía la borrosa idea de que la batalla de Crécy había demostrado que era mejor combatir a pie que a caballo, de modo que hizo desmontar a sus caballeros y los lanzó hacia adelante.
Un caballero con su armadura completa que trata de avanzar a pie es torpe y desmañado, pues sacrifica la limitada movilidad que le da el caballo, con la única ventaja de ser un blanco menor que el hombre y el caballo juntos. Los caballeros avanzaron penosamente y fueron un buen blanco para los arqueros. Fue una repetición de Crécy, pero algunos de los caballeros lograron llegar hasta la línea del Príncipe Negro.
Pese a la matanza, los franceses finalmente podían haber vencido a las fuerzas del Príncipe Negro, a las que superaban enormemente en número, si hubiesen lanzado otro ataque. Pero en el momento más crítico las fuerzas francesas se retiraron presas del pánico, y el Príncipe Negro hizo contraatacar a sus hombres.
Para ser justos con Juan, hay que decir que combatió como un demonio. A su lado estaba Felipe, el menor de sus cuatro hijos, de sólo catorce años en ese momento. Mientras su padre blandía su hacha de armas, Felipe actuó como guardia contra el enemigo, que ahora se apiñaba a su alrededor, gritando: «Mira a la derecha, padre; ahora a la izquierda». Como resultado de esto, el muchacho fue llamado «Felipe el Audaz» por el resto de su vida.
Finalmente, 2.500 caballeros franceses cayeron muertos y otros 2.500 fueron capturados, peor que en Crécy. También para los ingleses fue peor, pues las pérdidas del Príncipe Negro ascendieron a 2.000, entre muertos y heridos.
Esta nueva batalla confirmó la creencia, por ambas partes, en el carácter invencible de los ingleses. Lo peor, en lo concerniente al prestigio y el orgullo franceses, fue el destino del rey Juan. Si Juan hubiese sido muerto, habría sido mejor, en realidad, pues el Delfín, Carlos, que era mucho más capaz que su padre, sencillamente habría sido el nuevo rey. Pero Juan fue hecho prisionero (y su hijo Felipe con él).
Para el mismo rey Juan, esto no fue una calamidad. El Príncipe Negro se tomó la molestia de tratarlo como a un rey, aunque según la posición oficial inglesa era sencillamente Juan de Valois y un usurpador. El Príncipe Negro hizo esto por dos razones. Por un lado, era mucho más mérito para él haber capturado a un rey de Francia que a un conde de Valois. Por otro lado, tener al rey en cautiverio socavaría la moral francesa, de modo que era importante hacer ver a los franceses, de todos los modos posibles, que Juan era realmente un rey cautivo.
Por ello, Juan fue tratado con consideraciones regias. Fue llevado primero a Burdeos y luego a Inglaterra, donde llevó una vida fácil y despreocupada. Los otros miembros de la aristocracia francesa que fueron capturados recibieron un trato análogamente cortés y «caballeresco». ¿Qué era para ellos una batalla perdida?
El Príncipe Negro se portó en este aspecto como modelo de figura caballeresca, pero sólo con los caballeros. Las órdenes inferiores y el campesinado, que no habían provocado la guerra y habían luchado sólo porque habían sido obligados por sus amos, fueron tratados con la mayor barbarie. El Príncipe Negro, que se arrodillaba ante su real cautivo, también ordenó la matanza de prisioneros desarmados, siempre que no fuesen nobles.
Sin duda, los caballeros cautivos tuvieron que pagar enormes rescates por su libertad, pero esos rescates eran arrancados a los campesinos y los habitantes urbanos a los que dominaban.
Naturalmente, el mayor rescate fue exigido a Juan, y el Reino de Francia, gimiendo bajo sus caóticas conmociones, tuvo que desangrarse para pagar el rescate de su despreocupado rey, que vivía lujosamente en Inglaterra después de una batalla perdida por su estupidez.
El juicioso Delfín.
Francia se caía a pedazos. Al Delfín de dieciocho años, que ahora gobernaba como regente en lugar de su padre cautivo, nada parecía salirle bien. Había estado en la batalla de Poitiers, pero, junto con dos de sus hermanos, había huido del campo de batalla (probablemente por orden de su padre, quien no quería que fuese capturada toda la familia real). Esto le ganó reputación de cobarde y desertor, y su figura menuda y su constitución enfermiza no le daban, por cierto, apariencia de guerrero.
Peor aún, volvió a París, que ya estaba harto de su inepta nobleza. Los Estados Generales, que habían tratado de imponer la reforma fiscal a Juan II el año anterior y habían sido doblegados por las necesidades de la guerra, no estaban dispuestos a esperar más. Nada podía ser peor que las desastrosas batallas libradas por la estúpida nobleza.
Así, París se halló prácticamente en manos de la clase media, y Etienne Marcel, el líder de los comerciantes, tenía mucho más poder —al menos en París— que el Delfín. Marcel fortificó y armó a la capital y la puso en condiciones de resistir un asedio. Presionó vigorosamente al Delfín para que introdujese reformas, despidiese a los viejos concejales que habían traído el desastre, diese nuevos poderes a las clase media y estableciese nuevos sistemas de impuestos.
El Delfín, que era un joven astuto, comprendió lo deseable de la reforma, pero tampoco quería ponerse en las manos del autoritario Marcel. Hizo todo lo que pudo para contemporizar, mientras desde su lejano cautiverio en Inglaterra el rey Juan robaba tiempo a su alegre vida social para enviar proclamas prohibiendo reunirse a los Estados Generales y declarando sin valor todo lo que decidieran.
Ciertamente, las declaraciones reales tenían poco peso por entonces. Peor aún, Carlos el Malo escapó de la prisión e hizo una alianza con Marcel. (No es que Carlos estuviese interesado en el pueblo o la reforma, sino que se unía a cualquiera, si ello favorecía a sus ambiciones).
El Delfín tuvo que ceder. En marzo de 1357, aceptó un programa de reformas de largo alcance que limitaba considerablemente sus propios poderes. Pero ceder no era renunciar.
El Delfín apeló a su buen juicio. En verdad, era todo lo contrario de su padre; tenía el cerebro en la cabeza, y no en los bíceps. (Más tarde, se le llamó «Carlos el Sabio»). Era un excelente orador, y no se avergonzaba de dirigirse al pueblo de París. En una serie de discursos, empezó a ganarse su adhesión, aprovechando las sospechas que muchos abrigaban sobre los motivos de las acciones de Carlos el Malo. Muchos parisienses no dejaron de observar que Carlos el Malo había llevado a París sus tropas, y que éstas incluían a mercenarios ingleses.
Pero entonces, en 1358, un nuevo desastre cayó sobre Francia.
Su caballería había sido diezmada por sucesivas batallas, y la peste negra había hecho una matanza entre su pueblo; pero eran los campesinos quienes habían llevado la peor parte. Los campesinos no tenían jefes, ni educación, ni armas, ni poder. Todos los despreciaban, los saqueaban, les robaban y los mataban. La nobleza les ponía impuestos y les decía que su deber era pagar; el clero les cobraba el diezmo y les decía que la voluntad de Dios era que sufrieran; los comerciantes se mantenían alejados; y para los soldados eran una presa fácil.
Y ahora eran aplastados y torturados para recaudar los rescates que necesitaban los nobles capturados en la batalla de Poitiers y que esperaban cómodamente instalados en su cautiverio. Para la masa de los campesinos, sencillamente se habían pasado los límites de lo posible.
En 1358, bandas de ellos se apoderaron de garrotes y guadañas, y empezaron a atacar las casas de la nobleza, al grito de «¡Muerte a los caballeros!». Si capturaban a alguien que no tenía callos en las manos, esto era suficiente para que le dieran muerte. Como el nombre común dado al campesino en Francia era Jacques Bonhomme (Santiago Buen Hombre), esa rebelión fue llamada una Jacquerie.
A lo largo de toda la historia ha habido rebeliones campesinas que han seguido siempre el mismo curso. Los campesinos saquean y destruyen ciegamente, y, cuando caen en sus manos miembros de las «clases superiores», los matan implacable y cruelmente, pues nunca en su vida los que están en el poder les enseñan bondad y piedad.
Pero luego el poder organizado del Estado es dirigido contra los campesinos, y entonces los rebeldes, por supuesto, son derrotados. Sobre ellos cae toda la venganza de las encolerizadas clases superiores. Por cada uno de ellos que ha caído, pagan docenas de campesinos con horrores que igualan y superan a todo lo hecho por los campesinos.
La Jacquerie provocó una reacción a favor de la nobleza, y la alianza entre Carlos el Malo y Etienne Marcel se derrumbó. Carlos el Malo, que gozaba matando campesinos, condujo la lucha contra la Jacquerie, mientras Marcel, viendo en ellos posibles partidarios de su lucha por el gobierno de la clase media, intentó llegar a un acuerdo con ellos.
Entre la conmoción de la Jacquerie, el descontento por la alianza con Carlos el Malo y las suaves palabras persuasivas del Delfín, este intento de Marcel de tratar con los campesinos en rebelión le hizo perder apoyo. El 31 de julio de 1358, este comerciante que intentaba crear un gobierno del siglo XIX (con todo un parlamento representativo y una política fiscal eficaz) en la Francia del siglo XIV fue derribado y muerto en el curso de un disturbio.
Y aunque Francia parecía abrumada por los infortunios, lo peor de todo era aún el rey Juan. En Inglaterra, Juan firmó un tratado que entregaba prácticamente todo el norte de Francia a los ingleses a cambio de su libertad. Convino en que las costas meridionales del Canal de la Mancha serían inglesas.
Ese acuerdo representaba una rendición tan total que, cuando sus términos fueron presentados en París, el Delfín Carlos dejó a un lado su lealtad hacia su padre y se negó a firmarlo. El 19 de mayo de 1359 los Estados Generales lo apoyaron. Si ese tratado era el único modo en que el rey Juan podía librarse de su cautiverio, entonces podía pudrirse en Inglaterra (aunque los Estados Generales se cuidaron de expresarlo con estas palabras).
El rey Eduardo decidió, pues, que era tiempo de enseñar a los franceses otra lección, ya que las batallas de Crécy y de Poitiers no habían instalado suficiente sensatez en sus mentes. El 28 de octubre de 1359, desembarcó un orgulloso y brillante ejército en Calais y se dirigió a Reims, en cuya catedral eran coronados tradicionalmente los reyes de Francia. Eduardo intentaba hacerse coronar allí rey de Francia.
Pero ahora dos circunstancias se volvieron contra él. Una de ellas fue el clima. Llovió casi constantemente, y el ejército que finalmente apareció ante Reims el 30 de noviembre estaba cubierto por el barro. En segundo lugar, por primera vez, Eduardo luchaba contra un enemigo inteligente. El Delfín Carlos no tenía ninguna intención de obligar a Eduardo a presentar una batalla campal. Cuidó de que Reims estuviese bien aprovisionada y en buena forma, y luego dejó que el ejército inglés se sentara ante sus murallas hasta congelarse.
Eduardo se instaló ante Reims durante semanas, y el tiempo era cada vez peor. Los ciudadanos de Reims se cruzaron de brazos, y no había ningún ejército francés en el horizonte para ofrecer batalla y con el que hacer estragos. Finalmente, con pena y decepción, Eduardo tuvo que marcharse con sus hombres. Pasó el invierno haciendo correrías y saqueando los campos, mientras perdían hombres por las enfermedades y se hallaba cada vez más acosado por un populacho hostil. Y aún no había ninguna gran victoria de la cual jactarse. Ahora los ingleses sintieron las desventajas de ganar grandes victorias. El marchar a Francia y no ganar ninguna gran victoria era por sí solo una terrible derrota para ellos.
Cuando el invierno llegó a su fin, Eduardo se dirigió a París, el 30 de marzo de 1360, y se dispuso a asediarlo. Seguramente, esto obligaría al Delfín a concederle la batalla que necesitaba desesperadamente. Eduardo hizo todo lo que pudo para forzar esa batalla. Hizo ostentación ante las murallas, envió a hombres a caballo para desafiar a cualquier francés a combate singular de la manera más insultante posible.
Los caballeros franceses podían sentirse irritados, pero el Delfín Carlos se cruzó de brazos. Hasta que los franceses no aprendiesen a combatir a la manera inglesa, no movería un dedo. Podía ser poco caballeresco; podía ser considerado una cobardía; pero prefería soportar la vergüenza a destruir la nación. Se negó a permitir que un solo hombre saliera de las murallas de París. Que los ingleses siguieran allí sentados.
Carlos sabía lo que estaba haciendo. El ejército inglés había quedado reducido como resultado de la anterior campaña invernal y, además, carecía de provisiones. No estaba equipado para resistir una racha de mal tiempo, y lo único que los ingleses podían esperar era que los franceses luchasen, sin una verdadera esperanza de vencer, o que se rindiesen, y Carlos no haría ni una cosa ni otra.
Más tarde, el 14 de abril de 1360, un día después del Domingo de Resurrección (un largo día que sería recordado por los ingleses como el «Lunes Negro»), una tremenda granizada cayó sobre el campamento inglés. El viento arrollador, el frío impropio de la estación, el granizo y la oscuridad no sólo arruinaron al ejército sitiador, sino que lo llenaron del supersticioso temor de que Dios se hubiese vuelto contra ellos.
El asedio fue levantado, pues la voluntad de Eduardo III se había quebrantado. Estaba harto y quería volver a su país. Aunque en ese momento no lo sabía, nunca volvería a combatir.
Dos semanas después del Lunes Negro, las negociaciones de paz entre Inglaterra y Francia se iniciaron en Bretigny, a veinticinco kilómetros al sur de París. Eduardo III no reclamó la corona y el Reino, ni siquiera reclamó todo el Imperio Angevino; se contentó con pedir la devolución de Aquitania solamente, más una pequeña ampliación de las posesiones inglesas en la región de Caláis.
Si Francia hubiese estado en condiciones de resistir, Eduardo habría tenido que transigir por menos, pero Francia se hallaba mortalmente agotada. La derrota, la peste y la insurrección hicieron necesario para ella aceptar la paz a cualquier precio, excepto el de la muerte nacional. Por ello, el Delfín cedió y entregó Aquitania a los ingleses, aunque sin la menor intención de considerar esa cesión como definitiva.
Además, el tratado del Delfín no era tan malo como el del rey Juan. De todos modos, Inglaterra poseía considerables tierras en el sudoeste, y Aquitania estaba relativamente lejos de su base principal, era relativamente difícil de defender y relativamente difícil de usar como trampolín contra el resto de Francia. En comparación, haber cedido grandes extensiones del norte de Francia inmediatamente del otro lado del Canal de la Mancha con respecto a Inglaterra habría dado a los ingleses una base que podía permitirles acabar con Francia.
Es notable que los representantes de las provincias cedidas protestasen vigorosamente contra la medida. Los sentimientos nacionales seguían fortaleciéndose.
Un astuto general.
Por los términos del Tratado de Bretigny, Francia convenía en pagar un enorme rescate por el rey Juan (aunque nos sentimos tentados a sugerir que habría sido mejor pagar el rescate para mantener al incapaz rey fuera de Francia). Contra el pago de una parte del rescate, el rey Juan fue embarcado para Francia, donde su gobierno restaurado sólo se señaló por un aumento de los impuestos sin ninguna finalidad.
Tras de sí, como rehén por el pago del resto del rescate, Juan había dejado a su segundo hijo, Luis de Anjou. Este hijo escapó de Inglaterra en 1362, y el rey Juan, en un ataque de dignidad caballeresca, declaró que su honor estaba en juego y retornó voluntariamente a su lujosa prisión de Inglaterra, donde estaba más cómodo que en el trono, de todos modos. Allí murió en 1364, a la edad de cuarenta y cuatro años, más por excesos en la comida que por otra causa, después de un reinado de catorce años durante el cual se mostró más inconsciente de las responsabilidades de su posición que cualquier otro rey francés hasta su época.
En verdad, durante su breve retorno a Francia, hizo algo que, con el tiempo, resultaría más perjudicial para Francia que cualquier otro hecho de todo su incapaz reinado.
A fines de 1361, Felipe, duque de Borgoña (un nieto de Eudes IV, cuya querella con Roberto de Artois había contribuido a dar comienzo a la ruinosa Guerra de los Cien Años), murió sin dejar descendientes directos. El inefable Carlos el Malo inmediatamente reclamó el ducado, pero las tierras sin herederos normalmente pasaban al rey, y Juan se apresuró a incorporar Borgoña a los dominios reales. En sí misma, esta medida era excelente, pues esas tierras de Francia central oriental eran fértiles y prósperas. Puestas firmemente bajo el gobierno directo de la corona, habrían compensado en gran parte la pérdida de Aquitania.
Pero el rey Juan, después de obtener el ducado, pronto lo entregó como infantazgo a su hijo menor, Felipe el Audaz, el que había luchado a su lado en la batalla de Poitiers y había compartido la prisión con él en Inglaterra. Como resultado de ello, Borgoña iba a entrar en un período de gloria cultural y militar, pero Francia iba a ser herida casi mortalmente.
Cuando el rey Juan murió, lo sucedió el Delfín, con el nombre de Carlos V «el Sabio». Necesitaba usar toda su sabiduría, y la usó. Abandonó la caballería; renunció al costoso lujo de las fiestas y los torneos, y todo boato inútil y absurdo que sólo podía ser mantenido sobre los cuerpos postrados y hambrientos de los campesinos franceses.
Por criterios modernos, en efecto, Carlos V había sido más merecedor de la santificación que su antepasado Luis Ix. Carlos era tan amable, casto y devoto como Luis, y sin embargo también hallaba cabida para la tolerancia. Se esforzó por disminuir el poder de la Inquisición y hasta intervino a veces para impedir que los judíos fuesen innecesariamente maltratados (una actitud inaudita).
Pero pese a su actitud ilustrada, se cuidó de enemistarse con el clero, cuyo apoyo necesitaba mucho. Reforzó aún más el clima religioso de la coronación, y se hizo ungir con óleo supuestamente enviado por el Cielo en la época de la conversión de Clodoveo, el fundador del Reino Franco, ocho siglos antes.
A cambio, esperaba que el clero lo absolviera del juramento por el cual se comprometió a observar el Tratado de Bretigny, pues tenía intención de romper ese juramento.
Como convenía a su apodo de «el Sabio», estaba interesado en el saber y protegió a filósofos y científicos. Reunió más de 900 libros (un número enorme para esa época anterior a la imprenta) y creó la primera biblioteca real en Francia.
En particular, protegió a Nicolás de Oresme, un eclesiástico de Rúan. Hizo que Oresme tradujese varios libros de Aristóteles del latín al francés, lo cual contribuyó a fijar el franciano como lengua nacional. Oresme también escribió un libro sobre teoría económica en el cual defendió vigorosamente la absoluta inviolabilidad de la acuñación como la mejor manera de estimular el comercio y la prosperidad. Carlos V adhirió a las teorías de Oresme y evitó la alteración de la acuñación, que había sido un desastroso hábito de su padre.
Pero en todo lo que hizo tuvo siempre en cuenta la continua amenaza inglesa. Necesitaba fortalecerse. Además de reorganizar la estructura financiera del Reino, reconstruyó la flota francesa, restauró y reforzó el ejército y fortificó a París (y también embelleció sus edificios públicos). Asimismo, se esforzó para mantener en la impotencia a los Estados Generales; no porque no viese lo aconsejable de las reformas urgidas por la clase media, sino porque vio en ellos una fuente de división y partidismo que, pensaba, la nación no podía permitirse frente a la amenaza externa.
Y lo más importante es que descubrió a un ayudante de gran valía en la persona de Bertrand Du Guesclin, un miembro de la nobleza inferior de Bretaña. Du Guesclin era un hombre combativo, tosco, feo, inculto y astuto. Había demostrado su temple en las batallas de la guerra civil de Bretaña entre dos aspirantes al trono ducal y se había desenvuelto bien contra los ingleses, con quienes luchó con admirable habilidad y reciedumbre. Era ya de mediana edad, pues tenía cuarenta años cuando Carlos V subió al trono.
Uno de los primeros actos de Carlos como rey fue consolidar su poder en Normandía y someter aquellas partes de ésta que se hallaban aún bajo la dominación de Carlos el Malo de Navarra. Este dependía aún del apoyo inglés y estaba maquinando impedir la coronación, pues seguía soñando con la corona.
Las fuerzas reales fueron puestas bajo el mando de Du Guesclin, quien, a unos cien kilómetros al oeste de París, infligió una señalada derrota a las fuerzas de Carlos el Malo y destruyó su poder. Las noticias llegaron a Reims dos días más tarde, el 18 de mayo de 1364, justamente mientras Carlos V estaba llevando a cabo las ceremonias de la coronación, y ello fue considerado como un buen augurio.
Después de la batalla, Du Guesclin volvió a Bretaña para luchar por su duque contra los ingleses. Allí su fortuna cambió. El duque fue muerto y Du Guesclin capturado. Carlos V, quien sabía que no podía prescindir del rudo bretón, rápidamente ofreció por él un rescate de 40.000 francos de oro.
Carlos V tenía reservada a Du Guesclin otra tarea. Carlos el Malo, incapaz de mantenerse en el norte de Francia, había vuelto a sus tierras navarras y allí se puso a buscar nuevos aliados. En particular, hizo propuestas al Reino de Castilla, que estaba al oeste de Navarra y hoy forma parte del país que llamamos España. Estaba por entonces gobernado por Pedro, llamado por los historiadores (y por su propio pueblo) «Pedro el Cruel».
Carlos esperaba obtener buenos resultados en esta empresa porque Pedro estaba en conflicto con Francia. Ésta, al parecer, antes había intentado formar una alianza con Castilla para obligar a los ingleses del sudoeste de Francia a luchar a ambos lados de los Pirineos y, de este modo, enfrentarse con una guerra en dos frentes. Para sellar esta alianza, se concertó un matrimonio, en 1353, entre Pedro el Cruel y Blanca de Borbón, una princesa de la casa real Capeta.
Pero el joven rey castellano estaba desesperadamente enamorado de una beldad local, María de Padilla, y, después de pasar por el formalismo del matrimonio, pensó que eso era suficiente. Abandonó a su esposa al día siguiente, la puso en prisión y cuando, ocho años más tarde, ella murió, inmediatamente circuló el rumor de que había sido envenenada por orden de su marido.
Pero Pedro tenía un medio hermano mayor, Enrique de Trastámara, quien no podía realmente aspirar al trono porque era un hijo legítimo. Pero Enrique aspiró al trono de todos modos y, después de varios intentos sin éxito en esa dirección, se marchó a Francia en 1356, con la esperanza de encontrar aliados allí. El maltrato por Pedro de una princesa francesa había enemistado con él a la nobleza francesa y creado entre ésta una fuerte simpatía por las aspiraciones de Enrique. Sólo los problemas con Inglaterra impidieron que Francia emprendiese una acción enérgica.
Pero entonces, en 1366, con la situación estabilizada en el norte, Carlos V decidió que la vieja querella con Pedro, sumada a la sospecha de que ahora Pedro se aliaría con Carlos el Malo, hacia necesario enviar a Du Guesclin al sur. La expedición serviría a dos propósitos. Si tenía éxito y Enrique de Trastámara era colocado en el trono de Castilla, su ayuda contra los ingleses de Aquitania sería segura y podía ser enormemente útil. Por otro lado, ganase o perdiese, la expedición serviría para quitarse de encima a las bandas de soldados-bandidos (las llamadas «Compañías Libres»), que estaban dispuestos a combatir por cualquiera que les pagase y que, entre las batallas, se dedicaban a saquear y torturar campesinos.
Du Guesclin reunió a 30.000 de esos bandidos y, con Enrique de Trastámara a cuestas, marchó hacia el sur, haciendo un rodeo por Aviñón. Pese a todos los problemas de Francia desde la subida al trono de Felipe VI, se mantenía la victoria francesa sobre el papado. Du Guesclin pidió respetuosamente al papa una gran suma de dinero, y éste, al observar que 30.000 bandidos de la peor calaña estaban rodeando la ciudad, no consideró juicioso negarla. Luego, Du Guesclin siguió hasta los Pirineos y los cruzó.
Pedro el Cruel, al verse en serias dificultades, hizo lo inevitable. Llamó en su ayuda a Eduardo, el Príncipe Negro, a quien su padre había hecho gobernante de Aquitania. El Príncipe Negro, cuyo gobierno era incompetente y que hallaba mayores goces en las simplicidades de la batalla que en las complejidades de la paz, respondió jubilosamente al llamado.
Así se reanudó la guerra entre Inglaterra y Francia, de manera no oficial, en suelo español. Los dos ejércitos, con contingentes castellanos en ambas partes, se encontraron en Nájera, a 300 kilómetros al norte de Toledo, la capital castellana, el 2 de abril de 1367. Nuevamente, los arqueros de arcos largos ingleses actuaron vigorosamente y fueron especialmente eficaces contra los castellanos, que nunca se los habían encontrado antes. Los caballeros franceses, con armadura más pesada que nunca, no fueron afectados, relativamente, por las flechas y lucharon valientemente y con eficiencia, pero la derrota castellana fue decisiva.
Fue una derrota francesa; Du Guesclin fue hecho prisionero y tuvo que ser rescatado una vez más a buen precio. Sin embargo, las Compañías Libres fueron prácticamente barridas, algo no muy desafortunado para Francia; Enrique de Trastámara escapó del escenario de la batalla, para tratar de volver algún día.
La victoria también fue costosa para el Príncipe Negro. Había gastado una gran cantidad de dinero que había tenido que arrancar por extorsión a sus ya desafectos súbditos aquitanos. A modo de gratitud recibió muy poco de Pedro el Cruel, con quien pronto riñó y a quien abandonó. Además, su salud quedó arruinada. El Príncipe Negro cayó enfermo en España y nunca se recuperó realmente.
Hasta como hecho militar la victoria fue inútil, pues Enrique pronto volvió, con nueva ayuda de Francia y nuevos refuerzos conducidos por Du Guesclin. En una nueva batalla librada el 14 de marzo de 1369 en Montiel, a 160 kilómetros al sudeste de Toledo, en la cual no intervino el Príncipe Negro, el resultado se invirtió. Enrique de Trastámara obtuvo la victoria y Pedro fue tomado prisionero. Los hermanos lucharon en combate singular y Pedro fue muerto.
Enrique de Trastámara reinó con el nombre de Enrique II durante los diez años siguientes y siguió siendo un firme y leal aliado de Francia. Todos los futuros gobernantes de España de los siguientes cinco siglos y medio descenderían de él.
Carlos V, establecida la alianza con Castilla, estaba dispuesto a reiniciar la guerra en la misma Francia. La nobleza aquitana, cada vez más agitada por las exacciones inglesas, apeló a Carlos como su soberano. En la teoría feudal, el Príncipe Negro era vasallo del rey de Francia y podía ser llamado a rendir cuentas. Carlos ordenó al Príncipe Negro que compareciese ante él. El Príncipe se negó, por supuesto, amenazando acudir, si lo hacía, con un ejército tras de sí.
Pero no podía hacerlo fácilmente, y Carlos lo sabía bien, pues como secuela de la enfermedad que cogió en España el Príncipe Negro no podía montar a caballo.
La negativa del Príncipe Negro fue usada por Carlos V para argüir que el Tratado de Bretigny había sido violado por los ingleses, y se reanudó la guerra.
Eduardo III sostuvo, como es de suponer, que fueron los franceses quienes habían violado el Tratado y se proclamó otra vez rey de Francia, y nuevamente un ejército inglés desembarcó en Calais. Pero ahora Eduardo III había estado en el trono desde hacía cuarenta años y estaba cayendo rápidamente en la senilidad. No condujo el ejército en persona, sino que puso al frente de éste a su cuarto hijo, Juan. Juan había nacido en Gante, Flandes, en 1340, poco antes de la batalla de Sluis, y era llamado a veces Juan de Gante, por consiguiente.
Así, hubo una invasión de Francia en dos frentes, en 1369, por dos de los hijos del rey inglés. Juan de Gante se lanzó al sudoeste desde Calais, y el Príncipe Negro hacia el noreste desde Burdeos. En el curso de esta ofensiva, el Príncipe Negro llevó a cabo su última hazaña militar.
Limoges, a 175 kilómetros al noreste de Burdeos, era una ciudad aquitana nominalmente bajo dominación inglesa. Pero declaró abiertamente su fidelidad a Francia. Furioso, el Príncipe Negro hizo que sus hombres tomasen la ciudad en 1370, mientras él contemplaba la lucha desde una litera, pues estaba demasiado enfermo para trasladarse de otra manera. Después de tomada la ciudad, el Príncipe Negro ordené vengativamente que sus habitantes fuesen pasados a cuchillo. Y como habitualmente ocurre con el terrorismo, tuvo el efecto de volver a la población aún más enconadamente contra los terroristas.
El Príncipe Negro no pudo hacer más. Se quedó en Burdeos unos pocos días más y luego retornó a Inglaterra; su enfermedad no cedía. Sus hazañas y las de su padre fueron inmortalizadas por un poeta francés, Jean Froissart, nacido en Flandes alrededor de 1337. Creció mientras Flandes estaba aliada con Inglaterra, durante las primeras décadas de la Guerra de los Cien Años, y siguió siendo pro inglés toda su vida.
Hacia el final de su vida, escribió una historia de su época, las Crónicas de Francia, Inglaterra, Escocia y España, en la que trata de los sucesos ocurridos entre 1325 y 1400, en particular de la Guerra de los Cien Años. Es considerada la mayor obra histórica de la Edad Media, pero da mucha importancia al espíritu de la caballería. Glorifica e idealiza las batallas caballerescas, donde los grandes héroes son los dos Eduardos, padre e hijo. No contiene prácticamente nada sobre otras cosas; sólo hace una breve mención de la peste negra, por ejemplo.
Sin embargo, pese al relato de Froissart, el heroísmo caballeresco no fue decisivo, particularmente contra Carlos V y Du Guesclin. El esfuerzo del Príncipe Negro fracasó después de la matanza de Limoges, y Juan de Gante tampoco consiguió nada.
Carlos V rompió con la tradición al nombrar a Du Guesclin condestable de Francia, esto es, comandante en jefe de las fuerzas francesas, cargo habitualmente reservado a algún noble de alto rango pero incompetente. Bajo Du Guesclin, el ejército francés siguió una regla cardinal: no se librarían grandes batallas. Los franceses llevarían una guerra de guerrillas.
Por ello, cuando Juan de Gante avanzó, efectuando una deliberada destrucción, para inducir a los franceses a presentar batalla, Du Guesclin se esfumó ante él, para reaparecer sólo en veloces incursiones contra sus flancos y contra grupos aislados de hombres. Con el tiempo, Juan perdió la mitad de su ejército y no conquistó gloria alguna. En 1373, Juan hizo un nuevo intento, con el mismo resultado.
Y mientras los ejércitos ingleses se pavoneaban y hacían alardes, Du Guesclin libró una serie de batallas que iban royendo los territorios dominados por los ingleses. Se especializó en ataques nocturnos, que los ingleses denunciaban indignadamente como «no caballerescos», pero que lograban sus fines. Los territorios dominados por los ingleses se contrajeron constantemente, distrito por distrito, castillo por castillo.
La política de Du Guesclin en España mostró todo su valor cuando la flota castellana se unió a la de Francia para derrotar a los ingleses en el mar, a ciento setenta kilómetros al norte de Burdeos. La dominación inglesa del mar desapareció por un tiempo y esto separó a Aquitania de Inglaterra y ayudó enormemente a la política de Du Guesclin.
En 1376, la prolongada enfermedad del Príncipe Negro terminó con su muerte, y medio año más tarde, en 1377, también murió Eduardo III. Subió al trono inglés el hijo del Príncipe Negro de diez años de edad, Ricardo II (que había nacido en Burdeos). En 1380 murió Du Guesclin, y también Carlos V. Le sucedió en el trono francés el Delfín de once años, que reinó con el nombre de Carlos VI.
Para entonces, prácticamente todas las conquistas inglesas en Francia, después de cuarenta años de lucha, habían desaparecido. Pacientemente, Carlos V y Du Guesclin, en una guerra de guerrillas en la que no hubo una sola batalla importante, invirtieron el resultado de las batallas de Sluis, Crécy y Poitiers. El gran esfuerzo inglés había terminado en la nada.
Los asentamientos ingleses en el sudoeste y el noreste eran tan pequeños y precarios a la muerte de Eduardo III como lo eran cuando subió al trono, medio siglo antes. Y Francia era tan grande y estaba tan unida (en el mapa) como lo había estado al subir al trono Felipe IV. Con el Delfinado y Borgoña en manos capetas y con la alianza de Castilla, hasta podía parecer aún más grande y más unida.
Pero el mapa no dice toda la verdad. Una generación de guerra, insurrección y peste había hecho disminuir su población, su riqueza y su fuerza. Pese a lo que mostrase el mapa, Francia había decaído enormemente desde la posición que tenía bajo Felipe IV.
Los tíos del Rey.
Para Francia, la muerte de Carlos V y Du Guesclin fue un desastre, pues faltaron del gobierno su firmeza y su sabiduría. Peor aún, el nuevo rey, Carlos VI, sólo era un niño. Y peor aún, el nuevo rey tenía tíos interesados solamente en el aumento de su poder personal.
Para empezar, había tres tíos: Luis de Anjou, Juan de Berri y Felipe el Audaz de Borgoña.
El mayor de ellos era Luis de Anjou. Había sido antaño rehén por su padre, Juan II, y su huida de la prisión inglesa había sido la excusa de Juan para volver a su dorado cautiverio. Pero Luis de Anjou era el menos peligroso de los tíos, porque sus ambiciones estaban fuera de Francia. Era tataranieto (por su abuela) de Carlos de Anjou, que antaño había gobernado brevemente Nápoles y Sicilia. A causa de esto, Luis anhelaba nada menos que el título de rey. La reina de Nápoles, Juana, fue persuadida a que adoptase a Luis de Anjou (su sobrino segundo) como su sucesor, y cuando Juana murió, en 1382, Luis se marchó a reclamar su reino. Pero en 1384 murió, con sólo el título de rey, sin haber logrado hacerlo efectivo.
En cuanto a Juan, duque de Berri, llevaba una vida lujosa. Financiaba hermosos edificios, compraba grandes obras de arte y protegía a artistas y literatos, todo a expensas de sus súbditos, a quienes ponía implacables impuestos. Hizo lo que pudo para expandir su ducado a expensas de los dominios reales, y también hizo todo lo que pudo para concertar la paz con Inglaterra (pues sólo así podía continuar su vida lujosa con seguridad).
Felipe el Audaz de Borgoña, como Juan de Berri, estaba interesado principalmente en extender sus posesiones personales. En 1369 se había casado con Margarita de Flandes, hija de Luis de Male, por entonces conde de la región. Luis de Male sucedió a su padre, después de morir éste durante la matanza de la batalla de Crécy (él también había estado presente, cuando tenía dieciséis años, pero había escapado con vida), y no tenía hijos varones. Carlos V, con clara conciencia de la importancia de Flandes y de sus permanentes sentimientos proingleses, estaba seguro de que, si no se hacía algo, Margarita se casaría con algún príncipe inglés, y entonces Flandes estaría unida a Inglaterra tanto política como económicamente. Para impedirlo, alentó vigorosamente el casamiento con Felipe de Borgoña.
Carlos no era ningún tonto, desde luego. Veía bien que una unión de Flandes y Borgoña estaría tan cargada de problemas casi como una unión de Flandes e Inglaterra. Su intención sólo era impedir ésta, no promover la primera. Por ello, obligó a Felipe el Audaz a jurar que no pretendería el gobierno de Flandes fundándose en su matrimonio. Felipe pensó que Carlos era mayor que él y bastante enfermizo. Esperaba sobrevivir a su real hermano, y por ello juró sin poner peros.
Después de la muerte de Carlos V, la exorbitante política fiscal de Luis de Anjou provocó revueltas contra los impuestos en toda Francia, y particularmente en París. Aprovechando estos desórdenes, el pueblo de Flandes se rebeló bajo la conducción de Felipe Van Artevelde, hijo de aquel Jacobo que había hecho tanto para impulsar a Eduardo III a la guerra con Francia, medio siglo antes.
El joven Van Artevelde siguió la táctica de su padre y ofreció reconocer a Ricardo II como rey de Francia a cambio de ayuda militar. Pero el joven no era como Eduardo y no se movió, sobre todo porque ahora le tocó el turno a Inglaterra de pasar por una revuelta campesina.
Felipe el Audaz, yerno de Luis de Male, que había esperado por más de una década la muerte de su hermano y de su suegro, no tenía ninguna intención de dejar escapar su herencia. Llevó un gran ejército francés a Flandes, y en Roosebeke, a ciento diez kilómetros al este de Courtrai, la caballería francesa se enfrentó nuevamente con los habitantes urbanos flamencos. La batalla se libró el 27 de noviembre de 1382. Esta vez, el ejército francés era mayor y su ataque fue más cuidadoso. Después de una dura lucha, Van Artevelde fue muerto y los flamencos fueron arrollados.
Los franceses no habían olvidado su vergonzosa derrota de Courtrai. Después de matar a los piqueros flamencos en el campo de batalla, buscaron la iglesia donde estaban colgadas las espuelas de oro que eran las reliquias de esa batalla. Quemaron la iglesia y mataron a los habitantes de la ciudad que no habían tenido la previsión de huir. Felipe el Audaz desencadenó en Flandes una represión salvaje e implacable, e iba a pasar mucho tiempo antes de que los habitantes de las tierras bajas osasen hacer valer sus derechos.
Los últimos focos de resistencia flamenca fueron suprimidos en 1384, pero tan pronto como Luis de Male fue afirmado en su posición, murió. Ahora Felipe debía recordar su juramento de no reclamar el condado, pero fue una tarea fácil para él persuadir a su despreocupado sobrino de dieciséis años, Carlos VI, a que le concediese el favor de tomar Flandes.
Así, a sus ricos y fuertes dominios del este de Francia, Felipe añadió las opulentas ciudades de Flandes. Aunque sólo fueron duques, él y sus descendientes se convirtieron en los señores más ricos de Francia, más ricos que el rey. Y llegaría un tiempo en que Borgoña-Flandes sería la tierra más rica y más culta de toda Europa.
Después de esto, los desórdenes en París también fueron brutalmente reprimidos, y el Reino quedó en calma. Se hicieron preparativos para la reanudación de la guerra con Inglaterra en condiciones que parecían favorables, pues el gobierno de Ricardo II era débil y la nobleza inglesa reñía por el poder tan ávidamente como la nobleza francesa. En 1386, Francia hasta pareció a punto de lanzar una invasión de Inglaterra. Barcos para tal fin fueron reunidos en los puertos del Canal de la Mancha, y luego todo quedó en nada. A último momento, presumiblemente, los reales tíos de Berri y Borgoña decidieron que no tenían nada que ganar de una guerra importante.
Obviamente, interesaba a los tíos mantener a Carlos VI como rey-títere e hicieron lo posible para inducirlo a llevar una vida de diversiones y de fútil agitación, para que se alegrase de dejarles a ellos la tarea del gobierno. Su padre, Carlos V, conociendo su débil constitución y previendo que cuando él muriese su hijo todavía sería un niño, dispuso que los catorce años eran la edad a la cual un rey podía ser considerado suficientemente mayor como para gobernar por sí mismo. Fue un intento de abreviar la regencia todo lo posible. Pero Carlos VI llegó a su décimo cuarto cumpleaños y lo pasó sin hacer ningún intento de asumir el gobierno.
Sólo al final de su adolescencia Carlos VI empezó a enfadarse de ser tratado como un menor. El 2 de noviembre de 1388, sólo un mes antes de cumplir los veinte años, declararía que se haría cargo del gobierno. Los tíos argumentaron suavemente contra esta actitud, pero Carlos se mantuvo firme, y era claro que la opinión pública estaba a su favor.
Naturalmente, todos los males del Reino fueron atribuidos a la política rapaz de los tíos, y se esperaba que el gobierno de Carlos VI señalase un cambio positivo. Hasta se firmó una nueva tregua con los ingleses por la cual éstos se veían obligados a evacuar otras posesiones.
Pero Carlos VI continuó interesado solamente en las diversiones. Era irresponsable, fastuoso y despreocupado, pero al menos confió la conducción del gobierno a los consejeros de su sabio padre, por lo que existía la posibilidad de persuadir al alegre joven a que asumiese su tarea más seriamente.
Desgraciadamente, la vida de continuos placeres parecía haber debilitado la constitución del rey. En abril de 1392, mientras se mantenían discusiones sobre la posibilidad de firmar un tratado de paz completo entre Inglaterra y Francia, las negociaciones cayeron en el desorden a causa de una enfermedad del rey. Carlos VI fue cogido por una fiebre suficientemente elevada como para provocarle convulsiones y, presumiblemente, causarle daños en el cerebro.
El rey aparentemente se recuperó, y más tarde, ese mismo año, insistió en conducir una expedición a Bretaña para castigar un intento de asesinato del condestable de Francia. Fue un verano extraordinariamente caluroso, y en el camino cayó nuevamente presa de la fiebre. Otra vez se recuperó y, contra el consejo de todos, empezó de nuevo.
El 5 de agosto de 1392 (se cuenta), un hombre vestido todo de blanco salió repentinamente de un bosque. Se lanzó hacia la columna de hombres en marcha, cogió la brida del rey y gritó: «¡Detente, noble rey, no sigas adelante, has sido traicionado!».
El sorprendido rey siguió avanzando, pese a la advertencia, cuando el paje que llevaba la lanza del rey la dejó caer, accidentalmente, y golpeó sonoramente un escudo.
Eso fue el fin. El rey sacó su espada aterrorizado y empezó a arremeter contra los que estaban a su alrededor. Fue reducido con dificultad, y era evidente que se había vuelto loco. Desde ese momento, nunca se recuperó por largo tiempo. Había sido llamado «Carlos el Bien Amado» (¿quién no ama a un monarca niño?), pero ahora es conocido en la historia como «Carlos el Loco».