La Primera Cruzada.
La potencia cristiana más fuerte de Europa Oriental, por la época de los primeros Capetos, eran los restos aún en pie del viejo Imperio Romano, con su capital en Constantinopla. A esos restos de los dominios romanos los llamamos el «Imperio Bizantino», de Bizancio, el antiguo nombre de Constantinopla. Los europeos occidentales de la época, sin embargo, llamaban al Imperio sencillamente «los griegos». Esto era bastante correcto, en cierto modo, ya que la lengua de su pueblo era realmente el griego.
Por la época en que Hugo Capeto obtuvo el trono francés, en 987, y asumió el gobierno de una heterogénea región bárbara cuyos señores podían desafiarlo con impunidad, el Imperio Bizantino era una monarquía centralizada con quince siglos de civilización ininterrumpida tras de sí[3].
La distancia entre Francia y los límites más occidentales del Imperio Bizantino era sólo de unos 1.000 kilómetros, aproximadamente; no muy grande según patrones modernos, astronómica para el siglo XI.
Para los franceses, y para los cristianos occidentales en general, los «griegos» no sólo eran un pueblo muy lejano sino también un pueblo malvado. Se negaban a aceptar la supremacía del papa romano e insistían en mantener la del patriarca de Constantinopla, en cambio. Peor aún, diferían en diversos puntos doctrinarios en aspectos que consideraban importantes los teólogos de la época y que sirvieron para avivar un amargo odio ideológico entre los cristianos del Oeste y los del Este. En 1054, en los últimos años de Enrique I de Francia, se produjo el cisma, o ruptura, final entre las dos mitades del mundo cristiano, cisma que ha perdurado hasta hoy.
Por entonces, el Imperio Bizantino se halló frente a un nuevo y peligroso enemigo en el Este, los turcos selúcidas. El Imperio fue debilitado por conmociones políticas internas y, en 1071, cuando bizantinos y turcos se enfrentaron en una batalla a gran escala en Manzikert, en el Asia Menor oriental, el ejército turco obtuvo una aplastante victoria.
Los turcos barrieron el interior de Asia Menor y, simultáneamente, ejércitos occidentales provenientes de Italia (conducidos por aventureros normandos del norte de Francia) invadieron los dominios bizantinos del Oeste. Parecía que el Imperio Bizantino iba a ser barrido del mapa y, en verdad, así habría ocurrido de no ser por los esfuerzos de un capacitado general bizantino, Alejo Comneno, quien se adueño del trono y empezó a gobernar como Alejo I en 1081.
Durante una década, Alejo combatió tenaz e incansablemente a los enemigos del Imperio en todas las fronteras y en el interior. Siempre estaba en necesidad de más soldados, y se le ocurrió que podría reclutar una banda de mercenarios del Oeste proponiendo una acción contra el común enemigo musulmán y esgrimiendo la posibilidad de superar la escisión entre la cristiandad oriental y la occidental.
A los cristianos occidentales, desde luego, les importaba un ardite del Imperio Bizantino y hubiesen contemplado alegremente su destrucción. Pero estaban preocupados por el hecho de que los turcos selúcidas se habían apoderado de Jerusalén. Con el entusiasmo religioso de conversos relativamente recientes, los turcos limitaron tajantemente las peregrinaciones cristianas a la tierra donde nació Jesús, y pronto circularon por el Oeste relatos horrendos sobre las atrocidades turcas contra humildes peregrinos cristianos.
Más aún, el papa Urbano II tenía razones propias para prestar oídos a los alegatos del emperador Alejo. A la sazón, el papado estaba empeñado en una lucha por el poder con el emperador alemán Enrique IV, quien apoyaba a un «antipapa» (un papa que no fue reconocido como legítimo por la posterior doctrina apostólica). En realidad, era el antipapa el que gobernaba en Roma, mientras Urbano II se había visto obligado a permanecer en las regiones no controladas por los ejércitos del emperador.
En 1095, un año después de que Urbano mostrase su fuerza excomulgando a Felipe I de Francia, convocó un concilio en la ciudad italiana septentrional de Piacenza, a sesenta y cinco kilómetros al sur de Milán. Allí puso en la agenda el pedido de mercenarios de Alejo.
Como papa enérgico que era y como ardiente defensor de la reforma cluniacense, sentía sinceros deseos de reforzar a la cristiandad derrotando a los turcos y recuperando Tierra Santa. Y si al hacerlo podía lograrse que los cristianos orientales volviesen al redil y aceptasen la supremacía papal, tanto mejor. Además, la empresa brindaría a los barones enzarzados en interminables rapiñas un enemigo común al cual combatir y se promovería la paz interior al enviarlos lejos.
El concilio de Piacenza, sin embargo, no llegó a ninguna conclusión sobre el pedido de Alejo. Los problemas con el emperador alemán ocuparon en demasía su mente colectiva. Por ello, Urbano convocó un segundo concilio en noviembre del mismo año, 1095, en Clermont, en la Francia central meridional. Allí, más lejos del emperador Enrique, el problema del emperador Alejo podía ser contemplado en una perspectiva más clara.
En Clermont, Urbano tuvo un público hecho a la medida para él. A fin de cuentas, él era un francés, y el clero francés había estado de su parte en la lucha contra el emperador y su antipapa. Los caballeros mejores y más beligerantes, a quienes esperaba apelar, también eran franceses.
Urbano empezó exaltando la reforma, renovando la Tregua de Dios y predicando la paz entre la nobleza. Luego pasó al verdadero propósito de la reunión.
Urbano se levantó para dirigirse a las enormes multitudes de fieles que habían acudido a oírlo. Era un hábil orador y, en términos conmovedores y llenos de emotividad, describió la ciudad de Jerusalén, encadenada desde largo tiempo atrás por sus gobernantes infieles. Describió los sufrimientos de los peregrinos. Urgió a los caballeros de Europa a tomar las armas contra el infiel, a descargar sus golpes, en nombre de los cristianos piadosos, para recuperar la tierra de Jesús.
La atmósfera era la de una reunión evangelista. Los oyentes fueron llevados a un frenesí casi enloquecido. «¡Dios lo quiere!», gritaban una y otra vez. «¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!».
Muchos se comprometieron a marchar al Este para combatir y en signo de esta promesa prendieron una cruz de su ropa, desgarrando alguna prenda, si era necesario, a fin de obtener el material para ello. La guerra iba a librarse en homenaje a la Cruz, y ésta sería el emblema de sus guerreros. Por ello, el movimiento fue llamado «Cruzada», de la palabra latina para «cruz».
Urbano inició en Clermont una lucha que continuaría por doscientos años, y más aún, y el flujo de caballeros hacia el Este sería permanente, más o menos, durante todo ese tiempo. Pero hubo flujos particularmente densos conducidos por jefes eminentes, de tanto en tanto; hubo ocho de ellos, según los cálculos más comunes. Por esta razón los historiadores habitualmente hablan de las Cruzadas, en plural, y la que iba a iniciarse después del concilio de Clermont fue la «Primera Cruzada».
La Primera Cruzada no fue un movimiento de monarcas y, en verdad, Urbano no deseaba que lo fuese. Los dos monarcas más importantes de Europa, Enrique IV de Alemania y Felipe I de Francia, eran hostiles a él y, de hecho, ambos fueron excomulgados. Urbano quería que el movimiento estuviese bajo su conducción, y fue a los nobles menores y al pueblo a los que apeló, no a quienes podían disputarle su liderazgo.
Los ejércitos marcharon hacia el Este, sin saber nada de las tierras por las que pasarían y a las que llegarían, sin saber nada de sus aliados bizantinos ni de sus enemigos musulmanes, destilando fanatismo y anhelantes de sangre y botín. Aunque sufrieron grandes pérdidas, también ganaron asombrosas victorias y, el 15 de julio de 1099, lograron tomar Jerusalén.
Es tentador seguir en detalle esta historia casi increíble, pero en este libro debemos centrar nuestra atención en Francia. ¿Qué ocurría en Francia mientras los caballeros franceses se llenaban de gloria en Tierra Santa?
Para Felipe I, la Primera Cruzada fue beneficiosa. Se libró de muchos de sus turbulentos súbditos y tuvo menos que temer en su permanente lucha contra el papa. (Felipe, como verá el lector, no pudo resignarse a renunciar a su matrimonio adúltero; así, se le levantaba la excomunión cuando prometía ser bueno, y se le volvía a imponer cuando reincidía, y así varias veces).
Guillermo el Conquistador había muerto en 1087 y su hijo Roberto Curthose, que le sucedió en Normandía, era mucho menos capaz que su padre; además, se marchó a la Cruzada. El hermano menor de Roberto gobernaba Inglaterra con el nombre de Guillermo II y, aunque controlaba Normandía mientras Roberto Curthose estaba en la Cruzada, en Francia no intentó más que aventuras limitadas.
Roberto retornó en 1100, pero por entonces Guillermo II había sido asesinado y Roberto se lanzó a combatir por Inglaterra contra otro hermano, Enrique.
Podría parecer que, con las Cruzadas y los problemas de los hijos normandos de Guillermo el Conquistador, era un buen momento para que Francia reforzase su unidad, pero esta unión era muy difícil de lograr.
En la actualidad, cuando contemplamos retrospectivamente la Francia de los primeros Capetos, la concebimos como «Francia», pero tal sentimiento no existía entre la gente de la época. Cada provincia tenía su propio dialecto, distintivo y diferente, a veces hasta muy diferente; y para cada grupo provinciano, los hombres que hablaban otros dialectos eran extranjeros que debían ser despreciados, temidos u odiados, o todo a la vez.
Sin duda, el dialecto de la región parisina, llamado «franciano», tenía cierto prestigio porque era el lenguaje de la corte, mas por el 1100 esto se hallaba lejos de bastar para darle el rango de una lengua común.
Sin embargo, estaba por producirse un cambio. El espíritu y el animo de la era de las Cruzadas dio origen a un sentimiento nuevo, más nacional, entre la gente. Por diferentes que las personas de una u otra provincia se sintieran, todos eran cristianos y todos luchaban con los distantes musulmanes.
La Primera Cruzada también dio origen a la primera gran creación literaria que tuvo gran popularidad en todas las provincias, atrajo a todos como una herencia común y dio a todos un orgullo común.
Era la Chanson de Roland (El Cantar de Roldan), que recibió su forma final alrededor del 1100. Su trama aprovechaba el sentimiento antimusulmán que despertó en los franceses la Primera Cruzada. Su base histórica era un incidente que había ocurrido más de tres siglos antes, cuando un monarca al que los franceses consideraban el más grande de su historia, Carlomagno, había luchado gloriosamente contra los musulmanes en España. Durante esa campaña, la retaguardia de uno de los ejércitos de Carlomagno, bajo el mando de Roldan, fue destrozada por vascos cristianos en los desfiladeros de los Pirineos.
Pero el poema no contiene nada del suceso real. Mientras que Carlomagno, en realidad, sólo conquistó la franja de España que está inmediatamente al sur de los Pirineos, es pintado en el poema como habiendo conquistado toda España excepto una ciudad. La retaguardia es descrita como habiendo sido atacada por un gran ejército musulmán, en vez de las guerrillas cristianas, y todo el cuadro está pintado con los fantasiosos colores heroicos de la caballería medieval. Cada cristiano combate con mil musulmanes, excepto Roldan, que combate con diez mil. Hasta la derrota final de Roldan es tan gloriosa como una victoria.
Ningún francés pudo evitar sentirse orgulloso de ser francés, cualquiera que fuese su provincia, cuando leía este poema épico, que no sólo fue el primero, sino también el más grande de su tipo en la literatura medieval.
La Chanson de Roland dio origen a una gran literatura imitativa de «cantares de gesta» (o «cantares de hazañas caballerescas»), de los cuales unos ochenta han sobrevivido hasta hoy. La mayoría son fantasías concernientes a los caballeros legendarios de la corte de Carlomagno. Uno de ellos, Huon de Bordeaux, presenta a Oberón, rey de las hadas, y Shakespeare, cuatro siglos más tarde, lo introdujo como personaje en su obra Sueño de Una Noche de Verano.
Los cantares de gesta, en general, junto con la Primera Cruzada, dieron el primer gran ímpetu hacia el nacionalismo francés.
«Luis el Listo».
Felipe I había seguido la habitual costumbre capeta de asegurar la sucesión haciendo coronar a su hijo Luis y asociándolo a él en su gobierno. Cuando en 1108 Felipe murió, su hijo le sucedió pacíficamente con el nombre de Luis VI.
Luis fue el primer Capeto que llevó un nombre asociado al viejo linaje carolingio (Luis V fue el último carolingio). Una medida del éxito de los Capelos es que ya no temían invocar la memoria de Carlomagno.
Luis VI, como su padre, era gordo. En verdad su exceso de peso ha pasado a la historia, pues es llamado «Luis el Gordo». Era gordo pero no era tonto. De hecho, fue el primero de los Capetos que hizo algo más que meramente tratar de mantenerse y que enfiló audazmente en dirección a la centralización.
Se dio cuenta de que eran los señores revoltosos los que constituían el mayor peligro, y que su fuerza provenía de la paz y la prosperidad de las tierras reales que rodeaban a París. En verdad, otro de sus nombres, y éste mucho más adecuado, es «Luis el Listo».
Eludiendo las guerras distantes en la medida en que pudo, se dedicó a la poco atractiva pero enormemente importante tarea de acabar con los orgullosos hidalgüelos que tenían sus fortalezas a la vista de París y saqueaban a comerciantes y campesinos cuando se les antojaba. Pasó un cuarto de siglo dedicado a esa tarea, pero cuando Luis terminó, la amenaza de los barones ladrones desapareció de los dominios que él gobernaba directamente.
Como resultado de ello, sus súbditos lo amaban; fue el primer Capeto realmente popular. En cuanto a aquéllos que estaban gobernados por señores que estaban fuera del alcance de Luis, deseaban ansiosamente la victoria del rey sobre sus propios señores feudales. Así inició Luis el proceso de centralización de la monarquía y la nación que continuaría durante cinco siglos después. La marcha hacia la centralización tiene tendencia a realimentarse a sí misma. Por ejemplo, cuanto mayor es el poder real y más extensos los dominios reales, tanto mayor es el prestigio del dialecto de la corte, el franciano, y tanto más se acercaba Francia a un lenguaje nacional que, a su vez, podía inspirar sentimientos nacionalistas.
Luis no promovió la centralización mediante hechos de armas solamente. De manera deliberada, apoyó a las clases sociales con las que podía contar para actuar contra los señores. Mantuvo el hábito Capeto de apoyar al clero, por ejemplo, y abandonó la política de su padre y su abuelo volviendo a un programa de apoyo a la reforma. Pensó, con razón, que a la larga se ganaría más con ello.
También usó la influencia real para crear ciudades en las tierras de sus vasallos turbulentos (no en las suyas) y les otorgó privilegios especiales que, sabía, serían inconvenientes para los señores. Los habitantes de las ciudades, naturalmente, considerarían enemigos a los señores de las tierras circundantes y buscarían protección para ellos y sus privilegios en el rey. A medida que aumentaron la prosperidad y la riqueza de las ciudades, se convirtieron en una fuente de dinero (necesario para pagar soldados y comprar armas) que siempre estaría disponible para que el rey la usase contra los nobles.
Luis fue suficientemente perspicaz como para evitar poner a sus vasallos más importantes en la administración, pues comprendió que serían difíciles de controlar y que podían fácilmente usar contra él el poder que les concediera. Eligió sus consejeros entre la nobleza inferior, el clero y los habitantes de las ciudades. Estos consejeros, al no tener gran poder propio, dependían solamente del rey para su bienestar y podía confiarse en que, por puro interés personal, serían leales a él.
El más importante de los consejeros de Luis fue el abad Suger, un eclesiástico proveniente de las clases inferiores. Suger tenía aproximadamente la misma edad que Luis y había sido el preceptor real cuando ambos tenían veintitantos años. Suger estimuló vigorosamente a su monarca en su política ilustrada contra los señores, y su influencia se extendería más allá de la vida de Luis. Suger vivió hasta los setenta años y fue consejero del hijo y sucesor de Luis. Y no sólo esto, sino que fue también el mejor historiador de su tiempo y dejó escritos sumamente favorables a ambos reyes.
Suger fue también responsable de un importante avance en la arquitectura.
Por carecer de materiales modernos, a los arquitectos romanos les fue imposible construir grandes estructuras sin gruesos muros. Cuando se usó la piedra para el techo, el peso fue aún mayor y los muros se hicieron enormemente anchos. Las ventanas debían ser escasas y pequeñas, para no introducir una fatal debilidad en los edificios. El resultado de ello fue que en las iglesias «románicas» de la temprana Edad Media predominaba una atmósfera de densa penumbra, sólo atenuada por interiores alumbrados con velas e imágenes coloreadas.
Pero en el siglo XI surgió la idea de diseñar grandes construcciones concentrando el peso del techo en ciertas partes donde podían construirse contrafuertes externos de albañilería. Para aumentar la resistencia, los contrafuertes, bien separados del edificio, podían ser unidos a los puntos fundamentales que necesitaban sostén mediante construcciones diagonales. Estas eran los «arbotantes».
Puesto que los contrafuertes soportaban el peso, las partes del muro que no participaban directamente en la función de sostén podían hacerse delgadas y abrir en ellas muchas ventanas. Estas ventanas eran cubiertas con vidrieras, de modo que el interior del edificio quedaba bañado por luz de diferentes colores que le daban un bello e impresionante aspecto. Más aún, era posible construir catedrales hasta alturas sin precedentes, alturas que no fueron superadas, en verdad, hasta el siglo XIX, cuando surgió la edad del acero.
El nuevo estilo apareció discretamente de manera dispersa, y en 1137 Suger inició la renovación de la abadía de Saint-Denis, no lejos de París, al norte, de la cual Suger era abad. Éste usó el nuevo estilo de una manera audaz y al por mayor, con lo que contribuyó a su popularidad. Para los hombres de regiones más meridionales, particularmente Italia, donde el estilo románico y su evocación de los viejos días romanos tenían el prestigio de la antigüedad, la nueva arquitectura fue considerada bárbara en su exaltación de la altura y el tamaño, y en el desbordante vigor de sus contrafuertes y su ornamentación. Fue llamado, burlonamente, «gótico».
El nombre quedó, pero sin su matiz insultante. Ese estilo se hizo cada vez más popular y se construyeron catedrales góticas por toda Europa durante los siglos siguientes, y con complejidad cada vez mayor. La arquitectura gótica se convirtió en una de las glorias artísticas de la Edad Media.
Los hijos del Conquistador.
El problema externo que más complicó el reinado de Luis fue la cuestión de Normandía. Tuvo que hacer frente a los hijos de Guillermo el Conquistador. Uno de los hijos sobrevivientes, Enrique I de Inglaterra, había derrotado a Roberto Curthose y ahora gobernaba también sobre Normandía.
A Luis no le preocupaba mucho quién gobernase Inglaterra, pero Normandía, por supuesto, era otra cuestión. Ocupaba los tramos inferiores del río Sena y su frontera estaba a sólo unos cien kilómetros aguas abajo de París. Que perteneciese a Inglaterra permitía al rey inglés ser tan importante en Francia como lo era el rey francés, y Luis trató de que, en el peor de los casos, si Normandía no podía ser dominada por él, al menos no fuese dominada por Inglaterra.
Por ello, había apoyado a Roberto Curthose, que era ahora prisionero de su hermano; y luego apoyó al hijo de Roberto, Guillermo Clito, quien estaba aún en libertad. Así comenzó un duelo entre Francia e Inglaterra, por Normandía, que no iba a decidirse antes de tres siglos.
En 1119, Luis, acompañado por Guillermo Clito, condujo un contingente de hombres armados río abajo por el Sena. Probablemente no tenían más intención que la de hacer un reconocimiento y obtener una victoria psicológica sobre Enrique. Pero éste, quien se hallaba en Normandía a la sazón, conducía una tropa río arriba por el Sena, con el mismo propósito. Los dos ejércitos se encontraron inesperadamente cerca de Les Andelys, ciudad de la frontera normanda.
No pudo evitarse la batalla y las dos huestes de jinetes chocaron con gran bullicio y clamoreo. Por entonces, la armadura había llegado a cubrir todo el cuerpo del hombre y buena parte del caballo también, de modo que los caballeros eran como tanques vivientes.
La armadura debe de haber sido muy pesada de llevar y endiabladamente caliente en verano (la batalla se libró el 20 de agosto); seguramente impedía limpiarse el sudor de los ojos o rascarse donde picaban las pulgas; pero protegía de los golpes de espadas y garrotes.
De los novecientos caballeros que participaron en la batalla, de ambas partes, sólo tres fueron muertos, y ello probablemente por accidente. Aun cuando se lograse derribar de su caballo a un caballero y capturarlo, generalmente se lo conservaba vivo para pedir un rescate por él, que era mucho más provechoso que matarlo.
Todo se reducía, pues, a cuál de las partes se cansaba primero del ruido y el calor y decidía ceder. Entonces, volvían sus caballos y se alejaban, mientras la otra parte trotaba tras ellos sin entusiasmo y profiriendo insultos. Fueron los franceses los que se volvieron en este caso y Enrique obtuvo una clara victoria, aunque no sangrienta.
Esta batalla de Les Andelys, dicho sea de paso, era típica de los primeros tiempos medievales. Generalmente eran tediosos empates y tenía poco sentido librarlas. En cambio, cuando los castillos normandos se difundieron a regiones fuera de Normandía, los asedios se hicieron característicos del arte de la guerra de esa época. Como resultado de ello, se construyeron castillos prestando cada vez mayor atención a su resistencia. Después de 1100, los castillos, que hasta entonces eran hechos de madera, empezaron a ser construidos con piedra.
Un año después de Les Andelys, un golpe de fortuna favoreció a Luis y le brindó infinitamente más de lo que había perdido en la batalla. El rey inglés retornó a Inglaterra y su único hijo, Guillermo, que navegaba en otro barco, se ahogó en el Canal de La Mancha. Sólo quedaba una hija, Matilde, como heredera de la corona anglonormanda. Luis el Listo no halló dificultades para darse cuenta de que habría problemas en Inglaterra cuando Enrique muriese. Desde ese momento, se dedicó a hacer todo lo posible para asegurarse de que tales problemas efectivamente surgirían.
La muerte del príncipe también fue una oportunidad para Enrique V, el emperador alemán e hijo del viejo enemigo del papado Enrique IV.
En 1114, Enrique V se casó con Matilde de Inglaterra, y pensó ahora que tenía buenas probabilidades de heredar el gobierno de Inglaterra y Normandía por intermedio de su mujer. No pudo resistir la tentación de apresurar y asegurar la llegada de ese día invadiendo Francia en 1124 y realizando alguna hazaña contra el enemigo francés que le diera popularidad entre sus futuros súbditos.
El creciente sentido de nacionalidad y la popularidad personal de Luis demostraron ahora ser un firme apoyo para el rey. Los grandes señores y el pueblo por igual se unieron alrededor de Luis, y el emperador, después de descubrir que se había metido en un avispero, decidió que tenía otras cosas que hacer y volvió a Alemania.
Enrique V murió en 1125, dejando viuda a Matilde. Enrique I, en agonía, trató de asegurar la sucesión obligando a los señores ingleses y normandos a jurar lealtad a su hija. También buscó la manera de arreglar un segundo matrimonio que proporcionase a su hija un marido capaz de defenderla.
Su elección cayó en Anjou, cuyos condes dominaban una región de Francia tan extensa como Normandía. Había habido una permanente enemistad entre Normandía y Anjou (su vecino meridional) durante más de medio siglo, pero ahora las circunstancias habían cambiado. El conde de Anjou, Fulco V, estaba a punto de marcharse al Este para encabezar las fuerzas cristianas que aún combatían en Tierra Santa, e iba a dejar su hijo Godofredo como su sucesor.
Godofredo era joven, pues estaba en su primera adolescencia, y era de apariencia suficientemente buena como para ser llamado «Godofredo el Hermoso». También adquirió un apodo derivado de un ramito de retama («planta genét») que llevaba en su yelmo, por lo que era llamado Godofredo Plantagenet.
Si se le podía inducir a casarse con Matilde, sería un joven y vigoroso marido que, según el cálculo de Enrique, defendería la corona de su hija llegado el momento. Finalmente, pasaría a su hijo el gobierno, no sólo de Inglaterra y Normandía, sino también de Anjou, y fundaría una «dinastía angevina» (el adjetivo derivado de Anjou) que sería más poderosa que la dinastía normanda, de la que Enrique I parecía condenado a ser el último representante masculino.
En 1128, el matrimonio tuvo lugar y al año siguiente Fulco V partió hacia el Este. Godofredo fue conde de Anjou y esposo de la heredera del trono de Inglaterra y Normandía.
Luis VI no pudo hacer nada para detener este complicado plan con vista al futuro (excepto esperar que fracasase), pero preparó un complejo plan propio que podía servir como factor neutralizador. Al noroeste de los dominios reales estaba Flandes, una región que ahora está incluida en su mayor parte en Bélgica occidental, y allí dirigió su mirada Luis.
Flandes tenía una posición muy ventajosa, inmediatamente del otro lado del Canal con respecto a Inglaterra sudoriental, y estaba a mitad de camino entre Alemania y Francia. Las tierras bajas eran cenagosas y, cuando las marismas fueron desecadas, las tierras no eran adecuadas para la agricultura. En cambio, se criaron ovejas, pues hubo allí buenos pastos. El pueblo flamenco usaba la lana para hacer ropas, que exportaba al Sur, a cambio de los objetos de lujo del Mediterráneo. No es sorprendente, pues, que las ciudades que surgieron en Flandes fueran las más prósperas, fuera de las de Italia.
En 1127, cuando el conde de Flandes fue asesinado, Luis VI intervino rápidamente y, por mera presión, obligó a los flamencos a aceptar a Guillermo Clito como su conde. La intención era clara. Guillermo Clito, sobrino de Enrique I e hijo del hermano mayor de Enrique, tenía legítimos derechos al trono inglés. Luis pensó que podía abrigar la seguridad de que estallaría una guerra civil en Inglaterra, en algún momento conveniente, guerra en la que tendría tras de sí la riqueza de Flandes.
El plan de Luis no tuvo éxito. Guillermo Clito era inaceptable para el pueblo flamenco. Estaba constantemente en discordia con él y, en 1128, murió en una batalla, de modo que la influencia de Luis en esa dirección se desvaneció.
Luis VI, rechinando los dientes, se vio obligado a hacer la paz definitivamente con Enrique I en 1129, y a esperar. En 1134 murió Roberto Curthose a la edad de ochenta años, con lo que quedó eliminada otra posible fuente de problemas dinásticos, y luego, en 1135, murió Enrique I. ¿Qué ocurriría ahora?
Luis VI no tuvo que esperar mucho para verlo. Matilde trató de que la aceptasen como reina, pero todos los señores anglonormandos que habían jurado aceptarla se negaron luego a admitir un gobierno de faldas y se retractaron, pasando a apoyar a un encantador primo de ella, Esteban de Blois. Siguieron veinte años de anarquía y guerras civiles, durante los cuales Inglaterra permaneció bajo el gobierno de Esteban y Normandía bajo el de Matilde, para beneficio de Francia.
Pero Luis VI no podía descansar. Estaba en los cincuenta y tantos años, que era una edad avanzada para ese período de la historia, y tenía que arreglar su propia sucesión. A la manera capeta, había hecho coronar a su hijo, otro Luis, en 1131, y ambos gobernaron Juntos. Pero Luis quería hacer más. Deseaba lograr un matrimonio ventajoso para su hijo, a fin de contrarrestar el ventajoso matrimonio de Matilde.
Afortunadamente, se le presentó la oportunidad. Casi todo lo que es ahora el sudoeste de Francia estaba bajo la dominación de los duques de Aquitania. Aquitania era una tierra bella y fértil, con un clima suave y una cultura más gentil y avanzada que la del norte de Francia, pues estaba más cerca de Italia, donde aún latía el recuerdo de Roma, y de España, donde la cultura musulmana era mucho más avanzada que toda la de la Europa cristiana.
Aquitania, en efecto, era casi un país extranjero. Aunque feudalmente reconocía al gobernante de París como su soberano, prácticamente no había lazos de simpatía entre el Norte y el Sur. Hasta las lenguas eran diferentes. Aquitania hablaba el «provenzal», una lengua más estrechamente emparentada con algunos de los dialectos españoles que con el franciano.
Pero Luis tuvo una oportunidad. En 1137, Guillermo X, duque de Aquitania, murió sin dejar herederos varones. Su único vástago era una hija joven, Leonor de Aquitania, que tenía sólo quince años en el momento de la muerte de su padre. Era la más rica heredera de Europa y necesitaba un marido que protegiera sus tierras. ¿Qué mejor marido podía tener que el próximo rey de Francia, de sólo dieciséis años? Sus herederos gobernarían directamente toda la Francia oriental y meridional, rodeando a las posesiones normandas del noroeste con un gran semicírculo. Entonces, aunque la guerra civil anglonormanda llegase a su fin, Francia estaría en una posición favorable para reanudar la lucha.
El casamiento se llevó a cabo en julio de 1137, y luego luís, después de haber hecho todo lo que pudo, se despidió cansadamente de la vida; murió el 1° de agosto.
La Segunda Cruzada.
El nuevo rey le sucedió con el título de Luis VII, y fue llamado en la época «Luis el Joven», pues era todavía un adolescente.
El nuevo reinado, por influencia de Leonor, llevó al norte la cultura del sur, y lo hizo poderoso. El sur de Francia era el hogar de los «trovadores» o, como eran llamados en el sur, «trouvéres» (de una palabra local que significaba «poeta»), que escribían en provenzal.
Los trovadores cantaban sobre el amor, algo que en la mayor parte de Europa era desconocido. Los matrimonios se concertaban por razones económicas o políticas, sin ninguna consideración a los gustos o sentimientos personales. En cuanto a la relación sexual, ésta habitualmente tenía poco que ver con nada que no fuera el sexo.
Los trovadores, en cambio, concebían el amor como algo diferente del sexo o del matrimonio; y la sujeción del amante a su amado casi a la manera de un vasallo con su señor. Podía hacerse remontar los orígenes de esta concepción a los escritos romanos del poeta Ovidio y a ideas musulmanas provenientes de España.
Guillermo IX de Aquitania, abuelo de Leonor, fue el primero de los trovadores importantes, y Leonor los protegió generosamente. Surgió la moda del «amor cortesano», según el cual se suponía que los hombres suspiraban por mujeres que no podían obtener (generalmente, porque estaban casadas con algún otro).
La moda se ajustaba a un estilo convencional y era trivial, pero contribuyó a mejorar el status de la mujer algo muy necesario por aquel entonces. Las mujeres, en general, eran denigradas por los sacerdotes célibes y recibían escasa consideración como seres humanos antes de los trovadores. Eran consideradas principalmente como máquinas de hacer bebés, a menudo las casaban a una edad tan temprana como los doce años[4] y, en promedio, tenían trece veces más hijos que las mujeres europeas y americanas de hoy. Pero el índice de mortalidad de los niños pequeños era elevado, lo que impedía que la población aumentase rápidamente, y pocas mujeres escapaban a la muerte en un parto, tarde o temprano. A causa de esto, la esperanza de vida de las mujeres era considerablemente menor que la de los hombres (esta situación no cambió hasta el siglo pasado, cuando se logró reducir mucho los peligros del parto).
Leonor presidía un tribunal para trovadores y poetas, y disertaba sobre los esotéricos problemas del amor cortesano. Emitía veredictos en tales materias, después de oír los alegatos de ambas partes, como hacía su marido en cuestiones más serias. Leonor decidió, por ejemplo, que el amor y el matrimonio eran incompatibles, algo que probablemente había descubierto en su propio caso por experiencia personal, aunque dio sumisamente a su marido dos hijas.
(Podría creerse que el movimiento de los trovadores favorecía la infidelidad y la inmoralidad entre mujeres de alto rango, pero en realidad la mayoría de esas disquisiciones eran pura palabrería. Las condiciones de vida en las grandes casas eran tales que estaban llenas de gente; había tantos criados y sirvientes que las damas apenas podían hallar la intimidad necesaria para hacer el amor con sus maridos, y mucho menos con otros hombres).
Mientras Leonor abordaba los problemas del amor cortesano, Luis tenía que enfrentarse con otros más prosaicos. Por ejemplo, estaba la cuestión de Inglaterra y Normandía. Esteban y Matilde disputaban y combatían por la corona unida de Inglaterra y Normandía (ahora con el añadido de Anjou), y Luis tuvo que vigilarlos atentamente e intervenir para impedir que ganase cualquiera de las partes. Esto fue precisamente lo que ocurrió. Ni Esteban ni Matilde eran verdaderamente capaces y ambos desperdiciaron varias oportunidades de ganar.
Matilde, después de una breve estancia en Londres, en 1141, fue expulsada y obligada a retirarse a Francia definitivamente. Esteban, aunque gobernó a Inglaterra de manera bastante ineficiente, no pudo afirmarse en el Continente. Aquí, Godofredo Plantagenet logró poner a Normandía del lado de Matilde y fue reconocido como duque de Normandía (además de su título heredado de conde Anjou) en 1144.
Luis VII, naturalmente, estaba encantado con este arreglo, pues no sólo la peligrosa herencia de Guillermo el Conquistador quedaba dividida en dos, sino también porque para cada una de las partes la otra sería el principal enemigo, permitiendo a la corona francesa ganar a expensas de ambas y, tal vez (¿quién sabe?), engullir todo.
Si Luis VII hubiera sido tan prudente y previsor como su padre, podía haber avanzado lejos en esa dirección. Desgraciadamente para él, tuvo serios contratiempos que surgieron de problemas religiosos. Para empezar, cometió el error de presionar sobre la designación de uno de sus capellanes para un arzobispado, en contra de los deseos de los funcionarios de la Iglesia.
Luis VII consideró esto como su derecho feudal, pero la Iglesia no lo Juzgó así y endureció su posición frente a él. Por entonces, el poder del papado estaba creciendo constantemente, y se hallaba cada vez menos dispuesto a permitir que los reyes interfirieran indebidamente en los nombramientos eclesiásticos. El papa Inocencio II hasta amenazó con un «interdicto» (una suspensión completa de todas las funciones eclesiásticas) en los dominios reales, y lo habría hecho si no hubiese muerto poco después, en 1143.
El rey defendía enérgicamente lo que creía que eran sus derechos, pero era suficientemente piadoso como para sentirse afectado por hallarse en conflicto con la Iglesia. Peor aún, en 1142, cuando combatía con el conde de Champaña, las tropas de Luis VII tomaron por asalto un castillo situado a unos ciento cuarenta kilómetros al este de París y lo incendiaron. Las llamas se extendieron a una iglesia vecina, en la que habían buscado refugio 1.300 personas. Todos murieron. Esta atrocidad no fue intencional; fue un concomitante accidental de la suprema atrocidad de la guerra; pero la conciencia de Luis quedó aterrada por la horrenda visión de los cuerpos quemados.
Todo esto sirvió de fondo para las noticias que llegaron del Este. Había pasado medio siglo desde que los cruzados tomaron Jerusalén. Un «Reino Latino», bajo la dominación de los franceses, había sido creado a lo largo de toda la costa oriental del Mediterráneo.
Pero eso había ocurrido cuando el mundo musulmán estaba profundamente dividido, y esa división había sido el principal factor que permitió el éxito de los cristianos. Ahora los musulmanes se estaban recuperando. Aparecieron jefes vigorosos y, en 1144, uno de ellos retomó la ciudad de Edesa, el bastión situado más al noreste del reino de los cruzados. Cuando la noticia del resurgimiento musulmán y la pérdida de Edesa llegó al Oeste, se inició una resurrección del fervor cruzado.
No había ningún papa fuerte, ningún Urbano II, que estimulase ese fervor, pero había otro allí para hacerlo. Era un simple abad, pero más grande que la mayoría de los papas: era Bernardo de Claraval.
Bernardo había nacido en 1090 en el seno de una familia acomodada, cerca de Dijon, en Borgoña, a unos doscientos kilómetros al sudeste de París. Claramente no tenía vocación militar, de modo que se le ofreció la única alternativa que había para un Joven de la clase superior en aquellos tiempos: una educación que lo destinaba a la vida clerical. Vivió bastante alegremente hasta que, como resultado de un largo proceso de conversión, decidió repentinamente, en 1112, entrar en un monasterio relativamente nuevo en Cíteaux, a unos veinticinco kilómetros al sur de Dijon.
Este monasterio representaba un nuevo movimiento reformista, pues el viejo movimiento cluniacense se había suavizado por entonces. Este nuevo movimiento es llamado «cisterciense», voz derivada del nombre latino de la ciudad de Cíteaux. Los cirtercienses daban gran importancia al trabajo en los campos. Transformaban tierras yermas en pastizales y luego criaban ovejas y desarrollaban la producción de una lana de elevada calidad. Pero el monasterio tenía problemas al principio y no funcionaba muy bien, hasta que llegó Bernardo, con unos treinta amigos y parientes, a quienes persuadió a que se le unieran.
Pasó tres años de vida austera y luego fue enviado, en 1115, a fundar un monasterio similar en un lugar situado a unos cien kilómetros al norte de Dijon. Llamó al lugar Claraval («valle brillante»).
Gracias a la furiosa energía de sus escritos y enseñanzas, la reforma cisterciense tuvo una expansión casi explosiva. Antes de su muerte, treinta y ocho años después de su llegada a Claraval, había 338 monasterios cistercienses esparcidos por toda Europa Occidental.
Su fama creció año tras año, y lo mismo la influencia de sus místicas concepciones religiosas. Fue devoto de la Virgen María, por ejemplo, y él más que nadie fue responsable de la importancia que le concedió la Iglesia posteriormente. Sin moverse de su oscuro lugar de Claraval, Bernardo se convirtió en el papa sin tiara, cuya influencia era mucho mayor que la de quienes ocupaban el trono pontificio romano en su tiempo. Sermoneó a reyes y amonestó a delegados pontificios. Fue su influencia, por ejemplo, lo que hizo posible que Inocencio II fuera papa, contra las pretensiones de otros. Bernardo podía haber sido papa si hubiera querido, pero prefería su abadía.
Después de la muerte de Inocencio II hubo dos papas que ocuparon el cargo por breve tiempo y luego, en 1145, un monje cisterciense discípulo de Bernardo fue elegido papa con el nombre de Eugenio III (y Bernardo siguió dominándolo como si Eugenio, por muy papa que fuese, siguiera siendo su discípulo). Las noticias de la caída de Edesa llegaron a Europa inmediatamente después de la elección de Eugenio III, y tanto éste como Bernardo quedaron atónitos.
Bernardo pensaba que sólo un movimiento conducido por los grandes monarcas podía restablecer el equilibrio, y los tiempos estaban maduros para él. La elección obvia parecía ser Luis VII de Francia. Bernardo había intervenido en la querella del rey con la Iglesia y había negociado un compromiso. La gratitud de Luis y sus remordimientos de conciencia le predisponían a escuchar a Bernardo. (Y Bernardo era un hombre peleón, pendenciero, autoritario y de una áspera elocuencia, a quien era difícil no escuchar, de todos modos).
El Domingo de Resurrección de 1146, Bernardo arengó a la corte francesa y, en un arranque de entusiasmo, el joven rey (sólo tenía alrededor de veinticinco años) tomó la cruz de la propia mano del abad. Acudieron los señores y los caballeros, jurando marchar a Tierra Santa, y nuevamente hubo en Francia un gran alboroto.
El movimiento cruzado nunca se había detenido totalmente, pero este nuevo empuje atrajo la atención de todo el mundo. Los sucesos que siguieron —una expedición al Este conducida por el mismo Rey— han sido llamados la «Segunda Cruzada».
Una persona permaneció inmutable, el abad Suger (quien, como todo el mundo, había sido sermoneado en su momento por Bernardo y no había gozado de la experiencia). Suger había guiado a Luis VI; había aconsejado el matrimonio de Luis VII con Leonor de Aquitania; y ahora era también consejero de Luis VII. No le impresionaban los encantos de Oriente y veía la Cruzada sólo como una fuente de perturbaciones. A causa de ella, el Rey estaría ausente y los problemas reales, los domésticos, se harían más amenazadores. Sin duda, el poder anglonormando había sido neutralizado por la guerra civil, pero ¿cuánto duraría eso? Y, sin duda, en ausencia del Rey, los vasallos se agitarían y se harían más fuertes.
Pero la esposa de Luis VII, Leonor, estaba encantada ante la perspectiva de una cruzada. La veía como una larga sucesión de torneos caballerescos, con bravos y gallardos caballeros que realizarían prodigiosas hazañas de valor, por amor a sus bellas damas cuyos guantes llevarían en sus yelmos. No solamente ella urgió a Luis a marchar al Este, sino que insistió en ir ella misma con toda su corte.
Luis no podía resistir el clamor de Bernardo, los ruegos de Leonor y las punzadas de su propia conciencia doliente. Puso a Suger al frente del Reino durante su ausencia y se dispuso a partir.
La prédica de Bernardo, de hecho, no sólo persuadió a Luis a marchar al Este, sino también a otro monarca, de rango aún más elevado. Era Conrado III, a la sazón emperador de Alemania. Siguiendo rutas separadas (para evitar querellas), los dos ejércitos, conducidos por los más poderosos monarcas de la cristiandad occidental, se dirigieron al Este en 1147 para castigar a los musulmanes, mientras toda Europa contenía el aliento.
Ambos ejércitos llegaron a Constantinopla y sus jefes fueron agasajados por el emperador bizantino Manuel, quien se consideraba emperador romano y a sus visitantes como meros reyes bárbaros. Las humillaciones que los monarcas occidentales tuvieron que sufrir en sus negociaciones con Manuel quitaron algo de su brillo novelesco a la cruzada.
El ejército alemán fue transportado por barco a Asia Menor por los bizantinos, quienes gustosamente los condujeron al interior para librarse de ellos, ya porque se marchasen a Tierra Santa, ya porque fuesen barridos. No les importaba cuál de esas alternativas se produjese, y resultó ser la segunda. Pocos de los cruzados alemanes escaparon a las cimitarras de los turcos, pero Conrado III estuvo entre esos pocos.
Luis VII fue más cauteloso. Marchó a lo largo de la costa de Asia Menor para permanecer en territorio bizantino todo lo posible. Cuando finalmente se vio obligado a enfrentarse con los turcos, dejó que destrozaran su infantería y se dirigió por mar, con sus caballeros, a Tierra Santa. Llegó a Antioquia, cerca del límite septentrional del Reino Latino. Doscientos cincuenta kilómetros al noreste se hallaba Edesa, ahora en poder de los musulmanes. Quinientos kilómetros al sur se hallaba Jerusalén, todavía en manos cristianas.
Los jefes de Antioquia, temiendo por su propia seguridad si no se frenaba el avance musulmán, urgieron a Luis VII a avanzar sobre Edesa sin dilación. Lo mismo Leonor, que aún ansiaba románticas batallas caballerescas. Pero Luis ya estaba harto. La marcha por Asia Menor había sido muy poco romántica y, en cambio, había tenido mucho de sufrimiento sin romanticismo. Decidió que no combatiría, y no lo hizo. En cambio, condujo a su ejército por territorio seguro, controlado por occidentales, y llegó a Jerusalén. Leonor, con horror y repugnancia, amenazó a Luis con el divorcio, pero Luis siguió su camino y ella tuvo que seguirle.
En Jerusalén, el ejército francés trató de hallar consuelo espiritual visitando los lugares sagrados y orando en ellos. Hasta puso un breve y poco entusiasta sitio a Damasco, a unos 220 kilómetros al noreste de Jerusalén, pero no combatió realmente, y más tarde se volvió a Francia.
Fue un monumental y humillante fracaso para la cristiandad, para Francia, para Bernardo y, sobre todo, para Luis. En 1149, dos años después de su partida, los sobrevivientes (incluidos los dos monarcas) retornaron sin haber conseguido nada, con batallas perdidas y, peor aún, batallas evitadas, como únicos resultados que mostrar de su esfuerzo.