5. El apogeo

Cuchillos sicilianos y picas flamencas.

En Cartago, estaba con Luis su hijo mayor, Felipe. Inmediatamente después de la muerte de su padre, concertó una tregua con los musulmanes y retornó a Francia, donde fue coronado como Felipe III (a veces llamado «Felipe el Atrevido»). Éste es otro signo de la firmeza con que la dinastía capeta se había impuesto. Aunque el heredero de la corona estaba fuera del Reino en el momento de la muerte del rey, nadie se levantó contra él. Felipe sucedió a su padre como cosa natural y sin problemas.

Felipe continuó reforzando la dominación real sobre el sur de Francia, pero su remado fue más bien incoloro. En esa época, el atractivo de los Capetos estaba en Carlos de Anjou, el tío del rey, que aún gobernaba Nápoles y Sicilia y cuyas ambiciones no se desinflaron por el fracaso de Túnez.

Carlos decidió atacar directamente al Imperio Bizantino y atravesó el Adriático meridional para desembarcar un ejército en los Balcanes. En 1277, se había establecido firmemente sobre una parte considerable de los dominios bizantinos y hasta había logrado hacerse proclamar Rey de Jerusalén. No fue por conquista, desde luego, pues nunca estuvo cerca de Jerusalén. Era meramente un título vacío heredado por una serie de hombres después de la caída de Jerusalén y que sólo daba prestigio social. Carlos dio dinero al poseedor en ese momento del título para poder asignárselo él.

Pero el punto débil de Carlos estaba en los dominios italianos que había gobernado. Había cedido señoríos a los nobles franceses que lo habían acompañado y abrumó de impuestos a la población siciliana para financiar sus ambiciosos planes. Los sicilianos, que recordaban los grandes días de Federico II, permanecieron firmemente adeptos de su linaje. Aunque el último descendiente masculino de Federico, Conradino, había muerto, Manfredo había dejado una hija que estaba casada con Pedro III de Aragón.

Por ello, los sicilianos se dirigieron a Pedro, quien estaba deseoso de asumir la carga. Hizo una alianza con Miguel VIII de Constantinopla, quien libraba una lucha de vida o muerte con Carlos.

Pero no fue Pedro ni Miguel ni ambos juntos quienes descargaron los golpes decisivos contra Carlos. Fueron los mismos sicilianos, desesperados y llenos de odio contra sus arrogantes amos franceses.

El 31 de marzo de 1282, en el momento de las vísperas (la plegaria vespertina), los sicilianos se sublevaron. En qué medida fue espontánea y en qué medida fue estimulada por los emisarios del astuto Miguel VIII, no lo sabemos, pero los resultados fueron sangrientos y definitivos. Todo francés que los sicilianos pudieron atrapar fue muerto, todo aquel cuyo acento lo traicionase (aunque no fuese otra cosa). Miles murieron en ese día llamado de las «Vísperas Sicilianas», y al mes los rebeldes estaban en posesión de toda la isla.

Carlos volvió rugiendo de los Balcanes, debiendo posponer toda idea de conquistas bizantinas. Podía haber retomado la isla, pero ahora Pedro de Aragón estaba en Sicilia y sus fuerzas la dominaban.

Pedro invadió el sur de Italia, derrotó a la flota de Carlos cerca de Nápoles y capturó al hijo de Carlos. Felipe III de Francia acudió en ayuda de su tío Carlos lanzando una invasión al reino originario de Pedro, Aragón (lo cual muestra cómo una alocada aventura extranjera conduce a otra), y fue rotundamente derrotado.

Carlos de Anjou murió en 1285, después de quedar en la nada todas sus ambiciones, y Felipe murió un mes más tarde.

Y mientras proseguía la guerra entre cristianos, los musulmanes se apoderaban metódicamente de las pocas ciudades y castillos que los cruzados todavía poseían en Tierra Santa. Su última fortaleza, San Juan de Acre, tomada un siglo antes por Ricardo Corazón de León, cayó en 1291, y pasarían más de cinco siglos antes de que un ejército cristiano estuviera nuevamente en Tierra Santa.

Felipe III de Francia fue rápidamente sucedido por su hijo mayor, Felipe IV, a menudo llamado «Felipe el Hermoso».

Felipe IV fue un rey enérgico, que continuó la política de Luis VI y Felipe II de extender el control real directo en todas las direcciones y por todos los medios. Por entonces, el continuo incremento de los dominios reales había hecho que la mitad de Francia estuviese bajo el gobierno del rey o de otros miembros de la familia Capeta. Y el rey ya no era solamente el más importante de los señores. Era un ser de otra clase muy diferente. Era el poder supremo del país, el elegido de Dios, y todos eran sus súbditos por igual, el señor tanto como el campesino.

La única parte de Francia gobernada por un igual era, desde luego, Guienne, que estaba bajo el poder del rey inglés. Felipe invadió los dominios ingleses, con bastante éxito, pues el rey inglés, Eduardo (hijo de Enrique I, y un gobernante mucho más enérgico y capaz que éste), estaba ajetreado en Escocia, que ocupaba la parte septentrional de la isla de Gran Bretaña. Para asegurarse de que Eduardo I seguiría ocupado allí, Felipe hizo una alianza con los escoceses en 1295, iniciando una política que los franceses mantendrían durante tres siglos.

Pero si los franceses tenían un aliado natural en las fronteras de Inglaterra, lo mismo les sucedía a los ingleses. En el borde nororiental de los dominios franceses estaban las ciudades de Flandes. Habían florecido bajo la protección capeta, cuando la política de los Capetos era favorecer a las ciudades como contrapeso contra los señores. Pero en tiempo de Felipe IV los señores estaban tranquilos y no presentaban ningún problema. Eran las ciudades las que reclamaban ávidamente más privilegios. La política Capeta se volvió antiburguesa y las ricas ciudades de Flandes tenían ahora (y, en verdad, desde un tiempo antes) en Francia a su principal enemigo.

Esto significaba que los ingleses eran sus aliados naturales. Y no sólo se trataba de tener un enemigo común, sino que también era cuestión de ventajas económicas comunes. Flandes descubrió que las ovejas inglesas (en respuesta al clima generalmente deplorable de Inglaterra) producían una lana más larga y gruesa que las ovejas flamencas. Por ello, los tejedores flamencos compraban lana inglesa y exportaban telas flamencas, y ambas naciones se beneficiaban. Además, los flamencos no debían temer una agresión inglesa, pues una franja de mar separaba a los dos países. No era una barrera infranqueable, por supuesto, pero era mejor que sólo la tierra llana que separaba a Flandes del resto de Francia.

En 1297, pues, Eduardo I pudo montar una invasión del norte de Francia gracias a la ayuda del conde de Flandes. No fue la primera vez que las dos regiones se habían unido en una alianza militar concreta. Había habido contingentes flamencos aliados con Juan en la campaña que terminó con la batalla de Bouvines. Frente a esta invasión, Felipe se vio obligado a interrumpir su propia guerra en el sudoeste. Pero luego Eduardo I tuvo que retornar a Inglaterra para hacer frente a los escoceses nuevamente, y el vengativo Felipe IV quedó libre para ajustar cuentas con los flamencos. Marchó sobre Flandes, derrotó a su conde y, en 1300, lo obligó a admitir la dominación francesa sobre la región.

Su derrota por Felipe era un mal considerable para los flamencos, pero su situación empeoró por el hecho de que Flandes estaba sufriendo un período de recesión. Estaban surgiendo fábricas textiles en Italia, y la competencia estaba reduciendo los beneficios flamencos. Además, hubo una serie de malas cosechas y los suministros alimenticios eran escasos. Los flamencos, exasperados por los infortunios económicos, hallaron insoportable la dominación francesa y reaccionaron como habían hecho los sicilianos veinte años antes.

El 18 de mayo de 1302, en el momento de los maitines (la plegaria matutina), se produjo un alzamiento popular en la ciudad de Brujas, cerca de la costa marítima, a 270 kilómetros al norte de París, y fueron muertos unos tres mil franceses.

Pero no tenían a un Pedro de Aragón a cuya protección apelar, y las ciudades flamencas se aprestaron a enfrentarse solas con el encolerizado Felipe IV. El hecho de que pudiesen siquiera pensar en hacerlo fue el resultado de ciertos cambios lentos en el arte de la guerra que habían surgido gradualmente.

Durante siglos, el caballero con armadura había tenido la supremacía en los campos de batalla, y se había producido una carrera entre facciones rivales para hacer a sus caballeros cada vez más fuertes y formidables. A fines del siglo XIII, el caballero se había convertido en una especie de tanque de un hombre solo que montaba un enorme caballo con armadura. Era un combatiente pesado, formidable y lento.

La armadura, hecha ahora de sólidas láminas de metal, en vez de la anterior cota de malla, era mucho menos vulnerable, pero también era más pesada y se había hecho tan costosa que era casi ruinoso tratar de mantener muchos caballeros. En verdad, éste fue uno de los factores que provocaron la decadencia de la aristocracia feudal. Se creó una situación tal que sólo el rey podía mantener un gran ejército de caballeros adecuadamente equipados.

A lo largo del siglo XIII, pues, se buscaron nuevas armas que acabase con el punto muerto del combate de caballero contra caballero, y que fuesen baratas.

Una de tales armas fue la ballesta. En su forma más avanzada, ésta era un arco de acero que arrojaba flechas de acero o «saetas». Era tan dura que era menester tensarla lentamente con una manivela. Por consiguiente, las saetas eran lanzadas con mucha mayor fuerza que las flechas comunes y, a corta distancia, ¡podían atravesar la armadura!

La gran desventaja de la ballesta era que llevaba mucho tiempo cargarla. Un grupo de ballesteros podía avanzar con sus armas montadas. Lanzaban sus saetas contra los ejércitos enemigos y éstas hacían considerable daño. Pero luego los arqueros tenían que retirarse apresuradamente. Habían «lanzado su saeta» y para el momento en que pudiesen cargarla nuevamente, los jinetes enemigos (o, a veces, los orgullosos caballeros de su propio bando) los habrían barrido.

Las ballestas aparecieron ya en 1066, cuando Guillermo el Conquistador las usó en la conquista de Inglaterra, pero no recibieron su pleno desarrollo hasta después de 1200. Parecían un arma horrible, porque permitían a un arquero de humilde cuna matar a un caballero de vez en cuando, y hasta la Iglesia trató de prohibirlas (excepto contra los infieles, por supuesto), pero realmente no fue necesario. Tan importante era la desventaja de la lentitud para cargarla que la ballesta nunca fue realmente decisiva en ninguna de las grandes batallas de la Edad Media.

Muy diferente era otra arma mucho más simple, la pica. Era una larga lanza de madera con punta de metal y, a veces, con un gancho junto a la punta de modo que con ella se pudiera tirar tanto como punzar. Las lanzas se contaban entre las más antiguas de las armas, pero la pica era una variedad particularmente larga y resistente destinada a alcanzar al caballo y al jinete antes que la espada o lanza de éste (necesariamente corta para poder manejarla a caballo) pudiese alcanzar al soldado de infantería.

Un solo hombre con una pica, desde luego, no era rival para un jinete, pero un grupo apretado de piqueros podía presentar una multitud de puntas metálicas que, si se las mantenía firmemente frente a una carga de caballería, podía hacer retroceder a los caballos.

Piqueros flamencos habían tomado parte en la batalla de Bouvines, pero no fueron usados contra los jinetes franceses. Derrotaron a la infantería francesa, pero como la batalla fue decidida por el choque de caballero contra caballero, el valor de la pica fue pasado por alto.

Lo más importante era que la ballesta y la pica eran suficientemente baratas como para estar al alcance casi de cualquiera. Los de humilde origen empezaron a hacer un uso de las armas que les permitía enfrentarse con los aristócratas de alto rango.

Pero nada de esto estaba en la mente de los franceses que se disponían a castigar a los flamencos. Roberto de Artois (nieto de Luis VIII e hijo de ese hermano de Luis IX que había arruinado la posibilidad de éxito en Egipto) tomó el mando del ejército francés, con lo que asociaría su nombre al desastre por la segunda generación. Se reunieron a su alrededor cincuenta mil hombres, incluyendo un gran contingente de caballeros con buenas armaduras.

Frente a ellos sólo había veinte mil piqueros flamencos.

Los dos ejércitos se enfrentaron el 11 de julio de 1302 en Courtrai, a cuarenta kilómetros al sur de Brujas. Los flamencos eligieron bien el terreno. Estaban en una tierra entrecruzada por canales, y un canal corría inmediatamente delante de su línea de batalla y la tierra ascendía hacia ellos del otro lado. En una parte, era terreno cenagoso.

Allí, fila tras fila, con sus picas que presentaban un frente semejante a un puerco espín, los flamencos esperaron.

Roberto de Artois hizo avanzar a sus soldados de infantería y les ordenó descargar una andanada de saetas con sus ballestas. Pero los infantes quedaron encenagados en el suelo blando y las saetas no hicieron suficiente daño, de modo que los caballeros se dispusieron a dar fin a la batalla con una carga.

Los cuentos de caballeros y amor cortesano habían exaltado las glorias de la caballería, y los relatos sobre las Cruzadas les daban apoyo, pues hasta las derrotas cristianas en esa tierra distante eran adornadas y deformadas para convertirlas en cuentos sobre hazañas de valor caballeresco. Los caballeros franceses, pues, no tenían motivo alguno para pensar que debían hacer otra cosa que atacar. Frente a ellos no había más que una muchedumbre de hombres de humilde origen, y habría sido juzgado impropio de la dignidad caballeresca apelar a algo así como una táctica ingeniosa. Todo lo que debían hacer era espolear a sus caballos y arrollar a la multitud.

Intentaron hacerlo sin artificio de ninguna clase y en varias oleadas. Cabalgaron sobre sus propios ballesteros que chapoteaban en el canal, atascados en el fango, y subieron por la pendiente, mientras los ciudadanos flamencos, con las picas en ristre, esperaban calmadamente.

Inmediatamente, la línea francesa cayó en un total desorden. Algunos caballeros fueron arrojados de sus caballos por la presión de quienes los seguían. Algunos cayeron al canal o las ciénagas, y su pesada armadura les impedía levantarse nuevamente. Y luego los flamencos cayeron sobre ellos.

Ahora bien, los caballeros luchaban entre ellos descargando y recibiendo algunos golpes hasta que uno de ellos daba el grito de rendición. El caballero derrotado era luego tratado con una gran cortesía ceremoniosa y era retenido para pedir un rescate por él. Esto es admirado por gente de corto alcance, que olvida que esa gentil consideración sólo era para los caballeros. Los soldados de infantería de humilde origen que se veían obligados a acompañar a un ejército no tenían caballos en los cuales escapar ni armaduras para protegerse, y habitualmente eran objeto de una implacable matanza, sin la posibilidad de rendirse. Después de todo, no tenían con qué pagar un rescate.

Por consiguiente, cuando los hombres de las ciudades de humilde origen tuvieron a su merced a los caballeros, no siguieron en modo alguno las reglas de la caballería. Esas reglas eran sólo para caballeros. Las largas picas se elevaron y cayeron metódicamente y, sin el menor remordimiento, los caballeros enfangados fueron muertos. El mismo Roberto de Artois fue muerto, y otros setecientos caballeros nobles de alto rango hallaron allí la muerte.

Se conoce el número porque los flamencos recogieron setecientos pares de espuelas de oro, por lo que la batalla de Courtrai es mucho mejor conocida como la «Batalla de las Espuelas».

Felipe IV no aceptó la derrota de Courtrai como definitiva, claro está, y condujo nuevos ejércitos a Flandes. Ganó victorias suficientes como para restablecer su orgullo, pero las ciudades flamencas conservaron, en lo esencial, su independencia, y Felipe no consideró juicioso llevar las cosas demasiado lejos.

La batalla de Courtrai enseñó una valiosa lección. La guerra era algo más que un conjunto de combates singulares entre caballeros que combatían como si estuvieran en un torneo o viviesen en una especie de cuento de hadas arturiano surgido de la mente de un trovador. Soldados de a pie bien disciplinados y adecuadamente armados podían hacer frente a una muchedumbre desorganizada de jinetes y hacer estragos entre ellos.

La lección podía ser aprendida, pero la nobleza francesa prefirió no aprenderla. Renuente a renunciar a su mundo trovadoresco y su mitología de cruzada, culparon de su derrota en Courtrai a su mala elección del terreno. (Pocos años más tarde, piqueros suizos derrotaron a caballeros alemanes de manera igualmente implacable, y esta vez el resultado fue atribuido a las montañas, y no a la existencia de firmes y resueltos guerreros de humilde origen). La aristocracia francesa pasó más de un siglo sufriendo periódicas derrotas tan desastrosas como la de Courtrai, o peores, antes de aprender finalmente que la caballería se había convertido en algo apropiado para los libros de cuentos solamente.

El Papa se doblega.

Aunque las derrotas militares en Sicilia y Flandes fueron espectaculares, a fin de cuentas sólo fueron alfilerazos. Bajo la mano firme y algo implacable de Felipe IV, el proceso de centralización prosiguió y Francia se hizo cada vez más fuerte. Tres siglos de gobierno Capeto habían unificado el país hasta el punto de que, en el siglo XIV, sólo quedaban cuatro regiones bajo la soberanía nominal del rey francés suficientemente fuertes como para emprender acciones independientes si lo deseaban. Todas estaban en la periferia del Reino.

Estaba Guienne en el sudoeste, que era gobernada, desde luego, por el rey inglés, y Flandes en el noreste, que se aliaba, tan a menudo como se atrevía, a Inglaterra. En el este se hallaba Borgoña, gobernada por un duque de remota ascendencia Capeta y que habitualmente colaboraba con el gobierno real. Y en el noroeste estaba Bretaña, que era un caso especial. En los siglos VI y VII había recibido una constante afluencia de refugiados britanos en huida de los ejércitos sajones que invadieron Britania. Por ello, esa región adquirió un distintivo matiz céltico, y hasta se hablaba allí una lengua céltica, el bretón. Sus habitantes se sentían menos franceses que los de cualquier otra provincia, pero no llevaron una política activamente anticapeta. Más bien hicieron lo posible por permanecer neutrales y apartados. Cuando se vieron obligados a tomar partido, lo hicieron lo más suavemente posible.

Pero la centralización territorial no bastaba. Francia necesitaba también la centralización económica, para que el gobierno pudiera ser fuerte. El sistema feudal quizá estaba prácticamente muerto desde el punto de vista militar y político, pero existía financieramente. Felipe IV se halló atado por un sistema feudal para recaudar dinero que era sumamente ineficiente y se basaba en las intrincadas interrelaciones legales de diversos vasallos. Los ingresos reales nunca llegaban a los costos de recaudación, y Felipe IV, que gobernó un ámbito más vasto e inevitablemente más costoso que el de los reyes precedentes, tuvo que obtener dinero de todas las maneras posibles.

Más aún, la corte, atascada en el pegamento de la tradición feudal, tuvo que experimentar la frustración de ver enriquecerse a algunos súbditos mientras la nación seguía siendo pobre.

Los burgueses florecían. Alrededor del 1200, el matemático italiano Leonardo Fibonacci había introducido un nuevo sistema de números en Europa que había tomado de los árabes, por lo que se los llamaba «números arábigos». Éstos, mucho más fáciles de manejar que los números romanos tradicionales, fueron gradualmente adoptados por los comerciantes. Además, alrededor del 1300, se inventó en Italia la contabilidad de doble entrada. Ambos avances sirvieron para aumentar la eficiencia y tomar decisiones más rápidas y más seguras (que tuvieron el mismo efecto sobre los negocios del siglo XIV que las computadoras sobre los negocios del siglo XX), y los burgueses prosperaron.

No cabe extrañarse de que un monarca como Felipe IV no vacilase en adoptar métodos discutibles para mantener a su gobierno en la prosperidad. Por ejemplo, degradó la acuñación, poniendo en ella menos oro y plata y guardándose la diferencia. Esquilmó implacablemente a aquellos sectores de la población por los que la gente, en general, no sentía simpatía. Obligó a entregar grandes sumas a los judíos y a los prestamistas italianos. Cuando no pudo sacar más dinero a los judíos, los expulsó del Reino. Vendió títulos de caballero a los burgueses ricos por grandes sumas. (Esto les daba prestigio social y exención de impuestos, de modo que era una pérdida a largo plazo a cambio de una ganancia a corto plazo). Felipe IV también ofreció la libertad a los siervos (campesinos que no eran exactamente esclavos pero que no podían abandonar la tierra que cultivaban para sus señores), no por humanidad, sino por dinero, si podían obtenerlo.

Una fuente de dinero que siempre brillaba tentadoramente ante los monarcas de la Edad Media eran las bien provistas arcas de la Iglesia. Muchos reyes medievales no habían podido resistirse a incautarse de parte de ese dinero, pero la Iglesia siempre se oponía y, casi siempre, ganaba. El rey Juan de Inglaterra lo había intentado y el papa Inocencio III le había obligado a someterse.

Pero los tiempos estaban cambiando, y la Iglesia medieval ya no estaba en el apogeo de su poder. Los últimos en reconocer esto eran los mismos papas.

El 24 de diciembre de 1294 fue elegido un papa que adoptó el nombre de Bonifacio VIII. Era un hombre colérico y arrogante que contemplaba el poder papal como si fuera lo que había sido en tiempos de Inocencio III, y era tan impulsivamente precipitado como para decirlo.

Se consideraba el árbitro de las disputas regias. Dio su aprobación oficial a la dominación de Aragón sobre Sicilia, que era un hecho, aun sin su aprobación, desde las Vísperas Sicilianas. También trató de imponer la paz entre Felipe IV y Eduardo I en la guerra que se estaba librando en el momento de subir Bonifacio a la silla pontificia.

Quería la paz, naturalmente, porque, bajo la presión de la guerra, ambos reyes cobraban impuestos al clero sin permiso del papa. La guerra continuó y los impuestos se mantuvieron, y el irascible temperamento del papa explotó.

En 1296, Bonifacio VIII promulgó un anuncio oficial, o bula[9], llamada Clericis laicos, que amenazaba con la excomunión automática a quienquiera que pusiese impuestos al clero sin permiso del papa.

El gobierno inglés se sintió intimidado por la bula, pero no Felipe IV. Su necesidad de dinero era superior a todo, y se dispuso a romper con una tradición fundamental de la política Capeta. Hasta entonces, los Capetos se habían querellado con el papa por problemas personales, pero nunca por principios básicos. Inglaterra y el Imperio Alemán habían derrochado energía y esfuerzos en batallas con la Iglesia por los intentos de controlar al clero y obtener dinero de las arcas clericales, pero Francia había hecho muy pocas tentativas de este género. En verdad, cuando el papa debía huir de ejércitos alemanes, siempre podía contar con que hallaría la seguridad en dominios franceses.

Pero ahora Felipe entró en una enemistad abierta con el papa. Empezó prohibiendo totalmente la exportación de oro o plata del Reino. Esto suprimía una parte sustancial de las rentas pontificias y se produjo en un mal momento para Bonifacio, pues tenía problemas con los nobles romanos locales. Muy contra su voluntad, se vio obligado a volverse atrás, y hasta a hacer un gesto conciliador en 1297 santificando a Luis IX, el abuelo de Felipe. Pero más importante fue que permitió las imposiciones fiscales al clero francés para sufragar las guerras de Felipe en Flandes.

Pero luego, en 1300, Bonifacio VIII proclamó un jubileo, o Año Santo, para celebrar el décimo tercer centenario del nacimiento de Jesús. Multitud de peregrinos acudieron a Roma y cantidades increíbles de dinero afluyeron al tesoro pontificio por las ofrendas piadosas. Bonifacio estaba lleno de alegría ante esta prueba del poder del papado y su capacidad para inspirar veneración en la gente. Entre eso y el respaldo financiero que le dio el Jubileo, estaba dispuesto a luchar nuevamente con Felipe.

La ocasión se presentó en noviembre de 1301, cuando un obispo francés fue juzgado por varios delitos en un tribunal real. Esto chocaba frontalmente con la teoría apostólica, de acuerdo con la cual los eclesiásticos sólo podían ser juzgados por tribunales eclesiásticos. Inmediatamente se produjo un intercambio de palabras violentas entre el rey y el papa. Bonifacio apeló a las habituales amenazas papales, pero Felipe IV puso a prueba una nueva arma, de la que no disponían reyes anteriores: el creciente sentimiento de orgullo nacional entre los franceses.

Para el papa, aún había una sola «cristiandad», dentro de la cual podían distinguirse diferentes reyes y diferentes lenguas, pero que estaba unida por la herencia única del Imperio Romano, la lengua latina única, el único emperador y, sobre todo, la única Iglesia conducida por el único papa.

Felipe estaba mejor informado. El fortalecimiento y extensión de los dominios reales, los cuentos heroicos sobre las Cruzadas —franceses en su mayoría—, la literatura popular en lengua vernácula, todo contribuía a hacer que los franceses se sintiesen primero franceses, y sólo en segundo lugar miembros de las cristiandad.

Felipe empezó audazmente a hacer propaganda contra Bonifacio, acusándole de una variedad de delitos en un lenguaje que le hacía aparecer como un sacerdote italiano, un extranjero, un no francés, antes que un papa.

Felipe también convocó una asamblea de miembros representativos de los tres «estados» —la nobleza, el clero y los burgueses—, para poder consultarlos, obtener su acuerdo con su línea de acción y dar a la nación el sentimiento de estar participando en sus decisiones. Esto se había hecho a escala local o provincial en tiempos anteriores, pero ésta fue la primera vez que se reunió a toda Francia. Por ello, esa reunión nacional fue llamada los «Estados Generales». (Felipe obtuvo beneficios de esa reunión en otro aspecto. Cuando los Estados Generales autorizaban un nuevo impuesto, la decisión se tomaba por la voluntad de la nación no por una arbitraria tiranía real, y el impuesto se recaudaba con mucha menor oposición).

Hasta para el clero fue difícil olvidar que sus miembros eran franceses, cuando participaron de este modo en lo que era, visiblemente, una deliberación del pueblo francés.

Bonifacio podía haber retrocedido frente a la clara intención de Felipe de tomar medidas extremas, si era necesario, pero justo en ese momento se libró la batalla de Courtrai, y Bonifacio pensó que Felipe tendría que retroceder. En noviembre de 1302, cuatro meses después de la batalla, promulgó triunfalmente la bula Unam sanctam. En esta bula, Bonifacio declaraba clara y explícitamente que el papa no era sólo un gobernante en el sentido espiritual, sino también en el sentido temporal, que todos los reyes del mundo debían lealtad al papa; y que quienes la negasen eran heréticos. Ningún papa anterior a Bonifacio había jamás osado hacer una declaración tan tajante y omnímoda.

Felipe no se dejó amilanar por la derrota de Courtrai ni por las pretensiones papales. En cambio, en mayo de 1303, convocó una conferencia en París a la que asistieron hasta eclesiásticos franceses, e hizo que sus abogados redactasen una lista de acusaciones detalladas contra Bonifacio. Éste fue acusado de delitos religiosos: de herejía, de hechicería, de colocar imágenes suyas en las iglesias y de hacerlas adorar, de haber obligado a renunciar a su predecesor y de hacerlo asesinar. Más eficaces, quizá, fueron las acusaciones de ataques contra el sentimiento nacional francés: de llamar herejes a los franceses y amenazar con destruirlos, de decir que prefería ser un perro antes que un francés, etc.

La única réplica que podía dar Bonifacio era excomulgar a Felipe, declararlo incapacitado para gobernar y liberar a todos sus vasallos de cualquier Juramento de lealtad hacia él.

Era posible que algunos de los vasallos de Felipe se sintieran tentados a aprovechar la situación alegando piedad religiosa, por lo que Felipe actuó rápidamente. La bula de excomunión iba a entrar en vigencia el 8 de septiembre de 1303, y para este día Felipe tuvo en Roma un contingente dispuesto a entrar en acción. Estaban bajo el mando del abogado Guillaume de Nogaret, quien se había destacado entre quienes habían hecho la lista de acusaciones contra el papa. Aprovechando las querellas entre los romanos y aliándose con la familia Colonna, que odiaba a muerte al papa, Nogaret sorprendió a éste en su residencia de verano en Anagni, a cincuenta kilómetros al este de Roma.

El papa fue puesto bajo custodia y maltratado. Los Colonna querían matarlo allí mismo, pero Nogaret lo impidió, pues sabía bien que si se llevaba demasiado lejos la cuestión, podía tener resultados adversos.

Bonifacio pronto fue liberado y retornó a Roma, pero la bula de excomunión nunca fue promulgada y el papa, de casi setenta años de edad y quebrantado por la humillación que había sufrido poco después de proclamarse el señor de la Tierra, murió a las pocas semanas.

Fue sucedido en el solio apostólico por Benedicto XI. El nuevo papa era partidario de Bonifacio, pero hizo lo que había que hacer. Cedió ante Felipe IV y no hizo ningún intento de continuar la lucha. Se contentó con excomulgar a Nogaret.

Lo que había ocurrido era muy claro. Los papas anteriores habían combatido con éxito contra los monarcas utilizando principios feudales. Siempre habían tenido la capacidad de volver a los señores contra el rey y privar a la nación de los servicios eclesiásticos. Pero ahora los papas ya no podían hacerlo. De acuerdo con el nuevo espíritu nacionalista, era más difícil impulsar a los señores a rebelarse y más fácil hacer que el clero sirviese al pueblo, aun contra la voluntad del papa. Mientras que antes se elegía al papa antes que al rey, ahora se elegía al rey antes que al papa. El papado mantuvo su influencia, poderosa en algunos lugares, hasta el día de hoy. Pero después del «Terrible Día de Anagni», el papado nunca pudo nuevamente dominar a los reyes. Como «gran poder» político fue destruido en un solo día, y en el momento en que parecía estar en el apogeo de su poder.

Pero Felipe IV no estaba satisfecho. Quería más. No le bastaba que el papa cediese ante él. Quería un papa que fuese directamente un títere suyo.

Por ello, cuando Benedicto XI murió, en 1304, después de un pontificado de sólo un año, Felipe usó de toda su influencia en la elección del nuevo papa. El candidato de Felipe era el arzobispo francés de Burdeos, quien fue elegido el 5 de junio de 1305 y adoptó el nombre de Clemente V.

Hombre enfermo y personalidad débil, Clemente V estuvo desde el principio bajo la dura influencia del rey francés. Felipe lo obligó a convenir (probablemente antes de la elección y como precio por su apoyo) en trasladar su sede de Roma a la posesión pontificia de Aviñón, a orillas del río Ródano y a 650 kilómetros al noroeste de Roma. Aviñón era francesa, y ahora era una muchedumbre francesa, no italiana, la que podía amenazar al papa.

Clemente fue forzado a nombrar suficientes cardenales franceses como para asegurar que se seguiría eligiendo a papas franceses. (De hecho, siete papas sucesivos, empezando por Clemente V, residieron en Aviñón, durante un período de sesenta y ocho años. Este hecho, a causa de su semejanza con los setenta años durante los cuales los judíos estuvieron exiliados en Babilonia, es llamado a veces «el cautiverio babilónico del papado». Aún posteriormente, cuando los papas retornaron a Roma, hubo otro período de cuarenta años durante los cuales hubo pretendientes al pontificado en Aviñón).

Clemente fue obligado también a anular las bulas Clerícis laicos y Unam sanctam, abandonando, así, en teoría, lo que el papado había perdido de hecho. Hasta tuvo que levantar la sentencia de excomunión contra Nogaret. Finalmente, inclinó la cabeza y admitió no intervenir en lo que Felipe pensaba hacer con respecto a los templarios.

Muerte de los Templarios.

La organización de los Templarios nació en Tierra Santa después de la Primera Cruzada. En 1119, cierto caballero hizo voto de proteger a los peregrinos que acudían a Jerusalén. Se le unieron otros, y pronto se formó un grupo de combatientes que hacían voto de pobreza y de total devoción a Jesús. Estos monjes guerreros recibieron, como primer cuartel general, un sector del palacio de Jerusalén que estaba junto al sitio donde se creía que había estado el Templo de Salomón. Por eso, se llamaron los «Caballeros Pobres de Cristo y del Templo de Salomón». Este nombre fue abreviado en el de «Caballeros Templarios», o sólo «Templarios».

Los monjes guerreros combatieron heroicamente durante las Cruzadas, pero también recibieron ricas donaciones de quienes se sentían culpables, quizá, por no combatir ellos mismos en Tierra Santa. Los «Caballeros Pobres» pronto ya no fueron pobres, sino que se convirtieron en una gran orden disciplinada con ramas en toda Europa, y que acumuló riquezas rápidamente. En Francia era más fuerte que en cualquier otra parte, naturalmente, pues fue la nobleza francesa la que llevó el peso principal de las Cruzadas.

Aún después del ocaso de las Cruzadas y cuando la posición de los cruzados en Tierra Santa se hizo desesperada, los templarios siguieron fortaleciéndose. Su poder, su riqueza y su inatacable posición como piadosos y castos guerreros de Cristo los convirtieron en un Estado dentro del Estado y una Iglesia dentro de la Iglesia. No podían ser controlados por los obispos ni por los reyes, y se comportaban y eran tratados como si fuesen un poder soberano.

Con la riqueza que poseían, se convirtieron en los prestamistas de Europa, cobrando intereses igual que los judíos, pero de una manera indirecta que les permitía sostener que seguían principios cristianos y que no eran intereses. Además, podían acumular riquezas más eficientemente que los Judíos, pues tenían mucho más poder y eran mucho menos vulnerables a ser asesinados por muchedumbres que actuasen como defensoras de la fe.

A finales del reinado de Luis VII, los templarios recibieron una franja de tierra en las afueras de París. Allí construyeron un cuartel general llamado «el Temple», que fue el primer centro de la orden. En la época de Felipe IV, el Temple, bajo el gran maestre de los templarios Jacques de Molay, era el centro financiero de Europa Occidental, una especie de «Wall Street» medieval.

Pero no hay nada más implacable y peligroso que un deudor poderoso. A medida que los templarios se hicieron cada vez más arrogantes y confiados, inevitablemente tenía que llegar un momento en que prestasen dinero (y exigiesen el pago, ésta era la cuestión) a alguien suficientemente poderoso e inescrupuloso como para devolverles el golpe.

Ese «alguien» fue Felipe IV. Estaba en deuda con el Temple, y pese a sus exacciones a los prestamistas judíos e italianos (a quienes podía saquear a su antojo sin pensar en el pago), pese al aumento de los impuestos, sabía que nunca podría devolver el dinero al Temple o satisfacer a los caballeros de dura mirada que lo constituían. La única alternativa era disolver el Temple, destruir a los templarios y apropiarse de su riqueza.

Para eso necesitaba la cooperación del papa. Clemente V, se supone, prometió tal cooperación como parte del precio por ser papa. Tampoco podía retractarse, pues Felipe IV lo chantajeaba continuamente con la amenaza de montar un juicio contra el difunto Bonifacio y ennegrecer irreparablemente la reputación del papado. Y quizás a Clemente no le disgustaba del todo la posibilidad de aplastar a los templarios; después de todo, eran ricos, poderosos y no se sometían a la autoridad clerical.

¿Qué pasaba con la gente? A muchos les disgustaba la arrogancia de los templarios, pero también inspiraban un temor supersticioso. Eso sí, los templarios tenían una debilidad: su organización era secreta, y la gente siempre está dispuesta a creer lo peor con respecto a ritos secretos. Era sencillo sostener que los templarios cometían, en secreto, toda suerte de abominaciones sexuales y religiosas, negando a Cristo, adorando ídolos y practicando la homosexualidad. Los templarios hasta podían admitir todo esto, si eran sometidos a tortura, y en ese siglo (como en otros, inclusive en el nuestro) la gente estaba dispuesta a creer las confesiones arrancadas de este modo.

Mas para que eso diese resultado, no debía haber fuera del alcance nadie suficientemente poderoso como para iniciar una contrapropaganda. Jacques de Molay estaba seguro en Chipre, de modo que Felipe y el papa lo hicieron retornar a Francia para discutir, supuestamente, una nueva cruzada. Sin sospechar nada, de Molay volvió.

Hasta el último minuto, Felipe mantuvo la actitud más amistosa y más lisonjera hacia los templarios; y luego actuó. El 13 de octubre de 1307, los funcionarios del rey arrestaron a todos los templarios que encontraron, incluyendo a de Molay. No hubo resistencia ni huidas. El golpe dado por sorpresa tuvo éxito.

Tampoco hubo dilaciones. Los templarios prisioneros fueron interrogados inmediatamente, mediante la tortura, claro está. La tortura continuó hasta que confesaron, y mientras se les torturaba se les decía que ya otros habían confesado. La única alternativa a la confesión era la muerte por tortura, y solamente en París treinta y seis templarios murieron antes que confesar. Pero de Molay no se contaba entre ellos. Fue quebrantado, y esto empeoró la situación para los otros. Los templarios confesaron todas las abominaciones que se les exigía que confesaran. Felipe IV cuidó luego de que la noticia de la confesión se difundiera por toda la nación, usando la opinión pública contra los templarios como antes había hecho contra el papa Bonifacio.

Aquellos templarios que confesaron no se salvaron. Les infligieron castigos humillantes, y finalmente fueron quemados en la hoguera por orden del implacable Felipe. El mismo Jacques de Molay fue el gran instrumento para la demostración. Fue obligado a confesar una y otra vez y pasó años de humillación y desdicha, aunque era un viejo de cerca de setenta años. Finalmente, fue quemado vivo el 19 de marzo de 1314 delante de Notre Dame, y en el último momento aprovechó la ocasión para negar todo lo que le habían obligado a confesar.

Así, los templarios fueron ahogados en su propia sangre; las deudas de Felipe quedaron suprimidas, y la Iglesia y el Estado se repartieron las posesiones del Temple.

Todo este procedimiento tuvo consecuencias terribles. Estimuló la creencia en la brujería y dio la mejor consagración al uso de la tortura y de los más crueles tratos para cualquiera que fuese acusado de herejía. Lo que hizo Felipe por fría necesidad de dinero originó cinco siglos de horror en Europa en nombre de la religión.

Hay un relato según el cual de Molay, en la hoguera, citó al rey y al papa a comparecer con él ante el tribunal del Cielo antes de terminar el año. Si fue así, el llamado fue respondido. El papa Clemente murió el 20 de abril de 1314, un mes después de que las llamas consumiesen a de Molay, y el rey Felipe murió el 20 de octubre de ese año.

En el momento de la muerte de Felipe, Francia estaba en el apogeo de su poder medieval y era claramente la potencia principal de la Europa cristiana. Éste, tradicionalmente, había sido el papel de los dos Imperios, el Alemán y el Bizantino. Pero en tiempo de Felipe el Imperio Bizantino estaba reducido a la ciudad de Constantinopla, aparte de algunas parcelas dispersas de tierras, y el Imperio Alemán estaba prácticamente sumido en la anarquía desde la muerte del emperador Federico II.

Alrededor de 1306, un abogado francés, Pierre Dubois, que había figurado como representante en dos de los Estados Generales de Felipe, publicó un folleto que aparentemente trataba de una cruzada para recuperar Tierra Santa. Pero, principalmente, urgía a Felipe a formar una liga europea de naciones bajo la conducción de Francia, en la que todas las disputas serían resueltas por arbitraje, y no por guerras, en la que se impartiría educación universal y donde la propiedad de la Iglesia sería secularizada. Ha habido pocos hombres tan adelantados a su tiempo como Dubois.

Otro signo del éxito Capeto fue que miembros de la familia ocupaban tronos fuera de Francia. Aunque Carlos de Anjou había perdido Sicilia como resultado de las Vísperas Sicilianas, su hijo, Carlos II, que sobrevivió a su prisión por los aragoneses, logró, con ayuda papal, retener el sur de Italia. Gobernó como rey de Nápoles hasta 1309, cuando fue sucedido por un hijo menor, Roberto I, quien gobernó hasta su muerte, en 1343.

El hijo de Carlos II fue elegido rey de Hungría con el nombre de Carlos I, y bajo su hijo Luis I (llamado «Luis el Grande») ese país alcanzó el pináculo de su prosperidad. Luis gobernó Hungría de 1342 a 1382, y también Polonia desde 1370 en adelante.

Sin embargo, el reinado de Felipe IV no fue un éxito en todo. De hecho, tuvo tres notables fracasos.

Primero, pese a sus grandes esfuerzos, tanto honrados como sucios, Felipe no resolvió los problemas financieros del gobierno. Sus ingresos eran diez veces mayores que los de Luis IX, pero ni siquiera así estaban a la par de los gastos. Peor aún, a causa de los impuestos no equitativos y los métodos primitivos de recaudación, el pueblo francés estaba abrumado por las exacciones financieras, pero el gobierno no tenía dinero.

Segundo, los Estados Generales no lograron su propósito. En Inglaterra, una organización similar dio origen al Parlamento, que brindó al país un gobierno de incomparable eficiencia e ilustración. Pero esto ocurrió porque en Inglaterra la nobleza inferior y la clase media se unieron contra el absolutismo de los monarcas y la anarquía de los grandes nobles. En Francia, desgraciadamente, la división entre la nobleza y los burgueses era infranqueable, y los Estados Generales nunca llegaron a ser un arma efectiva del gobierno.

Tercero, y a corto plazo lo más importante, Felipe IV, tan sagaz en general, no aprendió la lección de la batalla de Courtrai. Ni tampoco los militares franceses en general. E iban a pagar pesadamente por ello.

Los tres hijos.

El hijo mayor de Felipe IV le sucedió con el nombre de Luis X. Es llamado en las historias «Louis le Hutin», donde esta última palabra puede traducirse por «Obstinado». Esta quizá describa sus características como hombre, pero como rey el Joven (tenía veinticinco años cuando subió al trono) no mostró ningún vigor. Su tío Carlos, hijo de Felipe III y hermano menor de Felipe IV, dominó fácilmente al nuevo rey y fue el verdadero gobernante.

Felipe III había dado a su hijo menor Carlos el condado de Valois, un territorio situado a unos cincuenta y cinco kilómetros al noreste de París, como infantado. Por esta razón, el tío de Luis X es llamado Carlos de Valois.

Bajo Luis X y Carlos de Valois, hubo una reacción contra la política de Felipe IV. Los nobles y el clero recuperaron parte del poder que les había arrancado el duro Felipe. El intento de proseguir la política exterior de Felipe invadiendo Flandes quedó anegado en torrenciales lluvias, impropias de la estación, en el verano de 1315.

Luego, el 5 de Junio de 1316, el rey murió de una pleuresía que cogió, se dice, por beber vino en exceso, después de haberse acalorado mucho jugando a la pelota. Tenía veintisiete años en el momento de su muerte.

No fue un rey muy competente, pero su muerte dejó a Francia en una situación peculiarmente delicada. A lo largo de un período de tres siglos y cuarto, Francia había sido gobernada por doce reyes Capetos. Algunos fueron mejores o más fuertes que otros, pero los once primeros tuvieron algo en común: todos trasmitieron la corona a un hijo. Nunca hubo una sucesión disputada, y esto explica en buena medida el constante aumento de poder y prosperidad de Francia durante ese período. (Inglaterra tuvo muchos más problemas a este respecto, y pasó por un momento de anarquía cuando Enrique I murió sin dejar un heredero).

Ahora, el décimo segundo rey Capeto había muerto sin dejar un hijo. Pero tenía una hija de cuatro años, Jeanne (o Juana), y ¿no podría ella subir al trono? Aun admitiendo que la costumbre general en la realeza era dar a un hijo la precedencia sobre una hija, aunque la hija fuera mayor, sin duda, si no había hijos, una hija podía heredar. Las hijas heredaron tierras y títulos en muchos casos. Leonor había sido titular del enorme ducado de Aquitania, y Matilde estuvo cerca de hacerse aceptar como reina de Inglaterra.

Sin embargo, los gobernantes femeninos no tenían más remedio que casarse, y entonces era el marido quien realmente gobernaba, como el marido de Leonor, Enrique II, había gobernado Aquitania. Esto hacía que una reina fuese una incógnita. ¿Quién podía saber con quién se casaría? Tal vez con alguien a quien la nación rechazaba totalmente. Y una reina niña era peor aún, por supuesto.

Además, en este caso particular, también había otro problema. Juana era hija de Margarita de Borgoña, la primera esposa de Luis X. En los últimos años de Felipe IV fue juzgada por adulterio y condenada. Fue puesta en prisión de por vida, pero murió poco después del ascenso de su marido al trono. (Según algunos rumores, Luis la hizo matar para poder casarse nuevamente). En estas condiciones, ¿quién podía estar seguro de que Juana era realmente hija del rey?

Finalmente, la segunda esposa de Luis X, Constancia de Hungría, contra cuya fidelidad no corría el menor murmullo, anunció que en el momento de la muerte de su esposo estaba embarazada y, por supuesto, el vástago en camino podía ser un niño.

Carlos de Valois habría deseado que Juana fuese reina de Francia, pues con cualquier monarca que fuese un niño podía mantener su ascendencia. Pero la opinión pública estaba a favor de esperar el resultado del embarazo, y tuvo que armarse de paciencia.

Había otra persona, un hombre apuesto y anhelante, que era Felipe, el hermano menor de Luis X. Si Juana era excluida de la sucesión y si el vástago esperado era también una niña, sin duda él sería el sucesor lógico. Estaba en las provincias cuando murió Luis X, pero se apresuró a volver y se proclamó sonoramente regente en nombre de su posible sobrino aún no nacido.

El 12 de noviembre, cinco meses después de la muerte del rey, nació la criatura y era un niño. Fue llamado Juan y ha pasado a la historia como el rey Juan I de Francia. Pero la alegría de su nacimiento se convirtió en pesadumbre cuando el niño murió a la semana. El décimo tercer rey Capeto en línea directa había desaparecido.

Esto hizo retroceder el problema al punto de partida, excepto que ahora no había esperanza de nuevos hijos.

El regente, Felipe, resolvió el problema actuando rápidamente; se proclamó rey con el nombre de Felipe V y fijó la fecha de la coronación para el 9 de enero de 1317. El único que podía haber pensado en disputarle la sucesión era Carlos de Valois, pero si tal idea pasó por su mente, la rechazó.

Inmediatamente después de su ascenso al trono, Felipe convocó una reunión de los nobles y el clero, para hacer su posición más firme y segura. Hizo que esa asamblea proclamase que en Francia la regla era que ninguna mujer podía heredar el trono. Esto estableció un precedente que persistiría durante toda la historia francesa. No se dio ninguna razón de esa regla; sencillamente se proclamó, pues de lo contrario Felipe V no podía ser rey. En tiempos posteriores, surgió la teoría de que había una llamada «Ley Sálica», que se remontaba a los francos salios, quienes habían iniciado la conquista de la Galia Romana en el siglo V, y según la cual el trono no podía ser heredado por mujeres, pero se trataba de un precedente muy dudoso. Parecía correcto sólo porque en toda la historia de Francia, y del Reino Franco que la precedió, nunca habían faltado los candidatos lógicos masculinos y ninguna mujer había tenido ocasión de poner a prueba la regla.

Felipe V (también llamado «Felipe el Largo») trató de recobrar el terreno perdido ante los señores y el clero bajo Luis X a fin de fortalecer a los burgueses, les otorgó el derecho a portar armas, en ciertas condiciones. También trató de unificar la acuñación y las medidas en la nación, pero halló la oposición de quienes se beneficiaban con los antiguos usos o sencillamente estaban acostumbrados a ellos. Convocó numerosas asambleas de los Estados Generales para discutir problemas monetarios, no siempre con éxito.

Siempre es útil para un rey tener algún sector impopular de la población al cual poder acosar y usar como pararrayos para canalizar las insatisfacciones de sus súbditos. Pero los templarios habían desaparecido, los herejes del sur habían suprimido y ni siquiera quedaban muchos judíos. Pero Felipe halló una nueva minoría, particularmente inerme, a la cual destruir: los leprosos. Fueron acusados de conspirar contra el gobierno y muchos recibieron la muerte; un particular estado de cosas, sin duda, en que una enfermedad de la piel se convertía en un crimen capital.

Felipe V murió el 2 de enero de 1322, después de reinar cinco años y alcanzar los veintiocho años de edad. Felipe había tenido un hijo, pero había muerto en 1317, cuando todavía era un niño. Sólo le sobrevivió una hija que, nuevamente, era una esposa embarazada. Otra vez la nación esperó, más esta vez la criatura era una niña. Por el precedente que el mismo Felipe había establecido, tampoco podía sucederle, y la corona pasó claramente al tercero y el menor de los hijos de Felipe IV.

Reinó con el nombre de Carlos IV y también es llamado «Carlos el Hermoso».

Bajo su gobierno, se inició una pequeña guerra en el sudoeste contra las posesiones de Inglaterra. Los ingleses, que aún estaban allí, se hallaban bajo el gobierno de Eduardo II, un rey débil que fue también cuñado de Carlos IV. La hermana mayor de Carlos, Isabel (una hija de Felipe IV), se había casado con Eduardo en 1308, cuando ella tenía dieciocho años y él veinticuatro. Fue un matrimonio desdichado, como era de esperar, porque Eduardo era un homosexual que se dedicó a sus varones favoritos y trató con desdén a su mujer. Naturalmente, Isabel tuvo amantes.

En 1326, ella y su amante, Roger de Mortimer, se rebelaron contra el rey, le obligaron a abdicar y en 1327 lo hicieron matar brutalmente. Carlos IV, naturalmente, la apoyó, en parte porque era su hermana, pero principalmente porque toda guerra civil en Inglaterra era útil para Francia. Como resultado de los infortunios de Eduardo II, la guerra en el sudoeste terminó con algunas ganancias para Francia, pues Isabel necesitaba la paz a cualquier precio razonable para consolidar su posición en Inglaterra.

El rápido cambio de reyes en Francia desde la muerte de Felipe IV podía haber sido desastroso para el Reino, si no hubiese coincidido, afortunadamente, con el reinado de Eduardo II en Inglaterra. Quizás tampoco Francia parecía tener mucho que temer de Inglaterra, de todos modos. Francia ya no era una nación dividida frente a un Reino Anglonormando centralizado.

En cambio, Francia tenía una población homogénea de 15 millones de personas bajo un gobierno centralizado. Si algunos franceses estaban bajo el gobierno inglés en Guienne, estaban lejos de la misma Inglaterra, que tenía una población de menos de cuatro millones. Ninguna ciudad inglesa, tampoco, podía compararse con la metrópoli francesa, París, con su población de 200.000 habitantes.

Pero en enero de 1328, Carlos IV cayó enfermo y murió; fue el tercer (y último) hijo de Felipe que murió después de un reinado relativamente breve. Si la muerte de sus hermanos mayores había planteado un problema sucesorio, éste no fue nada comparado con lo que sucedió ahora.