La ortodoxia de Felipe.
Después del fin del Imperio Angevino, Francia tuvo la posibilidad de expandirse sin el efecto constrictor del poder rival que la había tenido asida por la garganta durante medio siglo. Y se expandió. Durante el siglo que siguió, su riqueza y su influencia aumentaron.
El mismo Felipe II llevó a término las primeras etapas del ascenso de Francia. Lo hizo, no sólo mediante su triunfal guerra contra los angevinos, sino también guerreando contra la división religiosa dentro de las vastas zonas nominalmente sometidas a él.
Un grupo del cual era relativamente fácil dar cuenta lo constituían los judíos.
Los judíos habían vivido en Europa Occidental desde tiempos romanos, sobreviviendo a ocasionales períodos de hostilidad, pero, en general, no tratados muy mal. No podían poseer tierras en el sistema feudal, pues no podían prestar los juramentos de inspiración cristiana requeridos, pero, en una sociedad agrícola, su inclinación por las transacciones y el comercio era útil, y desempeñaron el papel de una clase media.
Los judíos occidentales hasta lograron desarrollar una vida intelectual propia, basada en el Antiguo Testamento y en los voluminosos comentarios (el «Talmud») elaborados a lo largo de siglos en Judea y Babilonia. Alrededor del 1000, Gershom ben Judá dirigía una academia rabínica en la región del Rin y fue el primero que llevó a Europa Occidental el saber talmúdico del Este.
Hacia finales del siglo XI, el principal sabio judío era Rabí Salomón ben Isaac, nacido en la ciudad francesa de Troyes en 1040. Conocido habitualmente como Rashi, por las iniciales hebreas de su nombre, escribió comentarios muy valorados sobre todos los aspectos de la ley judía tradicional.
Luego llegó la fiebre de las Cruzadas. Las muchedumbres ignorantes, instigadas al fiero celo antimusulmán por los vientos de la propaganda, buscaron a todos los enemigos de Cristo que pudieron hallar. Los musulmanes estaban lejos y eran peligrosos, pero los judíos estaban cerca e inermes. Las multitudes destruyeron a las comunidades judías en muchas ciudades, y Europa Occidental experimentó la primera oleada de lo que en siglos posteriores serían llamados «pogroms».
Peor que los salvajes estallidos de antisemitismo, que finalmente pasaban, fue el permanente cambio económico. El surgimiento de una clase media nativa en Francia, por ejemplo, hizo menos necesarios a los judíos desde el punto de vista económico. Los burgueses franceses ocuparon su lugar. Por ello, Felipe II pudo hacer alarde de su ortodoxia cristiana sin riesgos económicos. Casi al comienzo de su reinado, empezó a expulsar a los judíos de Francia.
El deterioro de la situación de los judíos en el siglo XII dio origen a su emigración hacia el Este, a tierras menos avanzadas, que aún dieron la bienvenida a una clase media ya formada. Así ocurrió que en siglos posteriores fue en Europa Oriental donde hubo una mayor concentración de judíos (y donde, con el tiempo, sufrirían nuevas persecuciones).
Pero el cristiano ortodoxo pudo hallar el pecado más cerca de él. No todos los cristianos creían en la doctrina oficial administrada por al jerarquía eclesiástica. Había «heréticos» que tenían sus propias concepciones, aunque todos aceptasen a Jesús.
En Bulgaria, poco antes del 1000, apareció una secta puritana que creía que el mundo y su contenido material eran creación del Diablo. Por tanto, rechazaban el Antiguo Testamento, según el cual Dios creó el mundo y lo halló bueno. Para asegurarse la salvación, era necesario, creían, abstenerse en lo posible de toda conexión con el mundo. La nueva secta rechazaba el matrimonio, el sexo y el comer y beber más allá de lo estrictamente esencial. La muerte era un bien categórico, y si todos los hombres muriesen y se liberasen de sus cuerpos materiales, tanto mejor.
Esas creencias se difundieron por el Oeste y echaron raíces en la Francia meridional. La actitud puritana ganó popularidad, como reacción, en parte, contra la mundana corrupción de buena parte de los sacerdotes católicos, y la herejía floreció.
Los hombres de la nueva secta se llamaban a sí mismos «cátaros», de una palabra griega que significa «puro». Una figura destacada de esos puritanos era Pedro Valdo, un rico comerciante de Lyón, que está ahora en el sudeste de Francia, pero era por entonces, pese a su cultura francesa, parte del Imperio Alemán. En 1170, Valdo, siguiendo literalmente el consejo de Jesús, vendió sus bienes, los dio a los pobres y comenzó a reunir hombres a su alrededor («los pobres de Lyón» o «valdenses») que predicaban la pobreza voluntaria.
La ciudad de Albi, a cerca de 360 kilómetros al sudoeste de Lyón, era otro centro fuerte de los cátaros. En tiempos romanos había sido la capital de una tribu gala cuyos miembros eran llamados los albigenses. De resultas de esto, la secta fue llamada también de los albigenses, y este nombre se usó a veces para designar a todos los heréticos del sur de Francia y el norte de Italia.
La Iglesia aprobaba los sentimientos favorables a la pobreza y el puritanismo dentro de ciertos límites, pero quería que fueran guiados por la jerarquía. No podía simpatizar con el deseo de los cátaros de liberarse de la estructura administrativa eclesiástica. Valdo, por ejemplo, hizo traducir el Nuevo Testamento al provenzal, para que cada persona pudiese leerlo e interpretarlo por sí misma. Los cátaros no juzgaban necesario obedecer a los sacerdotes y los obispos contra los dictados de su propia conciencia.
En verdad, los cátaros, en sus diversas formas, fueron casi como ciertas sectas protestantes que surgieron tres siglos más tarde.
La Iglesia podía fácilmente haber aplastado a esos heréticos, pero los cátaros hallaron simpatizantes entre muchos de los señores meridionales. Estos señores quizá se hayan sentido atraídos por la doctrina, pero también puede ser que viesen una oportunidad para expropiar tierras y riquezas eclesiásticas si los heréticos ganaban.
El más fuerte defensor de los cátaros fue Raimundo VI, conde de Tolosa (que estaba a unos setenta kilómetros al sudoeste de Albi). Heredó el título en 1194 y resistió a los halagos papales para que cambiase de actitud.
Pero en 1198 subió a la silla pontificia Inocencio III y, bajo su conducción, el papado medieval llegó al pináculo de su poder político. El prestigio del papado se había fortalecido mucho con el movimiento cruzado y ahora, bajo la dirección de un hombre firme y resuelto, hasta podía someter a reyes fuertes. Inocencio era tal hombre.
Envió un legado a Raimundo para urgirlo a que tomase medidas para poner fin a la herejía, pero Raimundo se negó a ello. Inocencio se hizo más firme en su insistencia y Raimundo en su negativa, hasta que, en 1208, el legado fue muerto. Pronto circuló el cuento de que el asesino había llevado a cabo su acción por orden de Raimundo, y el papa Inocencio, lleno de ira, declaró la cruzada contra los heréticos. Se hizo tan legal y encomiable (a ojos de la Iglesia) matar herejes como matar musulmanes.
Inocencio había esperado que Felipe II se pusiese al frente de la cruzada, pero Felipe no veía ninguna razón para hacerlo. Era suficiente dejar que sus señores hiciesen la tarea, permanecer en su casa y cosechar las recompensas de su ortodoxia y de los esfuerzos de ellos. En cuanto a los señores, ansiosos de obtener todos los beneficios religiosos que les brindaría marchar a una cruzada, y de botín también, acudieron en masa a ofrecerse para la tarea.
El más eminente de ellos era Simón de Montfort, quien había combatido en Tierra Santa contra los musulmanes y sabía exactamente cómo debía luchar un cruzado. En 1209, los cruzados norteños tomaron la ciudad de Béziers, cerca de la costa mediterránea, a ciento sesenta kilómetros de Tolosa. La ciudad fue saqueada, pero surgió la cuestión de saber cuáles de los habitantes de la ciudad eran unos condenados heréticos y cuáles eran buenos católicos. Simón de Monfort (o quizá un legado del papa) halló una solución fácil.
«Matadlos a todos —dijo—, pues ya el Señor sabrá». Así fueron muertos varias decenas de miles de hombres, mujeres y niños.
Raimundo VI, temiendo no poder resistir a los arrolladores barones del norte sin ayuda, se dirigió a Pedro II de Aragón, reino español que estaba inmediatamente al sur de los Pirineos. La cultura y la lengua aragonesas eran afines a las provenzales y, además, Pedro era cuñado de Raimundo, de modo que respondió al llamado.
La batalla decisiva se produjo el 12 de septiembre de 1213, en Muret, ciudad situada a unos veinte kilómetros al sur de Tolosa. Las fuerzas de Raimundo y Pedro, que estaban poniendo sitio a la ciudad, eran superiores en número a las de Monfort, pero los aliados cooperaron imperfectamente. Monfort, en una audaz maniobra, hizo una salida de la ciudad con sus caballeros como si tratasen de escapar y luego retrocedieron para caer sobre las tropas de Pedro en un ataque de sorpresa, mientras Raimundo permanecía inactivo. Pedro II fue muerto en la acción, y cuando sus fuerzas se dispersaron, las de Raimundo se desmoralizaron y fueron rápidamente barridas también. Fue una completa victoria para los norteños.
Los herejes resistieron tenazmente, pero sus fortalezas fueron barridas una por una. El mismo Monfort murió en la lucha, en 1218, frente a las murallas de Tolosa, y sólo en 1226 la herejía fue sofocada en sangre y con toda crueldad. (En verdad, restos de los valdenses sobrevivieron a todas las dificultades y permanecieron en aislados valles alpinos hasta el siglo XX).
Con los cátaros, la floreciente cultura provenzal quedó destruida y se abrió el camino para la expansión del poder Capeto hasta el Mediterráneo. Como ejemplo de esto, el provenzal perdió su rango como lengua distinta y lentamente cedió terreno ante el franciano.
Pero al morir, la cultura provenzal independiente tuvo influencia sobre el mundo más rudo del Norte. Por ejemplo, el derecho romano (tal como había sido sistematizado por el emperador bizantino Justiniano, en el siglo VI) fue redescubierto en Italia poco después del 1100. El derecho romano fue enseñado primero en la Universidad de Bolonia y de allí pasó a la Universidad provenzal de Tolosa. Realizada la asimilación del Sur, el derecho romano, con sus principios más humanitarios y metódicos que los basados en la doctrina teutónica, llegó a París.
Pero la «Cruzada Albigense» dejó un mal legado en la forma de un temor a la herejía casi paranoico por parte de muchos.
Mientras los enemigos de la Iglesia fuesen judíos y musulmanes, podían ser reconocidos fácilmente. Los herejes, en cambio, que creían en Jesús y reverenciaban sus enseñanzas, habitualmente eran más difíciles de identificar. Muy a menudo, sólo parecían cristianos excepcionalmente virtuosos (hasta el punto, de hecho, de que la virtud misma daba pábulos a las sospechas de herejía). Si los herejes hubiesen sido un peligro menor, podían ser combatidos localmente. Pero los cátaros habían hecho necesaria toda una guerra antes de ser destruidos, por lo que se pusieron en práctica métodos más drásticos para hacer frente a la herejía.
Un organismo judicial llamado la «Inquisición» fue creado en 1233. Examinaba las sospechas de herejía, investigaba la cuestión (usando la tortura si era necesario, lo cual era un procedimiento judicial común por la época) y luego, si la sospecha se confirmaba, se entregaba el hereje a la autoridad secular para que le diese muerte.
La Inquisición sirvió para suprimir las disidencias de todo género, y en los distritos donde fue más activa, tuvo un mortal efecto sobre la actividad intelectual y el fermento cultural. Donde tuvo más éxito en establecer la unidad de la opinión, lo hizo creando un desierto intelectual.
El último destello angevino.
Pese a la ortodoxia oficial de Felipe y sus duras acciones contra aquéllos que no se ajustaban a la rígida estructura católica, no vaciló en oponerse a la Iglesia en cuestiones personales.
En 1193, por ejemplo, Felipe tenía veintiocho años y era viudo. Tenía ya un hijo y heredero de seis años, pero su condición de soltero ofrecía al rey una oportunidad para dar un golpe político. Por ello, Felipe convino en casarse con Ingeborg, la hermana de Canuto VI de Dinamarca, a fin de poder hacer uso de la flota danesa contra los angevinos (el formidable Ricardo estaba en guerra con él por entonces).
Llegó Ingeborg. Lo que pasó durante la noche de bodas nadie lo sabe, pero, fuese lo que fuese, no fue del agrado de Felipe. A la mañana siguiente la repudió, con flota o sin ella, y dispuso que una asamblea de obispos anulase el matrimonio. Cuando la humillada Ingeborg se negó a volver a Dinamarca, Felipe la puso en un convento y tres años después tomó otra esposa.
El rey danés, furioso por el insulto a su hermana, llevó la cuestión al papa, que era por entonces Celestino III.
Celestino ordenó a Felipe que abandonase a su nueva mujer y restableciese a Ingeborg, pero Felipe no le prestó la menor atención. Luego fue hecho papa Inocencio III.
En 1200, Inocencio III perdió la paciencia con Felipe y puso a Francia bajo el interdicto. Felipe podía haber resistido aún así, pero era el momento de su duelo con Juan y no quería complicaciones: no quería señores que alegasen no poder luchar por él a causa de la condena del papa. Con la mayor renuencia, cedió y convino en hacer volver a Ingeborg. En realidad, no lo hizo, sino que la mantuvo en el convento, pero tuvo que otorgarle el título de reina.
Luego, después de tomar Chateau Gaillard e invadir Normandía, Felipe tuvo el torvo placer de ver a Juan de Inglaterra enfrentarse a su turno con el autoritario papa Inocencio. Juan resistió más tenazmente que Felipe, pues el rey inglés estaba empeñado en una difícil disputa de principios sobre el control de los obispos y el dinero de la Iglesia, no sobre una dificultad marital particular. La disputa duró años.
El rey francés esperó pacientemente a que el papa Inocencio concretase una amenaza de deposición de Juan. En tal caso, Felipe podía, si lo deseaba, invadir Guienne o hasta la misma Inglaterra, con el argumento de que no hacía más que cumplir las órdenes de la Madre Iglesia, y algunos señores ingleses que aceptasen el argumento podían pasarse al bando francés.
Juan sabía perfectamente que Felipe estaba listo para efectuar tal invasión en un caso semejante. También sabía que sus propios vasallos, algunos disgustados por los fracasos de Juan en la guerra, otros por el enfrentamiento con la Iglesia y todos por la dura política fiscal de Juan, necesaria por la pérdida de rentas francesas, estaban inquietos.
Por ello, finalmente Juan se vio obligado a someterse humildemente al papa en 1213. Esto, para gran decepción de Felipe, puso fin a las dificultades de Inglaterra en esa dirección. Entonces, Juan se dispuso a invertir la situación y a invadir Francia. No había perdido las esperanzas de restablecer el Imperio Angevino.
A tal fin, hizo una alianza con el emperador alemán Otón IV, cuya madre había sido una hermana mayor de Juan. Juntos, tío y sobrino planearon un movimiento de tenazas contra Felipe. Juan iba a llevar un ejército a Guienne y a atacar a Felipe desde el sudoeste. Otón, en alianza con el conde de Flandes, simultáneamente invadiría a Francia desde el noreste.
Desgraciadamente para los aliados, no actuaron sincronizadamente. Si Otón y Juan hubiesen actuado juntos, Felipe habría tenido que dividir sus fuerzas y posiblemente habría sido derrotado. Pero Otón se retrasó, y Juan atacó solo desde Guienne. Allí, fue derrotado.
Cuando Otón finalmente se movió, junto con los contingentes flamencos e ingleses que se habían incorporado a su ejército, tuvo que librar una guerra de un solo frente y Felipe pudo trasladar todas su fuerzas al noreste.
La caballería con armadura, que llevaba el peso principal del combate, era aproximadamente igual en ambas partes, pero Felipe logró obligar a Otón a combatir en un terreno donde las fuerzas francesas llevaban ventaja. Los dos ejércitos se enfrentaron el 27 de julio de 1214 en Bouvines, una aldea situada a dieciséis kilómetros al sudeste de Lila; fue una de las pocas batallas campales decisivas en esa época de guerras de asedio.
Pero fue otra de esas batallas en las que cada caballero se enfrentaba con otro caballero con mucho ruido y poco daño. (Sólo los infantes sin armadura debían temer la matanza). En un momento, en verdad, el mismo Felipe fue capturado y derribado de su caballo. Los soldados enemigos trataron de hallar algún resquicio de su armadura por donde clavarle una lanza, pero fracasaron. Antes de que pudieran abrir el caparazón metálico, Felipe fue rescatado.
Finalmente, el resultado del mutuo vapuleo fue que Otón huyó y sus fuerzas fueron rechazadas. La victoria de Felipe fue completa y la esperanza de Inglaterra de recuperar sus dominios franceses fue anulada por más de un siglo.
El fracaso de Juan hizo su posición aún más precaria en Inglaterra, donde los señores pasaron a una rebelión abierta. En 1215 impusieron a Juan concesiones, compendiadas en lo que se llamaría la «Carta Magna», con lo que se inició un proceso que fijó limitaciones al poder real en Inglaterra e impidió que llegase a ser tan absoluto como en el Continente.
No todos los señores se contentaron siquiera con eso. Algunos convinieron en ofrecer la corona a Luis, el hijo mayor de Felipe II, como manera de chantajear a Juan para arrancarle aún más concesiones. Luis aceptó la oferta y condujo un ejército a Inglaterra en mayo de 1216.
Ésta fue la única invasión de Inglaterra por un ejército extranjero que hubo después de la conquista normanda, y tuvo algunos éxitos. El príncipe Luis hasta ocupó Londres por un tiempo. Pero Juan murió en octubre, y los señores ingleses empezaron a dar su apoyo al hijo de nueve años de Juan, quien le sucedió con el nombre de Enrique III. Luis fue derrotado en 1217 y abandonó Inglaterra (aunque no antes de aceptar un soborno de diez mil marcos para hacerlo).
El 14 de julio de 1223, pues, cuando Felipe murió en Mantés, a cincuenta kilómetros al oeste de París, pudo contemplar en perspectiva su reinado de cuarenta y tres años, llenos de realizaciones y hazañas mucho más importantes que la ostentación de su gran adversario, Ricardo. Felipe dejó un ámbito real que era el doble, en tamaño, que el que había heredado. Había destruido el Imperio Angevino, que, cuando subió al trono, era más fuerte que su reino. Había extendido aún más el poder del gobierno central sobre los señores feudales, había incrementado constantemente la prosperidad del país[8] y dejado un sustancial excedente en el tesoro.
Fue también en su reinado cuando se produjo un importante avance literario. Un noble francés, Geoffroi de Villehardouin, tomó parte en la «Cuarta Cruzada». Ésta fue apartada de su objetivo inicial y, en 1204, capturó y saqueó la gran capital bizantina, Constantinopla, que nunca se recuperó totalmente.
Cuando Villehardouin retornó, publicó una crónica: La Conquista de Constantinopla. Ésta no sólo fue un libro bien escrito y una obra histórica muy valiosa, sino también la primera obra de prosa histórica de la Edad Media no escrita en latín. Estaba escrita en franciano. Si sumamos esto a la destrucción de la cultura provenzal, podemos, de ahora en adelante, referirnos al dialecto parisino como el francés, y considerarlo como prácticamente una lengua nacional. Esto significó que, por primera vez, pudo existir un nacionalismo francés que trascendiera de los límites provinciales y listo para su explotación por aquellos reyes suficientemente inteligentes como para saber aprovecharlo.
Sin embargo, quizá el signo más impresionante de la mayor fortaleza de la dinastía Capeta sea uno en apariencia secundario. Desde 987, siete reyes Capetos habían gobernado en París. Cada uno de los seis primeros, para asegurarse la sucesión, había hecho coronar a su hijo en su presencia, ligando así a los señores de antemano al nuevo rey. Felipe II, el séptimo del linaje, no sintió necesidad alguna de hacer esto. Había impuesto la monarquía Capeta en el corazón de los franceses de tal modo que estaba totalmente seguro de que nadie soñaría con disputar la sucesión. Además, su hijo Luis era un hombre maduro, de treinta y seis años, por la época de la muerte de Felipe y se había ganado sus laureles en la invasión de Inglaterra. Y así ocurrió. El hijo de Felipe subió al trono sin problemas y reinó como Luis VIII. A veces se lo llama Luis Corazón de León, una obvia referencia al gran adversario de su padre, Ricardo, y por ende una bofetada a los ingleses cuyo territorio había invadido.
Pero no tuvo tanto éxito como podría indicar el apodo. Continuó la política de Felipe, pero sin brillo. Trató de expulsar a los ingleses de Guienne, pero fracasó. Continuó con mayor éxito la tarea de extirpar la herejía albigense en el Sur.
Estableció un pernicioso precedente que, en años futuros, iba a ser fatal para Francia, a saber la política de ser demasiado bueno con los hijos menores.
Los primeros reyes Capetos tuvieron que trabajar demasiado duramente por arrancar de los señores el control de las tierras reales para ceder mucho de ellas. Luego, cuando las tierras y el poder aumentaron, se dio el hecho afortunado de que Felipe II era único hijo y recibió la herencia en su totalidad. Felipe, a su vez, tuvo dos hijos, pero, juiciosamente, contentó al más joven con un título secundario y, nuevamente, legó todo a su sucesor.
Luis VII, en cambio, tuvo cuatro hijos, y si bien el mayor heredaría el Reino, el amor paterno lo indujo a hacer a cada uno de los hijos menores señor de una provincia de considerables dimensiones. Esto era llamado en francés un «apanage» [«infantazgo», en español], de una expresión latina que significa «proporcionar sustento», pues las rentas permitían mantenerse a los hijos menores de un modo digno de un vástago de la familia real.
Sin duda, las provincias fueron elegidas entre las conquistadas recientemente a los angevinos o del Sur, sin tocar el dominio real originario. También, en teoría, los infantazgos estaban totalmente sujetos a la autoridad real y podían ser quitados. Pero había siempre la posibilidad de que, si el rey era débil o negligente, un infantazgo pudiera heredarse de padre a hijo, hasta que una larga costumbre y una relación distante hiciese parecer que no era francés y que su gobernante era un soberano independiente.
Lo que hizo Luis VIII, pues, fue iniciar una costumbre que creara una nueva clase de señores, más poderosos y peligrosos que los viejos, aunque sólo fuese porque los nuevos eran Capetos y podían aspirar al trono. Llegaría un tiempo en que la existencia de infantazgos estaría a punto de destruir el Reino.
Luego, ocurrió otra cosa sin precedentes en la historia de los Capetos. Los seis primeros sucesores de Hugo Capeto reinaron todos durante largo tiempo, ninguno menos de veintinueve años y en promedio treinta y ocho. Éste fue uno de los muchos sucesos afortunados para la dinastía, pues un largo reinado habitualmente fija la figura particular de un rey en la mente de los súbditos y hace que la sucesión por un hijo adulto parezca natural.
Pero en 1226, después de haber gobernado sólo tres años, Luis VIII murió durante una campaña por el Sur. Su hijo mayor le sucedió con el nombre de Luis IX, pero sólo tenía doce años y era hijo de un rey que sólo había reinado tres años.
El rey santo.
Hubo problemas, por supuesto. El ascenso al trono de un rey niño siempre alentó a la aristocracia a tratar de aumentar su poder. De hecho, ésa fue una oportunidad que se les ofrecía a los señores de invertir el constante proceso de centralización llevado a cabo por los reyes Capetos; y resultó ser la última oportunidad realmente buena.
Pero el nuevo rey fue afortunado en tener la madre que tenía, una mujer capaz de enfrentarse a todos los hombres que ahora acudían como lobos para arrancar ventajas egoístas a costa de Francia. Era Blanca de Castilla, una hija menor de Alfonso VIII, rey de Castilla, y, por su madre, sobrina de los reyes ingleses Ricardo y Juan. Fue casada con el príncipe que posteriormente sería Luis VIII cuando sólo tenía doce años, como parte del acuerdo de paz temporal entre Juan y Felipe, en 1200.
Pese a su herencia angevina, era completamente francesa. Cuando su marido invadió Inglaterra, apoyó con toda su alma el proyecto. Después de la muerte de Juan, cuando Luis fue rechazado, ella se encargó personalmente de enviar suministros al otro lado del Canal.
Cuando murió su marido, inmediatamente asumió la regencia, gobernando el Reino en nombre de su hijo con mano fuerte. Mantuvo las prerrogativas reales, disipó la amenaza de una liga de señores y derrotó una poco animosa invasión inglesa de Bretaña.
Durante su regencia, Raimundo VII de Tolosa, hijo del desafortunado Raimundo VI, fue finalmente derrotado y la herejía albigense barrida. Blanca hizo que la heredera de Raimundo se casase con uno de sus hijos menores. A Luis IX, Blanca le hizo casarse con Margarita, heredera de Provenza, la parte de la costa mediterránea situada al este del río Ródano. Mediante estos matrimonios, el poder real fue llevado al sur, hasta el Mediterráneo. La visión de Suger de un siglo antes, en conexión con el infortunado casamiento de Luis VII y Leonor de Aquitania, fue ahora realizada por Blanca, y en forma permanente.
Más aún, Blanca se encargó de la educación de su hijo, y lo crió en la tradición estricta de la piedad y la virtud cristiana. Siempre fue, en cierta medida, un hombre muy suave y delicado, no obstante lo cual fue un rey fuerte. Las enseñanzas de ella hicieron de él un hombre suficientemente suave y amable en su vida privada como para ganarse el corazón de su pueblo y la admiración de la mayoría de los historiadores.
Sus virtudes cristianas quedan ejemplificadas por el hecho de que fue fiel a su esposa (quien le dio once hijos), que no era una costumbre regia por aquellos días, ni en días posteriores. Usaba un cilicio sobre su piel, el cual, por supuesto, le escocía, irritaba y le provocaba perturbaciones en la piel. Esto estaba de acuerdo con la teoría de aquellos tiempos de que el mal trato del cuerpo ayudaba a mantener la mente ocupada en cosas superiores. Como gesto de humildad, Luis besaba a los leprosos y llevaba a gente pobre a cenar con él. Persistía en ayudar a la hez de la sociedad, de modo que a veces eran llevados a palacio mendigos que olían tan apestosamente que los soldados de la guardia (los cuales, sin duda, tampoco olían a flores) protestaron.
Luis IX también mejoró la justicia aboliendo la prueba por combate (en la cual el combatiente más hábil o el que podía contratar al combatiente más hábil estaba seguro de ganar el juicio) e impuso el uso de elementos de Juicio concretos para juzgar lo justo y lo injusto de un asunto.
Solo en unos pocos aspectos su piedad lo condujo a la crueldad. Promulgó rígidas leyes contra la blasfemia, el Juego y la prostitución, y siguió aplicando el más bárbaro tratamiento a los judíos y heréticos.
No es de extrañar que un cuarto de siglo después de su muerte fuese canonizado por la Iglesia (no muchos reyes lo han sido y menos aún lo han merecido tan claramente como Luis). Por esta razón, Luis IX es llamado habitualmente San Luis.
Luis tenía veinte años en 1234, cuando empezó a gobernar por sí mismo, asumiendo el mando del Reino, que su madre le entregó intacto y más fuerte que nunca. Luis demostró inmediatamente que, bajo su dominio directo, las cosas no iban a empeorar. Cuando Enrique III de Inglaterra trató de estimular rebeliones feudales en el Sur y de apoyarlas con una invasión inglesa, Luis reaccionó enérgica y rápidamente, y restableció el orden.
Era una época en que Inglaterra estaba debilitada por las constantes riñas entre el rey y los señores, y el Imperio Alemán estaba prácticamente en la anarquía. Francia era el único poder fuerte en Europa Occidental, y Luis la mantuvo fuerte manteniendo inquebrantablemente las prerrogativas reales en todo aspecto, como había hecho su madre, aun (pese a su piedad) contra la Iglesia.
Aumentó aún más la eficiencia de la administración, combatiendo duramente el soborno y la corrupción. Promulgó leyes que regían en todo el Reino, para aumentar así su sentimiento de unidad. Estableció una acuñación uniforme para el Reino, prohibió las guerras locales, la tenencia privada de armas y corrigió otros aspectos de los caracteres más anárquicos del feudalismo. También incrementó el control real sobre las ciudades para debilitar a las grandes familias mercantiles que, en los casos peores, se habían convertido casi en señores de clase media por su independencia y su insensible tratamiento de las clases inferiores.
En todo esto, Luis fue ayudado por el creciente prestigio del derecho romano como base de su gobierno. En lugar de la descentralización tribal teutónica, el derecho romano apoyaba a un poder ejecutivo central fuerte. Luis usó sus principios para aumentar su propio poder a expensas de los señores, los burgueses y los sacerdotes.
Bajo su gobierno, Francia siguió avanzando culturalmente. La Universidad de París fue ahora una institución definida y ya renombrada. Roberto de Sorbon, que era capellán y confesor de Luis IX, hizo una donación para estudiantes pobres de teología, de donde surgió el gran colegio que aún lleva su nombre, la Sorbona.
De toda Europa afluyeron sabios a París para estudiar y enseñar. Entre las grandes figuras que hallamos en los anales de la Universidad en este período se cuentan Roger Bacon de Inglaterra, Alberto Magno de Alemania y Tomás de Aquino de Italia.
La influencia de la filosofía de Aristóteles aumentó a medida que fue posible disponer de sus libros por traducciones del árabe, y Tomás de Aquino, quien llegó a París en 1256, completó lo que había empezado Abelardo. Con santo Tomás, la victoria del racionalismo en la teología fue definitiva, pues logró crear una síntesis completa de la filosofía aristotélica y la doctrina cristiana. Sus enseñanzas siguen siendo la base fundamental del sistema de la teología católica hasta hoy.
Alberto Magno fue un gran alquimista a quien se atribuye el descubrimiento del elemento químico llamado arsénico. Fue el primer individuo en la historia a quien puede atribuirse el descubrimiento de un elemento químico determinado. Roger Bacon hizo resaltar la importancia del experimento y la observación sobre la autoridad y la deducción, y por ende es uno de los precursores de la ciencia moderna. Describió las gafas y la pólvora en sus escritos, y ambos empezaron a usarse en el siglo siguiente.
Un verdadero experimentador científico, cuya obra es valiosa aun por patrones modernos, fue Pedro Peregrino, ingeniero del ejército de Luis IX. En 1269, mientras tomaba parte en el lento y pesado asedio de una ciudad italiana. Peregrino escribió una carta a un amigo en la que describe sus investigaciones sobre los imanes. Su obra contribuyó a hacer de la brújula magnética un instrumento seguro y delicado para su uso en los barcos, pues mostró cómo podía hacerse girar una aguja imantada y cómo se la podía rodear de una escala circular graduada.
La rueca fue inventada en el siglo XIII. En lugar de la torsión a mano que lentamente convierte una hilaza desigual en un hilo compacto y fuerte, se usó una gran rueda fácilmente activada por un pedal. Esto hizo el hilado más fácil y más rápido. Es también el primer ejemplo de transmisión de energía mediante una correa sin fin, algo muy común, en una escala enormemente mayor, en la industria moderna.
La ficción romántica siguió creciendo en popularidad después de que Chrétien de Troyes mostrase el camino. Teobaldo IV, conde de Champaña, fue un autor de poemas líricos en la tradición trovadoresca de mucho éxito. Nació en Troyes en 1201 y fue criado en la corte de Felipe II. Se cree que algunos de sus primeros versos estaban dirigidos a Blanca de Castilla, y de hecho se puso de su parte contra los otros señores durante su regencia. Esto le ganó enemigos y fue acusado de haber envenenado al esposo de Blanca, Enrique VIII, aunque esto es sumamente improbable.
Una obra de literatura romántica más larga es la pieza de ficción del siglo XIII Aucassin y Nicolette. Trata de dos jóvenes amantes que se separan y luego se vuelven a unir; y el relato está lleno de lamentos de amantes, suspense de escapadas por los pelos y un final feliz. Es el tipo de trama de «el muchacho que se encuentra con la chica, luego la pierde y por último la recupera» que es popular todavía hoy y quizá lo será siempre.
Una creación más elaborada y ambiciosa es el Roman de la Rose. Trata del galanteo alegórico de un capullo (que simboliza a una joven doncella) que crece en un jardín, símbolo de la sociedad aristocrática. Todo género de cualidades abstractas son personificadas de tal manera que permiten mordaces comentarios sobre la vida de la época. La primera parte fue escrita en 1240 por un poeta francés, Guillaume de Lorris, y fue completada en 1280 por otro poeta francés, Jean de Meung.
El mismo Luis IX reunió manuscritos y alentó a la literatura. Más aún, fue objeto de la primera gran biografía escrita en lengua vernácula. Jean de Joinville, quien sirvió y admiró a Luis, escribió su biografía después de la muerte del rey santo. (El mismo Joinville es notable porque, en medio de la gente de corta vida de tiempos medievales, logró vivir hasta la avanzada edad de noventa y tres años).
Pero el estímulo que brindó Luis IX a la literatura no se extendió a las formas más populares. Éstas le disgustaban por su carácter licencioso.
Los alegres estudiantes de las universidades en crecimiento aliviaban sus horas de estudio serio; por ejemplo, escribiendo versos festivos, satíricos y a menudo libidinosos, en los que elogiaban el vino y a las mujeres y se burlaban del clero. Eran llamados «goliardos», aparentemente una deformación de «Goliat», por un mítico obispo que era el tema de algunas de las canciones. La Iglesia no hallaba en modo alguno divertidos los versos de los goliardos, pero sí gustaban a muchas otras personas, y esas cosas eran difíciles de controlar, aun por el más severo clérigo o hasta por el rey.
Había también «fablíaux» (similares a los que hoy llamaríamos «anécdotas cómicas» o «cuentos»), generalmente destinados a hacer reír. El más conocido de los autores de fabliaux escribió bajo el seudónimo de Rutebeuf, y no vaciló en sus escritos en burlarse del papa y hasta del mismo Luis IX.
El más famoso de los fabliaux es una serie conexa de versos populares elaborados en el curso del siglo XIII y llamados Le Román de Renart (La Historia del Zorro). Es un cuento alegórico sobre animales que representan claramente a equivalentes humanos. El cuento relata la manera como Renart (el zorro), mediante una inescrupulosa astucia, derrota y humilla a los otros animales, hasta a los más poderosos, como el lobo, el oso y el león.
Evidentemente, los fabliaux eran literatura de la clase media. El clero y la aristocracia eran los villanos, y Renart, en particular, personificaba al astuto hombre del pueblo, quien, con el poder en contra suyo, debía arreglárselas con su ingenio.
El creciente vigor de la lengua francesa fue tal que ya por entonces desbordó las fronteras de Francia. Un sabio italiano, Brunetto Latini, escribió una enciclopedia del conocimiento entre 1262 y 1266, mientras se hallaba en el exilio en Francia. Lo natural por entonces habría sido que la escribiese en latín. En cambio, prefirió escribirla en francés.
Las últimas cruzadas.
Quizá el aspecto más notable, y el más inútil, del reinado de Luis IX, pero que se adecuaba a su piedad, fue su solitaria resurrección del fervor cruzado.
Desde la época de la Tercera Cruzada, de medio siglo antes, toda la idea de cruzada había perdido su idealismo y se había convertido en una cruda cuestión de política de poder, de caza de herejes o de algo peor. La Cuarta Cruzada casi había destruido a la gran ciudad cristiana de Constantinopla, y la terrible y sangrienta guerra del sur de Francia había sido dignificada con el nombre de «cruzada». Peor aún, en 1212, una especie de locura se apoderó de los adolescentes de Francia y Alemania. Se difundió la idea de que los chicos tendrían éxito allí donde habrían fracasado los soldados. A causa de su inocencia, los chicos serían guiados a Tierra Santa y la victoria por Dios. Marcharon hacia el Sur, al Mediterráneo, que, estaban convencidos, separaría sus aguas ante ellos. Muchos perecieron en el camino. Los que llegaron al mar y esperaron vanamente la separación de las aguas fueron abordados por marinos que les ofrecieron llevarlos. Lo hicieron, más para venderlos como esclavos.
También hubo más cruzadas del tipo común. Algunas de ellas han recibido números. La «Quinta Cruzada», que tuvo lugar entre 1218 y 1221, fue un completo fracaso. La «Sexta Cruzada», 1228-1229, fue un éxito, en cierto modo. Fue conducida por el emperador alemán Federico II, muy contra su voluntad. Logró recuperar Jerusalén en 1229, pero mediante negociaciones, no mediante la guerra. Jerusalén fue nuevamente cristiana durante quince años, antes de ser retomada por segunda vez por los musulmanes, en 1244.
Por entonces, también, un peligro aún mayor que los turcos amenazó a Europa. Las tribus mongólicas de Asia Central se unieron bajo el notable liderazgo de Temujin, luego llamado Gengis Kan, o «Rey Muy Poderoso». Y lo era, pues antes de morir, en 1227, inmediatamente después del ascenso al trono de Luis IX, Gengis Kan había conquistado toda China y gran parte del resto de Asia; sólo quedaron libres India e Indochina, protegidas por la barrera del Himalaya.
Bajo el hijo y sucesor de Gengis Kan, Ogadai Kan, los mongoles se lanzaron sobre Europa y se apoderaron de toda Rusia. En 1240, avanzaron aún más hacia el Oeste. Derrotaron hábilmente a polacos, húngaros y alemanes, y la única fuerza que parecía interponerse en su llegada al Atlántico era el ejército de Luis IX.
Parece dudoso que ese ejército, o cualquier ejército europeo de la época, hubiese podido resistir a los ágiles jinetes mongoles bajo el mando de su notable general Subotai, pero nunca se produjo el ensayo. En 1241, Ogadai Kan murió, y los ejércitos mongoles de Europa retornaron para tomar parte en la elección del sucesor. Nunca volvieron a Europa Occidental, aunque Rusia permaneció bajo su dominación durante siglos.
Pero Luis IX ignoraba que se había salvado por los pelos; sus ojos permanecían fijos en Tierra Santa y en la amenaza, mucho menos seria, de los turcos.
Por entonces, Constantinopla aún estaba en manos de franceses, gracias a los hombres de la Cuarta Cruzada que tomaron y casi destruyeron la ciudad. Pero su dominación era endeble, y el «emperador latino» Balduino II, también de ascendencia Capeta, hizo repetidas visitas a Francia en 1236, para pedir ayuda. Esto afectó fuertemente a Luis. Luego, a fines de 1244, padeció una enfermedad en el curso de la cual pensó que podía morir, pero no fue así y, mientras se recuperaba, llegaron las noticias de que Jerusalén hacía caído nuevamente en manos de los musulmanes. Luis pensó que había sido salvado de la muerte con una finalidad determinada, y pronto hizo un voto formal de realizar una cruzada.
Le llevó algún tiempo desembarazarse de los asuntos domésticos, y la madre de Luis, Blanca de Castilla, le rogó que no se marchase. Luis tal vez habría escuchado a su reverenciada madre, pero en 1245 Balduino estuvo nuevamente en París, llevando consigo algo, decía, que era la corona de espinas que Jesús había tenido en la Cruz. Luis no dudó ni un instante de que tenía en sus manos el verdadero objeto que había desempeñado un papel en la Crucifixión, doce siglos antes. Hizo construir para albergarla una encantadora iglesia, la «Saint-Chapelle», y luego intensificó sus preparativos.
En 1248 zarpó con su ejército, iniciando la llamada «Séptima Cruzada» y dejando a su madre como regente en su ausencia. Fue el tercer rey francés que marchó a una cruzada.
El plan de Luis era no atacar directamente a Tierra Santa. Esto concordaba con la mayor complejidad del movimiento cruzado. Por entonces era evidente que tener Tierra Santa era como sujetar a un león de la cola dejando libres su cabeza y sus garras. Era necesario golpear en la cabeza, en el centro principal del poder musulmán, y luego la cola caería sola. El centro principal, en aquella época, estaba en Egipto, y hacia allí condujo Luis IX su ejército.
En particular, Luis examinó los sucesos de la Quinta Cruzada, de una generación antes. En 1218, los cruzados habían atacado a Egipto y puesto sitio a Damietta, ciudad de la parte oriental de la desembocadura del Nilo. El asedio duró dieciocho meses y la ciudad fue tomada. El sultán egipcio ofreció entonces entregar todas las posesiones musulmanas en Tierra Santa, si los cruzados abandonaban sus conquistas en Egipto. Desgraciadamente, el éxito había encendido el entusiasmo del emisario apostólico, y éste rechazó la oferta, ordenando a los cruzados conquistar todo Egipto, aunque el Nilo estaba desbordado y era imposible avanzar. Naturalmente, los cruzados sufrieron una completa derrota.
Luis razonó que Damietta era tan importante para el sultán egipcio ahora como antes. Si la tomaba, podía cambiarla por Jerusalén. Así, hizo desembarcar su ejército en la desembocadura del Nilo y en junio de 1249, con mucha mayor facilidad que la Quinta Cruzada, tomó Damietta.
Exactamente como había ocurrido treinta años antes, el sultán egipcio ofreció el mismo intercambio: Jerusalén para los cruzados si entregaban Damietta. Increíblemente, Luis IX, pese a la lección de la Quinta Cruzada, cometió el mismo error. Alentado por la victoria inicial, rechazó Jerusalén y decidió, en cambio, capturar la ciudad egipcia de El Cairo, situada a más de ciento sesenta kilómetros aguas arriba.
Luis IX había aprendido lo suficiente de la Quinta Cruzada como para esperar a que el desbordamiento del Nilo cesara. Se abrió camino hasta Mansura, a unos sesenta y cinco kilómetros río arriba, y allí finalmente halló la oposición de los musulmanes. Luis actuó bien. El 8 de febrero de 1250 lanzó un ataque por sorpresa que tuvo gran éxito, pero Roberto de Artois, hermano del rey, ensoberbecido por el éxito, se lanzó a una persecución con sus columnas, en vez de esperar para cooperar con el resto del ejército. Su ansiedad de gloria personal terminó en la destrucción de sus hombres.
Los musulmanes pudieron, entonces, contraatacar eficazmente a las debilitadas y desalentadas fuerzas de Luis. Éste tuvo que retirarse, mientras las enfermedades aumentaban los estragos. Los musulmanes los persiguieron y el 6 de abril los rodearon, aniquilando prácticamente al ejército y tomando prisioneros a sus Jefes, incluido el mismo Luis.
Luis pudo liberarse pagando un rescate de 800.000 libras de oro y entregando Damietta. Luego marchó, con lo que sobrevivía de su ejército, a Tierra Santa. Allí permaneció cuatro años, esperando obtener la ayuda de enemigos no cristianos de los musulmanes, inclusive los mongoles y una violenta secta musulmana llamada de los «Asesinos», que consumían a su antojo el hachís (de aquí su nombre) y practicaban el asesinato político para conseguir sus fines.
Mientras tanto, en Francia, Blanca, capaz hasta el fin, mantuvo la paz en ausencia de Luis y reunió hombres y dinero para él, incluido el dinero necesario para su rescate. Ella murió en 1252; fue, en total, probablemente la mujer más notable (excepto una) de la historia francesa.
Cuando le llegaron a Luis las noticias de la muerte de su madre, comprendió que debía retornar. En 1254 estuvo de vuelta en Francia; toda la aventura había sido un fracaso. El hecho de que la cruzada de Luis terminase tan ignominiosamente, aunque él era un modelo de piedad, contribuyó mucho a desacreditar todo el movimiento de las Cruzadas.
El mismo Luis IX sintió la ignominia. Habiendo fracasado con los musulmanes, no quiso más guerras con cristianos y dedicó los mayores esfuerzos a lograr un acuerdo final con Inglaterra y dar fin a las guerras crónicas que duraban desde la época de Guillermo el Conquistador.
En 1258 firmó en París un tratado con los representantes de Enrique III de Inglaterra. Ese tratado no estaba escrito en latín, como era la costumbre, sino en francés; y tampoco en francés normando, que era todavía la lengua oficial de la corte inglesa, sino en franciano. Este tratado fue el primer paso del proceso que hizo del francés la lengua diplomática general entre las potencias europeas, posición que conservaría por seis siglos.
Según los términos del tratado, Inglaterra finalmente aceptaba la pérdida de Normandía y Anjou, junto con otras provincias de las que Felipe II se había adueñado medio siglo antes. A cambio, Luis reconocía la posesión por Enrique de Guienne y su derecho al título de duque de Aquitania (heredado de su abuela Leonor). Por la ansiedad de mantener la paz y por un sentimiento de justicia feudal, hasta entregó a Inglaterra partes del sudoeste que habían estado bajo la dominación de Francia.
Esto último se hizo contra los expresos deseos de los habitantes de las regiones entregadas (signo de un creciente nacionalismo entre los franceses). Y lo hizo, también, pese a la sombría aflicción de los consejeros de Luis, quienes señalaron que Enrique obtenía lo que no poseía, mientras Luis entregaba lo que poseía.
Luis siguió adelante de todos modos, con la esperanza de alcanzar un acuerdo permanente y una paz definitiva. (Cuando esas medidas fracasaron, un siglo después, en condiciones que Luis no podía haber previsto, las concesiones de éste pusieron a Francia en una posición innecesariamente desventajosa).
Luis hizo un tratado similar con Jaime I de Aragón, permitiéndole conservar la provincia del Rosellón, inmediatamente al norte de los Pirineos, sobre la costa mediterránea, siempre que renunciara a toda pretensión sobre otros dominios.
Habiéndose librado de sus enemigos, tanto ingleses como aragoneses, en el sudoeste, Luis inició inadvertidamente un innecesario embrollo en Italia que tendría enredada a Francia durante siglos, generalmente para su perjuicio. Ocurrió del siguiente modo.
Durante la primera parte del reinado el emperador alemán era Federico II, quien pasó la mayor parte de su reinado en una violenta lucha contra el papado. Murió en 1250, mientras Luis estaba prisionero en Egipto, y la disputa por la sucesión empezó inmediatamente. Esa disputa se centró en Sicilia e Italia meridional, donde Federico II había preferido vivir y desde donde había gobernado a su Imperio.
El papado temía que un hijo de Federico II continuase la lucha contra el poder pontificio, y removió cielo y tierra para eliminar a la odiada dinastía. El hijo de Federico, Conrado IV, logró apoderarse de Nápoles, pero murió en 1254.
Pero Federico tenía un hijo ilegítimo, Manfredo, quien ahora reanudó la lucha con éxito considerable. Condujo por toda Italia a las fuerzas antipapales, y los papas sucesivos se vieron obligados a buscar en el exterior a algún príncipe que combatiese contra Manfredo, lo derrotase y luego gobernase en el sur de Italia y en Sicilia como real amigo y aliado del papa.
Los reinos más fuertes, fuera del Imperio Alemán, eran Inglaterra y Francia. En 1255, el papa Alejandro IV trató de que Edmundo, hijo de Enrique III de Inglaterra, reanudase la lucha contra Manfredo. Esto fracasó.
Diez años más tarde, otro papa, Urbano IV, ofreció lo mismo a Carlos de Anjou, el hermano menor de Luis IX, y esta vez las cosas fueron diferentes.
No debían haberlo sido. El evitar aventuras extranjeras había formado parte de la política Capeta. Con excepción de las Cruzadas y la breve invasión de Inglaterra de 1216, todas las guerras Capetas se habían librado en suelo francés, con el único fin de la unificación interna, nunca de conquistas extranjeras. Ésta era una política inteligente que conservó el vigor de Francia y había hecho de ella lo que era, en agudo contraste con la política opuesta del Imperio Alemán y que lo arruinó, con penosos resultados que se han hecho sentir hasta hoy.
Pero Carlos de Anjou se sintió tentado. El Este lo atraía. Había combatido en Egipto con su real hermano y había estado prisionero allí con él.
Tampoco eran Egipto y Tierra Santa lo que le fascinaba; era algo más maravilloso; nada menos que la ciudad de Constantinopla, que por mil años había dominado el Este y que aún tenía la aureola de la gloria romana, aunque, en verdad, estaba semidestruida y en decadencia.
El emperador latino, Balduino II, que tanto había contribuido a que Luis se lanzara a la Séptima Cruzada, era también un Capeto, pues el padre de su padre había sido hermano de Luis VII. Sin duda, en 1261 Balduino había sido expulsado de su débil trono, y los bizantinos nativos recuperaron nuevamente la sombra de su imperio bajo el emperador Miguel ; pero esto se podía invertir. Después de todo, Carlos de Anjou había casado a su hija con el hijo de Balduino II, de modo que podía alegar un vínculo. ¿Por qué no podía otro Capeto reinar como Emperador Romano en Constantinopla? ¿Y acaso Sicilia y el sur de Italia —y la ayuda del papa— no eran una base perfecta para tal salto al Este?
Carlos no podía hacer nada de esto sin permiso de Luis, desde luego, y se dispuso a obtenerlo. Carlos, nacido pocos meses después de la muerte de Luis VIII, era el bebé de la familia, y una de las virtudes de Luis IX era su amor a la familia. No podía resistirse, probablemente sin un juicio reflexivo, a enviar a Carlos de aventuras al exterior, y así enredar a Francia con Italia.
En junio de 1265, Carlos logró abrirse camino hasta Roma, eludiendo la flota de Manfredo. Allí fue coronado rey de Nápoles y Sicilia, reunió un ejército y marchó al sur, hacia Nápoles. El 26 de febrero de 1266 se libró una batalla cerca de Benevento, a cincuenta kilómetros al noreste de Nápoles. Allí Manfredo, que manejó sin habilidad su ejército, fue derrotado y muerto. El hijo de Conrado IV, Conradino, nieto de Federico II, reanudó la lucha contra el papado. El 25 de agosto de 1268 sus fuerzas se encontraron con las de Carlos de Tagliacozzo. Carlos mantuvo parte de sus fuerzas ocultas y en reserva. Cuando Conradino derrotó al resto y se dispersó en la persecución, apareció la reserva de Carlos, que derrotó por partes a los fatigados contingentes de Conradino.
Conradino huyó, pero fue capturado y llevado a Nápoles, donde Carlos lo hizo ahorcar. De este modo, el linaje de Federico II fue extirpado totalmente y Carlos de Anjou se sintió seguro en el trono, que ocupó como Carlos I de Nápoles y Sicilia.
Mientras sucedía todo esto, un nuevo sultán llegaba al poder en Egipto. Era Baybars, un esclavo que logró apoderarse del trono después de haber sido nombrado jefe de la guardia de corps del sultán anterior. En 1260, fue el primero en infringir una derrota a los mongoles que lo conquistaban todo y en medio siglo no habían perdido una sola batalla. Bajo su gobierno, Egipto se hizo más poderoso que nunca, y casi todas las posesiones que aún tenían en las manos los occidentales cayeron en las suyas.
Luis IX, inquieto por estos nuevos desastres de los cruzados y recordando el humillante fracaso de sus propios esfuerzos, ansiaba hacer un nuevo intento y empezó a pensar en atacar a Egipto una vez más.
Pero Carlos de Anjou, desde su nueva posición eminente, tenía otras ideas. Carlos aún pensaba en Constantinopla y, para él, los bizantinos eran los enemigos. En verdad, consideraba a Baybars de Egipto como un amigo y aliado potencial. Carlos no deseaba que Luis atacase a Egipto, pero argüía en cambio que debía atacar a Túnez, que a fin de cuentas también era musulmán.
Túnez estaba mucho más cerca de Francia; estaba a sólo ciento cuarenta y cinco kilómetros al oeste del extremo más occidental de Sicilia. Una fuerza unida franco-siciliana seguramente lograría establecer allí una fuerte base que pondría firmemente el control del Mediterráneo central en manos capetas. Luego sería posible avanzar hacia el Este vigorosamente y con libertad. (Carlos veía este empuje hacia el Este como dirigido contra Constantinopla, pero presumiblemente no se molestó en explicar este detalle a su idealista hermano).
En 1267, Luis IX, que ahora tenía cincuenta y tres años y sentía todo el peso de su edad, anunció su plan de marchar a Túnez e inició los preparativos. Sus consejeros estaban horrorizados. Su viejo amigo Joinville, que lo había acompañado en su anterior cruzada, le dijo rotundamente que era un tonto y se negó a acompañarlo por segunda vez. Pero Luis abandonó Francia el 1° de julio de 1270, para marchar a la «Octava Cruzada», y desembarcó en el emplazamiento de la antigua Cartago.
Casi inmediatamente, el ejército fue atacado por una peste, y el mismo Luis, el único monarca que estuvo al frente de dos cruzadas, cogió la enfermedad y murió el 25 de agosto.
Así terminó, sin gloria, la aventura de Luis, casi tan pronto como había comenzado. Esto puso fin para siempre a los sueños de gloria asociados a las cruzadas. El movimiento cruzado continuó esporádicamente, pero nunca llegaría a haber una «Novena Cruzada».